Alboroto había estado acertado.

Cuando el director reunió a los alumnos para anunciarles que el doctor Holst daría una charla sobre poesía danesa, todos manifestaron abiertamente su descontento.

—¡Leernos poemas! —refunfuñó Navío—. ¡Que el diablo se lleve todos los poemas! ¡Con lo pesados que son!

—Será mortalmente aburrido —comentó Annelise.

—Tal vez no —comentó Puck, que, sin embargo, se sentía inquieta. Había notado que el director la miraba de modo inquisidor y sabía que acabaría por interrogarla.

Alboroto pasó por su lado para decirle:

—Si los demás supieran que tú has provocado esto…

—¿Crees que he obrado mal?

—No, yo sé que no —dijo Alboroto—. Comprendo tus intenciones, pero…

Hacia el fin de la tarde, el coche del señor Holst se acercó a la entrada.

—Bien, queda acordado —dijo el señor Henriksen—. Nos veremos mañana. Hubiera preferido que viniera usted conmigo, pero puesto que debe dar una charla…

Puck había sorprendido aquella escena en el momento en que ella salía para dar un pequeño paseo y meditar.

De pronto, los perros de Holst saltaron gruñendo hacia la linde del bosque, desde el cual se oyeron en seguida sus ladridos hostiles y amenazadores. Puck se precipitó tras ellos, y vio al viejo profesor señor Birck que se acercaba sin prisas, acompañado de su perrita. Los dogos se abalanzaron sobre ésta que, asustada, se escurrió arrastrándose, seguida de los otros dos animales, mientras el señor Birck se esforzaba inútilmente en llamar a Dinah.

Un agudo silbido se oyó, proveniente de la escuela; era Erling Holst que llamaba a sus perros, los cuales, dócilmente, dieron media vuelta y se fueron.

Instantes después, Dinah asomó con prudencia por detrás de un matorral, avergonzada y asustada.

—Vamos, Dinah —dijo el señor Birck—, de nuevo te has puesto en dificultades.

Entonces vio a Puck y le sonrió amablemente.

—Vaya, ahí está tu salvadora, Dinah… ¿Cómo te va, amiguita?

—Muy bien, señor, gracias —respondió Puck—. Temía que esos perros hubieran mordido a su perrita…

—Nada de eso. Seguramente se trataba de un juego. Los perros grandes suelen ser muy considerados con los perros pequeños —repuso el señor Birck con una sonrisa. Y al ver alejarse el coche del doctor Holst dijo—: ¡Qué bello coche!

—Pertenece al doctor Erling Holst —informó Puck.

—¿El doctor Holst? —exclamó el señor Birck—. Es el hijo de un viejo amigo mío, Joachim Holst, que ha muerto no hace mucho.

—Está aquí —dijo Puck—, y esta noche nos dará una charla…

—¿De veras? Me gustaría oírle. Hablaré a Benedickte de esto. Hasta la vista, hijita.

Por la tarde los profesores se reunieron en el refectorio, donde se había dispuesto una mesa para el conferenciante. El señor y la señora Frank entraron con el doctor Holst y el conferenciante, sonriente, tomó la palabra.

Evidentemente Erling Holst era un erudito. Pero para su auditorio resultaba demasiado sabio.

—Es erróneo pretender —empezó—, que la escuela simbolista francesa no ejerció influencia alguna en la literatura danesa…

Erling Holst hablaba, hablaba sin parar; arrastrado por su pasión por la literatura, había olvidado del todo a su público, el cual se aburría soberanamente. Puck se daba cuenta de que la catástrofe se avecinaba.

El calor era casi insoportable y, al cabo de un momento, el señor Frank se levantó y, abriéndose paso entre los alumnos, se dirigió hacia la ventana que daba al jardín. En aquel momento apareció el señor Birck, acompañado de su perrita. El señor Birck estrechó la mano del director y después buscó con la mirada una silla vacía. Media docena de chicos se levantaron para cederle el sitio y pusieron tanto celo en ello que derrumbaron dos sillas.

Erling Holst les miró irritado; después prosiguió: —En Drachmann, el romanticismo no es sólo la expresión de su personalidad, sino sobre todo la de la época en que vivió…

No pudo seguir hablando, porque, de pronto, desde el jardín, se precipitaron a la sala los dos perros de Holst persiguiendo a Dinah entre grandes ladridos.

¡Una enorme confusión estalló en el refectorio! Profesores, alumnos y perros corrían de un lado a otro, en el mayor desorden. Solamente Puck permaneció en su silla. Voluntariamente había cerrado los ojos y encogido los hombros, como tratando de ignorar la catástrofe que se estaba produciendo. De reojo miró hacia Erling Holst quien, entre rabioso y consternado, contemplaba lo que unos instantes antes había sido un auditorio atento y respetuoso, ávido de instruirse sobre las grandes corrientes de la poesía danesa del siglo XIX.

