El profesor de geografía Frederiksen —llamado «Frederik» por sus alumnos, quienes le querían mucho— se inclinó contra el respaldo de su silla y miró sonriente a la clase. Luego hizo una señal a Puck:

—Bente, ¿podrías nombrarme los Estados de América del Sur?

Puck se levantó y comenzó a recitar con voz insegura:

—Chile…, Argentina…, Bolivia…

Como fuera que Puck se había interrumpido, «Frederik» acentuó su sonrisa:

—Comprendo muy bien que te sientas atraída por Chile en primer lugar, y luego por los estados vecinos. ¿Tu padre sigue en Valparaíso?

—Sí —murmuró Puck.

—¡Hum! ¿Sabes algunos estados sudamericanos más?

—Guatemala —aventuró Puck prudentemente.

El profesor sacudió la cabeza.

—Sería mejor colocar Guatemala en América Central, ¿no te parece? ¿Qué más?

Pero Puck apenas prestaba atención al profesor. Pensaba en su padre, a quien no había visto desde hacía un año. La casa para la cual trabajaba le había enviado a Valparaíso, gran puerto chileno, a dirigir una empresa de ingeniería, razón por la que había tenido que poner interna en Egeborg a su hijita. Además, había estado gravemente enfermo durante algún tiempo. Pero en la última carta que Puck había recibido de él aseguraba estar totalmente restablecido y anunciaba su propósito de ir a pasar las Navidades a Dinamarca… Mas… ¡faltaban aún seis largos meses para Navidad! Puck se acordaba aún de los tristes detalles del día en que se había separado de su padre.

—Gracias, Bente —dijo el profesor amablemente—. Sigue tú, Inger. Nómbranos otros estados sudamericanos.

Aquello resultaba muy fácil para Inger.

—Brasil, Venezuela, Las Guayanas…

—Bien, Inger…

El profesor Frederiksen tenía habitualmente muy buen humor, pero aquel día mejor que nunca. Algún tiempo atrás, había obtenido una beca de estudios para un viaje de varios meses por América del Sur. Naturalmente, había incluido sus vacaciones en aquel largo viaje y aquella clase de geografía era la última antes de su partida.

Miró de nuevo a Puck, quién bajó la cabeza, y le dijo:

—Cuando pase por Valparaíso, ¿quieres que visite a tu padre, Bente?

—Sí, gracias —respondió a media voz Puck, que sentía formársele un nudo en la garganta.

«Frederik» comprendió inmediatamente el estado de ánimo de la chiquilla y procuró llevar la conversación por otros derroteros. Miró a sus alumnos. Alboroto murmuró a su vecino:

—¡Encógete, Cavador!

—¿Qué?

—Me parece que «Frederik» está a punto de descubrirnos.

Alboroto y Cavador, los dos alumnos más traviesos del pensionado, trataron de encogerse tras sus pupitres, pero en aquel instante sonó alegremente la voz del profesor:

—Veamos, Hugo, demuéstranos tus conocimientos geográficos. ¿Cuál es el puerto más importante de Bolivia?

Alboroto se levantó, un poco turbado, porque todo el mundo reía por lo bajo a su alrededor. ¿Y por qué demonios se reían? Paseó en torno suyo una mirada desolada y repitió titubeante:

—El puerto más importante de Bolivia… Pues… ¡Lo he olvidado! Pero lo sabía esta mañana.

Los compañeros no pudieron ocultar su regocijo y también el profesor rió con todo su corazón.

—¿De verdad lo sabías esta mañana, Hugo? En tal caso, eres más sabio que todo el mundo, ya que Bolivia, siendo un país del interior, no puede tener puerto alguno. ¿Podrías quizá nombrarme un puerto del Uruguay?

Alboroto, temiéndose una nueva trampa, sonrió astutamente y respondió:

—No, imposible… ¡Tampoco el Uruguay tiene mar!

—En tal caso, debe de haber cambiado de lugar últimamente… —observó Frederiksen, igualmente de buen humor—. ¿No estarás confundiendo el Uruguay con el Paraguay?

Sí… Pues, sí…

El profesor consultó su reloj.

—Bien…, basta por hoy. No voy a confesar que vuestros conocimientos geográficos me hayan impresionado precisamente, y será mejor evitarme nuevas decepciones. Me pregunto si no podríamos emplear la última media hora en…

—¡Sí, sí, gracias!

Fue una general explosión de alegría.

