Julio de 1471
I
«No conozco a nadie mejor para reinar en Castilla»: ésta era la frase más repetida por Alonso de Palencia a quien quisiera escucharle.
Tanto fue así, que Carrillo llamó a Palencia para poner las cosas en su sitio: no deseaba que el nombre de nadie figurara en la posteridad más que el suyo.
Sin embargo, lo único que consiguió Carrillo tras amonestar a Palencia fue que éste siguiera hablándole de Fernando.
—No negaréis que su gestión con asturianos y vizcaínos nos ha sacado del atolladero…
—Cierto, pero no le alabéis demasiado: es joven y vanidoso.
—Será joven en edad, pero no en conocimiento, pues sabe del oficio de ser rey como ninguno. Y vanidoso, con sus virtudes bien puede serlo.
El arzobispo empezó a perder la paciencia.
—¿Queréis callar? Os recuerdo que el dinero que cobráis sale de mis arcas y no de las de Fernando.
—Barato os salgo si consigo con mis escritos que el pueblo conozca quién es Fernando. Nadie dudará de él como rey, y vos, estando a su lado, os beneficiaréis el primero.
Carrillo pensó en lo que le estaba diciendo el cronista: no le faltaba razón.
—Además —prosiguió Palencia—, con Fernando no habrá problemas de sucesión. Como bien sabéis, tuvo un hijo antes de casarse con Isabel, a la princesa le ha dado otro y aún tiene un tercero.
—¿Un tercero? —se extrañó Carrillo—. No sabía de esa noticia.
—Me lo quiso ocultar, pero eran muchos los rumores en Zaragoza sobre el asunto. El niño no llega a los dos años… Debió de tener una alegre despedida antes de venir a Castilla. Negociador, soldado y con buena semilla, ¿qué más se puede pedir?
Palencia, con sus palabras, sólo quería el bien de Fernando. Por eso, de saber que, tras la puerta, alguien escuchaba habría callado.
Era sólo un criado. Pero éste se lo dijo a otro y este otro a una muchacha a la que pretendía en matrimonio… Y esta muchacha se lo dijo a Isabel para que supiera de su lealtad, pues era una de sus damas.
A la princesa, el rumor le sentó como si se hubiera bañado en el río una noche de enero.
Isabel había recibido a su marido con todos los honores, agradeciendo su gestión con vascos y asturianos. Había vuelto a creer en sus palabras de lealtad y de cariño… Y de repente, la fe en su esposo que tanto le había costado construir, se derrumbaba de nuevo.
Y se preguntó para qué servía el amor si siempre acababa doliendo.
II
El rey de Aragón había recuperado la sonrisa. Sabía que su hijo Fernando no le fallaría en el caso del bandolero Jiménez. Eliminando a quien les robaba los ingresos de los impuestos habían recobrado la normalidad y engordado las arcas del reino.
Él también había cumplido su cometido. Negoció un pacto con Francia que le permitía recuperar fuerzas. Varios factores contribuyeron a que dicho pacto fuera favorable a Aragón.
Uno fue la muerte de Juan de Lorena, que mandaba las tropas francesas que invadieron Cataluña. Era tal su maestría en el arte de la guerra que su baja era imposible de reemplazar a corto plazo.
Otro, la renuncia del duque de Guyena a casarse con la hija del rey Enrique. Esa boda suponía una peligrosa alianza entre Francia y Castilla, y con el no del hermano del rey francés al saber que éste había tenido un hijo varón, tal amenaza se quedó en nada.
Por último, Juan culminó su alianza con el ducado de Borgoña y con Inglaterra, enemigo natural de los franceses. Y como política y economía siempre van de la mano, dicha alianza con los ingleses le permitió cumplir la promesa de Fernando a los vizcaínos y sus marinos pudieron faenar en el mar del Norte. Por ello prometieron a Aragón su apoyo en cualquier conflicto que le perjudicara.
Pese a que los catalanes volvían a alzarse en pie de guerra, el balance general era altamente positivo para el rey Juan.
Aún lo sería más cuando, una mañana de julio, el monarca aragonés supo que el papa Paulo II había muerto. Nada más conocer la noticia, Peralta le preguntó si quería que se declarase luto oficial o se diera una misa en honor del Papa fallecido.
Sirviéndose tranquilamente una copa de vino, el rey respondió:
—Con la misa, sobra. A ver si ahora le vamos a hacer más caso por estar muerto que el que nos hizo él a nosotros cuando estaba vivo.
El sustituto de Paulo ya se conocía, era Sixto IV.
—Esperemos que éste nos dé algo, porque lo que es el difunto… ¿Qué sabemos de él, Peralta?
—Es franciscano…, genovés…, muy pío…
—Como todos.
—… muy generoso con los suyos…
—Como todos.
—… planea una cruzada para liberar Esmirna.
—Como todos.
—No fue elegido por unanimidad…
Peralta, por fin, aportó una información que llamó la atención de Juan.
—¿No? Eso es bueno…, necesitará apoyos.
Juan bebió pensativo un sorbo de su copa. Luego dio a Peralta una orden urgente.
—Os vais a ir a Roma, Peralta, a ver a De Véneris y luego al nuevo Papa. Sacad el dinero de donde sea, pero llevádselo para esa cruzada. Haced lo que sea menester…, pero necesitamos la bula para mi hijo…, la bula y su apoyo para que él y su mujer reinen en Castilla.
Peralta alzó su copa: así sería.
—Por cierto —preguntó el rey—, ¿de qué murió Paulo?
—Dicen que se atragantó con una fruta…, un trozo de melón.
El rey movió la cabeza: el destino era caprichoso, sin duda.
—Desde luego, no somos nadie. Todas sus riquezas, todo su poder… ¡y morir atragantado con un trozo de melón!
Peralta sonrió.
—En realidad, la del melón es la versión oficial. Pero las malas lenguas dicen que Nuestro Señor le llamó a su seno mientras yacía con un paje.
El rey le miró atónito… Hasta que estalló en incontenibles carcajadas.
—¡Qué inoportuno, Nuestro Señor! —Volvió a reírse—. ¡Así que no fue por melón, que fue por pepino!
Peralta intentó mantener su habitual compostura, pero la hilaridad de su señor acabó pudiendo más que sus modales y rompió también a reír.
III
En apenas una semana, Pierres de Peralta besaba el anillo del nuevo Papa arrodillado ante él. De Véneris fue testigo de ello.
—Creedme, santidad, cuando os digo que mi rey derramó lágrimas de dolor por vuestro antecesor.
—Alegrémonos por él —respondió Sixto—, que está ahora con Nuestro Señor.
Tras el pésame, pronto se pasó a la negociación.
—Mi señor, el rey de Aragón, os ofrece todo su apoyo en la Santa Cruzada que ha de expulsar al infiel de Esmirna, cuna del mártir Policarpo.
—¿Todo su apoyo?
El papa Sixto IV había remarcado intencionadamente la palabra «todo». Peralta, la remarcó más aún en su respuesta.
—Todo.
Sixto sonrió complacido.
De Véneris vio en esa sonrisa una puerta abierta y habló al Papa.
—Santidad, el rey Juan de Aragón está preocupado por los derechos de su hijo y su nuera al trono de Castilla…
—Pues es hora de atender esa preocupación. De Véneris, vos conocéis el problema.
De Véneris asintió: vaya si lo conocía. De hecho, había sido el causante de que Sixto hubiera recibido a Peralta antes de que Enrique IV hubiese movido un dedo.
Sixto continuó hablando a De Véneris.
—Quiero que pongáis al día del asunto al cardenal Rodrigo Borja. Traedlo aquí. —Miró a Peralta—. Es compatriota vuestro.
