Entre dos mundos sociales
26. Tal como se ha dicho, el padre de Mozart estaba lleno de contradicciones. Se veía con absoluta candidez como un hombre ilustrado y, al mismo tiempo, como un oponente de la Ilustración. Le acosaban los sentimientos de culpabilidad, las depresiones y una conciencia autoritaria, era un intelectual, aunque no fue un Kapellmeister de excesivo talento. A un vivo interés por todos los acontecimientos políticos que se producían a su alrededor, por todas las cosas dignas de visitarse en sus viajes, con un horizonte intelectual que es muy probable que llegara más lejos que los de la mayoría de sus colegas más cercanos en la orquesta de la corte de Salzburgo, unió un desprecio secreto hacia los señores de elevada posición de la pequeña corte del obispo en la que se tenía que emular con medios insuficientes la pompa de una gran corte y, por lo tanto, pagar también una orquesta propia, cuya ausencia era impensable en el gobierno cortesano.
Quien quiera imaginarse la situación de una persona con talento de procedencia no aristocrática en una sociedad dominada por los aristócratas cortesanos, no puede hacer casi nada mejor que leer las cartas de Leopold Mozart. Transmiten una magnífica imagen de la posición subordinada sin escapatoria del personal de servicio burgués en ese mundo. Precisamente porque el padre de Mozart tuvo que vivir en una de las cortes más pequeñas y, por tanto, con una disposición económica más bien escasa, se destacan en él con mayor claridad las cargas que soportaban las personas de su condición. Seguramente no podía ocultar que deseaba salir de esta estrechez social; los viajes con su hijo son una prueba de ello. Estos no debieron haber disminuido el resentimiento de alguno de sus colegas contra alguien que aparentemente se sentía muy por encima del puesto que ocupaba.
Tampoco se ganó un especial aprecio entre los señores de elevada posición en la corte de Salzburgo por sus giras de conciertos. Para ellos él era un servidor del que se esperaba que se comportara de acuerdo con su rango inferior. Incluso a él no le quedó otro remedio que someterse a esas exigencias. Este es el estilo con el cual tenía que dirigirse a su señor, el arzobispo[54]:
«Para que llegue a su alteza: vuestra merced, el príncipe, mi humilde petición no sólo para cobrar la mensualidad pasada sino también para recibir su especial merced de dar la misericordiosa orden de que se me desembolse lo retenido. Cuanto mayor sea su gracia tanto más me esforzaré en correspondería y pedirle a Dios que mi noble señor goce de salud; con esto yo y mis hijos nos despedimos humildemente de su alteza clementísima.
Su Alteza: Vuestra Merced
mi clementísimo príncipe y señor,
su servidor sumiso y obediente
Leopold Mozart
Segundo Kapellmeister»
Este escrito data del 8 de marzo de 1769. La familia Mozart había pasado el año anterior en Viena para que el joven Wolfgang tuviera la oportunidad de exhibir su habilidad como virtuoso; por eso se había suspendido el sueldo de Leopold Mozart en abril de 1768. Él mismo comprendía que era del todo justificado y que facilitaba su próximo viaje previsto a Italia. Pero como en Viena se vio al parecer en apuros económicos, finalmente solicitó a pesar de todo el pago de su sueldo. Su petición sólo le fue concedida en una mínima parte.
Leopold Mozart se encuentra ante un dilema. La gira de conciertos por Italia con su hijo sólo es posible si sus ingresos superan los gastos. Y si esto será así, sólo el cielo lo sabe. Por otro lado, tiene la sensación de que el viaje ya no se puede posponer por más tiempo[55]:
«… o quizá debería quedarme sentado en Salzburgo: entre esperanzas vanas, suspirando por mejor fortuna, y Wolfgang: que se haga mayor y que nos tomen el pelo a mí y a mis hijos hasta que empiece a entrar en años cuando ya no pueda emprender un viaje, hasta que Wolfgang tenga la edad en que sus méritos dejen de llamar la atención».
De ello se desprende que estaba bastante convencido de que el virtuosismo de Mozart, al hacerse mayor, dejaría de tener un atractivo especial para las cortes europeas. Si él quería escapar a la larga de la estrechez de la corte de Salzburgo, sólo tenía una oportunidad: tenía que conseguir un puesto para su hijo en otra corte, mayor y mejor situada. Este era el objetivo de la gira italiana, así como el objetivo de los posteriores viajes.
Continuamente aparecen diseminadas por sus cartas alusiones a este plan. Incluso algunos años después, la madre que acompañó a su hijo en su primer viaje sin el padre, escribió desde Mannheim[56]:
«… sólo deseo que pronto Wolfgang tenga fortuna en París para que tú y Nannerl podáis seguimos en seguida».
La cuestión es siempre cómo se puede financiar, sin incurrir en deudas, la búsqueda de una colocación para el niño prodigio que empieza a crecer y de cuyo éxito depende la suerte de la familia, la liberación del padre de su situación en Salzburgo y, no en última instancia, el propio futuro de Mozart. El padre que se ha quedado en Salzburgo hace hincapié en esto en una carta al hijo del 15 de octubre de 1777[57].
«… allí tenéis la ventaja, que no es poca, de que no tenéis que pagar nada por la comida y la bebida, pues las cuentas de alojamiento también vacían la bolsa. Ahora me has entendido. Estas son las disposiciones que son las más importantes; las que atañen al interés: todos los demás cumplidos, visitas, etc., son solamente cosas secundarias, si pueden ser fáciles, sin descuidar la cuestión principal que es la que produce. Todos los esfuerzos han de ir destinados a percibir dinero, y toda prudencia a gastar lo menos posible; si no es así no se puede viajar con honor; efectivamente, de lo contrario uno se queda ahí y empieza a tener deudas».
