Annelise había invitado a sus amigas Puck y Lone a tomar el té en La Gran Granja. Quería mostrarles los nuevos vestidos comprados con ocasión de su viaje en coche —seis semanas a través de Europa— que haría con sus padres durante las vacaciones. Su gusto por dominar había desaparecido casi del todo y sólo de tarde en tarde aparecía en ella la chiquilla mimada por sus papás. Sus relaciones con Lone también habían cambiado mucho. El penoso incidente ocurrido durante las maniobras militares del pasado otoño la había hecho reflexionar.
Seguía tan gentil y atenta con la amiga que sufría por un triste secreto familiar, pero lo hacía de un modo más sereno, más natural. Las dos chiquillas se habían convertido en íntimas amigas y Lone ya no se sentía incómoda por demostrar reconocimiento a los favores de la hija del rico propietario.
Pero había un punto en el cual Annelise no había cambiado nada. Sus palabras y sus pensamientos eran siempre tan deshilvanados que sus compañeras tenían grandes dificultades en seguir el curso de sus conversaciones. Y lo probó una vez más al mostrar su «trousseau» de viaje con una volubilidad vertiginosa.
—Sí, papá se ha gastado generosamente el dinero con mis trajes… Y tengo también un precioso equipo de montar… Pero no sé por qué, ya que no puedo meter el caballo en el coche cuando partamos de viaje, para Francia e Italia. ¿Habéis visitado España alguna vez?
—No…
—Yo tampoco… Pero no quiero ir a ver ninguna corrida, con esas pieles de vaca y todo eso…
—¿Pieles de vaca? —exclamó Puck, asombrada.
Annelise bostezó:
—Sí, algo deben de tener que ver las pieles de vaca con las corridas, ya que Alboroto, para la fiesta de «Frederik» le ha pedido prestada a papá la piel de vaca curtida… Pero estoy segura de que no tienen nada que ver con las auténticas corridas de Sevilla y Venecia…
—¡No creo que tengas ocasión de ver muchas corridas en Venecia, Annelise! —dijo Puck riendo—. Venecia se encuentra en Italia.
—Sí, claro, tienes razón… Pero allí hay canales y palomas y en la plaza de una iglesia… ¡No está mal! ¿Qué pensáis de mis vestidos?
—¡Maravillosos! —exclamaron al unísono Puck y Lone, que acariciaban las delicadas telas.
—¿Te gusta mi vestido gris, Puck?
—Creo que es el más bonito —respondió Puck, y miró el traje en cuestión con ojos enamorados—. Pero, escucha, Annelise, estábamos hablando de pieles de vaca…
—¿Piel de vaca? —exclamó Annelise—. ¿Qué piel de vaca?
—Acabas de decir que Alboroto ha pedido prestada una…
—Ah, sí —dijo Annelise, poco interesada en el asunto—. ¿De qué se trataba exactamente, papá?
El señor Dreyer, que estaba tomando el té con su esposa, se volvió sonriente en su sillón y explicó:
—Hugo… Alboroto, como le llamáis… Vino ayer a verme para preguntarme si podía prestarle la piel de vaca curtida.
—¿Para una corrida? —preguntó Puck.
—Sí, ése creo que es su proyecto. Hugo meterá a dos amigos dentro de la piel y él hará de toreador. Pero como la piel conserva los cuernos, pequeños como corresponde a una ternerita, le será difícil hacer creer al público que se trata de un toro verdadero.
—Oh, Alboroto no se detiene jamás por menudencias —dijo Puck riendo.
Mientras tanto, Annelise había estado reflexionando mordiéndose el labio inferior, y al cabo dijo, titubeando un poco:
—Oye, Lone… Tengo algunos vestidos que… quisiera vender a buen precio, unas pocas coronas… Y tú podrás pagármelas cuando te vaya bien, cuando seas mayor, por ejemplo… Ven.
Puck no pudo evitar sonreír pensando en que unos meses atrás Annelise no hubiera propuesto sus obsequios de aquel modo tan delicado. ¡Qué excelente muchachita era en el fondo!
Una media hora más tarde, cuando las tres jovencitas regresaron al pensionado, se llevaban consigo tantos zapatos y vestidos que Lone apenas pudo colocarlos en su armario. Annelise había decretado que todo en conjunto le costaría diecisiete coronas. Y le había concedido un crédito ilimitado.
