Se abandonó a su suerte

1. Wolfgang Amadeus Mozart murió en 1791 a la edad de 35 años; lo enterraron en una fosa común el 6 de diciembre. Sea cual fuere la grave enfermedad que lo llevó a una muerte tan temprana, lo cierto es que en el período que la precedió, Mozart estuvo con frecuencia al borde de la desesperación. Poco a poco empezaba a sentirse como un hombre derrotado por la vida. Las deudas se amontonaban. La familia cambiaba una y otra vez de alojamiento. El éxito en Viena, al que atribuía quizá mayor importancia que a cualquier otro que pudiera obtener, no se produjo. La buena sociedad vienesa le daba la espalda. El rápido proceso de su enfermedad mortal seguramente dependió en buena parte de que para él la vida había perdido su valor. Al parecer, murió con el sentimiento del fracaso de su existencia social y, por lo tanto —para utilizar una metáfora—, murió porque su vida se vació de sentido, porque perdió por completo la fe en la posibilidad de que se realizara aquello que en el fondo de su corazón deseaba por encima de todo. Las dos fuentes de su voluntad de seguir viviendo, que alimentaban la conciencia de su valor y su sentido, estaban a punto de agotarse: para sí mismo el amor de una mujer en la que podía confiar y para su música el amor del público vienés. Durante una época había disfrutado de ambos; los dos ocupaban el lugar más alto en la escala de sus deseos. Hay muchos indicios que revelan que durante los últimos años de su vida sentía cada vez con mayor intensidad que los estaba perdiendo. Esta es la tragedia de este hombre y la nuestra, la de la humanidad.

Hoy en día, cuando el mero nombre de Mozart se ha convertido para muchos en el símbolo de la creación musical más agraciada que conoce nuestro mundo, es fácil que nos parezca incomprensible que aquel hombre que poseía tal fuerza creadora mágica muriera probablemente demasiado pronto a causa de ella y quién sabe qué piezas musicales todavía no escritas se llevaría a la tumba porque el favor y el afecto denegados por otras personas habían recrudecido sus dudas sobre el valor y el sentido de su vida. Esto es cierto sobre todo cuando uno se interesa sólo por su obra y, en cambio, muy poco por la persona que la ha creado. Pero al reflexionar sobre tales circunstancias se debe evitar la tentación de medir la realización de los deseos o la pérdida de ellos de otro ser humano a partir de aquello que uno mismo juzgaría como una existencia llena de sentido o carente de él. Hay que preguntarse qué es lo que el otro entendía por realización o por pérdida de sentido de su existencia.

El propio Mozart era muy consciente de su inusual don y lo había difundido tanto como pudo. Gran parte de su vida la había pasado trabajando infatigablemente. Sería arriesgado afirmar que él no vio el valor perdurable de los productos de su arte musical. Pero no era la clase de persona que ante la falta de acogida de su obra que se dejaba notar en los últimos años de su vida, especialmente en su ciudad de adopción, Viena, se consolara con el presentimiento de la repercusión que encontraría en generaciones futuras. Le importaba poco, comparativamente, la gloria póstuma y, en cambio, el reconocimiento contemporáneo lo era todo. Por él había luchado consciente de todo su valor. Necesitaba, como suele pasar con frecuencia, que otras personas, especialmente las de su estrecho círculo de amistades y conocidos, le confirmaran constantemente su valor. Al final, también fue abandonado por la mayoría de personas que había frecuentado anteriormente. No era únicamente culpa de ellos, la historia no es tan sencilla. Pero sin duda, estaba cada vez más solo. Es posible que al final simplemente se abandonara a su suerte y se dejara morir.

«El desmoronamiento tardío pero luego fulminante de Mozart —escribe uno de sus biógrafos[1]— tras largos períodos de trabajo intensivo raramente interrumpidos por la enfermedad o el malestar; el acto de morir, breve y en cierto modo sofocado, la muerte repentina tras un coma de sólo dos horas, todo esto exigiría una explicación mejor que aquella que la medicina académica nos ofrece a posteriori».

Además, está perfectamente atestiguado que a Mozart le atormentaban cada vez más las dudas sobre el afecto e incluso la fidelidad de su Constanze, a la que ciertamente amaba. El segundo marido de su esposa contó más tarde que ella siempre había apreciado más el talento de Mozart que su persona[2]. Pero parece que ella había advertido la grandeza de su talento más por el éxito que tenía su música, que por entenderla. Cuando el éxito disminuyó, cuando el público cortesano vienés, sus antiguos protectores y patronos, lo dejaron de lado a él, que difícilmente estaba dispuesto a hacer concesiones, para favorecer a otros músicos más frívolos, entonces debió empezar a tambalearse la gran estima que Constanze tenía por su talento y su persona. El empobrecimiento creciente de la familia, debido a la menor repercusión de su música hacia el final de su vida, puede que también contribuyera a que el afecto de la esposa hacia su marido, que nunca fue especialmente profundo, fuera menguando cada vez más. Por ello, el menoscabo en la estimación de su público y el debilitamiento del afecto de su esposa, los dos aspectos de la pérdida de sentido existencial, están estrechamente relacionados. Se trata de dos niveles interdependientes e inseparables de la pérdida de sentido existencial que experimentó durante sus últimos años.