Retrospectivamente parece, desde luego, que el plan del padre de Mozart de encontrar una colocación adecuada para él y un refugio para su familia mediante el talento extraordinario de su hijo no tenía grandes perspectivas de realizarse. En todas las cortes había una dura competencia entre los músicos locales por los puestos que quedaban vacantes. Es cierto que los príncipes y sus consejeros intentaban atraer a conocidos o famosos músicos de fuera para sus orquestas, teatros o iglesias. Y las giras de conciertos para presentar las propias capacidades formaban parte de las vías normales don las que los músicos podían divisar nuevas colocaciones. Pero precisamente la circunstancia por la cual el joven Mozart había sido tan admirado en sus giras, el hecho de que era tan joven, repercutía en su contra cuando se trataba de una colocación fija. Parece que Leopold Mozart no calculó con mucho realismo las condiciones elementales del éxito de su hijo.
Los miembros de la sociedad cortesana europea, los príncipes en primer lugar, se aburrían con facilidad. Tenían ciertas obligaciones que a veces las cumplían escrupulosamente y a veces no. Pero no se trataban de obligaciones en el sentido de un trabajo profesional. Este en sí era para ellos una característica de los estamentos más bajos, es decir, de la burguesía y de la masa del pueblo. Como estamento dedicado al ocio, la aristocracia cortesana necesitaba un programa completo de distracciones diversas. Entre estas se contaba la ópera y los conciertos de los músicos empleados en la corte, así como las exhibiciones de virtuosos en gira y, por tanto, eventualmente también algún niño prodigio. La habilidad virtuosista de Mozart, sobre todo su elevada capacidad de improvisación, era sin duda una atracción más entre otras —una gran atracción, eso sí— en el programa de distracciones diversas de la corte. Allí donde tocara, sorprendía y fascinaba al público por su sensibilidad y pericia al piano, al violín y al órgano.
En estas sociedades cortesanas (cuyos miembros aristócratas vivían de los ingresos heredados, principalmente de los rendimientos de una propiedad agrícola familiar o de los emolumentos de los altos cargos en la corte, el Estado o la Iglesia), lo que denominamos «arte», en general y en la música en particular, tenía una función muy distinta y, por consiguiente, otro carácter que en las sociedades en las que casi todo el mundo se ganaba la vida con un trabajo profesional regular. El consenso de los poderosos dictaba el canon estético en las artes. La música, como se ha dicho, no tenía en primer término su razón de ser en la expresión de los sentimientos, dolores y alegrías personales de un individuo que dependía exclusivamente de sí mismo o incluso apelaba a ellos; su función primaria era en mayor medida agradar a las damas elegantes y a los caballeros de las clases dominantes. Esto no quiere decir que necesariamente careciera de aquellos rasgos qué nosotros formulamos con los conceptos de «seriedad» o «profundidad», sino únicamente que estaba ajustada a la forma de vida de los grupos establecidos en el poder en aquella época. Iba muy unida a un canon social, a un «estilo», como convenimos en llamarlo, y el espacio para la individualización de este canon era más reducido que el de la música compuesta para las capas sociales profesionalmente activas.
En los círculos cortesanos había muchos entusiastas amantes de la música. Pero el gran público cortesano quería sobre todo que se le entretuviera, buscaba la variedad. Incluso el magnetismo de Mozart languidecía por lo general a las pocas semanas, la sensación declinaba, en Viena no menos que en Nápoles o en París.
Aunque aquí y allí algunas personas seguían bien dispuestas hacia el niño prodigio y su familia, la inmensa mayoría de los conocidos perdían pronto las ganas de asistir a sus exhibiciones. Para agravarlo más, a ello se añadía que el padre de Mozart buscaba una colocación para él en estos viajes de conciertos. Si esto trascendía, por lo general, los intereses locales se movilizaban en su contra.
Por lo que se puede apreciar, ni el joven Mozart ni su padre tenían una idea clara de esta particularidad estructural de una sociedad cortesana. Nunca llegaron a estar preparados para ello y les asombraba siempre, como si fuera la primera vez, que se respondiera con creciente indiferencia al raro arte de una persona tan joven, cuando permanecían más de dos semanas en un sitio o lo volvían a visitar por segunda vez transcurrido algún tiempo.
27. No se le puede echar en cara a Leopold Mozart que se lo jugara todo a una sola carta que, observándolo con detenimiento, no le ofrecía grandes posibilidades: pues no tenía otra alternativa. Con toda su energía preparó a su hijo con una finalidad: llegar a triunfar, primero como virtuoso y después como compositor ante la sociedad cortesana. Le ahorraba el peso de cualquier otra tarea que no fuera esta. Era el empresario de su hijo, se responsabilizaba de la preparación de los conciertos. Sufragaba el coste de los viajes y se preocupaba de los enojosos problemas de moneda y cambio que aparecían al cruzar las numerosas fronteras de los Estados. Casi todos los asuntos económicos los llevó su padre hasta que Mozart, al final, se independizó y se casó, por tanto, hasta qué cumplió los 25 años. En esto se incluye también la publicación de sus composiciones. El 6 de octubre de 1775, Leopold Mozart se dirigía con estas palabras a J. G. I. Breitkopf de Leipzig[58]:
«… Puesto que desde hace algún tiempo me he decidido a que se impriman algunos de los trabajos de mi hijo, he procurado informarme tan pronto como he podido de si usted estaría interesado en publicar alguna cosa, pueden ser sinfonías, cuartetos, tríos, sonatas para violín y violoncelo, es decir, el llamado violín solo, o sonatas para piano».
El editor le agradeció el amable ofrecimiento de su señor hijo pero lo declinó por la coyuntura poco favorable.
Es muy probable que al joven Mozart le pareciera bien esta asistencia solícita, porque él se interesaba más por su música. Pero esta dependencia era un arma de doble filo. Más tarde, cuando el padre no pudo hacer el nuevo viaje —la gran gira por las cortes alemanas y después a París— le dijo a su hijo, a guisa de explicación de por qué le había hecho viajar con su madre y no a él solo, que no se le podía confiar el dinero de ninguna manera y que tampoco entendía de hacer las maletas[59].
