7

Octubre de 1467

I

Castilla temblaba de pies a cabeza. El Alcázar estaba sitiado con la reina y la princesa dentro. Los nobles rebeldes que lo rodeaban con sus ejércitos sabían que sólo podían esperar a la inanición de quienes se habían resguardado en él. Era tiempo de negociar, sin duda, si no se quería acabar con un nuevo baño de sangre.

El rey Enrique quiso protegerse buscando apoyos y suplicó al papa Paulo II que enviara un representante para mediar en las negociaciones.

Siempre solícito a las peticiones de Enrique, el Papa no dudó en mandar un emisario a observar la situación. El elegido fue Antonio Giacomo Venier, conocido por todos por De Véneris.

Nuncio papal en Castilla desde 1460, era a su vez embajador de Enrique IV en la Santa Sede. Estos datos dejaban bien a las claras las estrechas relaciones entre Roma y Castilla. Ahora, la Santa Sede no podía dejar abandonado a su suerte a Enrique cuando se encontraba en una situación crítica. Tanto, que había solicitado una tregua de seis meses al enemigo para evacuar el tesoro del Alcázar e intentar alcanzar una solución definitiva del conflicto.

De Véneris llegó a Castilla sabiendo que aquélla era la empresa más difícil a la que se había enfrentado nunca. Pronto descubriría que sus temores no eran infundados.

La Liga de Nobles, representada por Carrillo y Pacheco, aceptó la tregua de Enrique y que evacuara su tesoro, pero a cambio le pidió que su esposa y su hija estuvieran separadas y bajo la custodia de los rebeldes.

El rey se negó rotundamente: no podía poner a la familia real en manos del enemigo.

Diego Hurtado de Mendoza (que formaba parte de la comitiva del rey junto a Beltrán de la Cueva y el obispo Fonseca) medió y solicitó que si madre e hija eran separadas, al menos su custodia quedara en manos de personas leales al rey. Y él mismo se ofreció a cuidar de la princesa Juana como si de su padre se tratase en sus dominios de Buitrago.

El obispo Fonseca apoyó la moción y brindó su castillo de Alaejos para que la reina Juana viviera allí.

Carrillo y Pacheco aceptaron las condiciones.

Aun así, Enrique se resistía a ello.

—¿Cómo podéis hacerme esto, Pacheco?

—Porque es necesario.

—¡Soy vuestro rey!

Pacheco sonrió cínico.

—El mío, no… Además, ¿de qué os quejáis? Es lo mismo que hicisteis vos con Isabel y Alfonso: la infanta ha sido vuestro rehén todo este tiempo… Quedaos con vuestro tesoro. Pero si no accedéis, vuestra esposa y vuestra hija estarán sitiadas hasta que no tengan qué comer.

El rey guardó silencio, humillado. Pacheco prosiguió:

—Sabéis que somos capaces de eso. ¿Es tan difícil entender que ellas no pueden sucederos? ¿Vale más una corona que sus vidas?

Beltrán se indignó y se puso en pie plantando cara a Pacheco.

—¡No consentiré que se hable así a mi rey!

Pacheco ni se levantó de su silla para responderle.

—¿Os ofende eso o ver en peligro a vuestra amante y a vuestra hija?

Beltrán fue a lanzarse por él, pero Diego Hurtado de Mendoza se lo impidió. De Véneris no pudo aguantar más tantas hostilidades.

—¡Ya basta! ¡El Santo Padre me envía con la misión de hacer que lleguéis a un acuerdo! ¡Sois caballeros cristianos! ¡Debéis cumplir sus mandatos! ¡Si no colaboráis, seréis excomulgados!

Todos guardaron silencio. Carrillo, soberbio, miró a De Véneris.

—¿Vos? ¿Nos excomulgaríais vos?

—Si no me dejáis otra opción…

Carrillo le retó con la mirada.

Fonseca, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, propuso un receso de un día que fue aceptado.

El rey marchó con su comitiva dejando a De Véneris con Pacheco y Carrillo. Éste se dirigió rápidamente a él.

—Decid muchas estupideces como la que habéis dicho de excomulgarnos y pronto dejaréis de ser bienvenido en Castilla.

—¡Soy el nuncio papal!

—¡Y yo el arzobispo de Toledo! Y os juro que o cambiáis de actitud o los caminos de Castilla pueden ser muy peligrosos en vuestro viaje de vuelta.

—¿Os atrevéis a amenazar al enviado del Papa? —dijo De Véneris indignado.

—¡Y al mismo Papa si me faltara al respeto!

Pacheco intervino, seco, para poner tranquilidad en la sala:

—Calma, señores… —Miró a De Véneris—. Sabemos quién sois. Y también sabemos que os beneficiáis económicamente de cada gestión que hacéis en Castilla. ¿Os tengo que recordar que sois obispo de Cuenca cuando ni siquiera os habéis dignado a poner los pies en esa ciudad?

De Véneris calló ante lo irrefutable del dato.

—Conozco bien vuestras andanzas, De Véneris. Y también vuestro pecunio, porque hasta ahora os he pagado yo, como mano derecha del rey que he sido… ¿Falto a la verdad con mis palabras?

De Véneris negó atemorizado.

—Perfecto. Pues si queréis seguir cobrando, dejad de poner piedras en nuestro camino. Porque nosotros gobernaremos en Castilla: decidle esto a vuestro Papa. Y os apuesto lo que queráis que antes os excomulga a vos que dejar de recibir todo el dinero que Castilla le regala.

De Véneris siempre había pensado que aquélla iba a ser una negociación difícil, pero no tanto.

II

El mensaje llegó tan claro a De Véneris que al día siguiente leyó a ambas comitivas las conclusiones a las que había llegado para la pacificación de Castilla.

Por supuesto, beneficiaban a quienes estaban ganando la guerra, que eran los mismos que le habían amenazado con expropiar sus riquezas.

