1. En mayo de 1781, la tensión entre Mozart, el joven músico descontento, y su no menos enojado patrón y señor, el conde Colloredo, arzobispo de Salzburgo, se convirtió en un conflicto público. Desde el principio había sido una relación difícil y el choque era irremediable. Ya en sus años de juventud, Mozart se había hecho un nombre como virtuoso y compositor gracias a su inusual talento entre la aristocracia amante de la música de las cortes europeas. Pero en el propio Salzburgo tenía una posición que formalmente no se diferenciaba mucho de la de un cocinero o de un ayudante de cámara. Así que, en su tierra natal, en el pequeño Estado absolutista que gobernaba el conde Colloredo, Mozart era un caso anómalo.
Después del intento infructuoso de buscar una colocación en otras cortes, volvió al servicio de la corte de Salzburgo, puesto que a fin de cuentas no le quedaba otra alternativa. Tuvo suerte. El anterior organista de la corte acababa de morir, así que había una vacante, Mozart, o con toda probabilidad su padre en su lugar, solicitó el puesto de inmediato; en el estilo de la época (que revela con toda claridad un enorme desnivel de poder en la sociedad del siglo XVIII) se había recomendado al arzobispo «por toda su más elevada benevolencia y gracia en la más humilde sumisión[84]». El propio arzobispo debía ser muy consciente de las ventajas que reportaría para su fama el que una celebridad de origen salzburgués sirviera en su corte. Por consiguiente dispuso por decreto el 17 de enero de 1779 que el puesto de organista de la corte fuera para el joven y le concedió el mismo sueldo de 450 guldens que había recibido su antecesor, un padre de familia ya anciano.
Para un joven músico este sueldo no estaba del todo mal según los criterios de entonces y ciertamente, desde el punto de vista del arzobispo, era bastante generoso. Pero el decreto por el que se le otorgaba el cargo disponía, en el acostumbrado lenguaje ritual, que el nuevo organista, exactamente como el anterior, tenía que cumplir todas las obligaciones del cargo tanto en la orquesta y en la catedral como en la misma corte con diligencia y sin réplicas, además de las composiciones que tenía que librar en su momento para el uso sacro o el cortesano. Según la costumbre, entre estas obligaciones estaba también la de servir como ayuda de cámara, por lo que se exigía que Mozart se presentara cada día en la corte. Su predecesor había realizado estos servicios de cámara sin quejarse cuando el príncipe se lo exigía, como si fuera algo natural en esa época, y por tanto ineludible. Mozart no lo hizo y más tarde dijo que él no había tenido conocimiento de tales obligaciones y que sólo se le había indicado algunas veces que tenía que aparecer regularmente por la corte. Alegó que efectivamente sólo había acudido cuando se le había llamado expresamente. Su negligencia en este aspecto fue uno de los principales motivos por los que el arzobispo estuvo descontento de sus servicios[85].
Además, una vez estuvo de nuevo en su puesto, Mozart se ausentaba de Salzburgo, a veces durante semanas. En otoño de 1780 solicitó licencia obedientemente porque la corte bávara le había pedido una nueva opera seria para las festividades del carnaval de 1781. Mozart necesitaba el permiso para escribir a toda prisa la ópera y ensayarla en Munich con los cantantes. El libreto —Idomeneo, Rè di Creta—, que debía escribirlo igualmente un salzburgués, se le había impuesto desde Munich. (Aunque él se tomó la libertad de cambiar el libreto aquí y allá, se reconoce todavía lo artesanal que era todo el procedimiento: el príncipe elector de Baviera daba al compositor no sólo el encargo, sino que también determinaba el tema y el texto y esperaba algo nuevo dentro de su propio gusto). Para tal finalidad, el arzobispo de Salzburgo difícilmente podía negarle el permiso. Habría sido visto como una descortesía hacia la corte bávara a lo que no se quiso arriesgar el conde Colloredo, de rango inferior. Así que calló y concedió un permiso de seis semanas sin decir nada por mucho que por dentro se irritara, pues a fin de cuentas era él quien pagaba a Mozart. Tal como se ha dicho, una mala relación.
Mozart, por su parte, era un joven orgulloso que conocía su valor; tenía que forzarse a mostrar una actitud sumisa que, en Salzburgo, el príncipe y muchos de los nobles cortesanos, si no todos, exigían de él y que su padre intentó inculcarle. En ese momento (desde principios de noviembre de 1780), sin embargo, se encontraba en Munich y trabajaba en su Idomeneo. Adoraba este tipo de trabajo; le absorbía por completo. Sobrepasó el permiso y corrió el riesgo. En el fondo le habría importado bien poco que el arzobispo lo hubiera despedido. En la corte bávara los grandes señores le trataban como a un igual, por lo menos superficialmente. Con frecuencia tomó esta actitud como moneda contante y sonante y seguramente la entendió como un signo de que tras el éxito de su ópera tenía asegurado un puesto si no en Munich, en cualquier otro lugar. Estaba harto de Salzburgo. Al exceder el permiso, estaba desafiando al arzobispo. El 16 de diciembre le trazó a su padre un esbozo de la situación desde su perspectiva[86]:
«Por cierto, ¿qué tal con el arzobispo? El próximo lunes hará seis semanas que estoy fuera de Salzburgo; usted sabe, querido padre, que sólo por el cariño que siento por usted estoy en…, porque si por mí fuera, Dios mío, antes de haberme marchado me habría limpiado el culo con el último decreto, pues, por mi honor, no es Salzburgo, sino el príncipe y la orgullosa nobleza, lo que me resulta cada vez más difícil de soportar, por ello me encantaría que me hiciera escribir que ya no me necesita. Además, con la protección de la que gozo aquí no tendría que temer nada ni en el presente ni en el futuro, a excepción de la muerte que nadie puede prever, pero a un hombre soltero con talento aquí no le harían daño alguno; pero por amor hacia usted lo que sea. Dentro de todo, me resultaría mucho más soportable si pudiera irme al menos por unos días para tener un respiro. Usted sabe lo difícil que ha sido poder irme esta vez; si no hubiera sido por una causa mayor, habría sido imposible. Es para llorar de rabia…».
