Puck y sus amigas fueron cordialmente recibidas por el veterinario. Y las muchachitas invitadas, Navío y Karen, dieron gritos de alegría al ver la linda habitación que tía Henny, como Puck llamaba a la esposa del veterinario, les había preparado. Desde la ventana se veía el puerto, y anclado en él un barco mercante que era, sin duda, el que llevaría a Inglaterra a Cavador y Alboroto.

Puck, que se había acercado a la ventana, dijo:

—Estaba pensando en Alboroto y Cavador, y creo que vamos a echar de menos a ese par de bandidos, después de todo.

—Yo no —declaró Navio, dejando la maleta sobre la cama, y luego empezó a deshacerla. Pero, de pronto, gritó de horror—: ¡Ah, ay… Socorro…!

Asustada, se dejó caer en la silla más próxima.

Casi al mismo tiempo, Karen y Puck gritaron también, ya que acababan de descubrir lo que había surgido inesperadamente de la maleta de Navio: ¡una ratita blanca!

—Socorro… —gritaron ahora las tres a coro—: Socorro, socorro…

La ratita desapareció bajo el armario, pero las chiquillas no se atrevieron a dar un paso. Resonaron pisadas en la escalera y apareció el veterinario Moeller en el umbral. Miró a las tres chiquillas con aire asombrado y exclamó:

—Dios mío, ¿habéis perdido la cabeza, hijitas?

—¡Una rata! —gritó Navio con voz aguda—. Una auténtica rata viva…

—¿Qué?

Karen señaló con el dedo:

—Cuidado, señor… Debajo del armario…

Completamente desorientado al principio, el veterinario acabó por comprender y rió:

—Ah, pequeñas mías, ni que se tratara de un tigre… Pero es raro… Creí que no había ratas en casa…

—Es una rata blanca, tío Anders —dijo Puck temblorosa.

—¿Una rata blanca? —repitió el veterinario—. ¡No digas tonterías! Jamás ha habido ratas blancas en esta casa.

—Pues hay una bajo el armario y ha salido de la maleta de Navio.

—Sí, las tres la hemos visto. Tal vez haya más aún…

El veterinario se arrodilló riendo y, ante el asombro de rilas, alargó el brazo. Un segundo después, sacó la mano con la ratita prisionera en ella.

—Aquí está el monstruo —dijo levantándose—. Acercaos a verla.

—¡No! ¡Qué horror! —gritaron las chiquillas a coro.

—Preferiría saltar por la ventana —dijo Karen.

—Yo también —añadió Navio.

—¿No quisieras llevártela, tío Anders? —suplicó Puck.

—Está bien, conozco a un muchacho, Jesper, el hijo de mi vecino, que colecciona ratas blancas —dijo el veterinario—, y se sentirá feliz de hospedar una más.

Cerró la puerta tras él, pero pasaron aún varios minutos antes de que las chiquillas osaran bajar de las camas donde se habían subido.

—¿Cómo habrá podido meterse ese terrible animal en mi maleta? —preguntó Navio.

Puck estaba recuperando la calma y contestó:

—Es fácil de suponer, Navio. ¿No recuerdas cuando hallamos una en el «Trébol de Cuatro Hojas»?

Navio asintió con la cabeza.

—Pues bien —concluyó Puck—. Quienes nos pusieron aquélla nos han puesto ésta.

Navio apretó los dientes.

—¡Alboroto ha hecho de las suyas una vez más! ¿No? Me las pagará caras…

Karen no se atrevía a abrir su maleta.

—Me pregunto si no, habrá también ratas en las otras maletas… Deberíamos mirarlas. ¿No quisieras hacerlo tú, Puck?

Puck no pareció muy entusiasmada ante la idea. Y, cuando, temblorosa, se acercó a la maleta de Karen, ésta saltó de nuevo sobre la cama para contemplar los acontecimientos desde un sitio seguro. Puck la abrió y retiró las prendas con gestos vivos.

—No hay nada en esta maleta…

Abrieron también la tercera y al fin se tranquilizaron. Pero, al volver a poner en orden las cosas, Navio topó con un papel entre dos vestidos. Leyó el contenido y gritó colérica:

—¡Son un par de caraduras infernales!

—¿Qué te ocurre ahora, Navio? —preguntó Puck.

—Mira tú misma —respondió Navio, tendiéndole el papel. Puck se puso a leer y poco a poco una gran sonrisa entreabrió sus labios:

Para gastar una broma a una mujer

basta siempre con una ratita.

¡Más que el tigre más terrible,

la rata asusta a grandes y chicas!

Confiamos en que asustará también

a Puck, Karen y Navio,

haciéndolas estremecer.

Un saludo cordial de

Alboroto y Cavador

Riendo alegremente, Puck pasó el papel a Karen.

—¡Ah, son en verdad insoportables…! Cuando el mar nos separe, podremos respirar tranquilas.

Cuando un poco más tarde las tres amiguitas bajaron al salón, debieron soportar las bromas a propósito de la ratita que tanto las había asustado. El señor Moeller dio un golpecito amistoso al hombro de Puck.

