Elihu B. Washburne abrió su reloj de oro. Las primorosas manecillas marcaban las seis menos cinco.
—Espera aquí —dijo al cochero, que respondió:
—¿Cómo sé que volverá, señor?
En los mejores momentos, el temperamento del diputado Washburne era sumamente inestable, y sus bruscos estallidos de furia —podía rugir como un predicador que anuncia el infierno— eran muy admirados en su estado adoptivo de Illinois, donde los electores afirmaban orgullosamente que él era el único abstemio militante que se conducía exactamente como una persona normal a las seis menos cinco, por ejemplo, de la mañana de un helado día invernal, para ser más exactos el 23 de febrero de 1861.
—¡Mira, negro…! —Mientras el grito subía por la garganta de Washburne hasta su terrible máximo, la prudencia, el omnipresente ángel de los políticos, le cortó el aliento. Un cojín de frío vapor opaco llenó el espacio entre el parlamentario y el cochero negro en su alto pescante.
Con el corazón palpitante de no apaciguada ira, Washburne dio al cochero algunas monedas.
—Te quedarás aquí hasta que regrese, ¿me oyes?
—He oído, señor. —Unos blancos dientes se descubrieron y cubrieron rápidamente en el rostro negro contraído por el frío.
Washburne abotonó su abrigo y descendió con cautela al barro helado que hacía las veces de pavimento de la majestuosa avenida. Llevaba a la sórdida estación de trenes, de ladrillo rojo, de Washington City, capital de los treinta y cuatro Estados Unidos que ahora estaban en proceso de desunirse. Se acomodó la hirsuta barba, con la esperanza de abrigar mejor su rostro.
Washburne entró en la estación cuando el tren de Baltimore se detenía rechinando. Mozos de cuerda negros haraganeaban en los andenes. Había grandes carros listos para cargar mercancías del Norte a cambio del tabaco, el algodón en rama y los alimentos del Sur. Los sureños solían decir que Washington City era la capital natural del Sur. Pero cuando eran prudentes, no lo decían en la irritable presencia de Washburne, representante del Oeste.
El diputado por el segundo distrito de Illinois se detuvo justamente detrás de la locomotora, ante un vagón vacío y dorado que llevaba un blasón con el nombre de Gautier, el principal proveedor de comidas de la ciudad, de quien decían algunos —jamás él mismo— que era el delfín perdido de Francia.
Mientras Washburne miraba descender a los soñolientos viajeros, lamentó no haber traído consigo al menos media docena de guardias federales. Como los guardias regresaban ahora del servicio nocturno, a nadie le habría parecido extraño que se reunieran casualmente alrededor de la estación. Pero la otra mitad de la semioficial Comisión Parlamentaria Conjunta de Dos, el senador William H. Seward, de Nueva York, había dicho:
—No, no querernos atraer la atención de nadie sobre nuestro visitante. Usted y yo seremos suficientes.
Como el siempre misterioso Seward había decidido no acudir a la estación, sólo estaba presente la Cámara de Representantes en la robusta persona de Elihu B. Washburne, quien advirtió de pronto un trío evidentemente criminal. A la izquierda, un hombre pequeño de mirada penetrante con una mano hundida en el bolsillo de su abrigo, donde se veía el contorno de un derringer. A la derecha, un joven fornido y enorme con las dos manos en los bolsillos…, ¿dos pistolas? En el centro, un hombre alto y delgado con un sombrero blando caído sobre los ojos, como un ladrón, y un abrigo corto con el cuello alzado, de modo que entre el cuello y el sombrero sólo se veían la nariz prominente y los altos pómulos cubiertos de piel amarillenta y tensa como la de un tambor. En la mano izquierda traía un bolso de mano de cuero que contenía, sin duda, las herramientas de su oficio siniestro. Cuando los tres hombres se acercaron a Washburne, el diputado dijo:
—No puedes engañarme, Abe.
El hombre pequeño se volvió vivamente hacia Washburne, con media mano fuera del bolsillo así como el cañón del derringer. Pero el hombre alto dijo:
—Está bien, Mr. Pinkerton. Éste es el diputado Washburne. Es nuestro comité de recepción.
Cálidamente, Washburne estrechó la mano de su viejo amigo el presidente electo de Estados Unidos, Abraham Lincoln, otro político de Illinois, quien supuestamente debía ser asesinado ese día, más tarde, en Baltimore.
