Mayo de 1465
I
Las crónicas y los libros de historia hablan de guerras ganadas, y de generales y reyes triunfantes. Parece que consiguieron la victoria ellos solos. Que no llevaban siquiera un cocinero o que ningún barbero alivió su dolor de muelas entre hazaña y hazaña.
Los juglares cantaban a los vencedores y los cronistas los adulaban. Pocas veces se acordaron, y si lo hacían utilizaban seudónimo, de las madres que lloraron la muerte de sus hijos, de los hijos que no volvieron a ver a sus padres, de las esposas que, junto a sus maridos, perdían toda posibilidad de seguir trabajando la tierra.
Eso era, lo ha sido siempre, también, la guerra. Como símbolo de ella, en aquel maldito año de 1465, se podían ver con frecuencia en Castilla las cosechas destruidas, los rebaños esquilmados y tantos y tantos árboles centenarios talados o quemados.
Y entre árboles cortados, trigo humeante y casas arrasadas paseaba don Pedro Girón con sus hombres. A sus espaldas quedaba el rastro de la destrucción, pero sonreía contento tras una nueva batalla ganada.
Ya eran muchas para el bando de Pacheco. Los Zúñiga dominaban Andalucía. El ejército de Carrillo —junto al de sus ahora rivales los Mendoza, el más importante del reino— controlaba Valladolid, Toledo, Ávila, Plasencia, Cáceres, Osma…
De las grandes ciudades, sólo Segovia y Madrid seguían en manos del rey Enrique. En Galicia, las hermandades resistían, pero su preparación y su armamento poco podían hacer en contra de soldados profesionales, mercenarios que se vendían al mejor postor.
Enrique se sostenía con el apoyo de los Mendoza y con la vuelta de Beltrán de la Cueva, un guerrero capaz de arengar con su valentía a quienes le seguían. Pero no era suficiente para parar los embates de los rebeldes. Porque eran más y porque su ambición era insaciable.
Cada batalla ganada, cada escaramuza, suponía para los mercenarios y los nobles que los mandaban apropiarse de todo lo que se iban encontrando. Lo hacían sin límites, con absoluta libertad y sin miedo a que la justicia se lo recriminara. Era el método con que Pacheco obtenía tanta lealtad: impunidad absoluta.
No sólo se apropiaban del ganado o la comida. No sólo robaban a campesinos y viajantes imprudentes las monedas que tuvieran y sus caballos. Mataban gratuitamente. Y violaban.
Pero eso no lo sabía aquella muchacha que iba con su padre a trabajar su pequeño huerto. De camino a él, tuvo la mala suerte de cruzarse con Girón y sus hombres, que paseaban felices como si salieran de una boda. Como si el paisaje fuera el de una hermosa mañana de primavera, cuando en realidad el humo del campo quemado se confundía con la niebla de una fría jornada.
La muchacha hablaba con su padre sobre el vestido que le estaba arreglando su madre para las fiestas de San Isidro. Era de color rojo, ceñido en la cintura… Había sido de su hermana mayor y ahora lo heredaría ella… Pero nunca pudo llegar a ponérselo.
Su padre fue golpeado pese a que pidió clemencia. A ella la llevaron al claro de un bosque para ser violada por Girón y sus hombres, como otras tantas lo habían sido ya.
Pero María, que así se llamaba la joven, aunque no lo digan las crónicas, no se dejó: cuando Yago, el lugarteniente de Girón, se prestaba a hacerla suya, la joven le arrebató su daga y le apartó amenazante.
Yago, lejos de sentirse en peligro, sonrió.
—¡Vaya! Salió brava…
La media docena de hombres que la rodeaban también sonreían. ¿Qué iba a hacer ella contra unos soldados capaces de hacer hincar la rodilla a poderosos guerreros?
—Será mejor que guardéis esa daga —aconsejó a la muchacha el propio Girón—. Es preferible conservar la vida que la honra.
Ella le miró con lágrimas en los ojos. No opinaba lo mismo.
—Para mí no, hijo de puta.
A continuación clavó la daga en su propio corazón ante la mirada atónita de los hombres que iban a violarla.
Pedro Girón, lejos de impresionarse, se limitó a ordenar a Yago que recogiera su daga. Éste obedeció y la limpió en los ropajes de la pobre muchacha. Y siguieron su camino.
Cientos de historias como éstas pasaron. Pero ni escribieron sobre ellas los cronistas ni las cantaron los juglares.
II
En la Corte, sólo Beltrán, luchador incansable, parecía dar ánimos a los demás. Para él, volver a ser llamado por el rey suponía un honor aun cuando fuera para luchar en una causa perdida. Pero no le importaba: prefería morir dignamente, luchando por su rey, que permanecer quieto y protegido en uno de sus castillos.
Además, aunque sabía que ganar la guerra era harto improbable, la mínima posibilidad de conseguirlo suponía triunfar sobre Pacheco, su enemigo personal. Eso le motivaba doblemente.
Sin embargo, a su alrededor, el desánimo provocado por las noticias que llegaban a Segovia era evidente.
Sobre un mapa del reino, don Diego Hurtado de Mendoza iba clavando banderitas en las villas castellanas que aún resistían el asedio de los rebeldes.
El rey se vino abajo.
—¿Sevilla ya no es nuestra?
—No majestad. Ha caído el Alcázar… —informó serio Mendoza—. Y toda Andalucía. Sólo nos quedan, aparte de Madrid y Segovia, Santillana, Tendilla, Buitrago, Cuéllar, Ledesma…
Enrique negó con la cabeza.
—No es suficiente.
Todos callaron. Sabían, como el rey, que evidentemente era poca cosa lo ganado.
Enrique miró a Cabrera, al que había nombrado alcalde de Segovia y tesorero real en premio a su fidelidad.
—¿Podemos permitirnos más armas, más hombres, más caballos?
—No, majestad. Las arcas menguan cada día. Sale mucho más de lo que entra. La guerra está acabando con las cosechas y con el mercado de la lana.
El rey miró entonces al obispo Fonseca.
—¿Se sabe algo del Papa?
Fonseca puso cara de circunstancias. Ya había llegado su respuesta. Y no era la esperada.
—Así es… Piensa que su deber es mantenerse neutral.
—Debí imaginármelo —comentó con amargura el rey—. Su Santidad no quiere ensuciarse las manos en Castilla, no sea que se equivoque en la apuesta.
Enrique se levantó y empezó a caminar nervioso, como si cada paso pudiera aclarar su mente en un momento tan delicado.
—En resumen, caballeros, y para que yo lo entienda: no tenemos ni una puñetera posibilidad de ganar.
El silencio de los presentes equivalía a un no rotundo. El rey suspiró.
