11

Febrero de 1469

I

Isabel y Fernando tenían muchas cosas en común: prácticamente la misma edad, dieciocho y diecisiete años, respectivamente; y lo más importante, ambos eran hijos de reyes. Incluso eran primos.

Pero todo esto no parecía suficiente para convencer a Isabel.

Carrillo, nada más llegar de Aragón, había convocado urgentemente una reunión con la princesa a la que también acudieron Chacón y Cárdenas.

El arzobispo de Toledo creía que la noticia de sus negociaciones con Aragón iba a ser recibida con alegría. Su decepción fue grande: Isabel, como primera respuesta, recordó que el monarca quería casarla con el duque de Guyena, hermano del rey de Francia. También tenían edad parecida y por ello la infanta no descartaba tal opción.

Carrillo miró a Chacón y a Cárdenas: mal asunto cuando Isabel valoraba la oferta de su hermano el rey. Sobre todo porque, si no hubiera aparecido la opción de Fernando, probablemente se hubiera dado por vencida, habría aceptado casarse con el duque de Guyena, y tantos años de trabajo, de sufrimiento y de lucha no habrían servido para nada.

Era comprensible. Sin duda el ánimo de Isabel estaba resquebrajado. A sus dieciocho años, había soportado que la separaran primero de su madre y luego de su hermano, la muerte de éste, la presión por negarse a contraer matrimonio con los pretendientes que le imponían… Todo ello había terminado haciendo mella en ella. Las amenazas de Pacheco y del rey fueron, ya, determinantes para que se viniera abajo.

Carrillo, alarmado, insistió:

—Pensadlo bien, alteza: Fernando es el candidato ideal.

Isabel buscó en Chacón apoyo para las muchas dudas que tenía. Le miró casi implorando que la ayudara a acabar con ese suplicio que estaba siendo su vida.

Pero Chacón apoyó a Carrillo.

—Yo también creo que la mejor opción es Fernando. Es cierto que el duque de Guyena es de vuestra edad. Pero casaros con él supondría alejaros de Castilla.

Carrillo miró agradecido a Chacón. Pero Isabel siguió mostrándose escéptica:

—¿Y si me caso con Fernando, no?

—Hay una gran diferencia, alteza: con Aragón nos unen costumbres, vecindad, la lengua… Y la sangre. Vos misma sois prima de Fernando. En cambio, ¿qué nos une con Francia?

—No sé… puede que obedecer al rey sea lo mejor para Castilla… y para mí. Tal vez si no me opongo, se cumpla con el tiempo lo firmado en Guisando. Tal vez, Enrique respete que yo sea su heredera…

Carrillo no podía creer lo que estaba oyendo, después de todo lo que había ocurrido.

—¿Os vais a volver a fiar de él? Isabel, no podemos abandonar ahora nuestros propósitos. No después de tantos años de lucha.

—Llevo luchando desde niña, y hasta ahora todo lo que he conseguido es ver morir a mi hermano… ver cómo mi madre perdía la razón… Y en todos esos años de lucha, respondedme… ¿Cuántos hombres han muerto en este tiempo? ¿Cuántos van a morir si me decido por un pretendiente en vez de por el otro? No puedo cargar con más muertes. O los difuntos acabarán apareciéndoseme por las noches como a mi madre.

Las palabras de Isabel causaron un efecto evidente en los presentes, que guardaron silencio.

Cárdenas, siempre en un humilde segundo plano, dio un paso al frente.

—Alteza, siempre ha habido y habrá guerras —expuso—. Lo importante no es la guerra, sino que la causa sea justa… Y la vuestra lo es. Tanto Carrillo como don Gonzalo os han dado razones de peso: no es hora de ceder, de dar ni un solo paso atrás.

Isabel calló. Parecía que las palabras de Cárdenas estaban a punto de hacerla recapacitar y decidirse por Fernando. Pero no fue así.

—Tengo una misión para vos, Cárdenas: partid de inmediato a Aragón y Francia. Averiguadlo todo, tanto de Fernando de Aragón como del duque de Guyena. Enteraos de sus hábitos. Si gustan de la caza, los juegos de envite, del vino… Si son buenos cristianos. Traedme informe de ello y yo decidiré quién será mi esposo.

Cárdenas miró a Carrillo y a Chacón preguntándose qué debía responder. Los dos asintieron y Cárdenas se comprometió a cumplir lo que le pedía Isabel sin más demora.

Antes de salir, Isabel se acercó a Cárdenas y le dio una orden:

—Miradme.

Cárdenas obedeció.

—Recordad esto Cárdenas: sois mis ojos.

Después, Isabel marchó de la estancia.

Entonces fue Carrillo quien se acercó a Cárdenas.

—Sí, recordad que sois sus ojos… Y recordad que esos ojos han de preferir al aragonés.

II

En Aragón, el rey Juan también tuvo que explicar a su hijo Fernando, en presencia de Peralta, el cambio de novia.

—El rey de Castilla quiere casar a su hermana Isabel con el hermano de Luis, rey de Francia… Si Castilla y Francia se unen en ese matrimonio, serán el martillo y un yunque que nos aplastarán. Debemos evitar que Isabel se despose con el duque de Guyena.

Fernando le miró sorprendido.

—¿Y qué puedo hacer yo en ese asunto?

—Mucho. Porque quien se casará con Isabel seréis vos.

Primero le casaban por conveniencia con la hija de Pacheco, ahora con Isabel… Fernando estaba confundido.

—¿Algún problema, hijo?

—No, no… Pero… si el rey de Castilla quiere casar a Isabel con ese duque de Francia…, ¿cómo vais a lograr que se case conmigo?

Peralta intervino:

—Os aseguro que si Isabel decide elegiros a vos, nadie, ni su hermano el rey, podrá convencerla de lo contrario… Y de eso se encarga Carrillo: no fallará.

Sin duda, Peralta no sabía cómo andaban las cosas por Ocaña. Pero sí le preocupaba cómo podrían ir por Segovia si Pacheco se enteraba de la noticia.

—¿Y qué hacemos con Pacheco, majestad?

—Haceos el sorprendido cuando os dé la noticia del plan de boda de Isabel con el duque de Guyena —respondió el rey—. Mostraos decepcionado… Pero haced que Pacheco siga creyendo que seguimos queriendo casar a Fernando con su hija. Será la mejor manera de que nadie sepa de nuestros nuevos planes. Partid para Castilla de inmediato, Peralta… Y cuando Carrillo os avise de que es la hora, concertad cita con Isabel.

Peralta salió raudo de la sala. Cuando se quedó a solas con su hijo Fernando, Juan casi le suplicó que no le fallara.

—Hijo…, tenéis un don con las mujeres. Por Aragón os lo pido: ganaos a ésta.

—Sabéis que siempre intento complaceros, padre… No os preocupéis. Isabel será mi esposa.

Juan sonrió.

—Y yo que lo vea.

III

No eran buenos momentos para Pacheco.

Seguía sin tener noticias de Aragón con respecto a la boda de su hija Beatriz con Fernando. Y, esa misma mañana, el marqués de Villena comprobó que el fracaso de su plan con Isabel estaba teniendo consecuencias.

Cuando supo de los planes del rey de casar a Isabel con el duque de Guyena, Carlos de Berry, Pacheco sintió que la tierra se tambaleaba. Todo por lo que había trabajado estaba a punto de venirse abajo. De hecho, ni siquiera se había atrevido a informar a Peralta de esa boda por las nefastas consecuencias que tal hecho pudiera acarrear para otra boda: la de su hija con Fernando de Aragón.

Por eso su principal objetivo pasó a ser abortar esas nupcias. Fue a palacio e informó al rey, delante de don Diego Hurtado de Mendoza, de que el duque de Guyena no mantenía una buena relación con su hermano, el rey Luis de Francia. Recordó cómo éste había desheredado al duque por encabezar una confederación de nobles, que se hacían llamar la Liga del Bien Público, para derrocarle. Sin duda, ese tipo de intrigas no eran patrimonio exclusivo de Castilla, ya que era una maniobra casi idéntica a la que el mismo Pacheco dirigió con la Liga de Nobles.

Pero había una gran diferencia: el rey de Francia tenía grabado en su conciencia, y eso lo distinguía de Enrique, que la Corona debía domar los intereses de los nobles y el clero y eliminar los privilegios feudales. Y los aplastó con su fuerza y con su maña.

No en vano el rey de Francia tenía dos sobrenombres. Uno era «el Prudente», por no dar un solo paso en falso, pese a ser de tendencia belicosa y expansiva. El otro era el Rey Araña, por su capacidad para tejer intrigas.

Enrique de Castilla no tenía, desde luego, tanta suerte con los motes. Por su guardia y sus costumbres algunos le llamaban «el Moro», acepción no muy positiva según la tradición castellana. Por su facilidad para caer en la influencia de otros, le apodaban «el Indeciso». Y por su dudosa capacidad para engendrar hijos también tuvo que pechar con el mote de «el Impotente».

Era muy probable que, pese a estas tachas, ganara a su colega francés en sensibilidad, cultura y sencillez. Pero éstas no eran dotes demasiado valoradas en un monarca en esos tiempos.

Pacheco tenía razón. Eran ciertas las malas relaciones entre el rey Luis y su hermano Carlos. Eso podría acarrear que fuera el rey de Francia quien quisiera a su hermano lejos de París. Exactamente igual que el rey Enrique quería a Isabel fuera de Castilla. En ese caso, la estrategia de la boda sería fallida.

Diego Hurtado de Mendoza no se arredró ante la habilidad verbal de Pacheco.

—No ocurrirá eso. Francia necesita nuestro apoyo militar contra Aragón. Y nosotros el suyo, si Isabel no acepta esta boda. Ésa es la garantía de que se hará lo que le pidamos.

El rey, tras escuchar a los dos, tomó partido por Mendoza y sentenció:

—Pacheco, casaremos a Isabel con el duque de Guyena, no se hable más.

No había duda: el rey miraba por los ojos de don Diego.

