I
Los calendarios no sólo se inventaron para medir el tiempo o para ubicar grandes acontecimientos en su momento exacto. También se inventaron para recordar determinados episodios. Algunos, buenos. Otros, tan dolorosos que ojalá pudieran olvidarse.
Cada persona tiene su calendario. Y, en él, las fechas marcadas a fuego que desearía lograr borrar de su memoria.
Gonzalo Chacón, por ejemplo, sabía (desde que partió urgentemente hacia Valladolid) que jamás olvidaría, a sus veintiocho años, aquel 2 de junio de 1453… si no lograba impedir el crimen que iba a cometerse.
No. No quería ni pensar que ese día quedara para siempre en su memoria como el que ejecutaron a su maestro y amigo, don Álvaro de Luna.
Ya había intentado hablar con el propio rey, don Juan, para que diera marcha atrás en la sentencia de muerte de aquel que tanto le había protegido de quienes querían arrebatarle la corona. No logró ni siquiera ser recibido.
Obstinado, Chacón machacó a espuelazos su caballo para llegar cuanto antes a la ciudad. Ya en ella, discutió con su alcalde para que le permitiera visitar al reo. Y lo consiguió. Debía hablar con don Álvaro. Hacerle saber que eran muchos los que consideraban injusta su suerte… y querían salvar su vida.
—Hay que darse prisa, excelencia. Vuestra familia tiene hombres preparados a las puertas de la ciudad para impedir vuestra ejecución. Sólo esperan una orden de vos…
—No.
—¿No? —Chacón no pudo ocultar su estupefacción—. Pero, señor, vuestra vida está en juego.
—No quiero que nadie haga nada por mí, Gonzalo… No quiero más guerras. Es mi hora.
Don Álvaro había tomado una decisión. Y cuando lo hacía nunca daba marcha atrás. Lejos del miedo a lo que sabía eran sus últimas horas, parecía tranquilo. Tal vez porque desde el cansancio de quien ya lo había vivido todo, a sus más de sesenta años, había borrado de su alma todo atisbo de rebeldía.
O tal vez porque, en ese momento, parecía más interesado en saborear sus últimos deseos: unas cerezas que, junto con una copa de vino, descansaban sobre una mísera mesa de madera.
—Si gustáis.
—No sé cómo podéis estar tan tranquilo.
—Nunca daré a mis enemigos el placer de verme nervioso. Y ahora que van a disfrutar de mi muerte, menos.
Chacón estaba a punto de venirse abajo. Y quien venía a salvar y a consolar, fue consolado.
—No os apenéis por mí: estoy viejo y cansado. Y no soy mejor que otros que murieron antes —dijo tras una pausa sentida—. Incluso no soy mejor que algunos que yo mismo he matado.
Unos golpes en la puerta llamaron su atención. Tras los golpes, entró en la estancia un carcelero, acompañado por un sacerdote.
—Vengo a confesaros, don Álvaro.
—Lo que tengo que decirle a Dios, prefiero hacerlo a solas.
Tras una pausa y viendo que, sorprendidos, seguían delante de él, don Álvaro echó mano de la poca energía que le quedaba.
—¡Fuera! ¡Los dos!
Cura y carcelero se marcharon obedientes, acaso pensando que quien les daba la orden no era un hombre que iba a morir, sino quien había sido el más poderoso de Castilla durante tanto y tanto tiempo.
—Marchad vos también, Chacón. Os lo ruego. No es necesario que asistáis a mi muerte.
—¿Marcharíais vos a casa si el reo fuera yo?
Álvaro le miró emocionado y triste.
—No.
—Entonces, perdonad. Pero por primera vez, no os obedeceré.
II
Entre un grupo de curiosos, Chacón esperó delante del patíbulo la terrible hora.
Hubiera preferido hacerlo solo, acompañar en señal de apoyo y duelo íntimo a quien marchaba a la otra vida. Pero había público en la plaza. Bastante. Algunos, tan tristes como él, pero temerosos de mostrar su tristeza.
Otros, curiosos por el malsano espectáculo de la muerte. Sobre todo si el que iba a morir era alguien poderoso. La miseria y el hambre generaban más muertes anónimas que las que podían verse en los cadalsos. Y a aquellos que la sufrían de cerca, ver morir a alguien a quien nunca le faltó de nada debía de servir de cierto consuelo.
