Aquella noche, mientras el veterinario Moeller jugaba con unos amigos una partida de cartas, Puck reunió a sus amigas en consejo de guerra. No podía apartar de sus pensamientos al hombre del barco. Así que dijo:
—Estoy segura de que, al entrar en la cabina, tenía un propósito bien definido y tengo el presentimiento de que repetirá su visita, sólo que ahora lo hará de noche… ¡Y sería muy divertido que pudiéramos sorprenderle!
—¡Hum! —exclamó Navio.
—No me atrae la idea —dijo Karen—. No me apetece deambular por la oscuridad.
Pero era difícil disuadir a Puck, quien usó tan buenos argumentos para convencer a sus amigas como el siguiente:
—Nada puede pasarnos por dar una vuelta de inspección al barco. Además tía Henny ha dicho que no nos acostáramos hasta que tuviéramos sueño… Tío Anders jugará a las cartas por lo menos hasta las doce o la una… Bastará, pues, con que estemos de regreso para entonces. Si no hemos descubierto nada, lo dejaré correr… Pero un paseo rápido nos sentará bien.
—Hum —repitió de nuevo Navio.
Karen suspiró:
—Bien, juguemos a los detectives una vez más… Pero yo hubiera preferido cualquier otra cosa…
Fuera, la noche era destemplada. Karen miró al cielo pensativa:
—Sólo nos faltaría que lloviera y nos dejara como ratas mojadas.
—No hables de ratas —protestó Navio—. Por favor, Karen.
Cuando llegaron al puerto era ya noche cerrada y en los muelles la iluminación era escasa. Con pasos silenciosos, avanzaron por el puerto desierto.
—¡Ay, qué siniestro es todo esto! —exclamó Navio—. ¿No sería mejor que regresáramos a casa?
—Tonterías, Navio —dijo Puck—. ¡Procura sólo no caerte al agua!
Habían llegado ya cerca del barco de motor cuando Puck se detuvo súbitamente y agarró a sus dos amigas del brazo:
—¡Silencio! ¿Habéis visto?
—¿Qué?
—Una sombra que se movía detrás de la cabina posterior,
—Entonces, ¿qué hacemos?
Puck reflexionó y luego preguntó muy bajito:
—¿Tenéis miedo?
—Pues… un poco —confesó Navio—. Preferiría encontrar otra rata en mi maleta… o lagartos en la sopa. ¿No sería mejor alejarnos?
—¿Tú qué piensas, Karen?
—Preferiría estar en cama…, pero tú decides. Además puesto que ya estamos aquí…
Puck reflexionó unos instantes, y de nuevo taladró la oscuridad, inspeccionando la cubierta del barco. La calma parecía reinar ahora por doquier.
Se volvió hacia sus amigas:
—Bien —decidió—. Correremos el riesgo. Si algo nos sucediera, nos pondremos las tres a gritar a la vez con todas nuestras fuerzas. Nada asusta más a los bandidos que las chicas que gritan.
—¿Quién irá a la cabeza? —murmuró Navio.
—Yo… Pero a la hora de gritar, ¡todas juntas!
—De acuerdo.
Puck quería avanzar ya cuando Navio la tomó del brazo.
—Puck, ¿no sería mejor ir en busca de Alboroto y Cavador y pedirles ayuda?
—No tenemos tiempo. Vamos.
Y las tres muchachitas se acercaron furtivamente al barco. Puck trepó en primer lugar, con el corazón saltándole en el pecho, seguida por las otras dos, y se deslizó a lo largo de la cubierta hasta llegar cerca de la cabina posterior…
Allí permaneció inmóvil, con una mano sobre el pecho, tratando de calmar sus latidos. ¿Trataría el hombre de atacarlas?
No se oía absolutamente nada. ¿Acaso se habría equivocado? Dio unos pasos más y bruscamente se detuvo, inmovilizada por el pánico. Una cabeza aparecía de detrás de la cabina y una voz decía:
—Miau… miau…
Puck estaba tan asustada que no pudo gritar, pero Karen y Navio lo hicieron a coro y con todas sus fuerzas.
—¡Basta, basta, hermanitas! —dijo una alegre voz.
Y Alboroto surgió junto a ellas.
—Oh, ¡qué miedo he pasado! —suspiró Puck—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—¿Y vosotras?
—Ah, de nuevo ese par de bandidos —exclamó Navio—. ¿Por qué no os vais de una vez a Inglaterra?
—Nos iremos pasado mañana —dijo Alboroto.
Puck se enfrentó a los dos muchachos:
—Bien, dadnos una explicación, cabezas de chorlito. ¿Qué hacéis aquí a estas horas?