—Entonces, hay que acabar ya con esta guerra. Continuar con ella no haría más que agrandar las deudas de la Corte y el dolor de mis súbditos.
Beltrán reaccionó.
—¿Y ser humillados? Si la perdemos, que sea luchando, majestad. Si no es así, la historia nos recordará como unos cobardes que no supieron estar a la altura.
El rey sentenció más que respondió:
—Prefiero pasar a la historia como un cobarde antes que como un insensato.
Luego ordenó marchar a los presentes. Enrique, ya en soledad, pensó en lo distintas que serían las cosas si su hermana Isabel hubiera aceptado su boda con el rey Alfonso de Portugal.
Y la maldijo por ello.
III
Isabel, ajena a los pensamientos de su hermano y a la indiferencia general con que vivía en Segovia, remendaba uno de sus vestidos.
Pensaba en su madre, a la que como castigo seguía sin poder ir a ver.
Pensaba en su hermano Alfonso, del que ya estaba enterada de que le habían nombrado rey pero al que le faltaba ceñirse la corona de Enrique… Tal vez lo consiguiera: sabía que la guerra era favorable a la Liga de Nobles que lo había nombrado como heredero.
Pero también sabía que cuando el poder de un rey depende de los nobles, como le pasaba a su hermano, el monarca se convertía en mero títere.
La entrada en la sala de Beatriz de Bobadilla hizo que sus pensamientos cesaran. Beatriz miró riendo el traje que Isabel estaba remendando.
—Pero ¿cuántas vidas le quedan a ese brial?
—Más que a un gato, me temo…
—A quién se le cuente, hija y hermana de rey…
Isabel sonrió.
—Como veis, debí perderme los buenos tiempos de las princesas. ¡Ah, Beatriz! Os trajeron esto…
Isabel señaló una misiva que descansaba sobre una mesa. Beatriz la abrió de inmediato.
—¡Es de mi padre! —dijo sonriente.
Pero al empezar a leer, la sonrisa se esfumó. Isabel se dio cuenta, preocupada.
—¿Pasa algo? ¿Son noticias de mi madre?
Beatriz la miró triste.
—No. Son noticias de mi casamiento.
Isabel tomó la carta.
—Pero… ¿cómo? ¿Con quién?
La infanta empezó a leer y al llegar al dato, no pudo dejar de sorprenderse.
—¿Con Cabrera?
Beatriz, a punto de llorar, afirmó con la cabeza.
—Os lo dije. Me miraba como si fuera suya.
Isabel intentó animarla, pero sin mucha fe.
—Os doy… la enhorabuena… Es… es un buen partido… Mayordomo de palacio… tesorero del rey… Y siempre me ha parecido una buena persona.
—¡Pero si apenas le conozco!
Isabel no sabía qué decir. Beatriz, sí, y estaba desesperada.
—Os he escuchado mil veces decir que sólo os casaríais con quien eligierais… y soy de la misma opinión.
—Pues decídselo a vuestro padre. Si queréis que yo le escriba… Como alcalde de Arévalo siempre tomó en cuenta la opinión de mi madre y yo puedo…
Beatriz no la dejó acabar.
—No quiero desobedecer a mi padre… Se lo debo.
Isabel la abrazó cariñosa.
—¿Hay fecha?
—No… Cabrera quiere hablar conmigo antes de hacerlo oficial.
Efectivamente, no tardó mucho en tener lugar esa conversación: esa misma tarde los futuros novios paseaban por los jardines de palacio.
Beatriz estaba tensa y seca. Cabrera, afable… pero un punto nervioso.
—No quiero pecar de pretencioso, Beatriz, pero aunque vivimos tiempos difíciles, puedo aseguraros que no os faltará de nada… —Y continuó incómodo—: Soy mayordomo de Su Majestad, además de tesorero de Segovia y Cuenca… Aunque supongo que eso ya lo sabéis…
—Lo sabe mi padre, y con eso basta —respondió Beatriz sin mirarlo.
Dieron unos pasos más en silencio. Cabrera no sabía cómo llegar a su corazón tan fácilmente como, sin pretenderlo, ella había llegado al suyo.
—Sé… lo unida que estáis a doña Isabel… y no pretendo apartaros de ella. Podéis seguir siendo su dama de confianza…
—Como vos deseéis, mi señor.
Cabrera notaba la incomodidad de Beatriz en cada una de sus palabras. Acercándose a un rosal, arrancó una de sus rosas y se la ofreció a Beatriz, que la aceptó sin entusiasmo alguno.
—Gracias.
Cabrera continuó, en vano, intentando que ella mostrara alguna emoción. Tan hábil en las finanzas como torpe en las lides amorosas, su declaración de intenciones parecía más bien la de un notario.
—En cuanto a nuestra casa, si vos me aceptáis como esposo, debéis saber que seréis vos la que…
Beatriz ya no pudo más y le interrumpió: ya que su boda era un hecho, prefería saltarse el cortejo.
—Mirad, don Andrés, no tiene sentido marear la perdiz. Ya llegasteis a un acuerdo con mi padre. Yo no tengo nada que aceptar o dejar de aceptar.
Cabrera dejó de andar y la miró serio; no era sumisión lo que quería.
—Escuchadme, Beatriz, me dirigí a vuestro padre porque pienso en vos desde la primera vez que os vi. Ese día sentí lo que nunca había sentido por una mujer.
Beatriz, muy sorprendida, cambió el gesto. Cabrera continuó:
—Vestíais ropas menos lujosas, pero estabais tan hermosa como hoy. Y teníais hambre.
Beatriz se avergonzó del recuerdo.
—Me pueden los dulces, es un defecto que no logro evitar.
—Vuestros defectos deben de ser maravillosos, y no hay nada que más desee que disfrutarlos a vuestro lado.
Beatriz estaba azorada. No esperaba que la conversación tomara ese camino.
—Pero es vuestro sí el que quiero, no el de vuestro padre —zanjó Cabrera—. Tomaos el tiempo necesario, y tanto si es un sí, como un no, lo escucharé y lo aceptaré.
Cabrera hizo una pausa: lo que iba a decir no quería que fuera en vano.
—Tened clara una cosa. No iréis obligada al altar. Conmigo, no. Señora…
Y tras inclinarse a modo de despedida, Cabrera se marchó.
Beatriz se quedó sin palabras, mirando la rosa que tenía en su mano.
IV
Si todo era resignación y tristeza en Segovia, en Ávila las cosas eran bien diferentes.
Pacheco daba órdenes a sus hombres de confianza. Estaban todos: Enríquez, los condes de Plasencia y Benavente, los Zúñiga, Carrillo… Sólo faltaba su hermano, Pedro Girón, que se encontraba de vuelta de una victoriosa batalla, una más, cerca de Jaén.