—Éste es el guardia Hill Lamon. —Lincoln señaló al hombre fornido, que sacó la mano derecha del bolsillo para saludar a Washburne; éste miró estupefacto esa mano, relumbrante de lo que parecían bárbaras joyas.
Lincoln rió.
—Hill, cuando estemos en una gran ciudad debería quitarse los puños de bronce.
—En esta ciudad será mejor que los conserve. —Washburne observó que eso era exactamente lo que hacía Lamon, que hablaba con acento sureño. Mientras tanto, Pinkerton se había adelantado y miraba a los que pasaban con tal suspicacia que él mismo empezó a llamar la atención. Lincoln dijo lo que Washburne pensaba:
—Mr. Pinkerton es lo que llaman un detective, y los detectives siempre hacen un escándalo cuando tratan de pasar inadvertidos.
Para alivio de Washburne, nadie reconoció a Lincoln. Pero él mismo tuvo un instante de duda cuando Lincoln se bajó el cuello, revelando una breve barba negra brillante que cambiaba por completo la forma —y la expresión— de su rostro.
—¿Es falsa? —Washburne miraba fijamente. Estaban justamente debajo de un enorme cartel de «Abraham Lincoln, presidente electo. Bienvenido a Washington City». El rostro afeitado del cartel era duro y de mirada agresiva, en tanto que la cara barbada parecía fatigada, pero amistosa. A Washburne el presidente electo le parecía un próspero granjero del interior de Illinois que viene al mercado.
—No, es real. Lo que se podría llamar un adorno. Tenía que hacer algo útil en el tren desde Springfield. —Lincoln se apartó de un salto porque dos enormes negras con una tina de carne de cerdo para salchichas corrían hacia el tren. Luego Pinkerton hizo una seña para que lo siguieran al exterior.
Mientras avanzaban hacia la puerta de la estación, Washburne dijo:
—He alquilado un coche. Se suponía que el gobernador Seward se encontraría aquí con nosotros. Pero debe de haberse quedado dormido. Te instalaremos en el Willard’s Hotel. El general Scott lo cree más seguro que otra casa en que habíamos pensado. Lincoln no respondió. Washburne se preguntó si estaba escuchando. Fuera de la estación, el menguado sol de invierno parecía un pequeño sello amarillo pálido fijado al pergamino gris del cielo a la izquierda de donde hubiera debido estar, pero no estaba, el domo del Capitolio. En su lugar, sobre la base redonda de mármol que evocaba los pasteles de bodas de Gautier, una gran grúa se recortaba contra el cielo como una horca.
—Le han quitado la vieja tapa, por lo que veo. —Lincoln pasó por alto los esfuerzos de Pinkerton para conseguir que subiera al coche que aguardaba.
—Sabe Dios cuándo pondrán la nueva —dijo Washburne—. En el Congreso se ha dicho que deberíamos dejarlo como está.
—No. —Lincoln se estremeció súbitamente—. Nunca me acuerdo —dijo— de lo frío que es el Sur en invierno.
Los cuatro hombres subieron al coche. Pinkerton se sentó junto al cochero. Lamon estaba de espaldas a ellos, en tanto que Lincoln y Washburne ocupaban el asiento posterior. Washburne observó que Lincoln mantenía aferrado su bolso. Incluso sentado, lo apretaba con tal firmeza que los desmesurados nudillos de sus manos se ponían blancos.
—¿Las joyas de la corona? —Washburne señaló el bolso. Lincoln rió pero no soltó el asa.
—Mi certificado de buena conducta. Es el discurso inaugural. Lo dejé al cuidado de mi hijo Bob; se le traspapeló en Harrisburg. ¡Y no hay copia! —Lincoln hizo una mueca ante el recuerdo—. Tuvimos que examinar dos toneladas de papeles para encontrarlo. Hubiera matado a ese chico. Desde entonces lo llevo conmigo.
—Todos sentimos curiosidad por saber qué dirás… —empezó Washburne.
Pero Lincoln no dejó que le tiraran de la lengua. —Veo que hay nuevas edificaciones—. Miraba por la ventanilla la acera norte de la avenida de Pennsylvania, donde se alineaban los grandes hoteles, barracones de ladrillo, bares y tiendas. En la esquina de la calle Seis estaba el Brown’s Hotel.
—El Brown ya estaba aquí cuando viniste en los años cuarenta.
