Mientras Moeller y Winther permanecían en la cabina del piloto, Puck y sus compañeros se deleitaban contemplando la bella costa. El cielo era azul y el sol cálido. El veterinario asomó la cabeza y les gritó:
—Si tenéis apetito, hallaréis cosas buenas en la cabina de atrás. ¡Así que podéis empezar!
—¡Bravo! —gritó Navio—. Es formidablemente palpitante.
—Pasemos al ataque —dijo Alboroto—. Me pregunto si es mi ojo morado lo que me da el apetito que siento.
Los cinco amigos, riendo, desaparecieron en el interior de la cabina indicada y se sentaron alrededor de la mesa de caoba, donde saborearon limonadas, biscottes y frutas.
Karen miró a través del ojo de buey y suspiró:
—Si tuviéramos un barco así, podríamos pasarnos las vacaciones rodeando la costa de Dinamarca.
—Sí, sería maravilloso —dijo Puck—. Lo he pensado muchas veces.
—¡Bajad de las nubes, hijitas! —comentó Alboroto—. ¡Jamás reuniremos suficiente dinero!
Cuando el barco se acercó a Fjordby, los cinco amigos subieron de nuevo a cubierta.
El veterinario maniobró para entrar en el puerto, donde había varios yates anclados.
Apenas detenidos, un señor saltó a cubierta y les saludó en alemán. Puck se quedó de una pieza, ya que se trataba del hombre bajo y gordo que había empujado a Alboroto.
Durante unos segundos fue incapaz de decir palabra, pero mientras el alemán saludaba a todos, echó una mirada de reojo a Alboroto. ¿Le había reconocido él también? Aparentemente, no.
Puck se quedó perpleja. ¿Estaría equivocada? ¿Qué debía hacer?
Decidió esperar los acontecimientos. El alemán no sospechaba nada, de modo que no trataría de huir.
Puck no entendía gran cosa del alemán, pero pudo comprender algo de la conversación sostenida por los mayores. El veterinario quería discutir allí mismo el asunto del precio del barco, pero el alemán muy amablemente quiso ir a su hotel a tomar un café y una copa. Y servirían pasteles a los muchachos.
El señor Moeller quiso ir a cerrar las cabinas con llave, pero el alemán le aseguró que aquello no era necesario en pleno día, y todos se alejaron hacia el muelle.
Puck se las arregló para quedarse rezagada con Alboroto. ¿No podría éste reconocer al hombre que le había pegado en un ojo? Sí, pero quizás no se trataba del mismo que le había empujado en el barco, a pesar de las sospechas en contra que tenía el muchacho.
En el restaurante del hotel «Rivage», el veterinario quiso instalarse cerca de una ventana, pero el alemán prefirió el fondo de la sala. Cuando el camarero les hubo servido, el veterinario y el alemán empezaron a hablar de precios. Se trataba de la diferencia de los cinco mil marcos que les separaba y ninguno de los dos quería ceder. Puck se aburría y hubiera querido hallarse en el puerto. En cambio, sus compañeros parecían encantados con los pasteles reunidos.
De pronto, Heinrich Muller consultó su reloj y murmuró:
—Deberán disculparme unos minutos. Tengo otro cliente esperándome. Hasta ahora mismo. Vuelvo en seguida.
Salió precipitadamente, mientras el ingeniero y el veterinario, un tanto perplejos, empezaron a hablar del asunto de la compra del barco. Puck se levantó y como distraídamente se acercó a la ventana.
¡Por poco se desmaya! El alemán, a toda velocidad, corría hacia el barco.
¡Ahora estaba Puck segura de no equivocarse!
Sin reflexionar más, olvidando prevenir a su padre, salió disparada como una flecha hasta el muelle. Nadie notó su ausencia. Y pudo ver cómo el alemán subía a bordo y desaparecía en el interior de la cabina del piloto.
Silenciosa como un gato, entró también en el barco y se metió en la cabina. La puerta que daba al cuarto de los motores, como había supuesto, estaba abierta, y se oía a alguien moverse abajo. Apenas se acercó un poco cuando el hombre dio media vuelta, la vio, y gritó de sorpresa. Quiso subir, pero Puck reaccionó rápidamente y cerró la puerta, dejándole dentro. Encerrado, el alemán profería insultos y amenazas y golpeaba el panel.
