Era una empresa peligrosa pero Puck estaba decidida a llevarla a cabo. Esperaba poder recuperar los papeles sin despertar a los hombres. En el más absoluto silencio, a gatas, arrastrándose casi, Puck avanzaba hacia la tienda. El menor paso en falso despertaría a los durmientes y echaría sus planes a rodar, aparte del peligro que aquello representaría.
Por fin llegó a la tienda. Prestó oído. Los dos hombres seguían roncando.
Con suavidad alargo un brazo y empezó a tantear el interior de la tienda. Su mano topó sucesivamente con varios objetos, vestidos, zapatos, las correas de una mochila. Pero nada de papeles.
Cambió de lugar. Prudentemente tendió de nuevo el brazo y empezó a rebuscar. ¡Lo más importante era no tocar a ninguno de los dos hombres!
Repetidamente cambió de lugar y por fin sintió bajo sus dedos el contacto de unos papeles. Una alegría inmensa se apoderó de ella, y al mismo tiempo un gran miedo. ¡Se trataba ahora de hacerlos deslizarse a través de las paredes de la tienda sin despertar a sus ocupantes!
¿Sería mejor tomar los papeles uno a uno o todos a la vez? Por fin tomó una decisión. Apretó con firmeza el montón de papeles y tiró de ellos. Pero notó una gran resistencia, y comprendió que uno de los hombres tenía un brazo puesto sobre ellos.
Era preciso reflexionar con gran cuidado. Retiró la mano y aguardó.
Y entonces tuvo una idea. Tomó una hierba seca, tendió la mano y empezó a hacer cosquillas en la mano del durmiente. Éste gruñó y se volvió bajo su manta. Puck entonces, con extraordinario júbilo, se dio cuenta de que el montón de papeles estaba libre.
Y tanta fue su alegría que se olvidó de su prudencia. Cogió los papeles, se levantó y quiso echar a correr. Pero ¡tropezó con uno de los tirantes de la tienda y cayó al suelo cuan larga era!
Su caída hizo estremecer la tienda. Dando un grito, los dos hombres se despertaron y se levantaron rápidamente.
Puck se levantó también y echó a correr con todas sus fuerzas, hacia su bicicleta. Los dos hombres salieron precipitadamente de la tienda, un tanto adormilados aún, en pijama, descalzos, y Puck comprendió que les llevaba ventaja.
Pero no por eso estaba fuera de peligro. Habiéndola visto, ambos hombres empezaron a perseguirla. Puck se puso a pedalear vertiginosamente, en dirección al lago. Pero los dos hombres, en bicicleta también, la seguían de cerca.
Molesta por el montón de papeles que apretaba fuertemente debajo de un brazo, tenía grandes dificultades en conducir bien su bicicleta. Repetidamente fue a pasar por encima de una piedra, y su equilibrio peligró grandemente. El cansancio empezaba a vencerla.
Vio entonces una granja a su izquierda y se dirigió hacia allí, con la esperanza de pedir socorro. En aquel momento, su bicicleta tropezó con algo y Puck cayó al suelo. Sorprendidos, sus perseguidores, que casi le habían dado alcance, no consiguieron frenar a tiempo. Puck se levantó y corrió como una exhalación hacia la granja. Los dos hombres abandonaron sus bicicletas y la siguieron. Sin abandonar sus preciosos papeles, Puck se ocultó tras un árbol. Un instante después, los dos hombres, desconcertados, se detuvieron.
—¿Dónde diablos ha ido ese chico? —dijo uno.
—¿Estás seguro de que no ha dado la vuelta? —preguntó el otro.
A pesar de lo trágico de la situación, Puck no pudo reprimir una sonrisa. ¡De modo que sus perseguidores suponían que ella era un muchacho!
—Vamos por allí…
Puck esperó a que los dos hombres se hubieran alejado y después se deslizó prudentemente a lo largo de un muro hasta una ventana entreabierta.
¡Estaba a salvo!
Colocó el montón de papeles en el alféizar, buscó algunos puntos de apoyo en las asperezas del muro, y saltó al interior. Justo en aquel instante, los dos hombres volvían sobre sus pasos. Inmóvil, reteniendo la respiración, Puck esperó a que se alejaran de nuevo. Cuando oyó sus voces perderse en la lejanía, comprendió que habían vuelto a montar en sus bicicletas.
