Aquella noche en la Granja del Este sería memorable. Jamás una cincuentena de chicos y chicas se habían divertido tanto. Los tres músicos del pueblo les parecieron superiores a la orquesta de jazz más costosa de Copenhague…

¡Y los pasteles, bombones y refrescos parecían ser inagotables!

Cavador, agotado, se reclinó en su asiento y Alboroto le preguntó:

—Bien, querido amigo, ¿quieres tal vez más limonada?

Cavador gimió:

—Si pronuncias una vez más la palabra limonada te ahogo… Y no me hables tampoco de pasteles, chocolate, manzanas, peras, naranjas o uvas…

Puck se les acercó diciendo:

—¿Estáis cansados, amigos?

—Un poco —reconoció Alboroto.

—Sin embargo, no habéis bailado aún…

—Somos menos fuertes bailando que pedaleando en la bicicleta…

—De todos modos, ¿quieres bailar, Alboroto?

—¿Lo deseas mucho?

—Pues, no.

—En tal caso, permaneceré sentado.

—¿Y tú, Cavador?

—¿Puedo tomar la misma decisión que Alboroto?

—Naturalmente.

—Entonces permaneceré sentado como él.

Puck rió y se instaló a su lado.

—¡Vaya un par de caballeros andantes me he buscado! Cuando una dama quiere bailar, los hombres se han de apresurar a complacerla.

—Sin duda tienes razón, pequeña Puck —dijo Alboroto—. Pero, en las dos últimas noches, Cavador y yo apenas hemos pegado ojo. Y todo por una canción que no hemos llegado a cantar.

—Tengo una idea —dijo Puck—. Imprimiremos la canción en el próximo número de «La Hoja de Encina» y se la enviaremos a «Frederik» a Valparaíso.

—¡Genial, Puck! —gritó Alboroto, animado—. ¿No te parece, Cavador?

—Fenomenalmente genial… Pero, por otro lado…

—¿Qué?

—Pues que, cuando yo te he apostado una corona era por la canción cantada, no impresa…

—Yo no podía prever que surgiría un ladrón en la fiesta… ¡No estaba en el programa!

Puck intervino amablemente:

—¡Basta, amigos! Papá me ha prometido darme dinero para mis gastitos…, de modo que no hay por qué inquietarse por pagar lo de la pastelería de Bose.

En aquel momento, el director, en medio del jardín, dio unas palmadas para obtener silencio.

Puck dijo:

—Chicos, preparémonos para irnos… Es tarde ya…

Cuando los coches abandonaron la Granja del Este, iban tan llenos de pasajeros que algunos debieron permanecer de pie. Por fortuna el pensionado de Egeborg estaba cerca.

***

Al día siguiente, el ingeniero Winther se levantó temprano y las chiquillas del «Trébol de Cuatro Hojas» le imitaron. ¡Puck, en sus prisas por reunirse con su padre, las había despertado a todas!

—¡Eh! ¿No sabes que es domingo y podemos dormir hasta las diez?

—A papá le gustaría veros, ya que ayer, con todo el bullicio, apenas pudo hablaros —explicó Puck—. Además tiene un regalito para vosotras.

—¡Oh! —exclamó Navio—. ¡Qué amable es tu padre!

Inger ya estaba de pie y hacía ejercicios respiratorios ante la ventana abierta.

Karen no tardó en imitarla.

Media hora después, ninguna lamentaba haber despertado tan pronto, ya que los regalos del señor Winther las entusiasmaron. ¡Tuvieron un par de zapatillas y un collar cada una!

—Estoy contento de que Bente comparta con vosotras la habitación. ¡Me ha hablado tanto de vosotras en sus cartas!

Cuando estuvieron solas, Navio dijo:

—Tu padre es tan maravilloso, Puck, que si yo tuviera diez años más le pediría que se casara conmigo.

—¡No! —rió Puck—. Sería horrible el tenerte por madrastra…

El ingeniero, además, quiso testimoniar su agradecimiento entregando quinientas coronas al Fondo de Reserva, y Alboroto y Cavador recibieron doscientas coronas cada uno.

