19. Nadie puede comprometerse hoy a resolver la cuestión sobre el surgimiento de un talento tan extraordinario como el que poseía Mozart. Pero se puede esbozar esa misma cuestión de forma algo más precisa y señalar las direcciones en las que quizá se puedan encontrar respuestas. A este respecto el caso individual también tiene un sentido paradigmático. El problema sobre cómo se origina una capacidad creativa singular atañe un poco a todas las personas.
Mozart tuvo una infancia muy inusual. Lo conocemos hasta nuestros días como el «niño prodigio» por excelencia, A los cuatro años de edad ya era capaz de aprender y tocar obras musicales bastante complicadas en un brevísimo espacio de tiempo bajo la dirección de su padre. A los cinco años empezó a componer. Antes de cumplir los seis, el padre emprendió la primera gira de conciertos con él y con su hermana a Munich, donde ambos niños tocaron ante el príncipe elector bávaro, Maximiliano III. Más tarde, en otoño de 1762, los tres Mozart se fueron a Viena, donde tocaron en la corte del emperador, además de en otros sitios. Wolfgang Mozart era un niño enfermizo y delicado de salud, pero en todas partes era alabado y admirado por sus extraordinarias habilidades musicales. El enorme éxito alcanzado en Viena por Leopold Mozart con la exhibición de sus niños, especialmente de su hijo pequeño, propició que organizara una «gira mundial» por las cortes y castillos de Europa.
Contemplados desde un punto de vista sociológico, los viajes de conciertos de la familia Mozart revelan su característica situación marginal hasta cierto punto casi única. De la estrechez de la vida en Salzburgo —el trompetista y el pastelero de la corte forman parte de su más próximo círculo de amistades— se trasladan de golpe a las más altas esferas de la sociedad, por primera vez con el viaje a Viena. El 16 de octubre de 1762, el padre cuenta de regreso a casa desde Viena que el joven conde Palfi había escuchado a Mozart cuando este tenía seis años en el concierto de Linz. A través de este, la noticia de la estancia del niño llegó a la emperatriz y de ahí surgió el requerimiento de un concierto en la corte. Leopold Mozart escribe al respecto[36]:
«Ahora el tiempo ya no deja decir con demasiado apresuramiento que hemos sido recibidos por sus majestades de una forma tan extraordinariamente benigna que cuando lo cuente se creerá que es una fábula. ¡Ya basta! Wolferl saltó al regazo de la emperatriz para abrazarla y recibir un casto besuqueo. En resumen, estuvimos ahí desde las 3 hasta las 6 y el propio emperador salió de la otra habitación y vino a buscarme para que oyera a la infanta tocar el violín. El día 15 la emperatriz envió por medio de un discreto administrador, que llegó ante nuestra casa en carruaje de gala, dos vestidos: uno para el chiquillo y otro para la muchacha. Tan pronto como llegara la orden, tenían que presentarse en la corte, el misterioso administrador los recogería. Hoy, a las dos y media han de ir a casa de los dos archiduques más jóvenes, a las cuatro a casa del conde Palfi, canciller húngaro. Ayer estuvimos en casa del conde Caunitz y anteayer en casa de la duquesa Küntzgin y después, más tarde, en casa del conde Von Ulefeld. Vamos con dos días de retraso».
Y así día tras día. La emperatriz le hace llegar a través de su administrador 100 ducados; una sola «academia» proporciona seis ducados, algunas damas y caballeros de alta posición, en cuyas casas habían tocado los niños, dan al final sólo dos. El padre envía el 19 de octubre 120 ducados a un amigo comerciante para que los invierta en papel seguro; una parte del dinero, sin embargo, ha de emplearse para comprar un coche de viaje, «para proporcionar una mayor comodidad a mis hijos[37]». Para el niño de seis años esto, como todas las giras posteriores, es un trabajo duro y fatigoso. Enferma de escarlatina y los conciertos tienen que ser suspendidos durante un tiempo. Puede quedarse en cama y descansar.
Esto es una pequeña muestra de la vida que llevó la familia Mozart, especialmente el padre y el hijo —con algunas interrupciones—, hasta que Wolfgang cumplió los 21 años.
Así que cuando Mozart contaba siete años, su padre se lo llevó junto con su mujer y su hija a la gran gira europea. La familia estuvo fuera más de tres años. Donde quiera que actuaban, los dos niños causaban sensación, especialmente el «chiquillo». Tocaba el piano como un adulto, realizaba todas las proezas que le pedían, tocaba con el teclado cubierto o con un solo dedo. Constantemente estaba en estrecho contacto con los «grandes» del mundo. En París y en Londres, toda la familia fue invitada a la corte. Todo esto era excitante y asombroso para el niño, pero también comportaba mucho trabajo. El padre organizaba tantos actos como fuera posible. Y les daban dinero. Porque, ¿cómo habría podido sufragar los gastos de la gira si no con los ingresos constantes de las exhibiciones de los niños? El viaje era una empresa comercial, no se diferenciaba de las giras de conciertos de los virtuosos de la época, y al mismo tiempo era, tanto para él como para su hijo, algo significativo que llenaba de sentido su vida.
