La noche del sábado Puck no pudo pegar ojo… Cuando descendía a desayunar, la puerta del despacho se abrió y el señor Frank salió al vestíbulo. Puck le hizo una reverencia.

El director miró a la chiquilla y dijo amablemente:

—Pareces un poco pálida, Bente. ¿No has dormido bien esta noche?

—No mucho —reconoció Puck en voz baja.

El director sonrió.

—Te comprendo, Bente. Es un gran día para ti, puesto que tu padre llega hoy. Me parece que no conseguirás estar muy atenta en clase…

—Tal vez…

—Bien, te daré permiso para no asistir. Da un buen paseo por el bosque, respira aire fresco… o ve a ayudar a mi esposa… que está en el huerto. Trabajar al aire libre te sentará bien.

—Muchas gracias, señor —dijo Puck con una nueva reverencia.

Cuando Navio escuchó la noticia, gritó:

—Oh, qué suerte… Te librarás de la clase de canto de la señorita Fagerlund… Y de la historia natural…

—Es muy amable nuestro director —comentó Inger.

—¡Sí es formidable! —concordó Karen, que añadió—: ¿Dónde irás, Puck?

—Daré un paseo por los alrededores del lago Ege —respondió Puck—. Es un paseo tan bonito…

—Diviértete —le desearon sus amigas.

Mientras sus amigas se encaminaban a clase, Puck subió a su cuarto a cambiarse los zapatos por unas buenas sandalias. Un instante después, emprendía el sendero que pasaba por delante de la casa del guardabosques en dirección al lago.

El tiempo era bello y tranquilo, y Puck disfrutaba mucho de su paseo. El bosque del Oeste se componía especialmente de viejas encinas, que eran los árboles favoritos de la muchachita. El sol que penetraba por sus copas formaba pequeñas manchas brillantes. Puck atravesó el pantano que rodeaba el lago por el lado oeste e iba ya a adentrarse por el bosque del Norte, cuando un bonito coche americano se paró junto a ella.

—Hola, jovencita —dijo una alegre voz—. ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!

Puck, que se había sobresaltado un poco, al ver quién era el conductor contestó:

—Buenos días, señor Holm.

El señor Holm era el propietario de la grande y hermosa Granja del Este, cuyos campos lindaban con el lago. Era un hombre alto y delgado, a quien Puck había conocido en unas dramáticas circunstancias que no podría olvidar.

—Pareces contenta, Bente —dijo el caballero.

Puck respondió, sonriendo:

—Lo estoy, señor Holm… Mi padre regresa de América del Sur esta tarde.

Holm, que había hecho su servicio militar con Winther, exclamó alegremente:

—¡No! ¿De veras, Bente? ¿Joergen permanecerá aquí algún tiempo?

El buen humor de Puck se atenuó un poco cuando contó que la estancia de su padre en Dinamarca sería de breve duración y que el lunes tenía una cita importante con sus jefes.

—De todos modos tendrá tiempo de ir a La Granja del Este —insistió el señor Holm—. No dejes de decírselo. ¡Tenemos que evocar viejos tiempos militares él y yo!

—Se lo diré a papá —dijo Puck—. Y gracias por la invitación.

—¿Quieres subir al coche, Bente?

—No, prefiero caminar…

—Bien, pues, cada cual con sus gustos. Adiós, amiguita…

—Adiós, señor Holm.

Cuando regresaba ya al pensionado, Puck se encontró con la señora Frank.

La joven dama llevaba un cesto lleno de legumbres y le sonrió amablemente:

—¿Has dado un buen paseo, Bente?

—Sí, gracias… He dado una vuelta por la orilla del lago.

—Una buena excursión. ¿Estás demasiado cansada para ayudarme?

—Al contrario, señora —dijo Puck—. ¡He recuperado fuerzas durante el paseo!

Pero trabajaron poco ya que la señora Frank en realidad tenía deseos de hablar.

—Bien, Bente —le dijo—. Se acerca el gran momento. ¿Le gustan a tu padre los espárragos?