Lincoln asintió.
—Mrs. Lincoln y yo pasamos aquí la primera noche en Washington. Después nos trasladamos a una pensión con los dos muchachos, que no eran tan populares como habrían debido. La viuda Spriggs era la dueña.
En la calle Doce se encontraba el Kirkwood Hotel y, finalmente, en la esquina de la calle Catorce y la avenida de Pennsylvania, el Willard’s Hotel, centro de la vida política y social de la ciudad, situado frente al edificio del Tesoro, que estaba —todos pensaban que simbólicamente— en línea con el hotel y la casa del presidente.
A las seis y media de la mañana la ciudad no había despertado del todo. Aún no se veían los coches de alquiler habitualmente estacionados delante de los hoteles. Sólo parecían activos los negros —esclavos y libres— que llevaban provisiones a los hoteles, limpiaban las escaleras de las casas y las tabernas, moviéndose vivamente en el frío.
—Veo que han hecho una tentativa de pavimentar la avenida —dijo Lincoln mientras el coche repiqueteaba sobre cantos rodados tan irregulares que la avenida parecía aún más un vasto baldío que cuando estaba sencillamente cubierta de barro helado—. Una tentativa no muy seria.
Al final de la avenida de Pennsylvania, los planificadores originales de la ciudad habían previsto que la casa del presidente se enfrentara, armoniosa y constitucionalmente, con el Capitolio. Pero ahora el Tesoro bloqueaba casi toda la vista de la sede del Ejecutivo; el resto desaparecía detrás de un gran edificio de ladrillo rojo sin ventanas, que intrigó a Lincoln.
—Eso es nuevo. ¿Qué es? ¿Una cárcel?
—No. El establo del presidente Buchanan. Está muy orgulloso de él. En realidad, es casi lo único que ha hecho en cuatro años.
Un tranvía de caballos apareció ruidosamente a la vista, apenas lleno a medias a hora tan temprana; la estufa, en la plataforma posterior, echaba abundante humo.
—Los tranvías a caballo están aquí desde tu época —dijo Washburne—. Ahora van desde el Astil ero hasta Georgetown. Diez kilómetros —agregó, y vio que de nuevo había perdido la atención de su viejo amigo. El ojo izquierdo, cubierto curiosamente por el párpado, como el de una rana, estaba semicerrado, señal de que su propietario estaba profundamente sumido en sus pensamientos o mortalmente aburrido.
La entrada principal del Willard’s Hotel estaba en la esquina de la calle Catorce y la avenida de Pennsylvania. De la acera de ladrillos, a ambos lados del portal, emergían árboles desnudos; algo más lejos, en la avenida, un templete griego había sido completamente envuelto por el enorme hotel.
—¿Recuerdas la vieja iglesia presbiteriana? —Washburne empezaba a sentirse un guía de la ciudad—. Pues bien: ahora es parte del Willard. Es la sala de conciertos. En estos días se reúne allí la Conferencia de Paz. —Examinó el rostro de Lincoln para ver cuál era su reacción, pero no hubo ninguna.
El coche se detuvo ante la puerta principal. Un negro uniformado ayudó a los hombres a descender.
—¿Equipaje, señores?
—En el próximo tren —dijo Lincoln.
—Pero, señores… —Pinkerton empujó al hombre a un lado—. Por aquí —dijo, y entró rápidamente en el hotel.
—Un individuo muy decidido —observó Lincoln, con una sonrisa.
En la recepción, media docena de mozos de cuerda negros dormitaban de pie; un empleado de insólita blancura —como un deliberado contraste jerárquico con el personal— examinaba una pila de cartas ante el mostrador de mármol. La recepción tenía un cielo raso alto y olía a humo de carbón; había grandes sillones negros dispuestos al azar, cada uno con una brillante escupidera a su lado. A lo largo de las paredes había bancos forrados de crin. Unos pocos pasajeros abandonados, rodeados de equipajes, esperaban a que los coches se los llevaran.
Pinkerton solicitó la atención del empleado golpeando el mármol con el puño. El que había sido el más pálido de los rostros se tornó rosado de irritación; y luego, cuando Pinkerton susurró algo a su oído, aún más blanco que antes. Salió inmediatamente de detrás del mostrador de la recepción, estrechó la mano de Washburne y dijo en voz quebrada por la tensión:
—Bienvenido al Willard’s Hotel, señor presidente.
