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Noviembre de 1470

I

En la Corte de Segovia, todos habían conseguido sus objetivos a la vez. Algo inusual cuando, hasta ahora, la felicidad de unos siempre suponía la desgracia de otros.

Enrique ya tenía lo que quería. Había asegurado el futuro de su hija con su alianza matrimonial con Francia y, de paso, asestaba un duro golpe a Isabel y Fernando.

Pacheco también estaba satisfecho: había convencido al rey para que anulara los pactos de Guisando. Isabel ya no heredaría la corona, recuperando —por omisión— sus derechos Juana, la hija del rey Enrique.

Los Mendoza también se sentían contentos: siempre habían defendido los derechos de Juanita y ahora éstos eran reconocidos hasta por el rey y el mismísimo Pacheco.

Pero Enrique aún tenía una cuenta pendiente que resolver con su esposa Juana de Avis. La saldó inmediatamente: nada más volver de Valdelozoya, la expulsó de palacio. Nunca le perdonaría su infidelidad ni su deslealtad.

—No puedo evitar que sigáis siendo reina —le dijo—, pero sí vuestra presencia en palacio. No creo que seáis un buen modelo de comportamiento… Además, tenéis otros dos hijos que cuidar allá en Extremadura.

Juana de Avis tuvo apenas un día para abandonar la Corte. Cuando estaba a punto de dejar Segovia, Beatriz de Bobadilla fue a su encuentro.

—Mi marido me ha dicho que os vais de palacio.

—Sí. Vuelvo a Extremadura. Así lo manda mi esposo.

—¿Y vuestra hija?

—No viene conmigo…

La reina abrazó a Beatriz con cariño y le dio un consejo:

—Cuidad de vuestro hijo… Vedlo crecer… Disfrutad cada día con él. —Hizo una pausa y añadió—: Es un lujo que una reina no puede tener.

La reina no fue la única que dejó palacio. Semanas después, su hija volvió al convento donde la cuidaban.

Diego Hurtado de Mendoza no vio con buenos ojos estas dos decisiones del rey. Pero no dijo nada: ahora que parecían ir bien las cosas, mejor no plantear problema alguno.

II

La noticia de que Isabel había sido desheredada por Enrique causó un profundo efecto en Valladolid. Isabel no tenía previsto que Enrique llegara hasta ese extremo. Pero su hermano no sólo la desheredó, sino que ordenó, convencido por Pacheco, que sus tropas entraran en Valladolid.

El rey aceptó la intervención militar ante las garantías de Pacheco de que no habría derramamiento de sangre. La presión económica de Pacheco había logrado que Carrillo no tuviera con qué pagar a su ejército. Isabel apenas disponía de cincuenta hombres para que la protegieran. Entrar en Valladolid sería un desfile militar.

Sin embargo, alguien, de forma anónima, avisó del ataque y las intenciones del rey llegaron a Valladolid antes que su propio ejército. Eso dio tiempo a Isabel y Fernando a escapar. Tuvieron que hacerlo deprisa y casi con lo puesto. Tampoco tenían mucho más, dado que Pacheco había cortado sus fuentes de ingresos desde poco después de su boda.

En primer lugar fueron a Dueñas, pero rápidamente tuvieron que volver a huir a un nuevo destino: Medina de Rioseco.

Cuando, al llegar allí, Isabel y Fernando tomaron posesión de lo que serían sus nuevos aposentos, lo hicieron acompañados de las damas de Isabel. Una de ellas, Catalina, llevó a la pequeña Isabel a la cuna. La alcoba estaba llena de humedades, necesitaba un nuevo encalado y los gastados muebles aún olían al barniz que se les acababa de aplicar para maquillar su deterioro. Isabel se vino abajo.

Fernando, al ver el desaliento de su esposa, ordenó a las damas que salieran y se acercó a ella.

—Nuestro viaje no va a acabar aquí, os lo juro…

La niña empezó a llorar como si, a sus dos meses, hubiera percibido la amargura de su madre.

—Pobre hija mía…

Isabel fue hasta ella y consiguió acallar su llanto con unas carantoñas. Fernando se dirigió al lecho, junto a su esposa y su hija.

—Saldremos de ésta. —Miró a Isabelita—. Lo juro por nuestra hija.

III

Enrique mostró a Pacheco, en privado, su extrañeza ante la huida de Isabel antes de que llegaran sus tropas a Valladolid.

—¿Ha huido entonces?

—Sí, alguien debió de avisarlos a tiempo…

—¿Acaso tienen espías en la Corte?

—¿Os extraña? Tenéis de mayordomo de palacio al esposo de su mejor amiga.

Enrique le miró serio.

—Cabrera me es leal.

—Cabrera es judío. Y los judíos nunca son sinceros. Siempre miran por su interés. Y si Isabel le ha prometido cargos…

El rey le paró los pies.

—¡Basta ya! Cabrera es quien es por mí. Y no me fallará. Nunca.

Pacheco volvió a insistir en que el ejército persiguiera a Isabel y a los suyos. Enrique se negó: prefería otras soluciones ya que ésta no había dado sus frutos. Y pidió calma a Pacheco.

—Veamos el lado positivo: Isabel nunca ha sido mujer de salir corriendo, y el que lo haya hecho ahora significa que ha tocado fondo.

Pacheco reconoció que eso era cierto, pero insistió en no dar respiro a sus enemigos.

—Hay situaciones que no deben repetirse nunca más. Tenemos que hablar alto y claro a los que todavía estén pensando en apoyarla.

El marqués de Villena propuso la confiscación de las posesiones de quienes hubieran dado cobijo a Isabel, como era el caso de Enríquez. También, amenazar con despojarles de sus títulos si volvían a hacerlo. Había que extirpar el mal de raíz.

El rey aceptó.

IV

En Medina de Rioseco no pasaba nada excepto el transcurrir de los días y luego de los meses. Y con ellos, la falta de medios aumentaba a la misma velocidad que la desesperación. Había que volver a tomar la iniciativa si querían cambiar la situación.

Como no tenían medios y sus aliados estaban maniatados, Isabel no encontró mejor solución que redactar una nueva carta al rey.

Fernando no estuvo de acuerdo.

—¿Otra carta? ¿Vamos a escribirle otra carta a Enrique? A este paso vamos a necesitar antes escribanos que soldados…

Isabel se reafirmó en su idea.

—Hay que impugnar punto por punto las mentiras de su misiva. El pueblo debe saber la verdad.

Fernando seguía sin estar de acuerdo.

—El pueblo sólo quiere que le bajen los impuestos. Y que llueva, para bien de sus cosechas. Esta guerra no la vamos a ganar con cartas.

Su esposa, molesta por sus palabras, le respondió con acritud:

—Os recuerdo que no estamos en guerra.

—Lo estamos, no os engañéis —replicó Fernando—. Y desde hace tiempo. Nuestro problema es que nuestro enemigo lucha y nosotros, no.