Cuando, dos semanas después, Pacheco recibió la visita en secreto de Pierres de Peralta pensó que su suerte cambiaba. Sin embargo, lo primero que escuchó de Peralta sólo fueron reproches: le echó en cara, como le había aconsejado su rey, el no haberles informado de los planes de Enrique de casar a Isabel con el duque francés.

Pacheco sólo pudo justificarse.

—Os juro que no he tenido nada que ver en esa decisión del rey —declaró con voz firme.

—Tengáis que ver o no, no puedo enterarme de noticias tan graves por mis contactos en Francia. ¿A qué esperabais para informarnos?

—A tener todo controlado. Sé que una boda entre Castilla y Francia pone a Aragón al borde del abismo. ¿Qué creéis? ¿Que quiero que mi hija reine en un avispero? Mal me conocéis, Peralta.

El navarro calló: estaba pensando en cómo reaccionaría Pacheco si supiera la farsa que estaba interpretando. Si supiera que —estaba seguro de ello— Isabel iba a casarse, pero no con el duque de Guyena sino con Fernando de Aragón.

De repente, se dio cuenta de que no podía pensar delante de Pacheco, que parecía que podía leer sus silencios.

—¿Seguís queriendo que mi hija se despose con Fernando?

Peralta sacó un legajo de una funda de cuero y lo puso en la mesa.

—Sí… Aquí están nuestras condiciones para que la boda se celebre.

Pacheco suspiró aliviado.

—Pues se celebrará. Dejad todo de mi cuenta. Pero hay que seguir manteniéndolo todo en secreto.

Peralta asintió, conteniendo una sonrisa. Eso era justo lo que él quería: el máximo secreto. Y se lo estaba regalando Pacheco.

—Diego Mendoza utiliza esa boda para apartarme de Enrique, pero no lo conseguirá. Volved tranquilo a Aragón: evitaré que se celebre esa boda entre Castilla y Francia. Y si no lo logro, ya haré lo que tenga que hacer para que media Castilla se levante en armas contra el rey.

Cogió las capitulaciones de boda traídas por Peralta como si fueran la más preciada de las joyas.

—Mi hija será reina de Aragón como sea. Y no de un Aragón derrotado y cautivo de Francia. Mal padre sería si lo permitiera.

IV

El rey Juan parecía revitalizado ante la boda de su hijo con Isabel. En primer lugar, prefería verlo casado con alguien de sangre real antes que con la hija de un marqués. Y más cuando, como le pasaba al de Villena, éste había caído en desgracia.

Pero si, además, podía casar a su hijo con una buena esposa, como él tuvo la suerte de tener, la felicidad era doble.

Las vueltas que daba la vida… Juan ya había intentado comprometer a su hijo con Isabel cuando la princesa apenas tenía tres años. Al necesitar, por ser primos, de dispensa papal, solicitó la pertinente bula a la Santa Sede pero le fue negada.

Más tarde, el rey de Aragón pidió una bula general que permitiera a Fernando casarse con cualquier princesa a pesar de que tuviera lazos de consanguinidad. No había muchas en el mercado matrimonial, pero Isabel era una de ellas. Tampoco tuvo suerte.

Ahora tendría que volver a intentarlo. Sin duda, conseguir la bula de Paulo II no iba a ser fácil, dadas las buenas relaciones del Papa con Enrique. Pero eso no le desanimaba: lo importante era celebrar la boda.

Desde la muerte de su esposa, la tristeza y su ceguera convirtieron al anciano rey en alguien taciturno, que sólo aceptaba la compañía de su hijo y de Peralta. Pero ahora parecía otro. Sentía que no castigaba a su hijo pese a lo obligado de su matrimonio. Pensaba que por fin estaba tomando la iniciativa en el conflicto contra Francia. Y sonreía cuando imaginaba al rey Luis de Francia compuesto y sin novia para su hermano Carlos.

Juan sabía que ya lo había alcanzado la vejez, pero quería volver a sentirse vivo. Y, sobre todo, recobrar la vista.

Por ello hizo venir desde Lérida a un afamado cirujano judío de nombre Cresques Abnarrabí, al cual conocían bien desde que estuvo en Zaragoza, la tierra donde se había educado. Se decía de él que había operado con éxito de cataratas a más de un paciente. Aunque nunca tuvo uno de la categoría del rey de Aragón, al que estaba examinando el ojo derecho con una lente, ante la mirada nada amigable de Fernando.

Juan se mostraba ansioso por saber si su ceguera tenía cura.

—¿Podéis hacer algo por mis ojos?

—Puedo limpiar esa catarata.

—¡Pues hacedlo! ¡Hacedlo cuanto antes!

Abnarrabí le contestó pausadamente:

—Dejadme que consulte con los astros.

Abnarrabí extendió la mano hacia su ayudante y éste le alcanzó un libro. Mientras el judío hacía cábalas con el calendario, Juan le pidió a su hijo que se le acercara a él. Luego le habló en voz baja:

—¿Qué os pasa, hijo mío? Porque veros, no os veo, pero os conozco como si os hubiera parido yo y no vuestra madre. Y cuando estáis tan callado, es que algo os preocupa.

Fernando le respondió enfadado pero también en voz baja:

—Estáis poniendo vuestra salud en manos de un judío y sus supersticiones. Padre… Habéis de asumir que una larga vida conlleva los achaques propios de la edad.

—Soy un hombre… ¡un rey! Y me aferraré a un clavo ardiendo para seguir siéndolo. —Volvió a bajar la voz—. Y si este cirujano me devuelve la vista me da igual que sea judío, moro o navarro.

Abnarrabí interrumpió la conversación: ya había estudiado la situación.

—Los astros están de nuestro lado. La tercera semana del próximo mes se da la confluencia propicia para la operación. Vendré con tiempo para prepararos.

—Gracias, rabí. En vos confío.

Abnarrabí se despidió con una inclinación y marchó con su ayudante. Con ellos se cruzó un criado, que avisó de que tenían visita.

—Ha llegado un caballero que se anuncia como don Gutierre de Cárdenas. Dice que viene en nombre de Isabel de Castilla.

El rey sonrió.

—Ya está aquí vuestro examinador. Será mejor que no le hagáis esperar.

Fernando no parecía muy contento por esta situación.

—¿No os parece humillante que Isabel mande a alguien para que me dé el visto bueno?

—Hijo, el objetivo es demasiado importante como para tener en cuenta ese detalle. Además, si fuisteis capaz de convencer a las Cortes de Valencia para que pagaran más impuestos, no creo que esto os resulte más difícil.

Fernando sonrió por el recuerdo de su primera intervención pública: aún recordaba cómo le temblaban las piernas al empezar a hablar. Y el éxito que tuvieron sus palabras.

Juan le dio un último consejo:

—Os aviso, ese Cárdenas es sobrino político de Chacón. Y Chacón es como un padre para Isabel… Hijo, os lo ruego: debéis causarle la mejor impresión.

Y en busca de Gutierre Cárdenas salió Fernando con ese objetivo y una sonrisa en la boca: sabía que tenía fama de engatusar a cualquiera que se le ponía por delante. Pero también era consciente de que ese don lo había aprendido de su progenitor, capaz de imponer su opinión haciendo creer a los demás que la idea había partido de ellos. Eso era lo que estaba haciendo ahora mismo con él.

Tras saludarse Cárdenas le explicó por qué había venido:

—Mi mandato consiste en recabar toda la información posible sobre vos para mi señora.

Fernando sonrió.

—Y el mío pareceros encantador, educado y un esposo perfecto.

Cárdenas bajó la mirada, tímido.

—Os pido disculpas por esta situación…

—Tranquilo, Cárdenas. Entiendo que es vuestra obligación. Preguntadme lo que os plazca.

—Os seré sincero. El deseo de todos los que cuidamos de la princesa es que seáis vos el elegido. Así que mucho no os puedo preguntar…

Fernando le miró con afecto.

—Entonces, ya que no preguntáis nada, ¿os puedo preguntar yo algo a vos?

Cárdenas asintió.

—¿Cómo es ella?

—¿Isabel? —dijo azorado—. No sé qué deciros…

—Empezaremos por lo más sencillo, ¿rubia o morena?

El sobrino de Chacón estaba incómodo: no le gustaba hablar de estas cosas. La discreción era una de sus virtudes, pero Fernando insistió:

—Un matrimonio, por muy regio que sea, no deja de ser la unión de un hombre y una mujer. Y quiero saber cómo será mi futura esposa. Exactamente igual que Isabel quiere saber cómo soy yo.

Cárdenas, por fin, se arrancó, aunque no pudo evitar más de un balbuceo pese a que no era torpe en el verbo.

—Es… es rubia… de ojos azules… como son los Trastámara. —Pensó cómo podría seguir definiéndola—. Es elegante, pero modesta…

Poco a poco, Cárdenas, pensando en Isabel, fue convirtiendo en palabras la imagen que tenía de su señora.

—Es austera, poco amiga de lujos ni joyas. Muy cristiana y devota. Nunca habla por hablar. Es muy consciente de los deberes que por cuna le corresponden. Y es fuerte. De carácter y de ánimo. —Miró a los ojos a Fernando—. No conozco a ninguna mujer… y apenas conozco a algún hombre, con su fortaleza. Creedme: es una persona excepcional.

Fernando bromeó con Cárdenas:

—Sin duda sabéis halagar a vuestra señora.

—Lo hago porque no está ella presente. Si me oyera, me despediría.

Ahora, el príncipe quedó sorprendido: sí que debía de tener carácter.

Cárdenas le preguntó si quería saber algo más: tenía un poco de prisa. Debía viajar a París para entrevistar al otro candidato.

Fernando contuvo una carcajada.

—¿Al duque de Guyena? Creedme… podéis ahorraros el viaje.

Cárdenas puso cara de extrañeza: no entendía lo que Fernando quería decirle.

—¿No le conocéis? —preguntó divertido el aragonés.

Cárdenas negó con la cabeza.

—Cuando le veáis, acordaos de mí…

Fernando se despidió de Cárdenas dándole dos palmadas en la espalda.

