9

—«De nuevo separados y otra vez es la mujer temerosa quien se dirige a vos, no la reina de voluntad severa. La esposa rendida a vuestro abrazo que, de saberlo perdido, en nada ni nadie encontraría consuelo».

Así se expresa Isabel en una carta destinada al rey Fernando, sin saber cuándo llegará a sus manos ni qué será de él.

—«Pienso en vos en la batalla y ruego a la bendita Virgen que os ampare bajo su manto, que os libre de todo mal. Pues no ha de quedar impune la afrenta de Alhama, pero no a costa de vuestro dolor, que es el mío. Permita Nuestra Señora que caiga sobre el infiel toda la ira de Castilla y volváis de la contienda salvo y victorioso».

Ignora la reina que en el momento en que escribe su misiva Fernando acaba de ser derribado de su caballo. Se encuentra inmerso en plena escaramuza con un grupo de soldados musulmanes a las afueras de Alhama. Maltrecho, Fernando se incorpora todo lo deprisa que su armadura le permite. Al levantar la vista ve que un soldado musulmán apunta su ballesta directamente hacia él.

El rey de Aragón no tiene modo de protegerse. Ya se dispone a recibir la flecha cuando un caballero castellano golpea violentamente con su espada al atacante y este muere en el acto.

El caballero que acaba de salvarle la vida se acerca a su soberano. Alza la visera de su yelmo y muestra su rostro al rey; es Gonzalo Fernández de Córdoba. Fernando le sonríe agradecido y sin perder más tiempo ambos vuelven a la lucha.

Alhama queda por fin liberada del cerco nazarí. Concluida la misión, Fernando ha emprendido camino de vuelta hacia la corte. En Córdoba, Isabel se ha encargado de organizar el recibimiento que merecen los héroes de la batalla. Bebidas frescas y alimentos abundantes aguardan su llegada.

—Ya han partido mensajeros con la noticia —informa dichosa la reina—. Pronto todo el reino sabrá de la victoria en Alhama.

—Los infieles empiezan a retroceder —celebra comedido fray Hernando—. Castilla debe dar gracias a Dios.

—Y a sus soldados —apostilla Isabel.

Justo entonces empiezan a escucharse los vítores en el exterior del alcázar. La reina no puede ocultar su ansiedad y se dirige a la entrada:

—Pero, sobre todo, a su rey.

Entra Fernando en el alcázar seguido por Gonzalo Fernández de Córdoba, el marqués de Cádiz y los soldados que más se han distinguido en el campo de batalla. Llegan agotados pero satisfechos.

—¡Alhama es nuestra!

Gonzalo y el marqués se inclinan respetuosamente ante la reina, un paso por detrás del rey. Isabel solo tiene ojos para su esposo. Va a su encuentro, emocionada.

—¿Por qué habéis tardado tanto en llegar? Temía lo peor.

Cierra la comitiva un grupo de sirvientes. Estos portan cofres repletos de armas, vasijas y platería musulmanas. A una seña de Fernando, los depositan ante la reina.

—El paso es lento cuando el botín es grande. Por cada espada que veis ahí, descontad cien enemigos.

Los recién llegados dan buena cuenta del refrigerio. Fernando se deja caer en un asiento y calma su sed con el vino que le tiende un sirviente. Fray Hernando se da cuenta de que está agotado.

—Dios está de nuestro lado —señala el fraile—, pero al parecer no resta brío a las espadas moras.

—Decís bien. Necesitaré tres días de sueño.

En segundo término, el marqués de Cádiz, tan cansado como el resto, come y bebe con ganas. Isabel se acerca a su esposo y comenta, solo para sus oídos:

—Así que el marqués cumplió su promesa y se unió a vos. ¿Ha visto la batalla desde la retaguardia?

—Nada más lejos, sus huestes han hecho mucho por el triunfo. Se nota que se curtieron bregando contra nosotros.

Después, alza la voz Fernando hacia el noble:

—Marqués, ¿contamos con vos para la siguiente incursión?

Rodrigo Ponce de León inclina la cabeza agradecido, dando rango de honor a la invitación.

—Será en dos semanas, a más tardar —proclama la reina—. No hemos de perder el impulso de esta victoria.

A Fernando el ímpetu belicoso de Isabel le sobresalta:

—¿Dos semanas? Suerte si en un mes he rehecho mis mesnadas.

El marqués de Cádiz, con cierta galantería, se acerca a la reina.

—Mi señora, soy de vuestra opinión. ¿Por qué esperar?

Fernando contiene el arrebato guerrero del noble:

—¿Queréis restaurar vuestro patrimonio a base de conquistas? Tenéis mi bendición… pero sin prisas.

Eso hace callar al marqués, pero también frustra las aspiraciones de su real esposa.

—No os beneficiaríais vos de tal imprudencia, sino el enemigo —concluye el rey—. Disfrutemos de esta victoria y no apresuremos la siguiente.

También en Granada se celebra la derrota de Muley Hacén y El Zagal en Alhama. Ahmed, el hijo de Boabdil, baila al compás de la melodía que un músico extrae de su arpa angular. El emir aplaude exultante su graciosa exhibición. A su lado, su esposa Moraima disfruta aferrada a él de la alegría reinante.

El emir y su familia son el centro de una reunión en la que están acompañados por su hermano Yusuf y varios nobles musulmanes. Disfrutan de ricos manjares y departen alegremente. Todos con un semblante muy distinto al de Aixa y Aben Hud cuando entran en el salón. Boabdil, pletórico, se dirige a ellos nada más verlos:

—Comed y bailad hasta que se ponga el sol. Vosotros más que nadie debéis alegraros de la derrota de mi padre.

A los recién llegados les ha chocado tanta algarabía. Pero más los desconcierta lo que la motiva:

—¿Celebráis la pérdida de Alhama?

Ante la pregunta de su madre, Boabdil asiente y acentúa su sonrisa. Aben Hud, indignado, da media vuelta y abandona la sala. Aixa hace un aparte con su hijo, disimulando su contrariedad:

—¿Qué emir se alegra de la victoria de un cristiano en su reino?

—Madre, el Muley solo piensa en vengarse de nosotros. Nuestra vida depende de que sea vencido.

—Pero tomasteis Granada para salvarla de los cristianos, no para competir con vuestro padre. Y los abencerrajes os apoyaron para resistir junto a vos frente a Castilla. En su mano está destronaros si no cumplís vuestra misión.

Boabdil asimila molesto los reproches de su madre:

—Lo sé perfectamente.

Aixa aún se acerca más a él. Baja la voz para hablarle prácticamente al oído:

—Pues no lo olvidéis. O un día tendréis a la reina Isabel a las puertas de la Alhambra y os encontraréis solo y desvalido ante ella.

Aixa sale en pos de Aben Hud, con intención de apaciguarlo. Boabdil se queda mirando a su hijo Ahmed, que sigue bailando despreocupado junto a su madre. Con un gesto enérgico, el emir ordena al músico que deje de tocar. La fiesta ha llegado a su fin.

Entre las esposas de un emir suele haber favoritas. Lo mismo ocurre con las plazas que posee. Lamenta Muley Hacén en la fortaleza de Mondújar la pérdida de Alhama con tanto énfasis como Boabdil la celebra. A su lado, El Zagal soporta con gallardía los cuidados de un galeno mientras le cose una herida en el brazo.

—Haremos que esta victoria se vuelva contra los cristianos —masculla Muley Hacén—. Atacaremos sin descanso hasta que lamenten haberla tomado. Mantenerla será su ruina.

—Y la nuestra.

