Y Alboroto se dedicó a formar su «cuerpo de redacción». Tal «cuerpo» tuvo su primera reunión en el desembarcadero. El resultado fue que Cavador se ocupara de la sección de «Fútbol», Navio de los «Consejos domésticos» y las «Recetas culinarias»; Karen de los «Deportes femeninos»; y Puck de los reportajes y las noticias diversas.

—Recordad —repitió Alboroto por enésima vez— que todo esto queda supeditado a la aprobación del alto mando.

—Pero ¿qué quieres decir con eso exactamente? —preguntó Annelise.

—Se refiere al director. No estamos seguros de que nos dé su autorización.

—¿Y por qué tendría que oponerse? —repuso Annelise, con segundad, ya que estaba habituada a hacer siempre su voluntad… al menos en su casa, con sus padres—. A mí, la idea del periódico me parece excelente…

—Pero realizarla costará dinero —dijo Alboroto—. Precisaremos de la ayuda financiera de la escuela y…

Sus ojos se cruzaron con los de Puck y se interrumpió.

—Veamos —dijo Inger, conciliante—. Por el momento, nada se ha perdido; simplemente no nos ha sido posible hablar con el director porque tiene la visita de esos dos señores… Y ¿quiénes son, en realidad?

—¿No lo sabéis? Uno de ellos es un «hombre de negocios». Y se llama Henriksen. El otro…

—¡Es guapísimo! —exclamó Annelise, convencida—. Si queréis saber mi opinión os diré que tiene un encanto enorme. Y viste de modo «simpatiquísimo». ¿Cómo se llama?

—Erling Holst —declaró Karen, que se había documentado no se sabía cómo—. Y el magnífico coche es de él… Es un escritor… Y además se ha traído sus perros, lo que significa que piensa quedarse algún tiempo.

—¿Sus perros?

Karen asintió:

—Sí, han llegado esta mañana. El chófer ha ido a buscarlos al pueblo. ¿No los habéis visto? Son dos enormes perros de caza y se llaman Cástor y Pólux. Y el hombre de negocios, el señor Holst y el director han salido de cacería…

—Como sea —comentó Navio— confío en que esta noche podamos hablar con el director. ¡Me gustaría empezar a trabajar ya en el periódico!

El día transcurrió del modo acostumbrado. Cuando Puck terminó de estudiar, bajó por la escalera al vestíbulo en el instante en que la señora Frank salía de sus habitaciones privadas.

—Buenos días, señora Frank.

La señora se sobresaltó. Cosa curiosa, ya que ella jamás se alteraba. Sonrió tristemente y respondió:

—¡Oh, eres tú, Puck! No te había oído.

—Sin duda es a causa de mi suelas de goma —respondió Puck sonriendo ampliamente a la joven señora—. Ya he terminado de estudiar. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Pues… Si quieres, ven a ayudarme a recoger legumbres al huerto…

—¡De buena gana! —respondió Puck, y ambas se encaminaron hacia la salida.

Puck miraba a la señora Frank de reojo.

Ambas trabajaron en silencio un buen rato, recogiendo lechugas para el almuerzo. De pronto Puck se dio cuenta de que la joven señora había vuelto la cabeza y estaba llorando.

Se le acercó en silencio. La señora Frank no se había dado cuenta de su proximidad. Seguía mirando fijamente hacia el lago, inmóvil La vista era magnífica. Pocos lugares de Dinamarca eran tan bellos como los alrededores del lago Ege.

¡Imposible ver aquel paisaje sin enamorarse de él en seguida!

Puck comprendía muy bien el desespero de la señora Frank. Ella y su marido se habían entregado en cuerpo y alma a aquel pensionado y ahora todo corría el riesgo de derrumbarse.

Incluso se verían obligados, tal vez, a irse de Egeborg.

Puck puso con dulzura su mano en un brazo de la señora Frank. Ésta se volvió y la chiquilla pudo ver su rostro húmedo de lágrimas.

Durante un instante ambas guardaron silencio. Después la señora Frank estrechó la mano de Puck y le dijo:

—Puck, hazme un favor. Olvida que me has visto llorar…

—¡De acuerdo!

—A veces me siento un poco deprimida —dijo la señora esforzándose en tomar un tono desenvuelto—. Pero ¡ya pasó!

Puck la miró con gravedad.

—Comprendo muy bien lo que le ocurre —dijo.

La señora Frank la miró con asombro:

—¿Cómo?

—Quiero decir que sé lo que la ha puesto triste…

—¿Tú… lo sabes?

Puck asintió con la cabeza.

—Pues bien, estoy segura de que te equivocas —dijo la esposa del director, riendo. Pero su risa sonó a falso.

—Sólo yo lo sé —continuó Puck—. Es decir también Alboroto. Ambos estábamos en la entrada cuando llegaron el señor Erling Holst y…

—El «doctor» Holst, —rectificó la señora Frank.

