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Septiembre de 1461

I

—¡Tres faltas! ¡Ha funcionado! ¡Mi artilugio ha funcionado!

Quien casi a gritos proclamaba su alegría era el anciano médico encargado de intentar preñar a la reina. Su cánula de oro parecía haber dado resultado. Y lo festejaba sin pudor delante de los propios reyes.

—¿Es… es verdad lo que decís? —Apenas le salían al rey las palabras por su boca.

—Que caiga muerto ahora mismo, si no es verdad, majestad. —Afirmó solemne—. La reina está embarazada.

Enrique miró boquiabierto a su esposa Juana, no menos sorprendida. Como pronto, sin duda, lo estaría toda Castilla. No en vano, los rumores sobre la impotencia de Enrique se paseaban, en forma de chascarrillos, por la plaza en los días de mercado, acompañando a verduras, carnes y hortalizas.

Dichos rumores, en ocasiones, habían sido aliviados por declaraciones de mujeres que se habían confesado amantes del rey. Algunas eran prostitutas e incluso alguna otra de cuna más elevada, como una que fue nombrada abadesa y apartada de la Corte, como cualquier rey acababa haciendo con sus amantes.

Algunos creían en la verdad de estos testimonios. Otros pensaban que eran cortinas de humo, bulos inventados desde palacio para detener tanto chismorreo ante el hecho incuestionable de que el rey se había casado dos veces sin descendencia.

¿Sería su impotencia el resultado del golpe psicológico recibido la terrible noche de bodas con su primera esposa, Blanca de Navarra?

¿Podía puntualmente consumar la cópula?

¿Triunfó la ciencia?

¿Portaba la cánula de oro, posible artífice del milagro, semen del rey?

¿O sería cierto lo que ya se decía acerca de que la reina mantenía relaciones amorosas con Beltrán de la Cueva, mayordomo de palacio?

A tantas preguntas, tantas dudas.

Pero si hay momentos en los que el fin justifica los medios, ése era el más apropiado de ellos. El rey iba a ser padre. Dijeran lo que dijeran los demás, el tiempo todo lo borra y sólo quedan los hechos, pensaba un ilusionado Enrique abrazando como nunca lo había hecho a su esposa, mientras el médico (tal vez no menos sorprendido) seguía ufanándose de su logro.

—¡Esto es el comienzo de una nueva era de la medicina! ¡Y nadie dirá que lo ha logrado un médico judío!

Enrique no quería algarabía ni ruidos y rompió su abrazo para dirigirse al médico.

—Podéis marcharos… Y os aseguro que seréis pagado con creces.

—Gracias, majestad.

Y acompañó, amable como un criado, al médico hasta la puerta. Al quedarse solos, Enrique miró emocionado a Juana.

—¡Vamos a tener un hijo!

—Era la razón por la que me trajisteis a Castilla y jamás hubiera sido feliz sin daros descendencia.

—Gracias, Juana…

Pero Enrique notaba que su esposa estaba seria, pensativa… Que algo rondaba por su cabeza. Pronto lo comprobó.

—Me gustaría pediros un deseo —dijo de repente Juana.

Enrique la miró entre sorprendido y expectante.

—¿Cuál es?

—El futuro de Castilla lo llevo en mi vientre. Y nada ha de interponerse entre mi hijo y la corona…

—Por supuesto que nada lo hará.

—Entonces, os ruego que hagáis venir a la Corte a vuestros hermanos Isabel y Alfonso.

—¿Por qué razón?

—Por su seguridad y la nuestra. No quiero que ningún noble ambicioso los secuestre y los convierta en bandera contra mi hijo. Unos niños no merecen ser utilizados de esa manera. Y sólo vos podéis protegerlos aquí en la Corte.

Enrique accedió.

II

Sentados a una larga mesa de la Sala Real estaban Juan Pacheco, Beltrán de la Cueva, Alfonso Carrillo, Alonso de Fonseca (el obispo de Sevilla siempre fiel al rey) y Diego Hurtado de Mendoza, principal símbolo de la nobleza tradicional castellana.

Frente a ellos, el rey, que no tardó en dar la gran noticia.

—Os he convocado con urgencia, como mis principales que sois, porque quiero que seáis los primeros en saber la noticia… La reina está embarazada.

La buena nueva, como no podía ser menos, causó la sorpresa general entre los presentes.

Pacheco y Carrillo se cruzaron las miradas. El primero decepcionado mientras que su tío no pudo evitar cierto alivio: no le gustaban los pleitos reales entre padres e hijos o entre hermanos… Y ningún bien le hacían a Castilla.

Beltrán recibió la noticia aturdido, pero procuraba disimularlo.

Fonseca parecía feliz: la noticia reforzaba la posición del rey, su señor, del que tantas dádivas recibía.

Pero don Diego Hurtado de Mendoza era, sin duda, el más feliz: su familia siempre había tenido por bandera la lealtad al rey, una lealtad sentida y verdadera, a prueba de intrigas. Su natural compostura le impedía caer en una excesiva adulación. Y articuló sólo tres palabras:

—Maravillosa noticia, majestad.

Tras abrir Mendoza la veda de las felicitaciones, las demás se sucedieron: no iba a ser nadie menos que nadie. La felicidad del rey parecía ser la de estos prohombres del reino. Por lo menos, de palabra. Porque si fuera de hecho, otro gallo cantaría en Castilla.

Fonseca propuso, adulador, que el pueblo participara de esa alegría, pero Enrique mantuvo la prudencia.

—Ya habrá tiempo de celebraciones cuando nazca…

«Sobre todo si nace varón», no se atrevió ni a decirlo. Y puso su mirada en el obediente Beltrán.

—Pero encargaos, Beltrán, de difundir la noticia. Estoy harto de rumores y chanzas.

—Lo haré de inmediato, majestad.

—También ordeno otra cosa. Quiero que los infantes Isabel y Alfonso sean traídos de inmediato a la Corte. Mi esposa así lo desea y yo también.

Carrillo no puso buena cara.

—Pero majestad, la salud de su madre es débil y apartarles de ella podría tener consecuencias funestas.

—Peores consecuencias para ellos y para mi hijo sería que alguien les quisiera utilizar contra mi persona y mi reino.

La orden había sido dada y, ya que había que obedecerla, Carrillo propuso ser él quien fuera en busca de los infantes. El rey aceptó y el arzobispo de Toledo emprendió rápido el viaje, destino Arévalo, con una docena de sus mejores hombres.

Carrillo no era hombre de emociones. Al contrario, y pese a sus hábitos, era más soldado que cura. En realidad, era más cualquier otra cosa que cura, pues las mujeres despertaban con frecuencia su deseo. Incluso se decía que tenía un laboratorio de alquimia, motivo suficiente para ser excomulgado… si no fuera el arzobispo de Toledo.

Pero para él había cosas que eran sagradas, que no debían hacerse. Una de ellas era que no se debía separar a una madre de sus hijos. Nunca.

Pocas veces había realizado una tarea tan ingrata, pensaba mientras galopaba a caballo y una leve brisa acariciaba su cara.