—Porque no he dejado de luchar, escribiré esa carta.

La frase hirió a Fernando. Bien sabía que no tenían ejército, pero también, y era lo que más le dolía, que no se contara con él para nada.

Isabel escribió su carta. En esta ocasión, no sería Enrique su primer destinatario. Porque, en realidad, Isabel no escribió esa misiva sólo al rey. La había escrito al pueblo de Castilla.

De hecho, cuando Cárdenas fue a Segovia a entregársela en mano al monarca, ya hacía un día que los pocos mensajeros de que disponían habían partido de Medina de Rioseco con copias de la misma.

V

La carta era tan extensa que pronto fue conocida como el Manifiesto de la Princesa. El rey la había acusado en Valdelozoya de muchas cosas. Isabel quiso responder a todas y cada una de ellas, punto por punto.

El primero, trataba de su legitimidad como heredera. Isabel no tenía dudas: ella era la sucesora de la corona y no su sobrina Juana, a la que aludía como «la hija de la reina». Sin más.

No mencionaba las correrías ni el embarazo de Juana de Avis con Pedro de Castilla, pero expresaba claramente que Juanita no era quién para heredar la corona: «¿Qué infamia es y será para la antigua nobleza y el honrado pueblo de Castilla cuando en los tiempos venideros sepan que os han dado cobre por oro, hierro por plata y falsa heredera en vez de legítima sucesora?».

Sin duda, Isabel quería hablar al pueblo de manera que éste la entendiera, contando emociones que todos sentirían al saber de ellas. Quería que su mensaje llegara a plazas y mercados. Que se comentara en el hogar de los castellanos a la luz de una vela antes de ir a dormir.

A la acusación de que se había casado sin su consentimiento ya que, por ley, toda menor de veinticinco años debía hacerlo con licencia paterna o de sus hermanos mayores, Isabel contestó preguntando que cuándo Enrique la había tratado como un hermano. Y le acusaba de algo tan poco familiar y cariñoso como ordenar que la apartaran de su madre, para gran perjuicio de la salud de ésta.

Le acusaba, también, de algo que —remarcaba Isabel en su carta— jamás le perdonaría: dejarla abandonada en manos de la reina Juana. Para que todos entendieran lo mal que fueron tratados ella y su hermano, Isabel buscó un ejemplo popular: «porque si a todas las madrastras les son odiosos sus ahijados y las nueras, cuánto más lo fuera yo de la reina, que tan gran herencia se esperaba».

A la acusación de haber roto los pactos de Guisando, Isabel respondía que el rey los rompió antes, encerrándola en Ocaña y forzándola a contraer matrimonio con el rey de Portugal. Todo con el fin de alejarla de Castilla y de su pueblo, la tierra y las gentes a las que tanto amaba.

También defendió su matrimonio con Fernando, príncipe de Aragón. Su sangre, alegaba Isabel, también era Trastámara, y por ello, si le ocurriera algo a ella, él sería digno sucesor de esos reinos que no le eran ajenos. No citaba a Fernando como rey de Sicilia: podría haberla dejado en inferioridad. Pero hablaba de él con cariño, como una enamorada, para que el pueblo se ilusionara con que sus posibles futuros reyes se amaran como en las leyendas y novelas de caballerías.

Respecto a casarse sin bula, la carta no entraba a fondo en eso. Sin duda era la cuestión en la que peor podía defenderse Isabel. Pero sorteaba el problema alegando que les casó un arzobispo, Carrillo, y que Roma acabaría dándoles la razón.

Tras pasar rápidamente por tema tan espinoso como la bula, Isabel mostraba su decisión y firmeza, avisando de que lucharía por sus legítimos derechos y que Dios haría responsables a quienes tanto mal le habían causado a ella y al pueblo de Castilla.

En este aspecto, tocaba un tema de gran sensibilidad para los castellanos: la posibilidad de que hubiera otra guerra si no se llegaban a acuerdos por la obstinación del rey Enrique.

Precisamente para no cerrar puerta alguna a la negociación, Isabel aseguraba que no pretendía poner a nadie en contra del rey, al que juraba ser leal. Sólo, explicaba, se defendía de las mentiras que sobre ella había dicho el monarca.

Isabel acababa afirmando que no diría nada. Porque serían sus obras, y no sus palabras, las que hablarían por ella en el futuro.

En realidad, Isabel no tenía más que decir porque lo había expresado todo.

VI

Cuando el rey leyó la carta guardó un profundo silencio. Cabrera miró preocupado a Cárdenas, que siguió cumpliendo con su misión de mensajero.

—¿Hay respuesta para vuestra hermana?

Enrique lo miró serio.

—No. Y dad gracias a Dios de que no os haga detener.

Cárdenas respondió irónico:

—No sería la primera vez, majestad.

Alguna vez su ironía le metería en problemas, pensó Cárdenas nada más responder al rey. Cárdenas salió rápido de Segovia por si acaso Enrique se arrepentía de no hacerle preso. Tanto que ni tuvo tiempo de dar recuerdos en persona a Beatriz de Bobadilla.

Enrique convocó a sus leales. Pacheco acudió con su hijo. Diego Hurtado de Mendoza lo hizo con Pedro González de Mendoza, su hermano pequeño.

Pedro, al ser el menor de la familia, fue destinado a cumplir con la Iglesia. No lo hizo en vano. Y no por el cumplimiento de los sagrados mandamientos (era conocida su pasión por las mujeres), sino porque en iglesias, monasterios y catedrales se guardaba la cultura. Y él era el más culto e inteligente de los Mendoza, y dedicaba gran parte de su tiempo al estudio del latín —era un experto traductor— y la retórica. En Salamanca se doctoró en Cánones y Leyes.

Tenía una gran capacidad de expresión. Y, además, gustaba del mecenazgo —como su hermano Diego—, y era hábil como soldado, como su otro hermano Íñigo.

Como Diego no destacaba como guerrero, ni Íñigo por su cultura, Pedro, a sus cuarenta y tres años, resumía en su persona lo mejor de la familia Mendoza, de cuyo apellido siempre se benefició.

De hecho, a los nueve años ya había conseguido el curato de Santa María en Hita. A los veintisiete, el obispado de Calahorra y Santo Domingo de la Calzada. A los cuarenta, el de Sigüenza. Y, entre medias, el arcedianato de Guadalajara, que siempre conservó, pues suponía unos importantes beneficios económicos.

No pisaba mucho sus diócesis. Experto en diplomacia y leyes, había hecho valer más de una vez los intereses del rey Enrique en la Santa Sede.

Su hermano Diego le había reclamado para estar a su lado en sus relaciones con el rey: veía cómo crecía el poder de Pacheco y la aparición del hijo de éste, Diego, como una amenaza de futuro. El cariño era tan grande entre los dos hermanos que Pedro no pudo negarse.