Un pequeño episodio ilustra la relación entre los padres y el hijo de forma muy expresiva. Están a punto de dejar Munich; de nuevo las esperanzas de una colocación se han visto frustradas. En la corte del príncipe elector no se ha podido conseguir nada. Mozart escribe una larga carta a su padre antes de partir. Decepcionado por el fracaso, le pregunta entre otras cosas si no debería esforzarse para conseguir un contrato en la ópera, una scrittura, en Nápoles. Allí se le conoce; le han contado que allí se sabe que nadie toca como Mozart. Tiene en este momento 21 años y en esta carta del 11 de octubre de 1777 se expresa con tales frases que delatan su estimación y su actitud hacia su padre[60]:
«Ahora puedo escribir la carta a Nápoles cuando quiera; pero cuanto antes, mejor: pero antes quiero saber la opinión del señor Mozart, el Kapellmeister cortesano más razonable de todos; tengo un deseo imperioso de volver a escribir una ópera. El camino es largo, es cierto; pero también estamos todavía bien lejos del momento en que yo debería escribir esta ópera; muchas cosas pueden cambiar hasta entonces, creo, sin embargo, que se podría aceptar si en este tiempo no consigo una colocación al servicio de un señor, entonces aún tendré la salida de Italia. En carnaval tengo mis 100 ducados: cuando haya escrito a Nápoles, se me buscará por todas partes. También hay en primavera, en verano y en otoño, como bien sabe papá, una ópera bufa que se puede escribir como un ejercicio, sin gran esfuerzo. Es cierto que no se gana mucho, pero algo es algo; y con ello se gana uno más fama y crédito que dando cien conciertos en Alemania. Y estoy más complacido porque he de componer lo que es mi única alegría y pasión. Ahora bien, aunque consiga una colocación al servicio de alguien o pueda encontrar un empleo en algún sitio, aun así me inclino más por la scrittura, me llama más la atención y me es más estimable. Pero, sólo son palabras, digo lo que me sale del corazón. Si papá me convence con sus explicaciones de que no tengo razón, en un instante haré lo que me diga aunque a desgana, porque sólo con oír hablar de una ópera, sólo con estar en el teatro, al oír afinar los instrumentos siento que se me arrebata por completo el corazón».
Mientras Mozart se desahoga así sobre sus planes, su madre está atareada con la dura labor de hacer las maletas. Todavía tiene el tiempo y la energía para añadir a la carta de su hijo una posdata[61]:
«Y yo estoy sudando, el agua me corre por el rostro de tantos esfuerzos con las maletas, al diablo con los viajes, tengo la sensación de que me romperé por la mitad de cansancio… Adiós, un millón de besos…».
La imagen de la madre no está tan bien perfilada en las fuentes documentales como la del padre. Aquí se puede vislumbrar algo de ella como en una instantánea. Entretanto el padre está en Salzburgo lleno de impaciencia, empieza las cartas antes de tener la respuesta de la última. Sufre, apremia y advierte[62]:
«Por el amor de Dios, si os habéis quedado tanto tiempo en Munich donde no había esperanzas de ingresar ni un cruzado, es decir, casi tres semanas, entonces llegaréis lejos».
La intención del hijo de escribir a Nápoles es aprobada a vuelta de correo. Pero no puede privarse de añadir: «Por lo demás, ya había pensado en ello hacía tiempo.»[63] Y lo repite de nuevo el 15 de octubre: «Lo que tú escribiste sobre la ópera en Nápoles, es una idea que ya había tenido yo.»[64]
Uno puede imaginarse la escena: la madre haciendo las maletas, el padre —lleno de preocupaciones por el fracaso y por la presión económica— no consigue pensar en otra cosa. Fuera de la música todavía no le concede ninguna independencia a su hijo. Para el padre hay demasiadas cosas que dependen de que el joven tome el camino adecuado. Y este vive en sus sueños. No se puede confiar en sus planes. Cuando propone algo razonable, es que el padre ya había tenido esa misma idea antes. Quizá lo habría desmentido, pero está claro: para él su hijo es todavía un niño que ha de ser guiado por entero, que le pertenece. Y el hijo se somete a ello. Como casi siempre, es muy directo e ingenuo en sus manifestaciones: «Si papá me convence con sus explicaciones de que no tengo razón, entonces obedeceré».
Junto a esto, en la carta del Mozart de veintiún años se encuentra una afirmación sobre sí mismo que seguirá siendo válida hasta el final de su vida: «Me encuentro muy bien cuando tengo que componer» y más adelante «sólo con oír hablar de una ópera u oír afinar los instrumentos en el teatro, siento que se me arrebata el corazón». La totalidad de la existencia social de Mozart ya se ha centrado en esa edad relativamente temprana con toda su pasión e intensidad en el escuchar y crear música. Él lo llama su «única alegría y pasión». Esto es probablemente algo sorprendente en un hombre tan joven que al mismo tiempo tiene un interés tan vivo por las mujeres y que así seguirá en el futuro. Pero quizás experimenta con la música menos decepciones. En este sentido escribe poco antes de su muerte, en una situación desesperada, la siguiente frase: «Sigo trabajando porque el componer me produce menos cansancio que el reposar.»[65]
28. Ya en 1777 —también lo sabemos a través de la misma carta— aparece en su imaginación anticipadamente aquella decisión que años más tarde Mozart convertiría en realidad. Tras su decepción por los intentos fallidos de conseguir unos ingresos relativamente seguros con una colocación en la corte de algún príncipe, sueña con la posibilidad de ganarse la vida a través de encargos ocasionales, por tanto, más o menos como un «artista libre» del siglo XIX o XX. Con ello cree que podrá hacerse un gran nombre. Y sólo cuando hubiera convencido al mundo entero de sus capacidades con su virtuosismo y sus composiciones, especialmente las óperas, entonces no le faltarían oportunidades para ingresar dinero, ya fuera al servicio de un príncipe, ya fuera en el «mercado libre», como decimos nosotros. Que esto era una ilusión y las razones por las que lo era así merecen una reconsideración detallada.
