Puck se había sentado en el desembarcadero y contemplaba el lago Ege.

El atardecer era delicioso. Apenas soplaba viento y la superficie del lago estaba lisa como un espejo, salvo en las proximidades inmediatas del desembarcadero, donde rebotaban pequeñas olas que balaceaban lentamente las dos barcas que allí se hallaban amarradas.

Su permanencia en el pensionado de Egeborg había desarrollado del modo considerable la receptividad de Puck para los encantos naturales. Así lo reconocía ella misma, absorbida en sus pensamientos y disfrutando intensamente de la belleza de aquel crepúsculo estival en el que los resplandores del sol poniente encendían maravillosos reflejos dorados en el cielo, por encima de las espesuras verdes del Bosque del Oeste.

Sí, había cambiado mucho y no podía evitar una sonrisa al recordar a la Bente Winther, la pequeña ciudadana preocupada que experimentaba una gran desconfianza hacia gentes y cosas, y que ahora se había convertido en la despreocupada y alegre Puck, que se sentía como pez en el agua en la bienhechora atmósfera del pensionado. Jamás se habría imaginado que hubiera tanta hermosura en las degradaciones de las sombras y de la luz por entre las nubes, en el imperceptible cambio de matices del follaje, en el temblor del viento en medio de las mieses ondulantes, o en el delicado contraste del verde intenso de los abetos al tinte más suave de las matas de helechos.

Pero lo que ocupaba particularmente el corazón de Puck, en tanto su mirada erraba distraída por la superficie del lago, eran los acontecimientos que habían tenido lugar unas horas antes, durante la clase de danés, y que lamentaba sinceramente.

Su profesora, la señorita Holm, había analizado unos poemas de Drachmann, el gran poeta nacional. Aquello no formaba parte del programa, pero la señorita Holm poseía un alma romántica y Holger Drachmann era su poeta favorito.

La señorita Holm era joven y linda. Los muchachos la admiraban sin reserva. Y las muchachas sentían también hacia ella una sincera admiración, no exenta de celos. Confusamente comprendían que la señorita Holm les aventajaba infinitamente en todos los dominios.

Se expresaba con gracia; sabía infinidad de cosas; ¡y era tan bonita! Pero aquel día todo había ido mal, todo…

La señorita Holm (se llamaba Benedickte Holm y así se la había llamado desde sus comienzos en Egeborg para distinguirla de otra señorita Holm, algo mayor que ella, y que era la «capitana de Puck y sus amigas»), había tenido la desdichada idea de declamar un poema de Drachmann: «Oigo en la noche el murmullo…». Era un poema bastante difícil de comprender, pero había entusiasmado a la señorita Holm; sin preocuparse de la evidente indiferencia de sus alumnos. Y poseyendo una naturaleza inclinada al romanticismo, había intentado hacerles descubrir sus bellezas:

«Oigo en la noche el murmullo

misterioso de tus canales,

Venezia: es como un jirón

de púrpura exangüe y blonda suave

que el pasado viene a colgar

bajo tus puentes muertos para fascinar

nuestra nostalgia…».

Cuando hubo acabado la lectura, la señorita Holm cerró el libro y dijo con fervorosa sonrisa:

—Bien, hijos míos, ¿qué pensáis de ello?

Hubo un largo silencio, que finalmente Karen rompió para preguntar, sin la menor emoción, con un realismo muy positivo:

—¿Por qué dice «Venezia»?

—Porque Venecia en italiano se dice «Venezia».

—¿Y por qué lo dice en italiano, si el poema está en danés? —insistió Karen.

La señorita Holm prefirió hacer caso omiso de esta observación.

—¿Hay otras preguntas?

—Señorita Holm, ¿qué significa púrpura exangüe?

—¡Oh! Es una imagen poética. Drachmann buscaba traducir la impresión que despertaba en él el espectáculo del sol poniente bajo los canales de Venecia.

—¿Qué quiere decir «el murmullo misterioso de los canales»? —preguntó Cavador, quien estaba totalmente desprovisto de sentido poético.

—¡Vamos! —dijo la señorita Holm un tanto molesta—. Está claro: se refiere al ruido del agua.

—A mí más bien me parece que el agua hace «colp, colp» —comentó uno de los muchachos— en lugar de murmurar.