Enrique le saludó con amabilidad al verle: siempre le había tenido en gran estima. De hecho, el rey había querido nombrarle, años atrás, asesor personal suyo. Le había elegido, junto a Beltrán de la Cueva, para renovar los aires de la Corte, cansado de la ambición de Pacheco. Pedro prefirió seguir otros caminos, lejos de palacio.

Pese a la alegría de ver a Pedro, el rey no perdió el tiempo en agasajos. Había un tema que tratar: la carta de Isabel, que Enrique hizo leer en alto a Cabrera, para conocimiento de todos.

Tras la lectura, el rey mostró su hastío y su desagrado.

—Es dura de pelar mi hermana. No deja ningún cabo suelto en su misiva.

Pese a ese dato irrefutable, Pacheco no se sintió amedrentado.

—Total, para lo que le va a servir… Podéis tirarla al fuego: sólo valdrá para eso.

Todos callaron. Todos, menos Pedro.

—No menospreciéis esa carta, majestad —recomendó.

Enrique le miró sorprendido.

Pacheco, ofendido, contestó en vez del rey:

—¿Y por qué no ha de hacerlo? ¿Porque lo dice un obispo?

Diego no pudo aguantar que Pacheco despreciara a su hermano.

—No. Porque os lo dice mi hermano. Y lo hace con respeto.

Enrique no quiso conflictos.

—Dejad que se explique, Pacheco…

Pero Pacheco insistió:

—No hace falta ser una eminencia para saber que esa carta lo único que muestra es la extrema debilidad de Isabel.

Pedro González de Mendoza respondió al marqués de Villena.

—Humildemente, opino lo contrario: creo que Isabel no da la batalla por perdida.

—¿Y cómo la va a ganar sin ejército?

—Los muros de Jericó cayeron al sonar de las trompetas.

Pacheco sonrió.

—Bueno… tampoco creo que Isabel tenga dinero para comprar trompetas.

Enrique estuvo a punto de reír por la ocurrencia de Pacheco, pero Pedro siguió defendiendo sus tesis.

—No hay que desdeñar la fuerza de sus palabras. En esa carta hay argumentos jurídicos ciertos… —Miró a Pacheco—. Y por lo que sé por mi hermano, cuenta cosas que son verdad. Cosas que cuando el pueblo sepa de ellas, pueden perjudicaros, majestad…

Enrique se extrañó de esta aseveración.

—¿El pueblo? ¿Y cómo va a saber de esto el pueblo?

Diego Hurtado de Mendoza mostró entonces una carta similar a la que había recibido Enrique.

—Porque Isabel ha hecho llegar su respuesta a iglesias, villas y ciudades. Ayer tarde nos llegó a Buitrago.

Enrique miró decepcionado a Diego.

—¿Por qué no me habéis dicho esto antes, don Diego?

—Porque estabais hablando. Y un Mendoza nunca interrumpe a su rey. Pero ahora que puedo hablar, os aconsejo que evitéis toda acción militar contra Isabel. El pueblo entendería que reaccionáis con la fuerza porque no tenéis razones para refutar esta misiva.

El rey, por fin, empezó a preocuparse.

Acabada la reunión, los Mendoza abandonaron palacio. Mientras lo hacían, Pedro dejó claro su parecer a su hermano.

—Algún día no muy lejano los hombres como él desaparecerán del gobierno de Castilla.

—Dios lo quiera, Pedro… Pero hasta que eso ocurra, os lo ruego: tened cuidado.

VII

Si Enrique tenía un problema, el rey de Aragón acumulaba muchos ya. Y ahora se le añadía otro: un ciudadano de buena reputación y grandes medios se había rebelado contra él. Su nombre era Jiménez Gordo. Y había renunciado a su acomodada vida para convertirse en bandolero salteador de caminos.

Eso, por sí solo, no hubiera preocupado al rey Juan. El problema era que solamente robaba al rey. Asaltaba a los recaudadores y a los enviados que se dirigían a pagar las nóminas de su ejército en Cataluña, poniendo los intereses de Aragón en serios aprietos.

Juan estaba indignado.

—¡La audacia de ese hombre es cada vez mayor! Cualquier día, ese rufián de Jiménez es capaz de venir a palacio a robarnos la vajilla…

Jiménez no sólo robaba: asesinaba a gran parte de los asaltados. Pese a ello, su popularidad empezaba a ser grande entre el pueblo.

La pobreza de las arcas reales obligó al rey a multiplicar impuestos en Aragón, ya que valencianos y catalanes eran menos generosos con su rey. Tenían su propias leyes y sus propios derechos, y el rey debía convencerles en largas sesiones en Cortes para que cedieran el dinero necesitado.

Así las cosas, eran cada vez más los aragoneses que veían en Jiménez un líder que defendía sus intereses contra la avaricia de su rey. Porque el bandolero no se quedaba con los beneficios de los robos, sino que los repartía entre los menesterosos.

Peralta aconsejó a su rey que utilizara el ejército contra Jiménez, pero el rey se negó.

—Jiménez es popular. Y cada día tiene más seguidores, muchos le ven como un caudillo. Ha organizado tropas de caballería, incluso… Sería como abrir una segunda guerra aquí y apenas podemos contra Francia.

El rey suspiró triste.

—Lo que daría por tener a mi hijo Fernando aquí conmigo…

VIII

Fernando estaba ocioso con pies apoyados en la mesa en que escribía Palencia. Pocas veces se había sentido tan inútil.

—Curioso oficio el vuestro, Palencia… Nosotros tomamos decisiones, batallamos, ganamos reinos, nos manchamos las manos de sangre, nos morimos… y lo que queda finalmente es lo que los cronistas escribís.

—Lo llaman posteridad. Todo hombre sueña con pasar a ser parte de ella.

Fernando sonrió.

—¿Todos? Preguntadle a un campesino… Os cambiaría la posteridad por una buena ternera. Y en la situación que estamos, yo mismo haría ese trato.

Palencia le miró apenado. Le entristecía ver a quien tanto admiraba en aquella situación.

Tal vez por ello, le ayudó en cuanto pudo. Y procuró enterarse de todo lo que pasaba alrededor para informar de ello a Fernando.

A través de Carrillo, Palencia supo que pronto llegaría a Medina de Rioseco una comitiva de nobles asturianos. El motivo era su temor ante las últimas medidas de Pacheco. Los asturianos apoyaron a Isabel en la guerra civil y el rey les castigaba ahora con un aumento de tributos y penas por cualquier causa. Lo mismo había pasado en Vizcaya, donde el rey Enrique había anulado sus fueros e impuso al duque de Haro como gobernador. Los asturianos temían que lo mismo les ocurriese a ellos.

Ante la llegada de la delegación asturiana, Isabel reunió a todos para valorar la respuesta que debía dar.

Chacón se sentía muy preocupado por estas noticias. El rey Enrique estaba apretando a quienes les habían sido leales, anulando la idiosincrasia de cada región y recuperando una política de señoríos feudales.

—El siguiente paso será que se cambien de bando.