Y eso que lo que le daban a él o a los niños consistía las más de las veces en la voluntad de los aristócratas ante los que interpretaban. Los honorarios de un artista, de un virtuoso, tenían entonces todavía el carácter de un regalo magnánimo. Su cuantía no se podía prever nunca; dependía de la generosidad del príncipe o de los nobles para quienes se había tocado. Algunos eran espléndidos, otros —la mayoría— se quedaban por debajo de las expectativas del padre de Mozart. Sus cartas transmiten la impresión de que las ganancias económicas obtenidas de esta vida ambulante por cortes y castillos de la nobleza de Europa eran muy satisfactorias. Temporalmente aumentó el nivel de vida de la familia. Pero la fama de los niños-prodigio se disipó rápidamente cuando estos crecieron. Durante su segunda visita a París y a Viena fueron recibidos con mayor frialdad que la primera vez y los beneficios fueron por consiguiente menores. De todas formas, parece que el viaje que terminó con el regreso a Salzburgo el 29 de noviembre de 1766 deparó a la familia unos ingresos mayores que los que tenían en Salzburgo.
En 1767 los Mozart vuelven a ir a Viena donde caen víctimas de la epidemia de viruela. Tuvieron audiencia con la emperatriz María Teresa y su hijo, José II. El padre atrapó al vuelo la sugerencia del emperador de que su hijo escribiera una ópera, en gran parte porque esperaba con ello poder acallar finalmente a los envidiosos. Mozart escribió su primera ópera bufa (La finta semplice) a los doce años entre la primavera y el verano de 1768; su representación fue impedida de todas formas por la oposición de la dirección del teatro. A finales del verano del mismo año, escribió la opereta que todavía hoy vuelve ocasionalmente a los escenarios, Bastien und Bastienne, que se estrenó al poco tiempo en el jardín del famoso Dr. Mesmer. Esta vez la familia estuvo ausente de Salzburgo escasamente un año y medio.
En 1770, el padre emprendió un viaje con su hijo a Italia, donde el joven Mozart volvió a saborear el triunfo. Superó, entre otras cosas, el examen de la Accademia filarmonica di Bologna, que ya había sido bastante difícil para la mayoría de los músicos adultos y empezó a escribir una ópera seria encargada por el Teatro de Boloña que fue estrenada en diciembre en Milán (Mitridate, Rè di Ponto), En marzo de 1771, vuelven padre e hijo a Salzburgo, pero en agosto parten de nuevo hacia Italia, por segunda vez —Mozart tiene en ese momento quince años—, y a finales de año regresan a Salzburgo. Leopold Mozart tenía el puesto de segundo Kapellmeister en la corte de Salzburgo, pero el viejo príncipe obispo era indulgente siempre y cuando no tuviera que pagarle su sueldo mientras estaba ausente. Tras su muerte en 1772, un nuevo señor, el conde Hieronymus Colloredo, llegó como príncipe obispo a Salzburgo e impuso unas normas más severas.
Se podría designar el período comprendido entre 1756 y 1777 como los años de aprendizaje de Mozart. Si se observan con mayor atención, desaparece la idea enunciada anteriormente de que el «genio» ya estaba ahí con independencia de las experiencias de la juventud y que llegaba al final a su madurez siguiendo únicamente sus leyes internas, en obras como el Don Giovanni o la Sinfonía Júpiter. Es entonces cuando se hace más evidente que la singularidad de su infancia y sus años de aprendizaje están relacionadas de forma totalmente inseparable con la singularidad de la persona Mozart a la que se refiere el concepto de genio.
20. ¿Qué imagen podemos hacemos del joven Mozart? Entre los primeros testimonios que poseemos hay un informe sobre la extraordinaria sensibilidad aural y la necesidad afectiva especialmente fuerte y vulnerable del niño. Un amigo de la familia, Schachtner, trompetista de la corte de Salzburgo, cuenta[38]:
«… incluso las chiquilladas y los juegos, para que le resultaran interesantes, tenían que ir acompañados de música; cuando nosotros, él y yo, llevábamos los instrumentos de una habitación a otra para jugar, cada vez tenía que cantar y además tocar una marcha o tocar el violín aquel de nosotros que fuera de vacío». Y: «Hasta casi cumplir los diez años tuvo un miedo incontrolable a la trompeta tanto si se la tocaba sola sin otra música, como si únicamente se la ponían delante, era casi tanto como ponerle una pistola cargada en el pecho».
También la exigencia de afecto tan sensible es descrita por esta misma fuente[39]:
«Como yo pasaba mucho tiempo con él, me había cogido un afecto tan grande que a menudo me llegaba a preguntar diez veces al día si yo le quería y, si yo alguna vez lo negaba, aunque sólo fuera de broma, en seguida se le llenaban los ojos de lágrimas».
Ya en sus primeros años, por lo visto, se sentía inseguro en cuanto a sus necesidades afectivas. La sensación de no ser querido encontró confirmación repetidamente a lo largo de los años a través de experiencias diversas y la intensidad de esta necesidad insatisfecha de ser amado que se puede percibir como deseo dominante a lo largo de toda la vida de Mozart, determinó en gran medida lo que habría de llenar de sentido su vida o despojarla de él. De pequeño, por tanto, necesitaba constantemente que le aseguraran que le querían y expresaba abiertamente su tristeza y su desesperación cuando su necesidad no se veía satisfecha. Su especial sensibilidad, su susceptibilidad ante la experiencia de no ser querido quedan de manifiesto en los recuerdos de Schachtner. Seguramente no sabía cómo protegerse de ellas.
De mayor apenas fue menos sensible o menos vulnerable. La búsqueda de pruebas de amor, de afecto y de amistad, detrás de la cual se adivina un poco de odio contra sí mismo, el sentimiento de no ser digno de ser amado, es uno de los trazos dominantes de su carácter. La carta, en la que anuncia a su padre el próximo enlace con Constanze Weber, la termina con la frase: «… y me quiere de todo corazón» —quizá sin advertirlo— con un interrogante[40], y en otra carta a su mujer cita una línea de su Flauta mágica: «La muerte y la desesperación fueron su recompensa», es decir, la del hombre que confió en las mujeres[41].