Puck se inquietó un poco, temiendo que acabara por derribar la puerta. Y una idea luminosa vino en su ayuda. Colocó su espalda contra la puerta y apoyó los pies, con todas sus fuerzas, contra uno de los peldaños de la escalerilla. Y empezó a gritar a pleno pulmón:
—¡Socorrooo!… ¡Socoroooo!
En aquel momento, una sombra apareció en la puerta de la cabina y Puck pudo respirar aliviada, ya que se trataba del inspector Holm.
—Hola —dijo con un cordial sonrisa—. Algo muy astuto, desde luego…
—¿Qué es muy astuto? —preguntó Puck, que seguía sosteniendo la puerta con su espalda.
—Haber capturado a Muller de esta forma.
—¿Cómo sabía usted que…?
—La policía lo sabe todo —respondió él riendo—. Pero tú no te quedas atrás, hijita. Ahora apártate para que podamos echar una ojeada a nuestro hombre.
Puck empezó:
—Quisiera saber.
—Las explicaciones vendrán luego. Vamos, apártate, amiguita.
Puck obedeció. Holm abrió la puerta y Muller salió con mirada asesina. Lanzó toda suerte de improperios, pero el policía permaneció imperturbable. Al cabo, el policía pareció querer calmarle:
—Todo el mundo puede cometer una broma pesada, y ese ha sido el caso de esta chiquilla sin duda…
—¿Con qué derecho me encierra con llave en mi propio barco?
—Si se considera usted ofendido, puede presentar una denuncia en la comisaría…
Holm miró de reojo a la chiquilla, que no comprendió por qué Muller no era detenido allí mismo. El alemán pareció reflexionar y luego decidió subir a cubierta, seguido por Holm y Puck. Entonces, Holm puso una mano sobre un hombro del alemán y le anunció que estaba arrestado.
—¿Arrestado? ¿Por qué?
Holm le mostró sus credenciales de policía y le dijo:
—Por haber atacado a un muchacho en Sundkoebing ayer noche. Vamos, acérquese, Jensen…
Un hombre uniformado, que había permanecido aparte, se acercó por detrás del grupo.
Holm dijo al alemán:
—Le presento a un agente del servicio de aduanas danés. Muller se sobresaltó. Instintivamente se metió una mano en un bolsillo, pero el policía fue más rápido y pudo dominarle sin grandes esfuerzos.
Debajo de la americana llevaba escondida una saquita.
—Mire lo que contiene, Jensen.
El aduanero abrió el saco y sonrió de oreja a oreja.
—Sí, no nos hemos equivocado, Holm… Mire…
El saco estaba lleno de objetos de oro y brillantes.
—¡Un buen golpe! —comentó Holm, y volviéndose hacia la chiquilla le dijo—: Vamos a llevar a ese individuo a la comisaría. Será mejor que tú regreses al hotel con los demás. Dile al veterinario que yo iré dentro de unos momentos.
—Sí, pero ¿cómo sabía usted…?
El policía la interrumpió sonriendo:
—Te lo contaré luego… Y también tú tendrás cosas que contarme.
Le dio un cachecito amistoso.
—¡Y sin duda recibirás una recompensa de cinco mil marcos!
—¿Cinco mil marcos? —murmuró Puck, atónita—. ¿Por qué?
—También eso te lo contaré luego. Hasta pronto.
Puck se sentía turbada, pero se puso a correr hacia el hotel «Rivage», pero en un extremo del muelle se encontró con Alboroto.
—¿Dónde diablos…? ¿Y qué es todo ese extraño cortejo que va detrás de ti?
El «cortejo» eran Holm, Jensen y Muller, a quien arrastraban casi a la fuerza.
Puck dijo sonriendo:
—Pues nada… la policía ha detenido al bandido… que te puso el ojo morado…
No pudo decir más, porque en aquel momento se escuchó un grito, y vieron al alemán pasar corriendo por su lado.
—¡Socorro, se escapa! —gritó Puck.
Alboroto reaccionó con una rapidez digna de encomio y le propinó un puntapié de tal suerte que le hizo caer de cara contra el muelle. Dos segundos más tarde Holm y el aduanero le colocaban las esposas.