—Estamos a punto de conseguir lo que queríamos, caballeros…
Todos sonrieron ante una noticia que ya intuían. Pero Pacheco no era de los que se fiaban de la suerte ni de las apariencias y quería mantenerlos en alerta.
—… pero no por ello debemos bajar la guardia. Debemos seguir firmes en el campo de batalla y gobernar con dureza en las ciudades ganadas.
La palabra dureza servía para aplicarse con los vencidos, por supuesto. Ellos, los vencedores, tenían carta blanca para servirse del plato.
También la dureza servía para sus consignas ideológicas, como bien definió Pacheco tras la pregunta de Álvaro de Zúñiga pidiendo instrucciones.
—Como en Sevilla, como en Toledo… Hay que seguir igual. Entre un converso y un cristiano viejo, no dudéis nunca: siempre el cristiano. Quitad a los judíos sus negocios.
En ese momento, Alfonso entró silencioso en la sala, acompañado de Gonzalo, que escuchó la parte final de la filípica de Pacheco.
—Que los cristianos sepan que nuestros manifiestos no fueron escritos sobre tierra, sino sobre piedra. Nunca dejaremos a un cristiano en manos de esos usureros.
Pacheco, mientras decía sus últimas palabras, vio a Alfonso y, en clara muestra de falta de respeto, dio por concluida la reunión.
Alfonso se quedó decepcionado y, tras la marcha de los presentes, así se lo hizo saber a Pacheco y Carrillo.
—¿Por qué no se me informa de estas reuniones?
Pacheco miró a Carrillo: le tocaba dar la cara.
—No queríamos importunaros, majestad.
—No lo haríais si me llamarais para acudir a ellas. Es mi responsabilidad: ¿acaso no soy el rey?
Pacheco contuvo una sonrisa.
—Lo sois, lo sois… Os prometo que no me olvidaré de llamaros en la siguiente convocatoria… Ahora perdonadme, debo atender otros asuntos.
Tras salir Pacheco, Carrillo quedó solo ante las quejas de Alfonso.
—No me gusta cómo se están haciendo las cosas, eminencia. Ni se me llama, ni se me informa… Y no comparto el mensaje de Pacheco: un judío converso es un católico más. Así me lo enseñó mi madre.
Carrillo, perplejo, respondió evasivo, prometiendo algo que nunca iba a cumplir.
—Así se lo haré saber al marqués de Villena, majestad.
—Gracias, eminencia… También quería pediros otra cosa.
—Lo que deseéis, majestad.
—Quiero unirme a vuestras tropas en Simancas.
Carrillo se quedó de piedra.
—Disculpad, pero no creo que sea buena idea… Si algo os sucediera… perderíamos a nuestro rey. Hombres para luchar hay muchos, pero rey sólo uno… Y vos no habéis entrado nunca en batalla.
—Pero la historia está llena de reyes que conducen a sus tropas…, reyes guerreros.
—Y sin duda vos algún día lo seréis, pero por el momento carecéis de formación con las armas.
—¡Pues formadme! ¿Creéis que no me doy cuenta? Vos, Pacheco, Zúñiga…, todos me veis como un niño inútil.
Carrillo no sabía qué contestar.
—Si me proclamáis rey, si lucháis por mí como rey… ¿por qué no me tratáis como un rey? ¿Por qué no me tratáis siquiera como un hombre?
Carrillo calibró su respuesta un instante.
—Majestad, sois mi señor. Pedidme cualquier cosa, pero no esto. No me perdonaría que algo os pasara. Ahora, disculpad, majestad…
Y Carrillo se fue dejando a Alfonso cabizbajo.
Gonzalo no sabía qué decirle. Porque si le decía lo que pensaba, no iba a ser del agrado de Alfonso: lo veía como un pelele que bastante tendría con sobrevivir entre los buitres que le rodeaban. Si ser rey era eso, mejor no serlo.
V
Enrique había pedido ideas a sus allegados para salir con honor de la deshonrosa situación que supondría perder la guerra.
Y el obispo Fonseca tuvo una que iba a cambiar el curso de los acontecimientos.
—Sólo hay una manera de parar la guerra.
Mendoza, Cabrera, Beltrán y Enrique le miraron extrañados ante tanta firmeza. El rey le espetó sorprendido:
—¿Parar la guerra? Me sorprende de vos, que ya no seáis tan guerrero. ¿Acaso perder vuestro obispado de Sevilla os ha hecho recapacitar?
—Cada momento tiene su estrategia, majestad. Y hay que saber reconocer los errores.
—En fin, ¿y en qué consiste ese ungüento mágico, eminencia?
Fonseca tomó aire e hizo pública su fórmula salvadora:
—En lograr que el marqués de Villena vuelva a nuestro bando.
El estupor se reflejó en los rostros de Cabrera y, sobre todo, de Beltrán de la Cueva.
—¿Pacheco, en nuestro bando? ¿Después de haber organizado esta guerra? ¡Por Dios bendito…!
Mendoza sopesó lo escuchado y pidió más razonamiento y menos exaltación.
—Depende de lo que saque de ello; sólo se mueve por su propio beneficio.
Cabrera, que sabía del valor de las cosas, como buen tesorero, quiso concretar la oferta.
—Con Pacheco siempre hay un precio. Pero mucho habría que ofrecerle…
Fonseca le interrumpió.
—No es cuestión de dinero. Es cuestión de orgullo y honor. En eso, la ambición de Pacheco no tiene límites.
Enrique, nervioso, le pidió más detalles.
—¡Concretad, por Dios!
—Se trataría de emparentar con la familia real.
Beltrán no se creía lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo?
—Ofreciéndole casar a su hermano Pedro con la infanta Isabel —se explicó Fonseca.
Cabrera tragó saliva esperando la respuesta de Enrique. Beltrán prefirió mostrar su indignación.
—Eso… eso es imposible… ¿verdad, majestad? Fonseca no puede hablar en serio.
Pero para su decepción, fue su suegro, don Diego Hurtado de Mendoza, quien allanó la decisión del rey.
—Juan Pacheco es el gozne que hace girar a nuestros rivales. Y su hermano, el martillo que golpea a nuestras tropas. Si conseguimos atraerlos, no habrá más guerra.
Tras un silencio, Enrique decidió:
—Que así sea. Cabrera, enviad mensaje a Pacheco. Exigidle una tregua… Cuando sepa la noticia, no dudo de que accederá gustoso.
Beltrán, pese al gesto que hizo Mendoza para que se contuviera, no pudo dejar de alterarse.
—Majestad… ¿Qué lealtad cabe esperar de quien sólo es fiel a sí mismo? ¿De quien ya os ha traicionado?
Enrique le miró calmo.