Pero por mucho que se imaginara, la realidad fue aún mucho peor cuando, tras avisarla de la noticia, Isabel de Portugal, olvidando la altanería de cuando era reina, se derrumbó ante él. Cuando le imploró de rodillas, llorando, que no se llevara a sus hijos.

—¡El rey ya tiene al hijo que quería! ¿Por qué me quita a mí los míos?

Carrillo, un hombre que no se emocionaba fácilmente, empezó a sentirse especialmente nervioso ante la posibilidad de que eso ocurriera.

—Poneos en pie, os lo ruego, señora. Sabéis que no puedo hacer nada: el rey lo ordena.

Pero Isabel de Portugal no se levantó. Tuvo que ser Gonzalo Chacón quien, en volandas, la pusiera en pie.

Clara acudió solícita a consolar a Isabel de Portugal, pero la entrada de Isabel y Alfonso, ya listos para el viaje, hizo que la situación empeorara y que las lágrimas de su madre se multiplicaran.

—Ya está todo preparado —avisó Beatriz de Bobadilla con tristeza.

Los que no estaban preparados para lo que tenían delante de sus ojos eran Isabel y Alfonso que nunca habían visto así a su madre.

Rápidamente, Isabel acudió hasta ella.

—No estés triste, madre. Sólo es un viaje…

Chacón y Carrillo sabían que no era así. Por eso cruzaron sus miradas levemente, gesto que no pasó inadvertido a Isabel, que intuyó la gravedad del asunto de inmediato. Algo que no captó su hermano Alfonso.

—¿Y si no queremos ir?

Sólo fue una pregunta de un niño que no entendía que le impusieran nada por la fuerza. Que no soportaba ver llorar a su madre…

Pero esa pregunta provocó una intervención de Isabel que dejó atónito a Chacón, que, emocionado, vio lo mucho que había aprendido Isabel.

También dejó impresionado a Carrillo al comprobar el carácter y la responsabilidad de una niña que sin duda se sabía hija de reyes y que actuaba, por mera intuición, como muchos adultos no lo hubieran hecho.

Primero, Isabel reprochó a Alfonso sus palabras. Y lo hizo con la dulzura de una madre, impropia de una muchacha apenas dos años mayor que él.

—Si el rey manda que vayamos, tendremos que ir. —Miró de reojo a Chacón—. Las órdenes hay que obedecerlas, Alfonso.

Después se dirigió a su madre. Y oyéndola, parecía que ambas se habían cambiado los papeles, tal fue la entereza de Isabel.

—Tranquila, madre. Vendremos a veros, tranquila…

—¿Qué va a ser de mí sin vosotros? —Las palabras salían de su boca entre sollozos.

—No os preocupéis por nosotros. Seremos cuidadosos y educados. Y nunca dejaremos que falten a nuestra dignidad y a nuestro orgullo porque somos hijos de reyes. Y porque nos habéis educado para serlo.

Por fin, apareció una sonrisa en la cara de su madre. Pero aún no le bastaba a Isabel con eso.

—Y dejad de llorar, os lo ruego, que no quiero acordarme de mi madre llorando por sus hijos.

Chacón, conmovido, susurró al oído de Carrillo:

—Juradme que cuidaréis de ellos.

—Con mi vida si fuera necesario, creedme —respondió también el arzobispo en un susurro—. Lo juro por mi honor.

Isabel de Portugal, Chacón, su esposa Clara, Beatriz y todos quienes les habían visto crecer salieron a despedir a los infantes a las puertas del palacio.

En todo momento, Isabel mantuvo la entereza: nadie la vio llorar.

Eso lo reservaba para el viaje, donde, sin perder el gesto serio, no paró de derramar lágrimas. Lo hizo lejos de su hermano. Hasta se apartó, para evitar que viera su llanto, ralentizando el paso de su caballo hasta quedar rezagada de la comitiva.

Un soldado la instó amable a acelerar el paso, pero el propio Carrillo le afeó el gesto: sabía lo que Isabel estaba sufriendo.

Eso ennoblecía más todavía lo que acababa de hacer la infanta: el consuelo a su madre, la dureza educada con su hermano…

Tal y como había jurado a Chacón, cuidaría de Isabel y de su hermano. Quien quisiera hacerles daño, se las tendría que ver con él y con su ejército si hiciera falta.

Palabra de don Alfonso Carrillo de Acuña.

III

El viaje consiguió amansar un poco la tristeza de Isabel y Alfonso.

Y la llegada a Segovia hasta logró, por unos momentos, que se olvidaran de sus penas.

Divisaron la magnificencia del Alcázar, del que Carrillo les informó que era inexpugnable para el más potente de los ejércitos.

Comprobaron que era día de mercado, el bullicio de la ciudad. Y pese a que Carrillo no les dejó detenerse, las imágenes de cosas extrañas para ellos se sucedían ante los ojos de unos niños boquiabiertos.

Escucharon la música de intérpretes callejeros. Contemplaron malabarismos y contorsiones imposibles realizadas a cambio de unas monedas. Entre los puestos, donde los gritos de los mercaderes sobresalían sobre el bullicio, se asombraron ante la presencia de un hombre negro del que Alfonso creyó que se había pintado la piel y Carrillo tuvo que explicar que venía de África.

—Qué pequeñito era Arévalo, Alfonso.

La llegada a palacio también les impresionó. Empezado a construir por su padre para su hermano Enrique, el propio rey culminó la obra de un edificio que suponía el contraste civil con respecto a los aires militares del Alcázar.

Al lado de la iglesia de San Martín con la que compartió nombre, el palacio era sobrio por fuera, pero, en su interior, de aire mudéjar, el lujo era evidente, destacando sus coloridos artesonados.

Y la sensación de grandeza inabarcable era reforzada por un diseño laberíntico y desordenado que más que parecer de un solo edificio, parecía ser la de varios unidos en torno a sus patios.

Habituados a una vida y unas costumbres sencillas, casi de pueblo, Alfonso e Isabel entendieron de golpe la grandeza que suponía vivir en la Corte… y lo difícil que sería desandar lo andado sin un plano que les guiara por donde Carrillo iba tan decidido, conocedor de cada vericueto de palacio.

Por fin, tan impresionados como asustados, llegaron a la Sala Real, donde los recibió sonriente la reina Juana, acompañada de don Juan Pacheco y de don Beltrán de la Cueva.

—Bienvenidos a la Corte, Isabel y Alfonso.

Embarazada ya de casi cuatro meses, Juana abandonó el protocolo para abrazar a los hermanos de su esposo, que recibieron aturdidos su cariño. Dándose cuenta de ello, Carrillo intentó romper el hielo.

—¿No vais a decirle nada a la reina?

Estas palabras parecieron hacer despertar a Isabel, que rápidamente se inclinó y dio las gracias a la reina. Pero no a Alfonso, que tuvo que recibir un leve codazo de su hermana para hacer lo mismo.

—No tenéis nada que agradecer… Ésta es vuestra casa. Al arzobispo Carrillo ya le conocéis.

—Y a mí también —se hizo notar, en cuanto pudo, Pacheco.

—Entonces —culminó la reina— sólo me queda presentaros a don Beltrán de la Cueva, mayordomo de la Casa Real, que estará atento a vuestras peticiones.