Isabel asintió.

—No seré yo quien les culpe. Podemos pedir a la gente que nos sean leales… No que sean mártires.

Fernando, al haber sido avisado a tiempo por Palencia, había diseñado una estrategia.

—No tienen que saber que pueden serlo…

Todos le miraron sorprendidos.

—Mañana —prosiguió el príncipe—, cuando esos nobles asturianos vengan, que vean toda nuestra guardia en la entrada. Que los soldados abrillanten sus espadas… Que las damas zurzan sus ropas… Mañana, señores, nadie ha de ver preocupación en nuestras caras.

Luego, miró con cariño a Isabel.

—Y vos les mostraréis lo hermosa que es vuestra sonrisa…

IX

Tal vez por su capacidad de persuasión, tal vez porque fue el único que demostró ideas y ánimo, al día siguiente, todos le hicieron caso.

Los nobles asturianos, nada más llegar, no notaron la miseria en la que Isabel se encontraba. Si no, probablemente no se hubieran sentado a parlamentar, como sí lo hicieron. Querían saber cuáles eran los planes de Isabel ante lo que estaba pasando. Sabían que había sido desheredada, pero seguían apostando por ella…, si es que ella podía defender su causa.

Buscando el apoyo de la princesa, le contaron sus cuitas a Isabel, que estaba acompañada por todos sus asesores. Lo hizo un tal Carrete, a quien los asturianos eligieron como representante.

—El rey Enrique está decidido a acabar con todos aquellos que os apoyamos en la guerra. En Asturias ya ha empezado a exigir vasallaje… Quita títulos, tierras y riquezas y las da a sus leales. Nos obliga a mantener a nuestra caballería para que sirvamos a su ejército pero todo a nuestro cargo, bajo amenaza de perder nuestra condición de caballeros.

Fernando interrumpió al asturiano.

—No hace falta que nos deis más explicaciones. Habéis venido a averiguar si merece la pena apoyarnos y yo os daré razones para que nos sigáis siendo leales. Razones claras, fáciles de entender. Para empezar, Castilla podría permitir a los nobles pelear a pie y así os desprenderíais de todos los gastos de caballería.

Isabel miró sorprendida a Fernando. Chacón y Carrillo no lo estaban menos. Por el contrario, Cárdenas sonrió: sabía de la capacidad de persuasión del príncipe.

El representante de los asturianos asintió interesado.

—Me parece razonable, señor.

Fernando siguió hablando animoso y seguro:

—Castilla no permitirá que tierras que desde hace siglos se rigen por sus propias costumbres sean feudos de un rey que mira hacia el pasado. Apoyadnos… Y cuando Isabel y yo gobernemos, podéis estar seguros de una cosa: Castilla será la suma de sus regiones… No la anulación de las mismas despreciando sus costumbres ni sus fueros, como quieren Pacheco y el rey.

Carrete miró a quienes le acompañaban, que asintieron con la cabeza. Luego se giró hacia el rey de Sicilia:

—Vuestras palabras son las que queríamos oír… Pero el ejército de Enrique es muy poderoso.

Fernando garantizó su seguridad, mintiendo como pocas veces había hecho en su vida.

—Yo no soy rey de Castilla, pero sí de Sicilia y futuro rey de Aragón. Si Enrique os ataca, os juro que el ejército aragonés y yo mismo lucharemos por vuestra causa. Mientras tanto, ordenad a vuestros hombres que resistan… Y que si reciben un golpe, respondan con dos.

—Así se hará, majestad. —Carrete sonrió—. Creo que ya hemos averiguado lo que queríamos.

Chacón quiso confirmar su apoyo.

—¿Cuenta entonces Isabel con vuestra lealtad?

—Nunca ha dejado de contar con ella, alteza… —Miró a Isabel—. Asturias os ha apoyado y os apoyará como princesa que sois de todos los asturianos, diga lo que diga el rey Enrique.

Cuando los asturianos volvieron a su tierra, Isabel se encaró con su esposo.

—¿Podéis garantizar ese ejército que tan alegremente habéis ofrecido?

Fernando la miró con calma.

—De momento, no…

—¿Qué se llevan entonces? ¡Nada!

—No… Les hemos dado mucho. Se van cargados de ilusión y con algo por lo que luchar. Y eso es más importante que mil lanceros.

Chacón y Carrillo, al igual que Cárdenas, no se atrevieron a entrar en la discusión. Pero de haberlo hecho, habrían dado la razón a Fernando.

Sin duda, el príncipe de Aragón había decidido que ya era hora de ser también príncipe de Castilla. Y lo iba a ser, le dejara o no su propia esposa.

X

La decisión de Fernando mostraba que, por muy malos que fueran los tiempos, siempre se podía luchar por que fueran mejores.

Pronto iba a ocurrir algo que permitiría a Fernando mayor libertad de movimientos. Al redoblar Francia sus ataques en el frente catalán, el rey Juan se veía obligado a ir allí con lo que le quedaba del ejército. Al mismo tiempo, el bandolero del pueblo, como así llamaban a Jiménez, había ganado aún más poder y simpatías.

El rey Juan decidió que no podía dejar Aragón sin mando y decidió cambiar de estrategia: Fernando debía acudir a Aragón. Mientras él lidiaba con los franceses, su hijo se encargaría de poner paz en su propia tierra.

—¿Y cómo conseguiremos que venga vuestro hijo? —objetó Peralta—. Firmamos que no saldría de Castilla sin consentimiento de Isabel.

—Para conseguirlo habrá que pagarle el dinero que le debemos… Y algo más: rebañad nuestras arcas si hace falta. Se lo llevará mi propio contador, don Juan Sebastida, que ayudará a Isabel a administrar.

—Pero si no tenemos para pagar a nuestros soldados…

El rey ni le escuchó: siguió dando órdenes.

—Con Sebastida partirán hacia Medina de Rioseco cincuenta hombres de mi guardia; no son los doscientos lanceros que prometí, pero a cambio tienen el dinero, que no es poco.

Peralta no entendía las razones de esta nueva estrategia.

—Perdonadme, pero no necesitaremos a esos hombres en el frente.

El rey Juan le miró serio.

—A veces la guerra es como el ajedrez: hay que perder algunas piezas para ganar la partida. He de pactar la paz con Francia… Y no quiero dejar Aragón sin mando. Jiménez aprovecharía la ocasión para hacernos más daño. Mi hijo me necesita… Y yo le necesito a él, Peralta.

XI

Llegaron a Enrique noticias de Francia. Y no eran buenas: el rey de Francia había tenido por fin un hijo. Y era varón. El duque de Guyena, al saberlo, se dio cuenta de que sus aspiraciones a la corona eran nulas y decidió no esperar a que Juanita, la hija de Enrique, llegara a la mayoría de edad. Directamente, renunció a la boda.

Joffrouy enviaba, dolido por la situación, toda esta información a Enrique en una carta que leyó Cabrera delante de Pacheco y, cómo no, de su hijo Diego.