—Gracias, muchacho —dijo Holm, agitado todavía.
—Oh, de nada —contestó Alboroto—. ¿Qué no haría uno por vengarse de su ojo morado?
***
Aquel asunto, naturalmente, causó sensación a los que aguardaban en el hotel. Puck pudo dar, sin embargo, pocas explicaciones, pero poco después llegó el inspector y el veterinario le preguntó:
—¿Puedo saber qué significan tantas idas y venidas?
El policía se sentó y comenzó su relato:
—La policía alemana comunicó a la danesa que el fabricante Muller trataría, probablemente, de pasar joyas fraudulentamente. El plan de Muller era astuto. Colocó las joyas en el cuarto de los motores del barco antes de que los dos pescadores fueran a buscarlo a Kiel. Como fuera que debía ir a Sundkoebing a negociar con usted, esperaba poder sacarlas allí. Y casi lo consiguió, de no haber sido sorprendido por Hugo que trepó a bordo inesperadamente. Ayudado por un cómplice, de nuevo intentó recuperarlo por la noche, pero tampoco pudo… Así que entonces le llamó a usted citándole aquí…
—¿Por qué?
—No quería volver a encontrarse con esos jovencitos que podían reconocerle.
—Ah, naturalmente…
—Mi jefe me ha enviado para seguirle los pasos de cerca, y cuando estaba junto al barco de motor he oído los gritos de auxilio de Bente, que había encerrado a nuestro hombre en el cuarto de máquinas. ¡Y eso es todo!
—Pero —preguntó por tercera vez Puck—. ¿Por qué no quiso usted detenerle abajo, y esperó a estar en cubierta?
—Te lo explicaré —dijo Holm sonriente—. Como el barco lleva aún bandera alemana, era preciso sorprenderle con las joyas en la mano en presencia de un aduanero. Y ahora dime tú: ¿por qué le has seguido hasta sorprenderle en el cuarto de motores?
—Es bien sencillo —explicó Puck—. Al ver a Muller le reconocí en seguida como al hombre que había empujado a Alboroto haciéndole caer al mar. Pero quise estar segura y lo he sabido al ver que, con la excusa de acudir a una cita, abandonaba su conversación con tío Anders… ¡y se dirigía corriendo al barco! Así que le he seguido… y ya sabe lo demás.
—¡Bravo, Bente! Te has ganado bien la recompensa de cinco mil marcos ofrecida por la captura de ese individuo.
Ante tan colosal noticia, Puck pareció aturdida:
—Pero… Si yo no sabía nada de las joyas escondidas… Yo creía simplemente que se trataba de un robo…
Se entabló entonces una buena discusión, que el veterinario cortó diciendo tajante:
—Escuchadme, amigos. Nadie más que yo quisiera ver a Bente convertida en una rica heredera a fuerza de ganar recompensas, pero creo que, si hay una justicia en este mundo, Bente esta vez debe compartirla con usted, Holm.
—Estoy de acuerdo —dijo Winther.
—Es lo menos que usted se merece, señor Holm —aseguró más tranquila Puck.
Y todos los demás estuvieron de acuerdo. Al final Moeller acabó de convencerle con el siguiente argumento:
—Esa cantidad siempre es bien recibida por una joven pareja, Holm, y usted acaba de casarse, ¿no es eso? Así que está decidido: ¡No se hable más del asunto!
—En tal caso, muchísimas gracias.
—No hay de qué… Y en cuanto al barco; ¿qué será de él ahora? Yo tenía intención de comprarlo pero el precio me parecía caro. No obstante, he tomado una decisión: Si es posible, lo compro.
—Bien —dijo Holm—, el asunto estará ahora en manos de la policía alemana y nada puedo asegurar, pero presentaré su solicitud. Deposite usted la suma indicada en manos de las autoridades.
Durante la comida, el veterinario se volvió hacia Puck y dijo alegremente:
—
—Oye, hijita. Tu padre y yo hemos pensado que tu parte de la recompensa podría servir para pagar la diferencia en el precio del barco, de modo que tú serás también propietaria suya. ¿Qué te parece?
—¡Magnífico, tío Anders! —exclamó la muchacha—. ¿Y podré pilotarlo?