—Beltrán… sé que Pacheco no es santo de vuestra devoción. Como tampoco lo es de la mía —continuó el rey—. Pero el bien de Castilla está por encima de cualquiera de nosotros. Pactaría con el mismo diablo por conseguir la paz…
VI
Cuando Pacheco recibió la propuesta por escrito tuvo que leerla varias veces para creérsela. Muy desesperado debía estar el rey para ofrecerle eso. Pero entroncar su familia con la de los reyes de Castilla era algo que no pensaba desaprovechar.
El problema era cómo convencer a los suyos de aceptar el trato. Estaban a punto de ganar la guerra, él les había liderado… Había convencido a reyes, nobles y tenderos, no importaba la clase social, de cosas imposibles. Pero ésta superaba todas las anteriores: llevar a una guerra civil a Castilla, prometer cargos y riquezas a tantos nobles que habían puesto sus ejércitos a su disposición… No, no iba a ser nada fácil.
Por eso, y para no dar ni un solo paso en falso, prefirió ver en secreto al rey antes de comunicar nada a la Liga de Nobles ni al propio Carrillo. Y viajó de incógnito hasta Segovia.
Enrique lo recibió confiado. Estaba seguro de lo que hacía. Mendoza le apoyaba y su esposa Juana no veía con malos ojos la jugada: no afectaba directamente a su hija y era una manera de vengarse de Isabel, tras el fiasco con su hermano el rey de Portugal.
Sin embargo, el rey calculó mal: pensaba que la oferta iba a deslumbrar a Pacheco. Y lo hizo, pero el marqués de Villena lo disimuló hábilmente. Si el rey le ofrecía eso, era porque estaba débil como nunca. Y él debía aprovecharse de ello y pedir más aún.
El rey quedó desconcertado.
—¿No os parece suficiente mi oferta? ¡Vuestro hermano se casaría con mi hermana! ¡Por Dios, os estoy ofreciendo emparentar con mi familia! ¿Se puede saber qué más queréis?
—Quiero a Beltrán de la Cueva fuera de aquí.
Enrique se lo pensó y tensó la situación.
—No.
—En ese caso, no hay trato —se reafirmó Pacheco.
—¿Y vais a perder la oportunidad de ser familia de la Corona?
—Igual sois vos el que perdéis la corona, señor. Nuestros ejércitos son fuertes, nuestras arcas están llenas y los nobles pactan con nosotros mientras que no reciben a vuestros emisarios. No tenemos ninguna prisa: la guerra puede continuar. Os estoy ofreciendo el fin de la guerra. —Chasqueó los dedos—. Ya. La vuelta a la tranquilidad. ¿Y vais a decir que no por ese advenedizo? ¿Por él vais a dejar que la pobreza y la muerte sigan arrasando Castilla?
El rey se lo pensó; debía reaccionar.
—Acepto… Pero a cambio, vos tenéis que conseguir una carta de aprobación de mi hermano Alfonso a la boda de Girón e Isabel.
—Hecho.
Y sellaron el acuerdo estrechando sus manos. Pacheco quiso dar la noticia a Beltrán, para saborear más su humillación. Pero Enrique puso freno a tal petición.
—Sé que nada os daría más placer, pero no. Vos encargaos de Alfonso y de vuestra gente, que yo me encargaré de la mía.
Pacheco sonrió. Ahora sólo le quedaba convencer a los suyos del pacto.
Enrique, tras marchar Pacheco, recibió la inmediata visita de Fonseca, Diego Hurtado de Mendoza y un inquiero Beltrán de la Cueva, a los que informó de que el acuerdo se había conseguido.
Beltrán preguntó sobre si no había salido su nombre a colación, sabedor de la inquina que por él tenía Pacheco.
El rey se lo pensó rápidamente y le mintió.
—No. No se os ha nombrado en ningún momento.
Sin duda, conocedor de que muchos pactos se van al traste antes de su culminación, el monarca prefirió tener una carta en la manga: cuando Pacheco cumpliera su parte, ya despediría a Beltrán. De momento, mejor guardar silencio.
VII
Tal era la alegría de Pacheco que, antes de comunicar a la Liga de Nobles la gran noticia, se acercó hasta Almagro a ver a su hermano Pedro.
Girón estaba reclutando nuevos soldados con los que reforzar su ejército. La tarea era responsabilidad de Yago Castro, su mano derecha, pero le divertía ver a los numerosos campesinos que, perdido su trabajo, no encontraban mejor manera de ganarse la vida que convertirse en soldados.
Y ahí estaba, como siempre, en el patio de armas observando a los aspirantes a entrar en su ejército. Pero esta vez le acompañaba Pacheco, que le acababa de dar la noticia. Incrédulo, sólo atinó a comentar:
—¿Yo casado con la hija de un rey?
—Y heredera. Si su hermano Alfonso no tuviera descendencia o le pasara algo… —Y añadió con sorna—: Dios no lo quiera…
Los dos hermanos rieron. Pacheco continuó:
—… Isabel sucedería a Enrique. Y junto a Isabel, estaríais vos.
—¿Y la Beltraneja?
—¿Creéis que permitiría que llegara a reina alguien con la sangre de Beltrán de la Cueva en sus venas?
—Esto no nos lo han regalado, hermano, no nos viene de cuna. Lo hemos logrado nosotros: tú con esto… —Tocó la cabeza de Pacheco con su índice y añadió—: Y yo con esto…
Y tocó la empuñadura de su espada.
Luego, Girón, emocionado, abrazó a su hermano en señal de agradecimiento. En voz baja, Pacheco le aconsejó:
—No proclaméis la noticia hasta que no hable con la Liga de Nobles. Tened cuidado, ¿me oís? No bajéis la guardia.
Tras ese consejo, casi una orden, Pacheco acompañó a Girón en la revista de Yago a sus nuevos soldados. Más que interrogarles, les humillaba, como hacía ahora con un campesino al que arrojó una espada a tierra.
—Demuéstrame que sabes luchar.
El campesino, atemorizado, dio un paso atrás.
Yago miró a otro.
—Tú, cógela.
Un segundo campesino se agachó a cogerla, y Yago le empujó de una patada tirándolo al suelo.
—¿Y éstos son tus hombres? —preguntó irónico Pacheco viendo el panorama.
—Éstos van delante en batalla. Que los que mueran no sean los buenos —le respondió Girón con tranquilidad.
Yago seguía amedrentando al grupo.
—¿Ni uno sólo va a servir para luchar?
Tras un breve silencio, un joven tan desharrapado como los demás dio un paso al frente y se plantó firme, mirando a Yago. Éste le miró a su vez y luego hizo un amago de arrojarle su espada: el joven ni siquiera parpadeó. Yago se puso delante de él, curioso.
—¿Has empuñado un arma en alguna ocasión?
—He combatido.
—¿Sí? ¿Dónde, si puede saberse?