—Encantado de serviros, altezas.

A todos saludaron los niños forzadamente, pero Isabel no paraba de mirar por la sala, nerviosa. La reina, al verlo, se preocupó por ello.

—¿Ocurre algo, Isabel?

—Perdonad, majestad, pero… ¿dónde está mi hermano el rey? ¿No viene a recibirnos?

Carrillo entró al quite:

—Su Majestad seguro que está atendiendo asuntos de gobierno que no pueden esperar.

Juana de Avis agradeció la intervención de Carrillo con una sonrisa y añadió, sabiendo que era posible que su esposo en realidad ni se acordara de que venían sus hermanos:

—En efecto, así es… —Y luego, cambió de tema—. Me han dicho que eres muy piadosa… por eso me he permitido colocar en tu alcoba un pequeño altar y un reclinatorio.

Estas palabras consiguieron, por fin, que Isabel sonriera.

—Gracias, majestad… Así podré rezar por mi madre. Y me sentiré menos sola.

Era un agradecimiento, pero también una constatación del mal que se había hecho. Y de la indefensión que sentían Isabel y su hermano. Carrillo intentó tranquilizarla.

—No estaréis sola… Vuestra alcoba no está lejos de la mía, por si necesitáis algo a cualquier hora…

La reina dio por concluida la recepción.

—Pues no hay nada más que decir… Beltrán, vamos a enseñar a los infantes sus aposentos. Aunque antes pasaremos por la cocina: seguro que estáis hambrientos del viaje.

No lo estaban; los nervios atenazaban sus estómagos. Pero Beltrán, al lado de la reina, ya había empezado a andar hacia la cocina y ellos le siguieron, dejando solos a Carrillo y Pacheco, que no podía por menos de comentar lo que acababan de ver sus ojos.

—¡Cuánta amabilidad! ¿Habíais visto alguna vez tan servicial a la reina?

—Dicen que el embarazo dulcifica el carácter, sobrino. Y más cuando conseguirlo cuesta tanto.

—Sí… Por cierto… Vos que tenéis tratos con Dios preguntadle si el Espíritu Santo ayudó al rey en ese asunto. Porque sólo él pudo obrar el milagro de que se le pusiera dura. O de que un viejo médico castellano lo haya logrado con su ciencia… ¿Quién puede creerse tal invento?

—Prefiero creer en milagros que en los rumores que por ahí circulan. Supongo que los conocéis.

—¿Que el padre es Beltrán? Conozco bien esos rumores.

Clavó la mirada en su tío.

—Los he propagado yo.

IV

Sin su madre, sin Beatriz, sin Chacón, el caer de la primera noche lejos de su hogar hizo que Isabel entrara en un estado de melancolía nada más llegar a su alcoba.

Pero al contemplar el reclinatorio y el pequeño altar colocado frente a él, se sintió aliviada.

Al observar cómo ya habían instalado la jaula de Amadís, que inopinadamente empezó a trinar como si la saludara, hasta sonrió. Tal vez no fuera todo tan malo como se imaginaba, pensó.

Como todas las noches antes de ir a dormir, se puso a rezar, con el deseo de que Dios la ayudara. A ella, a su hermano y, sobre todo, a su madre, a la que imaginaba aún llorosa y doliente.

Pater Noster, qui is in caelis, sanctificetur nomen tuum

Unos pasos empezaron a oírse por el pasillo… Luego, una puerta que se abría y no se cerraba. Y unas risas…

… adveniat Regnum tuum fiat voluntas tua sicut

Tras las risas, empezaron a oírse frases obscenas… E inmediatamente unos jadeos… Isabel fue hasta donde estaba el pajarillo, tranquilo en su jaula… Pero en realidad se hablaba a sí misma.

—Tú ni caso, Amadís.

Pero los jadeos iban a más… Isabel buscó una tela y cubrió la jaula de Amadís, para que no oyera nada. Ojalá pudiera hacer ella lo mismo con su cabeza. Pero, pensó, que podía hacer otra cosa: rezar más alto. Y, otra vez de rodillas, comenzó la oración, casi a voz en grito.

Pater Noster, qui is in caelis, sanctificetur nomen tuum

Pero los gemidos de la habitación contigua resultaban imposibles de ignorar. No podía aguantar más y salió corriendo de la alcoba.

Nada más salir, vio a una pareja retozar, desnudos los dos, la puerta abierta, en la habitación de al lado… Escandalizada, siguió corriendo hacia los aposentos del único que parecía preocuparse por ella y por su hermano en esa Corte: Carrillo.

—¡Abridme, por favor, eminencia!

Aporreó la puerta sin parar, hasta que ésta se abrió y apareció Carrillo en camisa de dormir, aunque bien despierto. Y, ahora, preocupado.

—¿Qué sucede, alteza?

Pero Isabel ni le respondió, aturdida al ver, por detrás de él, a una exuberante dama desnuda en la cama del arzobispo.

—¿Vos también?

Horrorizada, volvió corriendo a su habitación sin que el arzobispo pudiera retenerla.

—¡Esperad, Isabel, esperad!

Definitivamente, las costumbres de la Corte eran bien distintas a las costumbres que ordenaba Dios. Y más a sus representantes en la tierra.

Isabel tardó en conciliar el sueño. Pero la energía de todo ser humano tiene un límite. Y más la de una niña de apenas diez años, sobrepasada por unos días tan llenos de tensión y de emociones como jamás había vivido.

Y se durmió, echando de menos su alcoba de Arévalo y el beso de buenas noches de su madre.

A la mañana siguiente comprendió que si esperaba que su vida en la Corte podría ser llevadera, se equivocaba.

En el desayuno, su hermano el rey siguió ausente. Sólo la reina les acompañaba a ella y a su hermano Alfonso.

—Isabel, tienes mala cara… ¿Dormiste mal anoche?

Antes de que Isabel pudiera contestar a lo que creía unas palabras amables, la entrada de una pareja de criados (trayendo pan y manteca) la hicieron entrar en estado de alarma: la criada era la misma que yacía con un varón en la alcoba de al lado la noche anterior.

Entonces supo el infierno que le esperaba. Pero, al mismo tiempo, se conjuró a no mostrar debilidad ni temor. Y descubrió que el cinismo podía ser más un arma con la que sobrevivir que un pecado.

—Me costó al principio… pero luego pude dormir sin problemas. Gracias por vuestro interés, majestad.

En ese momento, entró Carrillo, que al recibir la mirada reprobatoria de Isabel, no pudo evitar sonrojarse.

—Buenos días, majestad… ¿Puedo pasar?

—¿No tenéis que oficiar misa, eminencia? —respondió displicente la reina.

—He venido precisamente para invitar a los infantes a ella, señora.

De repente, Alfonso, con la torpeza del que se siente absolutamente fuera de lugar, hizo que cayera al suelo el cuenco de madera con las gachas.

Asustado, pidió perdón y miró humildemente al criado que tendría que limpiar su torpeza. Éste acudió solícito para limpiar suelo y mantel, pero la reina se lo impidió con un grito:

—¡No! Que lo limpie él.