—Pequeña mía, tú que tan valiente eres para otras cosas, no deberías permitir que te asustase de tal modo un animalito tan inofensivo… Ja, ja, ja…

—Basta ya, Anders —dijo la señora Moeller—. ¿No deberías mostrarles la barca de motor antes de la cena?

—Sí. Vamos, jovencitas.

—¿De qué barca hablas, tío Anders? —preguntó Puck—. ¿Has comprado una?

—No, pero pienso hacerlo…, si el vendedor y yo llegamos a un acuerdo. El barco pertenece a un comerciante de Kiel, que vendrá dentro de un par de días. Me pide cinco mil marcos, más de los que yo quiero dar, pero mientras tanto podemos permitirnos el lujo de pasear en ella… como prueba.

—No sabía que te gustaran las barcas, tío Anders —dijo Puck.

El veterinario rió.

—Verás, hijita… Al hacerse uno mayor, se vuelve perezoso… Para la tierra tengo coche y para el mar… un barco de motor es más cómodo que esquíes acuáticos.

¡Sería maravilloso, pensó entonces Puck, poder convencer a su padre y al tío Anders de hacer un pequeño viaje en barca con Karen y Navio! Ah, si el vendedor alemán se pusiera razonable en cuanto al precio…

Charlando, el pequeño grupo llegó al puerto.

***

En relación con la superficie, el puerto de Sundkoebing era imponente. Había grandes navíos, buques de menor importancia e incluso grandes barcazas de pesca, y otras de placer. Al norte se proyectaba en el mar una larga mole de piedra, a cuyo extremo se erguía un faro, constituyendo la línea de demarcación entre la agitada vida del muelle y la plácida de la pequeña ciudad.

El barco de motor estaba amarrado al faro y, viéndolo Navio gritó de entusiasmo:

—Oh, oh… Es un verdadero transatlántico…

El veterinario rió:

—Hijita, nadie diría que eres hija de un capitán de navío. De todos modos, confieso que es un buen barquito. Y bastante grande: caben en él doce literas… y, de ser preciso, podría cruzarse el Atlántico a bordo. Subamos para verlo mejor.

Aquel barco impresionante tenía en efecto dos habitaciones con seis literas cada una y un saloncito con una mesa alrededor, en la cual podían sentarse doce personas. Por todas partes el sol se reflejaba en la madera de caoba y en los metales cromados. ¡Tenía incluso antena de T. V.! ¡Ah, las jovencitas estaban maravilladas!

***

Al día siguiente las tres amigas se encaminaron al establecimiento de baños. Querían nadar un poco y hacía un tiempo espléndido. Puck y Karen eran excelentes nadadoras, y Navio no les iba a la zaga. Cuando se hubieron alejado bastante de la playa, y sus tres cabecitas eran sólo puntos en el mar, se dejó oír una voz alegre:

—¡Vaya, amigas mías, qué sorpresa!

—¡Oh, no! —gimió Navio con desesperación—. Ahí están esos granujas…

En efecto. Alboroto y Cavador se acercaron nadando en crawl. Alboroto rió, encantado.

—¿Qué? ¿Habéis recibido una sorpresita de vuestros viejos compañeros?

Puck respondió sonriente:

—¡Tenéis una gran falta de imaginación! Ya habíais usado ratas en otra ocasión, según recuerdo.

—Es algo que siempre surte efecto —declaró Alboroto, encantado—. Las chicas y las ratas no hacen buenas migas.

Puck señaló el barco anclado que tío Anders quería comprar.

—¿Ves aquel buque allá?

—Sí.

—Bien, pues te apuesto a que una de nosotras, por lo menos, conseguirá llegar allí antes que Cavador o tú.

Alboroto, preguntó:

—¿Qué apostamos?

—Los cinco helados más grandes de Sundkoebing.

—¿Estás de acuerdo, Cavador? Incluso deberíamos darles unos cuantos metros de ventaja…

—Sí, veinte metros —propuso Cavador—. Podéis comenzar, chicas.

Y las tres amigas salieron nadando con todas sus fuerzas, pero el trayecto hasta el barco en cuestión era largo y pronto Navio quedó rezagada. Puck dio una ojeada atrás y dijo:

—Los chicos todavía no han salido. ¡Tan seguros están de ganar! Deberíamos darles una lección, Karen.

—De acuerdo.

Las chiquillas se esforzaron cuanto pudieron, pero no tardaron en ver pasar a su lado, raudo como una flecha a Alboroto, que se tomó aún el tiempo de hacerles un signo de adiós.

—¡Cielos! —gritó Puck.

Tampoco tardó Cavador en adelantarlas.

—¡Qué remedio! —suspiró Karen—. No siempre se gana.

Unos instantes más tarde. Alboroto llegó al barco. Se agarró a una amarra y empezó a trepar. Apenas había conseguido llegar a cubierta, cuando debió de ocurrir algo imprevisto ya que dio un gran grito y, en un peligroso salto, volvió a caer al mar. Detrás de él, un hombre vestido de negro pareció darse a la fuga.