Todavía permaneció un rato inmóvil. Súbitamente su corazón pareció detenerse. ¡Sonó un «clic» y se abrió una luz! Una voz dijo: «¡Vaya, eres tú!».
* * *
Cuando Puck se hubo acostumbrado a la luz, vio al anciano profesor Birck, sentado en el centro de una ancha y antigua cama. Se comprendía que había sido despertado bruscamente. Su pelo estaba enredado y su aspecto, en su sorpresa, era tan cómico que Puck no pudo sofocar una sonrisa.
—¡Vaya, vaya! ¡Conque eres tú! —dijo el señor Birck—. Pero ¿cómo diablos has entrado? —añadió como si acabara de darse cuenta por fin de lo anormal de la situación.
Puck se acercó:
—Me persiguen —dijo rápidamente, en un susurro—. Dos hombres. Por eso he entrado por la ventana.
—Pero eso es espantoso —exclamó el anciano—. Hay que prevenir a la policía… Espera. Voy a ponerme el batín.
Poco después, se dirigía hacia el teléfono, seguido por Puck.
—¡He pasado tanto miedo!
El señor Birck se volvió hacia ella y le sonrió.
—Claro que sí, lo sé. Si mi psicología es buena, te diré que ahora es cuando tú te das cuenta del miedo que has estado pasando. ¿Verdad?
—Sí —dijo Puck—. Así es exactamente.
Se hallaban entonces en la sala de la granja, desde donde el señor Birck llamó a la policía. Puck se sentó en una silla y empezó a llorar. Toda la angustia y la tensión de las últimas horas daban lugar ahora a un torrente de lágrimas. El anciano caballero la miró compadecido y después de haber colgado el teléfono se acercó a ella.
—Llora, llora, hijita —le dijo—. No sabes el bien que hace a veces llorar…
Se escuchó entonces un ruido afuera.
—Son los granjeros que vuelven —dijo el señor Birck.
El señor Holm, el granjero, entró acompañado por su mujer. Puck secó sus lágrimas y dijo amablemente «buenas noches».
En aquel momento la señorita Benedickte Holm entró en la pieza. Miró a Puck, estupefacta.
—Puck —dijo—. ¿Qué haces aquí?
Puck empezó a contar toda la historia y todos escucharon en silencio. Al cabo, el señor Birck exclamó:
—¿Y dónde están esas acciones?
—En el alféizar de la ventana —dijo Puck, levantándose de su silla—. ¡Dios mío! Casi las había olvidado… Y valen 200 000 coronas…
Salió de la sala y se precipitó en la habitación del señor Birck. Unos segundos después estaba de regreso y colocaba el montón de papeles ante el anciano profesor.
—Creo que he perdido algunas por el camino. Pero seguramente podremos recuperarlas, ya que no había viento esta noche. Debemos recuperarlas rápidamente, porque el señor Holst ha de venderlas cuanto antes y…
—¿Cómo? —exclamó el profesor—. ¿Quiere venderlas?
La señorita Benedickte confirmó lo que Puck acababa de decir:
—Sí. He oído al doctor Holst hablar por teléfono con su administrador…
—Ah, sí —murmuró pensativo el señor Birck—. El señor Henriksen… Tengo la impresión de que ese administrador está tratando de estafar a nuestro amigo. Estas acciones son de la «Compañía Noruega de Aceros» y cualquiera que tenga la menor información de la Bolsa sabe que tal compañía está en auge. Los felices mortales que poseen acciones de esa compañía verán duplicada su fortuna sin siquiera levantar un dedo. Ese… «hombre de negocios» no puede por menos que saber eso. Seguramente lo sabe muy requetebién y lo que intenta hacer es comprar él mismo esas acciones que aconseja a Erling vender. ¡El muy…!
Se levantó:
—Cuando venga la policía, iremos juntos a Egeborg, para solicitar perdón por esta amiguita nuestra que corre el riesgo de ser castigada por haberse fugado en plena noche. Además creo que es muy necesario que sostenga una entrevista con ese pobre erudito llamado Erling Holst a fin de examinar sus asuntos financieros. Es muy probable que Henriksen esté tratando de aprovecharse de la inexperiencia económica de nuestro joven hombre de letras. ¡Y ahora, veamos! ¿Quién nos prepara una taza de té?
