Una atmósfera pesada se abatió sobre los actores y los compañeros de Alboroto. Éste podía ser, sin duda, un bromista empedernido, pero su popularidad era grande entre alumnos y profesores. Además, todo el mundo en Egeborg estaba persuadido de que era totalmente incapaz de robar un solo céntimo, ni de cualquier otra falta de honradez.
Puck dijo a Navio:
—Escucha, Navio, voy a escaparme…
—¿Qué?
—¿Me acompañas?
—¿A dónde vas?
—Te lo explicaré luego. Tengo una idea y me gustaría que alguien me ayudara. ¿Cuento contigo?
—¡Naturalmente y siempre!
Las dos amigas se alejaron juntas sin ser vistas. Unos segundos después pedaleaban en dirección al pensionado de Egeborg.
Al llegar al colegio, dejaron sus bicicletas y subieron al cuarto. Se quitaron las ropas de rodaje y poco después Puck se hallaba en el despacho del director.
Cuando el señor Frank vio a Puck, se puso severo y declaró:
—Sé por qué estás aquí, Bente. La policía de Sundkoebing acaba de llamarme.
Puck preguntó nerviosamente:
—Señor director: usted no puede pensar que Hugo…
—¡No, Bente, claro que no! Nadie será capaz de hacerme pensar cosa semejante. Ahora mismo iba a tomar el coche para ir a la comisaría…
—Señor… ¿Navio y yo podríamos ir con usted?
—¿Qué diablos queréis hacer allí tú y Navio?
—Queremos ayudar a Hugo… Tengo una idea… Tal vez sea una tontería, pero… tal vez no.
El director le sonrió:
—Está bien, Bente, sé que no tienes serrín en la cabecita. Acompáñame, si así lo deseas. Y Navio también.
Cuando estaban ya en marcha hacia Sundkoebing, el director preguntó a Puck:
—Puesto que una idea bulle en tu mente, ¿por qué no me la cuentas, Bente?
—Con mucho gusto. A mí me parece que es una cosa muy rara que el único billete desaparecido del cofre sea precisamente el más grande. Si alguien pretendía que su robo no fuera descubierto, hubiera sido preferible tomar varios pequeños…
—Una observación inteligente…
—Seguramente el ladrón tenía prisa por irse, puesto que ha dejado el cofre en el granero… Además, no cambiará el billete de 500 coronas por aquí, porque todo el mundo sospecharía. Por tanto, es probable que haya ido a Sundkoebing…
—¿Tienes acaso intención de interrogar a todos los comerciantes de la ciudad?
Puck sonrió:
—Claro que no. Tengo una idea mejor. Voy a pedirle que me haga un favor: que nos deje a Navio y a mí en casa del veterinario Anders Moeller. Así les saludaré a él y a su esposa, a quienes no he visto desde hace días.
Cuando, unos momentos después, Puck y Navio entraron en casa de los Moeller, escucharon un pequeño ladrido alegre y vieron cómo una bolita marrón y blanca se precipitaba a su encuentro.
—Hola, mi querido Plet… —dijo Puck acariciando al perrillo—. Hacía mucho que no te había visto… Más de quince días, creo…
Plet era el perro de Puck. Cuando su padre se había visto obligado a irse a América del Sur, y Puck había sido internada en Egeborg, Plet había quedado al cuidado del matrimonio Moeller, amigos de la infancia del padre de Bente. Ésta les llamaba a ambos «tíos». Y aun cuando el perrito era querido y mimado en aquella casa como un pequeño rey, cada vez que Puck aparecía por allí —lo que sucedía tres o cuatro veces al mes—, el animalito se volvía loco de alegría.
El veterinario entró en el cuatro y dijo:
—¡Bente, qué agradable sorpresa!
Penetraron juntos en el cuarto de estar, donde ya la esposa del veterinario había preparado pastelitos y refrescos.
Mientras saboreaban aquella merienda, Puck les contó toda la historia.
Cuando hubo finalizado, el veterinario le preguntó sonriente:
—Y tú, ¿qué quieres que yo haga? ¿Detective? Puck dijo ansiosamente:
—Tío Anders… Tú conoces a todos los banqueros de la ciudad, ¿no es cierto?
—Sí, creo que sí —contestó el señor Moeller—. Aquí hay dos directores de banca y el director de la caja de ahorros.
Y los cajeros. En total, seis personas. Ya ves que no es difícil conocerlas a todas. ¿Qué quieres que hagan los banqueros?
—Tal vez podrían decirnos si alguien ha cambiado hoy un billete de 500 coronas. Aunque tal vez ese billete no llegue a los bancos hasta dentro de unos días, si es que ha sido cambiado en un comercio.