Peralta sonrió.
—Sí. Es aragonés, del reino de Valencia.
No podía haber mejor noticia que dar al rey Juan, pensó Peralta que, a la salida de la audiencia papal, estaba exultante. Al mirar a De Véneris lo vio muy serio.
—No parecéis muy contento… No os entiendo.
De Véneris, cuya cara era un poema, le tranquilizó.
—No pasa nada. Son cosas mías. Digamos que el tal Borja es un cardenal un poco especial.
Sin duda lo era cuando, para encontrarle, tuvo que ir hasta un lujoso burdel. Allí sorprendió a Borja (al que en la Santa Sede muchos llamaban Borgia) fornicando con dos mujeres a la vez.
Borja, desnudo como sus acompañantes, estaba ocupado en placenteros menesteres cuando oyó la puerta abrirse a sus espaldas. No paró, como tampoco ellas, de hacer lo que hacía mientras se dirigía a De Véneris.
—Monseñor, ¿no podríais esperar un poco?
De Véneris contemplaba estupefacto los juegos amorosos del trío.
—Lo siento, pero tenemos que hablar.
Borja, finalmente, le prestó su completa atención.
—¿Tan urgente es, De Véneris?
Lo era: el Papa le esperaba.
IV
Sixto recibió al cardenal valenciano invitándole a comer. Bandejas con carne de ternera, perdices y abundante fruta reposaban sobre la mesa.
El Papa explicó claramente su problema a Borja: necesitaba el apoyo de Aragón, pero no podía enemistarse con Enrique, el rey de Castilla.
Borja, que daba buena cuenta de los manjares sin mostrar especial respeto al Papa, le recordó cómo arreglaba ese tipo de asuntos su antecesor.
—Paulo lo tendría claro: a quien más nos dé.
—¿Vos haríais ahora lo mismo?
—En parte, santidad, creo que sí, que tenemos que apoyar al que más nos dé… Aragón o Castilla. Pero hay cosas más importantes que obtener dinero rápido.
—¿Cuáles son esas cosas?
—La estabilidad política y social, el equilibrio de fuerzas… La guerra en Castilla debería parar.
—Ésa es la idea. Como sabéis es hora de nombrar un cardenal castellano. Tal vez eso ayude a conseguir esos fines.
—¿Tenéis alguna preferencia?
—No… Nombraré a quien vos digáis. Elegiréis entre Carrillo, el arzobispo de Toledo, que apoya a Isabel…, o el que proponga el rey, que querrá que su hija Juana sea su heredera. Quiero que viajéis a Castilla, que habléis con ambas partes. Elegid al cardenal que nos interese, según la princesa que nos interese.
Rodrigo Borja aceptó el encargo asintiendo con la cabeza: tenía la boca ocupada masticando una manzana.
—Respecto a Aragón —continuó Sixto— ¿puedo hacer algo para tener contento a vuestro rey Juan? Parece muy dispuesto a aportar su ayuda a la cruzada.
—Con poco que hagáis, haréis más que vuestro predecesor. Muchas veces le pidió la bula para su hijo, y ni le escuchó.
Sixto se encogió de hombros.
—Pues si ése es el mayor de los problemas, lo solucionaremos. Antes de que partáis hacia Valencia, os daré esa bula firmada por mí.
Borja asintió de nuevo. Luego empezó a toser atragantado por un trozo de manzana.
Sixto, amable, le sirvió vino.
—Bebed, no os vaya a pasar lo que al pobre Paulo…
Rodrigo, pese a la tos, no pudo evitar la risa.
—¿A mí? Lo dudo.
Sixto le miró sonriente.
—Hay cosas que me cuestan de entender…
—Si os referís al misterio de la Santísima Trinidad, a mí me ocurre lo mismo…
—No seáis tan irrespetuoso… Lo que no entiendo es algo más terrenal… ¿Por qué un vividor como vos apoya a un Papa como yo?
Borja sonrió.
—Porque después de vos, el próximo Papa seré yo.
V
Antes de marchar a Valencia, el cardenal Borja fue a ver a De Véneris: quería estar bien informado de lo que ocurría en Castilla.
—Entonces, según me decís, los que de verdad mandan en cada bando son el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, no el rey Enrique ni la princesa Isabel… Que además son sobrino y tío.
De Véneris asintió.
—Sí, pero pese a ser familia, se sacarían los ojos si fuera menester.
Borja sonrió irónico.
—De eso sabemos bastante aquí en el Vaticano… No me costará adaptarme. Bien, decidme sus defectos, sus virtudes… Nunca se sabe por dónde se debe tirar del hilo hasta deshacer la madeja.
—Se parecen mucho. Los dos son ambiciosos…, pero mientras que monseñor Carrillo es directo, brusco quizá, Pacheco es sibilino y desleal. Pero ambos buscan lo mismo: reinar sin ser reyes.
—¿Y Enrique e Isabel consienten?
—Enrique es errático y débil de carácter. A ella no le queda otra opción, ha tenido que sobrevivir sin más apoyos.
Rodrigo se quedó pensativo: estaba asimilando toda esa información en su cabeza. Luego, siguió preguntando:
—Habladme de Isabel y Fernando. ¿Cómo son?
—Él, además de su habilidad para mandar ejércitos, es un político astuto como su padre. Sabe dar un paso atrás si eso le permite dar tres adelante.
—¿Y ella?
—Una mujer de fe. Pía, prudente, muy religiosa… Hija de una reina de misa diaria.
Borja casi se rio al saberlo.
—¿Y qué hace siendo princesa en vez de monja?
—Sé que a vos no os gustan especialmente ese tipo de mujeres, pero convendréis conmigo en que no son malas cualidades para una reina cristiana.
Borja le dio una palmada amistosa a De Véneris.
—No lo dudo, De Véneris, no lo dudo. Como no dudo de que vuestros consejos me serán de gran ayuda. En Castilla no saben que, en realidad, voy allí a hacerles un examen. Fernando, Enrique, Isabel, Carrillo, Pacheco, Mendoza… Nadie es más que nadie para mí ahora mismo. Del talento de cada uno dependerá a qué bando apoye.
—Del talento… y la generosidad.
—Generosos van a ser todos, ya lo veréis… Pero no olvidéis que para ser generoso basta sólo con tener riqueza. Para tener talento, hace falta algo más complicado: ser inteligente y capaz… Y eso no está al alcance de cualquiera.
De Véneris sonrió. Las palabras de Borja eran ciertas. Tan ciertas como aplicables a quien las decía. Porque sin su inteligencia y su capacidad, Rodrigo Borja no habría llegado tan alto.
VI
Al saber de la llegada del cardenal Borja, Aragón se movilizó de inmediato. El rey Juan avisó a Fernando de que debía recibir al enviado del Papa, que arribaría a Valencia. Pero antes, quería ver a su hijo en Zaragoza para trazar una estrategia ante la nueva situación política.
Cuando Fernando dio la noticia a Isabel, ésta no la aceptó de buen grado.
—¿A Aragón? ¿Otra vez tenéis que ir a Aragón?
—Debo hacerlo.
—¡Debéis vivir en Castilla! ¡Ése es el acuerdo que firmasteis!
—El enviado de Su Santidad desembarcará en Valencia: he de recibirle. Os recuerdo que además de vuestro marido, soy príncipe de Aragón.
—¡Pero antes pasaréis por la Corte!
—¡He de ver a mi padre! ¿Se puede saber qué os sucede ahora?
Ése era el verdadero problema: lo que sentía Isabel tras averiguar que su esposo tenía una amante en Aragón.
Fernando lo notó.
—Si tenéis algo que decir, decidlo.