Y había otros, como don Juan Pacheco, marqués de Villena, que venían a contemplar que sus intrigas llegaban a buen puerto. Con la muerte de don Álvaro de Luna, por fin iba a quitarse de en medio a su principal enemigo político.
Pacheco llegó a la plaza acompañado por Pedro Girón, su hermano y, si era necesario, guardaespaldas. Éste le señaló la presencia de Chacón, y hasta él se acercaron.
—No esperaba veros por aquí, don Gonzalo.
—Yo, en cambio, estaba seguro de que vendríais. Algún día os arrepentiréis de esto, Pacheco.
Pedro Girón se volvió con violencia hacia Chacón, pero Pacheco le cogió del brazo, calmando a su perro de presa.
—Tranquilo, Pedro… No es necesario que me defendáis: don Gonzalo es hombre de letras… Y toda su fuerza la pierde por la boca.
De repente, don Álvaro de Luna, erguido y entero, apareció atado de manos haciendo el paseíllo hasta el cadalso. Le acompañaban dos guardias, un funcionario del rey y el verdugo.
Chacón quedó impresionado de la imagen y, sobreponiéndose, con un hilo de voz se dirigió a Pacheco:
—¿Había que llegar tan lejos? Os presentó en la Corte cuando erais apenas un muchacho, os nombró doncel del príncipe… Todo lo que sois se lo debéis a él.
—Como todo lo que él fue se lo debe a otro. Es ley de vida…
—¿Qué le habéis ofrecido al rey para que firmara su sentencia?
—Tranquilidad.
Álvaro de Luna ya había subido al cadalso, esperando la última pregunta.
—¿Deseáis decir unas últimas palabras antes de morir?
Don Álvaro, frío e irónico, respondió:
—Sí… Ojalá que el rey Juan, mi señor, os pague por vuestros servicios mejor que a mí.
Luego, se negó a que le vendaron los ojos, miró a Chacón, le sonrió levemente y, ya serio, grave, se postró de rodillas con las manos extendidas, ofreciendo su cuello al hacha del verdugo.
Se oyó un silbido seco sobre el silencio: era el hacha movida por la fuerza del verdugo. A continuación, un chasquido seco, al llegar el arma a su destino.
Y, por fin, el ruido vulgar e infame de una cabeza separada de su cuerpo golpeando la madera del cadalso.
III
Cuentan que esa misma noche, en Segovia, Juan II recibió la notificación de que don Álvaro había sido ejecutado. Y que tras leerla, pese a las palabras de Pacheco, no sintió tranquilidad alguna.
Después de darle las gracias al mensajero, miró a su esposa, la reina Isabel de Portugal —de la que decían era la mujer más bella que pisaba Castilla—, embarazada de cinco meses. Su hija, una niña rubia de apenas dos años, jugaba, ajena a todo, con un ovillo de lana. Pero su madre —siempre tan pendiente de ella— ni la miraba, esperando unas palabras que ya conocía.
—Ya está hecho —dijo el rey.
—Juan… Yo… —intentó explicarse la reina.
Pero no pudo. Dicen que Juan II tiró su copa al suelo y no le permitió continuar.
Que la niña dejó de jugar, asustada, y empezó a llorar.
Y que el rey dijo probablemente las palabras más sentidas que jamás salieron de su boca:
—Ojalá hubiera sido campesino antes que rey.
Luego, abandonó la estancia dejando solas a su esposa y a su hija, porque no quería que vieran llorar al rey.
Cuando marchó, la propia reina rompió en lágrimas, abrazando a su hija.
—No llores, Isabel.
Cuentan que fue tal el dolor del rey que apenas vivió un año más. A su muerte le sucedió su hijo Enrique… Aunque muchos dicen que quien en realidad le sucedió fue el valido de su hijo, don Juan Pacheco.
Dicen que, quién sabe si porque la conciencia se lo dictó o porque sencillamente era justo, el rey Juan, antes de morir, nombró a Gonzalo Chacón —principal alumno de don Álvaro de Luna— tutor y albacea de sus hijos, Isabel y Alfonso.
Probablemente, aquí empezó la historia de una venganza que cambiaría la historia de Castilla.