Al emir desterrado le contraría el comentario de su hermano:

—¿No tenemos fuerzas para el asedio?

—Las tendríamos sobradamente si todos los musulmanes se unieran bajo vuestro mando. Y no será posible sin someter antes a Boabdil.

Calla Muley Hacén un instante. Luego niega con la cabeza, sin mirar a El Zagal.

—No pienso atacar a mi hijo. No será necesario. Caerá solo, cuando lo abandonen los abencerrajes.

El Zagal encaja con desagrado la negativa:

—A su lado están muchos de los que deberían estar con nosotros, no solo los abencerrajes.

—Pronto me echarán de menos. Incluso los que me temen.

—¿A qué esperáis? ¿A que la incapacidad de Boabdil los ponga a vuestros pies? Vayamos contra él cuanto antes.

—He dicho que le arrebataremos Granada sin empuñar una espada —zanja Muley Hacén—. No merece más.

El emir se retira. El Zagal se queda bajo los cuidados del físico. Malhumorado tras la charla, reacciona a sus curas:

—¡Cuidad vuestro pulso, maldito!

Hay un suplemento de solemnidad y ceremonia en la audiencia que Juan de Portugal mantiene con Beatriz de Braganza y Fernando de Braganza y Castro, duque de Braganza. Así lo perciben los nobles mientras el rey se dirige a ellos desde el trono:

—En tiempos de mi padre la casa de Braganza fue leal consejera del rey y muchos fueron los beneficios que por ello obtuvo.

—Lealtad que vos habéis heredado sin merma alguna —replica cortés doña Beatriz.

—En ello confío, pues veo llegado el momento de ponerla a prueba: es mi voluntad que restituyáis a la Corona parte de vuestras propiedades, plazas y fortalezas.

Las palabras del rey desconciertan a sus nobles interlocutores:

—¿Pretendéis expoliar a nuestra familia?

—¿Después de todo lo que hemos hecho por vos?

—¡Tan solo habéis cumplido con vuestro deber! —alega el rey—. ¡Clama al cielo que eso os haya convertido en la familia más poderosa del reino!

Beatriz de Braganza va a replicar con gesto agrio, pero el duque, más moderado, la retiene a tiempo:

—Alteza, recapacitad… No creéis un conflicto donde no lo hay.

—Yo soy el señor de los señores, no el sirviente de los sirvientes. Cederéis a la Corona lo que yo os demande.

—¿De lo contrario…? —pregunta su tía Beatriz.

—Se os juzgará por traición y seréis condenados.

La determinación de Juan de Portugal no permite duda alguna sobre el desenlace de tal juicio. De no cumplir los deseos del monarca, el duque y Beatriz se dan por sentenciados.

—Enhorabuena por vuestra victoria, mi señor.

Visita Pierres de Peralta al rey Fernando en Córdoba mientras este estudia un mapa del reino de Granada. Su mirada se mantiene fija en los alrededores de Loja.

—Cuesta defenderse de esos infieles… ¿Traéis noticias de Aragón?

—Todo parece minucia comparado con una guerra, pero vuestro reino está agitado. Días atrás, naves genovesas recalaron en Barcelona y saquearon el puerto. La ciudad reclama armas para su protección.

Fernando responde sin levantar la vista del mapa:

—Las que aquí tenemos ya son pocas para la contienda. Lo lamento, habrán de defenderse por sus medios.

Peralta se da cuenta del poco caso que le hace el rey:

—Alteza, vuestra campaña contra el infiel es admirable, pero también costosa en tiempo y dinero.

—Nada que no sepa. ¿En qué os incumbe?

—A mí no, a los nobles aragoneses que os sufragan. Temen que la guerra vaya para largo y los arruine, no teniendo aquí interés alguno.

—¿Eso dicen?

—Amenazan con retirar sus tropas.

Fernando contiene un juramento. Peralta insiste:

—Conocéis a vuestros nobles. Sabéis que al aragonés poco le importa el valenciano, y a este menos el catalán. Cada uno rema su propia nave.

—¿Ni siquiera tengo el respaldo de los catalanes? ¡Traicioné a los remensas a cambio de su apoyo!

—Mi señor, el que algo consigue pronto pide más.

Fernando vuelve la mirada al mapa, ante el que cavila, con rabia contenida.

—No se gobierna teniendo que pedir permiso. Un día serán ellos quienes me necesiten, y no al revés.

—Se me escapa cómo lo lograréis, alteza —suspira el navarro.

Fernando guarda silencio, pensativo. Finalmente, ordena:

—Dad con el paradero de Verntallat.

La orden ha pasmado a Peralta en un primer momento. Toda la noche ha estado el rey rumiando un plan para mantener a los nobles a su lado mientras busca el modo de darles el escarmiento que los ponga a sus pies definitivamente. Cuando Isabel despierta a primera hora de la mañana, Fernando ya está vestido. Contempla cómo despunta el día desde la ventana.

—Teníais razón. Nuestro siguiente ataque no debe esperar.

No oculta Isabel su sorpresa:

—¿A qué se debe este cambio de opinión?

—Los nobles aragoneses me apremian, temen perder sus fortunas si la campaña se alarga.

—¿Vais a ceder a sus presiones?

—Alhama ha sido una sangría para nuestras tropas, y más lo será mantenerla. El apoyo aragonés es vital. He de mostrarles que la victoria está a nuestro alcance.

—Sois el rey, exigid que os respalden sin más excusa que vuestra autoridad.

—Hoy tal cosa es imposible. Pero no será así para siempre… Se acerca el momento de hacer en Aragón lo que vos en Castilla…

—¿Por dónde pensáis empezar?

—Debo conseguir de Roma que en Aragón también sea el rey quien designe a los inquisidores. Ayudará a limitar el poder de los nobles.

Isabel asiente. Es una medida adecuada, como se está demostrando en su reino.

—El Papa no podrá negároslo.

Pero Fernando se da cuenta de que Isabel recela:

—Mi señora, clamabais por seguir hostigando al infiel. ¿Cuento con vuestro apoyo?

—Si os guían las prisas de otros y no vuestro convencimiento… No, no me complace del todo.

No obstante, horas después los reyes reúnen a sus consejeros para dar cuenta de su decisión.

—En siete días atacaremos Loja —proclama Fernando.

Gonzalo Fernández de Córdoba y Chacón se miran en silencio, igualmente confundidos por el viraje en la postura del rey. Chacón toma la palabra:

—Pero, alteza… ¿No es una incursión demasiado arriesgada sin habernos recuperado aún de Alhama?

—No os inquietéis, la ciudad será nuestra.

Gonzalo Fernández de Córdoba parece particularmente inquieto.

—Con todo respeto, mi señor; Loja no es una plaza sencilla. ¿No deberíamos avanzar hacia Málaga?

—¿Ponéis en entredicho mi decisión?

—Pensaba que después de Alhama tomaríamos Álora.

Isabel, aunque impertérrita y silenciosa, sigue el debate con suma atención. Fernando no esconde cuánto le molesta la reconvención del militar:

—Un soldado no piensa, actúa a las órdenes de su capitán. Por buen soldado que sea.

—No era mi intención ofenderos. Disculpadme.

—No es la plaza el problema, sino el plazo —zanja Chacón—. ¿Por qué no aguardar, como dijisteis?

Isabel y Fernando cruzan una rápida mirada. Ella se yergue, decidida, y anuncia:

—En siete días atacaremos Loja. Preparad lo necesario para que esta incursión llegue a buen fin. Y confiad en vuestro rey.