En ese instante, Isabel decidió no contenerse más.
—¿Creéis que no sé que tenéis un hijo con una tal Aldonza?
Fernando se sintió como si acabaran de darle un puñetazo. Y pensó en Palencia y en quien lo parió. Isabel siguió atacando.
—¿Acaso lo negáis?
—No. No lo niego… Pero eso fue antes de casarme con vos…
—¿Cuánto? ¿Un mes? ¿Dos? Porque ese niño no es mucho mayor que nuestra hija Isabel. ¿Es que el matrimonio no significa nada para vos?
—Pero ¿cómo podéis decirme eso? ¡Me jugué el cuello para venir a casarme con vos! ¿Soy mal padre acaso? ¿Soy mal marido?
—¿Cómo os podéis tener por buen marido, si os falta tiempo para meteros en otras camas?
Fernando la miró: no había sido infiel a Isabel nunca desde que contrajeron matrimonio. Pero en vez de decirle eso, su orgullo le llevó a responder otra cosa.
—¿Y qué? ¡Soy un hombre! ¡Y soy rey!
—¿Y eso os da derecho a pecar contra la Ley de Dios? ¡Él dijo: «No cometerás adulterio»!
—Él dijo muchas cosas… ¡Pero si hasta los curas lo hacen! ¡Mirad Carrillo! ¿Y los Papas? ¡Tienen hijos, y no los ocultan, no, sino que los nombran cardenales! ¡Y si les gustan los hombres, tienen favoritos, y también los nombran cardenales!
—¡Yo sólo os pido respeto!
—¡Y os respeto! Isabel…, ¿qué más queréis de mí?
Ella le miró y, tras unos segundos, respondió a su pregunta:
—Juradme que no volveréis a hacerlo. Que no volveréis a ver a esa mujer.
—¡Veré a quien me dé la gana!
Fernando no quería más discusiones y se encaminó hacia la puerta de la alcoba.
—¡Cárdenas irá con vos! —le gritó Isabel.
Sin detenerse ni girarse, Fernando respondió:
—¡Que venga quien quiera!
VII
En cuanto Enrique recibió mensaje del Papa de que enviaba al cardenal Borja a Castilla, empezó a pensar cuál sería el plan a seguir. Pero también tenía otro grave problema: los disturbios que asolaban la ciudad de Segovia.
Tras la pérdida de poder en Asturias y Vizcaya, después de no lograr tomar Sepúlveda, Pacheco había vuelto a perder prestigio. Y decidió retornar a sus antiguas estrategias y obsesiones. Una de las principales era su animadversión por los judíos.
Desde luego, no era el más radical de los antisemitas, pero sí el que más beneficio sacaba de ese odio religioso. Los cristianos viejos, radicales en este asunto, eran sus principales valedores. Y era hora de que recordaran quién era su líder.
Por eso promovió disturbios que acabaron con el asesinato de más de un judío en la propia Segovia. La táctica siempre era la misma. Se inventaba un gran crimen, un niño vilmente asesinado para la celebración de algún rito… O el crimen (a veces bastaba un simple robo) se realizaba pero, en vez de buscar a quien lo hizo, se cargaban las culpas contra el primer judío que pasara por allí.
Segovia empezaba a ser un hervidero en el que se producían acosos y agresiones casi a diario. Y los judíos tenían miedo hasta de salir a la calle.
Cabrera decidió pedir ayuda al rey. Lo quiso hacer a solas, sabiendo quién era el promotor del conflicto, pero no pudo. Pese a sus últimos fiascos, Pacheco estaba presente en palacio a todas horas. Y con él, su hijo.
Aun así, Cabrera habló. Era necesario.
—Majestad, pido vuestro amparo: las víctimas de estas tropelías son castellanos leales.
—Es de lamentar. ¿Qué aconsejáis que haga?
Cabrera fue a contestar, pero Pacheco se le adelantó.
—De momento, nada, majestad. Tenemos asuntos más importantes, como decidir a quién proponemos para cardenal. El cardenal Borja llegará pronto a Valencia y el elegido debería ir a recibirle ya en Valencia.
—Cierto —dijo el rey.
Cabrera perdió toda esperanza de arreglar el problema que había venido a negociar.
Pacheco hizo una sugerencia al rey.
—Me permito proponer que ese hombre sea monseñor Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla. Ha prestado grandes favores a la Corona…
Enrique, esta vez, no estaba tan de acuerdo.
—Gracias, Pacheco, pero no. El más indicado es don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Sigüenza. Si es por favores a la Corona, los Mendoza no han dejado de prestarlos nunca.
Ahora, el que sonrió, fue Cabrera. Por fin tomaba el rey una buena decisión. Como decían los campesinos, nunca era bueno poner todos los huevos en la misma cesta, por si se les caía.
Y no poner todo el mando en manos de Pacheco era algo que el rey parecía haber aprendido. Sobre todo tras sus fracasos con Isabel.
Por esa razón, sin duda, fue Pedro González de Mendoza el elegido de Enrique y quien iría a recibir a Borja a Valencia.
Su hermano Diego le aconsejó antes de partir.
—Sed discreto, no carguéis contra el enemigo… Pensad que os recibirá en Valencia el rey Juan o quién sabe si el propio príncipe Fernando. Aprovecharán el ser anfitriones para arrimar el ascua a su sardina. Hablad caballerosamente del rey Juan, y sobre todo de Fernando, si os preguntan. Faltar al contrario es muestra de debilidad y dice mal de quien lo hace. Hay que…
Pedro acabó la frase de su hermano.
—… sonreír al enemigo aun cuando el odio sea a muerte… Eso también me lo enseñasteis vos, hermano.
Diego sonrió.
—Pocas cosas os he enseñado, pues sois más inteligente que yo, Pedro. Perdonad mi insistencia, pero sabéis lo importante que es este asunto. Si os eligen a vos, el nuevo Papa apostará por el rey. Y si elige a Carrillo…
—El futuro es de Isabel. Lo sé, hermano. Podéis estar tranquilo. No fallaré.
Los dos hermanos se abrazaron.
VIII
Como pensaba Mendoza, y en realidad todo el mundo, la elección de cardenal iba a suponer algo esencial para el futuro de Castilla.
Fernando lo tenía claro y quiso tranquilizar a su padre.
—No os preocupéis. Conseguiré que sea Carrillo.
Juan le miró serio y le respondió:
—No. Apoyaréis a Mendoza.
A su hijo casi se le cayó la copa de vino de la mano, tal fue su sorpresa.
—¿A Mendoza?
—Sí, hijo, sí… A Mendoza.
—Creía que Carrillo era vuestro amigo.
—Sí, pero no vuestro ni de Isabel. —Miró a su hijo a los ojos—. ¿Me equivoco?
—No, no os equivocáis… Como siempre.
Juan explicó las razones de su tan inesperada decisión.
—Carrillo pertenece a otra época. Como yo, como Pacheco. Somos el pasado. Isabel, vos, el cardenal Borja… vosotros sois el futuro. El mundo está cambiando, y no pueden seguir gobernándolo los mismos. Hay que superar el pasado… Y para conseguir eso, os interesa contar con el apoyo de los Mendoza. Porque ellos son la llave para gobernar Castilla.
—Así se hará, padre.
Cuando Fernando informó a Cárdenas, que le acompañaba, de la decisión de apoyar a Mendoza, el sobrino de Chacón no podía creer lo que oía. Pero pronto se dio cuenta de que era una estrategia maestra, la clave que en un futuro podía acercar a Isabel a la corona.
Por eso, no dudó en apoyar a Fernando en su cometido.
