El señor Brummer y demás actores dieron rienda suelta a su hilaridad cuando Puck les explicó lo que, sin duda, había sucedido.
Uno de los actores entró en el vestíbulo, procedente de la plaza. Tenía un papel en la mano y, riendo de buena gana, lo tendió al director, al tiempo que les explicaba a todos:
—Éste es el final de la historia. La mayor parte de los chiquillos del pueblo tienen un papel como éste y me han contado que dos muchachos estuvieron distribuyéndolos esta tarde.
La hoja que tenía el señor Brummer decía así:
Se hace saber…
Que esta tarde habrá una fiesta al aire libre para todos los niños del pueblo de Oesterby. Hacia las siete, cuatro muchachas, disfrazadas de modo gracioso, llegarán en bicicleta, dirigiéndose al hotel. ¡El que consiga llevarlas contra su voluntad a la pastelería de Bose recibirá como premio un colosal helado!
¡Buena suerte!
El comité.
El director de cine estalló en risas.
—Ésa ha sido buena. ¡Qué par de bromistas! Pero con franqueza, Bente, habéis sido muy ingenuas al creeros lo de la carta. Si hubiera necesitado tornar unas escenas, habría llamado al señor Frank, ¿no os parece?
—Sí —admitió Puck—. Tiene razón. Pero todo pasó tan rápido que no tuve tiempo de reflexionar…
—Confío en que los trajes no se hayan estropeado.
Navio bajó la cabeza:
—El mío está en un estado lamentable.
—Bien, seguidme al restaurante, hijitas. Después de tantas emociones, creo que os sentará bien un monumental helado…
Y añadió, riendo:
—En cuanto a esos críos que alborotan ahí fuera, no podemos dejarles tan decepcionados. Fogh, llégate por favor a la pastelería y compra un helado para cada niño. ¡A mi cuenta!
Un poco después, confortablemente instaladas en el restaurante, Puck y sus amigas pudieron escuchar un colosal clamor de alegría procedente de la chiquillería de la plaza y durante media hora el gordo pastelero y su esposa estuvieron sirviendo helados. Poco a poco la calma se fue imponiendo en el pueblo, gracias más bien a los helados que a las exhortaciones de Olsen. Mirando hacia la ventana, Puck pudo darse cuenta de que el suelo de la calle estaba lleno de folletos.
Dijo, riendo:
—Alboroto y Cavador han trabajado de lo lindo en la máquina multicopista del colegio, hay que reconocerlo. ¡Lástima que ese par de sinvergüenzas gasten sus energías en semejantes cosas!
—¡No te preocupes! —exclamó Navio—. Ya nos desquitaremos.
Inger sonrió:
—Por lo visto. Alboroto y Cavador están de nuevo en pie de guerra. Por tanto, debemos estar preparadas para nuevas sorpresas.
—¡Que estén ellos también alerta! —exclamó Puck—. Más de una vez les hemos hecho morder el polvo.
Mientras las jovencitas se tomaban el helado, el señor Brummer había desaparecido. Ahora regresaba diciendo;
—He telefoneado al señor Frank contándole toda la historia…
—Dios mío —exclamó Puck—. ¿Le ha hablado usted también de Alboroto y Cavador?
—Naturalmente.
—No debió hacerlo —murmuró Puck, preocupada—. Son dos chicos muy traviesos, pero no queremos que tengan problemas con nuestro director.
—No te preocupes —dijo Brummer—, tendrán problemas, pero distintos de los que tú supones.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso el director no se ha enojado?
—Desde luego que no. Ha reído de buena gana como todos nosotros. Pero ha decidido que, puesto que habían prometido helados gratis a los niños de este pueblo, tendrán que pagar de sus ahorros los que yo les he distribuido. ¡Son en total unas 65 coronas! Yo deseaba pagarlos, pero el señor Frank dice que han de pagarlos ellos…
—¡Bravo! —aplaudió Navio, con entusiasmo—. ¡Lo tienen bien merecido!
—Lo lamento… un poco —dijo Puck, aunque en el fondo estaba bastante divertida—. ¡Tengo una idea! —añadió, levantándose para ir a echar una ojeada a la calle—. Esperen…
Como un torbellino, desapareció por la puerta para regresar poco después con un papel en la mano.
—Por suerte —dijo— todavía había unos niños en la plaza y he podido hacerles firmar este papel de agradecimiento a Alboroto y Cavador.
—¿Qué agradecimiento? —preguntó Inger.
—Lee tú misma —dijo Puck, tendiendo el papel a Karen.
Karen leyó:
Queridos Hugo y Henrik:
Muchas gracias por los 186 deliciosos helados que nos ha dado en vuestro nombre al pastelero Bose. Claro que esto significará un buen pellizco en vuestros ahorros.
Todos los niños del pueblo os damos calurosamente las gracias.
Y debajo se veían las firmas de varios niños y niñas. Karen devolvió la carta a Puck con una sonrisa.
El señor Brummer dijo, divertidísimo:
—¡No creo que pudiera hallarse una venganza más refinada que ésta!