Alfonso, más como niño asustado que como infante, cogió un paño dispuesto a obedecer.

Pero ahora, sin necesidad de alzar la voz, con una autoridad impropia de su edad, fue su hermana quien le impidió que se pusiera a limpiar como un criado.

—Ni se te ocurra hacerlo, Alfonso.

Alfonso se quedó atónito, no sabía qué hacer.

Juana insistió: era la reina y sus órdenes debían ser obedecidas.

—¡Limpia lo que has ensuciado! —chilló histérica.

Pero Isabel aguantó el pulso y mirando fijamente a la reina, sin levantar la voz, volvió a dejar claro que hay barreras que con ella no se debían pasar. Y menos con su hermano.

—Somos hijos de reyes… Mi hermano no va a limpiar nada.

Se sabía que la presencia de los infantes iba a generar momentos de tensión, pero no que las cartas se mostraran tan rápido encima de la mesa, debió pensar Carrillo que, para arreglar el desaguisado, humildemente cogió el paño del criado para limpiar él mismo los restos de las gachas.

Pero Isabel también se negó.

—Gracias, pero no es la limpieza la tarea de un arzobispo.

Luego se levantó y pidió educadamente permiso para salir para ella y para su hermano. Juana accedió sólo asintiendo, de mal humor.

Carrillo contempló admirado a Isabel mientras salía, tan deprisa que su cabello rubio parecía azotado por el viento: nunca habría imaginado que una niña fuera capaz de plantar cara a la propia reina.

Pero enfrentarse con Juana podría acarrearle tremendos perjuicios. Por eso, amable, Carrillo intentó mediar ante la reina, aún iracunda por lo que acababa de suceder.

—Comprendo vuestra impaciencia por tener un hijo, majestad… Pero todo esto no es necesario.

—¿Quién sois vos para decirme lo que es necesario o no, eminencia?

Hubo un silencio. Luego Carrillo se despidió con respeto de su reina y se marchó a sus quehaceres sin decir a la reina lo que realmente le hubiera apetecido: que la vida da muchas vueltas y que quien siembra vientos, acaba soportando tempestades.

V

Pasaron los meses. Uno, dos, tres…

Y al llegar al cuarto, la situación era inaguantable para Isabel y Alfonso.

Estaban solos. Bueno, no del todo: dos guardias les acompañaban a todas partes, como si fueran peligrosos o pudieran escaparse de palacio.

Apenas nadie les hablaba. El rey seguía ausente y sólo pudieron observarle un par de veces de lejos, sin poder acercarse siquiera a él.

Sólo la amabilidad del mayordomo de palacio, don Beltrán de la Cueva, les consolaba. Beltrán contemplaba apenado la situación de esos dos niños: dos extraños en un mundo que no era el suyo… ¡Le recordaban tanto a él! Pensaba el de Úbeda que ser hijo de reyes no era precisamente algo tan afortunado como cualquiera sin título pudiera pensar.

Sólo las atenciones de Carrillo hacían ver a Isabel y Alfonso que alguien se preocupaba de ellos. Aunque ella sólo aceptaba alguna de esas atenciones y a regañadientes: no le perdonaba a un hombre de Iglesia caer en los pecados de la carne.

Pero, sin embargo, ese hombre la tranquilizaba, aunque no se lo dijera. Se sentía protegida por Carrillo, siempre vigilante de sus personas como si temiera que alguien les fuera a hacer daño. Le inspiraba confianza.

Por eso, una mañana, harta, se dirigió directamente a él.

—¿Sabéis dónde está ahora el rey?

Carrillo respondió afirmativamente.

—Llevadnos donde esté: he de hablar con mi hermano.

Era tal la seguridad que mostraba Isabel que Carrillo, pese a que respondió objetando que tal vez no fuera el momento más oportuno, que el rey estaba en sus asuntos de gobierno… Acabó cediendo ante la insistencia de Isabel, pese a que le podía costar algún sermón del propio rey… o lo que era peor: de la reina.

Pero era tan injusta la situación de esos niños y tan admirable el carácter de Isabel que pensó que bien merecían un premio.

Y les llevó donde estaba el rey, que se encontraba a las afueras de Segovia. No estaba reunido con emisarios extranjeros, ni con el Consejo Real, ni controlando las cuentas de Castilla… No: estaba tirando con arco, lo que provocó la ironía de Isabel.

—Ya veo los asuntos de gobierno a los que os referíais, monseñor.

Llegaron hasta el rey y Carrillo, anticipando un seguro reproche, pidió perdón por interrumpir la tarea de éste.

Pero, en vez de mostrar mala cara, el rey sonrió y abrazó a sus hermanos con un afecto impropio de quien no se había molestado ni en verlos desde que habían llegado a palacio.

—¡Hermanos! ¡Qué alegría me da el veros!

Carrillo, discreto, movió la cabeza asombrado del voluble carácter del rey.

Isabel, respetuosa, hizo una genuflexión.

—Perdonad nuestro atrevimiento, señor.

Enrique le sonrió, encantador.

—No os inclinéis, os lo ruego: sois mi hermana. Y entre hermanos nunca hay atrevimientos… Perdonadme vosotros a mí por no haberos recibido personalmente —mintió—. Ayer tuve un día muy atareado y hoy… —Volvió a mentir—. Hoy iba a saludaros después de tirar con arco.

—No importa, majestad —respondió escéptica Isabel.

—Dejaos de majestad y esas tonterías y decidme: ¿qué tal vuestra estancia en la Corte?

—Precisamente quería hablaros de eso.

Isabel no se atrevía a seguir: era valiente y lo había demostrado. Pero Enrique, aunque fuera su hermano, ante todo era el rey. Su rey. Por muy ofuscada que estuviera no podía faltarle al respeto, ni parecer una niña caprichosa… Y se quedó sin palabras.

Enrique se dio cuenta. Y de repente mostró su lado más sensible.

—Podéis hablarme en toda confianza, Isabel. Decid qué queréis de mí.

—Os rogamos que nos deis permiso para volver a Arévalo con nuestra madre.

Enrique acarició su cabeza. Cualquier cosa le hubiera dado si la hubiera pedido. Pero ésa no: se lo había prometido a su esposa y ésta le iba a dar el mejor de los regalos, un hijo.

—No es tan fácil, hermana. Ejercer el poder es muy complicado, tiene unas responsabilidades… Y vosotros, como familia del rey, tenéis que empezar a aprender las vuestras.

—Pero… —intentó explicarse Isabel.

Enrique impidió que siguiera, dulcemente. Tanto como sólo él, a veces, podía llegar a serlo.

—Vos, sin ir más lejos, Isabel… En unos años deberéis estar preparada para casaros con un rey que se os proponga… Y tendréis que mirar por el bien de Castilla antes que por el vuestro.

Isabel le miró seria: por ahí no estaba dispuesta a pasar.

—Perdonad, pero yo me casaré con quien quiera.

A Carrillo estuvo a punto de darle un arrechucho ante la claridad de ideas de la niña.

—Isabel…

Pero Enrique, al que las palabras de su hermana le habían hecho reír, ya dominaba el encuentro y decidía quién hablaba y cuándo.