IX
Fernando, nada más llegar a Valencia, organizó un lujoso acto de recepción al cardenal Borja, a quien había ido a recibir al mismo puerto de Valencia. Pero antes del ágape, visitó junto con Cárdenas a Pedro González de Mendoza. Quiso saber si estaba cómodo en sus alojamientos y si, como anfitrión, podía servirle en algo.
—Es un honor recibiros. Espero que no os extrañe mi presencia presidiendo el encuentro…
—Sois príncipe de Aragón… Y estamos en Valencia. ¿Por qué habría de sorprenderme?
—¿Tal vez porque soy parte interesada?
—No más que yo… Lo importante es que Su Eminencia el cardenal Borja sea bienvenido como merece en Aragón. Como luego lo será en Castilla…
—Tranquilo. Sólo seré el anfitrión hasta que partáis hacia Castilla con el cardenal. Sabemos que los Mendoza siempre han jugado limpio. Os prometo que haremos lo mismo. Como prueba de ello, os invito esta noche a la cena de bienvenida que damos al cardenal Borja. Estaríamos honrados con vuestra presencia.
—Con mucho gusto.
Cuando Fernando y Cárdenas abandonaron a Mendoza, éste se quedó francamente preocupado. Tanta amabilidad le escamaba. Por eso fue especialmente prevenido a la cena.
En ella, Mendoza estaba un tanto apartado de la mesa principal donde parlamentaban Fernando y Borja. Un sonriente Cárdenas fue el encargado de acompañar a Mendoza.
—¿Más vino, excelencia?
Pedro le fulminó con la mirada: se sentía engañado por haber sido acomodado tan lejos del cardenal Borja en esa recepción.
—No.
Después clavó su mirada en Fernando y en el cardenal valenciano.
Fernando se dio cuenta satisfecho: era lo que buscaba. Luego, se dirigió a su invitado.
—Me temo, eminencia, que monseñor Mendoza cree que estoy intentando ganaros para mi bando.
Borja le miró serio.
—Lo que me extraña es que llevamos ya media cena y aún no habéis empezado a hacerlo.
—Y aunque cenarais conmigo tres días seguidos, no lo haría.
—¿De verdad? ¿No vais a contarme todas las cosas que se supone que debo saber de monseñor?
—No las hay. Ningún bien nacido puede hablar mal de los Mendoza.
Borja se sorprendió.
—Creí que erais enemigos.
Fernando siguió con su estrategia. No le costó mucho: sabía que lo que iba a decir era cierto.
—La lealtad y la nobleza se han de valorar hasta en los que luchan en tu contra… Y los Mendoza son leales a la Corona por encima de todo. En Castilla, donde todos cambian de bando por interés, eso es algo muy valioso.
—¿Os referís a Pacheco?
Fernando sonrió.
—Nunca hablo mal de alguien a quien no puedo mirar a los ojos en ese momento… Pero hay dos Castillas. Una antigua, anquilosada en las viejas formas, y otra nueva que quiere deshacerse de ellas. En este viaje, vais a conocer ambas… Vos decidiréis quién pertenece a cada una de ellas.
El cardenal miró al príncipe intentando averiguar qué había detrás de esos halagos.
—Supongamos que Su Santidad decidiera nombrar cardenal a Pedro de Mendoza… ¿Cuál sería vuestra postura?
—Tendría siempre al rey de Castilla de su lado. Siempre.
—Si vos e Isabel llegarais a reinar, ¿también?
Fernando remarcó más todavía:
—Siempre.
Borja estaba tan sorprendido como admirado. Dio un trapo de vino de su copa. Sin duda, Fernando se merecía el regalo que le traía.
—Hablando de Su Santidad…, os traigo algo de su parte.
—Viniendo de él, siempre será bien recibido.
—No lo sabéis bien, Fernando… ¿Me juráis ser discreto?
Fernando asintió. El cardenal, disimuladamente, bajo la mesa, mostró a Fernando la bula que santificaba su boda. Fernando no podía creer lo que estaba viendo.
Borja sonrió.
—Nihil obstat.
Mendoza no perdía detalle de lo que ocurría en la mesa de Fernando y Borja. Y, francamente, no le gustaba demasiado lo que veía, tan evidente era la complicidad en forma de sonrisas, silencios y discretos apartes.
Cuando llegaron los postres, sin embargo, Fernando reservaba a Pedro una sorpresa: le cedió su sitio para que estuviera al lado de Borja.
—Monseñor Mendoza, creo que ya he monopolizado bastante a nuestro invitado. —Miró luego a Borja y le dijo—: Os dejo en buenas manos.
Mientras veía sentarse a Fernando donde antes estaba Mendoza, junto a Cárdenas, Borja comentó a su nuevo compañero de mesa:
—Un hombre interesante. ¿Le conocéis bien?
—Conozco más a su esposa.
—¿Y qué podéis decirme de ella?
Pedro recordó las palabras de su hermano sobre hablar bien del enemigo.
—Es hija de rey y como tal ha sido educada. Prudente, inteligente, con carácter… Y muy religiosa.
—Estoy sorprendido. Vine esperando un combate a espada y lo que me encuentro son unos juegos florales.
Mendoza le miró con expresión de no entender lo que decía. Borja se lo aclaró.
—Don Fernando se ha pasado toda la cena contando excelencias de vos y de vuestra familia. Dudo que entre los vuestros encuentre defensa mayor de vuestra candidatura.
A Mendoza le cambió el gesto al oír esto.
—Debo admitir mi sorpresa…
—Me alegra que así sea entre nobles cristianos. —El cardenal miró los dulces que había en la mesa—. Creo que renunciaré a los postres. Comer demasiado es gula… Y además, tengo que evitar engordar. Monseñor, nos vemos mañana.
Borja se retiró impidiendo que Pedro se postrara como despedida obligada.
Antes de ir cada uno a sus aposentos, Mendoza se acercó a Fernando.
—Quisiera pediros disculpas. Pensaba que estabais sacando provecho de vuestro papel de anfitrión, pero…
—No seré yo quien ataque por la espalda a un Mendoza. Ni vos os lo merecéis ni yo soy tan vil… —sonrió— pese a lo que hayáis oído de mí.
Mendoza asintió agradecido.
—Sin duda es algo que os honra y que no olvidaré.
Fernando oyó complacido esas palabras.
—Suceda lo que suceda, todos buscamos lo mismo: vos, vuestra familia, mi esposa, yo… Por encima de las personas, queremos lo mejor para el reino… aunque ahora estemos en bandos contrarios.
—Me alegra escuchar vuestras palabras. Quizá hayamos hablado poco, majestad.
—O quizá haya habido gente que ha hablado demasiado. Y que no era la apropiada para hacerlo.
Pedro asintió con media sonrisa en la boca: sin duda se refería a Pacheco, al que él también consideraba nocivo para Castilla.
—Quizá. Mi familia y yo estaríamos muy honrados de recibiros como invitados a la princesa y a vos.
—Es un honor. Pero quizá sea demasiado pronto para eso, ¿no os parece? Tal vez algún día, ¿quién sabe?
—Quién sabe.
Mendoza se despidió cortésmente y fue camino de su alcoba.
Fernando le preguntó entonces a Cárdenas:
—¿Todo bien?
—Perfecto.
X
Después de Valencia, Borja visitó Segovia: allí le esperaba el rey Enrique.
Antes de reunirse para hablar del tema motivo de su viaje, Enrique, en señal de cortesía, mostró a Borja la colección de pinturas de palacio. Sabía que su invitado era un amante del arte.
Pacheco, que les acompañaba, se aburría, deseando que llegara el momento de la reunión.
Borja no sólo contemplaba las pinturas, también la sala donde se encontraban: austera, oscura.
