Después de haberse despedido del señor Birck, Puck entró en el colegio en un estado de espíritu muy pesimista. Antes de cruzar la puerta, vio pasar a unos ciclistas que se alejaban en dirección a Oesterby. Eran muchachos con camisas a cuadros, pero no les reconoció y tampoco les prestó particular atención, ya qué era bastante frecuente ver ciclistas por allí.

Con la cabeza baja, cruzó la puerta en el momento en que salía el señor Frank.

Éste, al ver a Puck, le preguntó:

—¿Has visto a alguien cruzar el jardín?

Puck negó con la cabeza.

—¿Por qué?

El director no respondió. Volvió a entrar en su despacho y dejó la puerta entreabierta, lo que permitió a la chiquilla vislumbrar dentro a la señora Frank, la señorita Holm y el doctor Holst. Después oyó la voz del director diciendo:

—Sin duda era alguien ajeno al pensionado…

—Eso nadie puede afirmarlo —dijo Holst.

El director repuso:

—¡Pues yo lo afirmo!

En aquel instante sonó el teléfono.

—Es su comunicación con Copenhague.

Puck empezó a subir lentamente las escaleras. La conversación que acababa de sorprender, añadida a los acontecimientos de los últimos días, le hacían presentir que estaba ocurriendo algo anormal. Y ¿no era ella el reportero de «La Hoja de Encina»?

—Oiga… —decía la voz del doctor Holst al teléfono—. Quisiera hablar con el señor Henriksen. Soy Erling Holst.

Hubo un silencio. Después:

—Aquí Holst… Oiga, debo preguntarle algo… La cartera que contenía las acciones que debían ser vendidas… ¿la tiene usted? ¿No? ¿Dice que estaba en mi habitación? Sí, yo también lo suponía, pero ha desaparecido. Han debido de robarla. Sí, claro, voy a prevenir a la policía. ¿Regresa usted? ¡Perfecto! Quiero hablar de todo esto con usted en seguida… Hasta pronto…

Dejó el teléfono en su sitio y dijo:

—Debemos prevenir a la policía en seguida. El señor Henriksen regresará esta noche o a lo más tardar mañana por la mañana…

—Telefonee a la policía pues —dijo el señor Frank—, cuanto antes se aclaren las cosas, mejor.

Puck estaba en el primer descansillo de la escalera. Ya lo sabía todo sobre la nueva catástrofe que caía sobre el colegio. ¡Acababan de robar unas acciones al señor Holst!

¿Cuándo se detendría pues aquella serie de tragedias?

Puck entre en su cuarto. Inger y Karen, tendidas en sus camas, leían revistas.

—¿Has dado un buen paseo? —preguntó Karen.

—Sí, gracias, excelente —respondió Puck quitándose el impermeable—. ¿Dónde está Navio?

—Ha ido también a dar una vuelta. Pudisteis ir juntas.

—No, yo necesitaba reflexionar. ¡Este asunto del periódico acabará por darme dolor de cabeza!

—¿Has encontrado una noticia sensacional? —preguntó Inger, apartando los ojos de la lectura.

—Oh, sí —exclamó Puck—. Pero no podré hacer un artículo con ella.

—¿Por qué?

—Porque no es la clase de noticias que conviene publicar.

—Cuenta, cuenta…

Puck sacudió la cabeza.

—¡Imposible! He prometido guardar silencio.

—Esa clase de promesas no han de hacerse nunca —exclamó desde la puerta la voz de Navio—. Pero, en fin, ¡una promesa es una promesa!

Puck permaneció inmóvil mirando a través de la ventana. Después dijo:

—Hay algo que sí puedo confiaros, pero con la condición de que no se lo digáis a nadie. Veréis…

Y en pocas palabras Puck puso a sus tres amigas al corriente del robo y de la conversación que había sorprendido en el vestíbulo. Las muchachitas abrieron los ojos de asombro. ¡Un robo… en Egeborg, en pleno día!

—¿Cómo es posible?

—No tengo la menor idea —dijo Puck, inclinando la cabeza—. Pero deberíamos intentar resolver el asunto antes de que llegue la policía.

—¡Imposible!

—Podemos intentarlo. Pensemos primero en si es factible entrar y salir de la habitación del doctor Holst sin ser visto.

—¿Lo probarás tú?

—No, claro. Pero podemos ver si hallamos huellas.

Las cuatro chiquillas salieron. La habitación que ocupaba el doctor Holst se hallaba al otro extremo del pasillo. Pero ¿cómo sabía el ladrón que las acciones se encontraban allí?