«Frederik», el tan popular profesor, no pudo siquiera concluir su frase, ya que los alumnos sabían bien lo que les esperaba. El «profe» les contaría alguna cosa interesante y divertida. Lo hacía a menudo y lo hacía muy bien. ¡Sus historias eran siempre apasionantes!

Alboroto se irguió en su asiento y dijo a Cavador:

—¡Qué suerte, Cavador! «Frederik» está de tan buen humor que no se acuerda de poner notas. ¡Seguramente me habría puesto un dos o un tres!

—¡Menos aún! —respondió Cavador.

Entonces el profesor comenzó a hablar de Simón Bolívar, el héroe que había liberado los estados sudamericanos. Pertenecía a una antigua familia venezolana y había estudiado derecho en Madrid; luego había viajado por Europa y América del Norte, donde la personalidad de George Washington, evocada por doquier, le entusiasmó hasta el extremo de hacerle desear realizar una empresa semejante en Sudamérica. Cuando estalló la rebelión contra España, tomó parte ardientemente en la lucha y, al cabo de unos años, se hallaba ya en cabeza del ejército. Uno tras otro, los Estados Sudamericanos fueron liberados, de tal modo que Simón Bolívar recibió el nombre de El Libertador. Entonces se hizo elegir presidente por toda su vida del Perú —hoy le habrían llamado un dictador— y, como quiera que empezó a limitar la libertad de la prensa, empezó a murmurarse que el poder le había trastornado. Sin embargo, esta opinión era totalmente injusta, ya que Simón Bolívar sacrificó toda su fortuna personal al bien de la patria. Se retiró del poder por propia voluntad y, un año más tarde, contando sólo con cuarenta y siete, murió. Hoy en día su recuerdo es venerado en toda América del Sur y, en su ciudad natal, Caracas, levantaron un arco triunfal en su memoria…

Al término de la clase, los alumnos bajaron riendo y dándose empujones hasta la gran extensión de césped que crecía ante la entrada del pensionado. Alboroto murmuró a su amigo, con expresión pensativa:

—Cavador, ¿no te parece un tipo formidable, a pesar de todo?

—¿Quién?

—Frederiksen… ¡Naturalmente! Ahora se irá y no volveremos a verle hasta el final del otoño… A mí me parece que podríamos organizar una fiestecilla en su honor…

—¿Una fiesta de despedida? —exclamó Cavador, con una mueca significativa—. ¡No veo en qué podría esto divertirnos a ti y a mí, querido amigo!

—Ah, no lo ves… —rió socarronamente Alboroto—. ¿Es que me crees tonto?

—No, tonto no, pero… ¿Cuál es tu proyecto?

—Si organizamos una fiesta de despedida para «Frederik», será conveniente intercalar algunas sorpresitas para divertirnos un poco, ¿no te parece? Es preciso que nuestro «profe» se lleve a América un recuerdo divertido de su colegio…

—¡En tal caso, estoy de acuerdo, chico! —dijo Cavador, con el rostro iluminado por una amplia sonrisa—. Eres genial, Alboroto, simplemente genial…

—Ya lo sé —reconoció modestamente Alboroto—. La cuestión está en saber qué clase de sorpresas debemos inventar.

—¡Algo sensacional! —respondió Cavador—. ¿Qué te parece unos cuantos cañonazos bajo la tarima de «Frederik»?

Alboroto sacudió la cabeza.

—¿No se te ocurre algo más factible, loco? Ven, vayamos a reflexionar a orillas del lago. ¡Ya daremos con algo bueno!

Cinco minutos más tarde, los dos traviesos muchachos se habían instalado en su lugar favorito, un estrecho banco instalado junto al embarcadero. Si los dos íntimos amigos hubieran echado una ojeada detrás de la encina que protegía el banco, hubieran sin duda escogido otro refugio cualquiera, ya que allí se encontraba Puck tomando un baño de sol.

Finalizada la clase de geografía, la chiquilla había sentido la necesidad de estar a solas con sus pensamientos. ¡Había deseado tan ardientemente ver a su padre durante las vacaciones de verano! Pero a causa de su enfermedad, que le había retrasado en su trabajo, no podría abandonar Valparaíso hasta Navidad…

Puck estaba reflexionando en todo aquello cuando oyó acercarse a Alboroto y Cavador. Por un momento, estuvo tentada de dejarse ver, pero en cuanto hubo escuchado las primeras frases de su conversación, cambió de parecer.

No estaba muy bien, desde luego, escuchar a escondidas… pero aquella regla no tenía mucho valor cuando se trataba de Alboroto y Cavador.