Hay que imaginarse la situación con todo realismo. Es un hombre joven con un talento musical excepcional, casi único. Todo su afán se dirige a ejercitarlo componiendo, sobre todo escribiendo óperas. En este deseo culmina su anhelo de llenar de sentido su existencia social. Aunque es joven, ya ha escrito ocho óperas, de ellas tres (Mitridate, Ascanio in Alba y Lucio Silla) habían sido representadas en Italia con una buena acogida. Sabe que puede hacer más y algo mejor. Ese es su anhelo. Pero tiene que vivir, tiene que ganar dinero. Y cuando viaja por la Europa central en busca de una colocación, choca con un muro impenetrable, en Munich, en Augsburgo, en Mannheim, en París y en todos los lugares por los que pasa. No se trata naturalmente de que no se reconozca su inmenso talento. Pero la ambición de un hombre tan joven que quiere alcanzar logros tan extraordinarios, parece —leyendo entre líneas sus cartas— que intimida a las personas que pueden otorgarle el puesto.
Por su actitud personal, por su concentración monomaníaca en la música, por su forma de relacionarse con las personas, Mozart no se adecuaba demasiado bien a la sociedad aristocrática y cortesana. La comparación con otros miembros procedentes de la pequeña burguesía, que consiguieron ascender en aquella sociedad, ilustra las dificultades con que se encontró. Piénsese en Rousseau. Huyó a muy temprana edad de la pequeña burguesía de Ginebra de la que procedía. En Francia, una dama de la nobleza que era considerablemente mayor se interesó por él; fue su amante y ayudó al joven algo bruto de la Suiza de habla francesa a civilizarse en el sentido cortesano. Un año en Venecia y el trato en los salones de los rentistas en París prosiguieron su formación en el mismo sentido. En los salones parisinos se estaba dispuesto a dar una oportunidad al talento evidente, siempre y cuando su portador no aburriera y su conducta, así como todo él, se sometiera al canon de sensibilidad y comportamiento de esos círculos. Como escritor, Rousseau era uno de los primeros representantes de un movimiento alternativo que se dirigía contra el canon dominante de su sociedad. Es dudoso que sus obras hubieran encontrado acogida en los círculos cortesanos si él no hubiera sido conocido allí personalmente. En el trato directo poseía un cierto «tacto». Sin él, sus escritos —que de hecho alababan el distanciamiento de ese tacto y la preferencia por una existencia humana «natural», más sencilla— difícilmente habrían tenido éxito; sin su repercusión en el mundo parisino sus obras difícilmente habrían llegado a ser tan importantes como clásicos en la historia del pensamiento europeo como sucedió más tarde.
Con Mozart fue distinto. Su obra estaba profundamente en armonía con el canon de la composición musical vigente en aquella época en la sociedad aristocrática y cortesana, aunque después, con el transcurrir de los años, desarrolló este mismo canon de forma extraordinaria. Pero en su comportamiento era todo menos un hombre de mundo. Solía expresar justo aquello que sentía y pensaba, sin tener en consideración el efecto que produciría. Carecía casi por completo de la costumbre de mostrarse reservado en el trato con los demás para no tener encontronazos, ni dominaba el arte de la diplomacia cotidiana, de la anticipación al efecto de las propias palabras y los gestos sobre el interlocutor del momento, costumbre que era consustancial a las relaciones sociales de los cortesanos. Podía disimular, servirse de vez en cuando de las pequeñas mentiras de la vida, pero no era muy hábil en ello. Se sentía mucho mejor con gente en cuya presencia podía comportarse a su aire. En algunos períodos de su evolución tuvo una necesidad casi imperiosa de decir cosas groseras y soeces tal como le venían a la mente, una necesidad de la que hablaremos más adelante. Puesto que en el fondo le era totalmente ajeno o incluso desagradable el arte del trato personal, tal como se practicaba en los círculos dominantes y se esperaba que se siguiera, nunca se llegó a aclimatar al mundo aristocrático cortesano. Para este mundo siempre fue un elemento extraño, con un antagonismo creciente y un espíritu de rebeldía que después se expresó entre otras cosas en la elección de la sensacional comedia parisina de Beaumarchais Las bodas de Fígaro como texto de una de sus óperas o en el marcadamente antiaristocrático Don Giovanni.
Leopold Mozart tenía cierta habilidad para el trato con las personas de posición social más elevada de la aristocracia cortesana. Es difícil distinguir hasta dónde llegó, hasta qué punto tenía la capacidad de presentarse como igual entre iguales en esos círculos durante sus largos viajes con sus hijos y después sólo con Wolfgang. Su situación no era fácil. Precisamente en las cortes más pequeñas, y comparativamente más pobres del Imperio alemán, era corriente hacerles notar a las personas de condición social inferior su posición subordinada, hacerles conscientes de ello, y es posible que un poco de esta actitud haya arraigado en la tradición alemana. En la jerarquía de Salzburgo, la familia Mozart ocupaba un lugar relativamente bajo y había, sin duda, suficientes ocasiones en las que se lo hicieron notar. En las cortes mayores, por el contrario, los aristócratas eran con frecuencia sensiblemente más conciliadores y en el extranjero, especialmente en las cortes italianas tan amantes de la música, parece que la recepción del niño prodigio y de su padre fue mucho más cálida y libre de los prejuicios por la diferencia de clase. Leopold Mozart, y de hecho toda su familia, ocupaba una posición especialmente ambigua en Salzburgo por los triunfos de su hijo que también eran suyos. Eludir sus peligros era todo menos una tarea fácil.
La contradicción entre la fama creciente de los Mozart en el ancho mundo y su baja posición social en su ciudad puede entreverse con gran claridad en una escena que explica el padre en una carta[66]: Se representa en Munich la ópera de Mozart, La finta giardiniera. Después del estreno, el príncipe obispo de Salzburgo, el conde Colloredo, señor tanto de Leopold como de Wolfgang Mozart, va a la corte bávara y tiene que «escuchar ante todos los príncipes electores y la totalidad de la nobleza los elogios de la ópera». El conde Colloredo que está acostumbrado a tratar a su segundo Kapellmeister y al hijo de este con altivez, como servidores, evidentemente no se encuentra en una situación agradable ante ese coro de alabanzas y da la impresión, por lo que describe Leopold Mozart, de estar desconcertado. Se aprecia una posición equívoca que creó resentimientos en ambas partes.