Pero tras la audiencia, al resguardo de otros ojos y oídos, Isabel recibe a Gonzalo Fernández de Córdoba en su alcoba.

—¿Deseabais verme?

Isabel asiente. Cierra el libro que estaba leyendo.

—Mi esposo me ha contado que le salvasteis la vida.

—Hice lo que cualquier soldado haría por su rey si le viera en peligro.

—Nunca hemos dudado de vuestra lealtad, y menos aún de vuestra amistad.

Gonzalo asiente, respetuoso. El rostro de Isabel adopta una expresión más grave.

—Pero mi esposo es el capitán general de los ejércitos. Os sugiero que no contravengáis sus planes en público.

—Mi señora… Me debato entre la obediencia y la necesidad de señalar una temeridad.

La sinceridad de Gonzalo queda fuera de toda duda, así como la nobleza de su espíritu. En ambos rasgos se apoya Isabel para sonsacar al militar sin ser desleal a su esposo:

—Seguís convencido de que no deberíamos atacar Loja.

—Es una plaza fuerte, bien defendida, su conquista requiere artillería que no tenemos, preparación… Y vuestras mesnadas apenas han recobrado el aliento.

Isabel oculta a Gonzalo que le ha contagiado sus dudas:

—No os reconozco, ¿tan clara veis la derrota?

—No temo por mí. Daría la vida por vos y por mi rey. Solo quiero evitaros una humillación.

Isabel toma de nuevo su libro, escudándose en él para apartar la vista.

—No comparto vuestros temores. Pero os prometo hablar con mi esposo. Podéis marcharos.

Isabel finge volver a la lectura. Gonzalo agacha la cerviz antes de salir. Ya sola, cierra definitivamente el libro. Está muy preocupada.

Sentada al lado de la infanta Isabel, Beatriz de Braganza lee en voz alta la crónica de Portugal de Fernando Lopes:

—«En el año 1287 de la era Hispánica termina la reconquista portuguesa con la toma de Faro…».

La infanta Isabel no puede reprimir un bostezo.

—Dudo que el secreto para ser una buena esposa esté en conocer a los antepasados de su marido. ¿Acaso espera tal cosa mi prometido?

Beatriz de Braganza se percata del aburrimiento de la infanta Isabel. Mira de reojo al guardia real que custodia la entrada. Cierra el libro y suspira:

—Querida, es simple contentar a un esposo.

La infanta Isabel, en su ingenuidad, la mira interrogante. Beatriz de Braganza sonríe y continúa:

—Habladle siempre con voz dulce y recibid con entusiasmo sus ideas, más aún si estas son necias o aburridas.

Asombra a la infanta Isabel el consejo. Beatriz de Braganza se explica:

—Nada detesta más un esposo que oír la verdad por boca de su mujer.

La infanta Isabel capta la picardía. Baja la voz la Braganza, cómplice:

—Y si además le besáis cuando no lo espere, se creerá amado como el que más.

Se percata entonces Beatriz de Braganza de que el guardia ha abandonado su puesto. Congela su sonrisa. A toda prisa, saca una nota del libro y se la entrega a la infanta.

—Hacedla llegar a la reina Isabel haciéndola pasar por vuestra, os lo ruego. Es urgente.

La infanta Isabel toma la carta pero no la guarda. Mira a la noble con la serenidad de una adulta.

—Quizá del amor lo ignore todo, pero algo he aprendido sobre la prudencia…

A Beatriz le sorprende la salida de la infanta Isabel. Ve cómo abre la nota sin inmutarse y lee. Antes de terminar, la infanta la mira, alarmada, y pregunta:

—¿El rey Juan os ha amenazado?

—Su alteza sufre un mal repentino: ambiciona ser el hombre más poderoso de Portugal. Y para ello pretende expoliarnos.

—Pero los Braganza sois demasiado importantes para que os someta.

—Es nuestra importancia la que nos convierte en la presa más ansiada de la rapiña.

Beatriz de Braganza mira hacia la puerta, temiendo la vuelta del guardia.

—Por favor, vuestra madre siente gran afecto por nuestra casa y sabrá interceder.

La infanta Isabel lo piensa. Por fin asiente y coge la nota justo en el momento en que el guardia real regresa. Beatriz se lo agradece con un gesto.

Esa noche, Juan de Portugal cena con Fernando y Beatriz. El rey engulle alegremente los manjares que le sirven.

—¿Habéis recibido el listado?

Los Braganza se mantienen impasibles.

—¿El listado de las propiedades que deseáis arrebatarnos? —pregunta el duque, aparentemente despreocupado—. Al poco de empezar a leer decidí que ese legajo mejor servía para avivar el fuego.

Juan de Portugal recibe la bravata con una sonrisa maliciosa. Su tía Beatriz tercia:

—Os ruego que no insistáis, alteza. Sabéis perfectamente que no tenéis derecho.

El rey Juan saca de entre sus ropas una carta. Beatriz de Braganza se queda muda: es la que entregó a la infanta Isabel.

—Yo también pensé en arrojar al fuego esta misiva.

A continuación, desliza la carta sobre la mesa hasta ponerla delante de los nobles. Aunque se saben descubiertos, estos guardan la compostura.

—Denunciar mi política ante un rey extranjero es traición… Pero os perdonaré si entregáis lo que os reclamo.

El duque se atreve a plantarle cara:

—¿Teméis que la reina Isabel sepa que codiciáis nuestros bienes?

—En absoluto. Os recuerdo que ella ha expoliado a sus nobles.

—Su excusa fue haber ganado para ellos una guerra —recuerda Beatriz, con intención—. ¿La vuestra?

El desplante de su tía ofende al rey:

—¿Cómo os atrevéis?

—Porque estamos fuera de vuestro alcance, alteza —aclara ella—. Era mi deseo que mi sobrina supiera de vuestras intenciones, pero los Braganza no necesitamos el amparo de Castilla.

—Ya lo tenemos… gracias a vos —aclara el duque.

—¿De qué habláis?

—De los acuerdos de paz que firmasteis con Castilla. El Tratado de Tercerías nos señala como tutores de la infanta Isabel.

—Y como tales, estamos bajo su protección. ¿Estáis dispuesto a romper el tratado con tal de expoliarnos?

En silencio, Juan de Portugal digiere la situación. Los Braganza se disponen a digerir la cena y abandonan la mesa del rey con toda su flema.

—Magnífico, el asado.

A solas, Juan de Portugal da un puñetazo sobre la mesa. Aún no ha dicho su última palabra.

—Estamos a tiempo de posponer el ataque.

Isabel mira con preocupación a su esposo mientras este se prepara para partir. Fernando descarta tal posibilidad:

—Echándonos atrás solo conseguiremos infundir dudas en las tropas… Y en quienes las ponen a nuestra disposición.

—Peor sería ser vencidos… Y mucho peor, perderos.

—No debéis preocuparos. Tomaremos Loja. No hay lugar para las dudas.

Fernando coge sus manos, más enamorado que persuasivo:

—Ahora toca creer ciegamente en la victoria.

Solo con sus rezos puede apoyar Isabel a su esposo en el lejano campo de batalla, donde, como Gonzalo Fernández de Córdoba anunció, será vencido de forma ostensible. La ofensiva contra Loja ha sido un desastre militar para los cristianos, y a su regreso a la corte, humillado y enojado, Fernando no encuentra alivio para su derrota:

—Perdonadme. En Loja he estrellado a mis huestes contra un muro.

Isabel le mesa los cabellos. Conmovida, le abraza por la espalda y apoya su rostro contra él.

—Sirva la derrota para obtener una lección.