—En el bando equivocado. Por eso estoy aquí.
—¿Y no será que saliste corriendo?
El joven, ufano, se encogió de hombros. Yago insistió:
—Te estoy hablando, destripaterrones.
El joven seguía callado. Se oyó la voz de Girón.
—¿Por qué no le pones a prueba, Yago? Así veremos si es verdad lo que dice.
Girón cedió su propia espada al joven, que la cogió al vuelo. Los demás se apartaron unos pasos y dejaron espacio para la lucha.
Yago, ya frente a él, sonrió bravucón.
—Cuando acabe contigo, no vas a poder servir más que a Pedro Botero…
Luego le atacó. El joven devolvió el golpe. Yago volvió a atacar… Y ocurrió lo mismo.
En el siguiente ataque, el joven se llevó un tajo en un brazo, pero aguantó impertérrito. Alrededor de los combatientes creció un clamor de voces y apuestas.
Enardecido, Yago se lanzó contra su adversario, pero éste le esquivó y le zancadilleó con la pierna logrando tirarle a tierra. Yago perdió su arma y el joven campesino, ante el estupor general, armó su brazo para rematarle, pero otro brazo se lo ancló, impidiéndolo. Era el de Pedro Girón.
—Dejadlo. No tengo muchos como él. ¿Cuál es vuestro nombre, campesino?
—Juan.
Girón sonrió.
—Como mi hermano… Buena señal… ¿Y por qué cambiáis de bando?
—Prefiero estar en el que gana.
Girón se rio y miró a Pacheco, que sentenció:
—Éste es de los nuestros…
Girón alzó su voz poniendo una mano en el hombro de Juan.
—¡Aprended…! ¡A éste lo quiero cerca de mí!
Yago, oída la opinión de sus señores, se levantó y se dirigió a Juan con una sonrisa:
—En vez de servir a Pedro Botero, vas a servir a Pedro Girón. Bienvenido.
Pacheco, tras observar la escena, se despidió de su hermano.
En Ávila le esperaba una difícil papeleta: convencer a los nobles de que debían retirarse de una guerra ya ganada.
VIII
—¿Y para esto hemos luchado?
Ésta fue la respuesta del almirante Enríquez. Él, como el resto de los nobles presentes, estaba confundido ante la propuesta de Pacheco.
Rodrigo Manrique fue más lejos.
—Tenemos al rey puto en nuestras manos…, ¿por qué hemos de aceptar ahora un pacto?
Pacheco empezó a desplegar sus habilidades para el convencimiento.
—¡Porque ahora sí que lo tenemos comiendo de nuestra mano! ¿No os dais cuenta? Beltrán está ya fuera de la Corte, el propio Enrique lo ha licenciado. Fuera Beltrán, se acabó la rabia: volveremos a decidir en Segovia… Nuestros ejércitos siguen siendo los más fuertes…, los del arzobispo, los de los Zúñiga, el de mi hermano…
Los murmullos de los que le escuchaban no parecían compartir tal teoría. Pacheco insistió:
—¡Tenemos lo que buscamos, sin necesidad de gastar más dinero en armas ni en hombres! ¡No perderemos más cosechas ni más impuestos! ¿Qué más queremos?
Carrillo alzó la voz:
—Pero Enrique seguirá siendo rey…
—¡Y qué más nos da quién sea rey! —saltó Pacheco—. A ver si ahora me vais a decir que luchabais por Alfonso… ¡La sucesión es nuestra! Alfonso… o Isabel, casada con mi hermano. ¡Uno de los nuestros en el trono! ¿Qué más podemos pedir?
Pacheco necesitaba el apoyo de los que le habían seguido en esa aventura. Y lo exigió.
—¿Cuento con vuestro apoyo o no?
Y todos le apoyaron. Unos, porque habían sido persuadidos por sus palabras. El resto, porque nunca querrían tener a Pacheco como enemigo.
Convencidos los nobles, le quedaba al marqués de Villena otra misión: conseguir el consentimiento escrito de Alfonso. Seguro que iba a ser una tarea más asequible. Y lo fue, tanto, que ni siquiera tuvo que ir a buscarlo: el propio Alfonso se presentó, con Gonzalo, en su despacho al saber de su vuelta a Ávila.
—Necesito hablar con vos, excelencia.
—Qué casualidad, yo también quería conversar con vos, majestad —respondió Pacheco—. ¿En qué os puedo ayudar?
Alfonso quería que le dejara ejercitarse como soldado y participar en las batallas. Ya que Carrillo se lo había negado, tal vez Pacheco podría permitírselo y de eso le informó.
Pacheco sonrió.
—Por supuesto. Es vuestra obligación como rey.
Gonzalo mostró un gesto de preocupación. Pacheco le miró.
—Instruidle vos, Gonzalo… —Y dirigiéndose a Alfonso añadió—: Ya sabéis que mi tío, el arzobispo Carrillo, es de ideas antiguas. Pero no se lo tengáis en cuenta: si os impidió hacerlo era por el amor que os profesa.
Alfonso sonrió feliz.
Pacheco ya le tenía medio ganado. Ahora quedaba rematar la cuestión.
—Aunque tal vez no necesitéis guerrear tan pronto… Estamos llegando a un pacto con Enrique para que esto acabe.
—Entonces… ¿ya no seré rey? —dijo Alfonso decepcionado.
—Lo seréis. Sois el heredero de don Enrique. Así lo ha firmado él mismo, de su puño y letra. Por delante de su propia hija, Juana, estaréis vos y vuestra hermana Isabel.
—¿Isabel también?
—Detrás de vos. Y además, contraerá matrimonio con mi hermano Pedro Girón, uno de los mejores partidos de Castilla. Vos debéis dar vuestra autorización.
Gonzalo quedó horrorizado ante la noticia.
—Sois muy importante para el futuro de Castilla, Alfonso… Y nada haré si no es con vuestro consentimiento.
Pacheco mostró una carta y ofreció una pluma a Alfonso.
—Firmad, os lo ruego.
Alfonso se lo pensó.
—No sé si debo hacerlo…
—¿Por qué dudáis? Pedro es señor de varias villas, y renuncia a ser maestre de Calatrava por casarse con vuestra hermana…
—No, no es eso. Es que… —Insistió—: ¿Estáis seguro de que seré rey?
Gonzalo miró a Alfonso con odio: sin duda las lisonjas de Pacheco le habían convertido en otra persona distinta a la que conoció.
Pacheco le sonrió cariñoso.
—Sois joven. Tendréis tiempo suficiente para reinar. Hasta entonces, os formaréis, tal como hacéis ahora, conoceréis la Corte, y gobernaréis un país en paz, no dividido, como en el presente. No penséis que dais un paso atrás.