Según se alejaba, Fernando ya no pudo controlar su risa, para sorpresa de un estupefacto Cárdenas.

Al arribar a París, Cárdenas no tardó mucho en saber el porqué de las carcajadas de Fernando. Estaba esperando en una sala decorada con estandartes azules con las tres flores de lis doradas, cuando un chambelán irrumpió en la estancia avisando en su idioma de la llegada del duque de Guyena.

Cuando entró, Cárdenas quedó tan sorprendido que casi se olvidó de hacer la obligada reverencia. Ante él estaba Carlos de Berry, hermano del rey de Francia.

Su alcurnia sería grande, pero no era más que un hombre pequeño, enclenque y contrahecho. Se apoyaba en un bastón para poder dar cada paso. Y un criado caminaba a su lado para ayudar a que mantuviera el equilibrio.

Y, efectivamente, Cárdenas se acordó de Fernando.

V

Ajeno a estas vicisitudes que se movían a sus espaldas, Pacheco estaba en Segovia, de cara a la pared del salón de su mansión. Parecía feliz, como un niño que juega al escondite.

—¿Puedo mirar ya?

—Aún no, padre…

Era la voz de su hija, que está acabando de ponerse un vestido con la ayuda de su madre, María de Portocarrero. Ésta era una mujer de tan pocas palabras como salud. De gesto adusto, sólo la presencia de sus hijos conseguía transformar su visible amargura en dulzura.

Beatriz, por fin, avisó a su padre que se podía girar para verla.

—¿Os gusta, padre?

A Pacheco, hombre de tan fácil expresión, le costó articular palabra.

—Estás… tan hermosa…

Avanzó hacia su hija y la abrazó.

—Todo lo que he hecho en mi vida… habrá merecido la pena sólo por verte convertida en reina…

Su esposa intentó que la alegría no se desbordara.

—Cuando lo sea —replicó.

Pacheco se giró serio hacia María.

—¿Acaso lo dudáis?

—Yo sólo digo que es muy complicado jugar a ser rey sin serlo… Porque al final, siempre son ellos los que ganan, de los que se habla en los libros y las leyendas… Y quienes casan a sus hijos con los de otros reyes…

Enfurruñada, Beatriz reprochó a su madre esas palabras.

—Madre, ¿por qué siempre tenéis que aguar la fiesta?

María preguntó con pesimismo:

—¿Han llegado buenas nuevas de Aragón?

Pacheco respondió harto:

—Llegarán… No le hagas caso, hija mía.

—No me lo hace nunca, tranquilo —comentó quejosa la madre—. Es igual que vos.

Pacheco reafirmó su fe en que todo iría bien.

—Esas noticias llegarán. Peralta ya estará en Aragón y no tardará en darlas.

Pero Pierres de Peralta no había vuelto a Aragón: se encontraba en Yepes, en el castillo de su amigo Carrillo. Estaba oculto esperando algo que confiaba haber obtenido ya: el sí de Isabel para casarse con Fernando. Y se sentía tan decepcionado como ansioso.

—No entiendo la razón de sus dudas. ¿No podría ayudar que hablara con ella personalmente? Pensad que si los franceses mueven pieza…

—Calma… Tranquilizaos y descansad, Pierres. Todo saldrá bien. Lo importante es que Pacheco no sepa que seguís en Castilla. Y que nadie sepa de nuestros planes de boda.

Carrillo sirvió vino en las dos copas que estaban frente a ellos.

Tras beber un sorbo de la suya, sus pensamientos se fueron volando hasta Ocaña.

—Además, no es bueno presionar a Isabel… Con ella, no es ése el camino. Bastante mal lo estará pasando ya.

Si Carrillo hubiera tenido el poder mágico de poder contemplar en ese momento a Isabel, habría constatado lo certero de sus palabras.

Porque la princesa rezaba y rezaba, convulsa. Lo hacía con la ilusión de que Dios le aconsejara lo que debía hacer. Porque ella, cada minuto que pasaba, tenía más dudas.

VI

Beatriz de Bobadilla estaba sentada en su alcoba. Su esposo la peinaba con dulzura antes de ir a dormir. Ella, siempre tan locuaz, llevaba tiempo administrando silencios. Cabrera estaba preocupado por ello y esa noche quería resolver el problema.

—Venga, decidme qué pensamiento nubla vuestra cabeza… Os temo cuando estáis callada.

Beatriz apartó la mano de su marido de su cabeza y le hizo la pregunta que rondaba por su mente tantos días.

—¿Por qué no me dijisteis la verdad? ¿Por qué no me informasteis de que querían casarla con el rey de Portugal a la fuerza?

—No podía decíroslo. Juré guardar el secreto al rey. Y eso está por encima de todo. Además, si lo hubierais sabido, ¿no se lo habríais contado a Isabel?

Beatriz se levantó airada de la silla.

—Si me hubierais pedido que mantuviera el secreto, nunca se lo habría dicho. Sois mi esposo y os debo lealtad.

—Perdonadme… Y no os enfadéis… —Tocó con cariño el vientre de su esposa—. No sea que se enfade también nuestro hijo.

Beatriz no pudo evitar una leve sonrisa… Pero pronto desapareció de su cara al volver a pensar en su querida amiga.

—Pobre Isabel. ¡La vi tan ilusionada creyendo que todo iba a cambiar! Primero un portugués, ahora un francés… Parece una mercancía.

Sólo le faltó a Beatriz añadir: «un aragonés». Si hubiera sabido de las gestiones de Cárdenas su asombro habría sido aún mayor.

VII

Recién aseado y cambiado de ropa, pero aún exhausto pues había llegado de un largo viaje, Cárdenas contó sus experiencias a Carrillo y a Chacón. Estaba preocupado.

—Definitivamente no puede haber otra elección que Fernando.

Carrillo, fiel a su estilo, rugió:

—¡Eso ya lo sabemos todos! El problema es convencer a Isabel… ¿Podréis hacerlo?

Cárdenas calló. Chacón se dio cuenta de que algo iba mal.

—Decid, ¿qué os preocupa?

—Que como Mateo, hay que ver para creer.

Carrillo solicitó que se explicara y Cárdenas así lo hizo.

—El problema es que ha dado Dios tan pocas gracias al duque de Guyena que si las cuento, Isabel no me creerá…

No debieron parecer muy convincentes estas palabras a Carrillo, que estalló:

—¡Haced lo que tengáis que hacer, pero convencedla! Os está esperando en su alcoba y quiere veros en privado. ¡Y cambiad el gesto, que parece que vais a un velorio!

Cárdenas retó con la mirada a Carrillo. Chacón al ver que la situación se podía ir de las manos, pidió a Cárdenas parlamentar con él a solas antes de que informara a Isabel de su viaje.

A Carrillo le pareció bien.

—¡Sí, hablad! Pero mejor fuera, a ver si le da el aire a vuestro sobrino y se despabila.

Camino de los jardines, Cárdenas se confesó:

—Carrillo me saca de quicio, lo siento.

—Ahora le toca llevar la voz cantante, lo sabéis… Sin él, Isabel estaría encerrada en una torre… O algo peor.

—Pero vos tenéis un nuevo proyecto para Castilla en vuestra cabeza. Y él… Él es más de lo mismo… Será a Isabel lo que Pacheco a Enrique.

Chacón suspiró amargado.

—¿Creéis que no lo sé? Pero ahora toca callar y observar. Apoyar las ideas que en común tenemos. Luego será nuestra hora… Pero ahora sois vos quien debe actuar. No falléis: tiene que elegir a Fernando.

Cárdenas movió la cabeza preocupado.

—Si ella hubiera visto lo que yo —dijo al cabo—, os aseguro que no tendría dudas. Pero la estamos presionando tanto que creerá que exagero…

Al llegar al jardín, se encontraron a dos jardineros que estaban trabajando. Uno de ellos era escuchimizado y bajito: era la viva imagen del duque de Guyena.

A Cárdenas se le iluminó la cara como si viera una aparición.

—¿Os pasa algo, sobrino?

Cárdenas sonrió.

—Creo que ya sé cómo convencer a Isabel.

VIII

Isabel miraba atónita cómo Cárdenas indicaba amablemente al no menos asombrado jardinero qué postura poner.

—El hombro derecho más alto… La pierna izquierda, más encogida… —Le acercó un bastón—. Coged el bastón, no os caigáis, buen hombre.

Luego miró al jardinero: estaba orgulloso de su obra.

—¡Ya está! Alteza, así es el duque de Guyena en persona.

Isabel sonrió.

—¡Estáis exagerando!

—No… Os juro que este buen hombre es mucho más lustroso que él. Puede que Francia sea grande y poderosa, pero os aseguro que el duque no lo es…

Isabel, por primera vez en mucho tiempo, rompió a reír.

Cárdenas siguió con su discurso:

—Es más. Incluso me quedo corto. Las piernas del duque son más deformes, sus brazos alambres sin lustre… Y los ojos… Los ojos de este hombre son rayos de luz en comparación con los ojos llorosos y perdidos de ese duque. Creedme. Al duque de Guyena le cuadra más tener un lazarillo que un escudero.

El jardinero puso cara de alivio: parecía haber alguien más horrible que él. Sin duda, se lo contaría esa noche a su esposa.

Cárdenas entregó unas monedas al jardinero, que salió de allí encantado contándolas.

Cárdenas se dirigió inquieto a Isabel.

—Y bien… ¿Qué decidís?

A Isabel se le evaporó la alegría: era hora de decidir, en efecto. Y tenía miedo de equivocarse.

—Voy a rezar para que Dios me ayude a elegir.

Isabel hizo ademán de salir, pero Cárdenas la detuvo.

—Esperad… ¿Puedo hablaros con franqueza?

—Os lo ruego.

—Sé que lleváis días rezando a Dios para que os ayude a elegir esposo. ¿No creéis que deberíais dejarle ya en paz?

Isabel le miró sorprendida, casi ofendida… Pero Cárdenas decidió emplearse a fondo: debía conseguir su objetivo.