Puck olvidó pronto sus pensamientos melancólicos. ¡Según parecía, Alboroto no se había sentido bastante bien servido el día en que la policía les había detenido y ella tuvo que salvarles!

Al cabo de media hora, los dos muchachos se fueron a remar por el lago. Puck sonrió con aire triunfal. ¡Qué suerte que Alboroto y Cavador no se hubieran tomado la molestia de averiguar si alguien les estaba escuchando!

Súbitamente, oyó una voz procedente del edificio principal del pensionado:

—¡Bente Winther…! ¿Alguien ha visto a Bente?

Era la voz del director Frank.

Sin comprender por qué, Puck se sintió inquieta. Si el director la llamaba de aquel modo era que había ocurrido algo importante. Pero ¿qué?

Corrió rápidamente hacia la entrada, donde el señor Frank la acogió sonriendo.

—Toma, Bente. Una carta por avión para ti.

—¿Una carta por avión? —repitió Puck, emocionada—. ¿De Valparaíso?

—Sí —dijo el director, alargándole el sobre.

Puck rasgó el papel con mano temblorosa y leyó:

«Mi querida hija:

Te voy a dar una gran sorpresa. Cuando leas esto, ¡ya estaré en camino para Dinamarca! ¡Por avión! Los trabajos en Valparaíso van a ser considerablemente ampliados, y yo debo regresar a Copenhague para someter los planos a mis superiores. Como sea que otra empresa americana trata también de obtener la concesión de estos trabajos, comprenderás que cada hora es preciosa. Según el programa previsto, llegaré a Copenhague el sábado por la tarde y, puesto que no podré ponerme en contacto con mis jefes hasta el lunes por la mañana, desde el aeropuerto tomaré un coche y marcharé directamente al pensionado de Egeborg, donde llegaré el sábado por la tarde. ¿Quieres telefonear al tío Anders en Sundkoebing, para anunciarle mi llegada?

No dispongo de tiempo para escribirte más, pero estoy loco de alegría ante la idea de volver a verte y estrecharte entre mis brazos.

Te besa muy fuerte,

Papá».

Por unos instantes, Puck permaneció aturdida. Debió releer la carta varias veces antes de acabar de creerlo. ¡Ah, qué maravilla!

Súbitamente, se metió la carta en el bolsillo, dio un grito de alegría y salió disparada, dando vueltas como una peonza por el césped.

—¡Eh, Bente! A juzgar por tus volteretas, debo pensar que has recibido buenas noticias… —le gritó el director.

—¡Las más maravillosas del mundo! —respondió Puck casi sin aliento—. ¡Papá estará aquí el sábado por la tarde! ¿No es esto maravilloso?

—Sí, indiscutiblemente, Bente —reconoció el señor Frank sonriendo.

La señora Frank apareció en aquel instante y fue debidamente informada. Acarició los cabellos de Puck.

—Será algo maravilloso, desde luego —dijo sonriendo—. El mejor acontecimiento del verano.

—¡Del año, señora! —dijo Puck sacando de nuevo la carta del bolsillo.

¡Bien podía leerse tres veces por lo menos una noticia tan estupenda!

***

Un estado de ánimo extraordinariamente alegre reinaba aquella tarde en el «Trébol de Cuatro Hojas». Inger, Karen y Navio eran tan buenas amigas que compartían del todo la felicidad de Puck.

Naturalmente era preciso celebrar la buena nueva, y las chiquillas buscaron golosinas en sus «reservas», en los fondos de los armarios. Navio declaró con entusiasmo que aquello era «formidablemente palpitante» y que reservaba para el señor Winther, padre de Puck, un recibimiento de los mejores en la tradición del pensionado de Egeborg.

Los ojos de Puck brillaron de alegría.

—Ah, no sé si podré resistir hasta el sábado. Si pudiera dormirme y despertar el sábado por la tarde…

—Es mejor disfrutar del placer de la espera —dijo Inger, sonriendo—. ¿Tu padre se hospedará en casa del veterinario Moeller, en Sundkoebing?

—Ésa es su intención —respondió Puck—. Pero el director dice que papá puede ocupar aquí una habitación… cosa que yo preferiría, claro está. Papá tiene que regresar a Copenhague el lunes por la mañana, de modo que disponemos de poco tiempo para estar juntos.

—¿Y luego tu padre volverá aquí? —preguntó Karen.

La expresión alegre de Puck se disipó de repente.