—Tranquilo, Carrillo… Dejadla soñar ahora que puede, eminencia… —Añadió dirigiéndose a Isabel—: Sé que estos momentos no son agradables para vos… Por eso quiero recompensaros con algo que os gustará. ¿Queréis ser la madrina de mi hijo?

Isabel quedó pasmada ante la oferta.

—¡Sería un honor, majes…!

Su hermano la miró cómicamente reprobatorio, y chistando evitó que Isabel dijera la palabreja «majestad». Y logró que Isabel por fin sonriera.

—Sería un honor, Enrique.

Entonces, Enrique miró a Alfonso, que callado todo el tiempo no dejaba de mirar las flechas y los arcos.

—Y vos, por la cara que ponéis, seguro que estáis deseoso de probar con el arco…

Alfonso no podía creérselo.

—¿Puedo?

—¡Por fin habló! ¡Empezaba a temer que fuerais mudo! —le dijo el rey ofreciéndole su propio arco—. Claro que podéis… Tomad…

Mientras Alfonso cogía el arco alborozado, Isabel se preguntaba al tiempo que contemplaba a Enrique, que si tanto afecto les mostraba, ¿por qué nunca se había preocupado por ellos? Por eso debía insistir…

—¿No podéis traer aquí a nuestra madre?

—Su tiempo de reina pasó, Isabel.

—Dejadnos al menos ir a visitarla —casi imploró.

Enrique la miró con cariño.

—Cuando nazca mi hijo, podréis volver con ella. Os lo juro.

Carrillo se quedó extrañado. Y no tardaría en comunicar su extrañeza a Pacheco, que al día siguiente le hizo llamar para mostrarle unos documentos.

—Este Enrique… nunca dejará de sorprenderme. Es como si fueran dos personas en una. No recibe a sus hermanos, permite que la reina los humille y luego los trata con un cariño que emocionaba verlo.

—Sí… El rey es capaz de no saludaros un lunes y acordarse del cumpleaños de vuestros hijos el miércoles siguiente. Es peligroso, Carrillo. Y si no me creéis, mirad esto…

Pacheco acercó a Carrillo unos edictos dictados por el rey. Tras leerlos, el arzobispo mostró su sorpresa.

—¿Es esto cierto?

—Los firma el rey, ¿os parece cuestión de poca certeza? El rey ha duplicado los bienes de su querido Beltrán desde el embarazo de la reina.

Carrillo se sintió confundido.

—¿Qué hacemos?

—Vos seguid protegiendo a Alfonso y a su hermana. Que no olviden que estamos a su lado.

—¿Aún pensáis en él como futuro heredero?

—Tiempo al tiempo. Los buenos guisos se hacen a fuego lento. Pero si el rey no cambia, algo tendremos que hacer.

—¡Pobres! Ellos sólo piensan en volver a Arévalo, con su madre. El rey les ha prometido que los dejará partir en cuanto tenga a su hijo.

Preocupado, Pacheco se dejó caer en la silla para vislumbrar el futuro.

—Exacto —remarcó—. A su hijo. Porque como sea niña, ya se encargará la reina de que Alfonso e Isabel sigan presos.

VI

Pasó el cuarto mes, y toda la Corte se desplazó a Madrid. Castilla tenía tradición de que su Corte fuera itinerante y, en estos últimos tiempos, Segovia y Madrid alternaban capitalidad según dónde estuvieran el rey y su séquito.

A veces, tanto amaba Enrique a la villa de Madrid, que la Corte permanecía en Segovia, donde se guardaba el tesoro real, mientras él se encerraba en su coto de caza de la sierra, donde un guardés y unos pocos hombres de confianza cuidaban de la principal debilidad del rey: sus animales.

Pero ahora no tenía tiempo de estar con ellos: la reina estaba a punto de salir de cuentas, había que organizar el bautizo y, lo más importante: la ceremonia de juramento a su heredero.

Para Isabel y Alfonso era la misma historia con distinto paisaje: seguían paseando vigilados. Y continuaban sufriendo la total indiferencia de los que los rodeaban, exceptuando a Carrillo y a un amable Beltrán de la Cueva, al que Isabel estaba especialmente agradecida por conseguir que pudiera llevar a Amadís hasta Madrid, pese a las órdenes contrarias de Juana de Avis.

El mayordomo de palacio arregló la cuestión con sensibilidad y discreción: consiguió una jaula algo más pequeña que, camuflada, pasó inadvertida entre los bultos del equipaje de los infantes.

Un buen día, los gritos de la reina se oyeron por todo el palacio. No era otro de sus ataques de histeria: sencillamente, estaba dando a luz.

Su esposo esperó fuera de la alcoba impaciente, mientras dentro una comadrona hacía su trabajo ante los ojos de un notario. El rey se paseaba nervioso de un lado para otro. Estaba viviendo el momento más deseado de su vida. Iba a ser padre.

Enrique nunca fue muy creyente, pero superado por la situación, hasta rogó a ese Dios en el que los demás creían más que él.

Y le pidió, con todas sus fuerzas, una cosa: que su hijo fuera varón.

Por fin, los gritos de Juana se acallaron. Silencio. Y, a los pocos segundos, el llanto de un recién nacido.

Ansioso, Enrique entró en la estancia. Antes de preocuparse por su extenuada esposa, fue corriendo al notario y le preguntó, con el corazón en un puño:

—¿Qué ha sido?

El notario parecía apesadumbrado, dando a entender lo que confirmaron sus palabras.

—Niña, majestad.

La decepción invadió al rey, que ni siquiera hizo ademán de ver a su hija, todo lo contrario que la madre.

—¡Dejad que vea a mi hija!

La comadrona miró al rey, que asintió, y acercó a la recién nacida a los brazos de quien acababa de parirla.

Juana la abrazó con delicadeza, con un amor inmenso.

—Mi niña…

El rey las miraba a una cierta distancia: su decepción por no tener un varón le había paralizado. Pero Juana no iba a consentir que su hija no recibiera el reconocimiento de su padre.

—¿No os acercáis a ella? ¿Acaso la vais a querer menos por ser niña?

Enrique, triste, sabía que no podía hacer eso. Y se aproximó hasta ellas.

—No, amor mío… —dijo acariciando a su hija—. Es nuestra hija. Y mi heredera.

Su heredera fue bautizada con el mismo nombre que su madre: Juana. La ceremonia se celebró por todo lo alto; vinieron personalidades de toda Castilla, de los reinos amigos e incluso de alguno que podría llegar a serlo.

La capilla real de Madrid estaba abarrotada. Las calles que la rodeaban, también.

Las malas lenguas dijeron que la presencia de tanto gentío se debía a que todos querían comprobar si era verdad que el rey había sido capaz de engendrar. Una noticia que sólo creerían cuando vieran a la niña, del mismo modo que Tomás sólo creyó en la resurrección de Cristo al tocar sus llagas.

Isabel estaba allí. De madrina, como le prometió Enrique. A su lado, el embajador de Francia. Paradojas del destino: el padrino fue el marqués de Villena, don Juan Pacheco, acompañado de su esposa.