El rey no podía ocultar su pesar.

—Estamos igual que antes…

Ahí surgió Pacheco para levantarle la moral. Como Fernando en el bando de Isabel, el marqués de Villena tenía la convicción de que la pesadumbre sólo podía llevar a la derrota. Y no estaba dispuesto a consentirlo. Ni eso, ni a perder el favor de Enrique, al que comenzó a halagar.

—No, no estamos igual que antes. Y es gracias a vos.

Enrique le miró extrañado.

—¿Gracias a mí?

—La boda de vuestra hija hizo que dierais un paso al frente: desheredasteis a Isabel. Rompisteis los pactos de Guisando… Y nombrasteis heredera a vuestra hija Juana. ¿Para qué necesitamos que Juana sea reina de Francia si lo va a ser de Castilla?

Luego hizo una pausa para dar más énfasis a sus siguientes palabras:

—Además… Si el rey Luis ha tenido un hijo, siempre podemos proponer su boda con Juanita…

Enrique sonrió.

—Veo que tenéis solución para todo.

—Los problemas existen para ser solucionados, majestad. Vuestra hija Juana será reina de Castilla de una manera u otra.

Cabrera, sin que Pacheco le viera, movió levemente la cabeza: Pacheco era inasequible al desaliento.

Pero Diego, el hijo del marqués de Villena, sí vio el gesto de Cabrera. Por ello, a la salida se encaró con él.

—No parecíais muy satisfecho con las palabras de mi padre, Cabrera. ¿He de pensar que no os alegráis de que la princesa Juana pueda llegar a reina?

Cabrera hubiera insultado con gusto a ese petimetre, sombra de su padre. Pero hacerlo podía ser peligroso. Por eso se limitó a decir:

—La alegría del rey siempre será la mía.

Y dio la espalda a Diego Pacheco, pensando para sus adentros que mal futuro tenía Castilla si la gobernaba un intrigante y el hijo chivato del mismo.

XII

Carrillo supo también que el duque de Guyena jamás se casaría con la Beltraneja, como su sobrino había bautizado a la hija del rey Enrique.

Fernando, al conocer la noticia, pensó que las cosas estaban cambiando. Aragón se veía liberada de un futuro rodeada de enemigos al norte (Francia) y al sur (la Castilla de Enrique). Eso y el respeto conseguido tras su intervención con los asturianos hizo que su carácter jovial y dicharachero volviera a hacer acto de presencia.

Daba ánimos a todos, mostraba una confianza en el futuro que los demás no tenían y, como era llano por naturaleza, hasta un día ayudó entre bromas a una criada a tender los lienzos que el viento arrancaba de sus cuerdas.

Isabel, de carácter más discreto y menos expresiva, no se sentía cómoda ante la exuberancia emocional de Fernando. Y menos lo estuvo cuando la casualidad quiso que viera bromear a su esposo con una de las criadas.

Iba a recriminárselo, pero no tuvo tiempo: llegó a Medina de Rioseco la delegación aragonesa enviada por el rey Juan. Cincuenta guardias bien pertrechados, dos cofres con el dinero adeudado y Juan Sebastida al mando.

Carrillo dio gracias al cielo. Las cosas estaban cambiando. Chacón suspiró aliviado y Cárdenas sirvió vino, encantado ante tan beneficiosa visita. También estaban presentes en la recepción, Palencia y Gonzalo.

Sin embargo la situación se torció cuando Isabel se negó a las condiciones que Sebastida traía del rey Juan: ser él quien administrara el dinero y que Fernando viajara a Aragón.

—No os necesito: para eso tengo a Gutierre de Cárdenas.

Cárdenas sonrió halagado mientras Juan Sebastida intentaba replicar a la princesa. Isabel no le dejó.

—Agradezco la presencia de vuestros soldados, nos serán útiles. Se pondrán inmediatamente al mando del señor Gonzalo Fernández de Córdoba.

Entonces, el que se molestó fue Fernando.

—Tenéis que saber que ya tienen un capitán y que el peor de esos guardias aragoneses ha batallado el doble de veces que Gonzalo.

El de Córdoba miró decepcionado a Fernando, pero calló. Isabel, no.

—Gonzalo es el jefe de mi guardia y lo seguirá siendo.

Aún fueron peores las cosas cuando Isabel se negó a que Fernando abandonara Castilla, lo que sería un incumplimiento de las capitulaciones de su boda.

Fernando pensó que Isabel estaba cruzando una línea que nunca debería cruzar.

—Lo siento, Isabel, pero partiré esta misma noche… Hasta ahora he cumplido con todas las condiciones que se me impusieron. Pero si Aragón me necesita no puedo permanecer aquí de brazos cruzados. Lo que es malo para Aragón también lo es para Castilla.

Chacón intervino apoyando a Fernando.

—Vuestro marido tiene razón, alteza… Es de obligada nobleza que ambos reinos se ayuden mutuamente. Y más después de saldar el rey Juan su deuda con creces.

Isabel miró con ira a quien tanto amaba desde niña.

—Parece que todos estáis de acuerdo en llevarme la contraria.

Luego miró a Fernando.

—Haced lo que os dé la gana.

Y se marchó a su aposentos. Fernando observó a los presentes: todos estaban contrariados por lo ocurrido. Tras pedir disculpas, fue a buscar a su esposa.

Al llegar a la alcoba, Fernando habló con claridad:

—No tengo nada más importante que vos. Nos estamos jugando nuestro futuro. Y eso es lo único que importa ahora. Podéis contar con mi lealtad, si eso es lo que os quita el sueño.

De repente, Isabel le sorprendió con una pregunta.

—¿Y con vuestra fidelidad? ¿Puedo contar con ella también?

—¿Por qué hacéis esa pregunta?

—¿Por qué no me dais respuesta?

Fernando no sabía qué motivo llevaba a Isabel a plantear esa cuestión. Le había sido fiel desde que se casaron… Pero si lo que quería Isabel era mansedumbre, estaba equivocada.

—Os aseguro que hay muchas maneras mejores de demostrar el amor que os tengo que eso que me pedís… Y os las demostraré. Me llevaré a Palencia para que dé fe de todo lo que hago.

Era la primera vez que Fernando e Isabel se separaban desde su boda. La primera noche que la princesa dormiría sin su marido. Pero tenía decidido no hacerlo sola. Por eso ordenó a Catalina que ella y el resto de sus damas durmieran con ella siempre que su esposo no estuviera a su lado.

Catalina obedeció y mandó llamar a las damas. Cuando Isabel vio a la que había visto coquetear, eso creía, con Fernando se acercó a ella y le dijo:

—Vos podéis retiraros. No vais a dormir aquí ni esta noche ni ninguna otra. Que mañana se os pague lo que se os debe, no queremos volver a veros por aquí.

La muchacha se marchó llorosa, sin saber cuál había sido su falta. Catalina, aturdida, intentó mediar.