—Oh sí, le encantan…

—También tú comerás con mi esposo y conmigo, al lado de tu padre; sois nuestros invitados. Cenaremos temprano para poder asistir a la fiesta organizada en honor del señor Frederiksen. Ya han decorado la sala…

Puck sonrió:

—Sí, cuando Alboroto y Cavador hacen algo, lo hacen a fondo.

—Desde luego —afirmó la señora—. Ambos casi han vaciado mi granero para su corrida. El delantal rojo de la mujer de la limpieza ha sucumbido bajo tijeretazos.

—Oh… —exclamó Puck, casi ahogándose.

La señora Frank la miró:

—¿Qué te ocurre, Bente?

—Es una idea que me ha venido de pronto, señora… Y debo ir inmediatamente a Oesterby para comprar algo.

—¿Para la fiesta?

—Sí, en cierto modo… ¿Le molesta que no la siga ayudando?

—No, claro que no… Además, sólo hemos estado hablando… Puedes irte.

—Gracias…

Puck partió en bicicleta, bajo la divertida mirada de la esposa del director. ¿Qué estaría tramando Bente? ¿Una broma? En tal caso era fácil suponer que las víctimas serían Alboroto y Cavador. Y a decir verdad ambos se merecían una buena lección. A pesar de que el pensionado debían gran agradecimiento a ambos chicos, ya que gracias a ellos no había sido devastado por un incendio…

La señora Frank dejó de pensar en aquello y reanudó su tarea.

Cuando Puck regresó de su misteriosa ida a Oesterby, se dedicó durante media hora a un arduo trabajo y estaba bastante cansada al entrar en el «Trébol de Cuatro Hojas». Sus amigas la acogieron con ojos redondos de curiosidad.

—¿Qué has estado haciendo todo el día?

Puck sonrió enigmáticamente…

—Ya lo sabréis esta noche.

—¿Esta noche?

—Sí… Es divertido reservarse alguna sorpresita… y ahora disculpadme. Quiero arreglarme un poco antes de que venga papá.

Puck se hizo una cuidadosa «toilette» y permaneció por lo menos veinte minutos cepillándose el pelo Se puso un elegante vestido y zapatos a tono. Cuando Navío la miró exclamó con admiración:

—Oh, Puck… ¡Estás bellísima!

—¿Quieres que te preste esmalte para las uñas? —dijo Karen—. Es casi incoloro.

Por unos instantes, Puck se sintió tentada. El esmalte, polvos, rojo de labios… todo esto estaba prohibido en el pensionado de Egeborg, y el director se mostraba inflexible en aquel punto.

—No, gracias —respondió Puck—. ¿Y vosotros no os preparáis para la fiesta?

Navio se echó en su cama, pedaleando al aire con las piernas levantadas.

—¡Bah! En un minuto me pondrá otro vestido. No tengo motivos para ponerme guapa.

—Claro que los tienes —dijo Inger—. Debemos causar buena impresión al padre de Puck.

—Ciertamente… —exclamó Karen.

—Está bien —respondió Navio incorporándose.

Poco después, las tres muchachitas se hallaban ante el espejo acicalándose. Karen sonrió a la imagen de Puck:

—Puck, ¿te acuerdas del día en que, el año pasado, nos preparábamos para la fiesta de La Gran Granja… y de lo que me dijiste?

—No…

—Me dijiste: «Oh, estás encantadora, Karen…». Y creo que jamás olvidaré tus palabras.

—Estabas encantadora de veras, Karen. Tu pelo rojizo iba bien con tu vestido verde y el ancho cinturón negro…

Un silencio profundo se había hecho en el «Trébol de Cuatro Hojas». Todas se acordaban de aquel día. ¡Cuántas cosas habían sucedido desde entonces!

De pronto el silencio fue roto por una voz procedente del vestíbulo:

—Puck, Puck… Tu padre ha llegado.

Puck salió del cuarto como un torbellino. Karen la siguió con la vista y suspiró en voz baja:

—Quién estuviera en su lugar…

***

Cuando padre e hija se encontraron, la alegría de Puck fue desbordante. El director, que llegaba también, saludó sonriente al ingeniero.

—¿No sería buena idea que les dejara el despacho para los dos solos durante un rato? —dijo.

