La gran sala del pensionado de Egeborg no había estado nunca tan bien decorada. El jardinero Piil y sus hábiles obreros habían puesto el corazón en su trabajo y el resultado era sorprendente. En un extremo de la pieza, un cartón pintado en azul decía: «¡Buen viaje “Frederik” y hasta pronto!».

Flemming, el autor de aquella obra maestra, se sentía muy orgulloso de ella.

Hileras larguísimas de bancos habían sido dispuestas para los espectadores, y en primera fila había un asiento de honor para el señor Frederiksen. El gran piano de cola, perteneciente al director, había sido llevado a la sala y la señorita Fagerlund había aceptado encargarse de la música.

Los profesores y los alumnos afluían de todas partes entonces, y la sala se iba llenando. Se reía y se hablaba animadamente. La espera era casi febril. Se murmuraba que Alboroto, Cavador y Caoba darían una corrida… ¡y todo el mundo esperaba divertirse en grande!

Abajo, en los sótanos, los tres actores de la corrida efectuaban los últimos preparativos. Con la ayuda de un cordel y trapos de color marrón atados en las piernas de Alboroto y Cavador, simularían un toro bastante aceptable. ¡Lástima que la cornamenta fuera la perteneciente a una vaca lechera!

Mientras Caoba se vestía un tanto estrafalariamente de torero, Alboroto se secó el sudor de la frente.

—Uf… —dijo—. Jamás pensé que la organización de una fiesta fuera tan cansada…

—Yo tampoco —dijo Cavador, que, agotado, se instaló al lado de su amigo.

A las dos de la madrugada ambos habían finalizado la canción en honor de «Frederik»; luego habían adaptado las palabras a una música conocida y con la máquina multicopista de la escuela habían sacado doscientas copias.

—Cavador —dijo de pronto Alboroto—. Me estoy acordando de las palabras de Navio. ¿Crees que Puck y sus secuaces habrán preparado algo?

—¡Nada de nada!

—No estaré tranquilo hasta que la fiesta termine.

Caoba adoptó aires arrogantes:

—¿Qué tal estoy como torero?

—¡Estupendo! —exclamaron los dos—. No olvides el palo y el delantal rojo.

—¿Delantal? —dijo Caoba indignado—. ¿Esta seda roja labrada en Sevilla que va a animar al toro estupendamente?

Alboroto dijo:

—Llámalo como quieras, pero no lo olvides. Y ahora metámonos dentro de la piel… O, no. De momento, dejémosla en el vestíbulo.

Tomaron pues la piel de vaca y el resto del equipo. Según los planes, deberían empezar la función al cabo de un cuarto de hora. Por el momento, otros alumnos, dirigidos por Svend, ejecutaban algunos números.

Cuando los tres actores abrieron la puerta del vestíbulo, chocaron casi con un hombre esbelto, moreno, de pelo brillante. De momento pareció sorprendido, después se paró y sonrió amablemente. Puck pasó en aquel momento, miró al desconocido y dijo a los muchachos:

—¡Buena suerte con la corrida!

Después subió rápidamente al primer piso. El desconocido, por su parte, desapareció al otro extremo del corredor. Alboroto se rascó detrás de la oreja.

—¿Quién será ese tipo?

—¿No lo adivinas? —preguntó Cavador.

—No…

—Sin duda forma parte de la sorpresa que nos prepara Puck. Tenía todo el aire de un auténtico torero. Y Puck le ha sonreído al verle.

Puck volvió a bajar descendiendo los peldaños de cuatro en cuatro. Llevaba chocolate y se lo mostró sonriendo:

—¡Es preciso alimentarse bien… cuando se prepara una corrida!

Alboroto quiso decir algo, pero Cavador le apretó el brazo, y dos segundos después Puck había desaparecido. Fue a sentarse en el mismo banco de sus amigas, a quienes dijo en voz baja:

—Creo, amigas mías, que Alboroto y Cavador han contratado a un auténtico torero…

—¿Cómo? ¿Un torero?

—Acabo de verle en el corredor, donde estaba conspirando con ellos… ¡Tomad, chocolate!

Acompañadas por la señorita Fagerlund, Else, Joan y Harriet cantaron una canción que fue generosamente aplaudida.