En realidad, Mozart no tenía grandes posibilidades de encontrar un lugar en la corte bávara. Era terco por lo que se refiere a su música. A veces se oponía a las decisiones incluso del influyente director del teatro. Los grandes señores estaban poco acostumbrados a que les contradijeran sus subordinados y todavía menos un hombre tan joven. Cuando algo no era de su gusto en una ópera, lo decían y esperaban el cambio correspondiente. A sus ojos no había duda alguna de que las personas de su mismo rango, que se encargaban del teatro, eran mejores jueces del buen gusto que un músico burgués. Pero en cuestiones de música, Mozart a menudo no permitía intromisiones. Era joven, tenía muchas ilusiones y no conocía el mundo. Así que le dejaban hacer. A fin de cuentas no era tan importante. Pero para alguien que buscaba una colocación duradera, esta persistencia en su propia concepción de la música no era muy recomendable.
Así que siguió un tiempo en Munich a pesar de que su permiso había acabado y esta vez su padre estaba totalmente de su parte. A él le contrariaba Salzburgo tanto como a su hijo; sólo que no se atrevía a mostrarlo y tampoco podía permitírselo. A su hijo le escribió[87] que ya habían llegado a Salzburgo los elogios de su nueva ópera, de la que incluso se habían escuchado algunos fragmentos antes del estreno. También le dijo respecto a la infracción del permiso, que sencillamente se haría el tonto. Si se le preguntaba en la corte respondería que había entendido que el permiso se refería a que Mozart podía permanecer en Munich seis semanas tras acabar la composición, pues le necesitaban para los ensayos y todas las preparaciones del estreno. ¿O acaso vuestra principesca merced es de la opinión de que una ópera semejante se puede componer, escribir y ensayar en seis semanas? Leopold Mozart sabía perfectamente que el arzobispo estaba atado de pies y manos. Ordenar que Mozart volviera a Salzburgo o incluso despedirlo mientras trabajaba por orden del príncipe elector bávaro en una ópera para su deleite durante el carnaval, hubiera sido una afrenta contra este último. Pero quizás el padre no contaba con la posibilidad de que el arzobispo, aunque estuviera inmovilizado temporalmente, se fuera enojando cada vez más por la ausencia de su servidor. A Mozart le importaba su ópera (y las perspectivas de futuro esperanzadoras que creía que le estaban prometiendo), al arzobispo en cambio le importaban las deficiencias del servicio que estaba pagando y la insubordinación de uno de sus súbditos. Se trataba de una clara lucha de poder como las que acontecen a menudo.
El 13 de enero de 1781 se ensayó por primera vez el tercer acto del Idomeneo. Los conocidos de Salzburgo llegaron a Munich para asistir a la representación de la ópera de Mozart. El 26 de enero llegaron el padre y la hermana. El 27 de enero, el día en que Mozart cumplía 25 años, tuvo lugar el ensayo general y el 29 el estreno. Fue un gran éxito. El arzobispo seguía sin dar señales de vida todavía. Estaba ocupado con otras cuestiones, entre ellas, sobre todo, la grave enfermedad de su padre. Viajó a Viena con su cortejo para visitar al enfermo. Desde allí recibió Mozart finalmente el 12 de marzo la orden de partir para reunirse con su señor. Se puso en camino de inmediato y fue alojado, siguiendo las disposiciones del arzobispo, en el palacio de este. Hubo varias escenas en las que Colloredo le reprendió duramente; quería demostrar al joven de una vez por todas que él era el amo en su casa y le llamó desvergonzado y otras cosas por el estilo.
Sobre lo que sucedió a continuación sólo disponemos del relato de Mozart y es posible que sea parcial. Quizás el arzobispo no fuera persona para tales escenas. Era un señor retraído, algo peculiar, que no podía soportar la visión de la sangre. El padre de Mozart lo había contado en una de las cartas que envió a Munich[88]:
Hacía poco, el arzobispo, mientras comía se hizo accidentalmente un corte en el dedo, al manar la sangre, se levantó, hizo un gran esfuerzo por no desmayarse delante de todo el mundo, se fue a la habitación de al lado y se desplomó. Una persona rara. A principios de mayo dispuso, de repente, que Mozart desocupara su alojamiento en el palacio vienés. Mozart encontró habitación en casa de unos viejos conocidos de Mannheim, Cäcile Weber y sus hijas, de las cuales una, Aloisia, fue su primer gran amor, todavía no olvidado. El padre había muerto entretanto y la viuda Weber alquilaba habitaciones.