—¡Qué bandido, qué cobarde…!

—Pero ¿de qué hablas? —preguntó Puck.

—Subamos a bordo y os lo contaré.

Subió él en primer lugar, seguido por Cavador, y ambos ayudaron luego a las chicas a hacer lo propio.

Cuando los cinco estuvieron en cubierta, Alboroto explicó:

—Acababa de poner el pie aquí, cuando la puerta de aquella cabina se abrió bruscamente, y salió un hombre que me dio un puñetazo en el pecho, haciéndome caer. Y, en realidad, eso es todo…

—¿Estás seguro de que el hombre ha salido de la cabina? —preguntó Puck.

—Completamente. ¿No ves la puerta que ha quedado abierta?

Puck examinó la puerta que no tenía ninguna señal de haber sido forzada y dijo:

—Pues no lo comprendo. Nosotras estuvimos aquí ayer con tío Anders y sé perfectamente que las puertas de las cabinas estaban cerradas con llave.

—Déjame mirar —dijo Alboroto.

Se inclinó y estuvo observando cuidadosamente la cerradura. Luego exclamó:

—Misterioso… Muy misterioso… Eso ha sido abierto con llave. ¿Quién tiene las llaves de este barco, Puck?

Puck titubeó un poco:

—Tío Anders, naturalmente… y quizás los pescadores que según mi tío, fueron a buscarlo a Kiel.

—Si era uno de los pescadores, ¿por qué habría de empujarme al agua? —inquirió Alboroto.

—Lo ignoro —confesó Puck—. Además el hombre iba vestido con elegancia, no tenía aspecto de pescador…

—¿Podrías reconocerle?

—Tal vez… Era pequeño y gordo, con cabellos negros… No me he fijado bien, ya que estaba preocupada por ti.

—Muy amable de tu parte, Puck —dijo Alboroto—. Examinemos el interior de la cabina.

Pero tampoco allí descubrieron nada insólito. Alboroto abrió la pequeña puerta que daba a la sala de máquinas e hizo un signo de descorazonamiento:

—Supongo que quería robar algo, pero ¿qué? Aquí sólo hay motores…

Quiso abrir las puertas de las otras cabinas, pero estaban cerradas con llave. Suspiró:

—Será mejor que volvamos al establecimiento de baños, amigos —Y mirando a Puck precisó—: Y tú, damita, no olvides que me debes cinco enormes helados. ¿O prefieres darme el dinero ahora mismo?

Puck fingió darle un bofetón:

—Grandísimo bobo… ¿Cómo quieres que lleve dinero encima ahora? Podemos encontrarnos a las cuatro en la pastelería de la Gran Plaza.

—De acuerdo. ¿Quieres apostar algo más por el regreso a la playa?

—No, gracias. Reconocemos de buen grado que tú y Cavador nos ganáis en natación.

—Nademos juntos —pidió Navio—. Me siento cansada y no me agradaría volver sola.

Alboroto le dio un golpecito amistoso en un hombro.

—Mi pequeña Navio… Tu buen amigo permanecerá a tu lado. ¡Y piensa que a mi lado podrías atravesar tranquila hasta el Canal de La Mancha! ¿Vamos?

—O. K.

***

Puck contó al veterinario Moeller el incidente y éste no supo que decir. Pero, después del almuerzo, decidió llegarse hasta el barco para volver a cerrar con llave la cabina abierta, que era la del piloto. Y no volvió a pensar más en el asunto.

Por el contrario, Puck no pudo dejar de pensar en ello, incluso pasando una hora agradable en compañía de los dos muchachos en la pastelería, estuvo distraída, ausente. No podía apartar de su mente al hombre misterioso.

Alboroto y Cavador se mostraron generosos y, cuando Puck hubo pagado su ronda de helados, invitaron a otra ronda, con una naranjada además. Navio aceptó y dijo:

—Nos lo debéis por el susto de la rata… A propósito, ,¿todavía os quedan ratas?

—Ni una sola —confesó Alboroto—. El año que viene no criaremos ratas blancas…

—Entonces ¿qué?

—Lagartos.

—¿Ouéee?

—El lagarto es el animal más simpático de la familia de los cocodrilos… Lo triste es que no cabe ninguno en la maleta de Navio. Pero su piel es muy estimada para bolsos y zapatos.

—¿Ya tenéis permiso del director para ello? —preguntó Puck riendo.

—Sí, está de acuerdo —dijo Alboroto, riendo—. ¡Incluso hemos pensado en regalar un ejemplar a la señora Frank, a fin de que pueda hacer caldo con él! Seguramente nuestros lagartos animarán un poco la vida del pensionado.

—No creo que sea necesario —comentó Karen—. Con Cavador y tú ya estamos todos bastante animados. ¡Sois peores que lagartos!

—Gracias por el cumplido —contestó Alboroto inclinándose—. ¿Me atreveré a invitar a otra ronda de helados a estas gentiles damitas?

—Sí, gracias, ¡archibandido!