—¡Un momento! —exclamó Puck—. El doctor no estaba muy seguro de que su cartera se encontrara en el cuarto. Tal vez la había dejado en algún otro sitio.

—¿No sería eso algo descuidado? —preguntó Navio—. Es el tipo perfecto del profesor distraído, pero de todos modos…

Las cuatro amiguitas bajaron rápidamente la escalera. En el refectorio, hallaron a una de las chicas de la cocina poniendo las mesas. Puck se dirigió a ella:

—Maren, ¿puede decirme si esta tarde ha visto a alguien forastero por aquí?

—¡Sí! —contestó la criada con un fuerte acento campesino—. He visto a dos chicos de ciudad, muy bromistas, que querían que les diera de comer. Pero les he dicho que no…

—¿Eran dos hombres con camisas a cuadros? —preguntó Puck.

Maren reflexionó un momento y después afirmó:

—Exacto. ¡Tal como usted dice!

* * *

En el vestíbulo, Puck dijo a sus amigas:

—¡Ya sabemos quién ha podido andar cerca de la cartera! Maren afirma que dos muchachos de Copenhague han entrado y yo, al regresar de mi paseo, he visto a dos ciclistas con camisas a cuadros dirigirse a Oesterby. ¿No serían los mismos?

—Desde luego —dijo Karen—. Pero ¿cómo encontrarlos ahora? A estas horas ya deben de estar muy lejos de aquí.

—La policía les encontrará —sugirió Inger.

—Claro —dijo Navio—. Pero ¿no sería formidablemente palpitante que les encontráramos nosotras?

—¡Tú y tus «formidablemente palpitante»! —exclamo Karen despreciativa—. Yo opino que por muy formidable, sensacional que sea, no podemos llevar a cabo nosotras una investigación semejante.

—Tal vez podríamos localizar a los ladrones y luego prevenir a la policía —sugirió Puck.

—Tal vez… Pero sólo tal vez. En primer lugar, ¿cómo encontrarles? De chicos en bicicleta y con camisa a cuadros debe de haber miles en los caminos. ¡Además no sabemos si ellos robaron la cartera! Maren les habló y luego les cerró la puerta en las narices…

—¿Lo crees? —dijo Puck—. No nos lo ha dicho… Será mejor que vayamos a pedirle detalles.

Puck regresó al refectorio y se dispuso a interrogar a Maren, quien no se hallaba demasiado dispuesta a charlar ya que tenía mucho trabajo.

—Escuche, Maren —dijo Puck insistiendo—. Es importante que me cuente con precisión qué ocurrió con los dos bromistas de camisas a cuadros.

Maren acabó por contar que habían llamado a la puerta ruando ella estaba en la cocina. Había abierto y uno de los muchachos le había preguntado si había trabajo para dos forasteros de paso. Maren había respondido que no. El otro, entonces, había pedido un poco de comida. Maren también se había negado, porque su aspecto no era de mendigos; ambos fumaban y olían a cerveza.

—¿De veras les ha negado un poco de pan, Maren?

—Bueno —acabó por confesar la criada—. ¡Al fin acabé por darles un par de rebanadas de pan con manteca! Después de todo no podía dejarles morir de hambre.

—¡Bien hecho! —aprobó Puck—. Ya sabía yo que al final sus buenos sentimientos habrían prevalecido. Y dígame, Maren, para ir a buscarles el pan con manteca ¿ha ido usted a la cocina?

—¡Claro!

—¿Y los dos hombres se han quedado fuera?

—Desde luego. Les he cerrado la puerta… Aunque a veces no cierra bien, esa puerta…

—Trate de recordar —dijo Puck—. ¿Había tal vez una cartera en el vestíbulo?

—Sí, la había. Una cartera distinta de la que tienen ustedes, los alumnos. Estaba en la mesita que hay delante del espejo. ¡Y allí debe de estar aún! Y ahora basta de charla, que tengo prisa…

Y diciendo esto, dio media vuelta y se encaminó a la cocina, mientras Puck y sus amiguitas se dirigieron al vestíbulo principal. Al llegar allí Puck se precipitó hacia la mesita citada por Maren y ¡qué sorpresa!, allí estaba todavía la cartera.

Era una cartera muy elegante, de cuero, con las iniciales de E. H., marcadas a fuego. Puck la tomó e Inger dijo:

—No comprendo cómo no la visto el doctor Holst si estaba aquí.

—¿Me permites que la mire? —preguntó Karen, tendiendo la mano.

Puck se la tendió. En aquel momento, se abrió la puerta del despacho y apareció el director acompañado por el doctor Holst.