La señora Holm se levantó dócilmente y se encaminó a la cocina, seguida por Benedickte y Puck, que se proponían ayudarla.
Un poco más tarde, un coche se detenía ante la granja y dos inspectores entraron en la casa. Rápidamente fueron puestos al corriente de la situación y sin pérdida de tiempo se encaminaron al bosque en busca de los dos ladrones.
Después de su marcha, el señor y la señora Holm, así como Birck, se vistieron. Eran las 11, 30 de la noche, pero el señor Birck se había propuesto ir en el acto a Egeborg. La señorita Holm había cogido entre las suyas la mano de Puck, para reconfortarla, ya que la chiquilla estaba asustada por los reproches que se le harían por su escapatoria.
—Ya verás —le dijo la señorita Holm—, todo se arreglará. Ya conoces lo suficiente al señor Frank para saber que es muy comprensivo.
—Sí, lo sé —dijo Puck—. Pero comprendo que he obrado mal.
En aquel momento llegaron al pensionado.
El sol se levantaba por encima de un paisaje lleno de niebla. Los pájaros cantaban, saludando el nuevo día. El césped brillaba por el rocío y los árboles del bosque se reflejaban en las cristalinas aguas del lago.
La señorita Holm llamó a la puerta del «Trébol de Cuatro Hojas» y miró al interior.
—Vamos, hijitas, en pie.
¡No había despertador más eficaz que la voz de la señorita Holm! Las cuatro muchachitas abrieron los ojos, se estiraron… Puck, en especial, no conseguía despertarse del todo.
—Vamos, levántate —le dijo Karen—. Sal de debajo del edredón…
—Hace un tiempo magnífico —dijo Inger, acercándose a la ventana.
—Ya voy, ya voy… —murmuró Puck, apelotonándose perezosamente entre las sábanas.
Trató de sentarse en la cama, frotándose los ojos.
—¡Tengo un sueño tremendo! —suspiró.
—Pues no lo comprendo —dijo Inge—. Nunca nos acostamos tan pronto como ayer.
—La ducha te espabilará —dijo Navio.
—¡Oh! Me hubiera gustado dormir un poco más —suspiró Puck.
—Pero ¿qué es lo que te ha fatigado tanto? —preguntó Inger.
—Me parece que ya puedo confesarlo —dijo Puck riendo—. A causa de la persecución de los ladrones, llegué muy tarde aquí ayer noche…
—¿La caza de los ladrones? Oye, lo habrás soñado, ¿no?
—¡Es la pura verdad! Cuando vosotras os quedasteis dormidas, yo salí y…
—¿Saliste? —Miró a Puck asombrada—. ¿Estás segura de no estar enferma?
—Estoy bien, tranquilízate —dijo Puck, sonriendo—. Te advierto que ahora no sé ni cómo me atreví a hacerlo. Pero ayer noche todo me parecía fácil.
—¿Tendrás la bondad de explicarme de qué se trata?
Puck le hizo un breve relato de los sucesos de la pasada noche. Cuando contó cómo se había arrastrado hasta la tienda para registrarla y recuperar los papeles, Inger se quedó casi sin respiración, en tanto Karen y Navio bebían sus palabras apasionadamente.
—¿Y luego regresasteis todos juntos al pensionado? —dijo Karen.
Puck sonrió:
—Yo tenía un miedo atroz de lo que me dirían, pero debo admitir que la señorita Benedickte ha sido extraordinariamente amable. Me ha tenido la mano durante todo el trayecto, asegurándome que todo iría bien. Y así ha sido.
—Cuenta, cuenta…
—Pues bien, cuando hemos entrado en el despacho del director, el señor Frank me ha mirado con aire perplejo preguntándome de dónde venía yo a aquellas horas. Pero el señor Birck, que es una de las personas más encantadoras que yo jamás he conocido, se ha encargado de explicárselo. Y muy bien, por cierto.
—¿Qué pasó luego?
—El doctor Holst también estaba allí y el señor Birck al término de sus explicaciones se volvió hacia él y le dijo:
«Ahora, Erling, debo decirte algo. Toma tus acciones recuperadas, pero considera una suerte el que intentaran robártelas, ya que este hecho nos ha permitido darnos cuenta de lo que se quería hacer contigo».