No se supo si la elección de Pacheco para un papel tan estelar fue por reconocimiento a los servicios prestados, o por mantenerle calmado… O porque hubiera sido excesivo, tales eran los rumores, que el propio Beltrán de la Cueva ejerciera de padrino cuando tantas voces decían que era el verdadero padre de la criatura.

Ofició el acto el arzobispo Carrillo, al que, pese a que nadie lo notó, entre rito y rito, pensaba en lo que podría ocurrir a partir de ese momento.

¿Pasaría lo que vaticinaba Pacheco acerca de que al nacer una niña, Alfonso e Isabel seguirían presos en palacio?

La cara sonriente de Alfonso, que creía que tras la ceremonia de bautizo volvería a su querido Arévalo, podría hacer creer a más de uno que no iba a ser así.

Isabel, temerosa, incluso se acercó a su hermano el rey tras la ceremonia para preguntarle si ahora podrían volver con su madre. Y conoció a otro Enrique. Ya conocía al ausente y al dulce y amable. Ahora conoció al airado y seco.

—No es momento de hablar de esos temas, Isabel.

Isabel supo en ese momento que la batalla estaba perdida.

Y no fue la única: su madre, en Arévalo, tan débil que volvía a tener que guardar cama, también se temía lo peor.

—Una niña… Ha tenido una niña… Mis hijos no volverán.

—Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos —respondió sin convencimiento Chacón, que en realidad pensaba lo mismo que la enferma.

Pero Isabel de Portugal repitió obstinada:

—No volverán. Y vos lo sabéis tan bien como yo, don Gonzalo. Un hijo habría asegurado la sucesión. Una hija casada con un rey extranjero pondría Castilla en manos de extraños.

—Si me pedís que me rinda, sabéis que no lo haré —dijo Chacón reconociendo la gravedad de la situación—. Moveré Roma con Santiago para protegerles.

—Sé que lo haréis… Y que lucharéis aun sabiendo que tenéis la batalla perdida… Tengo tanto que agradeceros, don Gonzalo —declaró Isabel de Portugal con ternura.

—Por favor, señora…

—Dejadme hablar, por si mañana no puedo…

Chacón asintió, lo que aprovechó ella para coger aire y seguir hablando, sacando fuerzas de flaqueza.

—En vez de odiarme por promover la muerte de don Álvaro, vuestro maestro, habéis educado a mis hijos como si fueran vuestros.

—Vos no firmasteis su sentencia.

—Pero intrigué para que el rey la firmara… ¡Lo siento tanto! Por eso Dios me castiga, don Gonzalo. Lo sé. Por eso hace que me visite el espíritu de don Álvaro: para recordarme mi pecado.

Chacón observó desconcertado cómo la mirada de Isabel de Portugal dejaba de dirigirse a sus ojos y se desviaba hacia un lado, detrás de él. Ahí estaba, a la vista exclusiva de ella, el fantasma de don Álvaro.

—¿Lo estáis viendo ahora? —preguntó Chacón.

—No. Ahora, no —mintió Isabel de Portugal.

Chacón no las tenía todas consigo, pero evitó mirar detrás de él.

—Ya que no volverán, os lo ruego: visitad a mis hijos. Hacedles saber que su madre los quiere y los querrá siempre. Y regresad con noticias suyas.

—Os juro que así será, alteza… Pero antes haré lo que pueda por que vengan a visitaros.

—Gracias.

Chacón abandonó la estancia, dejando a la enferma sola. Pero Isabel de Portugal no se sentía sola: miró otra vez a don Álvaro, sentado plácidamente en la silla, y le dijo en toda confianza:

—Los dos sabemos que no lo conseguirá, ¿verdad?

VII

Chacón envió cartas a Enrique durante dos meses y, como siempre, no obtuvo respuesta.

Ya sólo le quedaba una opción para lograr que Isabel y Alfonso volvieran a Arévalo: don Diego Hurtado de Mendoza. Y viajó de Arévalo hasta Buitrago para conseguir que intermediara en el conflicto.

Educado, culto y refinado, como pocos hombres había en Castilla, Mendoza antes de hablar enseñó a Chacón su colección de arte. Don Diego era famoso por ser mecenas de grandes artistas y entendía que la presencia de Chacón, hombre también de gran formación, le brindaba una oportunidad casi única de poder hablar de pintura.

Don Diego le mostró un cuadro a Chacón. Era de tema mariano y en él se veía a la Virgen con Jesús de niño y una pequeña iglesia en el regazo, como madre de Dios y protectora de la Iglesia.

—¿Qué os parece, don Gonzalo?

—Temo hablar de arte con vos, excelencia: sabéis mucho más que yo…

—Siempre tan prudente, Chacón. Y hacéis bien. Porque esta pintura es peor que el estiércol en una ensalada. ¿Sabéis quién la ha pintado?

Chacón estaba confundido.

—No, excelencia.

—Yo mismo —dijo mirando la pintura—. ¡Dios mío! Soy un pintor desastroso. Probablemente por eso pago a los buenos pintores, para que ellos trabajen a su libre albedrío. Es una forma de equilibrar la balanza, supongo… Ya sabéis que los Mendoza siempre buscamos el equilibrio.

Chacón no quería perder más tiempo e introdujo en la conversación, adulador, otro concepto:

—También buscáis la justicia, excelencia. El honor de vuestra familia no admite duda en el reino. Por eso he acudido a vos…

Don Diego sonrió. Sabía por qué Chacón decía eso.

—Gracias por vuestras palabras… pero vuestro esfuerzo es en vano.

—¿No haréis nada por los infantes?

—No debo.

Chacón apeló no ya a la justicia sino a la bondad de Dios.

—Vos sois un buen cristiano y tenéis que saber que su madre está gravemente enferma y…

Con un leve gesto de su mano, Mendoza detuvo el discurso de Chacón.

—No insistáis… El rey ha decidido y nuestra misión es obedecer. No soy un intrigante como Pacheco, que se mueve como una veleta. Ni queremos ser más reyes que el propio rey, como quiso serlo vuestro amigo don Álvaro…

Mendoza acababa de atacar el flanco débil de Chacón, donde más podía dolerle.

—Nosotros los Mendoza debemos ser estables y no admitimos otras influencias que las del rey… —añadió dejando caer el dato—. Y más ahora, que ha tenido a bien casar a don Beltrán de la Cueva con mi hija Mencía. Lo siento, don Gonzalo.

Chacón quedó desolado, algo que no pasó inadvertido a don Diego.

—Bien… sólo me queda daros las gracias por vuestro tiempo.

—No hay de qué. Siempre es un placer hablar con alguien tan culto como vos. Por cierto, en unas horas marcho para Madrid, a jurar lealtad a la heredera. Si queréis acompañarme…

Chacón sonrió con amargura.

—Iría… Pero sólo para ver a Isabel y Alfonso, y sé que eso no es posible: ya he escrito al rey varias veces y no he obtenido respuesta.

Tras pensárselo unos segundos, por fin don Diego decidió ceder en algo.

—No os preocupéis; venid conmigo. Yo mismo me encargaré de que podáis verlos. Os doy mi palabra.