—Sin duda lo mismo que vosotras —respondió Alboroto—. Hemos pensado que tal vez el hombre misterioso repetiría su visita de noche. Ahora que somos cinco, podríamos hacer causa común y, si vuelve, caerá en una trampa.
—Probemos —dijo Puck—. Pero nosotras debemos irnos dentro de una hora poco más o menos…
—Tampoco nosotros pensamos pasarnos toda la noche haciendo de detectives.
Poco después los cinco compañeros estaban ocultos en un extremo del muelle, detrás de un muro rocoso. El lugar era incómodo y frío. El tiempo parecía haberse detenido.
Cuando el reloj de la iglesia dio las once, todavía no había pasado nada.
—¡Ah! —suspiró Navio—. Feliz quien está en la cama.
—Dentro de veinte minutos estarás tú también, te lo prometo —dijo Puck—. Si para entonces no ha sucedido nada. ¡Además, a ti te gustan las cosas «formidablemente palpitantes»! ¿No?
—Ya no, Puck, ya no… Te lo aseguro.
Karen se apiadó de su amiga y le acarició los rubios cabellos.
—Silencio… —recomendó Alboroto entonces.
Los cinco amigos prestaron oído atento y, aunque nada se veía, escucharon pasos furtivos.
—Hay más de una persona —murmuró Puck.
—Sí, al menos son dos —respondió Cavador—. Se acercan…
—¿Qué debemos hacer?
—Esperar…
En aquel instante los pasos se detuvieron. Alboroto se volvió a Puck y murmuró:
—Sin duda no se atreven a avanzar más. ¿Qué te parece si les seguimos para ver quiénes son?
—Excelente idea —respondió ella—. Pero aguardemos para ver cuál es su intención. Si dan media vuelta, les seguiremos.
—Un momento. Si hay que correr tras ellos, es tarea de Cavador y mía.
—¿Por qué?
—Por dos razones. Una, que no queremos exponeros a vosotras, y otra, que yo te debo una recompensa por… un par de zapatillas de punta retorcida.
—¿Todavía te acuerdas de eso? —exclamó Puck, sonriendo—. Yo ya lo he olvidado.
—Mira, dan media vuelta —dijo Alboroto—. Vamos, Cavador, persigámosles…
—De acuerdo —dijo éste.
Y tan de prisa se levantó que resbaló sobre una piedra y, dando un grito, fue a caer al agua.
Alboroto titubeó un segundo, pero acabó por echar a correr detrás de los hombres, mientras su compañero, gruñendo, surgía del agua oscura, completamente empapado.
A pesar de la gravedad de la situación, Puck no pudo evitar reírse.
—¿Dónde está Alboroto?
—Persiguiendo bandidos.
Puck no pudo decir más, ya que Cavador salió disparado, entre ruidosos chapoteos de sus zapatos, para tratar de alcanzar a su amigo.
—Vamos, chicas —dijo entonces Puck—. Sigamos a los muchachos.
Y también ellas salieron corriendo. Pero los dos muchachos llevaban una buena ventaja y, cuando llegaron al final del muelle, se quedaron indecisas. En alguna parte próxima se oían gritos y pasos precipitados, pero resultaba imposible localizarlos.
Después se hizo el silencio y, algo más tarde. Cavador surgió de la oscuridad.
Sus vestidos estaban aún chorreantes y echaba desesperadas miradas a su alrededor.
—¿Dónde está Alboroto? ¿No era él quien gritaba?
—Sí, él y otros —respondió Puck—. Pero no sé dónde están. Será mejor esperar aquí.
—Es que mucho me temo —aventuró Cavador— que Alboroto necesita una pequeña ayuda…
—Digamos más bien una gran ayuda, querido amigo —sonó entonces la voz de Alboroto ligeramente desolada.
Llegaba vacilante y se secó el sudor con el dorso de la mano.
Puck le preguntó, inquieta:
—¿Qué tienes, Alboroto? ¿Estás herido…?
Alboroto hizo una mueca.
—Nada grave, bebé. Sólo un ojo a la funerala.
—Dios mío… ¿Y cómo ha sido?
—Muy sencillo, mi pequeña Puck. He sido más rápido que los bandidos, había dos; pero cuando he llegado junto a ellos se han vuelto hacia mí y me han derribado. Por desdicha, uno de los puñetazos me ha dado en un ojo… Así que me presentaré lucido en Londres…
—¡Oh, pobre Alboroto…!
—Sí, pero también el bandido ha recibido lo suyo —rió el muchacho—, ya que he tenido el tiempo suficiente de propinarle un puntapié en su parte posterior que le ha hecho gritar como un cerdo degollado.
—¡Bravo! —gritó alegremente Navio.
—¿No les perseguimos? —preguntó Cavador, que tiritaba.