—Habiendo estudiado la situación con detenimiento, creo de justicia aceptar la petición de que doña Juana de Avis y su hija Juana sean separadas la una de la otra y tenidas en custodia para garantizar el cumplimiento de la tregua solicitada por Enrique. Esta decisión viene sancionada por el Santo Padre de Roma, del que soy representante en Castilla, y es de obligado cumplimiento.

El rey quedó tan cabizbajo que Diego Hurtado de Mendoza se atrevió a poner la mano sobre su hombro, afectuoso.

—¿Son aceptadas nuestras propuestas para que nosotros mismos las custodiemos? —quiso concretar Fonseca.

Pacheco asintió.

—Son aceptadas en prueba de nuestra buena voluntad en la negociación.

Enrique estaba conmovido.

—¿Es necesario separarlas?

Carrillo resopló aburrido.

—No empecemos otra vez, os lo ruego… ¿Aceptáis o no?

El rey, como un autómata, afirmó con la cabeza.

Y todos se levantaron de la mesa.

Beltrán se ofreció voluntario para dar la noticia a la reina y quitar esa losa de encima a su rey.

Cuando llegó a sus aposentos en el Alcázar, la reina enseñaba a su hija la ciudad a través de las almenas.

—¿Ves aquellos arcos tan grandes? Pues por ahí viene el agua que bebes. ¿Y ves esa muralla? ¿Ves cuántas torres?

La niña asentía divertida cuando Beltrán, para hacer notar su presencia, tosió ligeramente.

La reina se giró y vio a Beltrán acompañado de Cabrera, ambos con semblante serio.

—¿Qué pasa? Beltrán… ¿qué hacéis aquí?

—Señora… en virtud de los acuerdos entre vuestro esposo y el bando de Alfonso, habéis de partir de inmediato bajo custodia de monseñor Fonseca.

Tras un silencio en el que quedó patente el dolor de la reina, ésta se atrevió a preguntar a Beltrán:

—¿Me vais a acompañar vos?

—No. —Beltrán miró a la niña—. Yo vengo por vuestra hija…

La reina, aterrada, abrazó a su pequeña.

—No…

—Os prometo que cuidaré de ella…

Juana de Avis gritó enloquecida:

—¡No!

Beltrán, triste, se acercó a la puerta e hizo un gesto. Inmediatamente entraron cuatro soldados.

Nada más entrar, un soldado agarró a la niña, que pidió socorro a su madre. Otro soldado sujetó a Juana para evitar mayores problemas.

Beltrán observó apesadumbrado tan terrible escena. Cogió a la niña con mimo en sus propios brazos y se despidió con tristeza de la reina.

—Estará bien. Os lo juro.

Y salió con la niña escoltado por sus soldados.

La reina rompió a llorar desconsolada ante un impresionado Cabrera.

III

Cuando Juana de Avis llegó a Alaejos, al castillo del obispo Fonseca, ya no le quedaban lágrimas.

Ni tampoco ganas de seguir viviendo. Casada con un rey que no sabía defenderse ni a sí mismo y separada de su hija, maldecía en silencio el día que salió de Portugal para tomar por esposo al rey de Castilla.

Fonseca, notando el estado de ánimo de la reina, se esmeró en tratarla como tal y pidió que le acompañara para presentarle a la servidumbre que ahora pasaba a estar a su disposición.

—Señora, todos mis criados se hallan ahora a vuestro servicio.

Juana respondió con un «gracias» apenas inaudible. No tenía fuerza para más y deambulaba con la mirada perdida, ojeras y como un alma en pena.

—Seguro que el tiempo que paséis aquí os sentiréis como en vuestro propio hogar.

Juana miró triste a Fonseca.

—Monseñor… mi hogar es donde esté mi hija.

Fonseca se dio cuenta de que había entrado en un terreno delicado, y cambió de tema.

—Permitidme que os presente a alguien…

Y se dirigió, acompañado de la reina, cuya tristeza remarcaba aún más su belleza, hasta el final de la hilera de criados y criadas, donde esperaba un joven caballero.

—Éste es mi sobrino, don Pedro de Castilla, biznieto de rey.

Pedro se inclinó ceremoniosamente.

—Señora…

La reina, por mera educación, simuló tener interés.

—¿Es cierto que sois familia de rey?

—Soy hijo de María de Castilla, nieto de Catalina de Castilla, biznieto de Pedro I.

—¿Pedro I, el Cruel?

El joven sonrió.

—En mi familia preferimos llamarle el Justiciero.

Ahora fue la reina quien sonrió triste.

—Los reyes y las reinas no somos dueños de nuestras vidas, mucho menos de lo que la historia diga de nosotros. —Miró a Fonseca—. Si me disculpáis, quisiera retirarme.

Fonseca rápidamente accedió, ordenando a una de sus criadas que acompañara a la reina a sus aposentos.

Tras marchar, Fonseca dio orden a todos de que siguieran con sus obligaciones.

Pedro, como hombre de confianza, se quedó al lado de su tío, conmocionado por la presencia de Juana.

—Qué mujer más triste…

Fonseca sonrió, pues tenía otros pensamientos menos sensibles en su cabeza.

—Y más hermosa… —dijo finalmente.

IV

Nunca se debe hacer a nadie lo que no quieras que te hagan a ti. Probablemente, si hubiera apartado a su hija Juana de su mente, la reina habría podido recordar que estaba sufriendo ahora lo que ella hizo sufrir a la madre de Isabel y Alfonso despojándola de sus hijos.

Nadie dudaba de que la enfermedad de Isabel de Portugal tenía su origen en la muerte de don Álvaro de Luna, de la que se sentía culpable. Pero todos los que estaban cerca de ella daban fe de que su empeoramiento se había debido a la separación de sus hijos.