—Aquí está su cartera —dijo Puck.

Holst abrió los ojos sorprendido.

—Sí, es la mía. ¿Dónde estaba?

—Sobre esta mesita —dijo Puck señalando el lugar con la mano.

Erling Holst la tomó.

—No comprendo. Estaba seguro de haberla dejado en mi cuarto. A menos que…

—¿Ve? No se puede estar seguro de nada —dijo el señor Frank gravemente—. ¡No hay ladrones en Egeborg, como puede comprobar!

El doctor Holst tendió la mano al director:

—Le pido disculpas —dijo en una mezcla de amabilidad y contrición—. No debí mostrarme tan taxativo.

El director estrechó la mano tendida.

—Todo arreglado —dijo contento—. ¡Y ahora, hijas mías —añadió dirigiéndose a las cuatro chiquillas—, id al jardín! Estoy muy contento de que haya aparecido esta cartera…

En aquel momento, un coche de la policía se detenía ante la puerta principal y dos inspectores bajaron de él. El director dijo entonces:

—Será mejor que te quedes, Puck. Ya que tú has encontrado la cartera, podrás explicárselo… Las demás, id al jardín…

Los dos policías entraron, saludaron y el señor Holst les dijo:

—Me temo que han hecho ustedes un viaje en vano. Estábamos seguros de que se había producido un robo, el de esta cartera, pero acaba de ser encontrada aquí, en el vestíbulo, a la vista de todo el mundo. Esta chiquilla la ha descubierto.

Uno de los inspectores contestó, un tanto serio:

—Debieron ustedes buscar mejor antes de molestar a la policía.

—Crea que lo lamentamos de veras —dijo Erling Holst—. ¿Puedo ofrecerles un cigarro?

—No diré que no —contestó el inspector, más amable—. Gracias… Y, bien, nos iremos, puesto que no nos necesitan.

Se puso el sombrero y dio media vuelta.

Su colega dijo entonces:

—Quizá sería conveniente echar una ojeada a la cartera.

—No me parece necesario —dijo el primer inspector—. La han encontrado, todo está pues en orden. ¡Hasta la vista, señores!

Poco después el coche policial desaparecía en la carretera. El director cerró la puerta y se dirigió al doctor Holst, a quien dijo:

—El inspector se ha molestado, creo. Pero lo importante es que haya recuperado usted la cartera. ¿Qué quieres, Puck?

Puck se había acercado a la mesita, y dijo:

—Doctor Holst, de todos modos, ¿quisiera usted comprobar el contenido de la cartera? Acabo de pensar ahora que pesa muy poco…

Erling Holst tomó la cartera y la abrió.

¡Estaba vacía!

El doctor Holst permanecía inmóvil y mudo ante la cartera vacía que sostenía entre sus manos. Su mirada iba del director a Puck y de Puck al director. Finalmente declaró:

—¡Después de todo, sí se trata de un robo!

El director se precipitó hacia la puerta que abrió, pero el coche de la policía ya estaba muy lejos.

—No nos queda otro remedio que volver a telefonearles —dijo, cerrando de nuevo—. No será fácil hacerles comprender que deben volver…

—¡Había 200 000 coronas en acciones en esta cartera! —dijo Erling Holst.

—¡No puedo comprender —dijo el director— cómo se puede ir por el mundo con semejante cantidad de dinero! Para ser franco, esto me parece un poco de inconsciencia. Esas acciones debían hallarse en un banco.

—Tiene usted razón, señor Frank —admitió Holst—. Ha sido inconsciencia de mi parte. Pero la cosa está hecha y no tiene remedio.

—Tranquilícese de todos modos —prosiguió el director—. ¡Se recuperarán esas acciones! Puesto que son valores nominales, no tienen ningún valor para el ladrón.

—Es cierto —admitió Holst—, pero cuando el ladrón se dé cuenta de que no tienen ningún valor para él, tal vez las destruya.

Puck salió de la pieza. Para ella la cosa estaba clara. Los dos hombres de las camisas a cuadros habían abierto la cartera y se habían llevado los papeles que hallaron dentro, dejando de nuevo la cartera en su sitio.

Si las 200. 000 coronas desaparecían de pronto, podía darse por seguro que el doctor Holst retiraría la subvención al pensionado.

En e] jardín, Puck vio venir hacia ella a Alboroto, muy excitado.

—¿Sabes? Tengo ya muchos artículos para nuestro periódico —dijo—. Algunos muy buenos. El primer número será sensacional. Pero tú no has entregado aún una sola línea. ¿Por qué?

—Es porque no tengo aún ninguna noticia.