El 9 de mayo llegó finalmente la ruptura entre Mozart y su señor. El músico cortesano desalojado, apenas acabado de mudar, recibió la orden de llevar con el siguiente correo un paquete urgente a Salzburgo. Mozart, que todavía tenía que cobrar algunas cantidades que se le debían, fue a hablar con el arzobispo y se disculpó por no poder partir tan precipitadamente. Siguiendo el consejo de un ayuda de cámara utilizó la mentira inocente de que la diligencia estaba totalmente llena. El conde Colloredo le dijo, según Mozart, que era el individuo más negligente que conocía, que nadie le había servido tan mal como él; le aconsejó partir sin tardanza hacia Salzburgo tal como se le había dicho, de otro modo le suspendería el sueldo. Mozart permaneció tranquilo, aunque el arzobispo le había tratado de bribón y de pillo. Sólo preguntó si su merced no estaba contento con él. Con ello el conde todavía se enfureció más y le dijo que no quería saber nada más de él. Mozart le tomó la palabra y replicó que estaba de acuerdo, que al día siguiente le presentaría su petición de despido.
Es de suponer que el arzobispo no se lo esperaba. Quería obligar a Mozart a ser obediente, pero casi seguro que no contaba con que su súbdito fuera a volver contra él sus propios argumentos y que por su parte pudiera renunciar a su cargo. Visto desde la perspectiva del arzobispo, la reacción del joven era totalmente insensata; a fin de cuentas había estado viajando por todas partes en busca de una colocación y no había encontrado nada hasta que la corte de Salzburgo con toda su benevolencia le había vuelto a aceptar, incluso con una subida de sueldo. Pero Mozart estaba firmemente decidido a seguir en Viena. El 9 de mayo, inmediatamente después del altercado con el arzobispo y todavía henchido de valor, se sentó en su nuevo domicilio en casa de la señora Weber para contarle por carta a su padre los nuevos acontecimientos. Le escribió cómo le había insultado el conde Colloredo e insistió, jurándolo por el amor que le profesaba a él y su hermana, que Salzburgo había terminado para él[89].
2. A partir de entonces, todo su pequeño mundo se removió todavía más. El 10 de mayo, Mozart se dirigió a su inmediato superior, el conde Arco, intendente superior de cocina, y le hizo entrega de un escrito formal con la petición de que el arzobispo le concediera el despido. Al mismo tiempo quería reembolsar el dinero que ya había recibido para regresar a Salzburgo. El conde Arco se negó a aceptar ambas peticiones. Probablemente, en connivencia con el arzobispo, intentaba disuadir al joven rebelde de sus propósitos. Mozart no podía dejar su cargo, así se lo dijo, sin recabar la aprobación de su padre, esto era su deber y su obligación. Mozart contestó que él sabía perfectamente cuál era su obligación con respecto a su padre. Para distraerse esa noche fue a la ópera, pero se encontraba todavía terriblemente nervioso, le temblaba el cuerpo y tuvo que abandonar el teatro a la mitad del primer acto. También al día siguiente se sintió enfermo; guardó cama y tomó agua de tamarindo para calmarse.
El 12 de mayo Mozart volvió a escribir a su padre y le repitió que estaba absolutamente decidido a abandonar su cargo para siempre. Después de que el arzobispo le había rebajado de esa forma y había mancillado su honor, no le quedaba otra alternativa; lo mejor era que el padre no se manifestara respecto al suceso si tenía algún aprecio por su hijo[90]. Algunas horas después ya se había calmado un poco y le envió una segunda carta. En ella se esforzó en explicar que su decisión era del todo razonable, incluso contemplándola con total frialdad. La grave ofensa que había sufrido sólo era la gota que colmaba el vaso. Salzburgo no le ofrecía otra cosa que estrechez, allí carecía tanto de estímulos como de estimación. En Viena, escribía, ya disponía de una cantidad considerable de buenas y provechosas relaciones. Se le invitaba, se le trataba con todo respeto y encima se le pagaba. El padre no tenía por qué preocuparse, tampoco por su propia posición. Seguramente el arzobispo no podía ser tan mezquino como para arrebatarle el cargo a su padre por el hecho de haber tenido una disputa con el hijo.