Como vio que Alfonso seguía escéptico, decidió jugar fuerte. No habría querido hacerlo, pero veía que no tenía más remedio. Era su última baza.
—Como veo que dudáis, os voy a demostrar que digo la verdad.
Buscó entre sus papeles unos documentos que, en las fallidas negociaciones con el rey, Enrique le había dado: la renuncia de Beltrán de la Cueva al Maestrazgo de la Orden de Santiago y el documento notarial por el que el rey se lo devolvía a Alfonso.
Se los dio a leer a Alfonso, que al hacerlo volvió a sonreír.
—¿Esto quiere decir que…?
—Vuestra. La Orden de Santiago vuelve a vos como maestre… Como habría querido vuestro padre.
Pacheco sacó el collar de la orden, también facilitado por Enrique, y se lo colgó a Alfonso al cuello. Lo hizo con un leve disgusto: Pacheco lo quería para él.
—¿Consentís, pues, en acuerdo y boda?
Alfonso tomó la pluma y firmó.
Gonzalo contempló triste el acto de la firma. No, ése no era el Alfonso que conoció.
IX
En cuanto tuvo la carta firmada, Pacheco se la hizo llegar a Enrique. A cambio, le pidió confirmación de que Beltrán de la Cueva estaba fuera de la Corte.
Enrique sonrió: tenía lo que quería. Y escribió de su propia mano una carta de respuesta confirmando que ya había licenciado a Beltrán.
En realidad, era mentira. Con motivo de la tregua envió a descansar a su querido Beltrán a Buitrago, con su esposa Mencía Mendoza. Y le pidió que se quedara allí hasta nueva orden. Quería apurar al máximo las posibilidades de mantenerle a su lado. Sólo días antes de que su hermana pisara el altar con Pedro Girón se lo diría…
Porque si eso no ocurría (y Castilla era tierra donde las previsiones de futuro eran de por sí inciertas) no quería prescindir de Beltrán para tener que llamarle de nuevo si volvía la guerra. Porque tal vez, en ese caso, Beltrán no sería tan receptivo a regresar a sus órdenes.
Si tenía que llegar a despedirle, ya lo haría. Ahora tenía asuntos más urgentes que resolver. Esencialmente, comunicar a Isabel su futura boda. La hizo llamar y la recibió en presencia de su esposa Juana: era una venganza que quería que ella también saboreara tras el ridículo y la humillación de lo ocurrido en Guadalupe con Alfonso de Portugal.
Isabel, al recibir la noticia, quedó conmocionada.
—¿Pedro Girón?
Enrique sonrió.
—El mismo… Maestre de la Orden de Calatrava… Señor de Belmonte, Ureña, Osuna, Briones, Frechilla, Morón de la Frontera…
Isabel mantuvo a duras penas la compostura.
—Le conozco, majestad… Y no por sus títulos, sino por sus desmanes. Intentó violentar a mi madre.
—A veces es mejor mirar al futuro que recordar el pasado —respondió cínico Enrique.
Juana sonrió.
—Rechazasteis a mi hermano, rey de Portugal. Un rey os pareció poca cosa… Si hubierais aceptado entonces, no tendríais ahora esta cara.
Isabel estaba a punto de venirse abajo. Chacón observó cómo le temblaban las manos y decidió intervenir.
—Pero, majestad, como vos acabáis de recordar, Girón es maestre de la Orden de Calatrava, y ese maestrazgo exige castidad.
—Ya ha pedido la bula papal.
Chacón fue consciente en ese momento de que ése era un plan preparado desde hacía tiempo a sus espaldas y las de Isabel.
Enrique siguió dando datos a favor de la boda.
—Esta boda acabará con el derramamiento de sangre en Castilla. Alfonso e Isabel entrarán en mi línea de sucesión…
Isabel buscó la única solución que le quedaba.
—Pero… mi hermano Alfonso… debe dar su aprobación.
Enrique sacó la carta que había recibido de Pacheco.
—Aquí la tenéis, firmada de su puño y letra.
El rey, dando por concluida la reunión, se levantó.
—La pedida oficial se realizará en Ocaña. No es seguro de momento que Girón y su gente vengan a Segovia.
Isabel notó que las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas; nunca hubiera esperado esa noticia.
Esta vez, sin el apoyo de Alfonso y la Liga de Nobles, la boda sería inevitable.
X
Beatriz dormía cuando unos ruidos la despertaron: era Isabel que con sigilo estaba acabando de vestirse. La miró sorprendida.
—¿Sabéis qué horas son? ¿Qué hacéis vestida?
—Voy a ver a mi hermano Alfonso. Es el único que puede oponerse a mi boda con Girón.
Beatriz no podía creerlo.
—Esto es una locura…
—Beatriz, locura o no, salgo al alba. ¿Venís conmigo?
Beatriz la miró como si estuviera loca, pero se dio cuenta de que estaba decidida. Y derrotada se levantó de la cama.
—Jesús, qué cruz…
Fueron a las caballerizas y cogieron dos caballos a escondidas. O eso creían ellas.
El amanecer las sorprendió a pocos kilómetros de Segovia. Y, con el amanecer, algo que no esperaban: unos salteadores de caminos.
Antes de que pudieran reaccionar, los asaltantes habían cogido a los caballos de las bridas. Isabel, alarmada, dio la cara.
—Soy Isabel de Trastámara…, hija del rey Juan, hermana del rey Enrique y del rey Alfonso… Dejadnos seguir, antes de que sea demasiado tarde.
Los bandidos se miraron y empezaron a reír. Uno de ellos, el que tenía agarrada en un abrazo a Beatriz, miraba su ropa.
—Sus ropas son buenas.
Otro bandido dio una orden al que agarraba a Beatriz.
—Quitádselas. No las van a necesitar.
Cuando un tercer bandido bajó a Isabel de su caballo a la fuerza, ésta le dio una bofetada. El bandido le respondió con otra que la tiró al suelo.
—No serás hija de rey, pero eres igual de orgullosa… Ya bajaréis los humos cuando os…
No tuvo tiempo a acabar la frase: una flecha surgió de los arbustos, matándolo en el acto. Los bandidos, asustados, empuñaron sus armas, mirando alrededor. Lo primero que vieron fue a Cabrera a caballo.
—Por desgracia para vos, sí que es hija de rey.
Guardias reales surgieron por todas partes acabando con los bandidos.
Cabrera miró a las jóvenes.
—Subid a vuestras monturas, y permitidme que os acompañe de regreso a casa.
Realizaron el breve camino de vuelta en silencio. Al llegar a casa de Isabel, ésta se atrevió a hablar con Cabrera.
—No sé… no sé cómo agradeceros lo que habéis hecho por nosotras.
Cabrera hizo un gesto, quitándole importancia.