Tal vez por eso, con la recuperada presencia de éstos, en apenas unas semanas, su predisposición parecía otra. La pena que la afligía parecía haberse mitigado.

Y ahora, estaba sentada, esbozando una sonrisa, algo impensable hacía apenas un mes atrás, junto a su hijo, Clara, Chacón y diversas personalidades del concejo, mientras asistían a una representación teatral en el propio palacio de Arévalo.

Era el 17 de noviembre y Alfonso cumplía catorce años. Su hermana Isabel, por ese motivo, había organizado un momo, una forma de entremés. Amante del teatro y la poesía, la infanta había encargado al poeta Gómez Manrique (que tenía un sobrino de nombre Jorge, que ya prometía con sus rimas) que lo escribiera.

La función dio comienzo. Varias jóvenes irrumpieron en la sala ataviadas con luminosos disfraces de aves y con plumas de colores. Todos aplaudieron.

Isabel de Portugal cuchicheó a Alfonso al oído:

—¿Dónde está tu hermana? Se lo va a perder…

Alfonso se encogió de hombros: no sabía de la sorpresa que Isabel le tenía preparada.

De repente, Isabel apareció en el improvisado escenario. Chacón, que había estado pendiente del comentario de la madre, anunció:

—Ahí la tenéis…

Isabel empezó a declamar, mirando a su hermano.

—Por divino misterio, trascendió a donde moran las musas que en Arévalo se celebraban fiestas por el catorceno aniversario de don Alfonso.

Todos rieron… E Isabel se sintió reforzada: siempre había querido interpretar, pero si ser infanta de Castilla ya podía resultar difícil para una mujer, sabía que ser comediante aún lo era más. Así que siempre que tenía ocasión organizaba fiestas como aquélla.

Isabel continuó:

—Las hijas de Júpiter sabemos cuán grandes fueron los infortunios, peligros y trabajos con que probaron al rey los dioses y por ello decidimos venir a la fiesta. Pero como el viaje desde el Parnaso está lleno de peligros, pedimos que nos transformaran en aves de vistoso plumaje.

Tras los consiguientes aplausos, la infanta disfrazada de pájaro de alegres colores dio por acabada la introducción.

—¡Que empiece la fiesta, y que las dichas y venturas obedezcan tu deseo! —exclamó Isabel.

Las musas empezaron a bailar ante la sorpresa de los asistentes. Entre ellas, y no con menos gracia, bailaba la infanta ante las sonrisas de su madre y de su hermano.

Unas sonrisas que permanecieron en sus bocas durante el tiempo que duró el espectáculo, que tuvo un emotivo colofón: con la música finalizada, Isabel, flanqueada por las demás musas, se acercó a Alfonso y tomó sus manos.

Luego, empezó a recitar un bello poema dedicado a él:

—Dios te quiera hacer tan bueno que excedas a los pasados en triunfos y victorias y en grandeza temporal. Tu reinado sea tal, que merezcas ambas glorias: la terrena y celestial.

Entre aplausos, Isabel besó a su hermano, que estaba feliz como pocas veces se le había visto. Igual que su madre, Chacón, y Clara… Lástima que no estuviera Beatriz, pensó Isabel.

Alfonso se puso en pie y dio las gracias. Tomó por los hombros a su hermana y como rey que se sentía dijo solemne:

—En agradecimiento por este espectáculo… os entrego la villa de Medina del Campo.

A Isabel se le heló la sonrisa, pero Alfonso ni lo notó.

—¿Estás contenta?

Isabel dejó entrever que no lo estaba cuando, tras pedir disculpas, salió atropelladamente de la sala.

Chacón hizo amago de marchar tras ella, pero Alfonso se lo impidió: debía ser él quien averiguara qué pasaba.

No fue difícil adivinar que Isabel se dirigió a su alcoba porque camino de ella Alfonso iba encontrando partes del disfraz que su hermana se había arrancado enrabietada.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado, Isabel? —le preguntó Alfonso cuando entró en la estancia.

Isabel se giró furiosa.

—¿No te das cuenta de nada?

Alfonso se encogió de hombros: efectivamente no se imaginaba cuál era la causa de su enojo.

Isabel se lo aclaró más como hermana mayor que como súbdita de rey.

—Organicé esta fiesta porque eres mi hermano. Porque quería que celebráramos juntos tu cumpleaños, con madre. ¡No para que me regalaras las rentas de ciudad como si fuera un caballero que te hubiera servido bien! ¡No lo hice porque seas rey! ¡Lo hice porque eres mi hermano y como tal te quiero!

Alfonso se quedó helado.

—Y yo… yo también te quiero…

—¡Pues a veces se te olvida! ¿Pensabas en mí como tu hermana cuando aceptaste mi boda con Girón? ¿O pensabas en ti y en los intereses de Pacheco? Aunque fuera sólo por un segundo… ¿no se te pasó por la cabeza qué podía querer yo?

Alfonso se puso en guardia: estaba criticándole como rey y eso no pensaba permitírselo.

—¡Sabes que tengo obligaciones! ¡Me debo a la Corona! ¡A Castilla!

Isabel estalló:

—¡Pues te equivocaste! ¡Como hermano y como rey!

Por la cabeza de la infanta pasaron las imágenes de todo lo que sufrió esperando su boda con Pedro Girón.

—Por fortuna, por encima del rey está Dios. Él se encargó de corregir tu error.

Alfonso fue a responder, pero la aparición de Chacón con un mensaje urgente lo impidió.

—Perdonad… Viene de Toledo.

Alfonso empezó a leer y pronto se dio cuenta de que tenía un problema no menos complicado que contentar a su hermana. Chacón lo comprendió de inmediato.

—¿Es grave, Alfonso?

Alfonso le miró serio.

—Lo es. Pero ya me encargo yo.

Luego se dirigió a su hermana.

—Soy el rey y debo atender mis obligaciones.

