El cameraman estaba colocado detrás de su aparato, dispuesto a filmar. A su izquierda estaba el director, que dio una rápida mirada a los comparsas vestidos a la usanza de la Edad Media, y con fuerte voz dijo: —¡Atención!

Los «caballeros» y las «damas» se quedaron inmóviles y se hizo un profundo silencio en el claro del bosque, al pie de las ruinas del castillo. La voz de Brummer sonó de nuevo:

—¡Cámara!

Un hombre joven hizo chasquear delante del objetivo de la cámara un curioso objeto compuesto por dos trozos de madera, y gritó:

—Doscientos diecisiete… Doscientos diecisiete…

El cameraman empezó a rodar y un caballero gesticuló a unos pocos metros de la cámara. Tomó su espada por la empuñadura y miró a su alrededor de modo impresionante.

—¡Basta! —gritó Brummer.

Inclinando la cabeza de modo desaprobador, tomó el puesto del actor y le mostró cómo debía hacerlo.

—Empecemos de nuevo…

Y empezaron a filmar la escena por segunda vez.

Puck y sus amigos, sentados en la hierba, no se perdían nada del espectáculo. Los habían maquillado a todos y puesto trajes medievales. En una escena próxima, deberían actuar como pajes y nobles doncellas.

Navio dijo a media voz:

—¿Crees que al final este filme quedará claro, Puck? Tengo la impresión de que están rodándolo de una manera muy confusa… Todo enmarañado.

—No te preocupes. Navio… Ya verás cómo el señor Brummer lo ordena todo luego… Filman así las escenas, sin seguir el orden del guión, para ahorrar tiempo y dinero. Ahora todos los exteriores y luego lo demás… Después cortan la película y la reconstruyen en el orden que le corresponde…

—Pero ¿crees que consiguen concentrar los trozos adecuados?

—Claro. El director posee lo que se llama un «script» que es donde se detallan minuciosamente todas las escenas de la película.

—¡Cuántas cosas sabes sobre cine, Puck! —exclamó Navio admirada.

Puck sonrió ligeramente:

—Leí cosas en la enciclopedia del pensionado —dijo—. Fue cuando Alboroto me encargó el artículo sobre cine.

Alboroto intervino en la conversación.

—¿Sabéis que también filmarán en los salones del Hotel de Oesterby?

—¿En serio?

—Rigurosamente en serio. Han llevado al hotel gran número de decorados y los maquinistas están montando allí un salón de armas medieval.

—Eso es cada vez más apasionante —jubiló Navio.

—Mirad, algo ocurre allí —dijo Karen.

El caballero Niels había finalizado su secuencia. Se sentó en la hierba, se quitó el casco, que tiró lejos, y se secó el sudor de la frente.

Los actores comparsas empezaron a cuchichear.

—Bente Winther —gritó entonces el director.

—Sí…

—Ven…

Cuando estuvo ante el director, la muchachita se sintió muy intimidada. Tenía la impresión de que todas las miradas estaban fijas en ella, en lo que se equivocaba. Los actores estaban demasiado cansados para seguir prestando atención cuando no les tocaba rodar, y solían descansar fumando o charlando. Todo acaba por ser rutina, incluso en el cine. El director llamó a un apuesto caballero y explicó:

—Fogh y Bente, os toca a vosotros ahora. Tú, Bente, espera en aquella piedra hasta que yo alce la mano. Entonces empezarás a correr hacia la cámara, echando temerosas miradas a tu alrededor. Cuando estés a unos ocho metros del objetivo, es decir dónde está Fogh ahora, él surgirá bruscamente. Tú te detendrás asustada y exclamarás: «¿Dónde está el caballero Niels? Debo prevenirle». ¿Crees poder hacerlo?

—Sí…, eso creo.

—Perfecto, entonces, ¡vamos!

Puck se colocó en la piedra y esperó la señal convenida.

Ya había desaparecido su nerviosismo y todo le parecía fácil de repente. Lo importante era mostrarse bien natural.

—¡Atención!

Puck miró a la cámara y vio que estaba un poco a un lado, de modo que de momento no entraba en escena. Aquello la tranquilizó más aún.

—¡Cámara!

Brummer levantó la mano y Puck se puso a correr. Su corazón latía apresuradamente lo que iba muy bien al papel, ya que debía simular estar muy asustada.

Todo pasó tan de prisa que apenas pudo darse cuenta. Todavía estaba sobresaltada, cuando oyó la voz del director decir amablemente:

—Muy bien, Bente… En cuanto a ti, Fogh, has exagerado. No tienes por qué expresar tanto terror. La damita no te ha comunicado ninguna terrible nueva. ¡Vamos, empecemos de nuevo!

Filmaron de nuevo la secuencia y aquella vez el director quedó satisfecho. Durante la media hora siguiente, Puck tuvo que rodar aún varias escenas, y al cabo le dijeron que ya podía ir a descansar.

Alboroto, irónicamente admirativo, le puso una mano en el hombro.