—Lección que he traído escrita con la sangre de valiosos caballeros… El marqués de Calatrava entre ellos…

La amargura del rey parece inconsolable:

—Por ansiar la victoria he diezmado a los nuestros… Cuando más necesarios son.

Ante sus consejeros, Fernando reconoce su responsabilidad:

—Teníais razón. Solo yo soy culpable de este desastre.

Pero Gonzalo Fernández de Córdoba sorprende a todos al negar tajantemente tal afirmación:

—No, mi señor. Y permitid esta vez que os contradiga. No perdimos por vuestra culpa, sino por la garra del infiel. Y porque muchos huían en plena batalla…

—¿Por qué motivo? —se interesa la reina.

—A nuestro lado luchan más campesinos que soldados. Nadie les ha enseñado a soportar el miedo.

Chacón lo corrobora:

—Deberíamos contar con un ejército de oficio, con mesnadas que luchen por lealtad… Y por un salario.

—Exijamos entonces a las hermandades que se nos unan —propone Gonzalo—. A ellos poco hay que enseñarles.

Fernando está de acuerdo. Sin embargo, la solución debe ser más amplia si desean vencer al Islam.

—Nuestras armas han de ser más dañinas y poderosas. Las murallas de las plazas árabes ahora nos resultan insuperables.

—El artillero Ramírez encontrará la manera —apunta Gonzalo.

—Pero ¿cómo afrontaremos el gasto que suponen estas medidas… mientras mantenemos Alhama a salvo?

La pregunta de Gonzalo Chacón queda en el aire. A Isabel le provoca extrañeza:

—¿No es posible?

Fernando contesta a su esposa:

—Alhama exige grandes cantidades de alimento para los sitiados… Y armas y soldados para reemplazar a los que la guardan.

—Conservarla impedirá financiar las mejoras —aduce Chacón.

La reina anticipa la postura del consejo:

—¿Pensáis que debemos dejar caer la plaza?

Todos callan, con semblante amargo. Isabel se yergue, decidida.

—No. Me niego a perderla —replica ante el silencio de los suyos—. Los soldados no solo necesitan armas, también símbolos que les animen en su lucha. La resistencia de Alhama será un acicate para ellos.

Chacón acata la decisión de la soberana, pero la duda sigue en el aire:

—Entonces ¿de dónde saldrá el dinero para todo?

Para dar respuesta a la cuestión, los reyes deciden convocar al cardenal Mendoza y al inquisidor fray Tomás de Torquemada. Ante ellos exponen la situación:

—La guerra santa está minando las arcas de nuestros reinos y de aquí en adelante los gastos aún serán mayores.

—Ya hemos pedido préstamos a los nobles a cambio de futuras recompensas. También hemos subido sisas y alcabalas… Pero no es suficiente. Necesitamos que Su Santidad nos conceda una bula de cruzada.

Los clérigos reaccionan con relativa sorpresa. Isabel y Fernando continúan la exposición de su plan:

—Que nuestros súbditos puedan ver perdonados sus pecados a cambio de un donativo para la guerra.

—Y quienes no puedan pagar podrán obtener la misma gracia si se unen a nuestras huestes.

El cardenal Mendoza sonríe.

—Armas por almas. Lo acostumbrado…

—Eso no bastará —anuncia la reina—. La décima parte de las rentas eclesiásticas de Castilla, Aragón y Sicilia también financiarán la contienda. Pero un tercio de ese impuesto irá a las arcas de Su Santidad, para la lucha de Roma contra los otomanos.

Al cardenal le parece una maniobra con posibilidad de éxito.

—Haré lo posible por convencer al Santo Padre —acata el purpurado.

—Hasta entonces —se apresura a añadir Torquemada—, contad con los bienes incautados a los herejes.

Fernando le toma la palabra:

—Quizá fuera conveniente acelerar los procesos pendientes, ¿no os parece, fray Tomás?

El cardenal Mendoza se anticipa a la respuesta del inquisidor para advertir:

—Que la necesidad de recaudar con un fin justo no lleve a un inocente a la hoguera.

—Descuidad, reverencia —replica Torquemada—. Todos sabemos que en los inocentes la llama no prende.

Fernando se dispone a hablar, pero inesperadamente Isabel da por concluida la audiencia:

—Confiamos en vuestra intervención y sabremos agradecerla. Podéis marchar.

Una vez a solas, Fernando, extrañado y con cierto enojo, aborda a Isabel:

—¿A qué tanta prisa? Pensaba solicitar al cardenal que intercediera para reformar la Inquisición aragonesa.

—Lo sé. Pero no conviene atosigar a Roma, ni parecer distraídos de una guerra cuya financiación solicitamos.

—No hay distracción alguna.

—Os prometo que os ayudaré a conseguirla. Pero cuando el momento sea propicio.

Isabel zanja así la discusión. Fernando debe aceptar a regañadientes.

Horas después, el rey recibe a Pierres de Peralta en su despacho.

—Os creía en Aragón. ¿Habéis encontrado a Verntallat?

—Algún rastro tengo, mi señor. Pero he sabido de una noticia importante, de ahí que haya vuelto: el rey de Francia ha fallecido.

A Fernando le impacta la noticia. La desaparición de un enemigo siempre abre incógnitas y oportunidades.

—Lo supe por un emisario francés que está de camino. Viene a informaros, como es de rigor.

—Entonces ¿por qué os habéis molestado?

—Alteza, escuché comentarios de sus acompañantes y un rumor llegó a mis oídos.

—Grave ha de ser para forzaros a regresar a toda prisa.

Peralta asiente y prosigue:

—Se cuenta que el rey Luis, en su lecho de muerte, se arrepintió con lágrimas sinceras de haber arrebatado a Aragón los condados del Rosellón y la Cerdaña. Tras lo cual dio orden de devolvéroslos.

De todo cuanto pudiera acaecer al morir Luis de Francia, esto es lo más inesperado para Fernando.

—¿Y bien?

—Temo que la regente que le ha sucedido se niega a cumplir su voluntad.

El disgusto se apodera del ánimo del monarca:

—¡Negar la última voluntad de un rey! ¡Qué osadía! ¿Pretende impedir que Aragón recupere lo que le pertenece?

—Mi señor, olvidad a la regente; el rey Luis os ha legitimado para tomar de inmediato los condados. Es lo único que cuenta.

No le falta razón al navarro. Fernando acude presto al encuentro de su esposa y le revela el arrepentimiento del rey francés. A Isabel también le cuesta digerir el relato:

—Parece escrito por un romancero: el rey que antes de morir confiesa sus pecados…

—Peor que eso: me pone en un compromiso.

—¿Qué queréis decir?

—Sería de ley apoyarse en su arrepentimiento para reclamar los condados.

—Ni siquiera sabéis si la historia es cierta.

—¿Y si lo fuera?

—No podemos enviar fuerzas a otros frentes.

—Fuerzas que ya son escasas, lo sé tanto como vos. Pero ¿qué pensarán en Francia si tolero este abuso? ¿Qué pensarán los nobles aragoneses?

Isabel conoce la respuesta pero prefiere callar. Fernando responde a su propia pregunta con el gesto ensombrecido:

—Pensarán que renuncio a los intereses de la Corona de Aragón por derecho. Justo ahora, cuando más necesito imponer mi autoridad…

Antes de que puedan resolver el dilema, un agitado Gonzalo Chacón irrumpe en la estancia para anunciar:

—Teníais razón, al marqués de Cádiz le urge rehacer su patrimonio. Acaba de partir con un grupo de nobles hacia la Ajarquía.