2. Por otra parte, Mozart era un hombre con una necesidad insaciable de amor, tanto en el sentido físico como en el sentido emocional: Uno de los secretos de su vida es que probablemente ya de pequeño sufrió pensando que nadie le quería. Mucho en su música no es más que una forma constante de pedir afecto: la súplica de una persona que desde niño nunca estuvo del todo segura de si era realmente digna del amor de los otros que tanto le importaba; una persona que quizá, en cierto modo, no sentía un amor demasiado profundo hacia sí misma. La palabra «tragedia» puede parecer frívola o demasiado exagerada; sin embargo, se puede decir, y no sin razón, que la parte trágica de la existencia de Mozart era que él, después de haberse esforzado tanto en ganarse el amor de las personas, joven como era al final de su vida, sentía que ya nadie le quería, ni siquiera él mismo. Esta es, evidentemente, una de las formas de pérdida de sentido existencial de la que se puede morir. Parece que hacia el final de su vida, Mozart estaba solo y desesperado; en realidad sabía que moriría pronto y en la situación en que se encontraba, esto también tiene que haber significado que deseaba morir y que, hasta cierto punto, escribió el Réquiem como su propio canto oratorio fúnebre.

Si las imágenes que tenemos de Mozart son fidedignas, sobre todo del Mozart más joven, es una cuestión por resolver. Pero entre los rasgos que lo hacen todavía más amable, o si se quiere, que lo hacen más humano, está el que no poseyera ninguno de esos rostros heroicos que, como los que conocemos de Goethe o de Beethoven, señalaron a sus portadores como personas extraordinarias, como genios, tan pronto como entraban en una habitación o salían a la calle. Decididamente, Mozart no tenía un rostro heroico. La nariz pronunciada y carnosa que parece inclinarse por delante contra la barbilla ligeramente alzada pierde algo de su volumen conforme el rostro se va redondeando. Los ojos muy despiertos, vivos y al mismo tiempo soñadores y picaros, lanzan su mirada por encima de ella, algo apocados (sheepish es la palabra inglesa intraducible que mejor lo describe) en el caso del joven de 24 años —en el retrato familiar de Johann Nepomuk della Croce[3]—, seguros de sí mismos, pero todavía picaros y soñadores en posteriores retratos. Los cuadros muestran algo de esa parte de Mozart que se prefiere dejar de lado en la selección de sus obras determinada por el gusto del público amante de los conciertos y que, sin embargo, merece ser mencionada cuando se quiere actualizar a Mozart, al hombre. Se trata del bromista, el payaso que salta por encima de las mesas y las sillas, el que da volteretas y hace juegos de palabras y, naturalmente, de notas. No se puede comprender totalmente a Mozart si se olvida que hay rincones profundamente escondidos en su persona que como mejor se pueden caracterizar es a través de la posterior «risotada de payaso» o a través del recuerdo del engañado y despreciado Petruschka.

Su mujer relató después de su muerte que sentía «compasión» por el Mozart «engañado[4]». Es muy improbable que ella no le «engañara» (si es que el término es en modo alguno adecuado) y que él no lo supiera —igual de improbable que su total renuncia a tener relaciones ocasionales con otras mujeres. Pero esto se refiere a sus últimos años, cuando se extinguían lentamente las luces de su vida, cuando la impresión de no ser amado y de fracasar, es decir, la inclinación depresiva siempre presente, subía con más fuerza a la superficie bajo la presión del fracaso profesional y la miseria familiar. Fue entonces cuando surgió la discrepancia que actualmente nos llama la atención al estudiar a Mozart: la discrepancia entre su existencia objetiva o, para decirlo con mayor precisión desde la perspectiva de tercera persona, una existencia eminentemente social y plena de sentido y la existencia con un sinsentido creciente para su propio parecer, es decir, desde la perspectiva del yo, que él tenía.