—Éste es el presidente —dijo Washburne, señalando a Lincoln.
—Presidente electo —dijo Lincoln—. No tentemos al destino.
—Todavía faltan diez días.
—Sus habitaciones, señor, no están preparadas todavía. —El empleado se dirigió a Lamon, que había ocupado en su mente el lugar de Lincoln abandonado por Washburne—. No lo esperábamos hasta esta tarde. Mr. William Dodge, de NuevaYork, el príncipe del comercio, un apreciado cliente, ocupa la suite número Seis y, como apenas son las seis y treinta y cuatro, estoy casi seguro de que aún no se ha levantado…
Lincoln se volvió a Lamon.
—Resuelva esto. —En ese momento, un anciano mozo de cuerda blanco se acercó a Washburne y, con pronunciado acento irlandés, dijo:
—Hola, Mr. Washburne; veo que nos ha traído al presidente, señor.
—Éste es Mike —dijo Washburne a Lincoln—, el hombre más listo de la ciudad.
—Y tan listo, señor, que lo llevará directamente a presencia del gobernador Seward.
Guió a Lincoln y a Washburne al comedor principal, donde Seward estaba solo, sentado ante una larga mesa, con los ojos entrecerrados, fumando un puro. Detrás de él, los camareros ponían platos calientes en un enorme buffet; aparte de ellos, el gran salón estaba desierto.
—Al ver a Lincoln, Seward se puso de pie; no era mucho más alto —observó Washburne— de pie que sentado. Antes pelirrojo, ahora canoso; de gran nariz; ojos claros; jefe durante largo tiempo del estado de Nueva York así como, obviamente, del joven partido republicano; posible presidente si los partidarios de Lincoln no hubiesen derrotado a los suyos en la convención de Chicago, William H. Seward era siete años mayor que su rival, el nuevo presidente, cuya mano estrechaba ahora, diciendo en voz grave, generosamente sazonada por una vida de adicción al cigarro y al rapé:
—Es usted tan alto como pensaba, Mr. Lincoln. —Seward alzó la vista hacia Lincoln, que tenía exactamente treinta centímetros más que él—. En verdad no pude verlo bien cuando nos encontramos esos dos minutos durante la campaña.
—Y usted, gobernador, tiene tan buen aspecto como en sus propios cuadros.
Lincoln se inclinó como una navaja; un gesto veloz y extraño, pensó Washburne, encantado de asistir al primer verdadero encuentro de los grandes rivales que habían amenazado con dividir al partido republicano, de seis años de edad, entre abolicionistas, liberar-a-los-esclavos-a-toda-costa, representados, aunque no exactamente conducidos, por Seward, y hombres del Oeste, no-extender-la-esclavitud, más moderados, representados por Lincoln, un abogado de ferrocarriles de éxito y un fracaso político: un mandato en la Cámara de Representantes doce años atrás; una campaña perdida para el Senado dos años atrás; y ahora, la presidencia. Incluso Washburne, el viejo amigo de Lincoln, encontraba dificil creer que tan increíble milagro político hubiese ocurrido realmente. Pero no sólo Washburne era incapaz de comprender cómo había logrado Lincoln arrebatar la designación al gobernador Seward, y luego derrotar al candidato demócrata del Norte, el famoso Stephen A. Douglas —que tan decisivamente lo había derrotado a él para el Senado—, y también a otros dos candidatos, el candidato demócrata sureño, John C. Breckinridge, y el whig John Bell. Con un escaso cuarenta por ciento del total de votos, Lincoln era notoriamente un presidente minoritario, pero era el presidente.
Seward indicó a Lincoln que ocupara la cabecera de la mesa, mientras él mismo permanecía a la derecha y Washburne a la izquierda. Cuando Seward llamó a un camarero, recibió un estallido de risas.
—No servimos hasta las ocho.
—¡Mike! —gritó Washburne. El viejo mozo de cuerda se movió entre los camareros; en cosa de minutos se desayunaba con los primeros sábalos del Potomac de ese año.
—Supongo que ésta será, poco más o menos, la última vez en que podrá usted venir a comer aquí. —Seward se sirvió una abundante porción de huevas de sábalo.