Chacón no había conseguido el apoyo de los Mendoza para rescatar a los infantes. Pero, al menos, podría verlos.

«Menos es nada», pensó.

VIII

Lo que no pudo ver Chacón fue la ceremonia de juramento de lealtad a la princesa Juana. Tuvo que esperar en las afueras de palacio a que terminara.

Si hubiera estado allí, en la Sala Real de palacio, habría contemplado a todos los prebostes de Castilla lucir sus mejores galas.

Los nobles, más Alfonso e Isabel, todos en pie, esperaban la llegada del rey. En la sala se habían instalado dos tronos: el de Enrique y el de su esposa.

Para amenizar la espera, los presentes se organizaron en grupos en los que en unos corrillos se despedazaba a los que estaban en otros. Con la mejor de las sonrisas y en voz baja, por supuesto: no era momento de expresar públicamente lo que cada uno pensaba.

En realidad, en Castilla era difícil encontrar un momento apropiado para ello: se preferían las intrigas y las puñaladas políticas por la espalda.

En uno de esos corrillos conversaban, en reunión familiar, Juan Pacheco, Pedro Girón y Alfonso Carrillo. El primero analizó el paisanaje y lo definió con su habitual cinismo.

—Reunión de nobles con el rey, función de teatro.

Al contrario que Pacheco, Carrillo tenía en alta estima momentos tan especiales como ése: se habían congregado allí para nombrar a la pequeña Juana princesa de Asturias y, como tal, heredera de la Corona de Castilla. Por eso no dudó en recriminar sus palabras.

—No hagáis bromas… Hoy es un día histórico.

—Pero ¿no veis que todo es una farsa?

Pedro Girón no escuchaba la conversación, pero sí espiaba todo lo que ocurría alrededor: y encontró una presa.

—Mirad a vuestra derecha…

Y señaló con la mirada a Beltrán de la Cueva, que se encontraba al lado de los Mendoza… Y recibiendo evidentes muestras de cariño de la hija de don Diego, Mencía.

Tal imagen sorprendió a Carrillo

—¿Qué hace Beltrán con los Mendoza?

—¿No sabéis las últimas noticias? —respondió Pacheco—. La hija de don Diego Hurtado de Mendoza se casa con nuestro amigo Beltrán.

—¿Beltrán va a entroncar con los Mendoza?

—Sí. Y, además, recibirá el condado de Ledesma. Nunca un puto fue pagado tan generosamente.

Una voz anunciando la entrada de los reyes interrumpió las diatribas de Pacheco.

Como en una coreografía perfectamente ensayada, todos inclinaron la cabeza ante la entrada de Enrique y Juana, acompañados de unos criados que portaban en la cuna a la pequeña Juana.

Detrás de ellos, serios, Isabel y Alfonso.

Carrillo se apenó al verlos en ese acto de sumisión, sin duda ordenado por la reina.

—Detrás de ellos, como perrillos falderos.

—Veo que por fin os dais cuenta de la situación —apostilló Pacheco.

Los reyes se sentaron en sus tronos y la cuna quedó colocada entre los dos.

Inmediatamente, el obispo Fonseca se situó al lado de los reyes y Enrique dio la orden de que empezara la ceremonia. El funcionamiento era simple: Fonseca iría nombrando a los presentes, que se postrarían delante de la cuna de la niña y jurarían lealtad a la pequeña Juana como nueva princesa de Asturias.

Y, tras sacar un legajo, el prelado fue llamando, uno por uno, a los principales de Castilla que allí se encontraban. La primera fue Isabel, anunciada pomposamente por Fonseca:

—Doña Isabel de Castilla, infanta del reino.

E Isabel llegó hasta su sobrina y se postró y juró. Fonseca remachó el legalismo.

—La nombrada, jura.

Luego le tocó el turno a su hermano.

—Don Alfonso de Castilla, infante del reino y excelentísimo maestre de la Orden de Santiago.

Alfonso también se postró y juró. Y Fonseca volvió a repetir que el nombrado había jurado.

Los nombres se iban sucediendo: don Diego Hurtado de Mendoza, marqués de Santillana; su hermano, don Íñigo López de Mendoza, marqués de Tendilla; don Alonso Enríquez de Quiñones, almirante del reino de Castilla…

Carrillo se sentía especialmente inquieto: ver a Beltrán con los Mendoza, saber del aumento de sus títulos y pecunio… Nunca fue muy proclive a creer en las maledicencias que propagaba Pacheco, pero en este caso las sospechas sobre que el rey no era el padre de la princesa le parecían hasta razonables.

—¿Vos qué haréis, sobrino?

—Jurar lealtad… No tengo alma de mártir —respondió Pacheco con voz casi inaudible.

—Pero si lo que decís es cierto, algo habrá que hacer.

—Y se hará. Pasaos esta tarde por mi despacho y lo sabréis.

Mirando la cuna, Pacheco, sonriendo cínico, dejó claros sus pensamientos:

—Mirad a la niña… Es igual que su padre… La llamaremos la Beltraneja.

A Pedro Girón le costó contener la risa. Carrillo seguía pensativo: no creía que la cosa fuera para bromas.

Fonseca seguía con su lista.

—Don Alfonso Carrillo de Acuña, excelentísimo arzobispo de Toledo.

Carrillo, con faz seria, se acercó hasta la cuna. Después de inclinarse y jurar lealtad, no pudo evitar quedarse unos segundos de más contemplando a la princesa. Luego miró de reojo a Beltrán.

Quería comprobar si de verdad había razones para llamarla la Beltraneja.

IX

Carrillo juró. Como también lo hizo Pacheco. Pero esa misma tarde se encontraron en el despacho de Pacheco, donde les esperaba un notario para firmar un documento público, que dictó Pacheco:

—Por la presente, declaro…

El notario escribió de puño y letra, al dictado.

—Que se me ha hecho jurar forzado y contra mi voluntad…

El notario siguió escribiendo.

—… lealtad a la princesa Juana, que es hija de la reina, pero no del rey.

El notario, al oír estas palabras, dejó de escribir y se quedó mirando a Pacheco.

—¿Estáis seguro de lo que decís? —preguntó perplejo.

Antes de recibir respuesta sintió cómo la mirada de un pendenciero marqués de Villena le atravesaba.

—¿Y vos? ¿Estáis seguro de que queréis seguir trabajando de notario?

—Sí, sí, excelencia…

—Pues escribid, necio.

El notario, temeroso, siguió escribiendo hasta el final todo lo que le fue dictado. Que en resumen era lo dicho: Pacheco no reconocía a la princesa como hija del rey y sí de don Beltrán de la Cueva.

Acabado el documento, Pacheco lo revisó y firmó. Luego miró a Carrillo y le preguntó si también quería dar fe de lo expuesto.

Carrillo, más prudente, se negó.

—Con vuestro juramento, basta.

Y realmente bastaba. No se trataba de hacerlo público de inmediato. La idea de Pacheco era más sibilina: el notario daría fe de que en la misma fecha en que se juró a Juana como princesa de Asturias, alguien denunciaba que ella no era digna heredera de la corona.

Si con el paso de los años, las cosas iban mal dadas, esa acusación no podría ser tachada de acalorada ni improvisada.

