Los amigos se detuvieron casi sin respiración delante del jardín de la Granja del Este, y Cavador dijo, desencantado:

—¡Ha desaparecido!

—¿Cómo? ¿Y esto te alegra?

—Claro… Así ganaré la apuesta.

Conociendo a su amigo, Alboroto no pudo menos que sonreír.

—No has ganado todavía. Cavador… Con seguridad el hombre está escondido por aquí. Empieza a buscar mientras yo espero a los otros.

—O. K.

Cavador desapareció, y unos minutos más tarde los muchachos mayores, seguidos de Puck y Karen, llegaron a donde estaba Alboroto. Y toda la pandilla no tardó en estar reunida. Alboroto explicó:

—El individuo está oculto en alguna parte de la finca, y fácilmente le rodearemos. Dispersaos y, si veis algo sospechoso, gritáis lo más fuerte posible…

Se volvió hacía Puck.

—Tú conoces al propietario de la Granja, Puck. Así que haríamos bien en ir los dos a explicarle la razón de nuestra presencia.

—Soy de tu misma opinión —dijo Puck.

Mientras sus compañeros se apresuraban a rodear la finca, Puck y Alboroto se encaminaron hacia la entrada principal.

El señor Holm les acogió con gran sorpresa y su asombro fue mayúsculo al enterarse de toda la historia. Finalmente su rostro se iluminó con una gran sonrisa y declaró:

—¡Por fortuna, habéis actuado rápidamente, hijos míos! Así que toda la propiedad está rodeada, ¿eh?

—Sí…

El señor Holm aprobó con la cabeza.

—En tal caso, le atraparemos, no cabe duda. A partir de ahora, yo dirigiré la búsqueda… Pero antes debemos poner algo en claro.

Tocó el timbre y apareció una joven criada.

—¿El señor ha llamado?

—Sí, Clara. Tenemos a una treintena de alumnos del pensionado de Egeborg aquí, de visita. Están rodeando el edificio. Ayudada por Sofía y Else, servid limonada fresca a todos, sin saltarse uno.

Cuando Clara desapareció, el señor Holm dijo sonriendo:

—Y también os cuento a vosotros dos. Servíos de aquella bandeja que hay allí, os lo ruego… Después os haré servir limonada… Esperad, mientras voy a dar órdenes a mi personal…

—Sí, pero… —comenzó Alboroto.

El señor Holm le detuvo con un gesto.

—No, amigo mío, tú permanece aquí tranquilo… con Bente. ¡No tardaremos mucho en atrapar al ladrón!

El propietario rural salió sonriendo. Alboroto suspiró:

—¿Por qué diablos nos obliga permanecer aquí, cruzados de brazos? ¿Lo comprendes, Puck?

—Sí, creo que sí —respondió Puck con una sonrisa—. Es por mi culpa que el señor Holm está inquieto.

—¿Por qué?

—Debe pensar que el ladrón es una persona peligrosa y ha querido que tú te quedaras a mi lado, protegiéndome.

Alboroto volvió a suspirar y tomó un ramo de uvas de la bien provista bandeja.

—¡Qué enojosos se hacen los asuntos cuando hay mujeres de por medio!

—Sí —reconoció Puck, sirviéndose una pera—. Y esto sucede a menudo, querido Alboroto. ¿Cómo van tus ojos?

—¿Mis ojos?

—Me pareció ver que tú y Cavador llorabais como Magdalenas al salir de la piel de vaca…

Alboroto sonrió:

—Es algo incomprensible, Puck. En el cuero debía de haber algún producto que nos hacía estornudar. Esto lo ha estropeado todo.

—¿Todo? —preguntó Puck, cándidamente.

—Queríamos gastarle una broma a «Frederik». Habíamos pintado el hocico del toro de rojo y queríamos estampar un fuerte beso en la mejilla del «profe», como despedida.

Alboroto se detuvo súbitamente y miró a Puck con aire inquieto:

—Dime, amiguita… ¿Tú y tus geniales amigas del «Trébol de Cuatro Hojas» no tendréis por casualidad algo que ver con nuestros estornudos y lágrimas?

Puck iba a responder cuando una joven sirvienta entró con limonadas y pastelillos.

Alboroto contempló la bandeja y, cuando la criada se hubo ido de nuevo, dijo:

—Se tiene verdaderamente hambre después de una carrera en bicicleta…

Bebió limonada y se sirvió pasteles. Pero un minuto después empezó a deambular por la estancia como fiera enjaulada.

—¿Qué te ocurre ahora? —preguntó Puck.

Alboroto se detuvo frente a ella con aire entristecido.

—¡Ya no puedo más, Puck!

—¿Más de qué, querido Alboroto?

—De permanecer inactivo. ¿No podía salir de aquí y tomar parte en la persecución?

—Recuerda que debes cuidar de mí…

—Bah… Puedes cuidarte sólita —dijo Alboroto—. ¿Te importaría que me fuera?

—Acepto, con una condición —dijo Puck—. Te doy mi permiso para irte de aquí, si tú me… perdonas por «algo».