Mientras que el padre quizá pudo adaptarse al trato con los aristócratas cortesanos, el hijo no lo llegó a conseguir nunca del todo a lo largo de su vida. Este rasgo del carácter de Mozart quizá se puede entender algo mejor si se tiene presente su estricta educación, contra la cual no se pudo defender durante mucho tiempo. Es muy probable que algo de su enojo contra el padre se expresara veladamente en su rebeldía contra el orden dominante de su época, al que Leopold Mozart se sometió en mayor o menor grado.
29. Durante muchos años, todos los contactos de Mozart con otras personas en sus giras de conciertos fueron preparados por el padre y se realizaron bajo su supervisión. Si podemos fiamos de las cartas, que son en esencia y a menudo las únicas fuentes de que disponemos, parece que cuando Mozart tenía unos quince años más o menos sufrió una singular transformación que, aunque era previsible en esta edad, tuvo en cierta manera un desenlace inesperado. La limitación de los contactos con otras personas a los preparados por el padre conllevó una cierta soledad, un refuerzo de su dependencia de la fantasía:
«Hoy —escribe el 2 de noviembre de 1771 desde Milán[67]— representan la ópera de Hasse; pero como papá no sale, yo no puedo ir. Por suerte, me sé casi todas las arias a la perfección, así que puedo oírlas y verlas en mi cabeza estando en casa».
Mozart tiene casi 16 años. No puede ir a la ópera, no puede salir de casa bajo ningún concepto porque el padre no lo hace. El brote de la soledad, que comporta esta vida en constante vigilancia, lo superó replegándose en su fantasía musical. E interpretaba mentalmente la ópera de la que tenía que mantenerse alejado.
Durante su estancia en Milán, escribió entre otras cosas la serenata teatral Ascanio in Alba, que se representó el 17 de octubre para la boda del archiduque Ferdinand. Una y otra vez se planteaba el problema de conseguir una colocación que para su padre tenía prioridad sobre todo lo demás. Pero su intento de introducir a su hijo en la corte milanesa por medio de su ópera fracasó. Naturalmente, Leopold Mozart no podía sospechar que la emperatriz María Teresa había advertido expresamente al archiduque de no tomar a su servicio a gente tan inútil como el joven compositor de Salzburgo[68]:
«Si os divierte, no quiero privaros de ello. Lo que digo es que no hay que cargarse de gente inútil… Esta gente que viaja por todo el mundo como pedigüeños degradan el servicio de la corte».
Un año más tarde padre e hijo volvieron a Milán, esta vez con la intención preferente de atender una scrittura y así elevar el renombre del joven maestro como compositor de ópera. Mozart tenía mucho trabajo con su nueva ópera seria, el Lucio Silla. Vivía bajo una presión considerable y su mente estaba llena de música. Tras ella desaparecía cualquier otro pensamiento[69]:
«Ahora tengo que hacer todavía catorce piezas y entonces estaré listo, por suerte se puede decir que un terceto y un dueto cuentan por cuatro piezas. No me es posible escribir mucho, porque no sé qué decir y, además, no sé qué estoy escribiendo ya que ahora tengo puestos siempre mis pensamientos en mi ópera y corro el peligro de escribirte toda una aria en lugar de palabras».
También durante ese viaje parece que se le presentó una posibilidad de colocación, en este caso en la corte florentina. El día del estreno del Lucio Silla (26 de diciembre de 1772) el padre envió una copia de la partitura en una carta dirigida al gran duque Leopoldo de Toscana y le escribió de nuevo a principios del año 1773, supuestamente porque no había recibido contestación alguna. La ópera fue un gran éxito de público en Milán, se repitió varias veces, pero de la colocación, de nuevo, no se supo nada. Es difícil decir hasta qué punto afectaron al hijo los éxitos siempre renovados de su música y los también periódicos fracasos en relación con su puesto.
Lucio Silla fue la última ópera de Mozart para el público italiano. Se había tenido que esforzar mucho para acabarla, aunque seguramente había recibido alguna ayuda por parte de compositores italianos con experiencia; el año anterior, con el Ascanio Alba, no le había ido mejor. Se nota algo de su esfuerzo en las breves posdatas que añade a las cartas de su padre a la madre y a la hermana que quedaron en Salzburgo durante los dos viajes. Prácticamente, él sólo se dirige a la hermana. Sus comunicaciones dan la impresión de que sus energías se han concentrado tan infatigablemente en la labor musical que todo el resto de su vida ha quedado vacía. No sabe qué contarles a los de casa porque en realidad no ha vivido ninguna experiencia.
Y como no tiene nada que decir, se inventa historias curiosas, una especie de chistes sin gracia[70], que adquieren importancia en la misma época en que nace su predilección por las palabras groseras de contenido fecal que utiliza con intenciones humorísticas. El muchacho de catorce años había disfrutado de la vida en Italia, especialmente en Nápoles, por lo que se desprende de sus cartas. Pero ahora, uno o dos años más tarde, que ya ha pasado el período latente (y ciertamente también por la búsqueda infructuosa de una colocación que seguramente se dejó sentir más en el hijo a través de la frustración del padre), parece que los conflictos de una fase anterior vuelven a irrumpir. Las historias que cuenta Mozart a su hermana, a falta de otras novedades, son bastante características de un sentimiento semiconsciente del vacío y el absurdo que le acomete. La expresión: «No sé qué decir, el padre ya lo ha dicho todo», habla por sí misma. Esto es un ejemplo de la estancia en Milán en 1771[71]:
«Gracias a Dios yo también estoy bien de salud; como ahora mi trabajo ya ha terminado, tengo más tiempo para escribir, sólo que no sé qué, pues papá ya lo ha dicho todo. No sé de ninguna novedad, aparte de que en la lotería ha salido el 35, 59, 60, 61, 62 y que si hubiéramos apostado por esos números, habríamos ganado, pero como no lo hemos hecho, no hemos ganado ni perdido, sino que nos hemos reído de la gente».