Media hora más tarde, Puck y su padre se dirigían a casa del veterinario Moeller, en Sundkoebing, en un coche de alquiler. Tuvieron que pasar antes por la policía para hacer unas declaraciones con respecto al ladrón. Allí el ingeniero se enteró, como suponía, de que el ladrón había sido enviado por un competidor chileno. El hombre conocido en el avión le había seguido hasta Egeborg y esperado la ocasión de apoderarse de los documentos.

Cuando el comisario hubo terminado su relato, el señor Winther dijo:

—Tengo algo que pedirle, señor. Los alumnos están un poco inquietos por temor a tener que pagar una multa por detener el tren… Sin duda usted podría hablar de eso con la compañía…

—Se lo prometo —contestó el policía riendo—. En mi opinión, esos chicos hicieron un trabajo excelente.

Se despidieron del policía y unos minutos después eran recibidos con los brazos abiertos por el veterinario Moeller y su esposa. Plet, el cocker de Puck, acogió a su amita con alegres ladridos. Saltaba y bailaba alrededor de la chiquilla con alegría delirante.

La señora Moeller había preparado una mesa suntuosa, pero Puck tenía poco apetito y obtuvo permiso para ir a jugar con Plet.

Mientras los dos hombres hablaban, Puck fue a ayudar a la cocina con su tía Henny y estuvieron hablando animadamente. La esposa del veterinario suspiró:

—¡Ah, qué triste es la suerte de las mujeres…! Ya ves, mientras los hombres fuman y hablan, nosotras en la cocina…

—No estarás hablando en serio, ¿verdad, tía Henny?

—Claro que no, Bente, hijita… Para un ama de casa concienzuda, las tareas domésticas son un auténtico placer.

Puck sonrió entonces y se alejó corriendo hacia el jardín, de nuevo con Plet.

***

Al día siguiente, Puck estuvo levantada a las seis, pero aquella vez procuró no hacer ruido para no despertar a sus amigas. Una hora más tarde, su querido papaíto estaría de nuevo ausente, ¡y ella no volvería a verle hasta seis meses después!

Acabado su arreglo personal, salió silenciosamente de la habitación y bajó la escalera. El director la había invitado a tomar el desayuno, con su padre, antes de irse. Las personas mayores estaban ya en la mesa cuando Puck entró y saludó con educación.

Besó a su padre, y la señora Frank le preguntó:

—¿Estás bien despierta, Bente? —Y comprendiendo la tristeza de Puck, añadió—: Vamos, seamos alegres, Puck… Navidad no está tan lejos…

Puck levantó la cabeza y trató de sonreír…

El director y su esposa se apartaron discretamente cuando, un cuarto de hora más tarde, Puck se despidió de su padre. Después descendieron juntos hasta la entrada donde aguardaba un coche, y allí hallaron a dos chicos esperándoles. Alboroto y Cavador. El señor Frank dijo, bromeando:

—Vaya… Estáis madrugadores esta mañana…

—Quisiéramos… Ejem… Quisiéramos agradecer al señor Winther…

Éste les interrumpió:

—No hablemos de ello, amiguitos… Soy yo quien os debe agradecimiento. ¡Usad el dinero sensatamente en vuestro viaje a Inglaterra!

Puck estuvo haciendo signos de adiós hasta que el coche se perdió de vista. Después se pasó la mano por los ojos y quiso dirigirse hacia la escalera. El director y su esposa habían desaparecido, pero los dos muchachos estaban allí.

—Hola, Puck —dijo Alboroto.

—Hola, Alboroto.

—Ejem… Puck, dime, ¿hay algo que nosotros podamos hacer?

—Sí… Dejarme tranquila por… cinco minutos.

—¡Concedido!

—Gracias…

Puck lloró un poquito mientras los dos muchachos daban un paseo antes de los oficios religiosos.

Mientras tanto el señor Winther, camino de Copenhague, suspiraba pensando en su hijita. Egeborg era un pensionado espléndido donde todo el mundo era feliz…, pero de todos modos debía de ser duro para una chiquilla estar separada así de su familia. ¡Y ahora no volverían a verse hasta Navidad!

