¡Por fin llegó el día de las pruebas deportivas!

Los alumnos no tenían examen alguno hasta el día siguiente, de modo que todo el interés se concentró en las competiciones que tendrían lugar en el terreno de los deportes. La prueba femenina tendría lugar por la mañana y la de los chicos por la tarde.

Alboroto parecía muy misterioso ya durante el desayuno y cuando abandonaron la mesa Cavador le preguntó:

—¿Qué te preocupa, amigo mío? Tu cara traiciona un siniestro secreto, que deberías confiarme.

Alboroto sonrió ampliamente.

—Verás… Por excepción, prefiero guardar el secreto… por lo menos hasta la hora del almuerzo.

—¿Cómo? —Cavador le cortó la palabra—. ¿Tienes secretos para tu mejor amigo?… ¿Acaso tienes una idea genial… con respecto a Puck?

—¡Diana!

—¿Qué?

—Digo que has dado en la diana, lo que demuestra que tienes una materia gris casi tan brillante como la mía. Sí, amigo del alma… Se trata de algo referente a Puck. ¿No recuerdas que le debemos aún lo de habernos metido pimienta en la piel de vaca?

—¡Pero si tú la absolviste por completo!

Alboroto se encogió de hombros.

—El perdón no es eterno… y ya hace más de una semana de aquello.

—Hablas como un libro abierto, amigo… ¿Qué te parece si reunimos la fuerza de nuestros dos cerebros para maquinar algo grande y sonado?

—No, muchas gracias… No es necesario… Cada vez que colaboramos juntos fracasamos rotundamente, querido Cavador. Así que prefiero actuar solo.

—En tal caso, el fracaso será mayor todavía.

—Espera y verás.

***

La animación era grande en las pistas deportivas. A lo largo de uno de los lados habían instalado bancos para los numerosos espectadores: las personas mayores y los alumnos más pequeños que no participaban en las pruebas.

Los profesores, con el director en cabeza, habían llegado junios, y entre los demás espectadores podían verse los padres de Annelise, el padre de Puck, el terrateniente Holm, el inspector de aguas y bosques Bang, el horticultor Piil, el granjero Iversen y otras personas del vecindario…

El tiempo era excepcionalmente bueno y tranquilo —sin ser demasiado caluroso— y se preveían nuevos favoritos y nuevos records. Puck, Karen, Inger y Lone se hallaban entre las favoritas, mientras que Else, Joan y Harriet eran consideradas «outsiders». La mayor parte de los espectadores suponían que las luchas finales tendrían lugar entre Puck y Karen. Dado que los muchachos no debían participar hasta la larde, disponían de mucho tiempo. Se dedicaban a aconsejar a las chicas y entre ellos se cruzaban múltiples apuestas que tenían como premio helados.

Pero Alboroto, ligeramente escéptico, decía:

—Tal vez Puck gane los saltos de altura, pero Karen ganará la carrera de los cien metros.

—¡Estás loco! —dijo Caoba—. ¿Te apuestas algo? Yo apuesto a favor de Puck y te concedo dos puntos contra uno.

—¡No!

—¿Tres contra uno?

—No… No…

—¿Cinco contra uno, qué diablos?

—¡No quiero apostar, eso es todo!

Los demás muchachos se sentían muy intrigados. ¿Por qué rehusaría Alboroto apostar en las competiciones deportivas de las chicas? ¿Se había dado cuenta de algo, viendo a las chicas entrenarse? Finalmente, varios de los alumnos apostaron a favor de Karen, pero Puck seguía siendo la favorita entre la mayoría.

Un grupo de chiquillas, con visible nerviosismo, aguardaban las instrucciones del profesor Strandvold. Sus atuendos de entrenamiento estaban tirados en el suelo, junto a las zapatillas que servían para la prueba de velocidad. Alboroto se acercó con paso calmoso y dijo:

—Y bien, hijitas… ¿Ya estáis bien preparadas? Y tú, Puck, ¿estás nerviosa?

—Sólo lo estoy cuando tú estás cerca —respondió Puck—. ¿Por qué vienes por aquí? ¿Acaso este terreno es de tu propiedad personal?

