El gordo Svend, presidente del consejo de alumnos, había convocado a unas cuantas personas en una de las clases. Se trataba del señor Frank, las cuatro ocupantes del «Trébol de Cuatro Hojas», Alboroto, Cavador y Karl Schultz, llamado Caoba.
Cuando todo el mundo estuvo sentado, Svend subió solemnemente los tres peldaños que conducían a la tarima del profesor, se sentó y dio una ojeada a sus papeles. Después tosió para aclararse la voz y declaró:
—Han sido ustedes convocados a esta reunión como consecuencia de un deseo expresado por las altas esferas…, es decir por nuestro director, señor Frank, para discutir sobre el fondo que vamos a crear con la suma de 400 coronas ganadas durante el rodaje del filme en las últimas semanas…
Svend miró a su auditorio y prosiguió:
—Hemos decidido consagrarlo a fines útiles…
—¡Al fondo de reparación! —exclamó Alboroto.
Svend le dirigió una amable sonrisa:
—Querido Alboroto, esa idea te honra… Confieso que entre tú y tu amigo Cavador habéis roto tantos cristales y deteriorado tantos objetos que es urgente reponer los fondos de reparación. Ya nos ocuparemos de ello más adelante. Para administrar el dinero antes citado, el señor Frank propone crear una junta con todas las personas aquí presentes…
—¡Vaya…! —exclamó Alboroto.
Svend asintió:
—Comprendo tu sorpresa. Alboroto. Tu comportamiento no es siempre tal que parezca adecuado para una misión tan importante, pero nuestro director te ha propuesto y él sabe siempre por qué hace las cosas. Bien, ¿están todos ustedes dispuestos a formar parte del comité administrativo de las 400 coronas?
Hubo un general murmullo de aprobación. Tras el cual Svend prosiguió:
—Perfecto… El director ha precisado que él sólo formará parte del comité a título consultivo. Por tanto las decisiones debemos tomarlas los demás. Así que yo propongo destinar las primeras 200 coronas al fondo de reparación.
—¡Bravo! —aprobaron unánimemente Alboroto y Cavador.
—Pero que esto no anime a ciertas personas que no quiero nombrar a seguir rompiendo cristales —prosiguió Svend imperturbable—. ¿Hay alguien que tenga alguna proposición más?
—Sí, yo —dijo Puck levantándose.
—Te escuchamos, Puck —dijo Svend.
Puck miró hacia Alboroto y Cavador y dijo sonriendo:
—Soy la primera en reconocer que Alboroto y Cavador son un par de granujillas como no hay otros…
—Vaya… —suspiró Alboroto.
—Pero su fondo no es malo —prosiguió Puck.
—Eso ya está mejor —dijo Cavador.
—Sabemos —continuó Puck— que la suerte no les ha sido propicia últimamente a esos dos caballeretes, en especial al pobre Alboroto que ha tenido serias dificultades. Lo más grave es que ambos se han visto empobrecidos en 32 coronas y media cada uno. Ese dinero formaba parte de sus ahorros para pasar unas vacaciones en Inglaterra… Por eso yo propongo que les sea ofrecida a cada uno una suma de 100 coronas…
—Bravo, Puck —exclamó Alboroto, entusiasmado—. ¡Eres una chica formidable!
—Calma, Alboroto —recomendó Svend—. No te embales, amigo. ¿Qué piensan de eso los demás miembros del comité?
—Estoy de acuerdo —dijo Cabador.
Inger, Karen y Navio apoyaron la proposición de Puck, como era de suponer, y el director dijo, sonriente:
—Opino, como Puck, que esos dos pobres muchachos han sufrido una serie de calamidades en los últimos días… Pero es necesario decir que se las habían buscado ellos mismos. De todos modos, estoy a favor de la gentil proposición de Puck.
—Nosotros también votamos a favor —dijo Cavador.
Svend asintió:
—Yo también voto a favor, por lo tanto la proposición se acepta por unanimidad. Sin embargo, quiero hacer constar que ese dinero no les será entregado a los señores Alboroto y Cavador hasta la víspera de su partida para Inglaterra, bajo la forma de un billete de 5 libras esterlinas a cada uno. ¿Hay otras proposiciones?
Inger propuso que el periódico «La Hoja de Encina» recibiera una subvención de algunas coronas a fin de que, al menos en su primer año de publicación, pudiera ser repartido gratuitamente. El precio de venta se elevaba a media corona y ella se temía que resultara caro para muchos de los alumnos. También aquella propuesta fue aprobada por unanimidad y se levantó la sesión.
Cuando las cuatro amigas se encontraron en el «Trébol de Cuatro Hojas», Navio se tendió en su cama y dijo con desenvoltura:
—No habría sido mala idea tampoco votar por medio kilo de chocolate con leche…
—Eres una golosa —dijo Inger sonriendo y le alargó una pastilla de chocolate que sacó de su armario—: Toma, repártela con Puck y Karen.
Navio abrió dos ojos como dos platos.
—No, gracias —dijo Puck—, no tengo tiempo.
—¿Cómo? ¿No tienes tiempo para comer chocolate? ¿Te has vuelto loca por casualidad?
—Nada de eso…
—Entonces ¿por qué rehúsas el chocolate, chocolate con almendras, además?