Durante sus últimos años, Mozart se esforzó por ocultar su vulnerabilidad. Se protegía con un humor grosero y a menudo oscuro, pero sobre todo con el olvido, el no atender, con una indiferencia manifiesta por las derrotas. Y también, naturalmente, le quedaba su música, especialmente la composición. Es posible que la música le ayudara a superar su desamparo ya desde muy temprano. Durante largos períodos, ciertamente, recibió a través de ella amor y admiración. Cuando la sensación de soledad por no ser querido se apoderaba de él en demasía, la música le ofrecía cobijo y consuelo. Pero al final ya no podía seguir cerrando los ojos; el fracaso, la falta de atención a sus exigencias afectivas, la pérdida de sentido de su vida, llegaron a ser inmensas. Se abandonó a su suerte y murió, aparentemente sin éxito, cuando en realidad el éxito y la fama ya le estaban esperando a la vuelta de la esquina.
21. El padre de Mozart, también músico, enseñó a tocar el piano a su hijo, posiblemente cuando este tenía tan sólo tres años. Parece que muy pronto despertó en él una leve esperanza de conseguir ascender socialmente a través de su hijo, pues por sus propias fuerzas sólo lo había conseguido muy modestamente en relación con sus aspiraciones. Sin duda destinó al muchacho a algo más que lo acostumbrado. Leopold Mozart tomó posesión de su hijo y llevó como padre del niño prodigio la vida que le había sido negada hasta ese momento. Durante veinte años, de hecho hasta el viaje a París con su madre, Mozart vivió —y viajó— prácticamente siempre con su padre. Este estaba siempre con él, manteniéndolo bajo su vigilancia y su protección. Evidentemente no fue a escuela alguna; toda su educación, tanto su primera práctica musical como sus conocimientos de idiomas y todo el resto de la formación los adquirió siguiendo los preceptos y con la ayuda de su padre.
Por tanto, hay buenas razones para decir que Leopold Mozart quería alcanzar la realización de lo que llenaría su vida de sentido, no conseguida hasta ese momento, a través de su hijo. No tiene sentido preguntarse si tenía derecho a ello. Cuando se trata de llenar de sentido la propia existencia, a menudo las personas no tienen reparos. Durante veinte años el padre formó a su hijo, casi como un escultor que da forma a su obra: al «niño prodigio» que Dios, con toda su bondad, le había dado, tal como declaraba con frecuencia, y que quizá, sin su incansable trabajo, no habría llegado a serlo. En septiembre de 1777 tuvo que dejar que su hijo se alejara por primera vez sin poder acompañarlo porque en ese caso habría perdido su puesto con el nuevo príncipe obispo; este viaje a París que él financió era, por otro lado, absolutamente necesario para sus propias expectativas de futuro. Así que, prisionero de sus obligaciones, envió por lo menos a la madre con él y se quedó, tal como él mismo escribe, abatido en lo más profundo, con síntomas enfermizos y con una fuerte depresión. Una de las figuras más corrientes de la escena psicoterapéutica de nuestros días es la madre posesiva. Menos frecuente es, sin embargo, en el estado actual de las investigaciones, el padre posesivo. Leopold Mozart podría servir quizá de ejemplo.
De nuevo hay que añadir que esta afirmación es un mero diagnóstico de los hechos. ¿Quién puede presumir de juez en estas cosas? Se trata de entender mejor a la gran persona que fue Wolfgang Amadeus Mozart, a quien la humanidad le ha de agradecer grandes obras. Sin sus progenitores, y en este caso especialmente sin su padre, esto no sería posible.
Recapitulemos brevemente: Leopold Mozart procedía de una familia de artesanos. Su padre, al igual que su hermano, eran encuadernadores en Augsburgo. Quizá se tenga una idea de la posición social de la familia si se tiene conocimiento de que cuando el joven Mozart se detuvo en Augsburg de camino hacia París y fue recibido por un patricio de elevada posición, el hermano de Leopold tuvo que quedarse en la puerta y esperar fuera a que su sobrino volviera a aparecer[42].
No es necesario contar aquí de qué forma consiguió Leopold Mozart ascender del artesanado al rango de músico cortesano en Salzburgo y a segundo Kapellmeister. Fue, posiblemente también a sus ojos, un paso adelante, pero no un gran paso, considerablemente menor de lo que había esperado de sí mismo. Había escrito un compendio de lecciones para violín que halló una buena acogida y dio a conocer su nombre, además escribió una serie de composiciones que, por lo que se sabe, no eran ni mejores ni peores que muchísimas otras. En cierto modo estaba contento con servir en la corte de Salzburgo bajo el régimen indolente del viejo príncipe obispo, a pesar de que antes del nacimiento de su hijo —quizá con la ayuda del método de violín— parece haber puesto las miras en una colocación más elevada, en una corte mayor y más opulenta. Encontraba opresivo el régimen estricto del conde Colloredo y en realidad imposible de soportar. Pero ¿qué podía hacer? En el fondo era un hombre orgulloso. Era totalmente consciente de su superioridad intelectual respecto a la mayoría de los cortesanos aduladores, se interesaba por los acontecimientos políticos internacionales de su época y poseía, tal como lo demuestran sus cartas, una asombrosa capacidad de observación y de comprensión de lo que ocurría en las cortes del mundo.
