Se acercaban las vacaciones y la animación, entre los alumnos del pensionado de Egeborg, crecía día a día.
Llegó a tener proporciones tales que la atención en las clases se resintió considerablemente. Pero aquello no era nada nuevo para los profesores, ya que cada año pasaba lo mismo al llegar aquellas fechas.
En el transcurso de las clases, los alumnos parecían trabajar afanosamente, desde luego, pero lo único que hacían era llenar los cuadernos de olas espumosas, de ninfas rientes bañándose en el mar azul, de casitas de baño, de alegres grupos de muchachos jugando a pelota en una playa ancha y dorada…
La mayoría de los alumnos sabían desde hacía tiempo cómo pasarían las vacaciones. Alboroto y Cavador irían a Inglaterra… Annelise viajaría en coche con sus padres por la mayor parte de Europa, y había obtenido permiso para invitar a Lone… Caoba iría a Skagel para reunirse con su familia…; Flemming iría a Faone…; Svend a París, a casa de un tío riquísimo…; Georg tomaría parte en un viaje organizado al Tirol y a Italia del Norte. Casi todos, pues, tenían motivos para estar alegres.
Puck también sabía a qué atenerse respecto a sus vacaciones. Las pasaría con su padre, cosa que la volvía loca de felicidad. Por el momento, el señor Winther era huésped del veterinario Anders Moeller, en Sundkoebing; en cuanto finalizaran las clases, Puck iría a reunirse con él, y podría ver a diario a su querido perrito Plet. El señor Winther tenía además otros proyectos para el verano, pero Puck apenas se interesaba por ellos. A sus ojos, lo único que contaba era poder pasar varias semanas con su papaíto adorado, antes de que éste tuviera que regresar a América del Sur, donde permanecería hasta las Navidades…
Una de aquellas tardes, el «Trébol de Cuatro Hojas» se reunió en consejo y sólo se habló de un tema: las vacaciones. En cuanto a Puck, no había mucho que hablar. Inger, por su parte, pasaría las vacaciones con sus padres. Pero el problema estaba en Navio y Karen: sus proyectos para las vacaciones eran muy vagos.
El padre de Navio, capitán de la marina mercante, navegaba en aquellos momentos por las costas de Australia y Nueva Zelanda en su «Margrethe III». Su barco había sido adoptado por los alumnos del pensionado de Egeborg, lo que les proporcionaba recíprocas y grandes alegrías, no sólo cuando el navío atracaba en Copenhague, sino también por el hecho de que se carteaban continuamente alumnos y tripulación.
Navio dijo, un tanto triste:
—¡Ay! No puedo ir a reunirme con papá a Sidney, claro… sin embargo, sería maravilloso poder tenderme en una playa a dorarme al sol, junto a mi querido papaíto…
Puck la interrumpió:
—¡No digas barbaridades, Navio! No creo que pudieras dorarte al sol en este tiempo…
—¿Por qué? ¿Acaso no está haciendo un verano soberbio?
—Sí, aquí, en Dinamarca, sí. Pero no en Australia…
—¿Cómo lo sabes? ¿Tal vez has recibido un parte meteorológico?
—No es preciso. ¿Verdad, Inger?
—Desde luego que no —dijo Inger.
—Bien… En tal caso, ya me resulta menos doloroso no poder ir. Tendré que contentarme con pasar las vacaciones con mi tía Nelly o mi tío Charles, o cualquier otro miembro de la familia, a pesar de que ninguno de ellos es demasiado divertido, a decir verdad…
Durante aquella conversación, Karen había permanecido tumbada en su litera en silencio, con la mirada fija en el techo. Puck acabó por preguntarle:
—¿Qué te ocurre, Karen?
—No sé…
—Acaso tu madre… —empezó Puck, un tanto temerosa.
Pero Karen le cortó rápidamente la palabra.
—Sí, mi madre está ausente, Puck. En su última carta, que recibí hace más de un mes, se hallaba en Montecarlo y, según me decía, lo estaba pasando muy bien. Quizás ahora se encuentre en Egipto… o en Italia… o… sí, puede estar en cualquier parte…
La voz de Karen era tan dura, tan amarga, que Puck e Inger intercambiaron una rápida mirada. Ambas conocían bien aquella situación. Los padres de Karen vivían separados y, desde su separación, la madre viajaba constantemente. La jovencita no carecía de nada en lo referente a dinero y vestidos, pero no podía decirse lo mismo de afecto maternal.