—O. K. —respondió Alboroto—. No me importa de qué se trata… ¡te perdono!

—¡Buena suerte!

—¿Y tú no te irás de este salón?

—No…

—¿Prometido?

—¡Prometido!

—Eres formidable, Puck… Hasta luego.

—Hasta luego…

Alboroto franqueó la puerta como un cohete y estuvo a punto de caerse por los peldaños de la entrada que daba a la explanada. Rodeó el muro y, en una esquina de la casa, chocó con Cavador.

—¡Hola, Alboroto! —gritó su amigo, muy contento—. Puol me está reemplazando en la carretera, y yo te buscaba desesperadamente…

—¿Habéis encontrado el rastro del ladrón?

—Un obrero de la granja cree haber visto a un hombre deslizarse al interior del granero. El señor Holm y todo su personal lo están buscando allí.

—¡Formidable! Precipitémonos a su encuentro para echarles una mano…

El granero de la Granja del Este era impresionante, de setenta metros de largo poco más o menos y más alto que una casa de dos pisos. Como la recolección no había comenzado todavía, sólo una parte estaba llena de heno. Pero de todos modos localizar al ladrón era ardua tarea. Había múltiples escondites en el edificio.

El propietario dirigía a sus hombres como un general a sus tropas. Cuando vio a Alboroto le dijo severamente:

—Creí haber ordenado que tú y Bente permanecierais en el salón…

—Ella sigue allí —se apresuró a responder Alboroto—. Y me ha prometido no moverse.

El señor Holm pareció tranquilizado:

—Bien… No quiero que esa chiquilla se exponga a peligro alguno… Vosotros dos podéis ayudarnos a buscar al ladrón. ¿Sabéis trepar?

—Como monos —respondió Alboroto, que carecía de toda modestia.

—En tal caso, registrad los altillos…

Apenas los dos amigos habían comenzado a trepar cuando vieron agitarse el heno ante sus ojos. Sonó un grito de persona que se asfixia y alguien cayó en medio de una nube de polvo y heno.

—¡Ya tenemos al bandido! —gritó Alboroto con entusiasmo.

De todas partes acudieron hombres para atrapar al fugitivo. Éste apenas podía levantarse, pero adoptó en seguida una expresión de desafío. El dueño ordenó:

—Registrarle, amigos míos. ¡Lleva encima documentos muy importantes!

Furioso, el hombre protestó en su mal danés:

—¡No tengo documentos de ninguna clase!… No sé de qué hablan…

—¡Bobadas! —gritó Holm, bruscamente—. Registrarle…

De nada le sirvió al hombre protestar, ya que unos cuantos robustos mocetones empezaron a registrarle. Pero, en efecto, no llevaba nada encima.

—Debe haberlos ocultado en el heno —dijo Alboroto—. Ven, Cavador, tratemos de encontrarlos.

Pero quedaron decepcionados. A pesar de sus enérgicas búsquedas, los valiosos papeles no aparecieron. El desconocido reía con malicia, y el señor Holm, por un momento, pareció sentirse incómodo… El hombre, desde luego, había entrado en la propiedad sin permiso de nadie, pero, según la ley, aquello no era suficiente para arrestarle, ya que no le habían encontrado ninguna prueba encima.

Entonces Alboroto se fijó en dos sólidas cuerdas que pendían de una columna maestra. A sus extremos había sendas argollas, y los niños del vecindario solían acudir a balancearse en ellas.

Alboroto rogó al señor Holm, llevándole aparte:

—Este bandido ha tenido que ocultarlos en alguna parte, señor Holm, y debemos «obligarle» a confesar.

—¿Obligarle? —repitió el señor Holm, inseguro—. No tenemos ningún derecho a ejercer sobre él violencia alguna…

—Pero sí tenemos derecho a asustarle un poco…

Y resueltamente, se acercó a la cuerda y el extranjero, al verla, se puso a gritar:

—¿Queréis colgarme? ¿Estáis locos? ¿Realmente queréis colgarme?

—No mereces otra cosa, canalla —exclamó Alboroto—. Metedle en el columpio, amigos.

El extranjero aulló como una fiera a quien estuvieran degollando, cuando se sintió levantado del suelo por sólidos brazos y cada una de sus piernas que pasaba por una argolla. Alboroto le preguntó amablemente:

—Bien, ¿dónde están los papeles?

—No sé de qué papeles me hablas —respondió el ladrón, con las manos crispadas en las cuerdas.

Todo el mundo le rodeó haciendo coro y riéndose de él. Al cabo de unos minutos, el hombre no pudo más y declaró:

—Está bien, les diré dónde los he escondido.

***

Era un ladrón muy deprimido y dócil el que les mostró el lugar donde había ocultado los documentos robados. Un oscuro rincón del granero.

El señor Holm dio a Alboroto un golpecito amistoso en un hombro.

—¡Asunto resuelto, muchacho! Os doy las gracias a todos, hijos… Ahora debemos dejar que la policía se ocupe de lo demás.