—Seguramente el agua de Venecia sí murmura —comentó la señorita Holm, que empezaba a enrojecer.

Aún no comprendía que no había estado acertada en la elección del poema. Opinaba que la clase entera estaba demostrando mala voluntad aquel día y se sentía herida en lo más profundo de su amor propio… El momento de la catástrofe se acercaba…

—Y era como un jirón…, como un jirón, que el recuerdo del pasado cuelga de los viejos puentes… Es una bella imagen, simple y maravillosa… No es necesario explicar eso, supongo —prosiguió la profesora, obstinándose.

Pero ante sí sólo veía rostros incomprensivos, e intuía confusamente que hubiera sido prudente dejar a Drachmann y ocuparse de temas más accesibles.

—¿Alguien entre vosotros ha visitado alguna vez Venecia? —preguntó en un intento desesperado de ganarse la atención de sus alumnos.

—No —dijo Alboroto ingenuamente—. Pero mi tío tiene un comercio de mercería en Frederiksvaerk.

Aquella asociación de ideas más bien descabellada provocó una sonora carcajada en toda la clase.

La señorita Holm frunció el entrecejo y de un modo que no presagiaba nada bueno.

—¿Qué relación tiene eso con Venecia? —preguntó mordaz.

Alboroto reflexionó en silencio. ¡Él no había tenido el menor deseo de provocar la risa de sus compañeros!

—Es que en Frederiksvaerk también hay canales —declaró—. Toda la ciudad está cruzada por canales. Es muy bonito. Puede uno pasearse en barca y…

Nuevas risas sofocadas surgieron por doquier, a pesar de que ya toda la clase se había dado cuenta de que la tormenta iba a estallar de un momento a otro.

Pero ¡demasiado tarde! Alboroto se puso en pie y contempló a sus compañeros con expresión estupefacta; sus orejas estaban rojas como amapolas. Sus intenciones habían sido buenas, pero se daba cuenta entonces «¡tarde, ay!», de que las mejores intenciones pueden acarrear a veces los más deplorables resultados.

La voz de la señorita Holm se dejó oír, helada, terrible:

—¡Hugo, estarás una hora castigado!

Alboroto bajó la cabeza y no dijo nada. El castigo que caía sobre él era de una insoportable injusticia, pero ¿qué podía hacer? En la clase, las risas y los murmullos dejaron lugar a un silencio hostil y reprobador del que la señorita Holm sintió en el acto todo su peso. Era la muda protesta de los adolescentes por la injusta decisión; era el espíritu de camaradería que se afirmaba súbitamente en todo su vigor.

La clase prosiguió, pero un pesado malestar reinaba en ella. Persistió por unos momentos, hasta que la campana sonó y los alumnos salieron en medio de un aplastante silencio. Como la profesora se volviera para cerrar la puerta, se encontró con la mirada llena de rencor de Puck, lo que produjo en la joven una inmensa sensación de tristeza y culpabilidad. Aquellos ojos azules, claros y puros la acusaban sin piedad.

Ahora aquellos recuerdos llenaban la mente de Puck, en el desembarcadero. Ella había querido siempre mucho a la señorita Holm, aunque sintiera, como sus compañeras, un sentimiento extraño de inferioridad en presencia de la joven y bonita profesora; pero aquel día había comprendido que toda su aparente seguridad era mera apariencia.

Su mirada vagabundeó por el lago. Sus ojos siguieron la progresión de una ligera ola que bordeaba la superficie y acabó por romperse en el desembarcadero, para desaparecer debajo de las mal ensambladas planchas de madera, donde murió en un murmullo apenas perceptible.

¿Apenas perceptible?

Los versos escuchados en clase le vinieron al pensamiento.

«… el murmullo

misterioso de tus canales…».

Eso era lo que Drachmann había querido decir. Las palabras «murmullo misterioso» trataban de expresar aquel casi imperceptible ruido que hacía la ola, al morir contra los pilares del embarcadero. ¡Sí, estaba clarísimo! Pero no era en clase donde la señorita Holm hubiera debido leerles el poema, sino allí, junto al lago.