Karen se levantó y permaneció sentada al borde de la cama. Rió un poco, pero en su risa no había alegría alguna.
—Mamá ha autorizado al señor Frank para que pueda sacar del banco el dinero necesario para mis vacaciones… ¡Seis semanas en un hotel de primera categoría o junto al mar! Ah, ¿habéis oído hablar de algo más alocado? ¡Sólo a mi madre podía habérsele ocurrido enviar a su hija sola a un balneario!
—Entonces, ¿qué harás, Karen? —preguntó con dulzura Inger.
—Como nadie de mi familia me ha invitado, pasaré las vacaciones aquí, en el pensionado. Hay otros seis o siete alumnos en mi mismo caso, así que no nos moriremos de aburrimiento.
Puck reflexionó con rapidez. Sería muy triste para Karen aquello… Por muy agradable que resultara la vida en aquel colegio, debía de resultar duro, de todos modos, no salir de él durante las vacaciones. Si ella pudiera organizar algo para Navio y Karen… Pero ¿qué?
«Bien —pensó Puck—. Algo se me ocurrirá».
En la esperanza de alegrar un poco el ambiente, dijo:
—Según tengo entendido, Karen, hiciste un examen magnífico de danés. Seguramente tendrás un nueve o un diez…
—¡No, todo lo contrario! —exclamó Karen—. Precisamente he hecho muy mal examen. Pero es muy amable de tu parte, Puck, querer levantarme un poco el ánimo.
—Seguramente no hiciste el examen peor que yo —comentó Navio.
Y se echó en su cama y comenzó a efectuar su ejercicio favorito: agitar las piernas como si estuviera pedaleando. Añadió, riendo:
—Me pregunto, con cierta inquietud, si no seré suspendida… Pero no me atormento demasiado, ya que de todos modos nosotras cuatro seguiremos juntas en el «Trébol de Cuatro Hojas» el próximo curso. Sería divertido que pudiéramos intercambiarnos las notas, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Estaba pensando en que Inger, que siempre tiene las mejores notas, podría pasarme unos cuantos puntos… como buenas amigas que somos.
—Si de mí dependiera, Navio, te los daría de buen grado… Pero seguramente tu pesimismo no está justificado. ¡No tendrás que repetir el curso, ya lo verás! Incluso estoy dispuesta a hacer una apuesta: ¡dos helados contra uno! ¿Aceptas?
—De acuerdo… Correré el riesgo… Si me suspenden, tendré por lo menos el consuelo de haber ganado dos helados. Lo que siempre es algo…
Los alumnos de Egeborg se hallaban en pleno período de exámenes. Para Puck y sus amigas, los peores momentos ya habían pasado: todos los exámenes escritos y la mayor parte de las pruebas orales. No obstante, algunos temían aún las pruebas de geografía e historia… Además, y eso era lo más inquietante, un profesor ajeno al colegio y al cual llamaban «el censor» asistía a los exámenes. El último lugar, pasarían las pruebas deportivas, pero ésas no inquietaban a nadie, ya que resultaban siempre divertidas y animadas…
En el «Trébol de Cuatro Hojas», la conversación languidecía y carecía de la alegría acostumbrada.
En especial Karen se sentía muy desanimada, deprimida, y sus tres amigas la comprendían. Podía decirse que, en cierto modo, carecía de padre y de madre. Era magnífico tener una madre bonita, elegante, rica, pero saber que esta madre se pasaba el tiempo viajando, lejos de su hija, ya no lo era tanto. A la edad de Karen, el afecto y la comprensión son más preciosos que el dinero y los lindos vestidos.
El desánimo de Navio tenía caracteres menos estables. Claro, le hubiera gustado poder pasar las vacaciones junto a su padre, pero, ya que aquello no resultaba factible, se contentaba con recibir de él largas cartas cada semana.