Su hijo Wolfgang le escribió de camino a París que odiaba la adulación[43]. Y de hecho este es uno de los rasgos más marcados de Mozart: por mucho que se moviera en los círculos aristocrático-cortesanos, nunca rondaba, lisonjeaba ni adulaba. Seguramente Leopold Mozart no era menos orgulloso. Pero no le quedaba otro remedio que seguir el papel de cortesano, si no quería volver al oficio o encontrarse en la calle, y cómo lo representa se puede ver a la perfección en su retrato de 1765, con los labios bastante apretados y los ojos recelosos[44]. Tenía que hacer reverencias y someterse, tenía que lisonjear y adular a pesar de que ante su hijo rechaza este reproche. Por cierto que, en ocasiones, lo hacía tan exageradamente que se notaba la obligación que había detrás. Con seguridad el padre de Mozart sabía adaptarse mejor a las costumbres cortesanas que su hijo, pero estas no le llegaron a la médula ni se convirtieron en una segunda naturaleza.
La persona que nos sale al encuentro en sus cartas es un hombre con una posición burguesa específica; su astucia y su buen juicio se contraponían a menudo con su amargura, sus oscuras depresiones, su terror pánico y su mala conciencia. No era un hombre sencillo. Se familiarizó con las doctrinas de la Ilustración e inmediatamente después del restablecimiento de su hija, tras una grave enfermedad, encargó una serie de misas en diversas iglesias de Salzburgo, misas que seguramente durante su temor a la enfermedad había prometido a los santos. Era un racionalista en el sentido que se le daba en su época y al mismo tiempo tenía cierta inclinación hacia las creencias milagrosas de la Iglesia, a la que se mantuvo fiel. El proyecto de realizar una gira de conciertos con sus dos hijos lo justificó con la indicación explícitamente antiilustrada de que él estaba obligado a:
«Anunciar al mundo un milagro que Dios ha hecho nacer en Salzburgo. Yo le debo este acto al todopoderoso Dios, si no sería la criatura más desagradecida: y si yo debo convencer di mundo de este hecho semimilagroso en algún momento, es especialmente ahora, porque en estos tiempos todo lo que reciba el nombre de milagro se ridiculiza y se intenta rebatir todo lo que sea un milagro[45]».
Con respecto a su hijo parece que también estaba en conflicto consigo mismo, acosado por los sentimientos de culpabilidad y vacilando con frecuencia entre el deber escogido por él y lleno de sentido, de hacer de su hijo algo «grande» a través de la educación y el trabajo implacable, y la compasión por el niño, de la que no carecía. Un fragmento de otra carta lo explícita[46]:
«Dios, el Dios demasiado bondadoso para un hombre malo como yo, ha dado a mis hijos un talento tan extraordinario que, sin pensar en el deber de un padre, me estimularía a sacrificarlo todo por su buena educación. Cada segundo que desaprovecho está perdido para siempre. Y si alguna vez he sabido lo valioso que es el tiempo para la juventud, ahora lo sé. Usted sabe que mis hijos están acostumbrados a trabajar: si amparándose en que uno impide trabajar al otro se acostumbraran a las horas ociosas, entonces todo lo que he construido se derrumbaría; el hábito es una camisa de hierro y usted mismo sabe cuánto tienen que aprender mis hijos, especialmente el Wolfgangerl».
De repente se da cuenta de que no sólo quiere ser el padre sino también el mejor amigo de su hijo[47]. Al mismo tiempo, sin embargo, lo inducía con el arte superior de su retórica a hacer siempre lo que él consideraba mejor. El propio Leopold Mozart fue a la escuela de los jesuitas. Hasta cierto punto se regía por este modelo, que le había marcado su propia educación, en la forma de llevar a sus hijos. Como hombre ilustrado no les pegaba. La dureza del palo que les ahorraba la sustituyó por la dureza intelectual, no menos efectiva ni menos dolorosa, como medio de disciplina. Resumiendo, tenía la singularidad de muchos racionalistas dotados para la pedagogía de forzar la sumisión personal del educando a la voluntad del educador mediante la fría lógica de los argumentos impersonales y el amplio conocimiento propio.
En esta escuela creció Mozart, ligado a su padre para el que el éxito social de su hijo, y con él el financiero, en los años de su infancia y su incipiente juventud, eran la única oportunidad de salir de una posición odiada y encontrar todavía la forma de llenar su vida de sentido.
22. La necesidad del padre de encontrar un sentido a su vida fue en cierta forma al encuentro de las necesidades del hijo mientras fue pequeño. Las esperanzas de conseguir a través del chico lo que no había alcanzado por sí mismo repercutieron en la fuerte necesidad afectiva del niño, al que los estímulos musicales propuestos por el padre le deparaban un placer manifiesto.
Que la sensibilidad aural de las personas varíe según su disposición es muy posible, aunque no esté probado en este caso que Mozart estuviera dotado ya de nacimiento de una sensibilidad musical extraordinariamente elevada. Lo que sí se puede probar y con ello hacer más accesible la comprensión del fenómeno, es la relación entre la constelación personal propia en la que transcurrió la infancia y la juventud de Mozart y el desarrollo de su talento especial, así como todo lo que para él se convirtió en importante y que daría sentido a su vida o se lo quitaría. La intensa necesidad del padre, acosado con frecuencia por sentimientos de culpabilidad y depresiones, de llenar su vida de sentido por medio de su hijo pequeño, y la intensa demanda de amor y cariño del niño inseguro, carente de afecto ya de pequeño, se alimentaban mutuamente.