V

El mensaje que recibió Alfonso desde Toledo era sin duda urgente y de una gravedad inusitada.

En él se hablaba de los abusos que los cristianos viejos habían cometido en la ciudad contra los judíos que habitaban allí. Abusos que habían llegado a la expropiación de sus bienes y al asesinato. No era la primera vez que ocurrían hechos semejantes en Castilla. Los judíos ya habían sufrido en sus carnes numerosos ataques.

Sin embargo, el período político comandado por don Álvaro de Luna, valido del rey Juan, había supuesto un cambio de actitud. Enrique había continuado profesando el mismo respeto entre religiones y culturas, pese a que Pacheco contaba entre sus más fieles seguidores con los más críticos con la presencia judía en Castilla: los llamados cristianos viejos.

Los que así eran denominados apelaban a una pureza de sangre, ya casi utópica, para el reino de Castilla. Y Toledo era uno de sus principales bastiones.

Gracias a ellos, la ciudad había tomado partido por Pacheco en la guerra contra la Corona. El hecho de que Carrillo fuera arzobispo de Toledo, pese a no pisar demasiado sus calles, ayudó aún más a que el apoyo fuera completo. Por lo tanto, Alfonso se había beneficiado de ello al ser un bastión esencial del reino, una pieza clave que no podía perderse.

Pero ahora, los cristianos viejos habían ido demasiado lejos. Porque no sólo atacaron a los judíos sino también a los conversos a la fe cristiana. Y, en el caso más indignante, habían degollado mientras rezaban a algunos judíos conversos que se refugiaron en una iglesia católica.

Alfonso se documentó detalladamente del caso, tal era su vocación de ser un rey digno. Recibió a una comitiva de conversos llegada desde Toledo. Y se horrorizó ante la naturaleza de lo que le contaron.

El problema para él era decidir entre la justicia y la oportunidad política. Lo primero le obligaba a condenar tales hechos, perseguir a quienes lo hicieron y ordenar proteger los intereses de conversos y judíos pese a que apoyaran a Enrique.

Lo segundo, la oportunidad política, le aconsejaba mirar hacia otro lado. Callar ante la injusticia y seguir contando con el apoyo de los cristianos viejos.

Decidió lo primero y dio orden de capturar a los asesinos y de devolver las propiedades a quienes les habían sido robadas, fueran judíos o no.

Sabía que tal decisión conllevaba enfrentarse a Pacheco. Pero no le importó. Él era el rey y debía tomar las riendas.

Además, Alfonso estaba asqueado de las maneras de actuar del marqués de Villena. No le gustaban sus idas y venidas, traicionando a quien fuera para su propio beneficio. Recordaba con desprecio cómo había jugado con él en relación a la Cruz de la Orden de Santiago.

Incluso en unos días tan señalados como la liberación en Segovia de su hermana Isabel, Alfonso tuvo que intervenir para parar los pies a Pacheco y a uno de sus fieles: el cronista Alonso de Palencia.

El cronista de la Corte de Enrique, de nombre Enríquez, famoso tanto por su objetividad como por su debilidad por las mujeres, no se enteró de la entrada de las tropas de Pacheco al estar ausente disfrutando de dos días con sus noches de su meretriz favorita.

Cuando se dio cuenta de lo que ocurría, recogió sus crónicas, años de trabajo, e intentó huir. Pero Palencia le reconoció y, con el permiso de Pacheco, le encarceló proponiendo su condena a muerte. El marqués de Villena aceptó sin mayores problemas.

Alfonso, como rey, fue llamado a firmar la sentencia. Antes de decidir, leyó las crónicas de Enríquez. Nunca había leído la historia de manera tan objetiva. Enríquez defendía tanto la causa real de Enrique como la de su padre, el rey Juan. Pero no reparaba en criticar sus debilidades. Contaba la guerra sin engaños y sin intereses ideológicos: en definitiva, lo contrario que Alonso de Palencia.

Pero, sobre todo, hacía una larga semblanza de Pacheco: de sus traiciones y engaños, de su ambición aun a costa de vidas humanas…

Y, sobre todo, de cómo permitía a sus afines cualquier tipo de desmanes a cambio de su lealtad. Como acababa de pasar en Toledo.

Una vez leídas sus crónicas, Alfonso preguntó si Enríquez había cometido delito de sangre. No hubo nadie que confirmara tal hecho. Y le liberó.

No pudo evitar que Palencia le robara a Enríquez su trabajo de tantos años para, a buen seguro, utilizar sus crónicas y reescribirlas a su manera.

Pero sí le salvó la vida ante el enfado de Palencia y de Pacheco.

En realidad, aunque Enríquez no lo supiera, Alfonso se lo debía porque leyendo sus crónicas por fin conoció quién era Pacheco.

VI

Alfonso no se equivocó: Pacheco reaccionó airado cuando supo que éste había ordenado detener y castigar a los asesinos de conversos y judíos.

Pacheco no pudo comentar nada a Carrillo, que ya se había marchado a Arévalo.

—¿Quién se cree este niño que es para decidir estas cosas sin mi consentimiento?

Los gritos indignados de Pacheco resonaban en su despacho de Ávila. Allí estaba reunido con una delegación de los cristianos viejos que le apoyaron en Toledo y que en ese momento se sentían traicionados por Alfonso pues los había tratado como auténticos delincuentes.

¿Cómo podían ser considerados asesinos los que mataban a un judío? No lo comprendían: ellos estaban perennemente en guerra santa. Y si, de paso, conseguían apropiarse de los bienes del asesinado, mejor: así estaban en paz con Dios y con su propio bolsillo.

Los toledanos, algunos de ellos nobles de rancio abolengo, fueron claros con Pacheco: o tomaba partido por ellos y controlaba al idiota de Alfonso o daban las llaves de la ciudad al rey Enrique.