Inger permanecía silenciosa. Pensaba en las vacaciones de sus dos amigas. Si ella se lo pedía a sus padres, seguramente dirían que sí a su idea de invitarlas a pasar el verano en su chalet de Asserbo… Pero ¿serían unas buenas vacaciones para Karen y Navio? Inger conocía bien a sus padres; eran los seres más amables y afectuosos que imaginarse pueda, pero «palpitantes» no lo eran mucho, a decir verdad… Su padre era un científico que trabajaba mucho y parecía no tener nunca los pies sobre la tierra; y su madre, muy devota, se entregaba en cuerpo y alma a obras humanitarias y sociales… No, Karen y Navio se aburrirían mucho en Asserbo…
Y tampoco Puck se hallaba en condiciones de hacer gran cosa por ellas. De vez en cuando una ráfaga de optimismo le hacía pensar que acabaría por dar con «algo» bueno para resolver el problema. Sin embargo, las vacaciones comenzarían dentro de una semana, y pocas cosas pueden ocurrir en ocho días.
—Bien, amigas mías —suspiró Puck—. ¿Qué os parece si, para alejar los pensamientos tristes, nos dedicamos a preparar el examen de geografía?
—Yo no tengo ganas —refunfuñó Karen—. Si mi madre estuviera aquí, sin duda podría darnos lecciones en esta materia, ya que debe de haber recorrido ya gran parte del mundo…
—No tendremos tiempo de leer todo el libro —dijo Navio—. Por lo tanto yo me contentaré con repasar Australia y Nueva Zelanda… No porque piense que me van a tocar esas lecciones, sino sólo porque mi papá está por allá en estos momentos. Y así, mañana, cuando le escriba, ¡podré dejarle asombrado con mis conocimientos geográficos!
—Excelente idea —dijo Puck sonriendo.
Unos instantes más tarde, las tres chiquillas se hallaban inclinadas sobre sus respectivos libros de geografía. Karen permanecía acostada, con aire indiferente.
***
En la clase, Inger fue llamada en primer lugar. Se acercó a la mesa con tapete verde que servía de tribunal. El «censor», sentado a la izquierda, era un hombrecillo lleno de arrugas, con gafas sin montura colocadas sobre una puntiaguda nariz. Con voz estridente dijo:
—Tome una ficha, jovencita.
—Sí, señor.
Inger escogió un papel blanco de los que había en la mesa, al azar, le dio la vuelta y leyó: «La flora de Asia».
Los dos profesores echaron una ojeada al papel e indicaron a Inger, que había conservado toda su calma, que ya podía comenzar.
—Adelante, señorita.
—A causa de su enorme extensión, la flora de Asia es extraordinariamente variada —dijo la chiquilla—. Lo abarca casi todo, desde la más lujuriante flora de los trópicos hasta la de los países de nieves eternas. En las grandes estepas y en los desiertos del oeste y del norte, no hay, por así decir, casi vegetación alguna. Asia es el lugar de origen de la mayor parte de las plantas cultivadas, las cuales han acabado por extenderse por el mundo entero. En Asia crecen en estado salvaje…
—¿Puedes nombrarnos algunas plantas de ornamentación oriundas de Asia? —preguntó el señor Josiassen con toda amabilidad.
Inger asintió.
—Sí… El tulipán, el jacinto, la hortensia…
Hubiera podido seguir enumerando.
—Gracias —dijo el «censor»—. ¡Basta! Es evidente la buena preparación de la alumna.
Aage Joerersen —llamado Uva Seca como apodo— fue el siguiente candidato. Le tocó en suerte Indonesia, y se necesitaría muy buena voluntad para afirmar que hizo un buen examen.
—¡Oh! —exclamó Navio, mirando a Puck—. Ya estoy temblando de pies a cabeza. El señor Josiassen, cuando te mira, parece un cuervo.
—¡Valor, Navio! —le respondió Puck en voz baja—. Quizás tengas suerte y te toque Australia…
A Georg le tocó hablar de los Estados de América Central y lo hizo bastante bien, y contra lo que cabía esperar Karen hizo una brillante disertación sobre los océanos. Después la voz del señor Josiassen se dejó oír de nuevo para anunciar:
—Lise Sommer… La siguiente…
La pobre Navio se levantó y se acercó al tribunal vacilando como una sonámbula. A la invitación del censor, adelantó una mano…, titubeó, retiró la mano…, la avanzó de nuevo y la volvió a retirar.