El estupor hace presa en los reyes:

—¿Van a atacar sin nuestro consentimiento?

—Rogad para que salgan victoriosos —murmura Fernando—, pues no veo modo de soportar más pérdidas…

Isabel contiene su rabia:

—Ni un solo hombre acudirá en su ayuda si el marqués fracasa. Alhama ya tenemos una, no necesitamos más.

El propio marqués de Cádiz acude días después a informar de su aventura. De su desventura, por mejor decir. Un molido Rodrigo Ponce de León, con la armadura abollada y sucia, hinca la rodilla ante los tronos que ocupan Isabel y Fernando.

—Tenedme por único responsable de esta derrota, de los hombres capturados y…

La reina interrumpe la retórica del marqués:

—¿A cuántos hemos perdido?

—Dos mil.

Isabel cierra los ojos, como si hubiera recibido una estocada. Aún hay más, tal como expone el noble derrotado:

—Los cautivos… se cuentan por cientos.

Fernando se contiene a duras penas:

—Y el Señor os ha dejado escapar… ¡Cuán injusto!

El rey abandona el trono. El marqués ni se atreve a mirarle. Fernando tira de él para ponerlo en pie.

—¡Levantaos! ¡Jurad que velasteis más por vuestros hombres que por el botín de guerra! ¡Juradlo!

El marqués de Cádiz baja la cabeza. Los reyes comprenden que su sospecha es cierta. El noble trata de disculparse por todos los medios:

—Mi señora, asumo las pérdidas y…

—¡Las asume todo el reino! ¿Cómo afrontaremos la contienda sin esos hombres?

—No atacaré más por cuenta propia, os doy mi palabra.

—No la necesitamos, porque os aseguro que no obtendríais recompensa alguna. Y sin ganancia a la vista, vos nada arriesgáis.

Con una seña Isabel cede la palabra a Chacón. Este informa al marqués de las nuevas disposiciones reales:

—La Corona no reconocerá el derecho de conquista sobre ninguna plaza tomada mediante un ataque que no haya sido previamente aprobado por los reyes.

—Que todos lo sepan —apostilla la reina—, vos el primero.

El marqués de Cádiz se somete a la decisión real. No obstante, intenta aligerar su carga:

—Pagaré el rescate de los cautivos.

—Haced lo que consideréis oportuno. Pero no nos expondremos para liberar a quien nos desobedeció.

—Y rezad —sugiere Fernando amargamente—, porque ahora solo Dios puede impedir que el infiel complete nuestra desgracia.

No todos los caudillos infieles se recrean hostigando al vecino cristiano. En su cámara privada de la Alhambra, el emir Boabdil escribe versos. Reclinado, está concentrado en su texto. Disfruta el momento. Tras sorber un poco de té de hierbabuena, vuelve a escribir. Aixa entra en la estancia.

—Han traído un presente para vos —anuncia la madre del emir.

Dos sirvientes entran portando un baúl voluminoso y pesado. Boabdil lo recibe indiferente:

—¿Otra muestra de lealtad? Ocupaos vos, madre, estoy inspirado. Las palabras brotan solas a esta hora.

—Quien lo envía solicita que solo se os muestre a vos.

Boabdil deja el cálamo de mala gana y se acerca al baúl.

—Vamos, abridlo entonces.

Los sirvientes obedecen. Boabdil se asoma y ahoga un grito de horror: dentro hay numerosas cabezas cortadas de soldados cristianos, aún ensangrentadas. Al retroceder, horrorizado, Boabdil tira al suelo cálamo, tinta y pergaminos.

—¡Cerrad eso!

—¡No!

Aixa se aproxima lentamente al baúl, superando su aprensión y sus náuseas. Ha visto algo dentro. Haciendo gala de un aplomo admirable, coge un papel enrollado que hay entre las cabezas. Lo desenrolla y lee:

—«Cuando no haya más cuello cristiano que cercenar, iré a por el vuestro». La firma es de…

—¡Sé perfectamente de quién es! —interrumpe a gritos Boabdil—. ¡Os dije que mi padre me quiere muerto!

Boabdil cierra de un golpe el arcón que contiene las cabezas.

—Pero no pienso esperar sentado a que cumpla su amenaza. ¡Pronto será él quien me tema! ¡Atacaré a los cristianos! ¡Que todos vean el poder del legítimo emir de Granada!

La declaración inquieta a Aixa:

—¿Pensáis entrar en batalla?

—Todos me creen débil, ya es hora de demostrar que no lo soy. Una victoria contra el infiel y todo el Islam defenderá Granada junto a mí. ¿No era ese vuestro deseo?

En efecto, ese es el deseo último de Aixa. Pero madre e hijo no coinciden en el modo más conveniente de lograrlo:

—¿Por qué exponeros? Vuestro es el gobierno. De los abencerrajes, la responsabilidad en la batalla…

—¡Dejad de despreciarme!

Boabdil ha perdido los nervios. Aixa calla, más sorprendida que amedrentada.

—¡Los pueblos solo aman a sus gobernantes cuando estos vencen con la espada! —arguye Boabdil fuera de sí—. ¿A qué rey se le admira por sus poemas?

Aixa, imperturbable, musita:

—Vuestro padre ha conseguido lo que deseaba: provocaros. Quiere llevaros al terreno que él domina. El de la guerra. El de la tiranía. El terreno en el que vos seguramente fracasaréis.

Boabdil parece desconcertado. Aixa concluye:

—Sois inteligente. Más que él. En vuestras manos está entrar en la jugada… o no.

Luis de Amboise, obispo de Albi, es el emisario que la Corona francesa envía para hacer partícipes a los reyes del fallecimiento del monarca galo. Isabel y Fernando almuerzan con el eclesiástico, que no elude comentar el infortunio de la campaña contra Granada:

—Lamento los últimos reveses en la guerra contra el infiel. Francia respalda vuestra cruzada. Debo transmitiros la admiración de la regente…

Incomoda a la reina la mención de la realidad en labios extranjeros:

—No hablemos de nuestros apuros. Es tiempo de honrar la memoria de vuestro rey y enviar consuelo a los vuestros.

—Ciertamente.

—Decid, monseñor, el rey Luis… ¿sufrió mucho antes de morir? —inquiere Fernando—. ¿Tuvo ocasión de poner su alma en paz?

Isabel y Fernando esperan la reacción del religioso. Este, veterano diplomático, permanece impertérrito.

—He venido a informaros del fallecimiento, pero pensaba ahorraros los detalles luctuosos.

—Descuidad, ambos hemos vivido de cerca la muerte de personas muy queridas —aclara la reina—. ¿No dijo nada al despedirse, entonces?

—Lo usual en estos casos…

Fernando presiona al obispo:

—¿Seguro? ¿O acaso es usual en Francia que un siervo de Dios mienta sobre las últimas voluntades de su soberano?

Luis de Amboise se siente acorralado. Finalmente, cede y confiesa:

—¡No sé cómo lo sabéis, pero sí! Antes de morir, el rey se arrepintió de la toma del Rosellón y la Cerdaña.

Isabel y Fernando acusan la confirmación de la noticia. Isabel sabe lo que eso implica, y se anticipa a Fernando:

—Entonces también será cierto que la regente se niega a devolver los condados. Vos debéis saberlo, ¿no os nombró el rey Luis su lugarteniente en la región?

El obispo le da la razón, incómodo:

—Siento habéroslo ocultado. Entendedme, ¡no deseo otra contienda entre Francia y Aragón!