—Ah, perdón… No sabía que fuera médico.

—No, no lo es; pero se puede muy bien ser doctor sin ser médico. Es decir en Letras, un título universitario. Pero ¿qué me decías de él?

—Cuando llegó con el otro caballero, Alboroto y yo estábamos en la entrada y sin querer nos enteramos de una subvención de 20,000 coronas que recibía el pensionado y de que el hombre de negocios no estaba de acuerdo en que el doctor Holst siguiera dando ese dinero… ¡Pero no hemos hablado de esto a nadie!

Después de un corto silencio, la señora Frank dijo:

—Desde luego, no hay que decírselo a nadie… ¡Además, tal vez todo acabe aún por arreglarse!

—Si pudiera hacer algo por ayudar… —suspiró Puck.

La señora le sonrió afectuosamente.

—Eres una jovencita muy amable, Puck —dijo—. Pero no puedes hacer nada. Éste es un asunto muy serio… —Y concluyó—: Ven, acabemos de recoger las lechugas…

Poco después, terminada su labor, ambas se encaminaron hacia la casa. Puck no cesaba de devanarse los sesos para buscar el modo de ayudar al pensionado en peligro. Pero comprendía que, en el fondo, sólo quedaba una esperanza: la de que, al cabo, el doctor Holst decidiera seguir ayudando a Egeborg.

Puck y Alboroto descubrieron al fondo del jardín un rincón aislado, donde se sentaron sobre un tronco y se dispusieron a examinar la situación. Ante la gravedad del problema, Alboroto se sentía más bien dispuesto a renunciar a toda acción, pero Puck no era de las personas que se acobardan fácilmente.

—¿No crees que debe haber un medio de arreglar esto? —insistió ella—. ¡Siempre hay una solución! Había pensado en pedir ayuda al padre de Annelise y a otros padres ricos, pero 20 000 coronas es una suma considerable y no conseguiríamos reunirla.

—¡Lo que pone fin al asunto!, como diría Sherlock Holmes —resumió Alboroto descorazonado—. A menos que el doctor… ¿En qué has dicho que es doctor?

—En Letras… Toma, eso acaba de darme una idea… Espérame…

Estupefacto, Alboroto la vio correr como un gamo hacia la escuela. Sacudió la cabeza entre consternado y resignado. Decididamente las chicas están todas un poco locas… Unos instantes más tarde, Puck reapareció, sosteniendo en la mano un libro azul.

—¡Le he encontrado! —dijo alegre.

—¿A quién?

—Al doctor Holst. Se habla de él en el «Who’s who». Escucha.

Y Puck leyó:

Holst, Erling: Doctor en letras. Nacido el 28 de junio de 1931 en Copenhague. Hijo de Joachim Holst y esposa, nacida Jespersen. Bachillerado en 1949, licenciatura de letras en 1956, doctorado en 1959 (tesis influencia italiana en la poesía romántica danesa hacia 1900). Residió en Suecia de 1962 a 1964. Viajó a los Estados Unidos, Francia, Grecia e Inglaterra, de 1964 a 1970. Conferencias en Harvard, Yate, Oxford, Columbia. Ha publicado diversos estudios en Dinamarca, Domicilio: Benstorffsvej 226 b, Charlottenlund.

—Muy bien —dijo Alboroto—. Pero ¿de qué nos sirve todo eso?

—En la guerra —sentenció Puck—, lo más importante es conocer al enemigo. Ahora conocemos al señor Holst y sabemos qué hay que hacer para atarlo para siempre al pensionado de Egeborg.

—Tal vez tú lo sepas —murmuró Alboroto—. ¡Yo no! ¿Serías tan amable de contármelo?

—Pues —empezó Puck en tono confidencial—. Escucha…

* * *

El almuerzo, aquel día, tuvo un solemne aspecto. La señora Frank y los visitantes lo tomaron en el refectorio con profesores y alumnos. Naturalmente, éstos trataron de comportarse lo mejor que sabían, lo que alegró en gran manera al director. En cambio aquello más bien pareció disgustar al señor Henriksen. Erling Holst paseó su mirada por los juveniles rostros tostados por el sol y el aire libre y una imperceptible sonrisa pareció flotar en sus labios, como si se alegrara de aquella manifestación de salud y alegría de vivir. Pero el hombre de negocios se inclinó hacia él y dijo en voz suficientemente alta como para ser oída por sus vecinos de mesa:

—Sin duda nuestro papel aquí es el de agua–fiestas.

—Tal vez…

El joven doctor inclinó la cabeza:

—Pero yo estaba ahora admirando…

El señor Henriksen no le dejó proseguir, se inclinó hacia el director y le dijo:

—¿Cómo se hace en este colegio la enseñanza del danés? ¿Acaso tiene usted ideas nuevas acerca de los métodos pedagógicos?