—Vamos —riñó la voz del «censor»—. No tema que estos papelitos le quemen los dedos, señorita…
Y se reclinó en su asiento, seguro de asistir al peor examen del día. Llevaba muchos años realizando aquella tarea y había aprendido a leer en el nerviosismo de los estudiantes su buena o mala preparación. Tampoco el señor Josiassen se esperaba un examen demasiado brillante por parte de Navio, pero en conjunto los resultados de aquellas pruebas no le interesaban mucho. Estaba reemplazando temporalmente al profesor Frederiksen, el cual había partido de viaje hacia Sudamérica, con una beca de estudios, en espera de ser reemplazado a su vez por la señorita Brinck, quien se encontraba enferma en aquellos días.
Navio se encogió y retorció nerviosamente antes de atreverse a escoger uno de aquellos papelitos colocados en la mesa. Finalmente lo hizo, le dio media vuelta suspirando y creyó ver el cielo abierto cuando leyó: «Las ciudades de Australia, los mares que la rodean y sus islas».
Bien —dijo el señor Josiassen, más bien pesimista—. ¿Puedes decirnos algo sobre este tema, Lise? ¿Cómo se llama la capital de Australia?
El profesor pareció tener un sobresalto y se irguió en su asiento. Navio acababa de darle la sorpresa del día.
—¡Camberra!
—Muy bien, Lise. ¿Puedes nombrarme otras ciudades de Australia?
—Sidney… Melbourne… Brisbane… Kingston…
Josiassen estuvo en un tris de exclamar: «¡Milagro!». Pero se contentó con hacer un pequeño signo de aprobación con la cabeza; luego hizo otra pregunta:
—¿Conoces algunos mares, estrechos e islas?
—Australia está situada entre el Pacífico y el índico… Al norte se halla el estrecho Torres, que la separa de Nueva Guinea… y al sur, el estrecho de Bass, que la separa…
—Ya basta —dijo entonces el «censor», impresionado.
Y anotó un 10 en su libro de notas, tan turbado que su frente se llenó de arrugas. ¿Cómo había podido él equivocarse tanto con el nerviosismo de aquella alumna? ¡Sin duda era muy inteligente y estudiosa! En su larga carrera, nunca había visto nada semejante…
—¡Bente Winther! —dijo el señor Josiassen.
El «censor» dio una ojeada a su reloj y comprobó con gusto que sólo faltaban diez minutos para el recreo y el almuerzo. Feliz ante la perspectiva, mostró los tres papeles que quedaban en la mesa, los volvió y dijo a Bente:
—Jovencita, puede usted escoger entre «Alaska, Los Estados de la costa oeste de América del Sur y Las colonias francesas».
Puck suspiró con un alivio, que provocó una sonrisa comprensiva en el rostro del señor Josiassen. Después ella dijo:
—Muchas gracias. Prefiero hablar de los Estados Sudamericanos.
—Bien, te escuchamos, Bente.
—Al norte, está Colombia… A continuación vienen el Ecuador…, Perú, Chile…
—Perfecto. ¿Y cuál es la capital de Chile?
—Valpa… No, perdón. Santiago.
—¿Y el puerto más importante? —preguntó el señor Josiassen, sonriendo.
—Valparaíso —dijo Puck, respondiendo a su sonrisa.
—¿Y la capital del Ecuador?
—Quito.
—¿Cuál es la particularidad de esta ciudad?
—Es la única ciudad del mundo que está atravesada por el ecuador.
—¿Cómo se llama la parte sur de Chile?
—Tierra de fuego.
—¿Y el estrecho que separa Tierra de fuego de Chile?
—Estrecho de Magallanes.
—Gracias —dijo el «censor» que de nuevo miró su reloj. ¡Era verdaderamente curioso!
E interrumpieron los exámenes para el almuerzo.
Cuando Puck y sus amigas se reunieron en la extensa explanada ante el edificio principal, Navio estalló en carcajadas.
—¡Desde hoy afirmaré en todas partes que un examen es la cosa más graciosa del mundo! Si me hubieran preguntado sobre cualquier parte del mundo que no fuera Australia hubiera tenido un dos o un tres… ¡Pero he tenido un 10! Ah, me desmayaría de risa…
Puck se reía también:
—Pues no os digo nada de lo que me ha sucedido a mí… Si hubiera tenido que hablar de Alaska o las colonias francesas, hubiese pasado mis apuros. ¿Os habéis dado cuenta de cómo se reía el señor Josiassen cuando yo he escogido los estados de América del Sur?