—Estoy seguro de que me esperan peores privaciones que ésa. —Lincoln mordió una manzana. Abstemio como Washburne, Lincoln era además poco afecto a la comida en general. Durante varios años Washburne, grueso y rubicundo, había alentado a Lincoln a comer más, aunque sólo fuera para curar un estreñimiento tan severo que rara vez iba de vientre más de una vez por semana, y que le obligaba a beber litros de un terrible laxante llamado Masa Azul. Pero Lincoln parecía bastante saludable, pensaba Washburne, a pesar de su delgadez; y era tan fuerte como el buey proverbial: podía alzar del suelo, con el brazo extendido y por el extremo del mango, una pesada hacha.
Cuando los fascinados camareros estuvieron más allá del alcance de la voz —y Mike se puso de guardia junto a la puerta—, Lincoln dijo a Seward en voz baja:
—De esto no me recuperaré nunca, quiero decir, de entrar en la ciudad furtivamente como un ladrón.
—Señor, no había duda de la conspiración. —Seward estornudó y se sonó ruidosamente la nariz con un pañuelo de seda amarilla.
Washburne reemplazó al jefe momentáneamente incapacitado. Se volvió hacia Lincoln.
—Una pandilla de matones se proponía atacarte cuando tu tren pasara por Baltimore; allí, entre las dos estaciones, como sabes, los vagones son arrastrados por caballos.
—Pero con guardias suficientes…
—Seward interrumpió a Lincoln con un gesto del puro sin encender.
—No había tiempo entre el momento en que recibimos la información y su llegada a Baltimore. Por eso insistió el general Scott en que usted viniera, como ha hecho, y que las dos cámaras del Congreso estuvieran informalmente presentes. —Seward miró a Washburne, el único representante de la cámara baja, que asintió gravemente.
Lincoln estiró los brazos hasta que su espalda crujió.
—No sé si habría puesto reparos a que me mataran. Se lo aseguro: pensé que ese viaje no terminaría nunca. Nada se parece más a la eternidad que doce días en tren —añadió—, salvo cuando viajan dos personas y un jamón, como solía decir mi suegro. —Seward rió y encendió el cigarro.
—El viaje ha sido un triunfo, a juzgar por lo que hemos leído en la prensa.
—Bueno, nunca he pronunciado tantos discursos diciendo tan poco. De modo que supongo que, en ese sentido, ha sido notable.
Seward sopló hacia el techo el humo del cigarro.
—Me preocupé cuando leí, señor, algo que dijo usted en el sentido de que no se ha hecho gran daño, aun cuando seis estados han abandonado ya la Unión y otros más amenazan con hacerlo, mientras los rebeldes se están apoderando de propiedades federales en todas partes, desde Florida hasta Carolina del Norte.
—Dije que no se le ha hecho daño a ninguna persona. —La voz de Lincoln era serena—. Hasta hoy.
Este monosílabo produjo efecto tanto en Seward como en Washburne.
—Usted sabe —dijo Seward, intentando otro camino— que, según se supone, yo soy un ferviente partidario de la guerra.
—El conflicto es incontenible, es lo que dijo usted. —Lincoln sonrió—. Y así me otorgó la designación.
—El discurso más condenadamente estúpido que he pronunciado nunca. —Seward hizo una pausa—. Sé que no bebe ni fuma. ¿Se opone usted también a las maldiciones?
—¡De ningún modo! En verdad, cuando estaba haciendo una gira por Illinois, un extraño me ofreció whisky y dije no, no bebo; y entonces él me ofreció tabaco de mascar y dije no, gracias, tabaco tampoco, y él dijo: «Siempre he observado que los hombres de condenadamente pocos vicios tienen condenadamente pocas virtudes».
A lo largo de los años, Washburne había oído narrar a Lincoln esa misma historia una docena de veces, y las palabras jamás cambiaban. Las anécdotas que contaba Lincoln tendían a aparecer a intervalos regulares, como una forma de puntuación… o de evasión. Pero Lincoln era también un maestro del cuento humorístico largo y acumulativo; y en muchas ocasiones Washburne había estado en remotas tabernas de Illinois donde los abogados en gira competían en relatos y Lincoln era siempre el vencedor. Cuando conseguía que un grupo se echara a reír con sus primeras palabras, continuaba agregando implacablemente detalles cada vez más absurdos hasta que los hombres se ahogaban de risa mientras la fluida voz de tenor continuaba con la debida gravedad y ellos verdaderamente se emborrachaban de tanto reír. También era un orador notable cuando estaba cuidadosamente preparado. Pero no era fácil para él comunicarse con el público, excepto como humorista. Necesitaba siempre un resumen bien hecho. Washburne esperaba que el bolso de mano de la silla inmediata a la de Lincoln contuviera un resumen de ese tipo.