Pacheco se dio cuenta del peligro de la amenaza porque los cristianos viejos de otras villas y ciudades que le habían apoyado en la guerra, al saber de esto, harían lo mismo.

Y no sólo perdería la guerra, sino también su prestigio y sus apoyos: los mismos que había manejado para dominar Castilla con mano de hierro. Los que le permitieron acabar con el otrora omnipotente Álvaro de Luna.

Sin ellos, pensó Pacheco, no sería nada. No importaba que estuviera con Enrique o con Alfonso.

No quedaba otro remedio: debía hacer algo. Y lo hizo.

Algo que suponía una vuelta de tuerca definitiva a sus idas y venidas entre los dos bandos. Algo que significaba que iba a cambiar el panorama político de Castilla: se dirigió a ver al rey Enrique.

Al fin y al cabo, Enrique siempre había sido fácilmente moldeable a los deseos de Pacheco.

Alfonso, en cambio, empezaba a resultar problemático: le engañó cuando Carrillo prometió cederle la Cruz de la Orden de Santiago, se negó a ejecutar al cronista Enríquez pese a su consejo contrario… Y era un héroe para sus propios ejércitos tras su actuación en la batalla de Olmedo.

A veces, Pacheco —que ignoraba, como todos, que fue Gonzalo quien combatió en lugar de Alfonso— se preguntaba a sí mismo cómo no había podido intuir que ese niño se iba a hacer hombre tan rápido.

Por eso prefirió la opción de visitar a Enrique, que le recibió a solas, como había exigido Pacheco, y al que encontró deambulando por su despacho, triste y hundido.

—Sabéis que si siguiera de vuestro lado nada de esto estaría pasando, ¿verdad?

Enrique le miró con amargura.

—No fui yo quien os echó de mi lado. Fuisteis vos.

—No pensaríais que iba a serviros después de convertir a Beltrán en vuestra mano derecha… —Pacheco tomó aire. Lo necesitaba para decir sus siguientes palabras—: Después de lo que le hicisteis a mi hermano.

Enrique se sinceró con Pacheco.

—Puedo juraros que ni yo ni ninguno de mis hombres tuvimos nada que ver con la muerte de vuestro hermano… Pero ya es tarde… Podéis creer lo que queráis: sois el que ha ganado esta guerra.

Pacheco contempló al rey unos segundos. Le conocía bien, desde niño, y sabía cuándo mentía y cuándo no. Ahora estaba siendo sincero, no le cabía duda.

—Nunca es tarde, majestad.

Enrique se mostró intrigado.

—¿Nunca es tarde para qué? ¿Para recuperar a mi familia?

—Nunca es tarde para nada. Ni para volver a ver a vuestra hija, ni para recuperar Segovia… —Y lanzó su dardo más venenoso—: Ni para que Alfonso deje de ser un obstáculo.

Enrique paró de deambular por su despacho y se acomodó en una silla. Necesitaba toda su atención para entender lo que le proponía ahora Pacheco.

—Son muchas las veces que habéis cambiado de bando. ¿Cómo podría ahora estar seguro de vuestra lealtad?

—¿Qué os parece recuperar Toledo?

Enrique no daba crédito.

—¿Combatiendo contra las tropas de vuestro tío?

—No harán falta batallas.

—¿Cómo? ¿Cómo podéis conseguir eso?

—Del mismo modo que conseguí que Segovia se entregara a Alfonso.

El rey sonrió.

—¿Y después de Toledo?

—Podréis seguir contando conmigo, si respetáis las condiciones que os pida.

—Ya sé… —dijo aburrido Enrique—. La primera que expulse a Beltrán de la Corte.

—No tan deprisa. Si le expulsarais, todos sospecharían que es cosa mía. Y nadie tiene que saber que he vuelto con vos si queremos llegar a buen puerto.

—¿Ni siquiera Carrillo?

—Él menos que nadie.

Enrique no podía creer que la suerte cambiara de bando de repente. Además, conocía las veleidades de Pacheco.

—¿Seguro que no estáis prometiendo a Alfonso lo mismo que a mí?

Pacheco sonrió.

—Por supuesto que sí. Pero a él le miento y a vos no.

Luego extendió su mano derecha al rey para sellar el pacto.

El rey le ofreció la suya: ¿qué otra cosa podía hacer?

VII

Ajenas a los manejos del rey Enrique, su hija y su esposa seguían viviendo en exilios separados.

A sus cinco años, Juanita, por muchos llamada ya la Beltraneja, había descubierto un nuevo hogar.

Íñigo López de Mendoza, general despiadado, se había convertido en el más dulce de los padres y en el protector máximo de la niña.

Su hermano Diego también le tomó afecto, pero aun así, estaba sorprendido de ver a Íñigo jugar con la pequeña, llevarla a pasear…

Una noche, cuando Juanita dormía, Diego llamó a Íñigo para conversar del tema con él.

—¿No estáis cogiendo excesivo afecto por la princesa, Íñigo?

Íñigo, a la defensiva, le contestó con otra pregunta:

—¿También vais a decirme en esto lo que he de hacer?

Vertió agua en una copa y bebió. Mientras hizo todo esto, su hermano mayor no se atrevió a responderle.

—Decidme, Diego: en esta Castilla de ambiciones y mentiras, ¿tenemos algo mejor por lo que luchar que no sea por esta niña?

Tras pensárselo un poco, Diego respondió:

—No.

—Esta niña será la reina de Castilla. Lo juro por mi honor.

Diego Hurtado de Mendoza cogió la copa de Íñigo y tiró al suelo el agua que aún quedaba en ella. Luego tomó una jarra de vino y llenó esa copa y la suya.

Íñigo le miró sorprendido.

—Sabéis que no suelo beber. Y menos de noche, pues no logro conciliar el sueño.

Diego sonrió.

—Es obligado, hermano: los juramentos y los brindis, malos son si se hacen con agua.