—Razonas de modo muy inteligente —concedió el veterinario—. ¡Está bien, lo intentaremos!
Se levantó y encaminó hacia su despacho. A través de la puerta, le oyeron hacer varias llamadas telefónicas. Diez minutos más tarde, entró de nuevo en el cuarto de estar y dijo, animadamente:
—Creo que la suerte nos sonríe. Unos instantes antes del cierre, el banco de Sundkoebing ha recibido una entrega del comerciante Iversen, de la calle principal, y en ella venía un billete de 500 coronas.
—¡Hurra! —gritó Puck—. ¡Ya tenemos al ladrón!
—Calma, hijita. Los billetes de 500 coronas son raros, pero no hasta tal punto… —dijo el veterinario—. De todos modos podremos ir a hacerle una visita al señor Iversen.
—Sí, vamos en seguida, tío Anders.
El veterinario, Puck y Navio caminaron por la calle principal hasta la mercería del señor Iversen. El señor Moeller le saludó:
—Hola, señor Iversen. Le hablaré sin rodeos. Estas dos chiquillas se interesan de modo particular por un billete de 500 coronas que le ha sido dado a usted en el curso del día… Probablemente por la mañana. ¿Lo recuerda?
Iversen asintió:
—Desde luego. He servido yo mismo al cliente. Los tiempos son duros, querido Moeller, y los billetes de 500 coronas no abundan. Así que he reparado en él, créalo.
—Y… ¿quién era él cliente?
—Un hombre alto y joven a quien no había visto antes. Se ha comprado camisas y ropa interior, por un total de 100 coronas, poco más o menos.
Puck intervino entonces:
—Señor Iversen, ¿podría describirnos usted detalladamente a ese joven?
Iversen se rascó detrás de la oreja:
—Pues… No recuerdo gran cosa. Llegó en motocicleta, marca B. S. A. Y su pelo era abundante, despeinado y totalmente pelirrojo. Mal afeitado… ¡Nunca había visto nada igual!
—¡Hurraaaa! —gritó Puck, nerviosa—. Alto y delgado, mal afeitado, pelirrojo… Todo concuerda perfectamente.
—¿Con quién? —preguntó Moeller.
—Es la exacta descripción de Jespers, el camarero del hotel de Oesterby.
* * *
Sobreexcitada, Puck dio las gracias al tendero. No cabía duda. ¡El ladrón era Jespers!
—Corramos a la comisaría —dijo Puck—. Debemos liberar cuanto antes a Alboroto, tío Anders…
—Calma, muchacha, yo ya no tengo veinte años…
Y, volviéndose hacia el señor Iversen que les miraba sin entender palabra, dijo:
—Gracias. Ya se lo contaré todo más tarde. Como ve, esas dos chiquillas son muy impacientes. ¡Hasta pronto!
—Hasta la vista, señor Moeller…
Cuando salían de la tienda, vieron llegar un coche de la policía, del que salió el inspector Holm, que les saludó jovialmente:
—Veo que hemos tenido la misma idea —dijo.
—¿Qué quiere usted decir, inspector Holm?
El inspector rio.
—Quiero decir que todos hemos pensado que era preciso localizar el billete de 500 coronas… El director del banco me ha dicho que ustedes le habían telefoneado. Di, ¿qué has descubierto tú, pequeña detective Puck?
Puck contestó sonriendo:
—Será mejor que se lo pregunte usted al señor Iversen, pero después no le quedará más remedio que correr al hotel de Oesterby para detener al camarero Jespers. Y ahora corramos a poner en libertad al pobre Alboroto.
El inspector rio de buena gana:
—Tranquilízate, tu amigo no recibe mal trato alguno. En este momento está sentado en mi despacho comiendo pastelillos de uvas secas… Pero es un tipo duro. ¡No quiere confesar!
—Y ¿por qué habría de confesar algo que no ha hecho?
—Eso es lo que voy a poner en claro ahora mismo, hijita —dijo antes de entrar en la mercería.
Cuando Puck y Navio se encontraron de nuevo en la atmósfera tibia del cuarto de estar del veterinario, estaban locas de alegría.
Pero en aquel instante Puck pareció recordar algo:
—¡Cielo Santo, Navio…! El rodaje…
Navio la miró con asombro:
—Bien, y ¿qué?
—Nos hemos escapado sin decírselo a nadie. El señor Brummer debía tomar varias escenas de las que yo formaba parte…
—Bien, bien, que tome esas escenas mañana.