No sabemos con exactitud qué papel se le asignó a la madre en este contexto; los documentos no dan suficiente información. Al parecer era una mujer afectuosa, vivaz y paciente, bastante interesada por la música, hija de una familia igualmente procedente del artesanado. Por lo que se puede apreciar, se sometía a la autoridad de su marido sin cuestionarla y sin grandes dificultades, como era habitual en las mujeres de su círculo. Wolfgang Mozart procedía de lo que hoy vendría a llamarse un matrimonio feliz a la vieja usanza: el hombre tomaba todas las decisiones y la mujer lo seguía, confiando absolutamente en su conducta, su afecto hacia ella y la superioridad de su inteligencia. Visiblemente, la madre se identificaba por completo con su familia; en sus cartas decía a veces «nosotros» donde se podía esperar que dijera «yo».
Que un niño desarrolle muy marcadamente las capacidades que se corresponden con la necesidad del padre de llenar su vida de sentido, cuyo afecto y atención se corresponde, a su vez, con la necesidad del niño de llenar su vida de sentido, es una interdependencia que ciertamente es bastante corriente. En este caso se manifiesta con una especial claridad porque en esta primera época de su relación las necesidades del padre y del hijo estaban perfectamente sintonizadas y claramente interrelacionadas. Cada signo de las dotes musicales del hijo procuraba una gran alegría al padre; su entusiasmo se manifestaba en la intensidad con que se esforzaba en seguir desarrollando el talento del niño, en su dedicación permanente a él, en el amor y el afecto que le daba. Y todo esto hacía feliz al niño y lo estimulaba a conseguir mejores resultados que le asegurarían el amor de su padre.
Prácticamente no se puede poner en duda que en esta interdependencia también se produjeran sentimientos negativos; sobre todo porque en el caso de un niño tan pequeño casi siempre se suelen encontrar ambivalencias bastante manifiestas de los sentimientos. Pero las pocas fuentes que tenemos de ese período nos muestran ante todo los aspectos positivos. Un biógrafo resume así la situación[48]:
«Sentía por “papá” un amor impresionante: cada noche antes de irse a la cama, trepaba por su sillón y cantaba con su padre una canción en italiano para acabar plantándole un beso en la “puntita de la nariz” de su progenitor».
Muchos años después, cuando embriagado por un gran amor, el hijo quiere romper esta relación de interdependencia, el padre le recuerda en una carta desesperada esta escena de su niñez. Era en 1778, Mozart tenía 22 años. Se había enamorado locamente de una muchacha de diecisiete años, la hermana mayor de la que llegaría a ser su mujer y quería renunciar al viaje a París planeado por su padre para dedicarse a la formación de su amada y convertirla en una gran cantante en una gira por Italia, Era un proyecto fantasioso; hacía peligrar todas las esperanzas que el padre había puesto en el éxito de su hijo en la capital francesa. Leopold Mozart intenta contener tan bien como puede el enojo y la desesperación que le producen el descabellado plan y la desobediencia de su hijo. Pero él está atado a Salzburgo y el hijo se encuentra con su mujer lejos, en Mannheim. Sólo las cartas le permiten influir sobre él, que lentamente se escapa de su control. Por ello ahora le recuerda aquellas escenas en una larguísima carta fechada el 12 de febrero de 1778[49]:
«Te ruego, querido hijo, que leas esta carta y reflexiones —tómate el tiempo que necesites para pensarlo— Dios bondadoso y magnífico, los momentos de satisfacción han pasado, cuando tú de pequeño, siendo un chiquillo no te ibas a la cama sin haberme cantado la oragnia figatafa subido al sillón y sin besarme varias veces al final en la puntita de la nariz y sin decirme que cuando fuera viejo me querías guardar en una cápsula como de cristal que me protegiera de cualquier mal aire para tenerme siempre a tu lado y respetarme. Así pues, escúchame con paciencia. Nuestro Salzburgo: ya conoces todas nuestras aflicciones, sabes de nuestros escasos ingresos y por qué al final he mantenido mi promesa de dejarte marchar y de todos mis sufrimientos. El propósito de tu viaje tenía dos fundamentos: o buscar una buena colocación estable al servicio de alguien; o, en caso de no encontrarla, presentarte en una gran ciudad donde las ganancias son mayores. Ambos siguiendo el propósito de quedarte junto a tus padres y seguir ayudando a tu querida hermana, pero sobre todo para alcanzar fama y honor en el mundo, lo que ya conseguiste en parte de niño, en parte en tus años de adolescencia y ahora sólo depende exclusivamente de ti, alzarte más y más con el mayor prestigio que jamás haya alcanzado artista alguno: te debes a tu extraordinario talento que has recibido del bondadoso Dios; y sólo depende de tu juicio y de tu forma de vida que te conviertas en un músico vulgar del que todo el mundo se olvidará, o en un famoso Kapellmeister sobre el que la posteridad podrá leer en los libros, o si quieres vivir dominado por una mujerzuela en una habitación llena de críos hambrientos sobre un jergón de paja o como un cristiano: una vida conducida con alegrías, honor y fama, bien provisto de todo lo que pueda necesitar tu familia y morir honrado por todo el mundo».
En su respuesta del 19 de febrero, Mozart dice qué él no habría esperado jamás de su padre otra cosa que no fuera la desautorización del viaje con la chica (y su familia) y que[50]:
«La época en que yo le cantaba la oragna fiagata fà subido al sillón… evidentemente ya ha pasado, pero ¿por eso ha de haber disminuido mi respeto, amor y obediencia a usted? No añadiré nada más. Respecto a lo que usted me ha reprochado a causa de la cantante de Munich, he de reconocer que fui un burro…».