Era una carta en la manga. Una daga oculta, pequeña pero mortal de necesidad… que Pacheco usaría si fuera necesaria.

X

Mientras Pacheco intrigaba con el futuro de Castilla, en los pasillos que conducían a la alcoba asignada a Isabel en el palacio de Madrid tenía lugar una escena sin duda más emotiva: el reencuentro de Chacón con Isabel y Alfonso.

En un principio, los soldados que vigilaban a los infantes se negaban a perderlos de vista, ni siquiera en tan especial momento. Pero Diego Hurtado de Mendoza, que acompañaba a Chacón, zanjó el problema.

—Bajo mi responsabilidad, os ordeno que les dejéis intimidad para hablar.

Los soldados no tuvieron más remedio que obedecer, tal era el poder de don Diego, patriarca de una familia que, entre otras cosas, poseía un ejército que era la base de la defensa de Castilla.

Chacón dio las gracias a don Diego.

—Lo que prometo, lo cumplo —respondió Mendoza.

Y marchó, no sin antes mirar de reojo la emocionante imagen de un reencuentro que se diría que era el de unos hijos con su padre, tales eran los abrazos.

Ya en la habitación, Chacón se encontró con Amadís. Chacón miró al pájaro en la jaula.

—¿Canta o no canta?

—Cuando quiere, como siempre… —respondió Isabel feliz—. Tomad asiento y contadnos, ¿cómo está nuestra madre?

Chacón se armó de valor para mentir.

—Bien, bien… Con muchas ganas de veros… por eso me ha enviado, para que le dé noticias vuestras.

Alfonso le miró incrédulo.

—¿De verdad está bien?

Haciendo de tripas corazón, Chacón volvió a mentir.

—Muy bien. Ha vuelto a coger el gusto de los paseos por el campo… Y sólo le faltáis vosotros. Eso es lo único que le falta… que no es poco.

Isabel miró fijamente a Chacón que bajó la cabeza y cambió de tema. En ese momento Isabel se dio cuenta de que Chacón les estaba mintiendo.

—¿Y vosotros? ¿Qué tal vuestra vida en la Corte?

—Mal —respondió sincero y veloz Alfonso.

Isabel, reprobatoria, le corrigió.

—No exageres, Alfonso. Mal, mal…, no. Nos cuidan… Echamos de menos vuestras clases y las de mi madre. Pero no tenemos queja.

Alfonso no podía creer lo que estaba oyendo en boca de su hermana, sin darse cuenta de que Isabel estaba haciendo lo mismo que Chacón: ocultar los problemas para que los otros no sufrieran. Asumir con orgullo su situación.

—Isabel —insistió Alfonso—, ¿cuántas veces hemos hablado de que…?

Isabel no le dejó acabar la frase.

—Tonterías… Un mal día lo tiene cualquiera, Alfonso… —Y dirigiéndose a Chacón añadió—: Decidle a nuestra madre que estamos bien. No tenemos queja de nada.

—A veces no te entiendo, hermana.

Entonces Isabel cambió de tema.

—¿Por qué no nos damos un paseo por el jardín? Hace un día precioso y dicen que el aire de Madrid es bueno para la salud.

Chacón sonrió.

—Por mí encantado…

—Alfonso, ¿te importa que antes hable un minuto con don Gonzalo? Quiero darle un mensaje para Beatriz.

—Os espero fuera —obedeció Alfonso resignado.

Nada más quedarse solos, Chacón se interesó por el supuesto mensaje.

—Vos diréis.

—¿Podéis concederme unos minutos para escribir una carta para Beatriz? No tardaré nada en redactarla y en reunirme con vosotros. Así podéis llevarla a Arévalo.

—Por supuesto…

—Y no os dejéis marear por las quejas de mi hermano.

Chacón asintió y se encaminó hacia la puerta, rumiando todo lo que acababa de escuchar. Antes de salir, lleno de dudas, se giró hacia la infanta.

—Isabel, ¿habéis sido sincera en vuestras palabras? ¿Es verdad que estáis bien en la Corte?

Isabel le miró a los ojos. Su mirada era brillante, segura.

—¿Es verdad que mi madre está bien?

Chacón se extrañó de obtener una pregunta por respuesta y, como Pedro, negó la verdad por tercera vez.

—Claro. ¿Por qué os habría de mentir yo?

Isabel sonrió.

—¿Y por qué os habría de mentir yo a vos?

En ese momento, tras sonreír, Chacón comprobó que, pese a su corta edad, Isabel ya había dejado de ser una niña. Su infancia había desaparecido tras el rapto, tras tantas penas y sinsabores.

Y fue consciente de que su alumna ya jugaba al mismo juego que él: el de la responsabilidad.

—Es cierto. Perdonad por la pregunta.

Isabel mantuvo su sonrisa hasta que su tutor dejó la alcoba. Luego, la tristeza invadió su semblante.

Con esa misma tristeza se dispuso a escribir una carta para sus seres más queridos. Aquellos de los que la ambición de la reina les habían apartado a ella y a su hermano.

XI

No tardó mucho en volver Chacón a Arévalo. Llevó hasta allí los recuerdos y el cariño de los infantes. Y también la carta que Isabel le entregó y que le rogó que no se leyera en presencia de su madre.

Chacón reunió a su esposa y a Beatriz de Bobadilla para leerla juntos. La carta decía así:

Os escribo esta carta a vos, Beatriz, pero quiero que la leáis en alto delante de don Gonzalo y doña Clara… A mi madre, no, que no quiero que sufra… Os pido perdón, don Gonzalo, por no haber sido clara con vos delante de mi hermano: es pequeño y aún no entiende ciertas responsabilidades que como familia de reyes tenemos que asumir, a veces con pena.

Sobre todas las cosas, decid a mi madre que cada día sus hijos la quieren más… A vos, Chacón, agradeceros vuestros cuidados y atenciones que más que de un tutor han sido las de un padre, pues padre os podemos llamar porque de los pechos de vuestra esposa, mi querida Clara, me amamanté…

Beatriz tuvo que parar al oír el llanto de Clara.

—Seguid —ordenó Chacón.

Y Beatriz siguió leyendo, a duras penas:

A vos, Beatriz, mi mejor amiga, mi hermana, deciros que os echo de menos, porque aquí de pocas cosas puedo hablar con nadie como lo hacía con vos.

Juro que si algún día Dios me lo permite, haré pagar a quienes me están haciendo vivir este infierno… Porque no pondré la otra mejilla, sino que cobraré ojo por ojo, diente por diente. Ya llegará el momento en que los que me alejan de mi madre se arrepientan de haberlo hecho.

Os quiere,

ISABEL

Los tres quedaron desolados pensando en el encierro de su querida Isabel y de su añorado Alfonso.

Estaban encerrados en una jaula de oro. Pero encerrados, al fin y al cabo.

Isabel debió de pensar lo mismo. Tal vez por eso, una mañana, cogió la jaula de Amadís, lo liberó y contempló cómo volaba por el cielo azul.

Porque si ella se sentía presa, no podía entender la prisión de nadie más. Aunque sólo fuera un pájaro.