Alboroto le miró con descorazonamiento:
—¿Adónde? Sundkoebing no es una gran ciudad, pero resultaría difícil dar con ellos ahora… Además, con un ojo así ya tengo bastante por una noche.
—¿Qué hacemos entonces?
—Ir a acostarnos. —Y volviéndose hacia Puck le dijo—: Ahora mi deuda está saldada. Ese ojo vale por las zapatillas.
—Totalmente de acuerdo. Alboroto. Os espero mañana en casa de mis tíos y decidiremos qué hacer.
—Yes, darling —dijo Alboroto, que ya se sentía inglés—. Hacia las diez. Buenas noches, nenitas.
Cuando los muchachos hubieron desaparecido, Navio, llena de curiosidad, preguntó:
—Puck, ¿qué es eso de las zapatillas de puntas retorcidas?
—Es un secretito entre él y yo. ¡Vayamos a dormir ahora!
***
Puck no quiso molestar a los jugadores de cartas, así que no contó nada de lo sucedido hasta el día siguiente al desayunar. El ingeniero Winther miró a su hijita muy enojado:
—Escucha, Bente, me disgusta mucho que te mezcles en asuntos tan peligrosos…
Ella le pidió perdón y acabó diciendo:
—¡Bah, no pienses más en ello, papá! Después de todo no soy yo quien tiene un ojo a la funerala…
El veterinario comentó:
—Ese Alboroto es de miedo. Siempre anda metido en dificultades. Pero ¿qué se ocultará en todo este asunto? He de pensar que se trata de algo grave. Pero ¿qué?
El ingeniero repuso:
—Es de suponer que esos hombres tengan un motivo especial para entrar en el cuarto de los motores. Tal vez fuera mejor avisar a la policía.
—Sí, quizá —dijo el veterinario—. Por ahora me contentaré con hacer poner un cerrojo en la cabina y ya interrogaremos a Alboroto cuando venga…
Se levantó y salió… La señora Moeller, hasta entonces silenciosa, dijo inquieta:
—Es un asunto inquietante, hijitas… y pudo haber acabado mal para vosotras.
—No lo repetiremos —dijo Puck—. Pero no fue tan terrible como suponéis…
Cuando Alboroto y Cavador llegaron a las diez, tuvieron que contar lo que sabían, que no era mucho. Alboroto era de la opinión de que el hombre que le había dado el puñetazo era el mismo que le empujó por la mañana. El veterinario llamó a la policía y el joven inspector Holm pareció interesarse por el cuarto de motores del barco.
—No hay que preocuparse por eso ahora, ya que he ordenado colocar un cerrojo nuevo.
—De todos modos —comentó el inspector— me gustaría encontrar al hombre… O a los hombres.
Mientras estaban hablando, recibieron una llamada telefónica de Heinrich Muller, el propietario del barco de motor, que citaba a Moeller en Fjordby para aquella misma tarde.
El veterinario estuvo de acuerdo pero precisó:
—De todos modos le digo de antemano que no aceptaré el precio de los cinco mil marcos suplementarios.
Cuando colgó el aparato, el veterinario reía:
—Ese alemán es difícil de convencer… Jovencitos, ¿queréis ir conmigo a Fjordby esta tarde a las cuatro?
Las chicas estuvieron de acuerdo, pero Alboroto dijo:
—¿Estaremos de regreso hoy mismo, señor?
—Desde luego.
—Es que nuestro barco parte mañana al amanecer…, y sería triste que se fuera sin nosotros.
—Sería una suerte para Inglaterra —comentó Navio, irónica.
Finalmente quedó decidido que el señor Moeller, el padre de Puck y los cinco jovencitos se hallarían en el barco a las cuatro de la tarde.
El inspector Holm estaba muy pensativo, de regreso a la comisaría, de modo que entró en el despacho de su jefe a contarle todo lo sucedido.
—¿De qué se trata, Holm?
—Señor —dijo éste—. ¿Se acuerda de la comunicación recibida por parte de la policía alemana referente a un fabricante de barcos llamado Muller? Pues bien…
Y a continuación le refirió toda la historia. Su jefe también quedó pensativo. La policía alemana sospechaba que Muller trataba de pasar una fortuna en joyas fraudulentamente, pero carecía de pruebas, y ofrecía una recompensa de cinco mil marcos al que le diera alguna pista.
—Teniendo en cuenta todo esto —dijo el comisario en jefe—, creo que sería conveniente echarle una ojeada al tal Muller.
—¿Hay que poner al veterinario al corriente?
—No, esperemos, Holm. De momento es mejor ser discretos. Usted irá a Fjordby en auto esta tarde y tratará de averiguar lo que pueda. Tal vez el azar nos ayude.
El joven policía salió del despacho radiante. Un sexto sentido le advertía que aquella tarde sucederían cosas interesantes.