Entonces comenzaron las primeras pruebas —saltos de longitud— y el resultado fue el previsto por la mayoría. Puck obtuvo la victoria sobrepasando en 15 centímetros el salto de Karen, y los aplausos estallaron.

Puck, Karen e Inger no tomaban parte en las pruebas eliminatorias de los saltos de altura. El señor Strandvold sabía de antemano que era una pérdida de tiempo. Entre las restantes, Lone era sin duda la mejor dotada, y cuando ésta hubo saltado el profesor anunció:

—Lone Jünchertt Petersen gana.

Cuando los fuertes aplausos se calmaron, el instructor prosiguió:

—Ahora levantaremos la barra cinco centímetros, y Bente, Inger y Karen tomarán parte en la competición.

La emoción aumentó entre los espectadores. ¿Cuántas chiquillas conseguirían saltar aquella altura? Sí, naturalmente, Puck y Karen… —el otoño pasado habían batido con cinco centímetros el record establecido—, pero ¿y las demás?

Lone fracasó en los dos primeros intentos, pero consiguió saltar al tercero. La barra tembló por unos segundos, y finalmente cayó al suelo, mientras un «oh» desilusionado surgía de entre el público.

Y entonces Inger consiguió saltar la valla al segundo intento, pero Karen y Puck saltaron limpiamente al primero y ambas chiquillas fueron muy aplaudidas.

El señor Strandvold declaró:

—Ahora levantaremos la barra a la altura establecida como record el otoño pasado… por la alumna Bente Winther.

Un silencio absoluto reinó entre las asistencia. Incluso los muchachos más alborotadores parecieron retener el aliento.

Inger debía saltar en primer lugar, pero nadie creía que tuviera la menor oportunidad de conseguirlo, ya que había conseguido saltar la altura precedente con grandes apuros Sin embargo, el milagro se produjo y los espectadores quedaron atónitos. ¡Inger había saltado al primer intento!

Durante los aplausos, Puck estrechó calurosamente la mano de su amiga:

—¡Formidable, verdaderamente formidable, Inger! ¡Qué bien lo has hecho!

Inger, que habitualmente estaba siempre tranquila, pareció muy emocionada; tartamudeó:

—Gracias, Puck… Pareces tan contenta como si hubieras sido tú misma la que hubieras conseguido saltar al primer intento…

—¡Estoy realmente tan contenta, Inger! —contestó Puck—. No esperaba que lo consiguieras…

Otras compañeras rodearon a Inger para felicitarla, en tanto Karen se preparaba para saltar. Reinaba el silencio. ¿Lo conseguiría aquel año?

El anterior había fracasado en los tres intentos, pero quizás había hecho progresos desde entonces, como Inger…

Karen tomó impulso. Consiguió saltar, pero en el descenso rozó la barra con la punta de los dedos. Durante una angustiosa fracción de segundo, la barra tembló… pero no se cayó.

Los aplausos habían cesado apenas, cuando Puck ya saltaba a su vez, en el más perfecto de los estilos.

Y entonces llegó el más emocionante de los momentos. ¿Conseguiría alguna de las participantes establecer un nuevo record?

Inger hizo caer la barra tres veces, mientras Karen estuvo a punto de triunfar al tercer intento.

Y le llegó el turno a Puck. El silencio era tan absoluto que se hubiera oído volar una mosca.

Alboroto murmuró al oído de Flemming con voz apenas imperceptible:

—Creo que lo conseguirá. ¿Apuestas algo?

—¿Qué?

—Un helado…

—De acuerdo…

Puck concentró toda su energía en el salto y salió disparada. Su tensa silueta parecía volar a través del aire, por lo menos a unos dos centímetros por encima de la barra.

Una verdadera tempestad de aplausos estalló de todas partes y el señor Strandvold se vio obligado a aguardar un buen rato para poder anunciar:

—El record actual de las chicas ha sido batido por Bente Winther en cinco centímetros. El record anterior le pertenecía también. Ahora aumentaremos la altura otros cinco centímetros. ¿Quieres intentarlo, Bente?