Al día siguiente empezó a llover, de modo que el medio ambiente se puso en consonancia con el humor de los habitantes del pensionado.

Cuando las moradoras del «Trébol de Cuatro Hojas» saltaron de la cama, Puck se apresuró a descender al encuentro de la señora Frank que salía del despacho de su marido. La joven señora parecía aún más abatida que la víspera.

—Buenos días, Puck —dijo, esforzándose en ocultar su aspecto preocupado—. La conferencia de ayer no fue precisamente un éxito, ¿eh?

Puck enrojeció hasta las orejas antes de responder. No había podido cerrar los ojos en toda la noche, pensando en la catástrofe ocurrida durante la charla del doctor Holst. Cuando finalmente consiguieron sacar los perros del refectorio, el desorden era tal que debió aplazarse el fin de la charla. Y todo el mundo se retiró de muy mal humor.

—Me siento desolada —confesó Puck—. Pero no podía prever… Suponía…

—No tienes nada que reprocharte —le dijo la señora Frank afectuosamente—. Todos sabemos que lo hiciste con las mejores intenciones del mundo.

—Sí, pero ¿qué pensará el director?

Una puerta se abrió entonces y la voz del señor Frank sonó a sus espaldas:

—Si quieres saberlo, acompáñame.

Con la señora Frank, entró en el despacho del director. A través de la ventana se veía llover, de modo suave pero persistente.

—Siéntate, Bente —dijo el director, designándole con la mano la silla destinada a las visitas—. Me gustaría hablar un poco contigo. En realidad, debí hacerlo ayer noche, pero las circunstancias no eran demasiado propicias. Dime, ¿cómo se te ocurrió pedirle una charla al doctor Holst?

La señora Frank observó a Puck, desde su asiento, y dijo: Según me dijiste ayer en el jardín, estás al corriente de nuestros apuros económicos…

Puck asintió con un gesto.

—Sí, Alboroto y yo oímos cómo el «hombre de negocios» y el doctor Holst lo comentaban. Así yo pensé que, si conseguía interesar al doctor en las cosas del pensionado, tal vez…

—Tal vez podrías ayudarnos —concluyó el director—. Sí, tu intención era excelente, Bente, pero creo que antes de actuar debiste consultarme.

—Sí, ahora lo comprendo —dijo Puck bajando la cabeza.

—Todo esto es bastante engorroso. ¡Fue una lástima que los perros intervinieran de modo tan intempestivo! —observó el director—. Pero de nada nos servirá lamentarnos ahora…

El rostro del director pareció tan preocupado que Puck preguntó:

—¿Cree usted que el doctor Holst está enojado?

—Sí, por desgracia está muy enojado. Hablaba de irse hoy mismo, a pesar del mal tiempo… Me gustará pedirte, Puck, que continuaras guardando discreción como hasta ahora en todo este asunto.

—Puede contar con ello —dijo Puck—. Seré tan muda como una tumba.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta. Antes de abrirse volvió a mirar al director, quien preguntó:

—¿Quieres decirme algo?

—De pronto… he tenido otra idea.

—¡Dios mío, no! —exclamó el director—. ¡No vayamos a desembocar a otra catástrofe! En fin, dime de qué se trata…

Puck se acercó de nuevo a él y continuó con locuacidad:

—Habíamos decidido pedirle a usted permiso para publicar un periódico escolar que queríamos titular «La Hoja de la Encina». Precisamente fue cuando Alboroto y yo veníamos a pedirle permiso cuando vimos llegar el coche del doctor Holst y oímos su conversación con el señor Henriksen. Tal vez pudiéramos escribir en nuestro periódico un artículo que conmoviera al doctor Holst. Podríamos hablar del colegio, contar lo felices que somos aquí… e incluso podríamos pedir a la señorita Benedickte Holm que comentara la charla de ayer y…

El rostro del director se iluminó con una gran sonrisa.

—¿No crees que sobreestimas el poder de la prensa?

Hubo un momento de silencio, después del cual la señora Frank se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—En mi opinión, la idea de Bente es excelente —dijo—. Sería un modo indirecto de excusamos ante el doctor Holst y creo sinceramente que le debemos esas disculpas.

Abrió la puerta y se fue. El vestíbulo estaba lleno de alumnos que se encaminaban al refectorio para desayunar. El director se levantó y se acercó a la ventana, sosteniendo la pipa entre los dedos.

—¿Cuándo crees que podría salir el primer número de vuestro periódico? —preguntó.