»El doctor Holst miraba al viejo profesor estupefacto.
»—¿Qué quiere usted decir, tío Joergen?, le preguntó al cabo.
»—Henriksen te ha dicho que era preciso vender esas acciones rápidamente.
»—Sí, exacto —dijo el doctor.
»Pues bien, prosiguió el señor Birck, no hay que venderlas de ninguna de las maneras. Si lo haces, perderás muchísimo dinero. La Compañía Noruega de Aceros está adquiriendo tal expansión que en menos de un año esas accionen han doblado su valor, incluso triplicado, y tu “hombre de negocios” debe saberlo perfectamente. Tú lo ignoras porque sólo te interesas por la poesía. Pero si puedes creer la opinión de un viejo como yo, que ha visto muchas cosas en su vida y fue el mejor amigo de tu padre, admitirás que el consejo del tal Henriksen era una monstruosidad y sus intenciones, sin duda, enriquecerse a tu costa. Mañana tendremos una charlita con ese administrador tuyo».
—¡Qué historia más formidable! —exclamó Navio—. Y el director ¿qué dijo?
—No gran cosa. Se limitaba a escuchar. Y luego me dijo que ya era hora de que fuera a acostarme.
Las cuatro amiguitas acudieron a la primera clase del día con la sensación de compartir un secreto maravilloso que, cuando se divulgara, causaría sensación.
—Dejemos que las cosas sigan su curso —propuso Inger—. No digamos nada de tu expedición nocturna.
—¡Ni una palabra! —aprobó Puck.
Cuando estaban en la clase de inglés oyeron el ruido de un motor y Puck pudo ver a través de la ventana el coche negro del doctor Holst, del cual bajó el señor Henriksen.
—¿Qué acabo de decir, Bente? —preguntó el profesor Strandvold, de pie en su tarima.
—Eeeh… Perdone, no he oído bien —balbuceó Puck.
—He dicho: «Now something is going to happen». Tradúcelo.
—Significa: «Y ahora va a ocurrir algo» —dijo Puck, pensando en que, en efecto, algo iba a pasar pronto.
* * *
El comité de redacción estaba reunido. «La Hoja de Encina» estaba a punto de ver la luz.
Sentado ante una mesa llena de papeles. Alboroto estaba particularmente satisfecho.
—¡Artículos sensacionales! —exclamó—. Artículos de primera calidad para el primer número de nuestro periódico. Si eso continúa, «La Hoja de Encina» será el mayor éxito de todos los tiempos, creedme.
—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Inger.
—Un buen articulito de Navio sobre el equipo femenino de baloncesto y otro sobre fútbol de mi querido amigo Cavador. También dispongo de un escrito sobre la biblioteca del colegio y la señorita Benedickte me ha entregado una entrevista con el doctor Holst. ¡Hecha en un tono lleno de admiración, debo decirlo!
—¿A qué será debido? —exclamó Puck inocentemente.
—A propósito —recordó entonces Alboroto—, tú no me has entregado nada aún. ¿No has hallado esa sensacional noticia que andabas buscando?
Puck enrojeció un poco, pero respondió:
—Recibirás mi reportaje, no te preocupes… Pero no puedo dártelo aún, ya que lo está leyendo el director.
—¡Vaya! ¿Por qué? ¿Acaso es tan terrible que debe ser censurado? —inquirió Alboroto, ligeramente irritado.
—No tardará en devolvérmelo, ya verás.
Puck se levantó y se acercó a la ventana. Reflexionaba acerca de todas las dificultades sucedidas y de cómo estaban terminando. Sabía que en el despacho del director había tenido lugar una reunión. El señor Henriksen había llegado y se había encontrado esperándole al anciano señor Birck, asistido por el señor Frank y el doctor Holst. Lo que pasó allí dentro, sólo ellos lo sabían. La puerta principal se abrió y Puck pudo ver salir al señor Henriksen, con una cartera en la mano.
Entró en el coche y se instaló en el asiento posterior haciendo un gesto con la mano al chófer, como ordenándole con impaciencia que partiera.
—Parece tener mucha prisa —murmuró Puck—. Y tengo la impresión de que nunca volveremos a verle.