—¡Estupendo, hijita! Greta Garbo no lo hubiera hecho mejor. ¡Una nueva estrella acaba de nacer ante nuestros ojos!

—¡Y pronto nacerá otra! —dijo Navio.

—¿Te han entrado delirios de grandeza. Navio?

—Nada de eso. Alboroto. Es de ti de quien yo hablaba. Cuando te toque rodar, los hermanos Marx quedarán automáticamente eclipsados. La gloria te espera, querido Alboroto.

Karen intervino:

—Lo has hecho estupendamente, Puck. Se diría que estás acostumbrada a actuar.

—Oh, no es difícil…

Poco después, el señor Brummer llamó a todos los alumnos, con excepción de Puck, que tenía derecho a un descanso. Y se procedió a filmar algunas escenas de «masas». Después de dar una ojeada a su reloj, el director dijo:

—Y ahora, amiguitos, todos al pensionado. Podéis conservar los trajes y así mañana ya podréis venir con ellos puestos. A la misma hora en el mismo lugar. ¡Adiós y muchas gracias!

Los muchachos tomaron sus bicicletas y en una extraña caravana se encaminaron al pensionado. Una veintena de pajes y damitas, escoltados por otros sesenta muchachos en vestidos corrientes, avanzaban por la carretera.

Cuando el alegre desfile pasó por delante de la casa del guardabosque, Bang estaba en el umbral fumando una pipa. Abrió los ojos asombradísimo.

—¡Vaya! ¿Ha llegado carnaval?

Los colegiales, riendo ante su sorpresa, se apresuraron a darle las oportunas explicaciones; y Bang reía a mandíbula batiente.

Al llegar al pensionado, guardaron sus bicicletas y los jóvenes actores fueron a sus cuartos a cambiarse de ropas, y quitarse los maquillajes. La hora de la cena no tardaría en sonar y después deberían ponerse a estudiar en serio.

Alboroto y Cavador estaban guardando sus bicicletas cuando el primero dijo:

—Cavador, viejo amigo…¡Ahora sí que está claro que soy un genio auténtico!

—¿No lo has sabido siempre? Creí que estábamos de acuerdo sobre este punto. ¿Puedo preguntarte la razón de tu descubrimiento?

—Tengo una sensacional idea…

—¡Hum!

—Es formidable, de veras…

—Cuéntala…

Alboroto guardó un instante de silencio, acariciándose la punta de la nariz reflexivamente:

—Verás… Esta noche utilizaremos la máquina multicopista… Oficialmente diremos que es para el periódico, pero será para otra cosa… Ah, cuánto nos reiremos… Cavador le miró un tanto desilusionado:

—¡Utilizar la máquina de sacar copias! Y ¿ésa es tu genial idea?

—Sí, sí, Cavador, ¡una genialísima idea, ya lo verás!

* * *

Los veinte alumnos que habían tenido la suerte de ser elegidos para intervenir en la película tuvieron algunas dificultades en concentrarse en los estudios al día siguiente. Pero comprendieron que debían esforzarse, ya que el director se mostraría intransigente en este aspecto.

Durante el recreo no se habló más que del rodaje. Cómo Navio no dejaba de repetir, ¡aquello era formidablemente palpitante!

Por la tarde regresaron a las ruinas. Puck y sus amigos se divertían de lo lindo. Ya no estaban tan nerviosos y representaban bien sus papeles. El director estaba particularmente satisfecho de las escenas en que Puck era vedette y acabó por decir a su ayudante:

—Esa chiquilla tiene temperamento. ¡Raramente he visto a alguien tan dotado para el cine!

El joven ayudante estuvo de acuerdo:

—Sí, actúa con una naturalidad que ya quisieran para sí muchos actores consagrados… ¡Podríamos contratarla para más adelante!

—No me parece factible… Su padre está en Sudamérica y el director de la escuela es responsable de su educación y no transige en sus obligaciones, lo que le honra…

—Sí, qué lástima…

—Bien, preparémonos para la escena siguiente. ¡Puck, te toca a ti!

Y el rodaje prosiguió…

Cuando los alumnos regresaron al pensionado hacia el final de la tarde, reinaba un general optimismo. Puesto que era sábado, no había estudio.

Cuando terminaban de cenar, se presentó un ciclista con una carta para Puck. Un tanto sorprendida, ésta la abrió y leyó:

Querida Bente:

Hemos decidido bruscamente filmar algunos interiores con Inger, Karen, Navio y tú en los salones del hotel de Oesterby. Tened la amabilidad de vestiros y venir. No os retendremos más de una hora y os pagaremos horas extras.

Cordialmente,

Brummer.

Puck tendió la carta a sus tres amigas y dijo:

—Vamos, chicas, sin perder tiempo…

Navio hizo un gesto malhumorado:

—Cuando entremos en Oesterby en bicicleta y ataviadas como damiselas de la Edad Media, la gente se reirá de nosotras.