Con respiración cansada, pero sonriente, Puck le interrumpió:

—No, no. De ninguna manera, señor… Debo guardar fuerzas para la carrera de los 100 metros…

El señor Strandvold se sintió visiblemente decepcionado por la negativa de Puck, pero no podía obligarle a saltar. Sus compañeras la rodearon con tanto entusiasmo que estuvieron a punto de ahogarla. Navio exclamó con pasión:

—¡Qué bien los estamos haciendo las del «Trébol de Cuatro Hojas»!… Es decir, exceptuándome a mí…

También los espectadores estaban entusiasmados. El director Frank se volvió hacia el ingeniero Winther:

—Su hijita es de un temple muy especial… No me extrañaría que ganara también la carrera de los 100 metros.

—¡Tampoco yo, la verdad! —reconoció el señor Winther—. Espero que estos triunfos deportivos no se le suban a la cabeza, sin embargo…

Inger consiguió saltar al segundo intento.

Deportista él también, y habiendo obtenido varios trofeos, conocía la embriaguez de la victoria, y había visto a más de un campeón perder la cabeza y darse aires de «vedette». Pero Bente era una chiquilla sana de cuerpo y espíritu y un cierto triunfo en el terreno deportivo no le haría ningún mal. ¿Conseguiría Puck también el tercer triunfo del día?

***

Alboroto había guardado el producto de sus muchas apuestas, El ganador exigía siempre una garantía y hacía firmar recibos que decían poco más o menos: «Debo un helado… Debo dos helados…». Después, cuando hubiera ocasión, el pago de las deudas se haría efectivo. Y esta costumbre, ya tradicional en el pensionado de Egeborg, resultaba muy productiva para el pastelero Bose. Además, también las alumnas apostaban entre sí y con los muchachos…

Entregando su recibo de deudas a Alboroto, Caoba dijo con un poco de amargura:

—¡Toma! Y dime ¿sigues sin querer apostar para la carrera de los 100 metros?

—No…

—¿Consideras que Karen ganará?

—Sí. Es una idea un poco loca que me ha venido…

Alboroto contempló de reojo a las participantes que se estaban colocando las zapatillas de carrera; después dijo en un tono decidido:

—¡Hoy no apuesto más, definitivamente!

Veinticinco alumnas se habían inscrito para la carrera de los 100 metros. Debían partir de cinco en cinco, y la ganadora de cada grupo tendría derecho a la carrera final, tan emocionante. Para mantener la expectación entre el público, el señor Strandvold había repartido a las concursantes favoritas entre los cinco grupos.

Lone ganó la primera carrera, Karen la segunda, Else la tercera…

Si el ingeniero se inquietaba por aquel motivo, no era sin causa. Deportiva, le tocó el turno a Puck, la gran favorita. De su grupo formaba también parte Inger, pero nadie suponía que pudiera poner en peligro la victoria de Puck. Las demás eran Joan, Karen-Margrethe y Elsebeth…

—¡Preparadas! —ordenó el profesor.

Las cinco muchachitas doblaron las rodillas y colocaron sus pies izquierdos en los agujeros de salida. Apoyaron las palmas de las manos en el suelo y miraron fijamente hacia adelante. Debían salir corriendo al oír la palabra «tres».

El señor Strandvold levantó la voz:

—Una…, dos…, ¡tres!

Las participantes salieron disparadas como flechas. Parecían volar sobre la pista ante el entusiasmo frenético de los espectadores.

A cincuenta metros de la meta, Inger llevaba un metro de ventaja a Puck y Joan… ¿Qué estaba ocurriendo, pues?

Sí, algo raro… Joan conseguía dar alcance a Inger, en tanto que Puck… permanecía varios metros atrás.

—¡Puck, Puck! —gritaban los partidarios de la chiquilla.

Inger llegó a la meta unos instantes antes que Joan, pero con varios metros de ventaja a Puck.

Hubo muchos aplausos, pero los gritos de sorpresa dominaban. ¡Aquél era un resultado totalmente inesperado! Puck derrotada por varios metros, por Inger y por Joan…

Alboroto se volvió riendo hacia sus compañeros.

—¿Qué? ¿No os lo había dicho yo?