—Señoras y señores, queridos amigos… Llegamos ahora al punto culminante de la fiesta… Al acontecimiento que todos aguardábamos…

Un silencio profundo reinó en la sala, y el gordo presentador prosiguió:

—Tal vez desconocemos muchas de las costumbres y usos de los países sudamericanos, pero nuestros queridos Alboroto, Cavador y Caoba lo han estudiado a fondo, sin duda, ya que van a ofrecerles una corrida como no se ha visto nunca…

Se volvió hacia la señorita Fagerlund y le dijo:

—Querida señorita, ¿podría usted proporcionarnos una música adecuada?

El público aplaudió y la señorita Fagerlund puso todas sus energías y corazón en la tarea solicitada. En aquel instante se abrió la puerta, y Caoba con su disfraz, entró majestuosamente y saludó quitándose el sombrero negro. En su mano izquierda llevaba un bastón y la tela roja. Los aplausos crepitaron, pero se acentuaron aún más a la vista del «toro» más sensacional que habían visto nunca. Los alumnos más pequeños reían hasta desternillarse. El director se volvió al señor Winther:

—¡Esos chicos son de miedo! Sin duda asistiremos a una representación de grandes vuelos…

Y no se equivocaba.

Caoba se detuvo delante de la silla del señor Frederiksen y le saludó tan profundamente que su sombrero negro barrió el suelo. Iba a comenzar un discurso cuando el toro le tocó por detrás, con uno de sus cuernos.

—Vamos, vamos, cálmate…

El público gritó de alegría, y Caoba volvió a inclinarse ante el homenajeado. Pero apenas tuvo tiempo de decir:

—Noble señor, por lo general acostumbro a matar al toro en honor de la más linda dama presente, pero esta vez…

En aquel momento el toro levantó una pata y dio un fuerte puntapié al «posterior» del torero. Éste gritó y cayó en brazos de «Frederik», mientras el toro, con aire satisfecho, galopaba cómicamente hacia el centro del estrado.

Caoba se acercó al toro y le golpeó entre los cuernos, diciendo severamente:

—¡Compórtate bien!

Y entonces comenzó el verdadero espectáculo, en el transcurso del cual toro y torero realizaron la corrida más graciosa que imaginarse pueda. Una vez el toro embistió el trapo rojo de Caoba, pero el torero le gritó, enojado:

—¡Deja en paz mi delantal!

Joergen gritó:

—¡Eh, torero! ¿Dónde está tu espada?

Caoba no se dejó impresionar, sino que se volvió a Joergen y le dijo dignamente:

—¡Yo mato los toros con mis propias manos!

Súbitamente la parte posterior del toro botó en el aire y un estornudo ahogado salió de la piel de vaca. Dos segundos después ocurrió lo mismo con la parte delantera.

El público reía a mandíbula batiente.

Caoba se quedó petrificado. ¿Qué les ocurría a Cavador y Alboroto? Aquello no estaba previsto en el programa.

Inger se volvió hacia Puck:

—Me parece, Puck, que estoy sospechando algo…

—¿De veras? —exclamó Puck, riendo—. ¿Qué sospechas, Inger?

—Que tú tienes algo que ver en esto. ¿Qué les has puesto?

—Pimienta en polvo… He frotado el interior de la piel con pimienta —dijo Puck, riendo.

—¿Y cómo se te ha ocurrido esa idea?

—Fue en la pastelería de Bose, cuando él nos dijo que con el calor las especies producían más efecto, ¿recuerdas?

Puck se interrumpió de pronto, repentinamente pálida.

—Ah, Inger… ¡Tengo un presentimiento terrible!

—¿Qué ocurre? —preguntó extrañada su amiga.

Puck no perdió el tiempo ni en responderle. Se levantó y salió disparada como una flecha.

***

La muchachita se abrió camino entre los bancos y sillas y fue al encuentro de su padre.

—Oh, papá… Es preciso que vengas inmediatamente.

Su padre la miró asombrado:

—¿Qué te ocurre, Bente?

Ella le tiró de la manga.

—Date prisa, papá, corre… Sígueme…

A pesar de la animación reinante, el director se dio cuenta de la escena entre padre e hija, se inclinó adelante y preguntó:

—¿Qué sucede, Bente?

Puck respondió, tartamudeando nerviosamente:

—Lo explicaré luego… Pero es preciso que papá venga conmigo, ¡rápido!

El señor Winther comprendió que se trataba de algo grave, se levantó y siguió a su hijita fuera de la sala. En el vestíbulo, ella le dijo:

—Tal vez estoy loca, papá, pero creo que debes ir a tu cuarto a ver si tu cartera está allí todavía…

—¿Mi cartera? —exclamó el padre, asustado—. ¿Por qué crees que no está?