Inger, Karen y Navio se estaban peinando antes de bajar al comedor cuando Puck entró en el «Trébol de Cuatro Hojas». Dispusieron apenas de unos minutos para trazarse un plan de ataque. Puck les contó los proyectos taurinos de Alboroto y decidieron de común acuerdo que sería una buena ocasión para divertirse un poco a costa de Alboroto y Cavador. Y Puck concluyó sonriendo:
—Reflexionemos. ¡Ya daremos con alguna buena idea!
Después de cenar, cuando los alumnos jugaban en el césped, Alboroto, Cavador y Kaj Schultz, llamado Caoba, adoptaron aires muy misteriosos. Acababan de ensayar la corrida en los sótanos, cerca de la caldera de la calefacción central. Alboroto representaba el papel de gran toreador que mataba el toro, y había pensado al principio que Cavador y Caoba representarían la parte anterior y posterior de la víctima, pero la conclusión había sido distinta. Con su piel morena, sus cabellos lisos y sus ojos hundidos, Caoba era, según Cavador, el tipo ideal del español. En cambio el aspecto físico de quienes actuaran desde el interior de la piel de vaca tenía poca importancia. A regañadientes, Alboroto se vio obligado a ceder…
Navio se acercó a ellos y les dijo irónicamente:
—¿Estáis tramando algo, amigos?
—¿Tramando? —rió Alboroto—. No, pequeña Navio…, simplemente preparamos algunas sorpresas para la fiesta de despedida de «Frederik».
—¿De verdad? ¿Y no podrías contármelo? Tengo gran curiosidad…
—No, por nada del mundo… —dijo Caoba.
—Eres demasiado joven —precisó Cavador.
—Y poco inteligente —concluyó Alboroto.
Los aires de superioridad de los tres chicos molestaron a Navio, pero no lo dejó ver. Por el contrario, sonrió con aires de gatita:
—Resultará muy divertido todo lo que estáis preparando, estoy segura… Pero también nosotras podemos estar preparando algo, ¿no os parece?
Tras lo cual giró sobre sus talones y desapareció, con la naricita apuntando al cielo.
Alboroto dijo, inquieto:
—¿Habéis oído, chicos? No me extrañaría, en efecto, que Puck estuviera tramando algo.
—Pero ella no puede saber nada de nuestros proyectos…
—¡Hum! —murmuró Alboroto—. Puck mete la nariz por todas partes…
—¡Y casi siempre vence! —rió Caoba—. ¿Os acordáis del día en que os encerró en el invernadero del jardinero Piil?
Alboroto y Cavador no respondieron, contentándose con adoptar un aire mohíno. Sin embargo, no tardaron en recuperar su optimismo. Alboroto dijo:
—No nos atormentemos de antemano. A cada día su malicia.
—De acuerdo —contestaron los otros dos.
Y prosiguieron sus secretos conciliábulos.
Puck fue un poco menos entusiasta cuando Navio le contó su encuentro con los muchachos. Dijo:
—Ahora estarán prevenidos…
—Bah, de todos modos les venceremos —repuso Navio—. Sólo les he insinuado que también nosotras podíamos preparar algo…
—Y has hecho mal, Navio —suspiró Puck—. Alboroto y Cavador son inteligentes…
Y añadió más alegremente:
—Bien, no pensemos más en ello. Hoy me siento tan feliz que os invito a helados en casa del pastelero Bose.
—¡Hurra! —gritó alegremente Navio—. ¿De vainilla?
—¡Sí!
—¿Y limonada?
—Todo lo que quieras, Navio…
—Eres una chica estupenda, Puck.
Algunos instantes más tarde, las cuatro amigas se encaminaban a la pastelería de Oesterby…
Bose era un hombre corpulento y bonachón, que gozaba de gran popularidad entre los alumnos de Egeborg, a quienes a menudo concedía créditos… Su esposa era pequeña y delgada y tan malhumorada como jovial su esposo. Cuando se hallaba sola en la tienda, no concedía crédito a nadie, al contrario, exigía ser pagada ante todo.
El pastelero las acogió alegremente. Sabía por experiencia que Puck y sus amigas pagaban puntualmente y eso le evitaba serias discusiones con su mujer…
El pastelero se apresuró a preparar a las cuatro chiquillas una mesa en la estancia llena de sol. Un olor a vainilla y pasteles llenaba el aire.
—¡Qué buen olor! —dijo Navio.
—Sí, para quien no vive aquí siempre se nota mucho. En especial en un día como hoy —explicó Bose.
—¿Por qué? —preguntó Puck intrigada.
—A causa del calor. Cuanto más calor hace, más perfume despiden las especias y los aromas.