Seward sugirió que Lincoln visitara más tarde su nueva casa y se encontrara con el presidente saliente, Mr. James Buchanan.
—Un viejecito inofensivo —dijo Seward.
—Washburne no pudo dejar pasar esto.
—¿Inofensivo? Permitió que los rebeldes de Florida se apoderaran de propiedades federales en Pensacola y Key West. Dejó que los rebeldes de Carolina del Sur ocuparan el fuerte Moultrie, un fuerte federal…
—No creo que se pueda considerar enteramente responsable a Mr. Buchanan —dijo suavemente Seward—. Después de todo, ellos nos lo avisaron con toda claridad. Dijeron que si nuestro amigo era elegido presidente, abandonarían la Unión. Y él lo fue. Y ellos lo hicieron.
—Y con ellos, Mississippi, Alabama, Georgia, Louisiana y… apostaría que también Virginia.
—¿Qué ocurre en Virginia? —Lincoln estaba súbitamente alerta—. Virginia es la clave de esta dura situación.
Seward se encogió de hombros.
—La así llamada Conferencia de Paz está en sesión desde hace dos semanas bajo la dirección del último de los virginianos, el viejo presidente Tyler.
—¿Cuál es el ánimo de la reunión?
—Como el de casi todas las conferencias de paz… muy beligerante.
—Si Virginia se retira… —Lincoln se interrumpió.
—Habrá guerra —dijo Washburne.
Seward no habló, pero estudió atentamente a Lincoln buscando alguna señal. El rostro no expresaba nada. Luego, casi casualmente, Seward dijo:
—En cierto sentido, usted sabe, nos hemos librado de esas repúblicas algodoneras y de su problema de esclavitud.
—¿Dónde está su «conflicto incontenible»? —Lincoln sonrió, algo desganadamente, a juicio de Washburne; luego Washburne atacó una fuente de ostras fritas, un manjar desconocido en el Illinois de su juventud, y por tanto aún más apetecible en Washington.
—Sumamente contenible si dejamos que nuestras equivocadas hermanas (pobres señoras tontas) se marchen en paz. Entonces podríamos volver nuestra atención hacia Canadá, México, las Indias…
—Mr. Seward, sueña usted con un imperio para un gobierno que acaba de perder la mitad de sus guarniciones militares ante una rebelión interna.
Seward describió un gracioso arabesco con su cigarro.
—Que los mosquitos ocupen esos fuertes del demonio. ¿Ha visto usted el Sur?
—Estuve una vez en Nueva Orleans —dijo Lincoln, y agregó con cierta dureza—: Yo he nacido en Kentucky, como todo el mundo sabe.
—Un estado de frontera —dijo Washburne.
—Un estado esclavista de frontera —dijo Lincoln.
—Cuando yo era gobernador de Nueva York —Seward parecía sumido en un ensueño—, solía ir a Canadá cada vez que tenía la oportunidad. Y usted sabe que los canadienses, los que hablan inglés, los mejores, están ansiosos por ingresar en la Unión.
—Creo recordar —dijo Lincoln, dejando en el plato su segundo corazón de manzana y apartando su silla de la mesa— que en las dos ocasiones en que invadimos Canadá, durante la Revolución y luego en 1812, combatieron con gran energía para mantenerse fuera de nuestra Unión.
—Malentendidos momentáneos —dijo Seward con ligereza—. Eso es todo. Ahora han cambiado.
Lincoln se puso de pie.
—Debemos resolver unos cuantos de nuestros propios malentendidos antes de dirigirnos a Canadá. Y también tenemos algunas tareas de gabinete.
—¿Cenará conmigo esta noche? —preguntó Seward.
—Con placer. Ahora iré a dormir un poco. Anoche había un borracho en el tren que cantaba continuamente «Dixie».
—No es nuestra canción favorita.
—No, señor, no lo es. —Lincoln se dirigió a la puerta que custodiaba el anciano Mike, y se detuvo—. «Aparta la vista, aparta la vista, tierra del Dixie». —Después de citar el estribillo de la canción, Lincoln frunció el ceño—. ¿Aparta la vista hacia qué?