Puck sonrió.
—Es por no hacer trabajar las mandíbulas y el cerebro al mismo tiempo. He prometido a Alboroto un artículo sobre cine para esta misma noche.
—Como quieras —declaró Navio, saboreando su parte de chocolate—. Confío en que nuestra presencia no te estorbe, señora redactora.
—¡De ninguna manera! —repuso Puck riendo—. Es decir siempre y cuando no hagáis ruido al masticar el chocolate.
Y se puso a escribir su artículo.
Durante unos segundos miró la blanca cuartilla que tenía ante sí; luego alzó la vista hacia el jardín soleado y finalmente se inclinó y escribió:
El cine es la maravillosa aventura de los tiempos modernos. Nació en 1890, cuando el gran inventor Tomás Edison…
Mientras las demás mordisqueaban chocolate, ella empezó a mordisquear la punta de su lápiz. Estaba totalmente absorbida por sus pensamientos. ¿Qué podía decirse de Edison? Sabía que había inventado la lámpara incandescente, pero ¿qué relación tenía aquello con el cine? Tal vez fuera conveniente ir a consultar el diccionario enciclopédico de la Biblioteca.
Un poco más tarde, cuando Inger, Karen y Navio se hubieron eclipsado, Puck entró en la biblioteca, tomó el tomo correspondiente del diccionario y empezó a copiar:
«Tomás Edison fue el primero en utilizar cintas de celuloide para fijar las imágenes animadas, después de haber construido entre 1891 y 1893 el cinetoscopio, un primitivo aparato de proyección que tenía el inconveniente de que sólo podía verlo una sola persona a la vez, a través de un agujero practicado en la caja…».
Durante la media hora siguiente, Puck trabajó enérgicamente hasta acabar su artículo. Suspiró aliviada. Ya podía reunirse con sus amigas y participar en sus juegos. Evidentemente su artículo no era muy original, casi lo había copiado textualmente de la enciclopedia. ¡Pero Alboroto no descubriría el subterfugio! Y hacía tan buen tiempo en el jardín, para estarse allí encerrada escribiendo…
Puck recogió sus escritos y salió al jardín.
Cuando vio a Alboroto, le dijo alegremente:
—Querido Alboroto, he aquí el artículo prometido.
—Eres rápida como el relámpago, Puck. Con tales dotes de escritora, irás lejos… Pero como me temía que no pudieras terminarlo a tiempo, también yo he escrito uno.
Y sacó de su bolsillo unas arrugadas cuartillas.
—Toma, lee… Sin vanagloriarme, puedo afirmar que me ha quedado bastante bien…
Y Puck, con estupefacción creciente, empezó a leer:
Tomás Edison fue el primero en utilizar cintas de celuloide para fijar las imágenes animadas…
Alboroto que, también por su parte había empezado a leer el artículo de Puck, estalló en sonoras carcajadas.
—¡Puck, creo que tanto tú como yo somos un par de buenos tramposos!
Alboroto permaneció un rato en silencio, indeciso, y al cabo, dijo:
—Oye, Puck, tengo una idea sensacional que podrá ahorrarnos un tiempo precioso. Publicaremos ese artículo en «La Hoja de Encina» con una nota que diga: «Los lectores que duden de la exactitud del artículo, pueden consultar la enciclopedia de la biblioteca del pensionado, en el apartado titulado Historia del cine».
—¡Hum! ¿No crees que eso sería tomarnos demasiado a la ligera nuestras responsabilidades de redactores?
—¡Tanto peor! Tenemos tantas cosas que hacer… Mira. Ese poema aparecerá en el próximo número del periódico.
Alboroto sacó de su bolsillo un trozo de papel arrugado y lo tendió a Puck, la cual pudo leer:
«En nuestro pensionado vive una jovencita
dulce, buena, bonita, a quien llamamos Puck.
Su corazón de oro
siempre está preparado
a sacarte del fregado
en que te has metido tú.
¡Y todos sabemos, de esta manera,
que ella es nuestra mejor compañera!».
Creo que voy a ponerme a llorar a lágrima viva, querido Alboroto —dijo Puck devolviéndole el papel—. Ni Víctor Hugo lo hubiera hecho mejor…
—¡Exageras! —dijo Alboroto, con falsa modestia—. Pero te confieso que estoy bastante contento con mi poema…
—¡Nunca pude esperar mejor homenaje! Pero… me harías un gran, favor si no lo publicaras…
—¿Cómo, por qué?
—Tu bello poema será aún más valioso para mí si… ¡ejem!… si pudiera guardarlo para mí sola —respondió Puck con un ligero temblorcillo en la voz—. Lo guardaré como un bello recuerdo y siempre que me sienta deprimida, lo leeré.
Alboroto pareció decepcionado, pero entregó de nuevo el papel a Puck.
—O. K. Pero no olvides que he sudado sangre para escribirlo —le dijo.
—Gracias, Alboroto. Me parece que voy a ponerlo en un marco. ¡Eres un gran amigo!
—Tú también eres extraordinaria, Puck, de veras…
—¡Ya nos ves, convertidos en grandes amigos! —exclamó Puck riendo.
Y luego añadió:
—Esperemos que la nuestra sea una amistad sin… demasiados incidentes.
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