Se propuso hablar de aquello a la señorita Holm a la primera ocasión. Tal vez le gustara…

En aquel punto de sus reflexiones oyó ruido en el parque, detrás de sí. Se volvió y vio a la señorita Holm que, en compañía de un anciano señor de cabellos blancos, se dirigía a pequeños pasos hacia la orilla del lago. Un perro de pelo marrón y blanco corría ante ellos.

La señorita Holm se inclinó para recoger un trozo de madera, que tiró al lago. El perrito, ladrando alegremente, se zambulló y empezó a nadar en dirección a la madera. Pero de pronto se detuvo, como atrapado por mano invisible. Empezó a agitarse, a chapotear nerviosamente en el agua sus patas anteriores, pero no conseguía avanzar un solo palmo.

—¡Dinah! ¡Dinah…! Ven, perrito, ven… —gritó el señor de blancos cabellos.

El perro se volvió, tratando de ganar la orilla con desesperados esfuerzos, pero en vano. Un invisible objeto parecía haber apresado sus patas posteriores, inmovilizándolo.

Puck se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba ocurriendo y supo que había que actuar sin pérdida de tiempo. Se quitó los zapatos y las medias y se zambulló.

* * *

¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?

—¡Nada!

—¿Era profunda el agua? ¿Hacías pie?

—¿Te ha mordido el perro?

Puck negó con un gesto.

—¡No ha pasado nada! Ya os lo he dicho. ¿A qué vienen tantas preguntas?

—¿Oís, chicas? ¡No ha pasado nada! —dijo Inger—. Acaba de salir del lago empapada hasta los huesos y todo lo que dice como explicación es que ha salvado a un perrito que se estaba ahogando.

—Tal como os digo. Una de sus patitas había quedado atrapada en una especie de red metálica y yo se la he soltado. ¡Es todo! ¿Qué más puedo deciros?

Sus amigas la rodeaban y Puck se sentía incómoda, como le ocurría siempre que era centro de la atención general.

—Siempre le ocurren cosas formidables —dijo Navio, impresionada—. ¡Y sólo te ocurren a ti!

—¿Y de quién era el perro? —preguntó Inger

—Pertenecía a un señor anciano, de cabellos blancos, que se paseaba con la señorita Holm… Me refiero a Benedickte Holm.

—¡Vaya, otra vez ella! Por lo visto hoy tiene ganas de hacerse notar…

—Tiene todo el derecho de pasearse por el jardín, si le parece bien —dijo Puck—. Admito que ha sido muy injusta con Alboroto, pero no por ello debemos ahora echarle la culpa de todo lo que vaya a suceder…

—Ha actuado de modo incalificable —repuso Karen, molesta—, y no me parece que sea de buena compañera tratar de excusarla.

—¡Un momento! Yo trato tan sólo de averiguar por qué razón se ha comportado como lo ha hecho. ¿No te parece eso razonable, Inger?

—Sí, evidentemente —dijo Inger, conciliadora.

Sus amigas la consultaban siempre cuando se trataba de admitir un juicio tipo Salomón.

—Deberíamos tratar de averiguar qué le ha ocurrido a nuestra profesora para enojarse, tienes razón, Puck. ¿Quién era el señor de cabellos blancos?

—Se llama Birck, y es un profesor retirado.

—Y ¿qué hacía aquí?

—Parece ser que está pasando unas vacaciones en casa de su sobrino, el señor Holm, propietario de Oestergaard.

—¡Ah, el tío de la señorita Holm!

—Exactamente. Vive con él, pero hoy estaba dando un paseo con nuestra profesora de danés, en compañía del perrito. ¡El perrito se llama Dinah, y es adorable!

—¿Es en serio que no te ha mordido?

—¡Claro que no! Sin embargo, este lago es más profundo de lo que yo había supuesto y su fondo está enlodado, ¡Puf!

—¿Qué te ha dicho el señor Birck cuando le has devuelto el perro?

—Estaba muy contento, lo mismo que la señorita Holm. Pero ¿qué os parece si cambiáramos de conversación ahora? En el fondo todo esto carece de importancia…

—Si me permitierais…

Aquellas palabras habían sido pronunciadas por Alboroto, el cual, seguido por su inseparable Cavador, se había acercado a las jovencitas sin que éstas se dieran cuenta

—¡Nos has asustado, monstruo!

—No me interrumpáis, chicas… Decía que, si me permitierais pronunciar unas pocas palabras, os propondría algo que sin duda encontraríais sensacional.