—Voy a decírselo a Puck —dijo Alboroto—. Estará muerta de impaciencia.

Y desapareció al galope.

En efecto, Puck esperaba con impaciencia, ya que su primera pregunta fue:

—¿Habéis atrapado al ladrón?

—Sí, hijita mía, sí.

—¿Y los papeles?

—También…

Puck dio un salto y depositó un sonoro beso en la mejilla de Alboroto. Le dijo:

—Ah, Alboroto, eres un granuja de primer orden, como no hay otro en toda la faz de la tierra.

Completamente emocionado, Alboroto enrojeció como una amapola.

—Calma, calma, hermanita… Te embalas demasiado. Sería mejor que me pasaras un premio en efectivo.

—Lo tendrás en cuanto lleguemos al pensionado.

—¡Formidable! Servirá para celebrarlo en la pastelería de Bose.

En aquel momento, llegaron el señor Holm y Cavador. El propietario telefoneó a la policía de Sundkoebing y dijo luego:

—Bien… Todo ha concluido. ¿Qué haréis ahora?

Alboroto titubeó un poco.

—La fiesta de despedida a «Frederik» ha sido bruscamente interrumpida… Tal vez si volvemos al pensionado, podremos continuarla…

—Oh, no… —dijo el señor Holm—. Lo que haremos es continuarla aquí. Dejad que yo me ocupe de esto.

¡Y sabía ocuparse bien, desde luego! Reunió a todos los jóvenes en el jardín; después telefoneó al director Frank y le contó lo sucedido. Convinieron que el director, su esposa y los demás profesores, así como los alumnos que se habían quedado en la escuela, acudirían a la Granja para proseguir la fiesta.

En medio de aquel bullicio, apareció la señora Holm que regresaba de Sundkoebing, de compras. De momento no comprendió nada de lo que estaba viendo. Pero su marido la puso al corriente de lo sucedido y tuvo una particular acogida amable para Puck quien, en cierta ocasión, la había ayudado a recuperar una joya muy valiosa. El jardín parecía un hormiguero, y la atmósfera que era extraordinariamente alegre se animó aún más cuando se sirvieron pasteles y refrescos.

Alboroto se llevó aparte a Cavador y murmuró:

—Después de todo ha sido una lástima…

Cavador le miró con asombro.

—¿Una lástima?

—El que no hayamos podido besar a «Frederik» ni cantarle nuestra soberbia canción…

—¿No podemos guardarla para otra ocasión?

—¡Cómo si cada día se fueran profesores a América del Sur!

Alboroto tendió la mano:

—Ah, es cierto… Devuélveme el dinero.

—¿Qué dinero?

—Hemos atrapado al ladrón, por lo tanto has perdido.

Y Puck me debe también varias coronas, por lo tanto podré pagaros una ronda de helados en la pastelería de Bose.

Se golpeó la frente:

—Oh, cielos… ¿Qué pasará con todas las cosas que habíamos comprado?

—Los que se han quedado tienen suficiente apetito para habérselo comido todo —respondió tristemente Cavador—. En realidad nuestra fiesta ha sido un fracaso, y me pregunto si Puck no ha tenido parte en ello.

—¿Puck? —exclamó Alboroto, pensativo—. Sí, puedes tener la seguridad de que ella es la culpable. Pero la he perdonado.

—¿Por qué?

—Pues… Hemos hecho un trato.

—Vaya… Pero ¿y yo qué? No he hecho trato alguno.

Alboroto reflexionó unos instantes.

—Oye —dijo al cabo, sonriendo—. Yo le he dado la absolución a Puck por esta vez…, pero no hemos hablado de la duración de este perdón.

—¡Bravo!

—¡Como ves, querido amigo, todo se andará con el tiempo! Claro que las vacaciones se acercan… y será mucho esperar al próximo curso para devolverle la pelota… Pero así tendremos tiempo para planearlo bien.

—¡Sensacional! ¡Alboroto, eres un genio!

Alboroto aprobó con dignidad:

—Ya lo sé, querido Cavador… No lo dudes jamás, y por si alguna vez lo dudas ya te lo iré repitiendo con frecuencia.

Cuando el ingeniero Winther llegó a la Granja, Puck se le echó literalmente al cuello, para contarle el palpitante relato de la detención del tren y la captura del ladrón. Lo que más le impresionó fue precisamente el procedimiento usado por Alboroto para recuperar los documentos. Pero no se sintió tranquilo hasta que los tuvo de nuevo en su poder.

El señor Holm se acercó al director Frank y le dijo:

—Espero que no le enoje, pero he mandado venir a una orquestina de Oesterby para que esa gente joven pueda bailar un poco.

—¡Hum! —murmuró el director—. Dentro de una hora todo el mundo debería estar acostado en el pensionado.

—Sí, lo sé, pero mañana es domingo y los chicos merecen una recompensa. Por una vez puede infligirse el reglamento. Nosotros, los «viejos», tomaremos café y coñac.

Cuando los alumnos se enteraron de la noticia dieron gritos de júbilo. ¡Qué despedida más fantástica para «Frederik»!