El joven Mozart que va creciendo se ríe de la gente que gana o pierde. Este tipo de humor, algo absurdo, que se apodera de él cada vez más, está en estrecha relación con la sensación de pasar por la vida sin poder ganar ni perder, porque no se ha jugado nada.
Una historia de este mismo tipo que también se encuentra en la correspondencia data de un año antes. Explica quizás ese desconsuelo semioculto, una forma curiosa del «en realidad no ocurre nunca nada[72]»:
«A propósito, ¿sabes la historia que ha ocurrido aquí? Ahora te la cuento: salíamos hoy de casa del conde Firmian para regresar a la nuestra y cuando llegamos a nuestra callejuela, abrimos la puerta y ¿qué crees que pasó? Pues que entramos. Que vaya bien, mi pequeño pulmón, mil besos, hígado mío, y me despido como siempre, mi estómago, tu hermano que no es digno de ti, Wolfgang. Por favor, por favor, querida hermana mía, que me pica, ráscame».
En esa época se acentuó en Mozart la tendencia a hacer el payaso. Su hermana Nannerl le llama «Hanswurst[72 bis]» con frecuencia en sus cartas guasonas, llenas de cariño, que se intercambiaban durante su juventud cuando no estaban juntos. Él mismo se denomina «bufón» o incluso «pobre diablo». De hecho, Mozart no encaja mal en la imagen del payaso, el clásico bajazzo que hace reír al público mientras a él le duele el alma porque su mujer no le quiere a él sino a otro. En realidad, estaba emparentado con Petruschka, a quien el moro le secuestra la amada, una especie de pierrot lunaire.
30. Cuando uno intenta hacerse una imagen de Mozart, se encuentra en seguida con diversas contradicciones de su personalidad. Es el creador de una música que en su género es sublime, pura e inmaculada. Tiene un carácter eminentemente catártico y parece que se eleva por encima de cualquier rasgo animal del ser humano. Evidentemente pone de manifiesto una gran capacidad de sublimación. Pero Mozart también fue capaz de hacer al mismo tiempo unas bromas que suenan terriblemente groseras a oídos de las generaciones posteriores. Se refieren, por lo que se puede apreciar, exclusivamente a las mujeres con las que compartía el lecho o lo quería compartir; son de índole sexual y representan en general una ruptura lasciva de los tabúes verbales que tienen que ver con la zona anal y ocasionalmente también con la oral. En las cartas de Mozart se encuentran muchos ejemplos de ello; en este sentido son especialmente famosas, o tristemente célebres, las «cartas a Bäsle», escritas por un Mozart de veinte o veintiún años[73] y que todavía son, en cualquier caso, producto de su pubertad tardía (si así se la quiere llamar). Aunque es cierto que no hacía el payaso únicamente en sus cartas.
Algunas nuevas biografías entienden la tendencia de Mozart a las bromas de referencia anal, que hace sobre todo, aunque no exclusivamente, durante un determinado período de su vida, directamente como característica personal anómala. Con ello se comete una injusticia. Hoy en día estas payasadas están mal vistas entre personas bien educadas y hieren su sensibilidad. Sin embargo, en el caso de Mozart, quien las entienda como extravíos puramente individuales juzga el comportamiento y la sensibilidad de una persona de una época anterior como si se tratara de un contemporáneo y desconoce que en ese otro tiempo existían otras conductas de comportamiento.
En una carta del 4 de noviembre de 1777 a su padre, Mozart añade en el sobre la siguiente posdata relacionada con la producción de platos para el llamado «tiro al plato[74]»:
«Gilowski Katherl, señora; Gerlisch, señor; Von Heffner, señora; V. Heffner, señor; Geschwender, señor; Sandner, señor; y todos los demás que han muerto. Los platos, si no es ya demasiado tarde, me gustaría que fueran así. Una persona pequeña con escaso pelo se inclina y muestra el culo al aire. De su boca salen las siguientes palabras: que les aproveche la comida. Al otro le pintan botas, espuelas, un abrigo rojo y una bella peluca a la moda; es de mediana estatura. En la escena que se representa está lamiéndole el culo al otro. De su boca salen las siguientes palabras: esto hay que pasarlo por alto. Pero ¡por favor! Si no puede ser esta vez, ya será en otra ocasión».
Estas frases muestran ciertamente hacia dónde se dirigen las fantasías de Mozart. Pero que el hijo pueda dar una indicación de este tipo a su padre sin rastro alguno de turbación y pueda pedirle que encargue los correspondientes blancos para el tiro, probablemente público, revela al mismo tiempo la gran libertad que había en su círculo de relaciones respecto a las fantasías coprofílicas. Tenían que permanecer mucho menos ocultas del ámbito público que en las sociedades industriales del siglo XX, por lo que tampoco había que expulsarlas de la conciencia de la misma manera.
Sin duda, las estructuras individuales de su personalidad también eran corresponsables del uso casi obligado de expresiones y metáforas de índole anal (y en algunas ocasiones oral). Se puede suponer que durante la pubertad, en él volvieran a la superficie los conflictos infantiles que, en parte, tenían una relación con la educación higiénica del niño pequeño. Quizá se expresen aquí también ataques al padre que no habían tenido posibilidad alguna de comunicarse directamente durante largo tiempo e incluso, en un sentido más amplio, ataques contra el orden establecido en general.
Que los ataques contra la clase dominante de su época estaban presentes en la conducta de Mozart y que estos configuraban un aspecto bastante determinante de la estructura de su personalidad, se puede observar a lo largo de toda su trayectoria vital posterior. Sólo hay que pensar en su orgullo, en su repugnancia por el «arrastrarse» que menciona en sus cartas el padre. También su firme negativa a llevar el título nobiliario otorgado por el papa y a presentarse como «caballero de Mozart» como hacía Gluck, que se hizo llamar en vida «caballero de Gluck» por una distinción papal menor, son un síntoma de esa falta de identificación con el estamento aristocrático-cortesano. Es cierto que esta negativa era ambivalente. Acompañaba, tal como se ha ilustrado anteriormente, a una fuerte necesidad de ser reconocido en los círculos aristocrático-cortesanos y de ser aceptado como un igual, naturalmente por su producción musical y no por un título. Y como este reconocimiento se le negó ya durante sus primeros esfuerzos por conseguir una colocación, se desarrollaron en Mozart con toda seguridad una serie de sentimientos negativos muy marcados contra la sociedad dominante. No sería extraño que en su apego a las referencias verbales de las funciones animales se llegaran a manifestar tales agresiones reprimidas. En el contexto general del transcurso de su vida sería muy comprensible.