—No se parece en nada al lugar del que vengo. Allí todo es color, luz… Las pinturas parecen cobrar vida, imitan la naturaleza…
Enrique suspiró.
—Os envidio. Aquí la tradición es muy importante. Lo antiguo se valora mucho.
Borja miró a Pacheco, que iba vestido de negro de los pies a la cabeza, y no pudo reprimir una ironía.
—Sí…, ya lo veo.
Pacheco cazó la ironía al vuelo y respondió con otro dardo.
—Esto es Castilla, monseñor. —Hizo una pausa y añadió—: Aquí, la luz se la dejamos al sol… El color, a los ríos y los bosques. Nos gusta más la realidad que la pintura que intenta imitarla.
Un criado avisó de que los hermanos Mendoza estaban ya esperando en la Sala Real. Y allí fueron.
Nada más empezar el cónclave, el cardenal Borja tomó la palabra.
—Su Santidad está muy preocupado porque las diferencias por la sucesión al trono de Castilla deriven en una guerra entre cristianos, cuando deberíais aunar fuerzas contra los enemigos de la fe. No es hora de dividir, sino de sumar.
Todos, incluido el rey, mostraron su acuerdo por estas palabras. Sin embargo, Pacheco quiso puntualizar un hecho.
—Su Santidad debe ser consciente de que ésa ha sido siempre nuestra idea. Podríamos haber derrotado a nuestros enemigos en el campo de batalla… Pero el rey, nuestro señor, se apiadó de su hermana y le ofreció negociar el futuro.
Rodrigo Borja miró a Pacheco con atención.
—Lo sé.
—Y que esas negociaciones se sellaron en Guisando… Pero que Isabel, con su continua desobediencia y orgullo, rompió dichos pactos casándose con Fernando de Aragón sin nuestro consentimiento.
—También lo sé.
Pacheco sonrió: pero poco le duró la sonrisa cuando escuchó a Borja.
—Como también sé que no fue la única que se saltó lo firmado… —Miró a todos los presentes—. Señores, iniciemos una nueva etapa, evaluemos el pasado y busquemos una solución.
Pedro González de Mendoza no tardó en mostrarle su apoyo. Ya pensaba eso de siempre, pero su reciente experiencia valenciana le había reafirmado en ello.
—Estoy de acuerdo. Y que esa solución mire hacia el futuro corrigiendo los errores de ese pasado.
Pacheco se sintió ofendido y fue a intervenir, pero una mirada del rey se lo impidió.
—Esto es lo que haremos —dijo seguro de sí mismo el cardenal—. En nombre de Su Santidad, escucharé a ambas partes en comisión. En representación de los intereses de doña Isabel, estarán su principal valedor, monseñor Carrillo, y quien le dio cobijo y protección en Valladolid, el almirante Enríquez.
Miró a Pacheco y al mayor de los Mendoza.
—Por doña Juana, vuestras excelencias.
Pacheco no estaba de acuerdo con que en la comisión estuviera Carrillo, pero Enrique le hizo callar. Había mucho en juego y no era cuestión de incomodar a Borja. El objetivo del rey era que Pedro fuera el elegido por el bien de sus intereses.
Pacheco no tenía duda alguna de que si el menor de los Mendoza recibía el capelo cardenalicio, eso beneficiaría al rey.
Lo que empezó a preguntarse era si le beneficiaría a él.
XI
Nada más llegar a Medina de Rioseco, Fernando avisó a todos de que ya tenían bula. Chacón mostró su incredulidad.
—¿Estáis completamente seguro?
—La toqué con mis propios dedos.
Carrillo estaba eufórico.
—¡Eso significa que Roma está de nuestra parte! ¡Seréis reyes! ¡Y yo seré cardenal! Hay que hacerlo público inmediatamente para que la gente sepa que hemos triunfado.
Fernando le cortó en seco.
—No. Prometí que no se sabría hasta que Borja no partiera de vuelta a Roma. No creo que favoreciera a vuestros intereses que el cardenal viera incumplidas sus instrucciones.
Carrillo se lo pensó unos instantes… y finalmente asintió con la cabeza.
—Tenéis razón. Así será.
Fernando se dio cuenta de que Isabel apenas había dicho una palabra. Pero ya hablaría con ella en privado. Por eso le propuso salir a pasear. No habían dado ni tres pasos fuera de su casa de Medina, cuando le preguntó:
—¿Acaso no os alegráis de que dispongamos de bula?
Isabel no dejó de mostrar seriedad cuando le respondió.
—Por supuesto. Es lo que tanto tiempo habíamos buscado, ¿no? Además, bastante alegría ha mostrado Carrillo.
—Pues hace mal en estar tan alegre. Porque no será elegido cardenal.
Por primera vez, Isabel cambió el gesto: ahora era de sorpresa.
—Vamos a apoyar a Mendoza. Es la oportunidad de quitarnos a Carrillo de encima. No quiero ser un matrimonio de tres.
Isabel meditó unos momentos. Fernando necesitaba saber su opinión.
—¿Estáis de acuerdo?
—Sí.
Fernando tomó las manos de su esposa. Isabel no las apartó, aunque estaba incómoda.
—Pero no podéis decírselo a nadie. Ni siquiera a Chacón.
—Pero Cárdenas lo sabe…
—Y ha prometido no decir nada. ¿Guardaréis silencio?
Isabel le miró a los ojos.
—Claro.
Fernando sonrió satisfecho.
—Creo que ya no gobernaremos de a tres, como nos quería imponer Carrillo.
Luego fue a dar un beso a su esposa pero Isabel se apartó.
—¿Qué os pasa ahora, Isabel?
—Ya sabéis lo que me pasa.
Fernando resopló: otra vez el mismo tema.
—¿Cuántas veces os tengo que jurar que os he sido fiel? Preguntad a Cárdenas, que no me ha abandonado día y noche en Valencia.
—No hace falta. Vuestra palabra me basta.
—Entonces, ¿qué demonios queréis?
Isabel le miró seca.
—Os diré mejor lo que no quiero ni querré jamás: ser un matrimonio de a tres.
XII
La comisión nombrada y presidida por el cardenal Borja para llegar a acuerdos sobre el futuro de Castilla duró una sola sesión.
Cuando el marqués de Villena atacó el matrimonio sin bula de Isabel con Fernando, quiso recordar el apoyo del Papa para ganarse a Borja. El efecto fue el contrario: Borja le recriminó.
—Dejad de nombrar al Santo Padre, que aquí lo represento yo.
Cuando hizo una acalorada defensa de los derechos de Juanita buscó el apoyo de quien debía ser su aliado. Pero Pedro González de Mendoza le despreció.
—Quizá si en su día no os hubierais esforzado tanto en desacreditar a doña Juana, no tendríamos necesidad de esta comisión. ¿O no jurasteis ante notario que no era hija del rey?
Pacheco le replicó:
—¿De qué bando estáis vos?
—Siempre del lado de Castilla —respondió el obispo Mendoza.
Pacheco se dio cuenta de que estaba en franca minoría. Carrillo y Enríquez, firmes los dos, cerraron filas en torno a los intereses de Isabel. Pero Mendoza parecía haber olvidado el juramento de su familia defendiendo los derechos de Juanita.
Para colmo, el cardenal Borja, que debía ser el moderador de la disputa, utilizaba su ironía contra Pacheco para menospreciarle e interrumpirle cuando lo consideraba oportuno.
Pacheco no aguantó más y se levantó de la mesa.
—Esto es una farsa.
Y salió dando un portazo.
Inmediatamente, planteó sus quejas al rey. Éste no le creyó.
—¿Un Mendoza… aliado con Carrillo? Pero, por favor, Pacheco… Si son como el agua y el aceite. A veces creo que vivís obsesionado con vuestro tío. Veis cosas que no son.