Poco después se le escapó de la pluma la observación ambivalente de que, al final, fue directamente a Munich «desde Salzburgo donde uno aprende a no rechistar». Esto puede que se refiera al príncipe, pero quizá también al padre.
Su carta refleja con claridad la presión que se ejercía sobre él. La pretensión de salir de la estrechez social que domina su vida, el anhelo de sentido en el que se mezclan la necesidad de encontrar una salida de la miseria económica y la necesidad de consideración y dignidad humana, le afligen tanto como la insatisfacción de su puesto en la corte. Ahora se entiende mejor cómo fue posible que el padre, a los pocos años del nacimiento de su hijo, empezara ya a hacer de su educación la tarea central de su vida. No es de extrañar que entonces la fuerza que empujó al padre y la presión a la que le sometió se transmitiera transformada al hijo.
23. Ya se ha hablado de la importancia que puede tener para una persona pertenecer a la segunda generación, es decir, crecer desde pequeña en una familia que pueda estimularle con mayor intensidad en el ámbito en el que se quiere desarrollar sus capacidades. No se sabe con certeza si Mozart oyó a su padre tocar el violín durante su primer año de vida, pero no sería descabellado suponerlo. En todo caso lo que sí está documentado es que asistió precozmente a las clases de piano que su padre daba diariamente a su hermana mayor Nannerl.
Pronto el hermano pequeño quiso probar fortuna él mismo con el piano. La rivalidad entre hermanos es uno de los impulsos más fuertes de la primera infancia. El pequeño Mozart, como tantos otros niños en esta misma situación, seguramente estaba tratando de granjearse una parte del amor y la atención que su padre deparaba a su hermana-rival, imitándola y, por tanto, empezando a tocar el teclado. El padre se dio cuenta del prematuro interés por los sonidos de la espineta, después también el placer de tocar el violín y a partir de ese momento dirigió también hacia él, bajo la forma de las clases periódicas de música, el amor y la atención que hasta entonces, a ojos del niño, sólo había otorgado a su hermana. El hecho de que el hijo reaccionara a todos los esfuerzos pedagógicos aprendiendo la materia musical en un tiempo y de una forma extraordinaria que superaba con mucho cualquier esperanza del padre, debió aumentar la simpatía por su retoño. Y el cariño creciente de su padre aguijoneó al niño a conseguir mejores resultados.
Primero el padre se sorprendió y maravilló ante la veloz e inaudita capacidad de aprendizaje de su hijo a cuyo desarrollo había contribuido decisivamente sin ser consciente de ello. La extraordinaria sensibilidad y memoria musical del joven Wolfgang, así como la seguridad de su interpretación musical, le parecía con toda sinceridad una especie de milagro. Las clases sistemáticas que le impartió a partir de los tres años reforzaron esta impresión. Se trataba de clases muy estrictas, con ejercicios regulares siguiendo un libro de notas que el propio padre había recopilado. Se ha conservado el manuscrito. Se compone de 135 piezas, la mayoría minuetos, ordenados metódicamente de menor a mayor dificultad. También nos han llegado algunos de los primeros intentos de composición del niño que arrancaron del padre «lágrimas de alegría y admiración[51]».
Astuto y prudente como era, Leopold Mozart reconoció las posibilidades que se abrían para él y su familia. Como padre, amigo, maestro y agente, dedicó a partir de entonces toda su vida a su hijo. Una muestra de estas actividades era la larga serie de viajes y conciertos que se han descrito anteriormente con mayor detalle.
24. Mozart tuvo un aprendizaje muy duro. ¿Qué le aportó esta dura escuela?
En el lado positivo del balance se encuentra la extraordinaria riqueza de los estímulos musicales que recibió en su casa y en las giras. Su padre intentó formar su conciencia musical sobre todo en el sentido de la tradición musical de la época. Se orientaba en la recopilación de los conocimientos musicales de entonces que se había convertido en un canon. Esto se correspondía tanto con su propio gusto como con el del público, de cuyo favor dependía especialmente el éxito de sus giras de conciertos. No se quería escuchar nada que fuera extravagante, ninguna combinación tonal a la que el oído todavía tuviera que acostumbrarse. Se quería oír obras musicales de estilo familiar, quizás en su última versión, moderna pero no difícil, nada que fuera excesivamente individualizado, nada fatigoso. En resumen, se esperaba de los jóvenes artistas una música agradable y complaciente. Sólo podía ser difícil técnicamente, nunca por su calidad formal. Se admiraba a los virtuosos.
Mozart recibió de su padre una formación tradicional muy completa. De los tres a los seis años se le dieron a conocer las composiciones de la mayoría de los músicos conocidos de Austria y del sur de Alemania y probablemente también de algunos de los compositores del norte de Alemania. En sus viajes adquirió, además, amplios conocimientos sobre la vida musical de su tiempo. En París conoció las obras de Lully, Philidor, Johann Schober y de otros eminentes representantes de la escuela francesa; en Londres las de Händel, Johann Christian Bach y las de otro discípulo de Bach, Karl Friedrich Abel. En Viena escuchó composiciones de Georg Christoph Wagenseil y de Georg Reutter, uno de los maestros de Haydn. En Italia se encontró con el Padre Martini, el maestro indiscutible del contrapunto en aquella época. Escuchó las más recientes óperas de su tiempo y conoció personalmente a gran número de sus compositores. También se contaban entre sus amistades representantes de la escuela de Mannheim. Josef Haydn le impresionó profundamente; aprendió mucho de este que, por su parte, profesaba una gran admiración hacia el joven Mozart y lo manifestaba sin ambages.