Fernando no aguanta más:

—¡Seré yo quien decida si debo reclamar esas tierras por la fuerza!

Isabel y el enviado francés aguantan la respiración. Fernando guarda silencio unos segundos, los que bastan para que la sombra de la guerra pase de largo:

—Mas no lo haré. Para vuestra suerte, la nuestra en el sur está siendo aciaga. Castilla no puede prescindir de las tropas aragonesas en un momento así.

La resolución de Fernando sorprende y alivia a sus interlocutores. El rey, no obstante, advierte que su decisión tan solo implica un retraso, no una renuncia:

—Decid a la regente que antes o después recuperaré los condados. Juro que cumpliré el empeño de mi padre. Y él descansará por fin en paz.

Por debajo de la mesa, Isabel toma la mano de su esposo y la aprieta, conmovida. Alaba la decisión de Fernando de postergar la reconquista de los condados, pero le afecta sabiendo que su esposo sufre por ello. No solo el alma de Juan de Aragón descansará en paz cuando Fernando cumpla su promesa.

Despide Isabel personalmente al obispo de Albi antes de emprender viaje. Aprovecha el momento para subrayar el gesto de Fernando:

—Confío en que Francia valore la renuncia de mi esposo.

—Demuestra buena fe e inteligencia, sin duda. Como vos al perdonar a vuestra rival, Juana…

Isabel escucha intrigada a Luis de Amboise, pues no sabe a qué se refiere.

—Celebro que hayáis permitido su boda con el rey de Navarra, Francisco de Foix.

Isabel encaja estupefacta la noticia. El obispo de Albi no deja de celebrar la magnanimidad de la reina:

—Un gesto muy humano. Más teniendo en cuenta que el matrimonio vulnera vuestros acuerdos con Portugal.

—Siento decepcionaros —interrumpe Isabel—, pero habéis tomado por cierto un rumor malicioso. Juana vive ahora en la paz de la clausura, en cumplimiento del tratado al que aludís.

La turbación del obispo es máxima al darse cuenta de que ha hablado de más:

—Dios no quiera que mi indiscreción cause conflicto diplomático alguno entre vuestros reinos.

Isabel comprende que el obispo da por hecho el enlace:

—¿Insinuáis que ese compromiso es cierto, monseñor?

—Alteza, fue el propio rey Juan quien lo comunicó a la corte francesa.

El enojo se apodera de la reina, como cada vez que la muchacha se convierte en un problema para ella… Y para Castilla.

—Que haya de enterarme por terceros de que Portugal arriesga la paz entre nuestros reinos…

Isabel consigue controlar su ira:

—Enviaré a Sintra a mi mayordomo. Que se informe en persona. Si el rey Juan pretende burlarme, muestra no saber a quién se enfrenta.

La siguiente etapa del enviado francés también termina en la corte portuguesa. Tiene gran interés Luis de Amboise en llegar antes que Gonzalo Chacón, pues no ha sido la indiscreción lo que ha motivado que Isabel se enterara de la próxima boda de Juana. Ni la indiscreción, ni la inocencia.

—La reina reaccionó como habíais previsto.

Su interlocutor, Juan de Portugal, sonríe satisfecho al escucharlo. Deja de lado los mapas en los que está trabajando.

—Pronto un emisario castellano vendrá a informarse —avisa el francés—, ¿qué le diréis?

—Me mostraré desafiante. Castilla no tardará en reclamar a la infanta Isabel. Cuando eso ocurra, tendré a los Braganza a mi merced.

Tal es el objetivo del ambicioso Juan de Portugal: despojar a los nobles de la protección del acuerdo de tercerías. Pero la maniobra es arriesgada, como bien señala el obispo de Albi:

—¿No teméis provocar un conflicto? La reina es poco dada a tolerar afrentas.

—Bastante preocupación tiene con su cruzada contra Granada. Dudo que aspire a más.

—Sí, no parecían satisfechos con la contienda…

—Además, nuestros acuerdos de paz van mucho más allá. Y a Castilla le cuesta una fortuna mantener a la infanta en Portugal.

De pronto, la sombra de una duda recorre la mente del francés. ¿Es todo una maniobra de Juan de Portugal? ¿Lo ha utilizado para difundir una mentira? Al obispo le urge resolver la duda de inmediato:

—Disculpad, alteza pero… es cierto que Juana y Francisco de Foix se van a casar, ¿verdad?

—¡Ciertamente, monseñor! Para su felicidad y para la nuestra. ¡Francia y Portugal unidos en Navarra! ¡Una brecha en pleno corazón de Castilla!

El rey recorre con su mano el mapa de la Península hasta llegar al reino transpirenaico.

—Navarra como punta de lanza… Brillante —celebra el clérigo, convencido.

Juan de Portugal no puede reprimir una media sonrisa.

—Todos ganamos con esta boda. Menos los Braganza, claro…

Las gestiones del cardenal Mendoza ante el Vaticano han tenido éxito: Roma permitirá financiar la guerra contra el infiel a cambio de indulgencia. La satisfacción del purpurado al comunicárselo a Isabel es palmaria:

—Su Santidad ha tenido a bien concederos la bula de santa cruzada. Ha accedido a todas vuestras condiciones.

Isabel respira aliviada. El cardenal entrega el legajo que así lo acredita. La reina repasa el contenido.

—No puede llegar en mejor momento. Sin la bula la guerra estaba perdida.

El inquisidor Torquemada también celebra la noticia:

—El Papa, como todo buen cristiano, reconoce el valor de vuestra empresa.

—Enviaré a Talavera a dar cuenta de ella por todo el reino —anuncia Isabel—. Que la recaudación comience de inmediato.

Se acerca al cardenal y estrecha sus manos.

—Reverencia, Castilla está en gran deuda con vos.

—La diplomacia es mi otra espada contra el infiel.

—¿Podríais empuñarla de nuevo para que Aragón tenga una Inquisición como la castellana?

La propuesta coge por sorpresa a los religiosos.

—Es de justicia que Roma lo permita —alega Isabel—. Y mi esposo merece una recompensa a su sacrificio; a pesar de ser la ocasión propicia, ha renunciado a tomar el Rosellón y la Cerdaña por no abandonar la guerra santa.

—Dejadlo en mis manos —solicita Torquemada—. La Inquisición es mi causa, me presentaré vivamente interesado en la concesión.

—Os lo agradezco, fray Tomás. Confío en vos, y vos confiad en que también seréis recompensado.

También han llegado a Isabel noticias de Portugal, pero estas son menos jubilosas. La reina, sumamente enfadada, muestra a Fernando la misiva de Chacón.

—El rumor es cierto: Juana se desposará con Francisco de Foix. Ya ha perdido una guerra. ¿Cómo se atreve a romper las capitulaciones?

Fernando lee la carta de su enviado mientras reflexiona en voz alta:

—La cuestión no es el cómo, sino el porqué. Temo sus intenciones con Navarra.

—Se atreve porque sabe que Granada consume nuestros esfuerzos.

—En eso está en lo cierto, no podemos replicar como es debido.

—Ni una lanza se precisa para responder a tal desafío. Nuestra hija volverá a Castilla; mientras permanezca en pie el compromiso de Juana, el tratado queda roto.

Fernando apostilla, esbozando una sonrisa:

—Y el millón y medio de maravedíes que nos cuesta se empleará en artillería, que falta nos hace.

—Pero aún debemos impedir el matrimonio de la muchacha con el francés.

—¿Cómo pensáis hacerlo?

Isabel medita.

—Pidamos a Roma una bula para que Juana no pueda abandonar el convento.