—Oh, en seguida —exclamó Puck—. Todos estaríamos encantados…

El director regresó a su mesa.

—Compréndeme, no se trata de ninguna conspiración. Pero me gusta la idea de que publiquéis un periódico, así como el hecho de que comentéis con toda seguridad lo que para los alumnos representa el pensionado de Egeborg. ¡Yo no puedo explicárselo directamente al doctor Holst! Te hablo sin reservas, Bente, puesto que tú conoces el problema. Pero recuerda que todo esto es confidencial.

Puck se dio cuenta de que las manos del director, que jugueteaban con su pipa, temblaban ligeramente.

—No se trata sólo de las 20. 000 coronas del padre del señor Holst. Hay también otros protectores de este pensionado y corremos el peligro de que, al enterarse de esto, retiren también sus subvenciones. Ya ves que el problema es grave. Ahora lo sabes todo. Cuento con tu discreción…

—¡Puede usted contar con ella! —dijo Puck solemnemente.

Se sentía terriblemente responsable por la confianza que el director depositaba en ella.

—Ve ahora a reunirte con tus compañeros y desayuna —dijo el director—. Haced el periódico y dejadme ver los manuscritos antes de publicarlos. Podéis utilizar la máquina multicopista del colegio, lo que resolverá el problema de la impresión. ¡Adiós, Bente!

—Adiós, señor director.

Puck cruzó el vestíbulo rápidamente y entró en el refectorio. Debía comunicar a Alboroto y los demás que el director estaba de acuerdo en que editaran un periódico escolar.

La primera reunión del cuerpo de redacción tuvo lugar después del desayuno. Duró pocos instantes, pero el entusiasmo fue general. Cada cual prometió escribir su artículo aquella misma noche.

Puck fue la encargada de preguntar a la señorita Benedickte Holm si querría escribir un artículo sobre los poetas daneses del siglo XIX, y así lo hizo durante el recreo siguiente.

—¡Claro que sí! —exclamó la señorita Holm—. ¡Con muchísimo gusto!

Hubo tanto entusiasmo en su sonrisa que Puck pensó que el doctor Holst tenía sin duda algo que ver en ello. Pero lo importante era que el periódico se publicara. ¡Tal vez así pudiera demostrarse el auténtico valor de la prensa!

* * *

A decir verdad, Puck no sabía muy bien cómo procede un verdadero periodista. No había tenido nunca ocasión de conocer a gentes del oficio y nadie la había iniciado en el trabajo de una redacción. Sus compañeros le habían encargado un reportaje, es decir suficientes noticias interesantes para ser publicadas en «La Hoja de Encina». Aquella tarea le resultaba tanto más difícil cuanto que el tiempo de que disponía era muy poco. Si la charla de la víspera no hubiera constituido un fracaso tan rotundo, hubiera podido ir a entrevistar al doctor Holst, pero tal como estaban las cosas el primer número del periódico debía constituir no sólo un homenaje para él, sino también una sorpresa. Cuando finalizaron las clases, el tiempo había mejorado un poco. Los árboles brillaban aún de lluvia, pero había despejado y Puck aprovechó aquella circunstancia para dar un paseo y reflexionar.

Se puso un impermeable, un sombrero, botas de agua y, con el cuello levantado, se encaminó hacia el lago. Cuando se disponía a bajar al desembarcadero, vio al doctor Holst y a la señorita Holm caminando juntos en animada conversación. El doctor tenía en la mano un libro, que agitaba en el apasionamiento de su charla, y Puck pudo oír trozos de lo que decía:

—… Día vendrá en que se rendirá a Drachmann el lugar y la estima que se merece.

Puck dio media vuelta sonriendo interiormente. Pensaba que lo mejor era no estorbar a dos seres unidos por una misma pasión por la poesía. ¡Mientras el doctor Holst y la señorita Holm dieran aquellos paseos hablando de literatura, no había ningún riesgo de que él abandonara el pensionado!

Después de haber estado paseando por el jardín, Puck llegó al linde del bosque y vio entonces al señor Birck con Dinah.

Al verla, la perrita se le acercó dando muestras de simpatía. Puck se inclinó para acariciarla, mientras el señor Birck decía:

—Hola, Puck… Según parece no temes al agua… Primero te zambulles para salvar a Dinah y ahora te paseas sin preocuparte del mal tiempo. ¿Quieres pasear conmigo?

Pasaron por delante de la casa del guardabosques y se encaminaron hacia el norte, bordeando el lago. El bosque estaba espléndidamente fresco después de la lluvia y se desprendía de él un encanto indefinido, casi misterioso.