Tienes razón, ahora lo más importante es poner en libertad a Alboroto.
—Bien, todo eso puede arreglarse —dijo el veterinario—. Dime, Bente, ¿has tenido noticias de tu padre últimamente?
—Sí, recibí una carta hace varios días. Está mejor… pero no podrá venir hasta el próximo otoño. Incluso tal vez no pueda hasta Navidad…
No te inquietes por eso —dijo cariñosamente la señora Moeller—. Lo importante es que se haya restablecido. Te aseguro que todos estaremos muy contentos de volverle a ver y confío en que pase unos días con nosotros.
En aquel instante un coche se detuvo ante la puerta. Y de él salieron el señor Frank… ¡y Alboroto!
Mientras el director y el veterinario se estrechaban las manos. Alboroto decía, sonriente:
—Hola, chicas. ¡Qué casualidad hallaros aquí…!
—¡Bandido! —dijo Puck sonriendo—. Pero de todos modos estamos muy contentas de verte. ¿No lo has pasado mal?
—¡Qué va! Me han invitado a tomar pastelillos y té. Y el comisario me ha rogado que le visite de vez en cuando.
—¡No seas fanfarrón, Hugo! —riñó el señor Frank, aunque sonreía—. No parecías muy contento cuando te he visto en la comisaría.
Puck dio un golpecito amistoso al hombro de Alboroto:
—Lo que quiero que sepas. Alboroto, es que aparte de los inspectores que han sospechado de ti por un rato, nadie, ni en la escuela ni entre los actores, ni siquiera el señor Brummer, te ha creído culpable un solo segundo.
—Gracias por decirme esto, mi pequeña Puck —contestó Alboroto, con gravedad—. Os estoy muy agradecido a ti y a Navio por lo que acabáis de hacer, sobre todo… ¡ejem!… teniendo en cuenta que no lo había merecido.
Puck rio de buena gana.
—Navio, ¿has oído? Parece ser que nuestro Alboroto se está volviendo sentimental.
Los adultos rieron y el veterinario Moeller, entonces, preguntó al señor Frank:
—Dígame, ¿no quisieran quedarse los cuatro a cenar en casa? Mi esposa acaba de poner al horno un suculento asado.
El director pareció dudar unos segundos:
—Muchas gracias, pero debo ocuparme del estudio de los alumnos y…
—¡Ya hemos estudiado nuestras lecciones, señor director! —exclamaron a coro Navio y Puck.
—¿Y tú, Alboroto, también has estudiado?
—Pues… Como siempre, señor director —dijo el muchacho, apurado—. Nunca nadie me pregunta las cosas que sé, y las que no sé… me las preguntan a cada clase. ¡He nacido bajo una mala estrella!
El señor Frank no pudo evitar una sonrisa.
—Siendo así —dijo al veterinario—, acepto su invitación.
Y todos juntos pasaron una excelente velada, particularmente Plet, con quien Puck jugó durante largo rato.
La oscuridad era casi total cuando, en el coche del director, los tres muchachos regresaron al pensionado.
Alboroto, sentado entre ambas muchachitas, conversaba animadamente acerca de los acontecimientos del día. Pero el señor Frank le interrumpió de pronto:
—Francamente, Alboroto, creo que tienes demasiada imaginación. ¡La aventura que acabas de vivir no es nada del otro mundo! No vayas a creerte ahora el centro del universo.
Puck miró a su compañero sonriendo:
—Dime, Alboroto, ¿qué dirá Cavador de todo esto?
Alboroto lo supo cuando entró en el cuarto que compartía con Cavador y dio la luz. Cavador se sentó sobresaltado en la litera.
—Hola, viejo… Estaba seguro de que hallarías el modo de volver. Pero ¡no hubiera podido dormirme de no verte! Pareces triste…
Alboroto suspiró y se dejó caer en su cama:
—Es que… ¿Sabes?… Empiezo a preguntarme si somos tan listos como nos creemos.
* * *
Cuando le arrestaron, Jespers, el camarero del hotel, protestó declarándose inocente, pero no tuvo éxito. Fue enfrentado con el señor Iversen y no pudo explicar la procedencia del billete de 500 coronas. Negó, se contradijo, y acabó confesando. Admitió, entonces, haber entrado de madrugada en la habitación del señor Brummer, sin ser visto, apoderándose del cofre, que luego había ocultado en el granero. Había cogido el billete de 500 coronas con la intención de cambiarlas en seguida, por temor a que la policía pudiera seguir las huellas de semejante billete, como al cabo había sucedido.