Luego levantó su copa y dijo:

—Por la princesa Juana.

Íñigo sonrió feliz y emocionado y respondió al brindis:

—Por la princesa Juana… Futura reina de Castilla.

Bebieron para certificar el acuerdo: Íñigo y Diego compartían su apuesta por el futuro.

Y en Castilla, poco se podía hacer sin contar con el apoyo de los Mendoza.

VIII

Por su parte, Juana de Avis seguía triste y melancólica. Tanto que apenas había comido desde su llegada a Alaejos.

De hecho, en la cena de esa misma noche, apenas había probado bocado.

Fonseca, que no le quitaba ojo de encima, mostró su preocupación.

—Debéis comer, señora…

—Gracias, monseñor… pero mi estómago está cerrado.

—Probad al menos el vino. Abre el apetito, lo dicen los cirujanos.

Una criada se aprestó a servir vino, pero Fonseca, sin que Juana se diera cuenta, hizo un gesto a sus sirvientes conminándoles a que abandonaran la sala.

Todos salieron y él mismo sirvió vino en la copa de Juana, sin éxito.

—No, gracias. Y no insistáis… No volveré a decir sí delante de vos. Ya lo hice en el altar cuando me casasteis con Enrique… Si allí os hubiera dicho que no, no estaría ahora viviendo esta tortura.

—Por favor, permitidme que insista. Y no penséis en el pasado. Brindemos por el futuro

—¿Acaso hay motivos?

Fonseca se puso en pie.

—Siempre los hay… para que acabe esta guerra, para que retorne la paz a Castilla, para que volváis a tener a vuestra hija pronto a vuestro lado.

Ante la mención de su hija, Juana finalmente aceptó y levantó su copa.

—Si es por mi hija, sí beberé.

Fonseca siguió acercándose.

—También me gustaría brindar por que ambos disfrutemos de vuestra estancia en este lugar…

Por fin, Fonseca se colocó tras la silla de la reina y empezó a acariciar su cabeza.

Juana saltó de la silla poniéndose en pie.

—Pero ¿qué hacéis?

Fonseca la sujetó por la muñeca.

—No os hagáis la recatada, señora. Todos conocemos vuestra fama, y la de vuestras damas portuguesas, como perras en celo por las alcobas de palacio.

—¡Soltadme!

Pero Fonseca, fuera de sí, insistió en su estrategia:

—… y vos sin poder saciaros… con un esposo que rechaza vuestro lecho.

—¡Soltadme, os lo ordeno!

Fonseca la empujó contra la mesa.

—Vos ya no sois quién para dar órdenes.

Exaltado, se dejó caer encima de Juana intentando sin éxito besarla.

—¡No, por favor! ¡Por favor!

Juana gritó y gritó.

La escucharon las criadas y los guardias, pero no osaron hacer nada. Fonseca era su señor.

Pedro de Castilla también se contuvo en un principio. Pero seguir escuchando los gritos de esa mujer tan triste y delicada hizo que empezara a dudar y que la rabia se adueñara de él.

Además, era la reina… ¿Cómo podía tratarse así a una reina? Ni su conciencia ni su honor le permitían estarse quieto, de modo que dio un paso al frente y abrió violentamente la puerta.

—¡Basta!

Fonseca se giró hacia la puerta.

—¡No os metáis en lo que no os concierne!

Pero Pedro no obedeció a su tío y protector. En dos zancadas llegó a la mesa y le apartó de Juana.

Fonseca cayó al suelo. Desde allí, humillado, miró con odio a Pedro.

—No sabéis lo que hacéis…

Pedro se mantuvo firme mientras con cariño alzaba a Juana para que se pusiera de pie.

—Espero que seáis vos el que no sabe lo que hace… y espero también que no lo volváis a intentar.

Fonseca se levantó para enfrentarse con Pedro, pero éste, rápido, cogió de la mesa un cuchillo de trinchar carne.

—Acercaos un paso más y será la última cosa que hagáis en vuestra vida.

Fonseca se retiró airado, ajeno a las lágrimas de Juana.

Pedro ordenó a las criadas que la llevaran a sus aposentos, pero Juana se negó.

—Necesitáis descansar, señora.

Juana le miró agradecida.

—Llevadme vos, os lo ruego.

Pedro obedeció. Una vez allí, al verla tan atemorizada, quiso tranquilizarla.

—Si lo deseáis, puedo quedarme guardando la puerta toda la noche. No creo que Fonseca vuelva a intentarlo, pero…

Juana cogió sus manos llorosa.

—¡No me dejéis sola! Sois la primera persona que me ha protegido desde que llegué a Castilla.

Pedro la miró sorprendido. No sabía qué hacer.

Juana estaba temblando, desvalida, ante el único hombre que le había demostrado orgullo y honor en toda su vida.

Tal vez por eso le besó e insistió:

—Quedaos conmigo, os lo suplico.

Luego le besó otra vez. Y otra. Estaba desesperada, buscando un poco de cariño.

Pedro notaba la humedad de las lágrimas de Juana en sus propias mejillas. La apartó con delicadeza y limpió con un pañuelo sus lágrimas.

—Sois tan hermosa…

Y entonces fue él quien la besó con toda la dulzura del mundo.

IX

Una vez pactados con el rey Enrique los pasos a seguir, Pacheco viajó a Arévalo para dar la noticia de que Toledo se había pasado al enemigo.

Lo hizo fingiendo decepción y rabia, acusando a Alfonso de malbaratar todo lo conseguido por una mala decisión. Para Pacheco, aquellos a los que Alfonso estaba tachando de ladrones y asesinos impíos, eran patriotas y nobles que habían apoyado la causa de quien ahora les traicionaba

En realidad, el marqués de Villena estaba sencillamente interpretando el papel de ofendido. Porque, en su interior, se sentía satisfecho de la maniobra que le llevaría otra vez al poder junto a Enrique, a costa de traicionar nuevamente al bando rebelde, a la Liga de Nobles.