Dicho lo cual se levantó:
—¿Queréis ver la sala de armas que hemos preparado para el filme, antes de que os conduzca de regreso al pensionado?
—Oh, sí, de buena gana, gracias…
Las muchachitas abrieron grandes ojos asombrados al contemplar la transformación operada en uno de los salones del hotel, convertido gracias a unos decorados en una maravillosa sala de armas medieval.
—El lunes —explicó el señor Brummer— debemos terminar de rodar todas las escenas que precisan este decorado, ya que el dueño del hotel no puede prestarnos la sala por más tiempo. Serás sobre todo tú, Bente, quien deberás afrontar los proyectores, pero también necesitaremos a todos vuestros compañeros para algunas secuencias aisladas.
Cuando, una media hora más tarde, el coche del señor Brummer depositó en el patio del pensionado a las cuatro amigas, todos los demás alumnos les hicieron objeto de un irónico recibimiento. Como era de suponer. Alboroto y Cavador ya habían esparcido la noticia.
Alboroto, seguido por su inseparable compañero, se acercó a ellas con expresión de un gato que acaba de comerse un ratón.
—Y qué, Puck… ¿Os habéis divertido?
Puck sonrió amablemente:
—Mucho, querido Alboroto. Sobre todo teniendo en cuenta que el señor Brummer nos ha obsequiado en grande en el restaurante del hotel… Pero lo que no podemos comprender es cómo Cavador y tú habéis consentido en gastaros 65 coronas por una broma.
—¿Qué? —gritó Alboroto—. ¿65 coronas?
—Sí, poco más o menos, eso es lo que han costado los 186 helados —explicó Puck inocentemente—. No es necesario deciros lo mucho que los niños han agradecido vuestra generosidad. Incluso han querido expresarlo por escrito. ¡Leed!
Alboroto, lleno de oscuros presentimientos, tomó la carta y la leyó. Luego, temblando de ira, dijo:
—Ah, no, eso no ocurrirá. Cavador y yo no pagaremos ni uno solo de esos helados…
—¡Qué olvidadizos sois, muchachos! —dijo la voz del director a sus espalda. Y mirando con insistencia a Alboroto y Cavador, concluyó—: Hugo y Henrik, vosotros habéis prometido helados gratuitos a los niños del pueblo. Pues bien, yo los he pagado… de vuestros ahorros. Os ha costado la broma 32 coronas y media a cada uno.
Las palabras del director provocaron la hilaridad general. Los únicos que no tenían ganas de reírse eran los dos bromistas, precisamente. Nunca pudieron imaginar que su broma se volviera contra ellos de tal forma.
Con los puños cerrados y los dientes apretados, giraron sobre sus talones en dirección del lago.
En cuanto estuvieron seguros de no ser oídos. Cavador murmuró:
—Así que la tuya era la mejor idea del mundo, ¿eh…?
—Pero…
—Eres un siniestro tonto, querido Alboroto.
—Te prohíbo hablarme así —exclamó Alboroto, haciendo rechinar sus dientes—. Lo que ocurre es que Puck es mucho más astuta que nosotros. Y además, ¡quién iba a pensar que el director se metería en el asunto! Nunca supuse que Puck fuera una delatora. ¡Me ha decepcionado profundamente!
—A mí también —admitió Cavador, tristísimo—. ¿Qué haremos ahora?
Alboroto exclamó de pronto: —¡Tengo otra idea genial!
—Ah, no, no… Muchas gracias —protestó su compañero—. Si tu nueva idea ha de resultarnos tan cara como ésta, puedes guardártela para ti solito.
—Mi nueva idea nos costará sólo dos bobinas de hilo de pescar y un anzuelo.
—¡Hum! No sé… ¿Es también la mejor idea del mundo?
—Bueno… Digamos que una de las mejores —respondió Alboroto, con modestia.
Aquel domingo fue un día de descanso para los actores profesionales y ocasionales. Puck y sus tres amigas se dedicaron a estudiar sus lecciones, Pero trabajaban sin gran convicción, ya que hacía un tiempo radiante y se oía a través de las ventanas el gozoso alboroto de los demás alumnos, que habían estudiado la víspera.
Karen dejó el libro y dijo con voz triste:
—¿Ha dicho alguien alguna vez que la geografía sea divertida? ¿Cuál es la capital de Yugoslavia?
—Sofía —dijo Navio, sin pensar demasiado.
—Belgrado —corrigió con dulzura Inger, sin siquiera apartar los ojos de su libro.
—¿Y Sofía, entonces?
—Es la capital de Bulgaria.
—Ah, yo creía que era Bucarest.
Inger sacudió la cabeza con indulgencia:
—Espero que ninguna de vosotras espere hacer carrera como profesora de geografía.
—Eso mismo debe de pensar el profesor Frederick de nosotras. Supongo que estará muy contento de irse a Sudamérica y perdernos de vista. ¡Y le sustituirá la gentil señorita Brinck! —dijo Navio encantada—. ¿Os acordáis de nuestro primer encuentro en el tren? El día en que aquel pequeño monstruo llamado Hans estuvo a punto de volvemos a todos locos…
Las cuatro estallaron en risas. Era una historia que jamás olvidarían.