—Si me permitís, señora… Esa muchacha es de mi plena confianza.

Isabel fue tajante:

—Pero no lo es de la mía.

XIII

Cuando Fernando volvió a ver a su padre, ambos se fundieron en un gran abrazo.

—Padre…, dejad que os vea.

Fernando le miró de arriba abajo. Juan dijo socarrón:

—¿Me veis más viejo todavía?

Fernando rio y luego pidió a Peralta y a su padre que le contaran las razones por las que le habían hecho volver.

Juan miró incómodo a Palencia. Fernando tranquilizó a su padre.

—Es Alonso de Palencia, cronista de Castilla. Confiad en él como yo lo hago.

Palencia hizo una exagerada reverencia. Juan pensó que no le cuadraba ese tal Palencia como amigo de su hijo, pero no había tiempo que perder y explicó a Fernando que debía marchar a Cataluña… Y sus problemas con el bandolero Jiménez.

Fernando escuchó con atención y al cabo respondió:

—Podéis marchar tranquilo.

Cuando a la mañana siguiente Palencia se había preparado para acompañar a Fernando en sus gestiones, se encontró que no estaba: había ido a ver a Aldonza. Y para esos asuntos, mejor que no estuviera presente Palencia.

Nada más verla la besó con dulzura en la mejilla.

—¿Todo está bien?

Aldonza sonrió.

—Sí. Todo está bien. ¿Y vos? ¿Qué tal vuestra vida en Castilla?

—Complicada… Nunca he tenido que cumplir tantas reglas. Los castellanos son secos…

—¿Más que los aragoneses?

—Mucho más.

—¿Y sus mujeres? ¿Cómo son?

—Yo sólo os puedo hablar de una, porque a ella me debo.

Aldonza le miró con ternura: ojalá fuera ella de quien hablara Fernando.

—Habladme pues… ¿Os sirvieron de algo mis consejos?

Fernando sonrió.

—Mucho… Y más me hubieran servido si os hubiera hecho más caso.

—¿Sois feliz?

—Más allá de intrigas y políticas, sí… Lo soy. Isabel es una buena esposa. Y una buena madre.

Aldonza sonrió ante la noticia.

—¿Tenéis hijos?

—Una niña. Le pusimos Isabel, como su madre. —Al decirlo, le brillaron los ojos—. Es preciosa…

—¿Y a quién se parece más? ¿A vos o a Isabel?

—A Isabel, gracias a Dios.

Aldonza le cogió de la mano.

—Si se hubiera parecido a vos tampoco tendría poca gracia. Y eso es algo que os puedo demostrar.

Hizo un gesto a una doncella, que rápidamente trajo ante él a un niño que no llegaba a los dos años. Su parecido con Fernando era evidente.

El príncipe contempló emocionado al niño.

—¿Cómo se llama?

—Alonso.

Fernando ya no pudo contenerse y le abrazó.

—¿Podéis criarlo con desahogo? Decidme la verdad, ¿os falta algo?

—Vuestro padre se encargó de todo en cuanto se enteró… —respondió ella.

—Porque estoy seguro de que si por vos fuera nunca se habría enterado.

—No soy alguien que busque favores especiales, Fernando.

Él la miró con admiración.

—Lo sé… Ahora debo dejaros. Tengo trabajo que hacer.

—Ya me imagino. Si no, no estaríais aquí.

Se despidieron con un abrazo. Sabían que no volverían a estar juntos, pero había algo que les haría estar unidos para siempre.

XIV

Pacheco no tardó en saber que Fernando estaba en Aragón. No gastaba en lujos, pero sí en espías que le hicieran ser más rico en la única cosa que le interesaba: el poder.

El marqués de Villena informó de ello al rey en compañía de Diego Hurtado de Mendoza y, cosa rara, sin que estuviera presente su hijo, algo que relajó a Cabrera. A todos les hizo ver que era una buena noticia.

—El que Fernando haya viajado a Aragón sólo puede significar dos cosas… O bien la situación en Aragón es realmente desesperada o bien hay desavenencias en esa unión. Y ambas cosas nos convienen. Creo que por fin tenemos la oportunidad de librarnos de una vez por todas de Isabel.

Diego Hurtado de Mendoza no lo veía tan evidente.

—¿Tan fácil lo veis?

—Ya no les queda nada. Cuando las cosas empiezan a ir mal todos te dejan solo.

El rey miró a Pacheco.

—¿Cuál será nuestro siguiente paso?

—Sepúlveda.

A Cabrera le cambió el gesto. Sepúlveda tenía una gran comunidad judía y allí vivía gran parte de su familia.

—¿Sepúlveda?

—Es uno de los bastiones más fieles a Isabel y deben pagar por ello. Tiene fortunas que vendrían bien al tesoro de la Corona. Y es de fácil asalto.

Enrique no dudó y ordenó a Pacheco que preparara el golpe.

Diego Hurtado de Mendoza notó la incomodidad de Cabrera. Él también la compartía: Pacheco estaba dispuesto a emprender una política de tierra quemada. Pero no se opuso al ataque.

Cabrera, cuando acabó la reunión, se desahogó con su esposa Beatriz. Estaba harto de la tiranía de Pacheco y de la sumisión de los Mendoza.

—Si la Castilla donde va a crecer mi hijo es la que está construyendo Pacheco, pienso que es mejor irse de aquí…

Beatriz nunca había oído hablar así a su marido. Sin duda, que en Sepúlveda residiera gran parte de su familia influía en su desaliento. Por eso, señaló una posible solución.

—Tal vez Isabel… Sepúlveda es muy querida por ella.

—Isabel está sin recursos en Medina de Rioseco… Y Fernando en Aragón. No parece que le vayan muy bien las cosas.

—Algo habrá que hacer.

—Estoy atado de pies y manos, ¿qué quieres que haga?, ¿que me rebele contra Pacheco? ¿Qué sería entonces de nosotros?

Beatriz pensó que cualquier cosa era mejor que estarse quietos.

—Nada nos impide avisar a Isabel. Sería la mejor manera de ayudarla. Que por lo menos sepa de las maniobras del rey.

—¿Y cómo? ¿De quién podría fiarme para una misión semejante? Pacheco tiene ojos y oídos en todas partes.

Su esposa sonrió.

—Conozco a alguien en quien puedes confiar como si de ti mismo se tratase.

Cabrera entendió lo que le quería decir.

—¿Tú, Beatriz? No… Es un viaje peligroso.

—Más peligroso es esperar como el cerdo a la matanza.

XV

Tras manejar sus contactos, Fernando había conseguido, en apenas una semana, pactar un encuentro con Jiménez. Éste exigió que fuera en un lugar público para evitar cualquier tipo de emboscada. Sin duda, pensó Fernando, el tal Jiménez se sentía arropado por el pueblo.

El príncipe echo un vistazo a los clientes del local y su intuición le señaló quién podía ser Jiménez. Fernando dio un codazo a un atemorizado Palencia.