—Como sea, nos hemos comprometido y debemos cumplir. Sigamos las instrucciones del señor Brummer. Vamos, vamos…

—Bien, si eso piensas…

Las muchachitas se vistieron de prisa. Aquellas ropas no eran precisamente las adecuadas para montar en bicicleta, ¡pero todos los trabajos tienen algún inconveniente, incluso el de actriz!

Cuando los demás las vieron ataviadas de tal modo, las llenaron de preguntas:

—¿Por qué os habéis vuelto a vestir?

—¿A dónde vais?

—¿No se había acabado ya de rodar por hoy?

—¿Regresáis a las ruinas?

Puck respondió por todas:

—El señor Brummer nos ha convocado al hotel de Oesterby, donde debe filmar algunas escenas de interiores.

Poco después las cuatro muchachitas pedaleaban animosamente en dirección al pueblo.

Y todo ocurrió tal como Navio había temido. Todo el mundo las miraba con curiosidad, y algunos reían y hacían chistes acerca de su aspecto. En todas partes, la presencia insólita de nuestras heroínas provocaba gritos y risas.

Karen se volvió hacia Navio y le dijo disgustada:

—Supongo que no hallarás eso «formidablemente palpitante»…

—Desde luego que no…

—Bah… —exclamó Puck—. Dejémosles reír. Tomémoslo con indiferencia.

—¡Vaya, vaya!; —les gritó un hombre—. ¿Celebráis hoy carnaval, hijitas?

—Sí —respondió Karen—. ¡Nos hemos puesto de acuerdo en venir a divertirles a ustedes, que tan buen humor parecen tener!

Una carcajada general acogió sus palabras.

Llegadas ante el hotel, la situación no hizo sino empeorar. ¡Se había formado a su alrededor un verdadero tumulto!

—¡Miradlas, miradlas! —gritaban los niños del pueblo ante el general regocijo.

En aquel momento el señor Brummer apareció en la puerta del hotel y gritó estupefacto:

—¡Por el amor del cielo! ¿Qué sucede aquí? ¿Ha llegado un circo?

Puck, que trataba por todos los medios de conservar su sangre fría, le gritó suplicante:

—Señor Brummer, señor Brummer… ¡defiéndanos de esos salvajes!

Entonces el director de cine se dio cuenta de la presencia de Puck y sus amigas, ataviadas para filmar, y por un instante se quedó inmóvil de sorpresa.

—¡Bente! —exclamó estupefacto—. ¿Qué hacéis aquí… y vestidas así?

Puck abrió la boca para responder, pero en aquel instante un grupo de muchachos, entre estridentes vítores, tomó a Navio en brazos y se la llevaron hacia la pastelería Bose, situada frente al hotel.

—¡Socorro, socorro! —gritaba la pobre Navio.

Brummer comprendió que debía intervenir sin pérdida de tiempo y se precipitó en auxilio de Navio. Algunos actores salieron del hotel y acudieron en su ayuda, pero no fue sin grandes dificultades que consiguieron poner a Puck y sus tres amigas fuera de peligro, en el vestíbulo del hotel.

El director de cine se secó el sudor de la frente y miró a las cuatro jovencitas consternado. Preguntó al cabo:

—¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? ¿Qué significa todo esto?

Puck, que estaba recobrando la serenidad, pudo explicar:

—Hemos venido a rodar las escenas de interiores…

—¿Cómo?

—Usted nos lo ha pedido en su carta…

—¿Yo? Yo no os he pedido nada de eso…

—Sí, en su carta. Nos pedía que las cuatro viniéramos aquí vestidas para rodar…

—¿En mi carta? ¿Qué carta?

—La… la que usted nos ha enviado.

El director gimió como un animal herido y, volviéndose hacia el joven actor Fogh, le dijo:

—Querido amigo, tráeme un whisky del bar. ¡Lo necesito!

Riendo, Fogh corrió a buscar la bebida solicitada, en tanto Puck tendía al señor Brummer la carta en cuestión:

—Ésta es su carta, señor Brummer…

La tomó como a un objeto estrafalario y empezó a leerla. Después inclinó la cabeza.

—Jamás he escrito eso. Además, ésta no es mi firma. ¿Quién te ha entregado esta carta, Bente?

Puck le dio las explicaciones al caso y al cabo de un rato Brummer sonrió:

—Creo que empiezo a comprender. Os han gastado una broma, hijitas…

Las chicas se quedaron boquiabiertas.

—Una broma, ¿eh? —repitió Puck—. Pues ya empiezo a ver claro… Y creo tener la explicación del misterio.

—Entonces, cuéntanoslo —dijo el señor Brummer, variando su vaso—. Tal vez eso nos impida volvernos todos locos.

—Un momento, por favor… —dijo Puck.

Y corrió hacia la ventana, desde donde echó una ojeada a la chiquillería que seguía vociferando en la plaza. También había algunos adultos, y Olsen, el representante de la autoridad, que trataba de imponer orden.

Y en aquel instante Puck vio a quienes estaba buscando: ¡Alboroto y Cavador!

Con los dientes apretados, Puck estuvo mirándoles largo rato, murmurando entre dientes:

—¡Ésa, amigos míos, me la vais a pagar cara!