—Todo lo que había de iluminaros, sin duda ya lo ha hecho. Debéis escoger a Fernando. Y hacerlo ya. No tenemos mucho tiempo, alteza… Vos me pedisteis que fuera vuestros ojos. Y os cuento lo que he visto: Fernando es un príncipe notable, ingenioso, discreto y de edad igual a la vuestra.

Isabel le respondió seca:

—Y que ya tiene un hijo fuera del matrimonio.

—Como veis no os he ocultado nada.

—Y os lo agradezco. Porque ese dato no es propio de un cristiano virtuoso.

Cárdenas estaba apunto de regañarla como a una hija. Pero se contuvo.

—No lo es, pero hasta el más virtuoso peca, alteza. En los tiempos que corren hasta los obispos tienen hijos. Además, eso es prueba de salud y fertilidad. Y, como habéis visto con el rey Enrique, eso es algo que necesita la Corona.

—¿Y debo aceptar su falta de virtud?

Cárdenas la contempló con tanta admiración que Isabel estuvo a punto de ruborizarse.

—Vos ya sois suficientemente virtuosa. Es seguro que los hijos que concibáis serán sólo de vuestro marido, y no de favoritos, nobles o amantes. —Y tras una pausa añadió—: Vos no sois como Juana de Avis.

Esta argumentación hizo diana en el corazón de Isabel.

—¡Yo nunca haría eso!

—Lo sé… Pero, señora, para poder ser recta, habéis de permitir que otros tuerzan.

A Isabel empezaban a faltarle los argumentos. Aunque el más poderoso no había salido a la luz. Cárdenas intuyó cuál era.

—No os preocupéis por las amenazas del rey, alteza. Porque es eso lo que más os preocupa, ¿no es cierto?

Isabel asintió temerosa. Pero Cárdenas le recordó que había que temer más a que se repitiera el pasado que a un nuevo futuro.

—El rey, vuestro hermano, sólo desea casaros con quien a él le plazca, sin tomar en cuenta si os place a vos. Sólo quiere alejaros de la corte. El rey os apartó de vuestra madre. Ha firmado pactos que no ha cumplido. Ha permitido que Pacheco utilizara la fuerza contra vos… ¿Vais ahora a hacer caso a quien tanto daño os ha hecho?

Cárdenas notó que Isabel había cambiado la mirada: empezaba a ser la de siempre, orgullosa, decidida. Tal vez por el recuerdo de tanta tropelía que debía ser vengada.

—¿Aceptáis que Fernando sea vuestro esposo?

Isabel ya no dudó en dar su respuesta:

—Sí, acepto.

IX

De inmediato, Carrillo mandó un mensaje a Pierres de Peralta, que esperaba inquieto en Yepes la respuesta de Isabel.

Cuando supo del consentimiento de la princesa, Peralta sonrió aliviado: esa misma noche iría a Ocaña a pedir su mano.

Sin duda la noticia haría feliz al rey Juan. Empezaba a andarse un largo camino: Peralta sabía que la guerra con Francia sería larga y que Isabel tenía muchos asuntos que resolver en Castilla.

Pero por la edad de los novios y por su carácter, intuía que acababa de nacer un buen proyecto.

Y que Castilla y Aragón empezaban a mirar hacia el futuro.

Sin embargo, Juan y su hijo Fernando estaban más pendientes del presente: el cirujano Abnarrabí estaba a punto de iniciar su operación de cataratas en el ojo derecho del rey. Para ello daba órdenes en hebreo a su ayudante, lo que molestó a Fernando.

—¿No podéis hablar en cristiano?

Abnarrabí le miró serio.

—Le estaba diciendo que acercara la silla a la ventana. Necesito luz para la operación.

Juan reprendió a Fernando.

—Hijo, dejadles trabajar. No les pongáis nerviosos, que al que le van a meter una aguja por el ojo es a mí.

Abnarrabí avisó de que todo estaba preparado. Su ayudante acompañó a Juan hasta la silla donde iban a operarle. Fernando vigilaba de cerca.

El cirujano volvió a hablar en hebreo a su sirviente. Luego miró sonriente a Fernando.

—Le he dicho que le sujete la cabeza.

Todo estaba listo para empezar.

—Ahora estaos quieto, majestad…

Abnarrabí cogió la aguja y acercó su punta hacia la esquina del ojo derecho del rey.

Fernando apartó la mirada impresionado: hacía falta valor para someterse a esa tortura.

X

La noche ya había caído sobre Ocaña: frente a la puerta de la residencia de Isabel, Chacón esperaba silencioso a Peralta, sentado a la luz de una tea.

El día había amenazado lluvia y esperó hasta que se fuera el sol para ejecutar dicha amenaza: en esos momentos estaba cayendo el diluvio universal.

Sonaron dos golpes en el portón. Un guardia miró a Chacón, que respondió ordenándole que abriera: quien llamaba era Peralta.

Chacón le llevó a la sala de palacio, donde esperaban Carrillo, Cárdenas e Isabel, que le recibió con afecto.

—Gracias por vuestro esfuerzo y paciencia —agradeció Isabel a Peralta—. Veo que ni el mal tiempo os impide cumplir con vuestra misión.

—Tranquila, alteza… —ironizó Peralta—. Uno se puede ocultar de Pacheco y el rey… Pero con la lluvia, no hay manera.

Isabel sonrió por la ocurrencia, manteniendo exquisitamente una compostura aprendida de su madre. Se dio cuenta de que Peralta estaba empapado y que gotas de lluvia perlaban todavía su frente.

Rápidamente, le entregó su pañuelo al navarro:

—Tomad, secaos.

Peralta quedó conmovido por el detalle.

—Permitidme que lo guarde como prenda el primer día que entre en batalla y no para secarme la lluvia, alteza.

A continuación, quien era mano derecha del rey de Aragón se congratuló de la respuesta afirmativa de Isabel: aquel enlace no podía sino traer bondades a Aragón y Castilla, que serían más fuertes juntos que separados.

Isabel, protocolariamente, compartió su opinión. Sin embargo, avisó a Peralta.

—Os he hecho venir para daros mi consentimiento al enlace… Pero antes debo mostraros mi preocupación.

Todos los presentes la miraron extrañados: ¿qué problema podría haber ahora?

—Fernando y yo somos primos —explicó Isabel—. Necesitamos que el Santo Padre nos conceda una bula para poder casarnos. Ni que decir tiene que sin esa bula nada de lo aquí hablado tendría validez.

De repente, Carrillo intervino:

—Tranquila, esa bula existe.

Peralta miró a Chacón sorprendido: no tenía noticias de ella.

Antes de que nadie hiciera ninguna pregunta incómoda, Carrillo siguió mintiendo:

—Está en poder del rey de Aragón, don Juan. El Santo Padre extendió una bula múltiple hace años permitiendo que Fernando pudiera tomar esposa entre los miembros de su familia.

Isabel creyó lo que decía Carrillo.

—No sabéis el peso que me quitáis de encima. Ahora mi elección no tiene pero alguno —dijo dando una carta a Peralta—. Esta carta es para Fernando: decidle a mi futuro esposo que ansío conocerle cuanto antes.

Luego deseó un buen viaje de vuelta a Peralta, que marchó, acompañado por Cárdenas, tras dar un fuerte abrazo a Carrillo. Sin duda a él se debía aquel éxito.

Isabel, agotada por la tensión de los últimos días, también se retiró a sus aposentos.

Cuando la princesa hubo salido, Chacón se dirigió a Carrillo.

—Enhorabuena por vuestras gestiones —dijo, y a continuación no pudo evitar lanzarle una ironía—: Sólo falta pintar la bula que os habéis inventado.

Carrillo no parecía estar preocupado por esa cuestión.

—Ahora que Isabel ha aceptado, no habrá fuerza en la tierra ni en el cielo que impida que esta boda se celebre.

Isabel, por su parte, decidió que antes de ir a dormir debía hablar con Gonzalo. Quería comunicarle personalmente su decisión de casarse con Fernando.

Había sido tanto el cariño recibido, tanto el sacrificio que Gonzalo había hecho por ella y por su hermano Alfonso, que pensaba que era un detalle obligado. Y más, sabiendo de sus sentimientos hacia ella. Que no le pudiera corresponder, no significaba que no fuera alguien muy especial para Isabel.

Gonzalo ya imaginaba que algún día escucharía esta noticia. Pese a ello, no pudo evitar un pellizco en el estómago, que disimuló cuanto pudo. Pero sin duda, era más hábil con la espada que con los sentimientos e Isabel lo notó.

Por eso, diciéndole en el fondo que era libre de hacer lo que quisiera, le preguntó:

—¿Podré seguir contando con vos a mi lado?

Gonzalo la miró como el que jura ante los Santos Evangelios.

—Sólo la muerte podría impedirlo, señora. —Sonrió amargo—. Y parece que no se me da mal esquivarla.

XI

Enrique estaba preocupado. No llegaban noticias de Francia en relación a la proyectada boda de Isabel.

Además, sus tareas de gobierno tampoco le daban muchas alegrías. Esta vez, las malas noticias le llegaron desde Andalucía.

El problema andaluz no era nuevo. Muchos años antes habían avisado con quejas que fueron sofocadas con negociaciones. Y cuando las negociaciones fracasaron, apareció la figura de Pedro Girón. El hermano de Pacheco controlaba Andalucía bajo el peso de la fuerza.

El hecho de que Girón luchara en el bando rebelde mantuvo esa unidad, pero no a favor del rey. Muerto Girón y acabada la guerra, Andalucía quedó sin control y desgajada por los intereses particulares de los nobles. Muchos de ellos seguían mostrando a Enrique una rebeldía como si la guerra no hubiera finalizado.

Ahora, esos nobles rebeldes se habían puesto de acuerdo para una sola cosa: no pagar impuestos al monarca.

Cabrera, como tesorero del reino, alertó al rey: las arcas estaban medio vacías. Sobre todo, tras la bajada de un tercio de los impuestos que Enrique realizó en las últimas Cortes para granjearse la simpatía del pueblo. Perder el dinero de Andalucía podía llevar a Castilla a la ruina.