A Fernando le parece buena idea:

—Eso evitaría esta boda y la amenaza de otras.

—La solicitaremos. Mientras tanto, recuperemos a nuestra hija.

Desde Sintra, Gonzalo Chacón organiza el regreso de la infanta con suma diligencia. Cuando la infanta llega a la corte, se abraza emocionada a su madre. Isabel la separa de sí para contemplarla. Verla tan mayor la conmueve.

—¿Dónde está la niña que dejé marchar hace cuatro años?

Madre e hija se abrazan de nuevo, felices. Isabel se percata entonces de la presencia de Beatriz de Braganza y acude a su encuentro.

—Doña Beatriz, os agradezco que hayáis acompañado a mi hija en tan largo viaje.

Beatriz de Braganza tiene el semblante sombrío. Tras besar la mano de la reina, la portuguesa explica la razón de su aparición en Córdoba:

—Temo que no estoy aquí por ese motivo, alteza. He aprovechado el viaje de la infanta para huir de la corte. Al romperse el tratado de tercerías, los Braganza hemos quedado desamparados, tal como el rey Juan quería.

—No os entiendo.

—Lleva tiempo tratando de cercenar nuestro poder. Y ahora podrá hacerlo.

—¿Queréis decir que, sin yo saberlo, he servido a los planes del rey contra vos?

—Desconozco si anunció el desposorio de Juana con tal fin, pero lo cierto es que la jugada ha dado el fruto que perseguía.

La reina no da crédito a lo que oye. De ser cierto, Juan de Portugal sería un manipulador temible. Beatriz de Braganza toma las manos de Isabel, con cierta angustia.

—Al menos he podido escapar para pediros asilo. No sé qué va a ser de mi familia ahora…

—Castilla es vuestra casa —afirma solemne Isabel—. Menos no puedo hacer, habiendo ocasionado sin querer vuestra ruina.

Beatriz de Braganza besa la mano de la reina, emocionada.

—Gracias, alteza. Haré venir a mi hijo y a quienes aún puedan huir de Portugal.

La infanta Isabel llama la atención de su madre:

—¿Dónde está mi padre? ¿Acaso no quiere verme?

Fernando de Aragón se encuentra en tierras catalanas, aunque pocos lo saben; solo Peralta y una escolta reducida, la que le acompaña a la posada semidesierta donde Verntallat aguarda a un supuesto espía infiltrado en la casa del nuevo señor de Castellfullit. Cuando el recién llegado descubre su rostro, Verntallat comprende:

—Debí adivinar que se trataba de un ardid.

Verntallat pretende oponer resistencia al previsible arresto. Fernando detiene la reacción de sus guardias, y toma por el brazo al fugitivo.

—Comprendo vuestro rencor —dice—, pero os pido que me escuchéis lo que tarda en beberse un terrazo de vino.

—Pedidme perdón antes, a mí y a todos los que traicionasteis —exige Verntallat, retador—. Sé que nunca lo haréis.

Fernando lo libera. Sostiene su mirada al pronunciar:

—Perdonadme.

Acto seguido, le ofrece asiento. Aunque con parsimonia y gesto desconfiado, Verntallat se sienta frente al rey.

—He venido a deciros lo que ya sabéis.

—Mal empezamos, pues —ironiza el catalán.

—Autoricé los malos usos porque necesitaba el apoyo de los nobles en Granada. Pero las cosas han cambiado. Roma nos ha concedido una bula que deja su ayuda en minucia. Ahora soy libre de obrar sin su respaldo.

Nada de eso impresiona a Verntallat.

—¿Qué les va a los míos en vuestras cuitas?

—Vuestras pretensiones son justas. Mi primera decisión en vuestro favor será daros licencia para que os reunáis libremente.

—Poco menos que una limosna… Somos esclavos debido a los malos usos. Si los mantenéis nos levantaremos en armas contra los señores.

—Mi segunda decisión será permitir ese levantamiento.

No es capaz el militar de disimular su sorpresa. Fernando expone a Verntallat sus intenciones:

—Lo haré por los remensas, pero también por mí. Quiero que los nobles vengan de rodillas a pedir mi ayuda.

—¿Cómo sé que decís la verdad?

—Porque os estoy dando mi palabra.

Una mueca de escepticismo deforma el rostro del catalán. Fernando insiste:

—Lo juro por el alma de mi madre, a quien tanto amamos vos y yo.

Verntallat y Fernando se miran en silencio. Ambos conocen el calado de ese juramento. Ambos saben que ninguno juraría en vano por el alma de doña Juana Enríquez, a quien Dios tenga en su gloria.

En su periplo recaudador, fray Hernando de Talavera se ha desplazado hasta Alcalá de Henares. El objetivo de la visita es entrevistarse con el arzobispo Alonso Carrillo. Tras una espera obligada que el fraile daba por descontada conociendo al personaje, Talavera es conducido ante el arzobispo.

Talavera entra con curiosidad en la estancia. Está mal iluminada, a pesar de que el sol luce al otro lado de los vanos que permanecen cubiertos y cerrados. La sensación de agobio se multiplica porque la cámara está llena de objetos. Hay libros amontonados, la mayoría con una capa de polvo por encima. Sobre una mesa, abiertos en páginas señaladas, tratados de alquimia rodeados de instrumentos y materiales más propios de un nigromante que de un prelado. Talavera avanza hacia un sillón situado frente al único ventanal por el que penetra un rayo polvoriento de luz. En el sillón, la silueta de un envejecido Carrillo le da la espalda.

—Supongo que vuestro sirviente os ha anticipado la razón de mi visita. Organizo la recaudación según la bula de cruzada concedida por Roma…

La tos seca y violenta del arzobispo interrumpe la explicación del fraile. Talavera tiene ocasión ahora de contemplar a su interlocutor. A fray Hernando le sorprende la gran decadencia física y anímica de quien fuera hombre tan temible y poderoso. La tos no cesa. Carrillo ofrece asiento a Talavera con un gesto desdeñoso mientras recobra el aliento. Talavera se sienta y aguarda. Por fin su eminencia reverendísima se recompone y murmura:

—¿No os basta con saquear a los conversos antes de prender la hoguera?

—Los autos de fe no se hacen con fines recaudatorios.

—El fin siempre es el mismo, querido amigo. Que no os engañen unas diligencias de más o de menos.

—Sé que no compartís la causa de la Inquisición… ¿Tampoco la guerra santa?

—¿No escribisteis vos un catecismo bienintencionado para conversos descarriados?

—Bienintencionado y quizá ingenuo.

—Toda causa, por justa que sea, conlleva injusticias. Vos, que sois converso y letrado, deberíais saberlo.

Talavera aparenta darse por vencido:

—En mi ingenuidad pensaba convenceros para que apoyéis la cruzada de quien fue vuestra discípula.

—Intentadlo una vez más.

Comprende Talavera que el arzobispo, aislado y enfermo, no tiene demasiadas oportunidades para la diversión. Su presencia le brinda una nada desdeñable. El fraile acepta el envite:

—El turco amenaza Europa y Castilla es el muro que puede contenerlo. O contribuimos todos, o acabaremos en manos del Islam.

—Decid mejor que la reina de Castilla no puede tolerar que el Islam haga sombra a su grandeza.

Carrillo vuelve a toser con fuerza. Su rostro se congestiona. Los ojos pugnan por abandonar sus órbitas. Parece al borde del ahogo. Talavera calla, impresionado. No quiere el arzobispo seguir mostrándose tan vulnerable ante el enviado de Isabel. Gesticula y farfulla con el escaso aliento que le queda en los pulmones:

—Mi sirviente os entregará la cantidad que hayáis dispuesto.