Leopold Mozart tenía sus dudas al respecto. De hecho, para él la situación era extremadamente precaria y obraba con gran prudencia, como lo había hecho antes a menudo, aunque de una forma un tanto ambigua. Aún hoy es difícil de determinar si su comportamiento estaba dirigido a cuidar del futuro de su hijo o a preocuparse por el suyo propio. En cualquier caso, insistió en que el honor de su hijo exigía arreglar la cuestión, no en Viena, sino en Salzburgo. Por tanto Mozart tenía que regresar; esto era absolutamente imprescindible si quería salir con dignidad de este caso. AI mismo tiempo sospechaba que el deseo de su hijo de quedarse en Viena se debía principalmente a sus ganas de divertirse. La renovada relación, como subarrendado, con la familia Weber, la recibió con gran desconfianza; no sin razón, como poco después se demostró. Que Mozart se hubiera enamorado perdidamente en Mannheim de una de las hijas de esa familia, le pesaba en el corazón sin poder remediarlo. Sabía que todavía había dos hermanas más, sospechaba lo peor y puso toda su autoridad en juego para llevarse al chico de vuelta a Salzburgo. Pero, al mismo tiempo, temía seguramente que el arzobispo le haría sentir duramente la más mínima apariencia de haber apoyado al hijo en su desobediencia y en su plan de abandonar el servicio. Así que le escribió en el acto una carta al conde Arco en la que le aseguraba que no aprobaba en modo alguno la conducta de su hijo. Al contrario, le había ordenado que regresara de inmediato a Salzburgo. Al hijo le escribió en el mismo sentido y con el mismo tono.
Mozart se sintió muy dolido con la carta de su padre. Pero entonces, puesto que la rebelión contra el arzobispo amenazaba con alcanzar también a la autoridad del padre, se demostró de repente la seguridad y la independencia con la que por aquel entonces ya tomaba sus decisiones. Vio muy claramente que no había posibilidad alguna de realizarse en la estrechez de Salzburgo, ni para él ni para su música. Al contrario de su padre, reconoció que las miserables fricciones y tensiones en las que se veía complicado en la corte de Salzburgo se repetirían eternamente, al igual que las vejaciones y ajetreos a cuya merced estaba, si era lo suficientemente débil como para regresar.
Lo que no vio con suficiente claridad, sin embargo, al contrario que su padre, fueron las dificultades que se le presentarían tras alejarse de Salzburgo. El conde Arco, a quien tras el primer rechazo entregó una segunda y finalmente una tercera solicitud de despido, en la última ocasión le había mostrado de forma bastante explícita lo que le esperaba a un joven músico que quisiera ganarse la vida en Viena sin una colocación fija. Le dijo a Mozart (que se lo transmitió a su padre en una carta[91]):
«Créame, aquí se deja usted deslumbrar demasiado; la fama de una persona dura aquí [en Viena] poco tiempo. Al principio no se reciben más que elogios, y se gana también mucho, eso es cierto, pero ¿por cuánto tiempo? Al cabo de unos meses los vieneses quieren volver a tener algo nuevo».
Esta conversación tuvo lugar a principios de junio. Como se puede apreciar, la controversia entre Mozart y su señor se alargó durante algún tiempo. El arzobispo no estaba dispuesto a autorizar el despido de su servidor. Mozart, no menos tozudo, entregó una solicitud tras otra, en forma de instancias a través del intendente mayor de cocina. Presumiblemente el conde Arco se negó a seguir tramitándolas. Para hacer entrar en razón al joven, llegó a contarle que él mismo había tenido que encajar con frecuencia las malas palabras del arzobispo. Mozart replicó encogiéndose de hombros: «Tendrá usted sus motivos para soportarlo. Yo tengo los míos para no hacerlo.»[92]
Pero el tira y afloja todavía no había llegado a su fin y la petición de Mozart seguía sin ser aceptada. La sociedad vienesa aplaudía una historia tan entretenida. Simpatizantes de ambos bandos intercambiaban argumentos. El arzobispo llamó a Mozart «arrogante»; Mozart replicó que si se le trataba con arrogancia, lógicamente también él se volvía arrogante. La decisión se tomó unos días más tarde, hacia el 8 o el 9 de junio de 1781. Mozart se dirigió de nuevo al conde Arco. Cuando insistió de repente en la concesión de su solicitud de dejar el servicio del arzobispo, el conde perdió finalmente la paciencia y echó al tozudo joven de un puntapié.
Mozart estaba furioso. Y al mismo tiempo, sentía evidentemente una cierta satisfacción por haber llegado tan lejos. Ahora podía afirmar, con toda la razón, que la corte de Salzburgo le había dado el despido. Ahora tenía la oportunidad de quedarse en Viena. Puede ser que creyera que un puntapié no era un precio tan alto. Pero, naturalmente, la afrenta repetida del arzobispo y sus cortesanos nobles había supuesto una dura prueba para la capacidad de autocontrol del orgulloso joven.
3. A lo largo de su carrera de niño prodigio, Mozart había desarrollado comprensiblemente un sentido muy fuerte de su propio valor y de su tarea como compositor y virtuoso[93]. Este prácticamente no cuadraba con su posición social de súbdito y servidor. Se puede inferir que para él fue absolutamente imposible doblegarse y volver a Salzburgo como un perro apaleado. Allí habría perdido la salud y la tranquilidad de espíritu, dijo en su primera carta del 12 de mayo de 1781. Incluso aunque tuviera que mendigar, se habría ido tras esa afrenta, «pues, ¿quién puede dejarse atemorizar?»[94]. Sólo que la gran mayoría de los súbditos de Salzburgo no tenían ninguna elección en este sentido. Como cualquier «genio», Mozart era una excepción en su sociedad, un ser anómalo y un poco rebelde en su comportamiento.