Pacheco decidió que ya que nadie quería hacerle caso, mejor no perder el tiempo.
—No volveré a esa comisión. No me gusta estar donde se ríen de mí.
El encuentro en Valencia de Fernando con Pedro González de Mendoza y Borja estaba empezando a dar sus frutos. Pero de eso no sabían nada ni el rey ni Pacheco… Ni tampoco Carrillo, que volvió a Medina de Rioseco seguro de que sería nombrado cardenal.
En reunión con los príncipes, Chacón y Cárdenas, Carrillo contó palabra por palabra, gesto por gesto, todo lo acaecido en la comisión.
Chacón no podía creer que todo estuviera resultando tan fácil.
—¿Pacheco abandonó la comisión que ordenó el emisario del Papa…? Es un gesto de inmensa torpeza. Es impropio de él.
Cárdenas, que todo lo sabía y todo lo callaba, inventó una explicación.
—Ya sabéis que Pacheco es hombre al que no le gusta que le lleve la contraria ni Dios; no iba a hacer menos con el emisario del Papa.
Fernando sonrió por la ocurrencia de Cárdenas.
Carrillo daba por segura la victoria.
—Está claro que Borja lo tiene todo decidido: nos trae la bula que necesitábamos, no simpatiza con Pacheco… —Miró a Fernando—. Sin duda, vuestro padre el rey Juan tendrá mucho que ver con esto. Borja es aragonés y seguro que le habrá hablado bien de mí.
—Sin duda —respondió Fernando.
Isabel contempló admirada la naturalidad con que mentía Fernando. Y, aunque era necesario para sus intereses políticos, no le agradó.
Carrillo empezó a preparar el encuentro con Borja. Lo hizo especialmente ilusionado.
—Recibiremos al cardenal coincidiendo con la Nochebuena. Oficiará la misa del gallo en mi capilla privada, yo le asistiré. No podemos fallar ahora.
Tras decir estas palabras, se dirigió a Isabel.
—Y vos, menos que nadie.
Isabel se extrañó del comentario.
—No entiendo qué queréis decir.
—Hasta un ciego puede ver que algo os pasa con vuestro esposo. Borja os juzgará como heredera, y debéis estar a la altura, como princesa, como esposa…
Fernando se acercó a Carrillo hasta quedar a un palmo de su cara.
—No os permito dudar de mi esposa.
Carrillo no se acobardó.
—Con lo que está en juego, dudaré de todo lo que haga falta.
—¡Pues de ella, no!
Luego, Fernando señaló a su esposa.
—Isabel ha sido educada para esto. Siempre ha estado a la altura, y siempre lo estará.
Carrillo quiso ponerlo a prueba.
—¿Dejaríais nuestro futuro en sus manos?
Fernando fue tajante.
—Antes que en las mías.
Después vinieron unos segundos de tenso silencio, en los que Fernando y Carrillo mantuvieron enfrentadas sus miradas. De repente, Carrillo sonrió con cinismo y habló.
—Por el bien de todos, espero que no os equivoquéis. Partimos para Alcalá mañana a primera hora.
Tras decir esto, Carrillo abandonó la reunión.
XIII
Isabel y Fernando llevaban tiempo acostados. Pero ninguno de los dos dormía.
Como tantas veces en los últimos tiempos, cada uno ocupaba su lado del lecho. No se hablaban y apenas se rozaban. Pese a estar tan sólo a dos palmos el uno del otro, les habría dado lo mismo dormir en el mismo lecho que estar en alcobas diferentes.
Sin embargo, esa noche Isabel tenía algo que decir a su esposo.
—Quería daros las gracias por responder de mí ante Carrillo.
—No tenéis por qué.
Fernando se giró hacia ella y le habló con cariño.
—No me arrepiento de lo que he hecho. Ni de lo que probablemente haré.
—¿Por qué me decís eso?
—Porque me conozco bien, y os conozco a vos: jamás os trataré como a una niña o a una tonta.
Fernando apartó el pelo suelto de la cara de Isabel, a la que el gesto pilló por sorpresa, desarmándola.
—Pero también quiero que sepáis que sé lo afortunado que soy.
—¿Por qué?
—Porque estoy seguro de que no hay príncipe ni rey en el mundo que tenga la suerte que tengo yo de estar con una mujer como vos.
Isabel, desconcertada, bajó la guardia y, por fin, se giró también hacia su esposo. Ambos se miraban ya a los ojos.
—Buenas noches, Isabel.
—Buenas noches.
Fernando se dio la vuelta, como siempre lo hacía en esos momentos de crisis.
Isabel hizo lo mismo. Pero Dios sabía las ganas que tenía de abrazarle.
XIV
El último día de su estancia en Segovia, Borja conoció a Juana, la hija del rey traída ex profeso para tal encuentro. Enrique justificó su habitual ausencia de palacio porque al estar a menudo su madre en Portugal por motivos de enfermedad de su hermano el rey, prefirieron que siguiera su educación en un convento.
—Sabia decisión —respondió Borja.
Sin embargo, Borja sabía todo lo que querían ocultarle. De Véneris ya le había informado. Los detalles más escabrosos y los rumores de palacio, esos que nunca sabría De Véneris, los averiguó Borja de la forma que mejor sabía: acostándose con dos damas de palacio.
La última noche antes de viajar a Alcalá de Henares a entrevistarse con Isabel y Carrillo, el rey Enrique despidió a Borja con una gran cena. A ella acudieron nobles y prelados entre los que se encontraban los hermanos Mendoza (Diego, Íñigo y, cómo no, el obispo Pedro), Cabrera y el marqués de Villena acompañado de su hijo, Diego Pacheco. Todos platicaban en grupos antes de sentarse a la mesa.
Diego Pacheco, al ver a Borja hablar animadamente con el rey, los Mendoza y Cabrera, no podía creer lo que le había dicho su padre.
—¿Estáis seguro de que Carrillo es el elegido, padre? Parecen uña y carne.
—Ese Borja es un falso y un hipócrita. Si no, no hubiera llegado donde está en Roma. Además, no sé qué será peor… Carrillo está en el bando enemigo pero los Mendoza nos odian.
—Entonces, va a ser difícil obtener honra, padre.
—Pues si no hay honra, habrá que centrarse en el beneficio. Acompáñame, hijo. No podemos estar aislados.
Pacheco se acercó al grupo. Al llegar allí, levantó su copa mirando a Borja.
—Quiero proponer un brindis por nuestro invitado. ¡Que el Altísimo le ilumine en su misión!
Todos brindaron y bebieron.
Borja miró irónico a Pacheco.
—Gracias por el brindis, pero hubiera preferido que hubierais seguido viniendo a las reuniones de la comisión.
—Mi presencia era innecesaria. —Miró a Diego Mendoza—. Nadie mejor que un Mendoza para defender los intereses de la Corona. Y doña Juana es alguien muy especial para ellos, casi como una hija, ¿no es así?
Diego Mendoza sospechaba que Pacheco tramaba algo, pero ni dudó en responder.
—Así es.
—El rey os la confió con buen criterio. El mismo que demuestra proponiendo a vuestro hermano como cardenal. Nadie podrá dudar nunca de la fidelidad de los Mendoza.
Dado que Pacheco nunca daba puntada sin hilo, todos entendieron que estaba mandando un aviso para navegantes. Dejando claras las reglas del juego en caso de que hubiera futuras traiciones.
Porque Pacheco no dudaba que las habría.
La cena transcurrió sin sobresaltos. Al llegar a su fin, Borja solicitó al rey hablar con él en privado. Enrique le llevó a su despacho.