—Vayamos a verlo, rápido…

Subieron la escalera de cuatro en cuatro. Puck abrió la puerta y preguntó:

—¿Habías cerrado con llave al salir?

—Sí, desde luego… Y tengo la llave en el bolsillo.

—Ah, es espantoso… Mira si la cartera está en su sitio…

El ingeniero se precipitó a la estantería donde la había colocado y suspiró con alivio.

—Sí, aquí está, Bente.

—¿Estás seguro?

—Sí, claro, mírala —exclamó el padre riendo.

Puck la tomó y abrió, dando un grito. ¡Estaba vacía!

El padre palideció y, durante unos segundos, fue incapaz de pronunciar palabra.

Puck le dijo:

—Espérame aquí, papá, vuelvo en seguida.

Bajó la escalera como una exhalación y salió al jardín. Miró a derecha e izquierda pero no vio a nadie. Los alumnos y el personal estaban en la fiesta.

En un banco del jardín, los dos ayudantes del señor Piil estaban hablando y fumando en pipa. Puck se les acercó y dijo:

—¿No habrán visto a un señor desconocido pasar por aquí?

—¿Desconocido?

—Sí, alguien que salía de la escuela… Un señor moreno y delgado…

—Sí —dijo uno de ellos—. Yo le he visto pasar hará cosa de unos veinte minutos. Parecía tener prisa. Iba en dirección a Oesterby…

—Muchas gracias.

A su regreso, halló a su padre en el vestíbulo y le dijo, casi sin aliento:

—Papá, tus documentos han volado y yo puedo describirte al ladrón.

—Habla, hija mía —dijo el señor Winther, aturdido.

Puck describió con detalle al desconocido visto en el vestíbulo junto a Alboroto, Caoba y Cavador.

—¿Le conoces, papá? —preguntó con impaciencia.

El ingeniero permaneció unos segundos perplejo. Después un pensamiento acudió a su mente. ¡El danés chileno del avión! La descripción de Bente coincidía…

—Creo que sí, Bente…

Puck le cortó la palabra:

—Debemos actuar con rapidez, papá. No podemos perder un minuto. Si nos lanzamos tras su pista, tal vez podamos atraparle…

—Sí, sí, claro…

Puck se precipitó a la sala, donde el entusiasmo parecía haberse calmado un tanto. Alboroto y Cavador se habían quitado la piel de vaca, con los ojos llenos de lágrimas a fuerza de estornudar. Pero Puck no podía ocuparse de ellos en aquel momento. Les preguntó:

—Alboroto, ¿conocíais vosotros al señor delgado y moreno con quien hablasteis en el vestíbulo hace un rato?

—No. Nosotros suponíamos que le conocías tú…

—¡Era un ladrón, Alboroto! Ha robado los documentos de mi padre… Y con toda seguridad tomará el tren de las 19,28 horas en Oesterby…

Alboroto tenía reflejos rápidos y pronto tuvo una idea.

—¿Un ladrón? —exclamó con entusiasmo—. Es formidable, Puck… Hay que detenerle… —Miró su reloj y prosiguió:

—No podemos perder un instante. Vamos… sí, a las 19,28 hay un tren de mercancías… Creo que llegaremos a tiempo si partimos ahora mismo…

Muchos curiosos se habían agrupado en torno a Puck y los chicos. El director avanzó hacia ellos y dijo:

—¿Qué es lo que está ocurriendo?

Alboroto se excusó:

—Disculpe, señor director, pero ahora no tenernos tiempo de contárselo con detalle…

Le dio una breve explicación de su idea y el señor Frank la aprobó. Entonces Alboroto se puso las manos en la boca a modo de bocina y dijo:

—Amigos, han robado unos documentos valiosos al padre de Puck y el ladrón se va en el tren de las 19,28 horas… Hay que detenerle… Vamos…

Los chicos mayores gritaron de alegría… Aquella situación les encantaba. Y todos se precipitaron a sus bicicletas. Alboroto estaba ya en la puerta cuando retrocedió para recoger el trapo rojo que Caoba había dejado caer al suelo.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Cavador, mientras ambos corrían hacia la salida.

—Lo necesitaremos sin duda —respondió Alboroto.

Poco después una larga hilera de bicicletas franqueaba la puerta cochera, con Alboroto y Cavador en cabeza. Pero inmediatamente tuvieron a Puck a su lado.

—¿Llegaremos a tiempo? —preguntó ella angustiada.

—Sólo si el tren ha salido con retraso —dijo Alboroto—. Pero eso sucede a menudo…

—Y si no, ¿qué haremos?