Enrique, harto, decidió dar un escarmiento. Reunió un potente ejército y, para no dar imagen de debilidad, ordenó a los Mendoza y a Pacheco que viajaran con él a Andalucía.

Faltaban dos días para partir hacia Andalucía cuando llegó el esperado mensaje de Francia: el obispo de Arras, Jean Jouffroy, avisaba de la llegada de una comitiva en apenas tres semanas.

—¿Tres semanas? ¿Estarán aquí en sólo tres semanas?

Enrique maldijo a los nobles amotinados en Andalucía. Si por su culpa se echaba todo a perder, no descartaba volver las veces que hiciera falta para que supieran quién mandaba en Castilla.

Aconsejado por Diego Hurtado de Mendoza, el rey decidió adelantar un día la salida y pasar antes por Ocaña a ver a Isabel. No se fiaba de ella y quería darle personalmente la noticia de la llegada de la comitiva francesa.

Exigiría de ella un compromiso de no agresión hasta su vuelta de Andalucía, de donde regresaría lo antes posible con la ilusión de poder recibir personalmente a Jouffroy, del que Diego Hurtado de Mendoza hablaba maravillas. No había mandado el rey de Francia a un cualquiera: había delegado su poder en su favorito y, se rumoreaba, futuro cardenal.

Para vigilar durante su ausencia a Isabel hizo viajar hasta Ocaña a un hombre de confianza de los Mendoza, el conde de Cifuentes, y a otro de Pacheco, Acuña, obispo de Burgos y con quien le unían lazos familiares.

Hubo otra persona que, como el rey, también se alarmó ante la pronta venida de la comitiva francesa: Beatriz de Bobadilla, que ya mostraba un evidente embarazo.

—¿Tres semanas? ¿Nada más tres semanas? ¡Tengo que ir a ver a Isabel!

—¡Ni hablar! En vuestro estado, no os encontráis para hacer viaje alguno.

—Probablemente, después de la negociación, Isabel marchará a Francia… Y es posible que no la vuelva a ver en años. —Imploró—: Os lo suplico, Andrés…

Ante la insistencia de Beatriz, Cabrera pidió permiso al rey para la visita de su esposa a Ocaña.

Pero no estaban las cosas para andarse con tonterías. El rey ni le escuchó siquiera. Estaba reunido con Pacheco y los Mendoza, y bastantes problemas tenía para preocuparse de trivialidades de mujeres.

XII

Abnarrabí se acercó a Juan de Aragón, que estaba ansioso porque le quitaran la venda del ojo operado. Fernando era testigo de la situación.

Con tacto, Abnarrabí quitó la venda. Y Juan empezó a vislumbrar poco a poco formas más definidas. Cada vez más claras… Y posó la mirada en su hijo.

Fernando notó una sensación extraña: la mirada de su padre se dirigió hacia él de forma nítida y directa.

El rey sonrió. Y Fernando, emocionado, también.

—Padre… ¿podéis verme?

—¡Como no os había visto desde hace dos años, hijo mío! ¡Cómo habéis cambiado, Fernando!

Fernando fue a abrazar a su padre pero el cirujano se lo impidió: nada de movimientos bruscos.

Sin embargo a Juan le hubiera gustado hacer uno: ponerse de rodillas ante ese prodigioso judío que le había devuelto la vista.

—¡Sois maravilloso! —y señaló su propio ojo izquierdo—. ¡Ahora el otro ojo! ¡Venga!

Abnarrabí meneó la cabeza serio, mientras sacaba su libro de astrología.

—No es tan sencillo, majestad… Habría que buscar un día en el que los astros sean tan propicios como en esta ocasión. —Y consultando el libro añadió—: Dejadme mirar…

Juan esperó ansioso el escrutinio, que por fin llegó.

—El día adecuado, según los astros, no será hasta dentro de cinco años.

—¿Cinco años? ¡Vamos, hombre, dejaos de tonterías! ¡El mes que viene, a más tardar!

Abnarrabí quiso negarse, pero Juan le dejó claro que como rey se lo ordenaba. El judío no tuvo más remedio que acceder.

Juan ya podía ver. Por un ojo, pero la vida dejó de ser un inventario de sombras para él.

Cuando a los pocos días llegó Peralta, éste se emocionó al saber que el monarca había recuperado la visión.

—Majestad… me alegra veros tan recuperado.

—Más me alegro yo de poder veros a vos, os lo aseguro… ¿Qué tal han ido las cosas por Castilla?

Peralta sonrió.

—Traigo una carta para vuestro hijo.

La sonrisa de Peralta indicaba que mal no habían ido las cosas, pero Juan necesitaba saber más y pidió a su hijo que la leyera.

Fernando le miró con cariño.

—Ahora que podéis, leedla vos.

Juan, feliz como un niño con un juguete nuevo, acercó la misiva a su ojo bueno y empezó a leer para sí.

Tras un momento de silencio, Fernando, inquieto por el contenido de la carta, no pudo aguantar más espera.

—¿Qué dice, padre?

—Empieza bien, Fernando, empieza bien… Os llama señor, recuerda que sois su primo… Y os pide perdón por el retraso en su decisión.

El rey siguió leyendo. Su sonrisa se agrandaba a cada momento. Casi al mismo ritmo que la excitación de Fernando, que ya no pudo más.

—¡Padre, leed en voz alta, por Dios!

Juan dio la carta a Fernando.

—El final mejor que lo leáis vos.

Fernando cogió la carta y leyó en silencio. Miró a su padre gratamente sorprendido y repitió las últimas palabras de Isabel en voz alta:

—Mandadme lo que queráis que haga, que yo lo haré. La princesa de Asturias.

—¡Felicidades, hijo! ¡Lo hemos logrado!

Peralta confirmó la alegría:

—En breve, nos enviarán sus condiciones para el enlace.

El rey mostró su optimismo.

—Si está tan entregada, seguro que no serán difíciles de cumplir.

XIII

El optimismo del rey de Aragón era infundado: Isabel sabía lo que quería y cómo lo quería.

Parecía con fuerzas renovadas. Ella misma dictaba artículos y condiciones de las capitulaciones de su boda antes que Carrillo, Chacón o el propio Cárdenas, experto en estas lides, que tomaba nota de todo lo que se decía.

—Fernando reconocerá como rey de Castilla a mi hermano Enrique.

Carrillo objetó:

—Pero, señora, si ni siquiera tenemos seguro que Enrique os considere como heredera.

—Lo hará, creedme. Además, no quiero más conflictos de los necesarios.

Isabel continuó dictando capitulaciones.

—Fernando vivirá en Castilla y no saldrá de aquí sin mi consentimiento.

Chacón y Carrillo se miraron sorprendidos: sin duda Isabel apretaba en sus condiciones.

—La educación de nuestros hijos se realizará en Castilla —prosiguió Isabel—. Así podré controlar este matrimonio.

Tras una pausa, la princesa dejó a todos atónitos con la última cláusula.

—Y la sucesora al trono seré yo, Isabel; no mi esposo.

Carrillo vio que las condiciones empezaban a ser demasiado duras para Aragón.

—Isabel, tal vez no convenga apretar tanto al principio.

—Fernando, y no yo, sucederá como rey de Aragón cuando su padre muera. ¿Por qué tendría que ser al contrario en Castilla?

Estaban a punto de enzarzarse en una discusión cuando Gonzalo entró preocupado.

—El rey Enrique envía mensaje de que viene a veros.

La alarma era evidente: eso era señal de que las negociaciones con Francia habían culminado.

—¿Qué hacemos? —preguntó Isabel.

—Mostrar absoluta normalidad cuando venga vuestro hermano —respondió Chacón—. Haced creer al rey que le obedeceréis.

Isabel notó que Carrillo estaba preocupado y preguntó a qué se debía.

—Lo siento, Isabel, pero vos no tenéis práctica en mentir…

—Tranquilo. Sé que mentir es pecado. Pero cuando me confiese de ello, espero que, como sacerdote, me deis el perdón sin gran penitencia.

Carrillo entonces sonrió: por fin había vuelto la Isabel de siempre. Lo que el arzobispo toledano no alcanzó a vislumbrar fue la nueva Isabel que estaba surgiendo tras sus dudas y su sufrimiento. La que, al día siguiente, recibió y engañó a su hermano Enrique con una educación exquisita.

Cualquiera que hubiera visto la reunión, hubiera pensado que se había vuelto a la época de Guisando: todo el poder de Castilla se encontraba en esos momentos en Ocaña que, por una vez, sí pareció la capital del reino.

Al rey le acompañaban Pacheco, los hermanos Mendoza y los encargados de vigilar a la infanta durante el viaje del monarca a Andalucía: el conde Cifuentes y el obispo Acuña.

A Isabel, sus inseparables Cárdenas, Carrillo y Chacón, a los que se había sumado Gonzalo Fernández, el de Córdoba. Se lo pidió Isabel: para ella no era menos que muchos de los que acompañaban a Enrique.

Enrique informó de la llegada de la delegación francesa, de su urgente viaje a Andalucía y de que, en su ausencia, Cifuentes se encargaría de la defensa de Ocaña y Acuña de ayudar a Isabel con vistas a su reunión con Jouffroy.

Carrillo mostró su desacuerdo por la presencia de los dos últimos, pero Isabel zanjó la situación. En realidad, ambos estaban representando un entremés.

—Se hará lo que el rey diga. Cuando negocié en Guisando prometí paz y obediencia. Y voy a cumplir mi parte del trato.

Enrique la miró extrañado y quiso ponerla a prueba. Sabía lo religiosa que era su hermana y que jamás osaría jurar en vano.

—¿Juráis por Dios que os casaréis con el duque de Guyena?

Isabel captó la estrategia y no sólo aceptó el reto, sino que lo dobló.

—Lo juro por Dios.

Dicho esto, acabó la reunión y, por separado, empezaron las reflexiones sobre la misma en ambos bandos.

En el del rey, Pacheco sospechó de tanta amabilidad y obediencia. Enrique se mostró confiado de que eran ciertas.