—A condición de que tu padre y yo estemos cerca. Y otra cosa…
—No —interrumpió Winther—, deja que eso se lo diga yo a mi hijita. Ahora que eres copropietaria del barco, podrás decidir sobre qué prefieres hacer en estas seis semanas de vacaciones.
—Oh, papá… ¿Quieres decir que puedo decidir…, «decidir enteramente»?
—Desde luego.
Puck permaneció muda de emoción un rato, al cabo del cual dijo mirando a sus amigas:
—Y bien, chicas, ¿qué os parece la idea de pasar vuestras vacaciones conmigo en el barco?
—¿Qué quieres insinuar con eso? —preguntó Navio, aturdida.
Puck rió de todo corazón.
—Quiero decir que, si papá y tío Anders no ven inconveniente en ello, daremos la vuelta a la costa danesa este verano.
—Ah, Puck —murmuró Karen, a punto de desmayarse—. ¡Demasiado hermoso para ser cierto!
—Entonces, ¡está decidido!
Dicho lo cual se precipitó en brazos de su padre, del veterinario y de su esposa sucesivamente.
Navio también desbordaba alegría.
—Debo escribírselo inmediatamente a mi papaíto —dijo—. ¡Estará orgulloso de tener una hija «marina»! Ah, eso sí que es formidablemente palpitante.
Aquella noche Puck no conseguía dormirse. También Navio y Karen parecían padecer insomnio. La puerta del cuarto de Puck se abrió sin ruido y una voz murmuró en la oscuridad:
—¿Duermes, Puck?
—No, Karen. ¿Qué ocurre?
—Nada. Sólo quería decirte una vez más «gracias» antes de dormirme.
Después la puerta se volvió a cerrar suavemente.
***
Al día siguiente las chiquillas se levantaron temprano. Habían prometido a Alboroto y Cavador ir a decirles adiós, cuando su barco partiese.
Al llegar al puerto, el barco mercante estaba ya aparejando. El pequeño remolcador que le sacaría del puerto estaba preparado también. Los cinco compañeros, sin embargo, dispusieron de tiempo para charlar un poco. Los dos muchachos estaban muy contentos de saber que ellas permanecerían juntas durante las vacaciones, ya que por muy bromistas que fueran eran excelentes personitas.
Navio tuvo ocasión de saludar al capitán del buque, un hombre pelirrojo que le dijo:
—Los muchachos me han hablado de ti. Así que puedo decirte que conozco a tu padre.
—¿De veras?
—El año pasado nos encontramos en Río de Janeiro. ¡Nos encontramos con frecuencia, nosotros, los marinos!
—¿A dónde va usted ahora, capitán?
—Primero a Londres, luego a Casablanca y más tarde a Melbourne…
—Bien —exclamó de pronto Navio excitada—. Dé recuerdos a papá, si lo encuentra por esos mares.
El comandante se despidió de las chiquillas, que le desearon buen viaje. Después llegó el momento de despedirse de Alboroto y Cavador y bajar al muelle, desde donde estuvieron agitando sus pañuelos en honor de los muchachos, que se alejaban, saludando acodados a la baranda.
—¡Alboroto! —gritó Navio—. Ya nos dirás después de las vacaciones si tu ojo morado les gustó a los ingleses.
—De acuerdo, Navio —respondió él—. Ya te traeremos algún lagarto…
—¡Buen viaje! —gritaron a coro las tres chiquillas—. Os echaremos de menos.
—No digáis semejante cosa. ¡Podríais lamentarlo el próximo curso!
Las muchachitas siguieron corriendo hasta el final del muelle. El gran barco pasó frente a ellas y pudieron decirle el último adiós. La distancia, entonces, fue ya demasiado grande para hablar, y los muchachos, a su vez, sacaron sus pañuelos y durante largo tiempo estuvieron agitándolos.
—¡Harán un lindo viaje! —dijo Karen.
Navio gritó:
—Sí, y nosotras también…
Con una gran sonrisa, Puck abrazó a sus dos amigas:
—Venid, vamos a ver qué tal está hoy nuestro barquito. ¡Deberemos tal vez ponerle una puerta nueva al cuarto de los motores, ya que el alemán furioso la medio destrozó a puñetazos!
Y las tres jovencitas, avanzando por el muelle, pensaron que sus verdaderas vacaciones sólo estaban comenzando.
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