—Muchas gracias, señor —respondió el señor Winther, muy feliz.

Es fácil comprender que la conversación fue muy animada. Puck preguntaba y respondía a un tiempo, y al cabo su padre se dejó caer en un sillón, agotado:

—Escucha, hijita… Sólo puedo responderte a una pregunta a la vez…

—Oh, papá, me siento tan locamente feliz de volver a verte… ¡Te he añorado tanto!

—Pero has sido feliz aquí, ¿verdad?

—¡Todos somos felices aquí, papá! No hubiera podido estar mejor en otro lugar…, pero esto no quita que te haya añorado muchísimo.

Puck se interrumpió, para proseguir luego:

—¿Por qué estrechas tan fuerte esta cartera, papá?

—Lo hago casi sin darme cuenta —respondió él riendo; y la dejó a un lado—. Contiene cosas de gran valor.

—¿Oro y diamantes?

—No, papeles… Papeles de gran valor, hijita. Perderlos sería una catástrofe.

—¿Quieres meterlos en la caja fuerte del director? —preguntó Puck.

El ingeniero sacudió la cabeza:

—Bastará con no perderla de vista… Por la noche me la pondré bajo la almohada.

La última frase había sido dicha en broma, y Puck continuó bombardeando a su padre con preguntas. Quería saberlo todo… sobre su estancia, su enfermedad, el día en que volvería a irse…

Sin duda habría continuado preguntando toda la noche, si alguien no hubiera llamado discretamente a la puerta.

—¿Se puede entrar?

—Sí, lo peor ya ha pasado —respondió Winther, riendo—. Permítame agradecerle el excelente recibimiento.

—No merece la pena. Bente y usted están invitados a cenar con nosotros. Además, se prepara una gran fiesta.

—¿Una fiesta?

—Sí, uno de nuestros profesores parte para América…, Chile exactamente…, y los alumnos han preparado una fiesta de despedida en su honor.

—Será muy divertido.

—Mientras no lo sea demasiado… ¡Hay gentes muy traviesas en el comité de fiestas!

La señora Frank entró a saludar al ingeniero, y poco después estaban sentados ante una mesa muy bien puesta. Winther conservaba la cartera bajo el brazo y el director se dio cuenta de ello:

—Parece usted tener en gran estima su portafolios, señor Winther.

El ingeniero asintió con la cabeza.

—Tanto que, si lo perdiera, mi viaje sería inútil.

—Papá, eres muy antipático —dijo Puck.

Él la miró un instante, sorprendido. Después rió y la besó en la frente:

—Quiero decir desde el punto de vista de los negocios, hijita… Ya que volver a verte ha sido magnífico. ¡Has crecido mucho en mi ausencia!

—Es lo que generalmente suele suceder a mi edad, papá…

El clima reinante en la cena fue muy animado. Cuando se dirigieron al salón a tomar el café, el señor Winther preguntó si podía hablar por teléfono. Llamó al veterinario Moeller y al propietario Holm. No podía prometer nada, pero confiaba en tener tiempo para visitarles al día siguiente.

Cuando hubo colgado, Puck le dijo con insistencia:

—Es absolutamente preciso ir a ver al tío Anders y a la tía Henny… ¡Han sido tan gentiles conmigo! Además, debes ver a Plet…

—Sí, sí, todo se arreglará —dijo su padre—. Pero dispongo de poco tiempo. Lo más seguro es que el lunes deba regresar de nuevo… y tal vez haga el viaje con vuestro profesor, que va a Valparaíso.

Se volvió hacia el director:

—¿El señor Frederiksen tomará el avión?

—Sí, desde luego. Resulta más caro, pero se gana tiempo… Y el tiempo también es dinero. Sería divertido que viajaran ustedes en el mismo avión…

—Yo ya he reservado una plaza, puesto que es de la máxima importancia que las autoridades de Valparaíso sepan a qué atenerse cuanto antes. Seguramente, como digo, regresaré allá el lunes… Pero volveré por Navidad, Bente.

Puck había inclinado la cabeza para ocultar la lágrima que le brillaba en un rincón de un ojo. Levantó la cabeza y sonrió valerosamente.