—En realidad, no —repuso el director—. Sería sin duda exagerado decir que aplicamos ideas «nuevas» en Egeborg. Nos esforzamos, eso sí, en mantenernos al día en materia pedagógica, pero no creo que los alumnos salgan beneficiados de una ausencia total de disciplina… Después del almuerzo, le presentaré a la señorita Holm, nuestra profesora de literatura, que se interesa mucho por despertar el interés de sus alumnos hacia este dominio.

Después del almuerzo, en efecto, se llevaron a cabo las presentaciones, Erling Holst sonrió amablemente a la señorita Holm y le dijo:

—Me gustaría hablar con usted de sus autores preferidos.

Puck, que permanecía atenta, se dio cuenta de que la señorita Holm enrojecía; así mismo de que Erling Holst sonreía de modo particular. Así que no se sorprendió en absoluto cuando les vio alejarse juntos hacia el lago Ege, hablando de literatura.

Cuando abandonó el comedor, el «hombre de negocios» estaba visiblemente de muy mal humor. La señora Frank le invitó a tomar café en el apartamiento de su marido, pero él declaró que debía trabajar en su habitación. Además, necesitaba ir a Copenhague para asistir a la reunión aquella misma noche. Holst le acompañaría sin duda y ambos regresarían al día siguiente para discutir de modo definitivo acerca del futuro del pensionado.

La señorita Holm y Erling Holst regresaron poco después de su corto paseo por el jardín. Parecían alegres y felices.

Puck pensó que el momento de actuar había llegado.

Se encaminó hacia el señor Holst y dijo:

—Perdóneme, señor…

Holst se detuvo y con cierto asombro miró a la muchachita que acababa de dirigirle la palabra.

—¿Sí?

—Me llamo Puck… Es decir, mi verdadero nombre es Bente —dijo la chiquilla, un tanto incómoda—. Perdóneme por interpelarle así, doctor Holst, pero necesito pedirle un favor.

El rostro del joven doctor estaba cada vez más y más asombrado:

—¿No deberías estar en clase? He oído el timbre…

—No se preocupe por eso… ¿Puede concederme un instante?

Él asintió y Puck prosiguió:

—Quisiera pedirle… Mis compañeros y yo hemos hablado mucho de usted y… nos hemos estado preguntando si no querría usted… darnos una charla.

—¿Una charla?

—Sí —dijo Puck, con entusiasmo—. Una charla sobre poetas daneses. ¡Nadie podría hablarnos de ellos como usted!

Holst sonrió. No le disgustaba escuchar un cumplido. Se pasó la mano por la frente y dijo:

—No será posible, no estoy preparado y…

—Bastará con que nos hable un poco de poetas, que nos lea algunas de sus obras…

—Sí —dijo él, soñador—. No sería una mala idea… Podría hablaros de Jacobsen, de Drachmann…

Miró a Puck y concluyó alegremente;

—¡De acuerdo! ¡Os daré una charla! Pero ¿cuándo?

—Esta noche, si fuera posible…

—¿Esta noche? Yo debía ir a…

En aquel momento se abrió una puerta y apareció la señora Frank.

—Señor Holst —dijo—, le estaba buscando. —Miró a Puck y prosiguió—: ¿Qué estás haciendo aquí? ¿No deberías estar en clase?

—Sí —dijo Puck un tanto incómoda—. Lo sé, pero…

—Estábamos hablando —intervino Holst sin dejar de sonreír—. Bente ha venido a pedirme que dé una charla esta noche y yo estoy de acuerdo en ello.

La señora Frank pareció asombrada,

—De modo que has conseguido convencer al doctor. ¡Te felicito! Semejante charla nos causará gran placer a todos…

Puck se encaminó hacia su clase corriendo, en tanto el director y Erling Holst desaparecían por otra puerta.

Una hora después, en el recreo, Puck puso a Alboroto al corriente. El chico la escuchó con gran interés, pero cuando supo que se trataba de aquella noche se mostró inquieto.

—¿No te acuerdas de que esta noche nuestro equipo de fútbol tiene entrenamiento? Cuando se sepa que esto será sustituido por una charla sobre el poeta Drachmann…

—Pero se traía de algo muy importante —balbuceó Puck—. La existencia del pensionado está en peligro. Deben comprenderlo…

—No pueden comprenderlo si no saben lo que ocurre —dijo Alboroto—. ¡De lo contrario todo el mundo se sentirá decepcionado!

—¡No importa! —declaró Puck—. No siempre es fácil hacer lo correcto. Debemos asistir a la conferencia todos y demostrar vivo interés.

—Tienes razón —dijo Alboroto—. Yo no he dicho que tu idea fuera mala, sólo que a los demás les costará entenderla.

Sonó el timbre y ambos se encaminaron a clase. Sombríos pensamientos sacudían la mente de Puck y los acontecimientos no tardarían en demostrar que sus temores estaban justificados.