—Me encanta pasearme por aquí —dijo el viejo profesor—. De todos los lugares donde he vivido, ninguno me gusta tanto como éste. Y a ti ¿te gusta?

—¿Egeborg?

—Sí…, muchísimo —dijo Puck, quien se daba cuenta de que no era sólo por ayudar al señor y a la señora Frank que trataba por todos los medios de salvar Egeborg, sino también por sí misma.

Pasearon un rato en silencio, al cabo del cual Puck dijo:

—Quisiera pedirle algo, señor Birck… ¿Sabe usted alguna cosa en materia de periódicos y periodismo?

El señor Birck se detuvo:

—Pues, no. ¿Por qué me lo preguntas?

—Hemos decidido publicar un diario escolar, y yo debo hacer los reportajes. Pero por desgracia no sé cómo hacerlo. Debería hallar una noticia sensacional, pero… ¿dónde?

El anciano sacudió la cabeza:

—Supongo que los periodistas la buscan hasta hallarla, , o bien les sale la noticia al encuentro por azar… Una entrevista al señor Henriksen no será posible porque sin duda ya no volverá a Egeborg. En cuanto al señor Holst… ¿Qué han venido ambos caballeros a hacer aquí?

Puck no respondió. Lo que sabía, no podía decirlo. El señor Birck prosiguió:

—Que yo sepa, el fallecido Joachim Holst dio durante toda su vida dinero a muchas diversas obras. Tal vez también el pensionado de Egeborg disfrutaba de su generosidad y es posible que su hijo haya venido a discutir la manera de proseguir la obra de su padre. El señor Joachim Holst no era hombre de tirar el dinero por la ventana. Si decidió financiar la escuela debió de ser por considerar que valía la pena,

—También yo pienso que vale la pena —suspiró Puck.

Habían dado media vuelta y regresaban al pensionado. Cerca de la casa del guardabosques encontraron al doctor Holst y a la señorita Holm, que continuaban absorbidos en su imaginación. Cuando la joven vio a su tío, se sobresaltó y ruborizó un poco.

—Vaya —dijo el señor Birck—. ¡Estoy contento de poder estrecharte la mano, Erling!

El joven doctor miró al anciano con asombro y al cabo su rostro se iluminó con una sonrisa.

—¡Tío Joergen! —exclamó estrechando la mano del anciano profesor—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo es que no nos hemos encontrado antes?

—Porque ayer noche te retiraste precipitadamente a tus habitaciones —contestó el anciano riendo—. Había venido para oír tu charla, pero tus dos perrazos y mi perrita lo echaron todo a rodar. ¡Bien lo sabes!

Una nube pareció ensombrecer la expresión de Holst, pero luego volvió a sonreír.

—¡Sí, fue muy molesto! —dijo—. Además, los alumnos no parecían estar escuchándome con demasiado interés, lo que no dejó de sorprenderme ya que habían sido ellos mismos quienes me lo habían solicitado.

Entonces pareció reparar en Puck, que se esforzaba en pasar inadvertida. La reconoció, arrugó el entrecejo y dijo:

—Fuiste tú quien me lo pediste, ¿no?

—Sí —contestó Puck tímidamente.

Se encontraba en una situación verdaderamente desagradable.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Tanto te gusta la poesía?

Puck no sabía qué decir, pero afortunadamente la señorita Holm intervino en su ayuda:

—Sí —dijo—. A Puck le gusta mucho la poesía.

El rostro de Erling Holst se iluminó de nuevo. Pareció recobrar su buen humor.

—Evidentemente —dijo—, si tus compañeros no se interesan por el tema, tú no tienes la culpa… Pero yo tenía mis dudas…

Hubo un momento de silencio, tras el cual el profesor Birck declaró:

—Tal vez debiste hablarles de cosas más interesantes…

—¡Tío Joergen! —protestó Holst.

—Perdona mi sinceridad, muchacho —prosiguió el señor Birck—. Pero creo que es contraproducente encerrar a sesenta chicos y chicas llenos de vitalidad en una hermosa tarde para hacerles oír una charla cuyo lugar adecuado hubiera sido la universidad de Copenhague.

Puso una mano sobre un hombro de Holst, pero éste la apartó molesto.

—A decir verdad —dijo— todos estos asuntos de escuelas modernas y pedagogías no me interesan en absoluto… Pero se está haciendo tarde, señorita Holm, y será mejor que la acompañe al pensionado antes de que vuelva a llover. Buenas noches, tío Joergen…

Puck y el señor Birck miraron cómo los dos jóvenes se alejaban en dirección del pensionado. Puck sentía un nudo en la garganta. Estaba a punto de llorar. ¡Todo se venía abajo! Ya no había ninguna esperanza…