Se sentó en el césped, junto a las muchachitas, y se puso a contemplar la bóveda celeste. Cavador se tendió a su lado.

—Si he comprendido bien —elijo Alboroto—. Puck ha hecho de nuevo una hazaña que le ha valido honores y alabanzas sin par. Todo esto está muy bien, pero…

—¡Os lo repito de nuevo! —exclamó Puck—. Basta ya de este asunto… Ya os he dicho que no tenía ninguna importancia…

—Mi querida señorita —dijo Alboroto con solemnidad— es preciso que hablemos de ello y tú no deberías expresarte en ese tono y menos a mí, que, como sabéis, soy un ser inteligente y reflexivo. Yo creo que hay que aprovechar lo sucedido, este maravilloso acto de abnegación que has tenido, Puck…

—¡No empecemos de nuevo! —gritó Puck.

—Calma, calma… Como te decía, tu acto de abnegación me ha hecho reflexionar y sacar unas conclusiones que, estoy seguro, van a interesaros a todos profundamente…

—¡Por lo que veo no tienes mala opinión de ti mismo! —exclamó Karen.

—Claro que no, y es natural. El día en que por fin caigan en la cuenta de que soy genial, convendréis conmigo en que no hay más remedio que admirarme —repuso Alboroto, imperturbable—. En resumen, tengo una idea que consiento en confiaros, con la condición de que os calléis como tumbas Acabo de descubrir que en el pensionado de Egeborg nos falta algo y no comprendo cómo nadie lo ha descubierto hasta ahora.

—¿Qué nos falta?

Todos estaban estupefactos y Alboroto levantó las manos para proseguir:

—Tenemos todo cuanto unos alumnos pueden desear, es cierto. El señor Frank, nuestro director, es perfecto desde todos los puntos de vista y yo me encuentro muy bien aquí. No se trata de esto, sin embargo… Me falta algo… ¡Un periódico nuestro!

Miró a su auditorio, disfrutando del efecto que causaban sus palabras

—¿Eh…? ¿Qué me decís…? ¿Tengo o no tengo razón? Hubo un corto silencio meditabundo, tras el cual, Karen gritó:

—¡Esta vez, chico, hay que reconocer que eres verdaderamente genial!

—Formidablemente palpitante —exclamó Navio.

—¡Soy de la misma opinión! —aprobó Puck—. Pero ¿cómo se hace para publicar un periódico?

—Supongo que basta con ir a un impresor y encargárselo. Evidentemente aquella última reflexión pertenecía a Annelise. Las demás exclamaron en seguida:

—Pero ¡eso costaría millones!

—Creo que podrían hacérnoslo económico, tratándose de colegiales… En el despacho del director hay una máquina de escribir… Si nos atreviéramos a pedírsela…

—Eso quiere decir que hay que contar nuestro proyecto al director ¿no? —exclamó Alboroto—. ¡Estoy de acuerdo! A él hay que decírselo. Así que ya puedes ocuparte de ir a su encuentro, Puck.

—¿Yo? —Puck parecía aterrorizada ante la idea.

—¡Claro! ¿Acaso no ha sido tuya la sugerencia? —dijo Alboroto.

—Id los dos —sugirió Inger. Y como siempre que Inger sugería algo, su proposición fue aceptada al momento, sin la menor protesta.

Inger gozaba de una reputación muy justificada de sentido común y seriedad, lo que le valía la estima de profesores y compañeros.

Alboroto y Puck se encaminaron hacia el despacho del director. No sabía aún cómo presentarle su idea y aquella entrevista les preocupaba un poco. La amabilidad del director era sobradamente conocida por todos. Por lo tanto, acabaron por avanzar con resolución. Pero justo en el instante en que iban a subir los peldaños de la entrada al edificio principal del pensionado, vieron un gran limousine negro detenido en la puerta.

Un chófer uniformado bajó de él y respetuosamente abrió la portezuela a dos caballeros que, ya con los pies en el suelo, permanecieron unos momentos inmóviles, contemplando el lugar.

—¡Vaya! El espectáculo es de primera… —comentó el más joven de los dos caballeros.