—Isabel ha jurado por Dios. Mi hermana nunca lo haría en vano, os lo aseguro…

Pero Pacheco seguía dudando. De repente, tuvo una idea.

—¿No os pidió Cabrera permiso para que su esposa viniera a ver a Isabel?

Enrique asintió y Pacheco se sacó de la manga un ardid.

—Mandad mensaje a Cabrera de que dais vuestro consentimiento. Beatriz de Bobadilla es su mejor amiga. A ella le dirá la verdad de lo que piensa… —Miró a Acuña—. Vigilad esa reunión, Acuña, porque jurar por Dios en vano y engañar a su mejor amiga son dos cosas que esa mojigata no es capaz de hacer. No sin pensar que va a arder en los infiernos.

Hasta el propio Diego Hurtado de Mendoza halagó a Pacheco por su idea.

Isabel y los suyos se reunieron extramuros de Ocaña para evitar cualquier escucha. Era necesario organizar cada paso a dar a partir de ahora: el tiempo apremiaba.

Chacón y Carrillo irían a Aragón con las capitulaciones de boda. Cárdenas y Gonzalo se quedarían con Isabel. Lo primero era buscar un lugar donde celebrar la boda con Fernando. Carrillo tenía claro el lugar ideal.

—La plaza más segura es Valladolid. La protege Enríquez. Es leal y familia del propio Fernando.

Isabel aceptó y prometió ir allí en cuanto pudiera.

Chacón no pensaba que salir de Ocaña fuera a resultar fácil para Isabel.

—¿Y qué excusa daréis para abandonar Ocaña? —inquirió.

—Dejadlo de mi cuenta… Pero os aseguro que ni Acuña, ni Cifuentes, ni el rey en persona me lo va a impedir. No he jurado por Dios en vano para seguir presa de Enrique.

XIV

Todo se había puesto en marcha para el encuentro entre Isabel y Fernando, pero el conde de Cifuentes y el obispo Acuña vigilaban a la princesa como si ésta fuera el tesoro del reino. Y con ella, a todos sus hombres de confianza.

Había que urdir una treta rápidamente porque el hecho de que abandonaran todos Ocaña de golpe levantaría sospechas.

Se decidió que el que saliera fuera Chacón, con la excusa de visitar a su esposa. Cifuentes y Acuña no pusieron ningún impedimento: quienes más les preocupaban, según las órdenes de Pacheco, eran Carrillo y la propia Isabel.

Chacón, camino de Zaragoza, se reunió con Gómez Manrique para que le acompañara. Hombre de letras, también era un buen soldado y experto en leyes.

En Ocaña quedaron, junto a Isabel, Chacón y Carrillo. El primero era natural de la villa y manejaba todos los hilos necesarios. El segundo esperaría a que marchara Isabel para ir a Valladolid a preparar la boda junto con el almirante Enríquez.

Sin duda, fue muy útil la presencia de Carrillo para debilitar al enemigo.

—El problema es Cifuentes, no el bobo de Acuña. Es de la familia, le conozco bien. Quiere jugar a político, pero sólo sabe de lecturas piadosas.

Cárdenas no pudo evitar mostrar su ironía.

—Espías, políticos, soldados… ¿Cuándo se dedicarán los curas sólo a oficiar la misa?

Isabel sonrió. Carrillo no hizo lo mismo, pero tampoco respondió. Tenía cosas más importantes que hacer: quitarse a Cifuentes de en medio.

Maestro de la alquimia y elaborador de potingues, cocinó uno que fue a parar a la comida del conde que les vigilaba. Un cocinero, hombre de confianza de Cárdenas, dueño del palacio que albergaba a Isabel y a sus invitados, dosificó la fórmula en las comidas de Cifuentes. El efecto fue devastador: se le descompuso el cuerpo, padeciendo de frecuentes diarreas que los cirujanos no lograban remediar. En apenas una semana era tal su debilidad que no podía levantarse de la cama.

Sólo quedaba engañar a Acuña. Y de esto se encargó Isabel, que soportaba estoicamente las lecturas a las que éste le sometía.

—Y dice san Jerónimo… —leía Acuña—. Una mujer, y más si está casada, ha de lavarse todas las mañanas manos, brazos y cara…

Isabel, también piadosa, se encomendó al propio san Jerónimo para que Dios la perdonara por las mentiras que iban a empezar a salir de su boca.

—¿Podemos dejar un momento a san Jerónimo? Debo pediros un favor. Hay algo que me duele en el alma…

Acuña dejó a un lado sus lecturas.

—Contadme.

—Vos sabéis que justo ahora se cumple el aniversario del fallecimiento de mi hermano…

Acuña se persignó.

—Que el Señor tenga en su gloria…

Isabel también hizo la señal de la cruz.

—Me gustaría poder darle una misa con la presencia de mi madre. La mujer está mayor y delicada, no puede desplazarse.

—¿En Arévalo? —Acuña lo pensó unos instantes—. ¿Y no podríais posponer vuestro viaje? No sé si Su Majestad… o al menos el marqués de Villena deberían saber de ello.

—¿Vuestro? Diréis nuestro viaje. He pensado que vos oficiéis la misa.

Acuña dudó.

—Gracias, pero…

Isabel le interrumpió, continuando con la mentira.

—En apenas una semana estaremos de vuelta.

—Dejadme pensarlo un poco más… —Hizo una pausa y continuó—: Y ahora, sigamos escuchando a san Jerónimo…

Pasó una semana y mucho debía estar pensándoselo Acuña, pues no daba respuesta. En realidad, esperaba a la llegada de Beatriz de Bobadilla para, tal y como le aconsejó Pacheco, saber de las verdaderas intenciones de Isabel. Sin duda, se las contaría a su amiga.

Para enterarse de dichas intenciones, Acuña había decidido con Cifuentes, antes de que éste cayera tan oportunamente enfermo, colocar espías entre el personal de palacio.

La llegada de Beatriz fue una sorpresa para Isabel, que no sabía nada al respecto. La dos se fundieron en un abrazo nada más verse.

—Pero ¿qué hacéis aquí?

—¡Venir a veros! Si me descuido, ya no os veo hasta la boda.

Isabel hizo las presentaciones entre Beatriz y Acuña, que sonrió al ver su estado de buena esperanza.

—¿De cuánto estáis?

—De cinco meses, excelencia.

Isabel pidió permiso para hablar con su amiga a solas y Acuña se lo concedió. No le importó: allá donde fueran habría alguien escuchándolas.

Beatriz preguntó a Isabel qué tal estaba y mostró su preocupación por lo que había ocurrido con el rey y Pacheco. También, se mostró ilusionada con que por fin todo se hubiera arreglado con Enrique y se fuera a casar nada más y nada menos que con el hermano de Luis de Francia.

—¿La boda va a ser en Francia o en Castilla? Y después… ¿dónde viviréis? En Francia, ¿no? Aunque he oído que el duque y su hermano el rey no se llevan bien, así que igual hay suerte y os venís aquí…

Isabel hacía verdaderos esfuerzos por escucharla: no tardó en darse cuenta de la presencia de un jardinero demasiado cerca de ellas.

—Beatriz, tengo que contaros algo. Tengo miedo…

Beatriz se alarmó:

—¿De qué, señora?

—Mejor sigamos andando…

Y se alejaron del jardinero… Al llegar al lado de un macizo de rosas, vio que otro hombre, al que no conocía, cuidaba de las flores. Entonces decidió quedarse allí: ¿qué mejor manera de engañar a Acuña que mintiendo ante sus espías?

—Sabéis que para mí el sacramento del matrimonio es muy importante… No sé si estaré a la altura de todo lo que se me pide…

—Isabel… Sabréis estarlo. Vuestra madre os educó para ello.

Isabel miró sonriente el vientre de Beatriz.

—Espero tener tan buena maña como vos.

Beatriz mostró su alivio al escuchar estas palabras.

—Me habíais alarmado… Creía que me ibais a confesar que no os pensabais casar.

Isabel sintió tener que mentir a su mejor amiga, pero no le quedaba otro remedio.

—No… Obedeceré al rey. Hasta ahora, todo han sido penas y lágrimas. Quiero ser feliz, tener hijos… En Francia o en Castilla. Quiero ser mujer y madre antes que reina.

Los espías repitieron estas palabras al obispo Acuña que dio el visto bueno de inmediato a celebrar misa en Arévalo.

No cabía duda de que Isabel estaba domada: ¿por qué desconfiar de ella? Al fin y al cabo, iba a organizar una misa por el aniversario de su hermano Alfonso.

XV

El rey de Aragón ya podía ver con los dos ojos, gracias al cirujano Abnarrabí. Pese a que la confluencia de los astros no era la idónea, grande era la maestría del médico judío.

Con ambos ojos, Juan comprobó lo mucho que Isabel exigía en sus capitulaciones de boda. El rey las estaba leyendo con inquietud, en voz alta, junto a Peralta y su hijo Fernando, ante las miradas de los enviados de Isabel, Chacón y Gómez Manrique.

Su hijo debía reconocer a Enrique como legítimo rey de Castilla y a Isabel como su legítima y única heredera. Sus hijos se educarían en Castilla. Había que asignar señoríos y rentas de Aragón a la princesa de Asturias y, si fuera necesario, también ejércitos. El novio no podría adueñarse de propiedades de la Corona de Castilla, ni hacer designaciones sin el consentimiento de Isabel. Y Fernando no podría abandonar Castilla sin que Isabel le diera permiso.

Fernando no aguantó tanta humillación y abandonó la sala airado.

Juan miró a Chacón y a Manrique.

—Creo que algunas de estas capitulaciones deberían ser renegociadas.

Chacón mantuvo el tipo: sabía de la necesidad de Aragón de buscar aliado en Castilla y, sobre todo, de impedir que Isabel se convirtiera en cuñada del rey de Francia.

—No hay tiempo. Los enviados del duque de Guyena visitarán próximamente a nuestra princesa.

El rey, derrotado, bajó la cabeza y fue a encontrarse con su hijo. Fernando rozaba la histeria.