—¿O de qué? —dijo Seward.
—Evidentemente, de mí. Pero cambiaremos eso. —Se volvió a Seward—. No lo recordará usted, Mr. Seward, pero hace años usted y yo hablarnos en Tremont Temple, en Boston…
—En septiembre de 1848. Usted estaba haciendo campaña por Zachary Taylor en Nueva Inglaterra, y vestía una larga bata de lino. Creí que era usted quien lo había olvidado.
—Y usted usaba pantalones amarillos ceñidos, como ahora. Supongo que los políticos como nosotros jamás olvidamos nada. Buenos días, señores. —Lincoln se marchó.
Washburne se volvió hacia Seward.
—¿Qué piensa usted, Mr. Seward?
Seward arrugó el ceño.
—No sé. No estoy habituado a los estadistas de las praderas, si me perdona usted, Mr. Washburne.
—Está usted perdonado. Después de todo, usted y yo estamos habituados a nosotros mismos. En verdad, él no es como otras personas.
—¿En qué sentido? Yo pensaba que se parecía mucho a los políticos típicos del Oeste, un hombre del pueblo, un peón de raíles, esas cosas.
Washburne echó a reír.
—Eso se inventó para la campaña.
—¿Quiere decir que el «Honesto Abe», el Peón de Raíles, es un fraude?
—Sí y no. Estoy seguro de que en su juventud habrá puesto uno o dos raíles; pero siempre ha sido un abogado y un político. Lo de honesto es verdad, por supuesto. Pero todo el resto estaba destinado a conseguir los votos locales.
—Y yo que pensaba que teníamos aquí a un nuevo Tippecanoe Harrison…
—No, Mr. Seward; lo que tenemos aquí es un hombre muy complicado y hermético. No lo subestime.
Seward miró a Washburne para ver si ése era alguna clase de oscuro chiste del Oeste. Cuando vio que Washburne hablaba en serio, sonrió con lo que los periodistas llamaban «la astuta sonrisa jesuítica de Seward».
—Pues bien, no me creo capaz de hacerlo, y menos si se tiene en cuenta la peculiar orientación de nuestra tarea.
—Usted será su secretario de Estado, ¿verdad?
Seward asintió.
—Ése es el plan. Si estamos completamente de acuerdo.
—¿Cuáles son sus condiciones?
—Que concordemos acerca del resto del gabinete. Me gustaría ver un gabinete integrado por personas de ideas similares. Yo soy un whig. Soy un moderado. También lo es Mr. Lincoln. Y también la mayoría de los lideres de nuestro partido. Pero temo que él insista en incluir abolicionistas fanáticos como Chase, y whigs como Bates y demócratas como Welles.
—¿Qué tendría eso de malo? —Washburne se mostró inocente. En realidad, conocía el juego de Seward. El llamado Plan Albany había sido secretamente trazado durante el otoño por Seward y su hombre de confianza, Thurlow Weed, el propietario del Albany Evening Journal. Querían excluir del gabinete a los aspirantes a la presidencia como Chase. Y querían, de modo ambicioso, y además inconstitucional, convertir a Lincoln en un mero mascarón de proa, mientras Seward, el jefe nacional y el hombre más famoso del partido, tomaba a su cargo la administración real del país. Seward sería el primer ministro de un monarca impotente, Lincoln—. Me parece muy propio de un estadista —dijo cautelosamente Washburne— reunir a todos los elementos partidarios de la Unión, tanto los demócratas y los abolicionistas como los whigs y los moderados. Aunque —sonrió a Seward— algunos de ellos sean adversarios como Chase. Después de todo, él lo ha elegido a usted, su principal adversario.
—Lo era —Seward usó el tono elegíaco—. Pero ya no. Ahora soy demasiado viejo para aspirar a la presidencia. —Seward sonrió para demostrar que hablaba en serio, con lo que demostró a Washburne que no era así—. Pero quizá sea demasiado para él tener en el gabinete a Chase y a los otros. Muy bien, ya veremos, ¿verdad?
Seward tomó amistosamente del brazo a Washburne. Cuando los dos hombres salieron del comedor, se abrieron las puertas para los primeros concurrentes al desayuno: una horda de niños pálidos que gritaban y lloraban mientras sus severas madres los arreaban hacia la mesa del buffet con ruegos y bofetones.