—Pero te corresponde hacer los reportajes…

—Alboroto —dijo Puck—, estoy tras la pista de una noticia sensacional. Sin embargo, por el momento es un secreto y no puedo decirte nada. ¡Pero te aseguro que será una noticia como jamás se ha sabido otra en Egeborg! Alégrate pues… y deséame suerte.

Y echó a correr hacia sus compañeras a quienes, en pocas palabras, puso al corriente de la situación. Y añadió:

—Debemos hallar, cueste lo que cueste, a los dos ciclistas, que en realidad deben de ser dos vagabundos capaces de todo.

—Lo que es más bien inquietante —dijo Inger—. ¿No crees que sería mejor que dejáramos que la policía se ocupara de esto? Contamos lo que sabemos a los dos inspectores y…

—¡Pero si en realidad no sabemos nada! Sólo lo que nos ha contado Maren…

—Yo opino —dijo Navio— que debemos empezar a perseguir a los dos hombres cuanto antes.

Tomaron sus bicicletas y empezaron a pedalear animosamente hacia el pueblo, que cruzaron sin conseguir ver la menor huella de los hombres de las camisas a cuadros.

Recorrieron varias veces la carretera en ambos sentidos y al cabo torcieron hacia Oestergaard, a orillas del lago. Cuando iban a adentrarse en el bosque, vieron una tienda de campaña levantada en un claro, y escucharon las voces de dos hombres.

Uno de ellos decía:

«¿Queda agua aún?».

El otro contestó:

«No. Iré a buscar más».

Las muchachas vieron al joven en el momento en que salía de la tienda. Era alto, de hombros anchos y llevaba una camisa a cuadros abrochada hasta el cuello.

—Son ellos —murmuró Navio, excitada.

—Calma —aconsejó Puck—. Sigamos pedaleando tranquilamente. Nos detendremos más adelante para celebrar consejo de guerra.

Llegadas a un desvío, bajaron de las bicicletas y se sentaron en un tronco, para elaborar, en voz baja, un plan.

Finalmente quedó convenido que una de ellas trataría de acercarse a la tienda para examinar a sus ocupantes con más atención. Lo echaron a suertes y la elección recayó en Karen, la cual, después de mirar conspiradoramente a sus compañeras, se alejó en el bosque. Inger la siguió con inquieta mirada.

—¡Mientras no corra peligro! —exclamó—. Yo me siento siempre un poco responsable de Karen.

—Bah —repuso Navio—. Es ya bastante mayorcita para arreglárselas sola.

Cuando finalmente Karen reapareció, todas suspiraron tranquilizadas.

—Hola —dijo ésta alegremente. Estaba radiante—. ¿Os he hecho esperar mucho?

—Sí. Estábamos inquietas por ti —confesó Inger.

Karen parecía estar en plena forma, La chiquilla frágil y malhumorada que había sido a su llegada al pensionado se había cambiado en una muchacha segura de sí, valiente y alegre, bajo la excelente camaradería que reinaba en el pensionado.

—Cuéntanos qué has descubierto —pidió Puck.

—Estoy absolutamente segura de que son los dos hombres de que Maren nos ha hablado.

—¿Por qué?

—Escuchad. Me he acercado a la tienda y me he agachado para no ser vista. Los dos hombres parloteaban sin cesar. Uno de ellos decía que era conveniente irse de aquí cuanto antes, pero el otro le contestaba que no había razón alguna para ello. «Si nos fuéramos ahora, le decía, es cuando despertaríamos sospechas».

—Eso quiere decir que no tienen la conciencia tranquila —dijo Puck.

—Esperad —prosiguió Karen—. Uno de ellos ha dicho: «Lo que debemos hacer ahora es comer algo». Y el otro ha contestado: «Por suerte tenemos el pan con manteca que nos ha dado aquella buena mujer».

—¡El pan con manteca de Maren! —gritó Navio.

—Exacto… —dijo Karen.

* * *

Cuando las muchachitas regresaron al pensionado, tuvieron un mal recibimiento.

La señorita Holm, su «capitana de corredor», estaba disgustadísima. Las reunió en su cuarto y estuvo sermoneándolas durante unos buenos diez minutos.

—No sólo os permitís saltaros la clase de estudio sino que nos sumergís a todos en la más negra inquietud. ¡Hemos estado a punto de telefonear a la policía y si no lo hemos hecho ha sido por haber sabido que os habíais ido las cuatro juntas! ¿Dónde habéis estado?

—Hemos ido a dar un paseo en bicicleta por el bosque del Norte —respondió Inger.

—¿Y para esto habéis tardado tanto?