En aquel instante otros clientes entraron en la pastelería, y Bose se apresuró a atenderles. Puck se había quedado silenciosa unos momentos y entonces casi gritó:
—¡Oh, cielo santo!
Las demás la miraron asombradas, y Karen preguntó:
—¿Qué te ocurre?
Puck rió.
—¿No habéis oído lo que ha dicho Bose? Cuando hace calor, las especias despiden más perfume, producen más efecto…
—Sí, ¿y qué?
—Esto me ha dado la mejor de las ideas, hijitas… ¡Ya sé qué broma vamos a gastarles a Alboroto y Cavador!
Cavador se había sentado al borde de su cama, con las piernas colgantes. Su voz parecía melancólica cuando dijo:
—Oye, Alboroto… Está bien eso de la corrida, pero no podemos llenar toda la fiesta sólo con eso.
—No… Naturalmente…
—Entonces, ¿tienes otras ideas para distraer a «Frederik» y los espectadores?
Alboroto dudó un poco:
—Pues… Yo… No lo he pensado bien todavía…
—Pues ya es tiempo… Debemos hacer algo… Ofrecer refrescos, decorar la sala…
—Eso cuesta caro —dijo Alboroto, suspirando—. ¿Tienes dinero?
—Diez coronas y diez ores. Lo he contado esta mañana.
—Yo tengo menos aún… Y no me parece que podamos hacer gran cosa con ese dinero en materia de decoración…
Un sombrío silencio invadió la habitación de los muchachos. Durante largo rato, sólo se oyó el tic-tac del reloj colocado en la repisa de la ventana. De pronto, Alboroto gritó con entusiasmo:
—¡Lo tengo, Cavador!
—¿El qué?
—¡Los fondos del pensionado de Egeborg!
—¿Cómo?
—Sí, qué demonio… Tenemos casi tres mil coronas en caja…
El rostro de Cavador se iluminó. Sí, era cierto, en los fondos del pensionado de Egeborg había dinero, el dinero que los alumnos habían ganado haciendo cine.
—¡Bravo, Alboroto! Pero ¿cómo podemos sacarlo de allí?
—Pues…, en realidad sólo necesitamos cien coronas… y como ambos formamos parte del consejo de administración, con Caoba y Svend, podemos fácilmente conseguir que nos sean adjudicadas…
—Tal vez… Aunque ¿qué harán las hienas del «Trébol de Cuatro Hojas»? —suspiró Cavador—. No olvidéis además, que el director ha sido nombrado consejero en el empleo del dinero…
—… Eso es una ventaja.
—¿Una ventaja? Por mí parte tengo el siniestro presentimiento de que el director no nos tiene gran confianza ni a ti ni a mí…
Alboroto protestó:
—Bobadas, Cavador. El director nos aprecia mucho… y además pedir cien coronas para una fiesta para «Frederik» antes de su partida no es nada malo. Sólo Puck y sus amigas pueden poner dificultades, ya que yo mismo me ocuparé de Svend.
La suerte fue favorable a los dos conspiradores, ya que una hora más tarde, no sólo les había sido acordada la cantidad de ciento cincuenta coronas, sino que había sido constituido un comité de fiestas, compuesto por Alboroto, Cavador, Caoba y el gordo Svend, presidente del consejo de alumnos.
Cuando Alboroto y Cavador hablaron de la corrida proyectada, Svend les miró con desconfianza y dijo:
—Espero que no estéis preparando una broma del mal gusto, ¿eh, bandidos?
Los dos «angelitos» no hubieran podido poner una expresión más inocente que la que adoptaron y Svend estuvo a punto de creerles.
En todo caso, no profundizando en la cuestión, se contentó con decir:
—Sí, querer organizar una corrida en honor de «Frederik» es algo que habla en vuestro favor, pero supongo que no pensáis que se celebran corridas de toros en toda América del Sur.
—¡Claro que sí! Lo hemos visto en el cine…
—¿De veras?
—Sí, puedes estar seguro —dijo Alboroto con convicción—. Por eso he pedido prestada una piel de vaca al señor Dreyer… ¡Me disgustaría mucho que todos estos preparativos fueran inútiles!
Svend se inclinó ante tales argumentos y el comité de fiestas prosiguió su trabajo. Caoba propuso que se compusiera un canto de adiós en honor de «Frederik», pero esto suscitó una viva discusión. Alboroto, que con Cavador eran considerados en general como los dos grandes poetas del pensionado, opinaba que aquel cántico requería por lo menos una semana de trabajo.