—¿Cómo se atreve a exigir todo eso? Pero ¿quién se ha creído esa mujer que es?

—Una mujer de carácter, como lo era vuestra madre.

Pero Fernando no se dejó convencer: nunca firmaría esas capitulaciones.

Como sabía que su hijo era más testarudo todavía que él, Juan le dejó a solas. Pero sólo unas horas. Luego le mandó llamar a su despacho. Al llegar, Fernando vio sobre una mesa, posada en un cojín, una joya de una belleza deslumbrante.

—¿Os gusta el collar? Está hecho de rubíes y perlas. Se lo regalé a vuestra madre cuando nos casamos. Y ahora se lo regalaré a Isabel como dote.

—¡No podéis hacerlo!

—¡Dejadme hablar! Sí. Se lo daré porque no tengo nada más que darle. ¿Y sabéis lo mejor?

Fernando le miró expectante.

—Que lo tenía empeñado a unos usureros valencianos. Lo he tenido que recuperar casi por la fuerza.

El asombro de Fernando fue grande.

—¿Lo teníais empeñado? ¡Sois el rey de Aragón!

—Soy el rey de un reino pobre, hijo. Por eso necesitamos esta boda. Prometo mucho, pero no tengo un florín que darle ahora a Isabel. Sólo este collar. Y a mi hijo.

Fernando quedó en silencio, pensativo. Sabía que aquella boda era necesaria, pero no tanto ni que su reino estuviera al borde de la bancarrota.

—¿Entendéis la situación? Aceptadlo todo, hijo.

—No sin que ella acepte por su parte alguna condición que impongamos. Isabel sabe la fuerza que ganará en Castilla con mi presencia a su lado. ¿La tendría estando sola y abandonada de su hermano Enrique? No quiero que piensen que soy un manso, padre. Porque soy todo menos eso.

—Pondremos condiciones, hijo. Pero aceptad las suyas.

Y así fue. Al día siguiente, tras renegociar algún punto, se firmaron las capitulaciones de la boda.

Fernando preguntó dónde y cuándo se celebrarían los esponsales. Chacón dio la respuesta:

—En Valladolid. Es una plaza segura y la protege Enríquez, almirante de Castilla y hermano de vuestra madre, que en paz descanse.

Lo que no estaba tan claro era cuándo se celebraría el enlace tal y como avisó Gómez Manrique.

—Hay que pensar que Isabel tendrá difícil dejar Castilla… Y que ya le será complicado escapar de Ocaña.

Fernando reaccionó con rapidez.

—Entonces yo le corresponderé yendo a Valladolid. No os preocupéis por eso, Manrique.

—Será un viaje difícil.

—Lo haré. Por mucho carácter que demuestre mi futura esposa, el hombre sigo siendo yo. Si hay que correr un riesgo, yo lo haré.

Chacón agradeció sus palabras, pero no quiso marcar fecha.

—Os avisaremos cuando sea el momento. Antes hay que confirmar que Isabel ha logrado llegar a Valladolid. Y os juro que no le resultará sencillo.

XVI

De momento, Isabel había llegado a Arévalo, acompañada del obispo Acuña y media docena de hombres. Entre ellos estaba el leal Gonzalo Fernández, el de Córdoba.

Al llegar al lugar donde fue feliz en su infancia, Isabel se llevó una desagradable sorpresa: su madre no estaba allí. Había sido expulsada de su propia casa al concedérsele la villa a los Stúñiga, gente de Pacheco.

La rabia de Isabel era incontenible.

—¿Dónde está? ¿Dónde la han llevado?

Una sirvienta, asustada, le dijo que a Madrigal.

Gonzalo miró a Acuña con cara de pocos amigos. El obispo se justificó como pudo.

—No… no tenía ni idea —dijo con sinceridad—. Nadie me había dicho nada.

Isabel ni le miró; montó en su caballo y dio una orden:

—¡A Madrigal! ¡Ya!

Todos obedecieron sin rechistar y galoparon sin descanso hasta llegar allí.

Clara, la esposa de Chacón, recibió a Isabel con cara de circunstancias.

El panorama que Isabel se encontró en Madrigal era de una tristeza inconmensurable. Y el estado de los aposentos donde su madre vivía ahora, lamentable.

Isabel fue al encuentro de su madre. La halló sentada, ausente, frente a una ventana. Contemplaba el exterior con la mirada perdida.

—¿Madre?

Isabel de Portugal no respondió. Su hija llegó hasta donde ella estaba y se arrodilló, cogiéndola luego de las manos.

—Madre, soy Isabel… vuestra hija…

Su madre se quedó mirándola como buscando algo en el interior de su cabeza… Hasta que, de repente, pareció encontrar un destello de lucidez:

—¡Isabel! ¡Mi niña!

Su hija la abrazó, llorando. Gonzalo y Acuña, que contemplaban la escena, se miraron emocionados por la situación.

Isabel estaba afectada. Pero, a la vez, se sentía reafirmada en la decisión que había tomado de huir, de casarse con Fernando de Aragón. Sería la mejor manera de que, algún día, quienes la estaban haciendo sufrir tanto pagaran por ello.

XVII

Antes de marchar a Valladolid, Chacón quiso hablar a solas con el rey de Aragón. Había algo que no se le iba de la cabeza: no tenían bula para el matrimonio.

Mientras esperaba a don Juan, contemplaba una estatua de una santa en pleno martirio: es decir, con un voluminoso clavo en la frente.

A sus espaldas, el rey le dijo quién era la martirizada.

—Santa Engracia. Virgen y mártir local.

Chacón se giró hacia Juan, que continuó explicando:

—Esta imagen estará en el retablo de la basílica que levantaremos como agradecimiento al milagro de la curación de mi ceguera.

Extendió su mano hasta tocar el clavo de la frente de la santa y dijo irónico:

—Fue tocar el clavo y empezar a disiparse las tinieblas.

Chacón no pudo evitar sonreír.

—Y yo que creía que el milagro de recuperar vuestra visión se debía a un médico judío…

—Como buen hombre de Estado, sabéis que a veces es necesario alimentar al pueblo con supersticiones.

—Como buen hombre de Estado —replicó incisivo Chacón—, me gustaría que santa Engracia o todo el santoral reunido nos ayudaran a que tuviéramos bula del Papa para esta boda, majestad.

El rey le miró preocupado. Chacón se explicó:

—Isabel aceptó esta boda porque creyó que la había. Carrillo la engañó diciendo que disponíais de ella.

Juan suspiró: no cabía mentir a quien ya era su aliado y socio.

—Me temo que la bula habrá de ser tan falsa como el milagro que ha curado mi ceguera.

—¿Entonces…?

—Entonces, ni se os ocurra decirle a Isabel que se va a casar con una bula falsa… Si Isabel la toma como válida ya veréis como vale… por lo menos hasta que consigamos la verdadera.

Juan le puso una mano en el hombro, en señal de confianza.

—Dejad que yo me ocupe de ello —le pidió—. Pondré a De Véneris a trabajar de inmediato. Lo importante es que la boda se celebre. Por cierto, quería enseñaros otra cosa.

El rey abrió un cofre y sacó el collar de perlas y rubíes que había desempeñado en Valencia.

—Para doña Isabel.

Chacón, agradecido, inclinó levemente la cabeza.

—Yo mismo se lo daré cuando nos encontremos en Valladolid. Dios sabe que este regalo le levantará el ánimo.

—Eso espero… Y, hablando de santos, que todos os guíen para que Isabel llegue a ser reina… Porque, si no, todo este esfuerzo será en vano. Os lleváis a mi hijo, Chacón. Y bastante trabajo me ha costado convencerle.

Acto seguido, Chacón emprendió viaje a Valladolid acompañado de Gómez Manrique. Habían cumplido con su objetivo.

Ahora sólo faltaba que Isabel cumpliera con el suyo.

Por eso espoleó a su caballo hasta hacerlo sangrar: necesitaba saber cuanto antes que Isabel estaba sana y salva.

Por Castilla y por él mismo. Porque no podría soportar, perdido Alfonso, que a quien tanto quería le pasara algo.

XVIII

El obispo Acuña ofició la misa en recuerdo de Alfonso.

No fue tan majestuosa como esperaba: la capilla donde se celebró era pequeña y, sin duda, había vivido tiempos mejores.

Y los que a ella asistieron fueron pocos: Isabel, Clara, Gonzalo, algunos criados y una Isabel de Portugal que ni sabía en honor a quién se estaba celebrando la liturgia.

Tras la misa, Acuña insinuó tímidamente que habría que volver a Ocaña, pero Isabel ni le escuchó de tan atareada que estaba. Arremangada, se afanaba en adecentar la casa junto a Clara.

Gonzalo la observaba agobiado.

—No es necesario que trabajéis…, podemos traer más criados para que se ocupen de esto.

Isabel siguió limpiando.

—No hace falta, yo me basto.

—¡Pero sois una princesa!

—No, soy su hija.

Limpiando estaba, días después, cuando para sorpresa de todos llegó hasta Madrigal la comitiva francesa encabezada por Jouffroy, que pese a su marcado acento galo, hablaba un correcto castellano.

—Ha sido bastante difícil encontraros, señora. Venimos siguiendo vuestros pasos desde Ocaña.

—Lamento las molestias. Es el aniversario de la muerte de mi hermano y quería pasarlo con mi madre.

—Creí que vuestra madre estaba en Arévalo…

—Eso creía yo también.

Acuña, superado y abrumado, pidió excusas.

—Hubo un malentendido. Sentimos lo ocurrido.

Jouffroy le miró extrañado: no entendía nada de lo que estaba pasando. Esperaba que le recibiera el rey y en vez de eso se había tenido que recorrer media Castilla para dar con la futura cuñada de su rey Luis. Pero ya la había encontrado y, en vez de quejarse, prefirió mentir educadamente:

—No importa ya eso. —Miró a Isabel—. Lo que importa, sobre todo, es vuestra boda con mi señor, el duque de Guyena.