Curiosamente una liga que él mismo creó y de la que era líder indiscutible.

Delante de Carrillo, Isabel y Chacón, Pacheco informó de la pérdida de Toledo a Alfonso, que como siempre estaba junto a su inseparable Gonzalo. Para hacer su decepción más creíble, y aun sabiendo que no había marcha atrás, Pacheco pidió a Alfonso que se retractara de su edicto contra los cristianos viejos de Toledo.

—Lo repetiré, a ver si lo comprendéis de una vez por todas —explicó Pacheco despectivamente a Alfonso—: En Toledo, los judíos apoyan a Enrique y esos nobles, por muy crueles que sean, han ganado la ciudad para nosotros… Debéis rectificar o perderemos la ciudad… y quién sabe si a partir de ella, la guerra.

Alfonso objetó:

—Pero es la ley de Dios que…

Pero Pacheco lo cortó en seco y no le dejó seguir hablando.

—Señor, Dios mandará en las iglesias, pero en la guerra hay que apoyar a nuestros aliados. Y a veces ser justo no es la decisión correcta.

Hubo un silencio. Sin duda, ésta era una dura prueba para Alfonso: el tema era grave y su interlocutor, un maestro de la intriga y de la oratoria.

Alfonso contuvo su rabia inicial ante el trato despectivo de Pacheco, impropio cuando se hablaba con un rey. Luego le respondió con ironía.

—Os lo preguntaré otra vez a ver si por fin lo entiendo, Pacheco: ¿me pedís que permita el castigo a los que practiquen oficios de otras creencias?

Pacheco respondió con seguridad:

—Sí. Ha de primar la fe verdadera…

—Si ha de primar la fe verdadera, ¿por qué he de permitir que se maten a conversos en una iglesia mientras rezan? ¡Una iglesia es santuario!

Isabel y Gonzalo miraron con orgullo a Alfonso, que continuó hablando con temple y firmeza.

—Os lo repetiré, Pacheco, para que vos lo entendáis de una vez porque yo lo tengo muy claro: quienes dicen ser mis seguidores han atacado a familias judías indefensas… Se han hecho con sus propiedades… ¡Eso no es problema de fe: son negocios!

Pacheco perdió la calma: no estaba acostumbrado a que dieran la vuelta a sus palabras.

—¡Esos hombres pelearon por vos! ¡Os dieron Toledo!

—¿Y por eso he de permitirles toda clase de abusos?

Carrillo intentó mediar.

—Tal vez podríamos llegar a un acuerdo que…

Alfonso le interrumpió sin miramientos:

—Perdonad, Carrillo, aún no he acabado. —Miró a Pacheco con dureza—. Decidme, Pacheco… ¿Cómo se ha pasado Toledo al bando de Enrique? ¿Por arte de magia, igual que cayó Segovia?

Pacheco titubeó antes de responder.

—No sé de qué me habláis, majestad.

—¡Ni yo sé qué negocios tendréis en Toledo, pero seguro que os habéis beneficiado de lo ocurrido! Y no me extrañaría que Segovia volviera a Enrique… si existe una buena oferta…

El marqués de Villena ni siquiera contestó; prefirió morderse la lengua.

Carrillo contempló admirado a Alfonso: no era mal análisis de la situación. Luego miró serio a su sobrino.

—¿Sabéis de lo que está hablando Alfonso?

Pacheco fingió indignación:

—¿Os habéis puesto todos de acuerdo en ofenderme? ¿Para eso queríais que volviera a vuestro bando?

Sin esperar respuesta, Pacheco abandonó la sala.

Carrillo salió tras él para reconducir la situación.

—Reconsiderad las cosas… Os lo ruego…

Pacheco no paró su caminar para atenderle.

—No. Está todo muy claro.

—No podemos seguir así. Cuando tomamos Segovia estábamos a punto de tenerlo todo… Y entre negociaciones y discusiones, ha pasado demasiado tiempo. Tenéis que hacer las paces con Alfonso.

Esta vez sí, Pacheco se detuvo para dejar las cosas claras a su tío.

—No daré el primer paso. Él me necesita a mí más que yo a él.

Y continuó caminando ante la mirada de un Carrillo decepcionado: había logrado convencer a su sobrino de que volviera a luchar con ellos y le estaban perdiendo otra vez.

No sabía que ya le había perdido, que Pacheco fingía estar con la Liga de Nobles cuando en realidad había vuelto a trabajar para Enrique.

Pacheco, hasta ese mismo día, también ignoraba otra cosa: la fuerza de Alfonso. Nunca le había imaginado tan sagaz e inteligente.

Sin duda, era peligroso: habría que desembarazarse de él.

X

Tras una penosa despedida de su madre, Alfonso partió hacia Ávila con la intención de reforzar sus ejércitos.

Esta vez, además de Carrillo, Pacheco y su inseparable Gonzalo, pidió que le acompañara Chacón… y no pudo convencer a Isabel de que se quedara en Arévalo: harta de estar encerrada tantos años en Segovia, parecía que quería vivir emociones hasta ahora prohibidas. Cerca de un centenar de soldados completaban la comitiva.

Durante el viaje, Alfonso puso su caballo a la altura del de Carrillo.

—Monseñor, una vez hayamos recuperado Toledo…

—¿Sí, majestad?

—… quiero a Pacheco fuera de mi corte.

Carrillo se quedó de piedra ante la determinación del joven rey, y bajando la mirada, asintió levemente.

Alfonso, antes de volver junto a Gonzalo, se cruzó con Isabel que le observaba orgullosa. La infanta cabalgaba al lado de Chacón, al que comentó feliz:

—Mi hermano será un buen rey.

Chacón sonrió.

—Sin duda. Pocas veces he visto a Pacheco tan nervioso y tan falto de argumentos.