Muchos de los alumnos, que habían apostado a favor de Puck, se sintieron encolerizados y empezaron a murmurar:

—Ha habido trampa… Sin duda Puck se ha dejado ganar…

—Es inadmisible…

—Puck debería sentirse avergonzada…

Uno dijo:

—Sí, y Alboroto también.

La indignación parecía ser tan profunda y sincera, que Alboroto acabó por sentirse incómodo.

Trató de defenderse como pudo:

—Os doy palabra de honor de que no había nada convenido entre Puck y yo… ¡No iréis a pensar que la he estado sujetando con una cuerda durante la carrera!

Aunque a regañadientes, los chicos se conformaron con aquella explicación.

Alboroto era un chico tremendamente travieso, pero jamás daba su palabra de honor en falso.

Mientras se desarrollaban otras pruebas, Puck se acercó a Alboroto y le dijo en un tono bastante brusco:

—Alboroto, debo hablarte.

—Sí, palomita… ¿Qué quieres?

Puck alargó la mano y le mostró un par de zapatillas ¿Ves algo de particular en este calzado?

Alboroto pareció examinarlos con gran interés y luego respondió:

—Así… Las puntas son, algo extrañas, sí… Se diría que alguien las ha doblado con unas pinzas.

—¿No habrás sido tú por casualidad ese alguien, Alboroto?

—Pues… He de confesar…

—Y ¿has colocado tú estas zapatillas en lugar de las mías, cuando has venido a curiosear por aquí?

Por alguna oscura razón, Alboroto se sentía tremendamente incómodo en aquellos instantes, a pesar de lo cual trató de sonreír ampliamente:

—Pues, sí… He sido yo. Estaba seguro de que no te darías cuenta del cambio… Ahora te devolveré tus zapatillas.

—¡Muchas gracias! —dijo la chiquilla irónicamente.

A continuación, y con los ojos brillantes de enojo, añadió:

—Si quieres saber mi opinión. Alboroto, la tuya ha sido una broma de muy mal gusto.

—Tal vez, pero…

—¡Calla! —le cortó Puck con impaciencia—. Sabías perfectamente que esas puntas retorcidas me costarían por lo menos cinco metros… Pero ¿acaso sabías si me interesaba mucho ganar esa carrera?

—Oh, Puck… Te estás burlando de mí…

Puck le miró fríamente.

—Puedes creerme… Se da el caso de que me daba absolutamente igual ganar esa carrera, Alboroto. Pero no por eso tu broma deja de ser de pésimo gusto. ¿Cuántas apuestas has ganado con mi derrota?

—Ni una sola.

—¿Cómo? —exclamó Puck, muy asombrada—. ¿No has apostado nada sobre mi derrota?

—No, te lo aseguro —declaró Alboroto, con voz solemne—. Hubiera podido ganar gran cantidad de apuestas… Ya que sabía de antemano que tú no podrías ganar con las zapatillas que te había dejado… Pero precisamente por eso tuve vergüenza de aceptar apuestas.

Puck se sintió entonces desarmada. Incluso sonrió.

—Me agrada oírte decir eso. Alboroto… Y por ese motivo no contaré a nadie tu broma. No obstante, que quede claro: me ha parecido de muy mal gusto.

—No… A decir verdad, pensándolo bien, yo tampoco la hallo de muy buen gusto… Sólo que tenía ganas de devolverte tu broma de la pimienta en la piel de vaca.

—Creí que este asunto había quedado resuelto con un perdón por ambas partes…

—Sí, lo sé… Pero de eso hacía ya más de diez días y…

Puck no pudo evitar una carcajada.

—Alboroto, eres el rey de los bandidos, pero resulta imposible estar enfadada contigo más de diez minutos seguidos. ¡Por lo tanto, te doy la absolución!

—¿Por cuánto tiempo?

—¡Por una docena de días!

—Para entonces ya habrán comenzado las vacaciones…

—Pues felicítate por ello, mi querido Alboroto, ya que así no tendrás problemas conmigo hasta el próximo curso.

—Gracias, Puck. Eres una chica «súper».

—Sí… Y tú un bandido «súper» también. ¿Cavador ha tomado parte en tu broma?

—No, esta vez he actuado solo.

—Pues mi estima por Cavador crece varios puntos —dijo Puck, riendo—. ¿Quieres ahora devolverme mis zapatillas?