—¡Eso me consuela, papaíto!

Su padre se golpeó la frente:

—Había olvidado los regalos que te he traído, Bente. Están en mi maleta… Pero será mejor que ahora saboreemos el café de la señora Frank.

Y la conversación se animó de nuevo.

La señora Frank observó a Puck y se volvió luego hacia el ingeniero.

—¿Sabe qué pienso, señor Winther?

—No…

—Que Bente está impaciente por ver sus regalos.

El señor Winther se levantó y fue al vestíbulo a buscar su maleta. Puck abría cuanto podía los ojos mientras él sacaba paquetes y más paquetes, y pronto estalló en gritos de entusiasmo.

¡Su padre le traía obsequios soberbios! Dos lindos trajes de verano, muy originales, zapatillas bordadas artísticamente, un bolso de cuero rojo con las iniciales B. W. en plata, un brazalete, un collar y un broche. Puck, ante las joyas sobre todo, se quedó extasiada, y su padre dijo riendo:

—En los puertos chilenos, se suele contar a los turistas que estas joyas han sido hechas por los propios indios… pero no es cierto. De todos modos, indios o no, son auténticas filigranas…

—Son maravillosas… —dijo Puck.

La señora Frank sacudió la cabeza:

—¡Todas las mujeres somos iguales a cualquier edad delante de semejantes cosas!

Puck saltó al cuello de su padre y le estrechó tan fuerte que por poco le asfixia.

—¡Ay! —gimió el ingeniero—. Si lo tomas así, será mejor no correr el riesgo de traerte nada por Navidad.

—¡Nada de eso, papá! —exclamó Puck, contemplando sus regalos—. Como ha dicho la señora Frank, las mujeres somos mujeres…

—Sí —rió el padre—, ya me estoy dando cuenta.

La voz de Puck se volvió grave al decir:

—¿Cuándo acabes tu trabajo en Valparaíso, tu empresa te enviará a otros sitios lejanos? ¿A Australia, la China o Japón?

—No es del todo imposible. Pero para entonces ya habrás acabado tus estudios y podré llevarte conmigo… A menos que no tengas ya novio.

—¡Nunca tendré novio! —declaró Puck firmemente.

La señora Frank sonrió. ¡Qué propia era de su edad aquella reacción! Y ¡cómo cambiaría más adelante!

—¿Hay alguna razón particular que lleve al señor Frederiksen a Valparaíso? —preguntó el ingeniero.

El señor Frank hizo un gesto afirmativo:

—Desde luego. Chile es un país joven en todos los aspectos, particularmente en el de la enseñanza. El señor Frederiksen va a estudiar los esfuerzos del gobierno en materia pedagógica. Luego irá a La Argentina, al Brasil, Venezuela y El Ecuador. Volverá a mediados de otoño. Lo necesitamos… y además los alumnos lo echarán mucho de menos. ¿No es cierto, Bente?

—Sí, señor —dijo ella convencida.

La señora Frank interrumpió la conversación en aquel momento:

—Me parece que aumenta el ruido al otro lado de la puerta. Sin duda va a dar comienzo la fiesta…

—Sí, seguramente.

El director miró su reloj y dijo:

—Su habitación estará arriba, la primera puerta a la izquierda… Ordenaré que suban la maleta inmediatamente, señor Winther.

—Muchas gracias… Espero no estar abusando de su hospitalidad.

—De ninguna manera ¡Es un placer tenerle entre nosotros!… Y Bente estará encantada de tener a su padre cerca.

Puck sonrió divertida:

—¡Ya lo creo, así podré despertarle mañana temprano!

Se levantaron todos. El señor Winther tomó su cartera y dijo:

—Subiré al cuarto un momento. Supongo que no habrá peligro de que entren allí inoportunos.

—No hay temor alguno —respondió el director—. Allí su cartera estará tan segura como en la caja fuerte de un banco.

Si en aquel momento, el señor Frank hubiera echado una ojeada a la ventana, no hubiese estado tan seguro de lo que afirmaba, ya que dos ojos negros brillantes miraban al interior del salón. ¡Y no pertenecían a nadie del pensionado!