Alfonso, ajeno a estos comentarios que sin duda le hubieran enorgullecido, llegó serio a su lugar en la comitiva. Allí le esperaba Gonzalo, expectante por la reacción de Carrillo ante la petición de su señor de despedir a Pacheco.

—¿Qué cara ha puesto Carrillo?

—Creo que de sorpresa… Pero mis órdenes han sido bien claras.

—Estoy orgulloso de serviros, señor.

Alfonso se giró serio hacia su doncel.

—Soy yo el que está orgulloso de teneros a mi lado, Gonzalo. Vos me salvasteis la vida en Olmedo. Hicisteis creer que yo era un héroe cuando lo fuisteis vos. Sin esa lección jamás habría podido ver las cosas tan claras como las veo ahora, os lo juro.

Luego siguieron cabalgando hasta bien avanzada la noche. Era el mes de julio y era preferible viajar de noche que soportar los calores del día.

Ya agotados, pararon en Cardeñosa, donde cenaron. Alfonso tomó su comida preferida: trucha empanada. Pese a la tensión del ambiente tras las últimas discusiones, se le veía de buen ánimo y con apetito.

Luego, se retiraron a dormir unas horas.

A la mañana siguiente, estaban ya todos preparados para afrontar el resto del viaje cuando apareció Gonzalo con expresión de alarma.

—El rey… está ardiendo. Delira. Y además tiene la lengua negra…

Isabel empalideció repentinamente y corrió hasta donde estaba su hermano.

Allí vio a Alfonso inconsciente, envuelto en sudor. Tras de ella, Chacón y Gonzalo. En una mesilla, al lado del lecho, reposaba la Cruz de Santiago.

Hicieron venir a un cirujano, que le practicó una sangría.

Le pusieron paños fríos para bajarle la fiebre, pero ésta no bajaba.

Pasaron dos días con sus noches e Isabel no se separaba de Alfonso, al que daba ánimos.

—Tienes que luchar… como luchaste en Olmedo, como un héroe, sin miedo… ¿Recuerdas? ¿Verdad que fue así, Gonzalo?

Gonzalo, a punto de llorar, asintió.

—Así fue. Como un héroe. Yo lo vi. —Miró a Isabel y le aconsejó—: Descansad unas horas, yo cuidaré de él.

Isabel, desesperada, acudió hasta donde estaban Carrillo y Chacón.

—Pero… ¿qué tiene? ¿Es la muerte negra?

—No, no lo parece. Si lo fuera no estaría enfermo sólo él… Probablemente algo que ha comido… —Chacón cambió el gesto y miró a Carrillo—. Pero ahora debemos tratar de otros asuntos.

Isabel dirigió su mirada hacia Carrillo que, no menos triste, le mostró unas cartas.

—Señora, lamento informaros de que estas cartas no pueden esperar… Y no sabemos cuándo podrá firmarlas Alfonso… o si podrá hacerlo.

—No entiendo, eminencia.

Carrillo se lo aclaró.

—Debéis firmarlas vos, Isabel.

—Pero… yo… no…

Chacón la tomó por los hombros.

—Señora, comprendo vuestro dolor, pues es el mío… pero por encima de todo está Castilla. Y vos lo sabéis.

Isabel asintió, muy afectada, temblorosa.

Carrillo la acercó a un pequeño escritorio. Frente a él Isabel se sentó llorando, tomó una pluma y escribió:

… como legítima heredera y sucesora que soy del dicho señor rey, mi hermano… Isabel de Castilla.

XI

Llegó de nuevo la noche.

Isabel, agotada, estaba sentada junto al lecho de Alfonso. Se había quedado dormida, sin soltar la mano de su hermano.

Alfonso, de repente, se agitó, como si le faltara el aire.

—¡Isabel! ¡Isabel!

Isabel despertó, sobresaltada.

—¡Alfonso! ¿Cómo estás?

Alfonso aferró con sus dos manos la de su hermana y exaltado exclamó:

—¡Chacón! ¡Chacón y Gonzalo! ¡No confíes en nadie más! ¡En nadie!

Isabel estaba asustada.

—Yo… no…

Pero Alfonso repetía la misma letanía:

—¡Chacón y Gonzalo! ¡Confía sólo en ellos! ¡Prométemelo!

—Te lo prometo…

Al escuchar la promesa, Alfonso se relajó, pero no soltó la mano de Isabel.

—Hermana, ¿crees que hubiera sido un buen rey…?

Isabel, emocionada, acarició la cara de su hermano con la mano que éste le dejaba libre.

—El mejor de los reyes.

Alfonso, al escucharla, sonrió. Y luego expiró. Sus manos dejaron de sujetar la mano de Isabel, que empezó a gritar:

—¡Alfonso! ¡Alfonso!

Los gritos atrajeron a Chacón y a Gonzalo, que encontraron a Isabel llorando reclinada sobre el cuerpo inerte de su hermano.

Después se hizo venir al cirujano, que certificó la muerte de Alfonso, el rey que nunca lo fue.

Isabel perdió un hermano. Chacón, a alguien que era como su hijo. Gonzalo, a su señor y mejor amigo.

Carrillo, más allá de la pérdida de un ser querido, fue más lejos.

—Castilla ha perdido un buen rey.

Pacheco no dijo nada.

Mientras los criados envolvían a Alfonso en un sudario, se acercó a la mesilla del dormitorio, cogió la Cruz de Santiago y se la puso sonriente. Ya era suya: el testamento de Alfonso así lo decía.

Con suavidad, volvió a dejar la Cruz donde estaba: no había prisa, ya tendría tiempo de lucirla.

Ahora debía cuidar las apariencias e ir a presentar sus condolencias a Isabel. Sabía lo que sentía: no hacía mucho que él había perdido a su hermano, Pedro Girón, en circunstancias parecidas.

Ojo por ojo, diente por diente.