—Ahora mismo.

—En tal caso, asunto liquidado.

En aquel mismo instante, nuevos aplausos estallaron entre el público. Karen había ganado la carrera de los 100 metros, con sólo medio metro de ventaja sobre Inger y Lone.

Inmediatamente después del almuerzo, Alboroto y Cavador se encontraron en el banco del embarcadero. Las pruebas deportivas de los muchachos no darían comienzo hasta dentro de una hora y, como decía Cavador, era bueno relajarse un poco.

Alboroto no parecía hallarse de muy buen humor. Su distraída mirada vagabundeaba por el lago y únicamente respondía a las preguntas de su amigo con monosílabos. Cavador acabó por suspirar con descorazonamiento:

—Pero ¿qué te ocurre, chico? ¿Estás nervioso por las competiciones de esta tarde?

—No…

—¿Has perdido apuestas?

—Las he ganado todas.

—¡Hum! ¿Sigues torturándote con la idea de gastarle una broma a Puck?

—Ya se la he gastado —respondió Alboroto sombrío.

—¿Sí? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Cuando ella ha perdido la carrera de los 100 metros.

Alboroto explicó en breves palabras lo que había pasado y concluyó:

—Al principio, mi idea me pareció sensacional… Pero luego he comprendido que de nuevo habíamos fracasado rotundamente.

—¿Habíamos? —repitió Cavador, con ironía—. No, querido amigo. Puedes anotarte este fracaso en tus cuentas particulares. Mejor te hubiera ido si hubieras querido escuchar mis consejos. Pero has querido arriesgarte solo, dejar aparte a tu viejo amigo…

—¡Bah! —murmuró Alboroto entre dientes—. ¡También a ti mi idea te hubiera parecido sensacional! ¿No es así?

Cavador titubeó un poco, pero acabó por admitir honradamente:

—A decir verdad, creo que sí. ¿Está Puck furiosa?

Alboroto hizo un triste gesto afirmativo con la cabeza.

—Nunca antes la había visto tan furiosa… Pero todo ha acabado bien. Me ha perdonado al saber que yo no había admitido apuestas sobre su derrota.

—Ah —exclamó Cavador, quien de pronto pareció comprender—. ¿Era por esto que no quisiste aceptar apuestas para la carrera de los 100 metros?

—Exactamente, querido Cavador, exactamente.

—¿Crees que debemos esperar una nueva declaración de guerra por parte del «Trébol de Cuatro Hojas»?

—No. Nos han concedido doce días de armisticio.

—¿Doce días? Para entonces, tú y yo estaremos ya en Inglaterra.

—Sí. ¡Muchísimo mejor! Pero tengo el siniestro presentimiento de que, en el próximo curso tendremos serios problemas.

Alboroto calló unos instantes, pensativo, y al cabo añadió:

—De todos modos, debo admitir que Puck es una chica extraordinaria, Cavador…, ya que si alguien me hubiera hecho a mí lo que yo le he hecho a ella, me hubiera enojado tantísimo que hubiera tardado siglos en perdonarle. ¿No crees que es la ocasión de prepararle una sorpresita?

Cavador abrió dos ojos como dos platos.

—¿Una sorpresita, Alboroto? Acabas de decirme que teníamos doce días de armisticio…

—¡Bobo! ¿No puedes pensar que existen también sorpresas agradables?

—¡Hum! Ni tú ni yo somos precisamente especialistas en sorpresas agradables —murmuró Cavador—. ¿No te estarás volviendo sentimental? Puck pensaría que estamos completamente chiflados si le diéramos una sorpresa agradable.

Durante algunos segundos, Cavador miró fijamente a su amigo. Después suspiró y movió la cabeza con aire desolado. ¿Qué demonios le estaba ocurriendo a su compañero de travesuras, siempre tan alegre y optimista? Se hubiera dicho que todos los males de la tierra habían caído sobre sus hombros… Seguramente estaba envejeciendo.

Cavador, de repente, se sintió del mejor humor. Lo que le ocurría a Alboroto, sin duda, era debido a que por primera vez había querido actuar sin su colaboración y ello le había llevado a un total derrumbamiento.