De todas formas, en el momento de la ruptura ya tenía una idea del esfuerzo que comportaría vivir en Viena sin una colocación. Pero nunca cesó en su esperanza de que el emperador (o en todo caso un rey de rango parecido) acabaría premiando tarde o temprano un talento como el suyo, tomándolo a su servicio permanentemente, y en su interior poseía la certeza de la persona que cree en sí misma y creía que entretanto encontraría los medios y las vías para mantenerse a flote. A sus 25 años se había ganado inequívocamente la facultad de decidir el camino que le parecía más lleno de sentido a juzgar por sus necesidades y sus dones. Y tuvo la fuerza de llevar a cabo su decisión aun en contra de todo el mundo, incluso de su padre.
Lo seguro que estaba de sí mismo se revela en cada una de las líneas de aquella carta dirigida a su padre que, al igual que en el pasado, intentó impedir con todos los esfuerzos de su inteligente retórica un paso que él entendía como un error irreparable. Es evidente que Leopold Mozart reprochó a su hijo haber olvidado sus deberes con respecto al príncipe y a su padre. Pero el joven se le iba de las manos. La clara agudeza de la negativa de Mozart hacia su padre no era en modo alguno inferior a la agudeza de la argumentación paterna; era quizá todavía más efectiva porque exteriormente no dañaba las normas tradicionales de la relación padre-hijo. A la alusión admonitoria sobre los deberes filiales, Mozart contrapuso el recuerdo de los deberes paternos. Así, por ejemplo, le escribió el 19 de mayo de 1781[95]:
«… todavía no he podido reponerme de mi asombro, ni podré nunca, si continúa usted pensando y escribiendo así. ¡He de confesarle que no reconozco a mi padre en un solo trazo de su carta! Sin duda es un padre, pero no el mejor, el más afectuoso, el padre que se preocupa por su honor y por el de sus hijos, en una palabra, no mi padre».
Con su decisión, Mozart había evocado el riesgo de que su padre pudiera perder su cargo en la corte de Salzburgo. Aplacó su inquietud. Pero tal como era su naturaleza, también aquí dejó volar su fantasía. Así, por ejemplo, le explicó que en caso de que ocurriera lo peor, tanto él como su hermana deberían trasladarse a su casa en Viena; que él conseguiría hacerse cargo de todos[96]. Hay que reconocer la dimensión de su dilema: hasta ese momento la familia Mozart siempre había luchado unida por su supervivencia. El padre siempre había estado incondicionalmente de parte de su hijo y, con ello, desde luego también de su parte. Y el hijo estaba unido a su padre en lo más profundo. La intensidad de las cartas que le escribió en aquella época son una prueba de la fuerza de su vínculo, por mucho que su amor pudiera estar entremezclado de animosidad. Pero Leopold Mozart no podía ocultar que su hijo estaba a punto de romper la unidad de supervivencia de la familia y, a pesar de toda protesta en contra, de tomar su propio camino. Él vio con mayor precisión lo reducida que era la posibilidad de que Mozart pudiera ganarse el sustento sin un cargo fijo, por no mencionar ni remotamente la posibilidad de alimentar además a su padre y a su hermana. Él sólo sabía que su hijo iba a jugárselo todo a una carta, todo aquello por lo que él había trabajado tanto tiempo.
La separación de Mozart de su padre fue un hecho sorprendente, si se observa con mayor detenimiento. Ocuparse un poco de este aspecto de su proceso de maduración, de su proceso civilizador personal es inevitable si uno quiere poner en claro para sí y los demás que la evolución de un artista es la evolución de una persona. Los especialistas en música pueden entender mucho de música y poco de seres humanos y, así, construir un títere-artista autónomo, un «genio» que se ha desarrollado de forma inmanente. Pero de esta manera se favorece una concepción falsa de la música.
Durante casi veinte años, Mozart había vivido estrechamente unido a su padre. A lo largo de todo ese tiempo, su padre le había guiado. Había sido su maestro, su agente, su amigo, su médico, su guía de viajes y el intermediario de sus relaciones con otras personas durante gran parte de esta fase tan decisiva de su vida. A veces se habla de los rasgos infantiles que Mozart conservó hasta su muerte. De hecho, los tenía. Tampoco es de extrañar teniendo en cuenta la duradera dependencia de su padre que, en el fondo, limitó a la actividad musical y compositora su oportunidad de independizarse.
Mozart fue un agudo observador de lo que ocurría en torno suyo, de los detalles y las pequeñas cosas; pero su capacidad de comprensión de la realidad era restringida, se veía considerablemente mermada por sus deseos y sus fantasías. Cuando llegaba a una nueva corte durante uno de sus viajes, si el príncipe le dirigía palabras llenas de cordialidad o una de sus obras era acogida con grandes aplausos, en seguida tenía la certeza absoluta de que su sueño de conseguir un cargo estable y digno estaba a punto de hacerse realidad. Así fue durante toda su vida. Sólo muy tardíamente, bajo el peso creciente de sus deudas, tenía una conciencia más clara de que esta esperanza podía ser vana y por eso el choque con la realidad contribuyó tanto a su desmoronamiento. Pero su indiferencia e incapacidad en el manejo de las cuestiones económicas fue seguramente un vestigio de su infancia, durante la cual su padre, muy hábil para el comercio, había solventado por él todos estos problemas. Posiblemente a ello se debe también la espontaneidad con que convertía sus fantasías en acordes, sus sentimientos en música, es decir, la riqueza de sus ocurrencias musicales. ¿Y quién habría deseado que esta espontaneidad de los primeros años hubiera cedido ante la falta de espontaneidad propia de los adultos de su entorno social[97]?