—¡Bobadas! —declaró Cavador con soberbia—. Por mi parte me encargo de hacerla en una noche…
—De acuerdo —dijo Svend—. Tu oferta es aceptada, ¿no es cierto, Alboroto?
—¡Desde luego!
Cavador pareció lamentar por unos instantes su oferta. Perplejo, se volvió hacia Alboroto.
—Sí… Claro que cuento contigo para ayudarme a conseguir buenas rimas…
—¿Cuánto me darás?
—Cincuenta ores.
—¡Poco!
—Sesenta…
—¡Más!
—¡Una corona, usurero!
Alboroto inclinó gentilmente la cabeza.
—Bien, aceptaré una corona a causa de nuestra vieja amistad. Esta noche trabajaremos en eso, en lugar de estudiar.
Dejar de estudiar era algo muy agradable para Cavador, lo que le puso de buen humor. Acabada la reunión, Alboroto y Cavador se encaminaron al encuentro del jardinero. Era preciso decorar la sala de fiestas lo mejor posible… pero sin gastar demasiado. Era preciso guardar el máximo de las ciento cincuenta coronas obtenidas, para refrescos y pasteles…
Al acercarse al invernadero, Cavador dijo:
—Alboroto, no me parece muy probable que consigamos precios de favor con Piil…
—¿Por qué?
—Ya sabes que no somos precisamente sus favoritos.
Alboroto se rascó detrás de la oreja. El jardinero Piil, según opinaban los muchachos, tenía la cabeza llena de «flores». Era amigo de los alumnos, pero a menudo los chicos le hacían rabiar.
—Haremos lo que podamos —dijo Alboroto, tratando de permanecer optimista.
La acogida de Piil fue más bien glacial. Preguntó, mirándoles con desconfianza:
—¿Qué queréis vosotros dos?
Alboroto tomó su aire más inocente y habló del profesor Frederiksen que iba a partir para América, y de la fiesta proyectada en su honor. Para adornar la sala, ¿qué mejor que las flores de Piil, que eran sin duda las mejores de Dinamarca?
El rostro de Piil se iluminó, y acabó por decir:
—Está bien, muchachos… Os enviaré a dos hombres que os decorarán la sala… No me daréis nada por las llores, sólo deberéis pagarme el trabajo…
—Mil gracias, señor Piil… —gritaron al unísono los dos chicos.
Después, Alboroto añadió por su cuenta:
—Ah, señor Piil… ¡Qué entusiasmo habrá en la escuela! Todos le consideramos como el mejor horticultor de todo el país…
—¿De veras? —exclamó Piil, muy halagado—. Y pensándolo bien, no será necesario ni siquiera que me paguéis el trabajo. ¡Todo será gratuito! Gracias por vuestra visita.
Los muchachos se deshicieron en palabras de agradecimiento. De regreso al pensionado, Alboroto estaba hueco como una clueca.
—¿No te lo había dicho, Cavador? Todo ha ido sobre ruedas…
Cavador contestó, admirado:
—Desde luego eres un genio, Alboroto. Incluso nos ha dado las gracias por la visita, cosa verdaderamente inimaginable.
—Desde luego —reconoció Alboroto—. Deberemos recompensarle de alguna manera…
—¿Cómo?
—No molestándole más… Es decir, al menos, hasta el próximo curso…
—De acuerdo —dijo Cavador.
Más tarde ambos se dirigieron en bicicleta a Oesterby para encargar pasteles y refrescos a Bose. ¡Varios potes de helados de vainilla y tres cajas de las mejores pastas! Su triunfo con Piil le había animado de tal modo a Alboroto, que empleó la misma táctica con el pastelero, y los resultados no se hicieron esperar, ya que prometió regalar además del pedido pasteles de crema.
—¡Pero de esto nada a mi mujer! —advirtió.
—Será un secreto entre nosotros —prometió solemnemente Alboroto—. Permítame darle las gracias de parte del comité de fiestas, señor Bose.
Cuando hubieron pagado al pastelero y al frutero, a quien compraron frutas varias, no les quedaba nada de las ciento cincuenta coronas obtenidas. Pero la corrida no representaba ningún gasto. Para convertir a Caoba en un apuesto torero, la señora Frank se prestó a darles telas coloreadas y brillantes y un sombrero de un baile de disfraces. Ella misma les confeccionó con tela roja la muleta con que debían citar al toro.
Cuando todo estuvo arreglado, Alboroto suspiró:
—¡Ya está todo listo, Cavador!
—No —dijo éste—, queda lo peor: ¡la canción!