De pronto Puck se puso seria. Las palabras de su amiga acababan de recordarle a su padre. Pronto el señor Frederiksen estaría en Sudamérica. Tal vez… se encontrara con su padre. Puck se prometió hablar con él antes de su marcha.
En el refectorio, los ocupantes del «Trébol de Cuatro Hojas» se encontraron con las miradas de frío desprecio de Alboroto y Cavador. Puck se sorprendió.
—¿Qué ocurre, Alboroto? ¿No eres capaz de aceptar deportivamente la derrota?
—Sin duda alguna —respondió el muchacho—. Pero ni Cavador ni yo podíamos suponer que fuerais unas soplonas…
—¿Soplonas?
—Sí, sí, lo has oído perfectamente. ¿Te atreverías a decir que no fuiste tú quien contó al señor Frank lo de los helados?
La voz de Puck se cargó con un acento de amable reproche:
—Deberías avergonzarte. Alboroto. ¿Cómo puedes suponer algo así de mí? Fue el señor Brummer quien telefoneó a nuestro director para contárselo…
—¿De veras?
—Tal como te lo digo…
—¡Ese Brummer me las pagará! —exclamó entonces Alboroto.
—Pero si él sólo quiso informar al director de que… nos habíais gastado una broma.
—Muy bien. Pues ahora será él quien será objeto de una broma.
Puck se encogió de hombros. Después se dirigió a su sitio.
Luego del almuerzo, Alboroto y Cavador estuvieron hablando largo rato, con aires de conspiradores. Y después, Alboroto tomó su bicicleta y se alejó.
Antes de irse comunicó a su amigo que iba al hotel de Oesterby a sondear el terreno.
—Excelente idea, querido amigo —dijo Cavador.
Llegado ante el hotel, Alboroto abandonó su bicicleta junto a un muro y trepó con rapidez por una escalerilla de hierro que conducía al granero.
El granero del hotel estaba en reparación, pero —y el muchacho lo sabía—, los obreros estaban de vacaciones por unos días, ya que no podían trabajar mientras se rodase en el interior del edificio.
El suelo estaba lleno de grietas, de modo que Alboroto tuvo que avanzar con extremada prudencia. Algunas de las grietas eran tan anchas que podía verse fácilmente lo que ocurría en el salón.
Alboroto se agachó y miró. Ante sus ojos estaban los decorados del «salón de armas». Visto lo cual se levantó frotándose las manos, satisfecho.
Sí, Cavador y él se reirían en grande…
Cuando descendía por la escalera de hierro una voz le hizo sobresaltar:
—Eh, ¿qué estabas haciendo en mi granero, chico?
Era Jespers, el camarero del hotel, un hombre malhumorado y violento.
—Es que… debo tomar parte en las escenas que filmarán mañana y… simplemente quería ver desde arriba la sala de armas…
—¡Hum! —gruñó Jespers—. Que no vuelva a sorprenderte por aquí. No tenemos el menor deseo de que una cabeza hueca como la tuya se rompa un brazo o una pierna y nos hagan responsables de eso… ¡Largo!
Alboroto no se hizo repetir la orden. Y poco después pedaleaba con fuerza hacia Egeborg. ¡Ya había visto lo que quería!
Un cuarto de hora más tarde, contó a su amigo el resultado de su viaje. Cavador dijo, satisfecho:
—Ya tengo todo lo preciso: anzuelo e hilo… Es hilo de nilón… Mejor que mejor. Es más sólido. ¿Y es mate?
—Sí, e irrompible.
—De lo contrario brillaría ante los proyectores y lo descubrirían… En cuanto al anzuelo, nos bastará con sumergirlo en un tintero y dejarlo secar.
—Ah, Alboroto, somos verdaderamente geniales tú y yo…
—Sí, pero no debemos olvidar que Puck tampoco es tonta. Y parece haber nacido bajo una buena estrella… Cuando recuerdo que los helados nos han costado 32 coronas y media… ¡Y pensar que guardábamos ese dinero para nuestro viaje a Inglaterra!
—Con lo que nos costó economizarla…
—Puck y el director de cine tienen que pagarnos eso.
Los dos amigos se miraron y comprendieron. Estaban casi siempre de acuerdo en todo.
Cavador ocultó cuidadosamente el hilo y el anzuelo, mientras decía:
—Alboroto, ¿no te parece que deberíamos estudiar un poco?
—No es una idea que me entusiasme demasiado… —respondió Alboroto—. Pero podemos echarlo a cara o cruz. Si sale cara, vamos a jugar al fútbol… Si es cruz, estudiaremos.
—Excelente idea —aprobó su compañero, satisfecho.
Alboroto echó una moneda al aire y un instante después anunció, exultante:
—Cara…
La sonrisa de Cavador se acentuó con un ligero matiz irónico. ¡Conocía bien aquella moneda, comprada en una tienda de artículos de broma! Era de dos caras…