Pero cuando se habla de los rasgos «infantiles» de Mozart, se olvida fácilmente lo adulto que era por otro lado. Una prueba de ello es la firmeza con que llevó adelante su rebelión personal contra el señor al servicio del cual estaba y en cuyos dominios vivía, como también lo es, y no en menor medida, la rebelión contra su padre, que seguramente le resultó mucho más difícil de llevar a cabo. La crisis de esta separación, el signo del proceso de maduración de Mozart puede parecer de lo más normal en el sentido de las experiencias cíclicas vitales. Pero, precisamente esta separación del padre, desde el punto de vista de la profundidad y la duración del vínculo previo, es sorprendente. Da pruebas de una fortaleza de carácter que sorprende en vistas de su educación.
También se puede entresacar de sus cartas que Mozart dependía mucho de saber que su padre estaba de su lado. El paso que había dado orientaba todo su futuro en una nueva dirección, y era muy consciente de ello. Y él lo había hecho sin recabar el consejo de su padre. Esto era algo nuevo en su vida. Había actuado impulsivamente y al mismo tiempo tenía claro que tenía que proceder así y no de otra manera.
4. Seguramente Mozart pudo resistir los embates conjuntos del señor al servicio del cual estaba y de su padre, sólo porque la conciencia del valor de su creación artística y asimismo de su propia persona le fortalecían. Se había afianzado durante los largos años de aprendizaje y de viajes del niño prodigio y evidentemente no había perdido un ápice de su propio convencimiento a causa del fracaso sufrido buscando un cargo.
Uno no puede menos que preguntarse qué habría sido de Mozart si no se hubiera convencido tan profundamente cuando era relativamente joven de la singularidad de su talento musical, de su obligación de dedicarle su vida, dándole así un sentido a su vida. ¿Habría podido crear esas obras musicales a las que hay que agradecer su posterior catalogación como «genio», si en la crítica situación de 1781 no hubiera tenido las fuerzas para resistir la presión del príncipe de su país, de sus superiores en la corte, de su padre, resumiendo, de todo Salzburgo? ¿Tendríamos óperas como el Rapto, el Don Giovanni o Las bodas de Fígaro, conciertos para piano como la admirable serie de Viena, si hubiera vuelto al servicio de la corte de Salzburgo en aquella época —con todo lo que esto significaba según el arzobispo— y no hubiera tenido nunca, o sólo esporádicamente, la posibilidad de participar de la mucho más rica vida musical de Viena con su público (comparativamente) mucho más abierto? No se puede esperar una respuesta inequívoca a esta pregunta. Pero es muy probable que si Mozart se hubiera decidido a obedecer las órdenes del arzobispo por mor de su sustento y a utilizar la mayor parte de sus energías de trabajo tal como deseaba su señor, su creación habría estado mucho más unida a las formas tradicionales de la música y habría tenido mucho menos espacio para aquella formación continuada de la tradición musical cortesana, que es característica de sus obras de la época de Viena y posteriormente de su fama de «genio».
Mozart no lo formuló con palabras comunes; pero lo que dijo e hizo durante este momento de crisis deja entrever lo fuerte que era en él la sensación de que no se realizaría si no tenía la libertad de seguir las fantasías musicales que surgían de él y precisamente a menudo sin que mandara sobre ellas. Quería escribir una música tal como se la ofrecía su voz y no como se la daba un hombre que hería su honor, que envilecía el sentido de su autoestimación. Este era el núcleo del conflicto con el arzobispo; una disputa por su personalidad, especialmente por su integridad artística y por su autonomía.
El conflicto se había ido preparando paulatinamente y se desveló abiertamente por primera vez en la lucha desigual contra el príncipe y después en la emancipación de la guía de su padre. A partir de ese momento Mozart estuvo siempre perseguido por él —con interrupciones más largas o más breves—, como se era perseguido por las Erinias en el mundo clásico griego. Sólo que allí era la necesidad de un destino determinado por los dioses lo que había llevado a los hombres inocentes y al mismo tiempo culpables a un conflicto. Aquí, en cambio, se trataba simple y llanamente de una necesidad surgida de la convivencia humana y de sus potencialidades desiguales de poder, se trataba pues de un conflicto social. Primero transcurría entre un príncipe soberano y un servidor que poseía un talento extraordinario, que por ello exigía seguir sus propias voces, su propia conciencia artística, su propio sentimiento para el acierto inmanente de la sucesión tonal que surgía de su interior como a otros les nacen las palabras. Pero, al mismo tiempo, se trataba de algo más que de dos personas; se trataba de dos concepciones de la función social del músico, de las cuales una estaba firmemente establecida, mientras que para la otra aún no existía un lugar concreto; y también se trataba de dos tipos de música, de las cuales una, la cortesana artesanal, se correspondía por completo con el orden social dominante, mientras que la otra, la del «artista libre», se oponía a la primera.