Isabel continuó:
—Quería pediros otro favor.
Cabrera sabía de qué se trataba sin oírlo.
—No os preocupéis. No diré una palabra de lo sucedido a nadie. Pero a cambio, debo pediros también algo. ¿Me aseguráis que no volveréis a hacer una locura así?
Isabel asintió seria.
Cabrera se dirigió hacia la puerta, pero Beatriz lo impidió llegando hasta él.
—Don Andrés…
—Señora…
—Disculpad que aún no os haya dado respuesta. Yo…
Cabrera no la dejó acabar.
—No tengo prisa. Prefiero de vos un sí tardío y sincero que un sí temprano y forzado.
Y Cabrera salió de la casa, dejando tras de sí a una Beatriz que empezó a mirarle de otra manera.
A partir de esa noche, Isabel se alegró de que Beatriz viera que su futuro no era tan oscuro como se imaginaba. Pero también supo que sólo Dios podía cambiar el suyo.
XI
Mientras la novia rezaba por que su porvenir cambiara, el novio preparaba feliz su viaje a Ocaña. Allí se pactarían las capitulaciones de la boda, cuya fecha ya estaba fijada para casi dos meses después.
Para causar una gran impresión cuando llegara a Ocaña, Pedro Girón pidió a Yago que preparara a lo más granado de su ejército. Entre los elegidos estaba Juan, el campesino que admiró a todos el día de su presentación.
Yago, que había hecho buenas migas con el novato, quiso comunicárselo personalmente.
—Mañana partimos hacia Ocaña.
—Perfecto, ya tenía ganas de ganarme el sueldo en la batalla —respondió Juan.
—No nos vamos a guerrear. Vamos de boda.
Juan se extrañó ante la noticia y Yago le aclaró:
—Nuestro señor se casa con la infanta Isabel… —dijo sonriendo—. Lo mismo hasta llega a ser rey…
Luego dio una palmada en la espalda de Juan.
—Os alistasteis para luchar… y ha sido venir vos y acabar la guerra.
—Ya veis… traigo suerte.
Yago rio y luego le dijo:
—No creáis… depende de donde estés, la guerra tampoco es tan mala.
Juan, serio, no lo tenía tan claro.
—Lo que yo he visto no es que sea de gran alegría.
—Porque no estabais junto a don Pedro.
—Tenéis en alta estima a vuestro señor.
—Es el mejor de los señores. Siempre cuida de sus hombres, y cuando hay ganancia, la hay para todos.
Girón apareció junto a ellos: había escuchado las últimas palabras.
—Ya veis, Juan, por qué tengo siempre a mano a Yago: me gusta que me adulen… Tú, campesino…, quiero tenerte cerca. Yago, que tenga siempre un arma en la mano y que no se aleje diez pasos de mí.
Y antes de irse, Girón sacó una moneda y la tiró, sonriendo, al aire en dirección a Juan, que la cogió al vuelo.
Yago sonrió a Juan.
—¿Veis?
Juan se guardó la moneda, la iba a utilizar pronto. Esa misma noche, sin que nadie le viera, acudió a visitar a un anciano alquimista judío.
A cambio de esa moneda, el alquimista le dio un pequeño frasco con un líquido transparente en su interior. Juan lo alzó a la altura de sus ojos. Luego lo abrió y olió.
—No huele a nada…
—Ni sabe —respondió el alquimista—. Ahí está su mérito…
Juan no dejaba de observar el pequeño frasco.
—¿De verdad servirá para mis propósitos?
El alquimista sonrió.
—La mitad de la mitad de lo que os lleváis puede acabar con un caballo. Pero si queréis pasar inadvertido, os recomiendo usarlo poco a poco…
Juan siguió preguntando.
—¿Y no lo descubrirán los cirujanos?
—¿Cirujanos cristianos?
Juan afirmó. El alquimista se rio.
—Aun cuando matarais a un hombre de un hachazo en la cabeza, un cirujano cristiano sería incapaz de averiguar la causa de la muerte. —Señaló el veneno—. Esto no lo descubrirían ni los cirujanos judíos.
Juan guardó con cuidado el frasco con el veneno. No conocía a la infanta Isabel, pero tenía clara una cosa: Pedro Girón nunca sería su esposo.
XII
Tras una larga jornada de viaje, las tropas de Pedro Girón habían hecho un alto para comer.
Junto a una fogata, Girón comía y bebía acompañado de Yago y otros hombres. Juan estaba con ellos, pero un poco apartado, manteniendo la distancia que el rango impone. Era un día luminoso y soleado.
De repente, Girón carraspeó y escupió. Yago se preocupó por él.
—¿No se os pasa la molestia en la garganta?
—No… —Sonrió—. Voy a tener que pedirle la mano a Isabel por señas…
Volvió a carraspear y a toser.
—Maldita garganta. Es como si me quemara.
—Es el polvo del camino, señor —dijo Yago—. Hace mucho que no llueve. Probad con el caldo, siempre os vino bien para la garganta.
Juan se acercó hasta el fuego.
—Yo os lo traigo.
En ese momento, pasó algo raro. Lo que era un día soleado se nubló de golpe, de manera extraña. Todos miraron al cielo: una espesa bandada de cigüeñas tapaba el sol.
Yago, asombrado, exclamó:
—¿Cigüeñas? ¿En esta época?
Las caras de los soldados cambiaron, y pasaron a expresar preocupación y miedo. Muchos se hincaron de rodillas y se persignaron ante lo que para ellos era una mala señal. Girón se puso en pie, abominando de esa actitud.
—Pero ¿qué diantres hacéis…?
Los soldados parecían atenazados. Juan observaba la escena, ya con un cazo de caldo caliente en la mano.
Girón volvió a gritar:
—¡En marcha! ¡Se acabó el descanso! ¡Arriba! —Notó que la garganta le abrasaba—. ¡Maldita sea!
Juan le acercó el cazo, mientras los soldados se incorporaban, no sabiendo si temer más a Dios o a Girón.
—Tomad, señor… Os aliviará.
—Tú no crees en presagios, ¿verdad, Juan?
—No. —Miró al cielo—. A mí no ha de matarme una cigüeña.
Girón rio y bebió el caldo. Luego se dirigió a su caballo y gritó una orden:
—¡En marcha!
Los hombres levantaron el campamento. Inmediatamente, siguieron el viaje.
XIII
Una vela iluminaba pobremente el aposento de Isabel. La infanta rezaba, arrodillada en su reclinatorio, concentrada y con las lágrimas a punto de brotar.
—Ave, Regina Caelorum, Ave, Domina Angelorum; Salve, radix, Salve, porta, Ex qua mundo luz est orta…
En ese momento, Beatriz entró tímidamente en la alcoba.
—¿Rezáis para que todo se arregle?