—Me temo que deberá regresar a Valparaíso rápidamente para realizar los planos que ha venido a someter a la decisión de sus jefes. Se trata de un asunto muy importante, que una empresa americana trata también de obtener… Deberé consolarme pensando en que papá volverá a pasar conmigo las Navidades…

De pronto se acordó de algo y dijo en un tono más animado:

—Tengo una noticia que comunicaros. El sábado, Alboroto y Cavador tienen intención de organizar una fiesta en honor de «Frederik»… Lo he sabido esta tarde por azar… y he comprendido que tienen la intención de gastar bromas en esa fiesta…

—¿Cómo? —preguntó Karen.

Puck sonrió:

—Ese par de enérgicos muchachotes tienen más de un as en la manga, según creo. Por ejemplo, he oído que quieren organizar una corrida para chicos…

—¿Una corrida?

—Sí. «Frederik» va a partir para América del Sur… y nuestros dos amigos piensan que han de iniciarle antes en los secretos de las corridas, que son deporte nacional allí…

—¿Y no es cierto?

—No… No se dan corridas más que en algunos países, así que no es una cosa general como ellos creen.

De común acuerdo, las muchachitas decidieron tratar de poner cortapisas a las bromas de los dos chicos.

—Echaremos mucho de menos a «Frederik» —dijo Karen.

Navio saltó en su silla.

—Bah… Nos consolaremos pronto, puesto que será la señorita Brinck quien le sustituirá. ¡Jamás pudimos soñar con tener una profesora más encantadora, es formidablemente encantadora! ¿Os acordáis del día en que la conocimos, el pasado invierno?

Sí, las tres chiquillas se acordaban perfectamente de ello. En su breve existencia las había visto ya de todos colores, pero el largo camino a Jylland había batido todos los récords… Y en su mitad había surgido en sus vidas la encantadora señorita Brinck como una especie de compensación en la adversidad.

—La señorita Brinck es casi tan deliciosa y linda como la señora Frank —añadió Navio, haciendo una comparación que hablaba ampliamente de lo mucho que las alumnas apreciaban a la gentil esposa del director.

—Soy enteramente de tu misma opinión —aprobó Karen—. Sólo temo que la señorita Brinck tenga serios problemas con los señores Alboroto y Cavador.

—¡Ya trataremos de eso si se presenta la ocasión! —exclamó Puck, riendo—. Quizá a la vuelta de las vacaciones, Alboroto y Cavador hayan mejorado un poco.

—¡Hum! —exclamó Navio, escéptica.

Las demás comprendieron bien lo que quería decir aquella exclamación de Navio y estallaron en risas. En aquel instante, se abrió la puerta y la «capitana de corredor», señorita Holm apareció en el umbral. Emanaba de su pequeña figura gordezuela una gran energía, y sus ojos azules despedían severidad cuando dijo:

—¿Qué es eso, señoritas? ¿No sabéis acaso la hora que es? Deberíais estar acostadas.

Las cuatro amiguitas se asustaron un poco, y Navio trató de dar una larga explicación, pero la señorita Holm la interrumpió secamente:

—¡Basta, Lise! Acostaos en seguida. Volveré dentro de diez minutos… y no me agradaría encontrar la luz encendida ni escuchar charlas…

La puerta se cerró ruidosamente, y las chiquillas se apresuraron a desvestirse y lavarse los dientes. Cuando la puerta se abrió de nuevo, pasados los diez minutos, un gran silencio reinaba en el «Trébol de Cuatro Hojas».

—¿Dormís, hijitas? —preguntó la señorita Holm.

—Sí, —respondió Navio.

La voz de la capitana de corredor se dulcificó:

—Pues bien, ya estoy contenta… Comprendo que hayáis tenido necesidad de comentar la gran noticia recibida por Puck. Pero… ¿te dormirás feliz, Bente?

—¡Oh, sí, señorita, soy la más feliz del mundo! —respondió Puck con convicción.

—Lo comprendo. Buenas noches, hijitas.

—Buenas noches, señorita.

Mientras Puck y sus tres amigas dormían a pierna suelta, el ingeniero Winther viajaba cómodamente instalado en un magnífico avión que hacía la ruta del Atlántico. Era de día.

El aparato había partido de Río de Janeiro y debía hacer escala en Lisboa, Madrid, Ginebra y Amsterdam antes de llegar a Copenhague. ¡Qué pequeño se había vuelto el mundo desde que se habían inventado los aviones!