Sin responder a la pregunta, Alboroto estiró el cuello hacia delante y dijo:

—¡Mira el humo! El tren está a punto de entrar en la estación… La batalla no está perdida todavía. Si llegamos cuando el tren no está en marcha, subiremos en tropel a detener al ladrón…

—Pero ¿y si está en marcha?

—Entonces, dejaréis todos las bicicletas y os pondréis en la vía…

Alboroto apretó las mandíbulas y miró a Puck decidido:

—No tienes más que dejar actuar a tus buenos amigos Alboroto y Cavador, hermanita… Tú y Caoba, que conocéis al hombre, debéis ir en cabeza…

Los ciclistas llegaban ya a las primeras casas de Oesterby, y en el grupo iban también las tres restantes chiquillas del «Trébol de Cuatro Hojas», deseosas de ayudar al saber que el padre de Puck estaba en dificultades.

—¡Escuchad, el tren ha silbado! —exclamó Cavador.

En el primer cruce del pueblo, vieron el tren pasar lentamente por un paso a nivel.

—Haz ahora lo que te he dicho, Puck… —dijo Alboroto vivamente—. Y tú, Cavador, sígueme.

—O. K.

Los dos muchachos giraron a la izquierda para ir a tomar el camino que conducía a la Granja del Este, por donde la vía y la carretera corrían paralelamente.

—¡Rápido, Cavador! —gritaba Alboroto, que pedaleaba como un alocado.

—¡Ya estamos a la altura del tren! —gritó su amigo.

—Sí, pero debemos adelantarle…

El tren de vapor tardaba bastante en adquirir velocidad, de modo que los dos amigos consiguieron adelantarle unos cien metros. Entonces Alboroto saltó de la bicicleta y se precipitó hacia la vía agitando el trapo colorado. ¡Bien…! Ya era tiempo…

—¡Detengan el tren! —gritaba el animoso muchacho, agitando sin cesar el trapo.

La locomotora hacía una ruido infernal y parecía ir tomando velocidad. Era imposible que el maquinista oyera los gritos del muchacho, quien ya estaba a punto de perder toda esperanza, cuando vio al conductor asomar la rubicunda cabeza por la ventanilla.

Alboroto agitó el trapo con más energía aún. El maquinista levantó la mano con un gesto que el muchacho no entendió. ¿Tal vez no le había entendido y simplemente le saludaba?

Un crujido estruendoso retumbó en los oídos de Alboroto y el tren fue deteniéndose.

—¡Hurraaa! —gritó el muchacho—. Se detiene…

Se precipitó hacia la locomotora, seguido por Cavador.

El conductor bajó y preguntó severamente:

—¿Se puede saber por qué detenéis el tren, chicos?

Alboroto, casi sin aliento, le contestó:

—Perdóneme, señor, pero… hay un ladrón en el tren… y necesitamos decirle cuatro palabras…

—¿Un ladrón? —repitió el conductor, más enojado cada vez—. Esto os costará caro…

—No se trata de ninguna broma, señor, se lo aseguro —dijo Alboroto—. ¡Mire usted a toda la pandilla que le persigue!

Y mostró a la muchedumbre ruidosa que, con Puck a la cabeza, perseguía al ladrón.

El pobre hombre se levantó la gorra y se secó la frente. Después dijo, titubeante:

—¿No estaréis acaso todos locos de atar? Pasearse así por la vía, sin permiso, cuesta una multa de doscientas coronas…

Alboroto sonrió:

—Pues será una buena suma para la compañía, si todos mis compañeros deben pagarla…

—Mira —gritó entonces Cavador—. ¡Un hombre huye campo a traviesa!

Era el misterioso hombre del pensionado. Ligero como una gacela, se dirigía corriendo hacia La Granja del Este.

—¡Es él! —gritó Alboroto.

—¡Atrapémosle!

Y ambos salieron disparados.

—¡Eh! —gritó el conductor—. Exijo una explicación…

Pero Alboroto, sin hacerle caso, gritó:

—Puck, y todos vosotros… ¡Ya le tenemos! No hay más que seguirle…

Pero el hombre les llevaba una buena ventaja, y continuaba su huida desesperada por los ondulantes campos de trigo.

—Se dirige a la Granja. Sin duda quiere ocultarse allí —gritó Cavador.

—Peor para él —repuso Alboroto—. ¿Te apuestas algo a que le atrapamos?

—¡Una corona!

—De acuerdo…

Y los dos amigos corrieron más rápidamente todavía.