Pero una vez se ha dicho todo esto, hay que añadir de inmediato que el juicio sobre la coprofilia verbal de Mozart anda necesariamente desencaminado, si se le aplican las reglas civilizatorias de la situación actual y con ello se contempla involuntariamente el propio canon de sensibilidad como un canon universal permanente de toda la humanidad. Para ser justo, se necesita una idea clara del proceso de la civilización, en cuyo curso se transforma de una manera específica el canon social de comportamiento y de sensibilidad. En la sociedad de Mozart, en la fase del proceso social de civilización en el que vivió, el tabú del empleo de palabras chocantes, como las que se encuentran en sus cartas, no era ni mucho menos tan terrible ni duro entre el círculo de sus relaciones como lo es en nuestros días. Las alusiones directas a las funciones de secreción anal del ser humano formaban parte de los divertimientos normales de la vida social entre la gente joven con la que trataba; y probablemente también entre los mayores. No estaban prohibidas en absoluto, en todo caso tan levemente reprimidas que la transgresión en común del tabú verbal deparaba gran diversión a chicos y chicas y daba pie a bromas y sonrisas.
Dos ejemplos más pueden aclarar mejor la diferencia entre las costumbres de entonces y las de ahora. Entre los conocidos más apreciados por la familia Mozart estaba una amiga de la hermana de Wolfgang, llamada Rosalie Joly. Era la hija del maestro confitero del príncipe, el pastelero de la corte del arzobispo, y servía como doncella de cámara en la casa del conde Arco; Leopold Mozart la menciona en una carta del 13 de agosto de 1763 como la «doncella Rosalie Joly, la criadita (literalmente: la “gatita de cámara”) de su excelencia la condesa de Arco[75]». Ella y el joven Mozart eran buenos amigos. Se escribían, componiendo poemas de circunstancias. Uno de estos poemas que Rosalie Joly escribió para el día del santo de Mozart y que añadió a la carta del 23 de octubre de 1777 del padre a su mujer, permite hacernos una idea del modelo de sensibilidad en el círculo de amistades de la familia Mozart, por lo menos entre la gente joven, aunque en cualquier caso sin esconderse ante la generación mayor[76].
Mi querido amigo Wolfgang, de tu santo hoy es el día
por eso a ti, el mejor de los chicos, te desearía
que tengas todo lo que desees y que merezcan tus trabajos,
feliz has de ser toda tu vida, que no te coman los escarabajos,
la suerte que hasta ahora siempre el culo te ha enseñado
te sea ahora, que estás lejos, doblemente otorgada,
esto te lo deseo de todo corazón, lo juro por mi alma,
y de ser posible te la daría en lugar de deseártela en una carta
dile a tu madre a quien tanto venero,
que la querré siempre y que a menudo verla anhelo,
que conmigo su amistad tanto tiempo mantenga
como el culo por la mitad dividido lo tenga
salud, querido amigo, con alegrías y divertidos enredos y de vez en cuando escribe también un pequeño dueto con pedos.
ROSALIE JOLY
Esta alusión a la constitución física de la madre de Mozart y a un pequeño dueto de ventosidades puede ser especialmente hiriente desde el punto de vista del canon de la sensibilidad actual. Pero aquí se expresa evidentemente sin la menor sensación de estar transgrediendo un tabú. Es una broma que le sale del alma sin represión alguna.
Otro pasaje de una posdata de Mozart a una carta de su madre a su padre del 14 de noviembre de 1777 evidencia hasta qué punto las «cochinadas» verbales eran un elemento del trato común entre jóvenes y también entre mayores[77]:
«Yo, Johannes Chrisostomus Amadeus Wolfgang Sigismundus Mozart me declaro culpable de que ayer y anteayer, y también en varias ocasiones, no llegué a casa hasta las 12 de la noche; y de que desde las diez hasta la hora citada estuve en casa de Canabich, en presencia y compañía de Canabich, su esposa e hija, los señores tesorero Raam y Lang, con frecuencia y sin dificultad, con una gran facilidad he estado haciendo rimas; todas ellas de cochinadas, es decir, de mierda, cagar y lamer el culo, pero sólo de pensamiento, palabra y…, no de obra. Pero yo no me habría comportado tan impíamente si la instigadora, es decir, la llamada Lisel [Elisabeth Cannabich] no me hubiera animado y azuzado tanto a ello; y he de reconocer que me divertí extremadamente haciéndolo. Yo confieso todos estos mis pecados y me condeno sinceramente y en la esperanza de poder confesarlos con más frecuencia procedo con energía a mejorar cada vez más mi vida pecadora ya empezada; para ello, pido la dispensa santa, si puede ser fácilmente; si no, me da lo mismo, porque el juego continuará en todo caso…».
De joven, Mozart sabía perfectamente dónde se toleraban tales bromas y dónde no; sabía que se permitían e incluso se valoraban entre los servidores burgueses de la corte de posición más baja, grupo al que pertenecían los músicos, y aun así sólo entre los conocidos más apreciados y que en los círculos más elevados estaban totalmente fuera de lugar[78]. Como ya he mencionado, desde su infancia, Mozart se movía en dos mundos sociales: en el círculo de relaciones no cortesanas de sus padres a quienes se podría denominar con nuestra terminología algo inadecuada como «pequeñoburgueses», y entre los aristócratas cortesanos que sentían su superioridad de poder todavía bien asegurada en territorio alemán e italiano en la época en que vivió Mozart, a pesar de los primeros relampagueos y la descarga lejana de la primera gran tormenta que supuso la Revolución Francesa.