—Es aquél.

Allí fue y sentó frente a un Jiménez que no pudo evitar admitir su sorpresa.

—¿Cómo me habéis reconocido?

—Por cómo me habéis mirado. Y por la media docena de hombres que os protegen.

Jiménez previno a Fernando de que no hiciera ninguna locura.

—Antes de nada os diré que espero que no intentéis ninguna treta conmigo. No saldríais vivo de aquí… Como veis me gusta hablar claro, así que espero que vos hagáis lo mismo.

—Lo haré.

Fernando miró alrededor, desconfiado. Cogió aire y empezó a hablar:

—Mi padre ha partido a negociar con el francés. El gobierno de Aragón está ahora en mis manos y me parece que es una buena oportunidad para que conversemos. Creo que tenemos puntos de vista parecidos sobre algunas cuestiones.

—¿Por qué os habría de creer?

—Porque os daré motivos para hacerlo… Aragón se desangra en guerras estériles y quiero detener esa hemorragia. Me consta que no os mueve la codicia y que debéis de tener serios motivos para haber renegado de vuestra condición de noble y hacer lo que hacéis. Eso demuestra una generosidad que es prueba de la nobleza de vuestra causa.

—Lo es. Y cualquier aragonés lo sabe. Por eso cada día crece el número de mis seguidores.

De repente, Fernando notó que Jiménez levantaba la voz. Se dio cuenta de que, en realidad, no sólo estaba hablando con él; estaba hablando para que le oyera todo el mundo.

—Encorvamos de sol a sol nuestros lomos sobre una tierra ingrata… ¿Y todo para qué? ¿Para que nos opriman con impuestos que sostendrán más y más guerras? Nuestros hijos caen en conflictos bélicos que sólo benefician a reyes y nobles… Y hay quien aún nos llama ladrones… ¡No queremos dinero, lo que queremos es justicia! —Miró a los parroquianos de la posada—. ¿No es así?

Los presentes empezaron a clamar.

—¡Justicia! ¡Justicia!

Tal y como había intuido el príncipe, Palencia y él estaban en medio de una soflama popular. Tranquilo (mucho más que el cronista), Fernando esperó que las voces se acallaran para hablar.

—Os estoy tendiendo la mano. No sois hombre tibio ni de medias tintas, ¿qué me decís?

—No tomaré ninguna decisión sin contar con la opinión de mis hombres.

—Me agrada escucharlo, porque nada se hará en Aragón sin contar con la opinión del pueblo.

Jiménez miró fijamente a Fernando, que le sostuvo la mirada hasta que el bandolero la apartó.

XVI

En Medina de Rioseco todos esperaban noticias de Fernando. Sobre todo una Isabel que había vuelto a ser la de pocos días antes de su boda. Apenas dormía y no gustaba de entablar conversación con nadie.

Catalina pidió hablar con Chacón para intentar arreglar el problema. Le contó lo que ya sabía y lo que no. Que obligaba a las damas a dormir con ella en su alcoba. Que había despedido a una de ellas por una conversación inocente con Fernando…

Chacón intentó buscar explicación a lo que le pasaba a la princesa.

—Es la primera vez que Fernando e Isabel se separan desde su boda… Y ella no lo soporta. Y más sabiendo del éxito de Fernando con las mujeres.

Catalina rompió una lanza por Fernando.

—Pero desde que se casó no ha tenido desliz alguno. Si lo hubiera tenido, se sabría.

—Lo sé, Catalina, lo sé…

Se quedó pensativo unos segundos y luego dijo algo que, desde Valladolid, le rondaba por la cabeza.

—Les casamos por conveniencia de los dos reinos… Como se casan tantos príncipes sin conocerse. Pero éstos se han conocido y se aman, Catalina. Se aman… Ése es nuestro bendito problema.

Luego prometió a Catalina que hablaría con Isabel. En apenas una hora estaba cumpliendo su promesa. Sin éxito alguno.

—Mis problemas conyugales no os atañen, lo siento.

Chacón la miró incrédulo.

—Vuestros problemas matrimoniales son cuestión de Estado, Isabel… Y personalmente no me digáis que no me interesan, os lo ruego. Sois como una hija para mí.

Isabel iba a responderle cuando Gonzalo entró en la sala.

—Siento interrumpiros, pero debéis venir conmigo…

—¿Qué ocurre, Gonzalo? —preguntó Isabel.

—Han sido apresados un par de guardias de Enrique en las proximidades del pueblo, señora. Estaban disfrazados de labriegos y les acompañaba una mujer. Es vuestra amiga Beatriz.

Cuando acudieron a verla, ya estaban allí Carrillo, Gonzalo y Cárdenas.

Tras abrazarse con Isabel y con Chacón, Beatriz les explicó que se había atrevido a viajar hasta allí, ataviada de labriega, para avisarles del ataque del rey a Sepúlveda.

—Se efectuará de aquí a dos días, al amanecer y por sorpresa. Cuadrillas de soldados de Pacheco estarán ya introducidas en la ciudad sin llamar la atención.

Gonzalo preguntó si lo haría un ejército regular o si en caso contrario sabía del número de atacantes.

Cabrera había informado a Beatriz de todos los pormenores.

—Mi marido calcula que Pacheco enviará un centenar de hombres. Quieren hacer que parezca una rebelión de parte de la ciudad contra los judíos que viven en Sepúlveda.

Isabel preguntó a Gonzalo de cuántos soldados podían disponer para ayudar a Sepúlveda. El que contestó fue Carrillo:

—Ahora llegamos a cerca de cien… Pero los necesitamos aquí.

Isabel no estaba de acuerdo.

—No a todos. Gonzalo, coged a la guardia aragonesa que trajo Peralta y marchad a Sepúlveda de inmediato.

Chacón dudaba del éxito de la operación.

—Cincuenta contra cien… Mala proporción.

Gonzalo no se desanimó.

—Podemos utilizar el factor sorpresa. Y buscar el apoyo de la población.

Carrillo despreció su estrategia.

—¿Queréis luchar con campesinos y labriegos? Eso es batalla perdida.

Gonzalo le miró con orgullo.

—No subestiméis el valor de quienes quieren defender lo que es suyo, excelencia.

Pese a que Carrillo siguió insistiendo en que era una locura, Gonzalo hizo que los soldados aragoneses se pertrecharan y viajó hasta Sepúlveda con ellos.

Beatriz se quedó un día más para estar con Isabel. Por fin pudo conocer a su hija, a la que cogió en brazos.

—Es preciosa… Se parece muchísimo a vos.

—Cada día me digo que tengo que ser fuerte por ella, porque si no, a veces…

—Isabel, no os vengáis abajo, que sois vos quien siempre me ha dado ánimos a mí.

Isabel la miró con cariño.

—Os necesitaría aquí conmigo.

—No creo que eso le agradara a mi esposo… ¿Va todo bien con el vuestro?