La posición del músico en esta sociedad era en el fondo la de un artesano empleado o al servicio de la corte. No se diferenciaba mucho de un tallador de madera, un pintor, un cocinero o un joyero que, siguiendo las órdenes de distinguidas damas y caballeros, tenía que crear productos elegantes, de buen gusto o, según las circunstancias, en cierta medida excitantes para su gozo y entretenimiento, para elevar la calidad de su vida. Sin duda, Mozart sabía que su arte, tal como él lo entendía, se agostaría si tenía que producirlo bajo las órdenes de personas a las que no quería o incluso odiaba, a quienes tenía que complacer, independientemente de su propio estado anímico, de su sintonía con lo deseado. A pesar de su juventud, notaba perfectamente que se perdería su energía creadora si esta tenía que agotarse, en la estrechez de la corte de Salzburgo, con las tareas que allí se le encomendaban, especialmente cuando allí no había ni una ópera ni una orquesta mediana. El arzobispo, por su parte, sabía sin duda que el joven Mozart poseía un talento inusual y que aumentaría el renombre de su corte si tenía a su servicio a un hombre como aquel. Estaba dispuesto a prestarlo a otras cortes si era necesario. Pero, a fin de cuentas, esperaba que Mozart cumpliera con sus obligaciones y que realizara aquello para lo cual se le pagaba, como cualquier otro artesano o servidor. En una palabra, esperaba que Mozart produjera divertimentos, marchas, sonatas sacras, misas o cualquier otra pieza a la moda siempre que se necesitaran.
Así era el conflicto, un conflicto entre dos personas, ciertamente, pero se trataba de dos personas cuya relación estaba marcada en gran medida por la diferencia de rangos así como por las fuerzas coercitivas que tenían a su disposición. En ese estado de cosas, Mozart tomó la decisión de ese momento. Hay que tener muy presente el inherente desnivel de poder para apreciar la fuerza de los impulsos que le empujaron a ello.
El recuerdo de que Mozart estuvo en cierto momento en tal encrucijada, que se vio obligado a tomar una decisión determinante para el resto de su vida —y no en último término, que se decidió por esta alternativa y no por la otra—, permite ver con mayor claridad que la separación conceptual entre el «artista» y la «persona» es errónea. Aquí se manifiesta con todo detalle que el desarrollo musical de Mozart, lo extraordinario de su génesis como compositor, simplemente no se puede desligar de la evolución de otros aspectos de su persona, en este caso precisamente la capacidad de reconocer qué trayectoria vital, incluso qué lugar de residencia era el más fructífero para la realización de su talento. La idea de que el «genio artístico» se pueda desplegar igualmente en un vacío social, por decirlo de alguna manera, y por tanto independientemente de cómo le fuera al «genio» como persona entre personas, puede parecer convincente mientras las explicaciones se realicen a un nivel máximo de abstracción. Pero cuando uno recuerda casos prototípicos con sus correspondientes detalles, la concepción de un desarrollo autónomo del artista en el ser humano pierde casi toda plausibilidad.
La rebelión de Mozart contra el príncipe y contra su padre es uno de estos casos prototípicos. Uno puede imaginarse fácilmente el humor del joven de veinticinco años si hubiera tenido que acabar por resolverse a seguir las órdenes de su señor y volver a su ciudad paterna. Muchos músicos de su época y de su edad seguramente lo habrían hecho. Pero Mozart habría vivido en Salzburgo con toda probabilidad como un pájaro con las alas cortadas; la necesidad de esta decisión le habría afectado en lo más profundo de su energía creativa y de su deseo de vivir; le habría despojado del sentimiento de tener una labor que le llenaba y de que su vida podía tener un sentido.
Con todo, la decisión que tomó Mozart era, en las circunstancias sociales de su época, una decisión extraordinariamente inusual para un músico de su categoría. Una generación antes hubiera sido totalmente impensable que un músico cortesano dejara su cargo al servicio de la corte sin haber encontrado otro. Por aquel entonces no había perspectiva alguna de otras alternativas en ese espacio social. Mozart había buscado posibilidades de trabajo durante su estancia en Viena, en parte con la ayuda de conocidas familias de la nobleza cortesana. Las esperanzas que le habían dado desempeñaron un importante papel en su decisión de dejar de servir en Salzburgo. Podía dedicarse plenamente a su necesidad de llenar su vida de sentido y establecerse como una especie de «artista libre» en Viena, porque sus relaciones en la capital austríaca se habían ampliado tanto que le ofrecían una oportunidad de supervivencia.
Otra cuestión es si su decisión fue realista. Quizá tuvieron razón las personas mayores que le advirtieron de la inseguridad extrema de una existencia social en Viena como músico sin colocación fija y sin un sueldo constante y que vieron su resolución como un indicio de su insensatez juvenil, de su desconocimiento del mundo. Sucedía a veces por aquella época —y sucede también hoy, aunque raras veces— que el impulso de una persona por realizarse y el impulso por asegurar su existencia apuntan hacia una misma dirección. Sin embargo, el mismo Mozart no dudó en absoluto de cuál tenía que ser su decisión. A sus propios ojos, el regreso a Salzburgo hubiera sido una pérdida de sentido en su vida; mientras que el plan de romper con Salzburgo y quedarse en Viena era totalmente oportuno. En Viena podía respirar libremente, aun cuando le costara considerables esfuerzos ganarse el pan. Aquí no tenía señor alguno que tuviera el derecho a mandarle a su capricho.