Muchos de los nombres acabados de mencionar no dicen nada al público musical de hoy. Pero si uno quiere entender lo que significaron para Mozart y su desarrollo los viajes que hizo con su padre, entonces tiene que nombrarlos aunque sólo sea por su diversidad. Hoy es fácil conseguir acceder a las creaciones musicales actuales de cualquier parte del mundo si uno se lo propone. En la época de Mozart eran muy pocos los jóvenes que podían disfrutar de una formación musical tan completa como la de él, completa en relación a su tiempo.
Se plantea la cuestión de si también Mozart, a pesar de todo su talento, al igual que su padre, se habría estancado en el lenguaje musical tradicional de su época si hubiera pasado toda su infancia exclusivamente en Salzburgo (y si más tarde no hubiera sido capaz de desprenderse de Salzburgo). Con toda probabilidad, la variedad de experiencias musicales con las que se había confrontado en sus viajes alentó su inclinación a experimentar y a buscar nuevas síntesis de diversos estilos y escuelas de su época. Puede que estas hayan contribuido a crear esa capacidad específica suya para dar rienda suelta a sus sueños de vigilia, sin llegar a perder el control sobre ellos.
Por otro lado, se puede rastrear cómo Mozart elaboró primeramente por imitación lo que había tomado de otros, proceso en el que le fue de gran ayuda su extraordinaria memoria musical. Sólo paulatinamente, al hacerse mayor, estuvo en situación de fundir en el torrente de su propia fantasía el saber aprendido y hacer de ello algo nuevo, algo inaudito hasta entonces. Un cuaderno de notas de la época londinense muestra cómo el niño de ocho o nueve años intentaba relacionar las impresiones que llegaban hasta él de una forma todavía bastante imperfecta. La síntesis, el desarrollo de un canon establecido hacia un lenguaje musical individualizado era un largo proceso que exigía muchos esfuerzos y trabajo y que dependía en extremo de sus circunstancias vitales.
25. Ciertamente se habría podido perder la ocasión de aprovechar la abundancia de estímulos, si la persona que los había de recibir no hubiera estado preparada para asimilarlos. Y Mozart seguramente lo estaba al máximo. Su temprano e intenso encuentro con la música, la larga y estricta formación que le procuró su padre, su estimulante carrera como niño prodigio, aunque también trabajada con esfuerzo, unida a la dura lucha por la supervivencia de la familia para alcanzar mejoras económicas y sociales y contra el descenso social que constantemente les amenazaba, todo junto condujo a que su desarrollo individual tomara una dirección determinada mucho antes que en la mayoría de las personas. Es probable que se enfrentara continuamente desde el primer día de su vida con los estímulos musicales, la sucesión tonal cambiante del violín y del piano; oía ensayar al padre, a su hermana y a otros músicos y oía también cómo progresaban. No es de extrañar que se le formara una sensibilidad muy acusada respecto a las diferencias tonales, una conciencia musical extremadamente sensible que le hizo insoportable durante muchos años, por ejemplo, la impureza de los tonos de la trompeta.
Sin embargo, su interés durante los primeros años de la niñez no se centró en la música con la misma intensidad que llegaría a alcanzar más tarde. Aquel viejo amigo de la familia, el trompetista Schachtner, cuenta que le llamaba especialmente la atención la entrega total del chiquillo a la actividad que le ocupaba en ese momento[52]:
«Se interesaba tanto por aquello que se le daba a conocer que dejaba de lado todo lo demás, incluso la música; por ejemplo, cuando aprendió a sumar y restar, la mesa, el sillón, las paredes, hasta el suelo, todo estaba lleno de cifras pintadas con tiza». Y algo más tarde: «Era muy apasionado, su curiosidad se manifestaba por cualquier objeto; creo que si no hubiera tenido una educación tan buena y ventajosa, como la que tuvo, habría podido convertirse en el malvado más despiadado, así de receptivo estaba ante cualquier estímulo cuyo beneficio o daño todavía no podía juzgar».
Aquí está descrito sin ambigüedad alguna. En el pequeño se manifestaba, en primer lugar, un inusual deseo de profundizar en aquello que se apoderaba de su fantasía, una sensibilidad instintiva que no se limitaba a la música.
A partir del tercer año, aproximadamente, la evolución de Mozart se especializó progresivamente en la interpretación y pronto también en la composición de piezas musicales. Una serie de observaciones nos hacen pensar que puede ser muy significativa una reunión tan prematura de dos tipos de fuerza, la que da lugar a los procesos de sublimación y la que permite desarrollar ámbitos de conciencia y de saber especializados que cooperan con corrientes de instintos y fantasías en lugar de combatirlos. Pero sólo ha sido investigada superficialmente la función que tiene esta reunión de fuerzas para el desarrollo de la personalidad, para perfeccionar y redondear un talento que se desarrolla progresivamente, que empieza tan temprano y se continúa durante años, que se puede encontrar con mayor frecuencia en sociedades más sencillas y en general en los círculos de artesanos que en las sociedades industriales complejas. También por eso vale la pena observar el proceso de génesis y desarrollo de personas que tuvieron una educación artístico-artesanal durante los primeros años de su vida y que en el proceso de convertirse en adultos resultaron ser personas extraordinariamente dotadas y creativas.
En el caso de Mozart, además, el investigador dispone de una documentación muy abundante de la época, aunque ciertamente no carezca de lagunas. A través de ella se tiene la viva impresión de que no se puede deshacer la relación entre la especialización artística de la primera infancia de Mozart y su desarrollo humano más general.