—¿Sucede algo, eminencia?
Rodrigo Borja le miró serio.
—He de haceros una confidencia, pero es preciso que me prometáis guardar el secreto.
Enrique empezó a preocuparse.
—Por supuesto.
—Mi viaje a Alcalá es una mera formalidad. El elegido para cardenal es Pedro Mendoza.
Enrique pasó de la tensión al alivio.
—¡Eso es una gran noticia!
—Nunca ha habido ninguna duda. Pero, recordad: ni una palabra hasta que se haga oficial. Si se supiera antes de tiempo, el Santo Padre podría cambiar de parecer. No ha de saberlo ni el propio Mendoza.
—Os doy mi palabra de rey.
Borja sonrió agradecido.
—¿Puedo comunicarle también a Su Santidad que cuente con vuestra aportación para la cruzada?
—Contad con ello.
XV
Un manto de nieve cubría la llanura frente a la fachada del palacio de Carrillo en Alcalá de Henares.
Ateridos de frío, Fernando, Carrillo y Chacón saludaron respetuosamente al cardenal Borja. A su paso, se arrodillaron y besaron su anillo.
El primero en presentar sus respetos fue Fernando. Borja le sonrió con afecto.
—Un placer volver a veros, Fernando.
—El honor es mío. Permitidme que os presente a don Gonzalo Chacón.
Chacón se inclinó ante Borja.
—Eminencia…
Por fin le tocó el turno a Carrillo.
—Eminencia, bienvenido a vuestra casa.
—Gracias, monseñor.
Borja se sorprendió de que no estuviera Isabel. En realidad había hecho ese viaje y pasado ese frío de mil demonios para conocerla. Mojigata, religiosa pero a la vez con carácter, nobleza… Muchas veces quería imaginar cómo era, pero no lograba ponerle rostro.
—Querría hablar con la princesa, ¿no ha venido?
Fernando señaló a lo lejos.
—Allí está.
Todos miraron hacia allí. Cabalgando sobre la nieve, Isabel se acercaba a ellos, melena rubia al viento. Montaba con la habilidad de un caballero y vestía como tal, traje ceñido de cuero negro y un manto, también negro, que la protegía a duras penas del viento helado.
Borja estaba impresionado.
—¿Es ella?
Fernando asintió, orgulloso.
Al llegar donde estaban, Isabel desmontó con agilidad y se arrodilló ante Borja.
—Eminencia…
Borja nunca se la había imaginado así. Tan sorprendido estaba que no articuló frase alguna, algo impropio de él.
Fernando sonrió.
—Cardenal, querréis hablar con mi esposa. —Miró a todos los presentes—. Será mejor que les dejemos a solas.
Todos aceptaron la petición de Fernando, aunque Carrillo tenía cara de no estar muy contento.
Isabel sonrió a Borja.
—¿Paseáis conmigo, eminencia?
Borja aceptó, aunque a los pocos pasos estaba tiritando. Isabel lo notó.
—Tenéis frío…
—Soy valenciano y vivo en Roma: no consigo acostumbrarme a este clima.
—Soy castellana. Ésta es mi tierra. La amo.
—Una tierra dura, la vuestra.
—El suelo y el cielo. Y entre ambos, sólo Dios.
Isabel miró el paisaje.
—Escuchad, eminencia.
Los dos callaron.
—Cuando nieva, el silencio puede oírse.
Borja estaba fascinado. Se hubiera quedado más tiempo callado, sólo observándola en ese perfecto contraste provocado por su traje negro y el fondo nevado. Y su cara, tan pálida como la nieve, en la que destacaba una viva mirada.
Pero tenía que saber más de ella. Y empezó la entrevista.
—Me dijeron que erais muy religiosa.
—Así me educaron.
—Lo sois más que muchos prelados. Creedme, vengo de Roma.
—Sí, conozco algunos casos.
—¿Y qué pensáis de ello?
—El Señor los ha puesto ahí. Yo no soy quién para cuestionar sus designios. Aunque sí creo que no deberían entrometerse en la política del Estado. Un clérigo debe rezar, no gobernar.
El cardenal no se esperaba una afirmación tan tajante y sonrió abiertamente. Luego continuó con la prueba, porque eso y no otra cosa era esa charla.
—Vengo de la Corte. He hablado con vuestro hermano, he conocido a su hija…
Isabel respondió seca:
—Es una niña preciosa.
El cardenal se detuvo e Isabel hizo lo mismo.
—Decidme, ¿por qué deberíais ser vos la sucesora y no ella?
—Porque así se acordó, así firmó el rey —dijo con firmeza Isabel—, y yo he cumplido mi parte del trato.
—¿No será porque vos sois la hermana del rey mientras que no sabemos si doña Juana es su hija?
—Yo soy su hermana, ella es su hija. Y yo soy la heredera.
Borja se quedó sorprendido por la firmeza y rectitud de Isabel. Luego siguió andando: estaba helado.
—Contadme, Isabel, ¿qué planes tenéis si accedéis al trono?
—Cuando eso suceda, y ojalá sea dentro de muchos años porque Dios guarde a nuestro rey, hay una misión por encima de todas: conquistar Granada. Escogí esposo para poder unir Castilla y Aragón. Para que fuera el principio de un Estado fuerte, unido y cristiano.
Borja no tuvo dudas: Isabel era válida para ser reina de Castilla.
XVI
El cardenal ofició la misa del gallo, tal como había organizado Carrillo. Aparte de ser una liturgia propia de la Navidad, también pareció un homenaje al propio animal. Porque fueron tantos los fastos y los festines que se celebraron por la llegada de Borja a Alcalá que no quedó gallo, gallina, ni capón vivo, pues todos se sirvieron en la mesa.
Cárdenas bromeó sobre el tema con Fernando, cuando éste decía que se había levantado más tarde que de costumbre.
—No me extraña… El gallo que nos despertó ayer o se ha quedado mudo del frío o nos lo comimos anoche en la cena.
Carrillo no encontraba un momento para hablar con Borja. Entre ágapes y oficios religiosos, el cardenal siempre se le escapaba. A pesar de ello, estaba seguro de que iba a ser él el elegido.
Pero quería saber de su charla con Isabel. Por eso, un día antes de que el cardenal partiera, fue a darle las buenas noches en persona.
Borja le respondió que todo había ido bien con la princesa. Por si acaso y para mayor lucimiento suyo, Carrillo le pidió perdón por los posibles fallos que pudiera ver en Isabel.
—Que no os preocupe su inexperiencia. Para eso estoy yo. Habéis de saber que todas las decisiones que Isabel y Fernando tomen, son de acuerdo conmigo.
Borja pensó lo equivocado que estaba el arzobispo.
—¿Estáis seguro?
—Así se acordó. Ese matrimonio se produjo gracias a mí, y ellos lo saben. No se atreverían a dar un paso sin mi consentimiento. Por ello, si Su Santidad me concediera la gracia de ser cardenal, podría tener por seguro que las decisiones en Castilla se tomarían de acuerdo a sus intereses.
Borja sonrió. Ahora no sólo pensaba que Carrillo estaba equivocado sino que era ambicioso y estúpido. ¿No era capaz de darse cuenta del brío de Fernando, ni del orgullo de su esposa? Pero no era momento de decirle a Carrillo lo torpe que era y se limitó a ser cortés.
—Seguro que lo agradecerá.
Al día siguiente, Borja se despidió de todos antes de volver a la Santa Sede. Lo hizo a la entrada de palacio. Los presentes, ordenados en fila, se fueron arrodillando según pasaba delante de ellos.
Cuando se arrodilló Isabel, bromeó:
—Vuestra tierra es preciosa, Isabel, pero demasiado fría para mí.