Es cierto que aquí también dependía de otras personas. Pero se trataba de una dependencia más relajada (e insegura). Cuando aún vivía en el palacio del arzobispo y tenía que someterse al papel de servidor, junto con el tropel de los músicos de la casa, había reavivado sus anteriores relaciones con la alta aristocracia vienesa. La condesa Wilhelmine Thun, el vicecanciller, canciller de la corte y del Estado, el conde Von Cobenzl habían invitado al joven músico de extraordinario talento. Había empezado a mirar si encontraba alguna alumna de piano, al parecer con éxito. Ya en mayo de 1781 y, por tanto, antes del puntapié que condujo a su despedida de Salzburgo, le había contado a su padre algo de una «suscripción para seis sonatas[98]». Se trataba de piezas para piano y violín dedicadas a una alumna, Josepha von Auernhammer, y que aparecieron impresas a finales de noviembre de ese mismo año. Viena le encantaba y le estimulaba. Tras la ruptura con el arzobispo, al parecer estuvo allí durante un tiempo en un estado de euforia. Como siempre veía detrás de cada esquina la posibilidad de una colocación digna y, como siempre, se demostraba que eran castillos en el aire. En todo caso, para las clases de piano podía tener tantas alumnas distinguidas como quisiera. Sólo que, en realidad, no le gustaba enseñar e intentaba reducirlo al mínimo. Pero contaba con los ingresos adicionales de los conciertos dados en casa de algunos nobles, de los conciertos públicos por suscripción y de las suscripciones para las partituras de sus composiciones.
Y, sobre todo, maduraba el encargo de una ópera, con el apoyo del emperador. El 30 de julio de 1781 un diestro y experimentado autor de libretos, el joven Stephanie, le entregó a Mozart el texto de una opereta alemana con tema turco, Bellmont y Constance o El rapto del serrallo. Mozart trabajó en el proyecto con gran energía. Se nota algo de la alegría y la sensación de libertad de su primera época en Viena en la música que escribió para esta ópera. Aquí se tomó la libertad de desarrollar la tradición musical cortesana, en la que él había crecido y que se había convertido en su segunda naturaleza, de una forma mucho más personal que en sus óperas anteriores. El poder hacerlo: sobrepasar aquello que estaba permitido en Salzburgo, poder seguir su propia fantasía musical, era uno de sus mayores deseos. Tal como se ha dicho, llenaba de sentido su vida.
En cuanto a esto, Mozart se asemejaba ahora de hecho a un «artista libre». Pero ya en este temprano intento de dar un poco de rienda suelta a su imaginación musical individual, se muestra algo del eterno dilema del arte «libre»: como el artista da libertad de movimiento en sus obras a su capacidad imaginativa individual, sobre todo a su capacidad de conjuntar sonidos o visiones, sobrepasando el canon vigente de la estética artística, reduce en un primer momento las probabilidades de éxito con su público. Puede que no sea peligroso para él si las relaciones de poder en su sociedad están hechas de tal modo, que el público que aprecia el arte y que paga por él adolece de una cierta inseguridad estética o, en todo caso, depende en la formación de su gusto artístico de un estamento artístico especialista, en el que se encuentran los propios artistas innovadores del momento. La cuestión toma otro cariz cuando la clase dominante de una sociedad contempla el buen gusto con respecto a las artes, así como con respecto a la vestimenta, el mobiliario y las casas, como un privilegio natural del grupo social al que pertenece[99]; en este caso, la tendencia de un «artista libre» hacia la innovación, sobrepasando el canon imperante, puede ser para él altamente peligrosa. El emperador José II, que se había interesado en el proyecto de la ópera de Mozart, El rapto del serrallo, como prototipo de teatro musical alemán, no quedó, al parecer, del todo satisfecho con la obra terminada. Le dijo al compositor, tras el estreno de la obra en Viena: «Demasiadas notas, querido Mozart, demasiadas notas».
Parece ser que incluso una de las cantantes también se había quejado de que su voz no se podía oír bien por culpa de la orquesta. En este sentido, Mozart había introducido, sin ser consciente de ello, una traslación de poder. En las óperas cortesanas de estilo tradicional, los cantantes y las cantantes eran quienes mandaban. La música instrumental tenía que subordinarse a ellos; estaba allí para acompañarlos. Mozart, sin embargo, había modificado un poco ese equilibrio de poder en el Rapto; le gustaba entrelazar las voces humanas y las de los instrumentos en una especie de diálogo. Con ello socavó la posición privilegiada de los cantantes. Y, al mismo tiempo, importunó a la sociedad cortesana que, en la ópera, estaba acostumbrada a identificarse con las voces humanas y no con las simultáneas de la orquesta. Así que si Mozart posibilitó que la orquesta dijera algo, el público no lo oyó. Sólo oyó «demasiadas notas[100]».