Al principio, las cosas le iban cada vez mejor durante un buen número de años. La dura educación que su padre le había impuesto rindió sus frutos. Se transformó en autodisciplina, en la capacidad de eliminar con su trabajo lo impuro de todos los sueños confusos que borbotaban en el joven, transformándolos en música pública sin perder la espontaneidad o la riqueza imaginativa. Sin embargo, Mozart tuvo que pagar un precio muy alto por el provecho que obtuvo de su capacidad de objetivar sus fantasías personales.

Para entender a un ser humano hay que saber cuáles son los deseos dominantes que anhela realizar. Que su vida tenga o no sentido para él mismo, depende de si puede realizarlos y en qué medida lo consigue. Pero estos deseos no se instalan en él antes que cualquier experiencia. Se van configurando desde la niñez gracias a la convivencia con otras personas y en el transcurso de los años se van fijando paulatinamente en una forma que determinará el modo de vivir, aunque a veces también pueden surgir de repente en relación con una experiencia especialmente decisiva. Sin duda, las personas a menudo son conscientes de esos deseos dominantes que rigen sus decisiones. Tampoco no depende nunca exclusivamente de ellas que los deseos puedan realizarse y de qué manera, porque estos siempre apuntan hacia los otros, al entramado social con los demás. Casi todas las personas tienen líneas volitivas fijas, que se mantienen en el ámbito del cumplimiento posible; casi todas tienen algunos deseos profundos que son decididamente irrealizables, por lo menos a partir del estado de conocimientos disponibles en cada caso.

Hasta cierto punto, incluso estos últimos deseos aún se pueden notar en Mozart, pues también ellos son responsables en buena medida del trágico curso de su vida. Disponemos de términos técnicos estereotipados para señalar los aspectos de su carácter a los que se refiere esta afirmación. Se podría hablar de una personalidad maníaco-depresiva con rasgos paranoides, cuyas tendencias depresivas fueron dominadas durante algún tiempo por medio de la capacidad contenida y dirigida hacia lo real del sueño diurno musical y el éxito basado en este, pero que después vencieron en forma de tendencias autodestructoras que luchaban especialmente contra el éxito amoroso y social. Sin embargo, la condición especial en la que tales tendencias se manifestaban en Mozart exige quizás otro tipo de lenguaje.

De hecho parece que Mozart, por orgulloso que estuviera de sí mismo y de su talento, en el fondo de su corazón no se amó a sí mismo; y también es posible que tampoco se creyera especialmente digno de ser amado. Su figura no era imponente. Su rostro no era muy agradable a primera vista; probablemente hubiera deseado tener otro rostro cuando se miraba al espejo. El círculo vicioso de una situación así se basa en que el rostro y la complexión física de una persona en parte no se corresponden con sus deseos y acrecientan su disgusto, porque en ellos se expresa algo de sus sentimientos de culpa, del secreto desprecio que siente por su persona. Pero sean cuales fueran los motivos, por lo menos en los últimos años, cuando las circunstancias externas empeoraron, en Mozart destacó cada vez más el sentimiento de no ser amado, unido a la correspondiente e imperiosa necesidad no satisfecha de ser amado que se manifestó en diversos niveles: por su mujer, por otras mujeres, por otras personas en general, es decir, como hombre y como músico. Su inmensa capacidad de soñar figuras tonales estaba al servicio de esa secreta solicitud de amor y de afecto.

Aunque, ciertamente, el soñar en figuras tonales también fuera un fin en sí mismo. La abundancia, la riqueza de su fuerza de imaginación musical mitigó momentáneamente, o así lo parece, la aflicción causada por la carencia de afecto o la pérdida de amor. Quizá le hizo olvidar la sospecha incesante de que el amor de su mujer se dirigía a otros hombres y el sentimiento corrosivo de que no era digno del amor de los demás, un sentimiento que, por su parte, fue una de las causas de que el afecto y el amor de los demás se apartaran de él, de que su gran éxito fuera efímero y se evaporara con relativa rapidez.

La tragedia del payaso sólo es una imagen. Pero aclara un poco más las interrelaciones entre el bromista y el gran artista, entre el eterno niño y el hombre creador, entre el tralalá de Papagueno y la profunda seriedad del ansia de morir de Pamina. El que una persona sea un gran artista no excluye que en su interior tenga algo de payaso; que fuera en realidad un ganador y de seguro un enriquecimiento para la humanidad no excluye que él, en el fondo, se tuviera por un perdedor y que por ello se condenara a convertirse realmente en eso.

Lo trágico de Mozart, que en parte es de esta naturaleza, queda encubierto para el oyente posterior con demasiada celeridad por la magia de su música. Este encubrimiento reduce la intensidad de la compasión. Es muy probable que no se proceda con justicia al separar por completo al ser humano del artista cuando se estudia su figura. Sin embargo, quizá sea difícil amar el arte de Mozart sin amar también un poco al ser humano que lo creó.