También se hizo notar la escisión de su existencia social en la estructura de su personalidad. Toda la actividad musical de Mozart, la totalidad de su formación de virtuoso y compositor, llevaba el sello del canon musical de las sociedades cortesanas hegemónicas de Europa. Sus creaciones estaban en buena parte caracterizadas por la sintonía con los círculos aristocrático-cortesanos y eso no sólo por la concordancia consciente y arbitraria de sus obras con el emperador, los reyes y otros señores de elevada posición que eran sus clientes, sino en gran medida también por la armonización buscada por su conciencia artística con respecto a esa tradición musical. Ese vínculo con su conciencia le ofrecía un espacio satisfactorio para desarrollar de forma totalmente personal la tradición cortesana, sin que llegara a transgredir nunca los límites de su canon. Pero en muchos casos los llevó con su fantasía individual mucho más allá del entendimiento del público aristocrático-cortesano.
Al mismo tiempo, por la estructura de su personalidad, especialmente en lo que respecta a sus formas de conducta, siguió siendo, ante todo, una persona de los círculos «pequeñoburgueses» —este término, no en el sentido que le damos ahora, sino en el de la época de Mozart—, donde uno acogía al prójimo con afecto o lo rechazaba con mayor franqueza. La conducta no cortesana en sus apariciones públicas estaba en relación paradójica con su obra. Y con toda seguridad esta paradoja contribuyó notablemente a su fracaso social, al igual que a la marcha triunfal póstuma de su música.
31. Es fácil imaginarse que las relaciones de Mozart con las mujeres estuvieron marcadas de forma decisiva por esta existencia en dos mundos sociales. Por un lado, vivió en estrecho contacto con mujeres como su madre, su hermana y las amigas de esta, para quienes las bromas soeces y manifiestas, sin duda estaban permitidas —dentro de unos limites— y que se contaban entre los juegos eróticos normales de la juventud. Los límites eran estrictos. Es poco probable que en el círculo de amistades de Mozart emergieran a la superficie pensamientos como el de experiencias prematrimoniales, por no hablar de la práctica. Cuando se casó su hermana, Mozart le envió para su boda un breve poema muy serio en el que le decía con toda franqueza[79]: «Ahora vas a vivir gran parte de lo que hasta el momento se te había ocultado en gran medida. Es posible que no siempre vaya todo sobre ruedas. Los hombres son a veces furiosos. Pero piensa que ellos mandan de día y las mujeres de noche».
Además, Mozart había tenido contacto desde pequeño con mujeres de otro tipo, con los miembros femeninos de la nobleza cortesana. Se impone la cuestión de qué curso habría seguido su evolución si una de las experimentadas damas cortesanas se hubiera interesado por el muchacho adolescente o por el hombre joven y hubiera entablado con él una relación de la clase que nunca llegó a tener; que este tipo de uniones eran bastante habituales lo demuestra el caso de Rousseau. Pero Mozart tenía en su contra la doble vigilancia, la de su padre y la de su conciencia. Era y siempre siguió siendo muy sensible hacia todo aquello que se podría definir como el aura de la feminidad. Se cuenta que se enamoró de cada una de sus alumnas[80]. Muchas de ellas, si no la mayoría, pertenecían a los círculos de la nobleza, especialmente en la época de Viena. Eran inaccesibles para él. Sus anhelos, sus deseos con respecto a ellas, seguramente se orientaron hacia lo que llamamos «erótico». Soñaba con ellas y no es muy improbable que un vestigio de su elegancia y su encanto se introdujera a veces en su música como un eco de su tristeza ante su inaccesibilidad y de su rebeldía frente a su destino.
En el trato con mujeres de su propia clase, antes de su matrimonio, a veces —quizá no con mucha frecuencia— surgían ocasiones para una relación, en la cual el aspecto sexual predominaba frente al erótico, incluso imponiéndose del todo. Algo de estos papeles tan diferenciados de ambos tipos de mujeres en la vida de Mozart se puede reconocer en las cartas que escribió a integrantes de uno y otro tipo. He escogido como ejemplos una carta a Aloisia Weber, la hermana de su futura esposa que más tarde llegó a ser una célebre cantante de ópera, y otra dirigida a su prima, que presumiblemente fue su primera amante[81]:
«Mi queridísima amiga: espero que disfrute de la mejor salud, le ruego que la cuide constantemente porque es lo mejor que tenemos en este mundo. Yo mismo me encuentro bien, gracias a Dios, por lo que respecta a la salud, por eso no tengo preocupación alguna; pero mi corazón está inquieto y lo seguirá estando hasta que tenga la satisfacción de estar seguro de que se le hará justicia a su arte. Aunque mi felicidad será absoluta el día en que tenga el sumo placer de volverla a ver y que pueda estrecharla entre mis brazos de todo corazón. Eso es todo lo que puedo soñar y anhelar y en ese deseo encuentro mi único consuelo y mi paz…
Adiós, querida amiga, estoy terriblemente desasosegado por su carta, por favor no me haga esperarla demasiado ni ansiarla durante largo tiempo. Espero saber pronto de usted, le beso las manos, la abrazo de todo corazón y quedo de usted para siempre su verdadero y leal amigo.
W. A. Mozart[82]»
«Con muchísimas prisas… le escribo y le doy la noticia de que mañana parto para Munich; mi querida prima, no se asuste como los conejitos. Le aseguro que me gustaría mucho estar en Augsburgo, sólo que el señor Reichs, el prelado, no me deja ir… Quizá vaya en una escapada de Munich a Augsburgo; pero no es muy seguro; si a usted le da tanto gusto verme como a mí de verla a usted, venga a Munich, a esa digna ciudad; procure de estar allí antes de año nuevo… Espero que venga seguro, de lo contrario será una mierda; entonces le haré los cumplidos en propia persona, le besuquearé el culo, besaré sus manos, dispararé salvas por el año, la contemplaré por delante y por detrás y si le debo algo se lo pagaré todo hasta el último clavo y haré sonar un pedo valiente y quizá dejaré caer algo por el mismo lugar. Y ahora adiós mi ángel, mi corazón.
La espero con el corazón doliente.
Escríbame en seguida a Munich poste restante…
Votre sincère… W. A.»[83]