Primero, sin ser consciente de ello y después, con una conciencia cada vez mayor, el padre dirigió los impulsos del niño, y con ello una buena parte de sus fantasías, hacia una vía que le conducía a dedicarse a la música. La formación intensiva que proporcionó a su hijo incluía también algunas otras cosas. Pero la música, la preparación para llegar a ser un virtuoso, estaba en el centro de ella; la estricta actividad profesional del músico, que tuvo que aceptar Mozart durante su infancia y también posteriormente, impulsó su evolución en el mismo sentido. Y sin lugar a dudas también contribuyó a su especialización musical el hecho de que esta aportaba un sentido a la vida de Mozart porque, aunque en ocasiones era un trabajo desalentador, en otras le proporcionaba un gran placer.
Mozart, de niño, no pudo ser insensible al aplauso, el afecto, la amistad y la cordialidad de las personas que conoció en sus viajes. La emperatriz María Teresa le envió, tal como se ha mencionado antes, a él y a su hermana unos vestidos cortesanos, elegantes y fastuosos que habían pertenecido a miembros de su propia familia. A los siete años, el niño comía en la mesa de los reyes de Francia en actos públicos. El rey de Inglaterra, que había conversado con él cordialmente tras un concierto, se encontró al día siguiente por casualidad con la familia Mozart que paseaba por Londres; pasó con su carroza a su lado, se asomó y saludó al pequeño ante todo el mundo. El papa le concedió una orden que comportaba la dignidad de caballero; con ello hizo partícipe al niño de un honor que el gran Gluck sólo alcanzó de adulto (por otra parte, Mozart no usó casi nunca el título). La gente se arremolinaba a su alrededor. Se compusieron poemas alabándolo. Como el que sigue a continuación[53]:
«Auƒ den kleinen sechsjährigen Clavieristen aus Salzburg Wien, den 25. Dezember 1762…
Bewund’rungswertes Kind, dess’Fertigkeit man preist,
Und Dich den kleinsten, doch den gröβten Spieler heiβt,
Die Tonkunst hat für Dich nicht weiter viel Beschwerden:
Du kannst in kurzer Zeit der gröβte Meister werden;
Nur wünsch’ich, daβ Dein Leib der Seele Kraft aussteh’,
Und nicht, wie Lübecks Kind, zu früh zu Grabe geh’».
[Al pequeño pianista de seis años de Salzburgo/Viena, 25 de diciembre de 1762… / adorable chiquillo cuya habilidad se elogia / y se te llama el más pequeño y a la vez el más grande de los intérpretes / el arte de la música para ti no tiene secretos: / puedes llegar a ser el más grande en poco tiempo; / yo sólo te deseo que tu cuerpo soporte la fuerza de tu alma, / y que no te lleve a la tumba tan pronto como al hijo de Lübeck.]
Esta no fue la única voz contemporánea que se alzó para expresar el temor de que la vida de un niño prodigio fuera demasiado peligrosa. Ya se había visto el caso de otros niños prodigio que habían surgido veloces y brillantes como fuegos artificiales y que con igual rapidez se habían consumido. También en relación a Mozart se había planteado la cuestión de si se trataba de una flor de invernadero. La sospecha de que se había cultivado con demasiada celeridad a un niño así y de que su talento no podía durar mucho tenía su fundamento y no estaba del todo injustificada. Mozart estuvo sometido a una fructífera, aunque también muy estricta, disciplina por parte de su padre durante los primeros veinte años de su vida. Que estos años de aprendizaje tan especializado lo capacitaran para unos resultados insólitos en su ámbito específico, quizá sorprenda menos que el hecho de que no sufriera por ello unos daños mayores en su evolución general como persona.
Es posible que los elogios, la admiración y los regalos que recibió a cambio de las difíciles tareas que tuvo que realizar desde niño fortalecieran su capacidad de resistencia. Puede que la profunda inseguridad sobre si le querían o no, que no lo abandonó en toda su vida, se viera sensiblemente suavizada por esta experiencia de sentir el amor de forma simbólica gracias a su arte. La conciencia creciente de su valor artístico le otorgó una mayor seguridad en el transcurso de los años y afianzó igualmente su orgullo. Es muy probable que la recompensa de esta sensación le hiciera más fácil de soportar las limitaciones y el peso de su existencia social de niño prodigio y sus conciertos ambulantes. Puede que le incitara a trabajar hasta convertirse en un maestro de su arte.
Es comprensible que este tipo de educación y de carrera convirtieran a Mozart ya en su niñez en un especialista altamente cualificado en su campo. La temprana formación procurada por el padre, dominado a su vez por una conciencia despótica y que corregía con bastante dureza todos los errores musicales de sus hijos, llevó, como suele suceder, a la constitución de una conciencia en el chico que no era menos perfeccionista que la del padre, aunque al mismo tiempo fuera de signo bastante distinto. El padre era un perfeccionista de la pedagogía, exigía lo mejor de sus alumnos y de sí mismo como maestro. El hijo era un perfeccionista de la música, su conciencia artística le permitía satisfacer sus aspiraciones de perfección, primero como virtuoso y después como compositor, mediante la mezcla y la reconciliación con una corriente de fantasía depurada de todo contenido prohibido.
Pero Mozart hubo de pagar un alto precio por el proceso de evolución no planeado en el seno de la familia en el que se basaba el aspecto sublimatorio de su socialización musical. Conllevó ciertas particularidades de su persona que a menudo se contemplan como algo extraño. Hay que empezar por aquí para entender que una persona no es en ocasiones sólo artista y en otras sólo persona.