El señor Winther echó una mirada distraída por el ojo de buey. La vista desde allí era apasionante. El aparato volaba entre nubes, que parecían un campo de algodón. El reflejo del sol casi hería la vista. Para el ingeniero aquel espectáculo era casi familiar —¡había viajado tanto en avión!—, pero, no obstante, cada vez le dejaba maravillado.

La sonriente azafata le entregó un billetito en el que él pudo leer: «Posición: por encima de Trinidad; altura: 2650 metros; velocidad: 570 km/h».

Se inclinó contra el respaldo de su asiento y dio varias chupadas a su cigarrillo. Los demás pasajeros dormitaban o leían revistas. La azafata servía refrescos a algunos. El ruido de los motores no era del todo molesto, pero a la larga conseguía aturdir un poco.

El ingeniero Winther pasó la mano por unos documentos que había dejado en el asiento de al lado. Su contenido era casi tan valioso como el oro y no tenía intención de perderlos de vista ni un solo instante hasta depositarlos en manos de sus jefes, en Copenhague. Su maleta, por el contrario, estaba en la red de los equipajes.

Sonrió un poco. Sí, en aquellos momentos, Bente había debido recibir ya su carta, y sería la alumna más feliz de todo el pensionado. ¡Un año es una eternidad para dos seres que se aman y están separados!

Any drink or tobacoo, sir? —le preguntó la azafata presentándole una bandeja llena de cigarrillos.

—No, gracias —respondió distraídamente él en danés. Pero rectificó en seguida—: «No, thank you!».

Ella sonrió y continuó su camino por el estrecho pasillo entre los asientos. Un caballero alto y moreno, sentado al bies con respecto a Winther, se levantó de pronto y se le acercó. Mostró su bella dentadura en una amplia sonrisa.

—Perdone que le interpele así, pero por casualidad le he oído hablar en danés con la azafata. Yo nací en Santiago de Chile, pero mi padre es danés. Nació en Aarhus. ¿Conoce esta ciudad?

—Sí, desde luego —respondió el ingeniero—. Es muy conocida en Dinamarca. ¿Quiere sentarse?

—Gracias —respondió el desconocido, instalándose en el asiento de al lado de Winther, que estaba vacío.

Los dos hombres se presentaron mutuamente y entablaron animada conversación. Winther no se sentía demasiado contento con aquella interrupción, pero hubiera sido difícil comportarse de otro modo. El desconocido prosiguió en un dificultoso danés:

—Yo también voy a Dinamarca a pasar las vacaciones Es la primera vez que voy, pero he oído hablar de ella tanto a mi padre que me siento muy interesado. ¿Hará ahora mucho frío?

—En esta estación, no —respondió Winther sonriendo amablemente—. La diferencia de clima entre Santiago y Dinamarca es tan escasa que apenas la notará usted.

—Eso me tranquiliza —dijo el desconocido.

Después se puso a hablar de las maravillosas vacaciones que pensaba disfrutar, pero Winther le escuchaba sólo a medias. Visitaría Aarhus, naturalmente… Y Odense, donde había nacido Andersen… Y Copenhague, que según tenía entendido era una ciudad tan linda, alegre y limpia… Y tal vez Estocolmo, si le quedaba tiempo…

—Estocolmo no es una ciudad danesa —dijo el ingeniero riendo—. Es la capital de Suecia.

—Sí, sí, claro —repuso con viveza el desconocido—. Yo quise decir… Oslo…

—Bien —se contentó con responder Winther.

Y se asombró de la ignorancia de que hacían gala tantas personas —daneses incluidos— en materia de geografía.

—¿Su trabajo le retiene en Chile, señor? —preguntó el desconocido.

Winther afirmó con la cabeza.

—Sí. Me ocupo del acondicionamiento del puerto de Valparaíso, pero ahora debo hacer una corta visita a Dinamarca para… pasar unas vacaciones.

Un presentimiento que no sabía explicarse le impidió revelar toda la verdad. Añadió que tenía una hijita en un pensionado de Egeborg, donde iría al aterrizar. Al hablar, instintivamente, estrechaba contra sí la cartera con los documentos. Sin aparentemente darse cuenta de ello, el desconocido bostezó con discreción y dijo:

—Nada en el mundo es más aburrido que volar por encima del mar, ¿no le parece?

—Sí, sería de desear algo más palpitante…

Pocos días después, el ingeniero tendría ocasión de vivir cosas mucho más palpitantes de lo que jamás hubiera podido esperar…