Isabel sonrió.
Cuando llegó a Fernando, le susurró al oído:
—Será Mendoza.
Fernando también sonrió.
Cuando llegó junto a Carrillo, mandó llamar a un criado a su servicio. Éste le dio una carpeta de cuero. Borja la abrió y de ella extrajo un documento.
—Tomad esta bula, vos sois quien más ha luchado por esto.
Carrillo sonrió también, como antes los príncipes.
Borja miró a Fernando e Isabel.
—A los ojos de Dios, ya sois marido y mujer. Dejad que todo el mundo lo sepa… Pero a su debido tiempo, os lo ruego.
Carrillo preguntó cuánto tiempo sería. Borja le respondió serio:
—Cuando el Papa confirme quién es elegido cardenal. ¿Seréis capaz de guardar el secreto, Carrillo?
Carrillo, tan seguro estaba de ser él, contestó sin dudar.
—Con mi vida, si hiciera falta.
Borja montó en su caballo con la ayuda de dos soldados y marchó.
Cuando ya estaba a cierta distancia, Carrillo levantó los puños al cielo y gritó eufórico en medio del llano nevado.
—¡Ganamos!
Estaba equivocado.
Borja, antes de partir para la Santa Sede, visitó a los Mendoza en Buitrago. Lo hizo por sorpresa, pero bendita sorpresa: les confirmó que Pedro era el elegido.
Pidió a los Mendoza lo mismo que a todos: que guardaran el secreto hasta que recibieran la confirmación del Papa. Los Mendoza aceptaron.
Pedro se arrodilló dándole las gracias.
Entonces, Rodrigo Borja hizo su última jugada.
—No me lo agradezcáis a mí. Agradecédselo a quien ha sido vuestro principal valedor desde el principio: Fernando de Aragón. Confío que en el futuro vuestras alianzas sean las correctas.
La cara de los Mendoza era la viva imagen de la estupefacción.
Y Borja viajó hacia tierras más cálidas dejando a sus espaldas Castilla. Desgraciadamente, pensó, no podía cambiar su frío invierno ni su ardiente verano. Eso era cosa de Dios, si es que existía, algo que pese a ser cardenal a veces dudaba.
Pero la política era cosa de los hombres. Como tal, tenía la certeza de que había asentado los cimientos de una nueva Castilla.
Ahora el que sonreía era él.
XVII
Isabel se sentía feliz y triste a la vez. Feliz porque veía cumplida su ambición de ser heredera de la corona más cerca que nunca. Triste, por su relación con Fernando.
Estaba deseosa de arreglar sus problemas con él, pero necesitaba una justificación, una causa para poder entender las infidelidades de su esposo. Necesitaba hablar con alguien de más experiencia. Y que fuera mujer. Lejos Clara, sólo le quedaba Catalina. A ella le preguntó mientras su dama la peinaba de buena mañana.
—Las mujeres debemos ser fieles a nuestros maridos, ¿verdad?
Sin dejar de peinarla, Catalina respondió:
—Debemos.
—¿Y los maridos a las mujeres?
Catalina sonrió. Isabel, de espaldas, no se dio ni cuenta.
—Deberían. Pero no lo son.
Isabel se giró hacia su doncella.
—¿Y por qué no deberíamos exigir el mismo trato?
—Debemos exigirlo. Pero también debemos ser conscientes de que no lo vamos a conseguir.
—¿Y por qué?
—Es una batalla perdida. Y como vos sabéis mejor que yo, hay que elegir las batallas que se puedan ganar. Reyes, príncipes, hombres de Iglesia… todos son infieles: tienen amantes, hijos naturales. El mundo está hecho así.
Isabel se quedó pensativa.
—Entonces, ¿qué he de esperar de un marido si además es príncipe y joven?
Catalina, ahora sí, sonrió para que la viera Isabel.
—Y guapo…
Isabel se sonrojó y bajó la mirada.
—¿Creéis que me ama, Catalina?
—No sólo os ama: os admira. Y eso es algo con lo que muy pocas de nosotras podemos siquiera soñar.
Isabel pensó que por qué no podía soñar ella.
XVIII
Pacheco fue llamado urgentemente por el rey a palacio. Cuando llegó a su despacho encontró a Enrique con una sonrisa de oreja a oreja.
—Os llamo para deciros algo que ya sabía, pero que no os podía comunicar. Estabais equivocado, Pacheco.
—¿Respecto a qué, majestad?
—Respecto a vuestro tío, el arzobispo de Toledo.
Enrique alzó, para que Pacheco lo viera, un documento que tenía sobre su mesa.
—Tomad y leed.
Pacheco obedeció. Al acabar la lectura, estaba perplejo.
—¿No os alegráis, Pacheco?
—En casos así, es un placer errar, majestad.
El rey no cabía en sí de gozo.
—El Papa sigue estando de nuestro lado —convino Pacheco—. Han elegido a Mendoza y no a Carrillo; y elegirán a Juana y no a Isabel.
—¿Qué os dije? Tenéis una obsesión con vuestro tío. Me pregunto cómo se lo habrá tomado Carrillo…
Viendo la cara de Pacheco podía intuirse que él también se estaba haciendo la misma pregunta.
Viendo la cara de los criados que estaban presentes cuando Carrillo recibió la noticia, podía intuirse el pánico.
Porque el arzobispo de Toledo, al saber que no había sido el elegido, estaba destrozando su despacho mientras se acordaba de Rodrigo Borja.
—¡Hipócrita! ¡Falso! ¡Judas! ¡Ojalá te alcance la peste, Rodrigo Borja!
Su ira aumentó cuando, reunido con los príncipes, Chacón y Cárdenas, éste dio la noticia de que los Mendoza invitaban a Isabel y a Fernando a la ordenación de Pedro González de Mendoza como cardenal.
—¿Os han invitado? ¿Los Mendoza tienen la indignidad de invitaros a la ordenación de Pedro como cardenal? ¿Quieren humillarme aún más?
Se produjo un tenso silencio que rompió Isabel.
—No iremos.
Todos la miraron. Isabel se acercó cariñosa a Carrillo.
—Lo que han hecho con vos es injusto y nos duele a todos. Nadie ha luchado tanto por nuestra causa. No dudo que las intenciones de los Mendoza al invitarnos sean buenas…
Carrillo la interrumpió.
—Yo sí.
Isabel continuó:
—… pero, sea como fuere, asistir sería doloroso para vos. Lo entendemos y no lo haremos. Es lo menos que podemos hacer.
Carrillo dio las gracias por el detalle. Lo hizo mascullando en voz baja. Luego se retiró a sus aposentos.
Fernando dudaba de la decisión de Isabel. Pero ella le convenció.
—No podíamos ofenderle más. Una bestia herida es aún más peligrosa.
Cárdenas carraspeó antes de hablar.
—Quizá sea el momento de hacer participe a mi tío de nuestro secreto.
Chacón miró a los tres sin entender nada. Fernando fue el que dio la cara.
—Desde el primer momento apoyamos a Mendoza.
Chacón, sorprendido, miró a Fernando. Y luego, serio, a Cárdenas.
—¿Lo sabíais desde el principio? ¿Y no me lo habéis dicho?
Cárdenas estaba avergonzado, pero era hora de decir la verdad.
—Sí, excelencia.
Sin cambiar su gesto serio, Chacón dio una palmadita a Cárdenas.
—Bien hecho.
Cárdenas suspiró aliviado, mientras Chacón dirigió su mirada hacia Isabel.
—Entonces, señora, ¿cuál es el siguiente paso?
Isabel sonrió.
—Anunciar a todo el mundo que tenemos bula del Papa.