El coche se alejó. La puerta principal se abrió de nuevo y por ella aparecieron Benedickte Holm y Erling Holst. Parecían muy felices. Él la tomó a ella del brazo y ambos se sonrieron, alejándose hacia el lago.
—Tengo la impresión de que las cosas van viento en popa —dijo Puck.
—¿Qué es lo que va viento en popa? —preguntó Alboroto—. ¿Acaso crees que hallarás tu reportaje mirando al jardín?
—Amigo mío, si hubieras visto lo que acabo de ver comprenderías muchas cosas.
Alboroto se precipitó hacia la ventana. Y los demás le imitaron.
—Todo está a punto de arreglarse —pudo susurrar Puck al oído del muchacho.
—¡Bravo, bravo! —gritó Alboroto.
En aquel momento se abrió la puerta y entró el señor Frank.
—Perdonadme por interrumpir al comité de redacción —dijo, en un tono por el cual Puck comprendió que estaba de excelente humor—. He venido solo a devolver a Puck su artículo. ¡Pero no puedo permitirle que lo publique!
Puck le miró consternada, pero el director prosiguió:
—De todos modos os diré de qué se trataba el artículo de Puck. Hablaba de unos papeles robados de la cartera del doctor Holst y de cómo la policía había conseguido detener a los ladrones.
—¿Y no era ésta una buena historia? —exclamó Alboroto.
—Sí, pero Bente lo había relatado con tanta modestia que silenciaba lo mejor. Así que yo he decidido venir a pediros permiso para colaborar en el primer número con mi versión de los hechos, que es la siguiente:
«Una valerosa estudiante desenmascara a unos ladrones y recupera una fortuna colosal».
Gracias al valor y al espíritu de decisión de Bente (Puck) Winther, un robo audaz ha sido descubierto. Los ladrones están en la cárcel y una fortuna de cerca de 200 000 coronas se ha salvado en el último momento. Un paquete de acciones perteneciente al nuevo presidente del comité de gerencia del pensionado de Egeborg, el doctor Erling Holst, había sido robado por unos vagabundos. Pero Puck se deslizó astutamente hasta su tienda para impedir que echaran al lago Ege aquellos documentos, tal como habían decidido los ladrones al darse cuenta de que no podían venderlas.
Puck estaba ruborizada hasta la raíz de los cabellos. Miraba al director, quien sonriente tendió el manuscrito a Alboroto, diciendo:
—Todos los detalles están aquí… Es decir, casi todos. A veces un buen reportero debe saber ser discreto.
—Gracias, señor —dijo Alboroto, inclinándose para tomar el papel.
—Y ahora me gustaría charlar un poco con Bente —dijo el director.
Cuando Puck y el director estuvieron en el despacho de éste, encontraron allí a la señora Frank y al señor Birck. Éste se levantó y estrecho la mano al director.
—No puede usted imaginar lo feliz que me siento —dijo el anciano profesor—, al haber conseguido desenmascarar a ese endiablado hombre de negocios que tenía a Erling bajo su influencia. Ahora todo está de nuevo en orden, ¿no es eso?
—Sí —dijo el señor Frank sonriendo a su mujer—. El doctor ha acabado por reconocer su obligación de proseguir la obra de su padre y por eso ha aceptado la presidencia del Comité de gerencia.
—Excelente idea —aprobó el señor Birck—. Erling necesitaba poner un poco los pies en el suelo. Su erudición lo estaba aislando del mundo. ¡Confío en que no abuse de su nuevo cargo para aburrir a los alumnos con eruditos discursos!
—¡Todo lo contrario! —dijo el director riendo—. Ya ha escogido el tema de su primera charla: «Mis recuerdos como jugador de fútbol». Parece ser que fue uno de los mejores de su equipo universitario. Creo que el nuevo presidente será pronto muy popular entre los alumnos.
Se volvió hacia Puck y dijo:
—En cuanto a ti, jovencita, debería castigarte severamente, pero… ¡renuncio a ello!
Le tendió la mano.
—Gracias por tu ayuda, Puck.
Los ojos de Puck se humedecieron y un nudo de lágrimas le obstruyó la garganta.
Pero no importaba. ¡Todo estaba bien en el mejor de los mundos!