Sí, naturalmente, sus amigas se habían dado cuenta de ello. ¡Josiassen era un «profe» muy «simpa», había que admitirlo!
Como todo el mundo en Egeborg, Josiassen sabía que el padre de Puck se encontraba en Chile desde hacía tiempo, y que por esta razón su hija se sentía interesada por todo lo referente a aquel país.
—Ha sido un examen con suerte para todas —dijo Navio.
—Ah, sí… —suspiró Karen.
—Apostaría a que tú tendrás por lo menos un ocho.
—¡Tres dieces y un ocho!… Está bastante bien para el «Trébol de Cuatro Hojas».
—Esperemos a ver las notas —dijo Karen, no muy segura todavía.
—No hay duda alguna.
—Ahora ya somos libres —dijo Navio—. ¿Qué haremos esta tarde?
Para Puck no había problema. Ella tomaría el tren de las 13 horas 30 para ir a ver a su padre a Sundkoebing. Así lo habían convenido aquella mañana por teléfono.
En casa del veterinario Moeller, Puck fue recibida con gran alegría y, como siempre, fue su perrito Plet quien se la demostró más efusivamente. La chiquilla levantó un dedo amenazador hacia el alegre cocker y le dijo:
—Escucha Plet, me demuestras tanto afecto que me pregunto si no habrás cometido alguna de tus travesuras. Supongo que no te habrás dedicado a perseguir a los polluelos, ¿eh?
Plet, de repente, pareció afectado, y bajó las orejas. La palabra «polluelo» despertaba en él remordimientos eternos.
—¡Malo! —dijo Puck—. Con la de veces que te he ordenado que les dejes tranquilos…
—¿Cómo te ha ido el examen de geografía, hijita? —le preguntó el ingeniero Winther.
—¡Un diez, papá!
—¡Hum! —exclamó el padre, un tanto escéptico—: ¿Sobre qué tema te han preguntado?
—¡Chile!
—Vaya… Chile, ¿eh? —repitió su padre, sonriendo—. Ahora comprendo tu buena nota. ¡Felicidades, Bente!
—Gracias, papá…
El veterinario rió sonoramente.
—¡Qué suerte, Bente, que la empresa de tu padre no le enviará a Yokohama o a Tahití…! En tal caso esa mocosuela no hubiera sabido gran cosa de Chile en su examen de hoy…
Puck se sentía siempre feliz en casa del veterinario Moeller. Éste era un gran amigo de su padre desde hacía muchísimos años y, a pesar de que en realidad no le unía ningún parentesco con Bente, la chiquilla le llamaba «tío Anders» y a su esposa la llamaba «tía Henny». Y había acabado por tener la impresión de que realmente eran tíos suyos. Además, Plet no hubiera podido tener mejores padres adoptivos. Y Puck preguntó, un tanto inquieta:
—Dime, tío Anders… ¿Plet te causa problemas con los polluelos?
—¿Problemas, hijita? —respondió, riendo, el veterinario—. Ésta no es la palabra adecuada. ¡Digamos que ya casi no nos queda polluelo alguno!
—Pero esto es espantoso… —Puck se había quedado casi sin respiración—. ¿Plet les ha matado de un mordisco?
—No…, pero ellos se han muerto de una crisis cardíaca ante sus persecuciones.
—Oh, no…
La señora Moeller intervino entonces en la conversación:
—¡No te dejes enloquecer, Bente! Tú conoces de sobras a tu tío Anders y sus exageraciones. Plet no ha mordido a uno solo de nuestros polluelos. Les ha perseguido un poco, eso sí… Pero es en broma…
—Sí, sí —dijo el veterinario—. Que Dios nos libre de semejantes bromas.
Luego añadió para consolar a Puck:
—Sí, sí… Yo sólo sé que comemos pollo todos los días…
—No le hagas caso, Puck —respondió la señora Moeller, riendo.
Entonces Puck se dio cuenta de que el veterinario reía por lo bajo y se sintió del todo tranquilizada.
Y pasó una tarde muy feliz…