Isabel calló. Apenas movió un músculo de la cara. Sólo siguió escuchando al obispo de Arras, que resultó ser tan pomposo como melodramático.

—Es motivo de gran alegría la inmensa felicidad y satisfacción que en el cielo habrá de experimentar vuestro señor padre, el rey Juan de Castilla. Él hubiera sido feliz al ver como nuestros dos grandes reinos cristianos se unirán por el santo sacramento.

Jouffroy optó por no decir nada, esperando una respuesta de Isabel. La consiguió, pero fue más seca que el discurso que acababa de dar el obispo de Arras.

—Sin duda.

—Una boda de tan alta alcurnia requiere largos y cuidadosos preparativos —manifestó entonces Jouffroy—: Capitulaciones, detalles respecto a la dote y el establecimiento de la casa y el séquito de vuestra majestad, decidir la residencia del matrimonio…

—En efecto, muchos son los aspectos a tener en cuenta. Pero lamento no poder entrar a valorarlos ahora —replicó la princesa.

Jouffroy se quedó sorprendido: ¿para qué había realizado tan largo viaje entonces? Miró a Acuña, que tampoco salía de su asombro tras las palabras de Isabel. Unas palabras que no fueron las únicas que dijo:

—Según las leyes de Castilla, yo, como heredera, he de consultar con nobles y consejeros antes de tomar cualquier decisión. Así que ruego respetéis nuestras costumbres.

—Por supuesto… Pero, al menos, sí podríamos avanzar respecto a la fecha de la boda. De aquí a entonces, habrá tiempo para consultas y negociaciones…

—Siento no poder complaceros tampoco en ese extremo.

Jouffroy se dio cuenta de que la muchacha que tenía delante estaba jugando con él, el favorito del rey de Francia, pero prefirió no crear conflicto alguno.

—Ya. Las leyes de Castilla… Creo, sin duda, que lo mejor será hablar con el rey Enrique.

Al oír el nombre de su hermano, Isabel sintió un pinchazo de rabia en el estómago y respondió con dureza:

—Haced lo que gustéis. Como él ha hecho lo que le ha parecido con mi madre.

Desde luego, pensó Jouffroy, algo no iba bien.

Por eso fue directamente de Madrigal hasta Segovia, donde tuvo la suerte de encontrarse al rey recién llegado de resolver sus problemas en Andalucía.

Acompañado de Diego de Mendoza y Pacheco, el rey mostró su disgusto.

—¡Vengo de pelear en Andalucía y me encuentro mi reino manga por hombro! ¿Qué demonios hace Isabel fuera de Ocaña? ¿Y Cifuentes?

Jouffroy respondió pues sabía más que nadie del tema.

—Un tal Cárdenas me informó de que estaba gravemente enfermo, majestad.

—¿Y Acuña? ¿Dónde está Acuña?

—Estaba con ella en Madrigal.

El rey calló: se dio cuenta de que algo pasaba. Y ese algo lo definió a la perfección Jouffroy.

—Majestad, no dudo de vuestra buena fe… pero por lo que he visto, Isabel no tiene ninguna intención de casarse con mi señor, el duque de Guyena. No hubo manera de sacar de ella el más mínimo compromiso, ni siquiera sobre el lugar de la boda. Se negó siquiera a hablar sobre el asunto.

Hubo un silencio en la sala. Por fin, el enviado francés hizo algo que llevaba tiempo apeteciéndole: mostrar su ira. Y no le importaba que la sufriera todo un rey de Castilla.

—¿Para esto me habéis hecho hacer un viaje tan largo? Llego a Ocaña y no estáis ni vos ni la novia… Tengo que peregrinar de pueblo en pueblo hasta encontrarla… Ocaña, Arévalo, Madrigal… ¡He venido a casar al hermano del rey de Francia, no de paseo!

Se abrió la puerta: era Cabrera. Pacheco le miró airado.

—¿No os dije que no nos interrumpieran?

—Lo siento… Pero han llegado noticias de nuestros vigías de la frontera con Aragón. Se ha visto a Chacón y Gómez Manrique cruzarla en dirección a Castilla.

A Pacheco se le cayó el mundo encima. Chacón en Aragón: eso significaba que negociaba por Isabel. Y eso y la tardanza en tener noticias de Peralta sólo significaban una cosa.

—Nos ha engañado a todos. Fernando e Isabel… Ése es el plan.

Diego de Mendoza estalló:

—¡Es una cría, por el amor de Dios! ¡Es una maldita niña, y está haciendo con todos nosotros lo que quiere!

Jouffroy les miró aturdido.

—Confío en que arregléis vuestros problemas internos. Cuando lo hayáis hecho, llamadme.

Y marchó. Eso le libró de asistir a la ira de Enrique que, tras tirar una mesa con las jarras y copas que en ella reposaban, se dirigió amenazante a Cabrera:

—Vuestra esposa es amiga de Isabel. Fue a visitarla… ¿Y no sabe nada de esto?

Cabrera no encontró respuesta. La buscó yendo a ver inmediatamente a su esposa, pero tampoco la obtuvo. Beatriz se echó a llorar.

—Me mintió…, Isabel me mintió… ¿Por qué nadie me dice la verdad?

Su marido movió la cabeza, preocupado.

—Isabel se está equivocando. Rechazar al hermano del rey de Francia…, volver a enfrentarse con el rey… Nunca había visto a nadie tan enojado.

Estaba en un error: había otro hombre más enojado que el rey. Era Pacheco que, en esos momentos, ya había dado a su hija Beatriz la noticia de que no se casaría con Fernando.

—Te juro… te juro por lo más sagrado que has de ver a Isabel encerrada en una mazmorra. Te lo juro, hija. Porque en cuanto amanezca voy a ir por ella.

XIX

—Nadie viene a verme. ¿Y tu hermano?

A Isabel se le heló la sangre al oír las palabras de su madre.

—Alfonso está muerto, madre.

Pero su progenitora ni se inmutó al oír su respuesta: su mente ya no estaba allí.

Isabel se quedó ensimismada, mirando preocupada a su madre. Una voz la sacó de sus pensamientos.

—¡Señora, señora! ¡El alcalde quiere veros, es urgente!

Era Clara, que había entrado en la alcoba de Isabel de Portugal visiblemente nerviosa.

Sin duda, no parecía que fueran buenas noticias. Llamó a Gonzalo y fue a ver al alcalde de Madrigal, que esperaba inquieto en una sala.

—¿Qué sucede?

El alcalde se inclinó, respetuoso.

—Señora… La Corte ha emitido una orden de detención contra vos.

Gonzalo puso su mano en la empuñadura de su espada. El alcalde le tranquilizó.

—No, no os preocupéis. No pienso detener a la princesa. —Miró a Isabel—. El pueblo no me lo permitiría: os adora… Y yo os debo un respeto por vuestro padre y por vuestra madre, que tan bien me trataron siempre. Por eso vengo a avisaros que debéis salir de aquí. Inmediatamente.

Gonzalo opinaba lo mismo.

—Hay que ir a Valladolid sin más demora.

—No —respondió el alcalde—. Si el rey ha dado esa orden, tendrá vigilados los caminos y no tardará en llegar el ejército… —Habló directamente a Isabel—: Debéis ocultaros. Hay un convento extramuros de monjas de clausura. Allí estaréis segura.

—Allí iré. Así ganaremos tiempo. —Miró a Gonzalo—. Id a Valladolid y decidle a Carrillo que necesito ayuda. Cuando estéis cerca de aquí, venid a buscarme. Será más fácil huir en un trecho corto. Y contra Carrillo no se atreverán a atacar.

Gonzalo partió al instante.

Isabel miró al alcalde.

—¿Cuidaréis de mi madre?

—No os preocupéis por ella. Yo respondo por su seguridad. Y conmigo, todos los pueblos de la región, a cuyos hombres he convocado.

Isabel abrazó al alcalde. Si un reino se medía por la lealtad y la nobleza de su hombres, Castilla sería grande con muchos como él.

Luego, tras despedirse de su madre y de Clara, marchó al convento. Se hizo acompañar del obispo Acuña, al que le dijo que necesitaba de orientación espiritual.

Isabel pensó que se estaba acostumbrando a mentir, pero no le quedaba otra solución: así Acuña no se enteraría de lo que estaba ocurriendo.

XX

Pacheco llegó a Madrigal con sus tropas, pero nadie reconoció haber visto a Isabel. Nunca un pueblo mintió como un solo hombre.

Rastreó cada palmo de la localidad y pueblos limítrofes… Hasta el convento de clausura donde Isabel se escondía. No pudo encontrarla: las propias monjas la ocultaron en un sótano camuflado, en el que la acompañó a la fuerza un Acuña que, entonces, se dio cuenta del engaño.

Parecía que Isabel nunca hubiera pisado Madrigal. Y Pacheco volvió a Segovia maldiciendo su suerte.

Al salir de su escondite, Acuña preguntó a Isabel qué estaba pasando.

—Nada que debáis saber. Mejor será que me contéis la vida de algún santo.

Acuña intentó escapar para avisar al rey. Los hombres de Madrigal lo llevaron de vuelta al convento.

Allí estuvo hasta que regresó Gonzalo. Llegó a caballo mientras las monjas cuidaban el huerto ayudadas por la propia Isabel, a la que se le iluminó la cara al verle.

—Señora, os traigo un presente del rey de Aragón y de su hijo, el príncipe Fernando.

Gonzalo sacó de la bolsa el collar que había sido de doña Juana Enríquez y se lo ofreció a Isabel, que se lo puso sonriente.

—¿Y Carrillo?

—Nos espera a unas siete millas de aquí. —Ahora quien sonrió fue Gonzalo—. Con trescientos hombres armados. Es hora de irnos.

Gonzalo le tendió la mano; ella le dio la suya y con la fuerza de su fiel amigo subió al caballo.

En ese momento llegó Acuña.

—Pero ¿qué sucede? ¿Adónde vais?

—Nada tengo que explicaros, pues soy libre. Libre de decidir mi vida, libre de escoger mi boda. Decídselo a quien se lo tengáis que decir.