—No nos hemos dado cuenta de la hora…

—¡Basta! —exclamó la señorita Holm, poniendo fin a su interrogatorio—. Me veo obligada a prohibiros salir durante dos días. Y ahora id a cenar. Después vais a vuestro cuarto y permaneceréis allí encerradas. ¿Comprendido?

—Sí, señorita.

Las cuatro muchachitas se sentían bastante apenadas cuando entraron en el refectorio donde todos sus compañeros comentaban su fuga. ¡Qué molesto sentirse el centro de las miradas!

Después de la cena, subieron a su cuarto, mientras oían a sus compañeros reír y gritar en el jardín. Navio se tendió en su cama y se dispuso a contemplar el techo. Karen trató de leer. Inger empezó a coser, y Puck, acodada a la ventana, admiraba el gran Jardín,

—¡Bien, estamos apañadas! —suspiró Inger.

—Ya era de prever —dijo Navio—. Y en el fondo el castigo no es tan grande…

—¡No; si acabará por hallarlo «formidablemente palpitante», supongo! —dijo Karen de mal humor.

Poseyendo un temperamento fogoso, no podía soportar estar encerrada.

—Todo es culpa mía —confesó Puck.

—Eso es cierto —dijo Karen, lejos de haber recobrado la calma—. ¡Ha sido una de tus geniales ideas!

—¡Karen! —reprochó Inger, deseosa de detener la tormenta que se avecinaba—. Puck lo ha hecho con buena intención y tú misma has aprobado sus planes.

Sin mucho entusiasmo, estuvieron trabajando un tiempo, después del cual se desnudaron y acostaron. Cuando la señorita Holm hizo su recorrido de inspección, las cuatro chiquillas parecían dormir. Estuvo contemplándolas un rato, preguntándose qué habría ocurrido en el «Trébol de Cuatro Hojas», que habitualmente era la más ejemplar de las habitaciones. ¡Qué complicadas son las chiquillas!, pensó la profesora. ¡Nunca se acaba de entendérselas del todo!

Cerró de nuevo la puerta y se encaminó hacia su cuarto, tranquilizada por el sueño lleno de inocencia de sus alumnas.

Pero Puck no estaba dormida. Con los ojos cerrados en la oscuridad, escuchaba la rítmica respiración de sus amigas. Fuera, la noche era oscura. Las puertas del pensionado se estaban cerrando. Todo se preparaba al sueño.

Después de haber esperado durante un largo rato, Puck se levantó y vistió sin hacer ruido. Se puso pantalones tejanos y un suéter. Después se acercó a la puerta, que abrió sin hacer ruido, y empezó a bajar la escalera, asida el pasamanos para no caer en la oscuridad.

Del despacho del director surgían voces. Y de pronto se abrió la puerta Puck se agachó para no ser vista. Pudo ver a la señora Frank cruzar el vestíbulo, y dirigirse al refectorio, del que volvió a salir poco después con un vaso en la mano. Cuando de nuevo se cerró la puerta del despacho, Puck bajó rápidamente los últimos peldaños, cruzó la entrada y pocos segundos después estaba en el jardín.

Respiró profundamente. Hasta allí todo había ido bien. Pero ¿conseguirá llevar a término sus propósitos sin ser descubierta?

Tomó su bicicleta y emprendió el camino.

Pronto llegó al límite del bosque del Norte. Allí dejó la bicicleta y estuvo un momento contemplando el lago que brillaba a la luz de la luna. Después se encaminó por entre los árboles hacia la tienda de campaña.

Al llegar allí se ocultó detrás de un grueso árbol y esperó largo rato sin moverse. Los dos jóvenes estaban en la tienda. No los veía, pero podía oír sus voces.

—¿Qué haremos de estos papeles? —decía uno.

—Tirarlos al lago —propuso el otro.

—Sí, lo haremos mañana.

—¿Y si la policía viniera esta noche?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¡Eres más nervioso…!

—Bien, bien, como quieras…

—Mañana ataremos bien estas acciones, les pondremos una piedra y las tiraremos al agua. Así no tendremos nada que temer. ¿No crees que ahora deberíamos dormir?

—Sí, tienes razón. Estoy muerto de cansancio.

Puck no se había perdido ni un ápice de aquella conversación. ¡El misterio estaba aclarado! ¡Si consiguiera recuperar las acciones!… Perpleja, permaneció aún un rato tras el árbol. Pronto sonoros ronquidos surgieron de la tienda. Los dos hombres se habían dormido… Entonces, con infinitas precauciones, Puck empezó a arrastrarse hacia la tienda…