Volvió a suspirar al entrar en las calles de Copenhague.

Fue acogido con gran cordialidad por la dirección de la empresa para la cual trabajaba. El jefe supremo, director general Screiber, estaba presente en el elegante despacho, así como los sub-directores Hansen y Wilser, y el ingeniero en jefe Bang.

Winther les expuso brevemente el estado de las obras de Valparaíso, y a continuación el director tomó la palabra:

—Ante todo, quiero decirle, señor Winther, que hemos apreciado enormemente su forma de dirigir las obras de Valparaíso. Se ha ganado un mes del plazo previsto, lo que es mucho en un sólo año. Estamos casi convencidos de que las autoridades de Valparaíso nos confiaran otros trabajos.

Prosiguió sonriendo:

—¡Sabemos que nuestros competidores estarían dispuestos a cualquier cosa para obtenerlos! Hemos sido informados del ladrón que viajó en el avión con usted, y de lo demás.

Winther repuso:

—Precisamente iba a informarles de este pequeño incidente, y estoy sorprendido, señor, de que usted esté ya al corriente.

—Hablaremos de esto más adelante. Por el momento, estudiaremos los documentos que nos ha traído.

Durante tres largas horas estuvieron absortos trabajando en el despacho de la dirección. Planos y dibujos fueron sometidos a toda clase de cálculos y consideraciones.

Al cabo, el director, un señor ya de edad, se reclinó fatigado en el sillón y dijo:

—Según nuestro contrato, Winther, usted debía permanecer en Valparaíso sólo para este trabajo y luego regresar a Dinamarca. Sin embargo, si nos decidimos a someter a las autoridades chilenas estos planos, ¿podría pedirle en nombre de la empresa que permaneciera en Valparaíso aún unos cuantos años más?

Winther se sintió honrado por la confianza depositada en él, pero, al mismo tiempo, su corazón se angustió. ¡Si aceptaba, debería estar tres o cuatro años más separado de su hijita!

—Dispone usted de tiempo para reflexionar, claro. Por ahora lo importante es hacer llegar estos documentos a las autoridades chilenas. Supongo que tiene usted reservada plaza en el avión de esta noche, señor Winther.

—Sí, desde luego —repuso el ingeniero, sin mucha alegría.

—Claro que, si alguien pudiera encargarse de llevar los documentos en su lugar —añadió el director, sonriendo—, tal vez a usted le gustaría tomarse ahora las seis semanas de vacaciones en lugar de hacerlo por Navidad… Y he pensado que quizás el profesor Frederiksen, del pensionado de Egeborg, que tiene que salir también esta noche…

—Pero ¿cómo sabe usted todo esto, señor director?

En aquel momento se abrió la puerta y apareció el señor Holm, de la Granja del Este.

El asombro de Winther no tenía límites.

—¿Qué, Joergen, estás sorprendido? Pues será por poco tiempo. Has de saber que yo soy accionista de esta empresa y amigo personal del señor Screiber.

El propietario Holm puso una mano en el hombro de Winther y sonrió ampliamente.

—Ayer noche, después de nuestra pequeña fiesta, se me ocurrió sostener con él una larga conversación telefónica… Le conté lo del robo, y también lo triste que estaba Bente al ver cómo su padre tenía que irse de nuevo inmediatamente… Y bien, el resultado es que el señor Frederiksen ha aceptado el encargo de llevar él los documentos a Valparaíso y que tú podrás permanecer con nosotros durante seis semanas.

Pasada la sorpresa, el ingeniero dijo:

—¿Puedo telefonear a mi hija?

—Claro, tome el teléfono de mi despacho —dijo uno de los subdirectores.

Winther salió casi corriendo. El ingeniero en jefe Bang comentó entonces:

—Recuerdo ahora lo muy preocupado que estaba por separarse de su hijita, cuando se le encomendó lo de Chile.

Cuando el señor Winther regresó, sonriente, el señor Holm le preguntó:

—Bien, ¿qué ha dicho Bente?

—¡Está en las propias nubes de pura felicidad!