Puck pensó que debía de tener unos cuarenta años; iba negligentemente vestido con un chaquetón de tweed marrón y un pantalón de franela gris, camisa a cuadros y sin corbata. Y, a pesar del atuendo, respiraba elegancia. Su compañero, algo mayor, vestía traje gris y sombrero negro. Emanaba de él algo indefiniblemente correcto y frío, y Puck, que al juzgar a las gentes se dejaba llevar siempre por su instinto, experimentó en el acto una viva antipatía hacia él.

—¿El espectáculo?… Sí, en efecto… Esto es hermoso —comentó el hombre del sombrero negro—. Pero la casa no está muy bien cuidada y, en mi opinión, Holst, todo me parece un tanto descuidado…

—¿Descuidado? —exclamó el otro, sorprendido, mirando hacia el lago Ege—. Mi opinión es totalmente opuesta. Y no debemos olvidar, querido señor de negocios, que a mi padre le encantaba este sitio.

—Oh, no lo dudo —respondió el «hombre de negocios», con irónica sonrisa—. Le gustaba tanto que no dudó en gastarse más de 200 000 coronas en diez años… ¡Un honor!

Puck y Alboroto se habían quedado quietos, fascinados, contemplando a los dos hombres y al majestuoso chófer uniformado, así como al coche reluciente y de brillantes cromados.

—Sí, sí, ya lo sabemos —contestó el hombre de la chaqueta de tweed, impaciente—. No dejaré de seguir su consejo, querido amigo, pero antes trataré de hablar con el señor Frank y de darle una oportunidad. Me siento incómodo al romper así con una tradición… Pero yo no soy un hombre de negocios, sino un hombre de letras y no sé mucho de dinero ni de su manera de administrarse… Así que seguiré los consejos de usted…

—Eso me place —dijo el hombre de negocios con una sonrisa que disgustó a Puck profundamente—. Si el señor Frank, como dice, necesita dinero, es que hay algo aquí que no funciona bien, ya sean sus métodos pedagógicos, ya sea su forma de administrar el establecimiento. Además, hay más escuelas en el país de las necesarias. ¡Vamos ahora a ver a ese director! Peterson, ocúpese de nuestro equipaje…

Ninguno de los dos caballeros había reparado en Puck y Alboroto. Traspasaron el umbral principal del pensionado y desaparecieron.

—¡Dios mío! —exclamo Puck—. Parece ser que el colegio está en dificultades… ¡Tal vez en peligro mortal! Si este señor retira su subvención…

—Confieso que no he entendido muy bien de qué hablaban —dijo Alboroto.

Puck le tomó del brazo.

—Ven —dijo—, demos la vuelta al edificio, hasta donde no puedan vernos. Allí te lo contaré.

Rápidamente se alejaron para ir a detenerse bajo unos árboles.

—Escucha —empezó Puck—. El señor Holst, el anciano y riquísimo propietario de este colegio, que vivía en Copenhague, murió hace algún tiempo. ¿Te acuerdas?

—Sí, sí. Y ¿qué?

—¿No has oído lo que decía el hombre de negocios? Durante diez años el señor Holst subvencionó el pensionado, dándole 20 000 coronas por año. Ahora su hijo, el hombre de la chaqueta de tweed, es un heredero; y el hombre de negocios, que debe de ser quien administra su fortuna, se opone a que siga subvencionando Egeborg.

Alboroto miró a Puck estupefacto.

—¡Sapristi! (Era su exclamación favorita en momentos de total desesperación). ¿Qué vamos a hacer?

—Por el momento, no creo que podamos hacer gran cosa —dijo Puck—. Naturalmente no hay que decirle ni una palabra a nadie de todo esto,

—¡Prometido! Y ¿qué más?

—Pues, por mi parte vigilaré estrechamente a ese par de caballeros, el hombre de letras y el hombre de negocios.

Fue del todo imposible acercarse al señor Frank durante los días siguientes, y Puck y sus compañeros se vieron forzados a esperar momentos más propicios para hablarle de su proyecto. Entretanto, hallaron un lindo título para su periódico: «La Hoja de Encina».

No era un hallazgo genial, tal vez, pero era un nombre muy aceptable para un diario escolar. Un alumno de las clases superiores, muy dotado para el dibujo, realizó una bella insignia donde podían leerse las palabras «La Hoja de Encina» destacándose sobre fondo de hojas de este árbol.