Isabel no pudo ocultar sus problemas a su amiga.

—No sé… A veces soy feliz sólo con verlo reír… O cuando le veo con nuestra hija… Otras, dudo, Beatriz… Dudo mucho.

—Lo que os ocurre es que tenéis miedo de que en Aragón pueda retomar viejas amistades… ¿Sabéis cómo se llama a eso? Celos.

—Pero yo no quiero sentir celos, no quiero nada que no pueda controlar.

—Pues mala solución hay… Porque amar sin sentir celos es imposible.

Beatriz volvió a mirar a la niña.

—A ver qué día puedo presentarle a mi hijo…

—Perdonad, Beatriz, en todo este rato ni siquiera os he preguntado cómo se llama.

—Os lo diré: se llama Fernando.

Por fin Isabel sonrió.

XVII

Fernando seguía ganándose la confianza de Jiménez. Éste le pidió que hiciese su propuesta a sus hombres, pues él nunca decidía nada por sí solo.

El príncipe acudió, sin hacerse de rogar y acompañado de Palencia, a un bosque a las afueras de Zaragoza. Allí repitió sus propuestas ante una especie de asamblea popular que juntaba a ciudadanos, estudiantes y desharrapados.

El eco que tuvieron sus palabras no fue bueno. Gritos, murmullos e incluso se pudo escuchar alguna petición de que se ajusticiara al príncipe allí mismo.

Palencia hubiera deseado salir corriendo. No podía comprender la tranquilidad de Fernando cuando podían matarles en cualquier momento. Y menos, que mandara callar a todos para hablar él. Lo consiguió.

—Matadme si queréis… Aunque antes de que nadie me toque un pelo, yo acabaré con cuatro de los que me ataquen.

El silencio se hizo más denso.

—Comprendo que no os fiéis de mí. Pero vengo a convenceros con hechos y no con palabras.

Fernando hizo un gesto a Palencia, que fue hasta su caballo y trajo unas sacas que dio al príncipe. Éste metió las manos dentro y mostró las monedas.

—Éste es el dinero destinado a pagar a los soldados que combaten en Cataluña. Es vuestro… Y no habréis tenido que robar ni matar a mis mensajeros. Vosotros pedís justicia y allí donde la justicia reina no hay necesidad de violencia. Es mi deseo que la justicia vuelva a Aragón… De vosotros depende.

Jiménez se dirigió a él e inquirió:

—¿Qué queréis a cambio?

—Vuestra ayuda. Mi padre representa el pasado, yo os vengo a traer un futuro del que podéis ser parte. Un futuro sin guerra y sin impuestos injustos… donde cada hombre pueda trabajar la tierra y criar a su familia en paz. Y mientras ese futuro llega, me encargaré de que recibáis vuestra parte.

Los vítores de los presentes apoyaron el discurso de Fernando. Mientras todos se repartían las monedas entusiasmados, el príncipe hizo un aparte con Jiménez.

—Me gustaría que estos acuerdos fueran puestos en papel antes de que vuelva mi padre. No quisiera que mis palabras se las llevara el viento.

A la mañana siguiente, Jiménez se presentó en palacio para firmar dichos acuerdos. No esperaba lo que iba a encontrarse en el despacho del rey. Junto a Palencia y Fernando, allí le esperaban un sacerdote y un verdugo con una soga.

—Me habéis traicionado.

Fernando le miró despectivo.

—¿Vos os atrevéis a hablar de traición? Habéis robado y asesinado a nuestros emisarios y nos habéis causado un grave quebranto. Pero os diré cuál es vuestro peor delito: querer ser rey en lugar del verdadero rey.

Antes de dejarle con el verdugo, Fernando juró a Jiménez que su familia no sufriría represalias ni se le incautarían casa ni huerto. Sus hombres tendrían la posibilidad de elegir entre dos opciones: morir a manos del verdugo o enrolarse en el ejército del rey.

Fernando no se quedó a contemplar la ejecución: salió de la sala con Palencia.

—¿No os parece que esto es más animado que nuestra vida en Castilla?

Palencia sonrió como pudo mientras empezaba a oír los gemidos del que estaba siendo ejecutado.

—Sin duda, majestad. ¿Ahora esperaremos a que regrese vuestro padre?

—No. Ya he cumplido con mi padre, pero ahora he de cumplir con mi esposa. Isabel no va a perder Vizcaya, al menos mientras yo pueda evitarlo.

En efecto, y sin saberlo Palencia, Fernando había concertado parlamento, a través de Peralta, con representantes vizcaínos contrarios al duque de Haro, que contaba con el apoyo de Pacheco para apropiarse del señorío.

Sus promesas fueron las mismas que hizo a los asturianos. Incluso superiores: aprovechando las negociaciones que su padre, el rey don Juan, había emprendido en búsqueda de aliados (entre ellos el reino de Inglaterra), prometió que lucharía por que los marinos vascos pudieran faenar en aguas del Norte. También les aseguró ayuda militar de Aragón si hiciera falta. A cambio, sólo pedía el apoyo a la causa de Isabel.

Tras cerrar el pacto, el príncipe volvió a Medina de Rioseco.

XVIII

No le resultó fácil a Gonzalo ganarse la confianza de sus soldados aragoneses, pero lo consiguió. Y con ello, salvar Sepúlveda. Necesitó ayuda de ciudadanos y labriegos, que tanto aborrecía Carrillo. Y lucharon como héroes por defender sus ideas y su ciudad.

Al ser menos en número, con la colaboración del alcalde de la localidad, leal a Isabel, aprovecharon la información de que el ataque no iba a producirse en campo abierto. Guardaron cada puerta de la ciudad y exigieron contraseña a quien pasaba por ellas. Sólo no sabían de ella los enviados por Pacheco, que cuando pudieron escapar de las espadas de los hombres de Isabel, se encontraron con una trampa en cada calle de la ciudad. Quien no llevaba una lanza, llevaba una azada. Quien ni una cosa ni otra utilizó como arma un palo. El plan de Pacheco fue un fracaso.

Y no fue el único.

Los asturianos lucharon como nunca y triunfaron sobre las huestes reales.

Los vizcaínos aplastaron a Diego de Haro en la batalla campal de Munguía.

Y Sepúlveda, Asturias y Vizcaya reafirmaron su lealtad por Isabel y juraron defenderla en caso de guerra.

El rey Enrique definió la situación a la perfección:

—Habíamos dedicado mucho esfuerzo en hacer creer que Isabel estaba acabada y ahora sus hombres nos han derrotado y todo el mundo lo sabrá…

Diego Hurtado de Mendoza aprovechó el momento para plantear sus ideas.

—Tal vez deberíamos ir pensando en cambiar de estrategia. Castilla necesita ahora sosiego. Más que nunca.

Pacheco negaba la mayor:

—No es el momento de cambiar nada.

Pero sabía que, en realidad, ya había cambiado todo.