Isabel rompió a llorar. Entre lágrimas, alcanzó a musitar:
—Dios me perdone…
—¿Por qué ha de perdonaros Dios?
—Porque le rezo para que me haga morir…
Beatriz se alarmó.
—¡No digáis eso…!
—Le rezo para que permita que yo muera. Ya que no muere Girón…, que muera yo antes de que él me toque un cabello…
—No está Dios para permitir una maldad tan grande, señora. No, mientras yo viva.
Isabel miró a Beatriz, sin entender. Ésta sacó una daga de entre sus ropajes.
—Os juro que con este puñal le quitaré la vida en cuanto llegue a Ocaña.
Isabel, llorando, la abrazó.
Pero no hizo falta que interviniera Dios. Ni que Beatriz tuviera que usar su daga de manera suicida contra uno de los mejores guerreros de Castilla. Porque Pedro Girón se encontraba cada vez peor. Tanto que su ejército tuvo que hacer parada y fonda en Villanueva de la Rubia.
Se llamó a un cirujano que, de manera poco original, le diagnosticó peste negra ante el estupor disimulado de un Juan que fingía ser leal a Pedro Girón.
—¿Cómo va a ser la peste negra? Somos muchos los que le acompañamos… ¿Y sólo la tiene él?
Juan tachó al cirujano de converso y marrano, ganándose la admiración de su señor y de Yago, su lugarteniente. Mil veces le tuvo que jurar el médico que era cristiano de sangre limpia.
Un alarido de Girón cortó la conversación:
—¡Me cago en Dios!
El cirujano se persignó. Pero Girón siguió en su lamento, incorporándose como pudo.
—¡Cuarenta y tres años! ¡Cuarenta y tres! ¿Y no podéis esperar unos días… sólo cuarenta días para que cumpla mi cometido? ¿No podéis esperar a que me case con la infanta? —Tuvo que coger aire de lo débil que se encontraba—. ¿Y vos sois el Dios todopoderoso y benevolente?
Yago y Juan volvieron a acostarle, mientras Girón proseguía con sus lamentos:
—¡Toda una vida luchando para morir como un grande! ¡Y me vais a dejar en las puertas! ¡En mil cruces más deberían haberte clavado, judío hijo de ramera!
Poco después de desahogarse, le vino la fiebre y se quedó dormido.
A veces se recuperaba, a veces empeoraba… Pero cada vez que empeoraba, su situación era más grave.
Yago, Juan y otros hombres de confianza se turnaban para velar a su señor, pese a la amenaza de la peste diagnosticada por el médico. Juan era el más valiente y el que más se le acercaba.
Incluso, ante el temor de los demás, se encargaba de darle la comida, en la que poco a poco seguía vertiendo el líquido incoloro comprado al alquimista judío.
Pocos días después, por la noche, Pedro Girón dio síntomas de estar ahogándose. Juan mandó a Yago a buscar al cirujano. Y se quedó a solas con Pedro Girón.
—¡Corred! ¡Yo me quedo con él!
Yago salió corriendo.
Ya a solas, Juan se arrimó al enfermo y…, en vez de aliviarle, le tapó la boca con sus propias manos.
Pedro Girón, con un último hálito de fuerza, abrió desmesuradamente los ojos. Y no tuvo más remedio que escuchar a su verdugo:
—No culpéis a Dios, señor… él no tiene nada que ver con esto.
Juan sacó de sus ropas el pequeño frasco con el veneno, lo destapó y se lo mostró a Girón.
—La mitad ya está dentro de vos… Tomad el resto…
Juan apartó su mano. Girón abrió la boca, en un intento desesperado de tomar aire, lo que aprovechó Juan para verter todo el contenido restante del pote en su garganta, y volver a cerrarle la boca, obligándole a tragar.
Después se despidió de su víctima.
—Recordad esto en el infierno: no es Dios quien os quita la vida… —Y añadió con odio—: Soy yo, hijo de mil putas…
Cuando Yago llegó con el médico, Pedro Girón ya había muerto. Les dio la noticia un repentinamente apenado Juan.
XIV
Cuentan que nunca se vio tan triste a Pacheco como al saber de la muerte de su hermano. Lloró como nunca había llorado.
Dicen que el rey llegó a pensar que alguien hacía brujería porque no encontraba otra explicación para que ninguno de sus planes llegara a buen puerto.
Inmediatamente, volvió a preparar a sus ejércitos. Lo hizo no sólo por precaución, sino también para aprovechar el efecto que producirían en sus enemigos dos hechos. Por un lado, la pérdida de Pedro Girón, uno de sus principales generales. Por otro, la melancolía de Pacheco.
Enrique sabía de la especial devoción del marqués de Villena por su difunto hermano y que el dolor le atenazaría durante un tiempo. Así fue y la Liga de Nobles perdió a su principal brazo armado y a su cerebro.
Enrique sólo tenía una cosa por la que alegrarse: no haber licenciado a Beltrán de la Cueva como prometió a Pacheco.
Isabel, al saber de la muerte de quien iba a ser su marido, se conmovió. Tanto había rezado para que la muerte se lo llevara a él o a ella con tal de que no se celebrara la boda, que se sentía culpable.
Se rumorearon muchas cosas sobre la muerte de Pedro Girón, pero ninguno de esos rumores hablaron de los rezos de la infanta ni dieron a Dios como culpable.
Los médicos que analizaron el cadáver de Girón desecharon la peste negra como causa de su muerte. El nuevo diagnóstico hablaba de apostema y de llagas ulcerosas que iban de la garganta al estómago.
Pero otros pensaron que la causa de la muerte había sido el envenenamiento. Y culparon de ello al entorno de Isabel, dada la oportunidad de la muerte.
Algunos dijeron que fue una estratagema del rey para parar la guerra cuando peor le iba en ella y quitarse de en medio a uno de los mejores generales enemigos.
Mientras todos lanzaban difamaciones y rumores, Juan colocaba un ramo de flores en un claro de un bosque. El mismo donde María, su hermana, prefirió quitarse la vida antes que ser violada por Pedro Girón y sus hombres.
A su lado, estaba su padre, el que vio cómo raptaban a María sin poder impedirlo.
Juan le pasó cariñoso el brazo por los hombros y suspiró.
—Ya está hecho, padre.
—Sí, ya lo está.
El padre, tras un breve y sentido silencio, reflexionó en voz alta:
—Girón ahora también está muerto… pero eso no nos devuelve a tu hermana.
Juan calló: sabía que lo que le decía su padre era una verdad innegable.
—¿Te sientes mejor? —insistió el padre.
Juan ni se pensó la respuesta.
—No. Pero lo volvería a hacer mil veces —contestó con amargura.
Pronto se celebrarían, un año más, las fiestas de San Isidro.