La inesperada desaparición de Puck no había causado graves trastornos al señor Brummer, que se había visto obligado, simplemente, a cambiar el orden de rodaje. En el transcurso de los días siguientes, el rodaje tuvo lugar junto a las ruinas del castillo viejo, bajo excelentes condiciones atmosféricas.
El señor Brummer prometió a sus jóvenes actores que el próximo otoño podrían ver la película en los cines del vecindario. ¡Y chicos y chicas suspiraron resignadamente, aunque esperar hasta el otoño les parecía una eternidad!
Entonces, el actor Fogh tuvo una idea que comunicó al señor Brummer:
—Puesto que la película nos cuenta la historia de una pareja insatisfecha del medio ambiente en que le ha tocado vivir, podríamos añadir al final unas escenas tomadas libremente del modo cómo esos chicos y chicas viven felices en este pensionado, con sus clases, sus campos de deportes, sus piscinas…
Aquella sugerencia fue muy del agrado del señor Brummer.
—Buena idea, Fogh. Pase usted por caja para que le entreguen 100 coronas de prima.
—¡Gracias, señor Brummer!
El director de cine estuvo hablando largo rato con el señor Frank y, a partir del día siguiente, se rodaron escenas en el terreno de juego del pensionado de Egeborg. Los alumnos se prestaron con entusiasmo a ello, ya que se sentían totalmente en su verdadero elemento.
El señor Strandvold, profesor de gimnasia, dirigió los diversos ejercicios, y se sentía en el mejor de los mundos. No por quedar inmortalizado en un filme, sino por entregarse en cuerpo y alma a los deportes, que eran la razón de su vida.
Por ello, Alboroto era su alumno favorito. Así como los demás profesores tenían del muchacho una mediocre impresión, Strandvold proclamaba orgullosamente que nunca había tenido Egeborg un alumno tan aventajado como Hugo Svendsen, llamado Alboroto, ¡y cosa curiosa, Puck no le resultaba nada simpática!
Todo el mundo se había congregado en el terreno de juego, para asistir al rodaje. Las más deportivas jovencitas debían efectuar un concurso de salto de altura y longitud, y una carrera de 60 metros lisos. Alboroto agitó el índice en dirección a Puck y Karen, diciendo:
—Vamos, vamos, hijas mías… ¡Demostrad de lo que sois capaces!
Después de los ejercicios, Puck y sus amigas se tendieron en la hierba para recuperarse del cansancio. Ahora, entre las ocupantes del «Trébol de Cuatro Hojas» la atmósfera era siempre muy cordial; Karen dijo sonriente:
—¿Te acuerdas Puck de aquella vez en que me dejaste ganar los 60 metros lisos? Me puse furiosa…
—Hace tanto tiempo de aquello, Karen, querida… Lo importante es ahora que las cuatro ocupantes del «Trébol» somos inseparables amigas.
Entonces Puck concentró su atención en la prueba de altura que estaban efectuando los muchachos. ¡Alboroto saltó con un estilo verdaderamente impecable!
Se volvió hacia sus compañeras y dijo:
—Nuestro amigo Alboroto tiene excelentes piernas.
—Y también una buena cabeza —dijo Navio—. Sobre todo para urdir bromas…
—De todos modos es un excelente compañero —declaró Inger, serenamente.
Después del rodaje, el señor Brummer y el director intercambiaron opiniones.
La voz un tanto autorizada de Brummer tenía ahora matices llenos de afecto.
—Verdaderamente, señor Frank, debo reconocer que es un auténtico placer trabajar con sus alumnos…
—¿Incluso con Hugo? —preguntó el señor Frank sonriente.
—Sí, también con él. El cine es un ambiente brutal, que endurece a todos. Los días pasados aquí me han ido bien. Sus alumnos se han divertido y yo… me siento un tanto melancólico de tener que irme mañana.
—Espero que, cuando vea usted proyectado el filme en una pantalla, se sienta igualmente contento del trabajo de mis alumnos.
—De eso no hay duda alguna. En particular, el trabajo de Bente me ha apasionado. Estoy seguro de que podría hacer una buena carrera como actriz, si fuera convenientemente dirigida. ¿Cree usted que… sería factible?
—No es cosa mía responder a esa pregunta. Su padre regresará a Dinamarca dentro de medio año y de aquí a entonces el mejor lugar para Bente es Egeborg.
—No lo pongo en duda —dijo el director de cine, suspirando—. Puede considerarse usted feliz, señor Frank, por vivir rodeado de tanta gente joven, sana y alegre…
El director estuvo de acuerdo:
—Sí. Tal vez soy el hombre más feliz del mundo…