Fray Hernando de Talavera asiente, agradecido. Antes de irse, se atreve a preguntar.

—¿Estáis convencido? ¿O tan solo pretendéis libraros de mí?

Carrillo se recupera de la tos lo suficiente para contestar:

—Coged las treinta monedas antes de que me arrepienta…

Talavera se levanta y va a salir. Sin mirarlo, Carrillo murmura:

—Sois menos ingenuo y bienintencionado de lo que aparentáis.

Otro violento acceso de tos hace callar al prelado. Antes de cruzar el umbral, Talavera se gira hacia él. Mira con conmiseración al arzobispo mientras le viene a la mente el verso de Virgilio: «Omnia fert aetas, animum quoque».

—Alteza, las huestes de Boabdil han atacado Lucena.

La reina Isabel no da crédito a la noticia que Gonzalo Fernández de Córdoba comunica.

—¿Boabdil? ¿Boabdil nos ataca?

—Por primera vez. Dicen que anda escaso de talento militar, pero sabe escoger el momento.

—No podría ser más inoportuno. Aún es pronto para convertir el dinero de la bula en armas y hombres.

—Mi señora, os ruego que no os precipitéis en la represalia, bastante tenemos con mantener Alhama.

La advertencia llega a molestar a Isabel; Castilla ha aprendido la lección.

—¿Proponéis acaso que la dejemos caer, sin más?

Gonzalo niega.

—No es posible arrebatarles Lucena por la fuerza. Pero quizá haya otro objetivo a nuestro alcance.

Isabel intenta adivinar qué pretende Gonzalo. El plan del caballero tomará forma días después, en las inmediaciones de la villa, adonde Isabel envía un pequeño ejército que se enfrenta al atacante musulmán. Allí, Boabdil y Aben Hud siguen el transcurso de la refriega desde la seguridad de un montículo alejado. Aixa ha exigido al abencerraje que impida a su hijo el emir participar en escaramuza alguna. Por grande que sea su deseo de responder al desafío de Muley Hacén para demostrar que puede ser un guerrero tan valioso como él, Boabdil no pisará el campo de batalla. Tal ha sido el compromiso de Aben Hud.

El joven emir se ha pertrechado convenientemente para la ocasión. Su estampa, a lomos de un corcel blanco, es imponente. Pero la pasividad ante la acción militar lo desespera:

—¡Deseo entrar en combate!

—Aprovechad la distancia y aprended de la batalla.

Boabdil observa con acierto que el enemigo retrocede con facilidad ante el empuje de los suyos.

—¿Son estas las temibles tropas castellanas? Ninguno de esos soldados cristianos me causa respeto. Parecen torpes y desorganizados.

Aben Hud también se ha percatado, pero el abencerraje prefiere ser prudente:

—No os confiéis. Tantas facilidades son sospechosas.

Lo que ve Boabdil en el campo de batalla le provoca una feliz sorpresa:

—Mirad, ¡se retiran!

Un caballero musulmán galopa hasta su posición.

—¡La victoria es de Alá! —anuncia—. ¡La victoria es de Alá!

Boabdil no cabe en sí de gozo:

—He ganado. ¡He ganado!

El caballero vuelve grupas. Al emir le urge proclamar el triunfo entre sus soldados. Sin previo aviso, espolea su caballo y sigue al emisario. Aben Hud no tiene tiempo de reaccionar:

—¡¿Adónde vais?! ¡Deteneos!

—¡A disfrutar de mi primera victoria!

A una seña de Aben Hud, dos caballeros abencerrajes siguen de inmediato al emir. Pero Boabdil se aleja despreocupadamente con tan buen ritmo que se libra de su custodia. Apenas ha avanzado un centenar de metros, escucha a su espalda un grito ahogado. Se vuelve y ve con horror cómo Gonzalo y un reducido grupo de caballeros castellanos han cortado el paso a los abencerrajes que intentaban darle alcance. Sin mediar palabra, los cristianos han acabado con sus vidas. Aben Hud, más retrasado en su persecución, se detiene. Antes de huir de la emboscada y viendo al emir paralizado, grita hacia él:

—¡Huid, maldita sea, huid!

Pero cuando Boabdil reacciona es demasiado tarde. Otros caballeros castellanos le han tomado la retaguardia. Se ve obligado a parar en seco. Está rodeado. Todos a un tiempo lo amenazan con sus armas.

—¡Descabalgad!

Boabdil obedece la orden de Gonzalo. Está a merced de las espadas castellanas.

—¡Daos preso en nombre de Castilla! ¡Sepa Granada que ha perdido a su emir!

Aún consigue Boabdil ver a Aben Hud perderse en la lejanía. Está terriblemente solo. Mira a Gonzalo y musita:

—Yo no soy Boabdil.

A Gonzalo se le escapa una sonrisa.

—¿Quién, si no, acudiría a la batalla con una armadura que más se asemeja a las joyas de una mujer caprichosa? ¿Sabéis de soldado alguno que termine el combate con las ropas inmaculadas?

—¡Os digo que no soy Boabdil!

Se hace el silencio. Gonzalo hace ademán de dudar. Más serio, amenaza al prisionero:

—¿Solo sois un cualquiera? Morid sin ceremonias, entonces.

Gonzalo levanta la espada con intención de hacerla caer sobre la testuz de Boabdil. Este, temiendo ser alcanzado por el acero, se protege con su brazo y grita amedrentado:

—¡Lo soy! ¡Soy el emir! ¡Lo soy!

El desenlace de la batalla de Lucena llega antes a oídos de El Zagal que a los de Isabel de Castilla.

—Noticias de vuestro hijo. Se diría ansioso por daros la razón.

Muley Hacén sonríe. Daba por hecho que Boabdil, sabiéndose más débil que él, sería víctima de sus intentos de demostrar lo contrario. Que haya caído tan pronto en manos de los cristianos supera todas sus expectativas. Es hora de ajustar cuentas. Y conviene hacerlo sin tardanza.

Han pasado los días y en Granada siguen sin noticias de Boabdil y Aben Hud. Con evidente preocupación, Aixa ordena a su hijo Yusuf que envíe otro mensajero a Lucena. Pero Yusuf no llega a salir de la estancia; cuando va a hacerlo, se interpone en su camino Muley Hacén. El emir desterrado entra con paso firme, seguido de El Zagal, mientras su escolta se encarga de reducir al joven. Palidece Aixa, estupefacta, mientras Muley Hacén la pone al tanto de la situación:

—Boabdil es ahora prisionero de Castilla.

Pocas esperanzas mantenía Aixa de que la aventura de Lucena hubiera concluido con buen fin. Pero tampoco esperaba un resultado tan aciago. Mucho menos el golpe de mano de su esposo, que ahora contempla satisfecho la estancia.

—Este alcázar vuelve a su legítimo dueño… Como Granada entera.

Zoraida entra altiva en la sala cuando Aixa se arrodilla ante el emir. Temblando, pero sin perder la entereza, Aixa ofrece su cuello.

—Os ruego que mi final no sea tan cruel como prometisteis. No prolonguéis mi agonía si conserváis algún recuerdo agradable de nuestra vida juntos.

Con un gesto, El Zagal anima al emir a cumplir cuanto antes el deseo de la esposa humillada. Pero Muley Hacén únicamente la maldice, mirándola con desprecio:

—Ojalá viváis cien años de destierro y deshonra.

A una seña del emir, sus huestes rodean a la familia rival; su propia familia. Se llevan presos a Aixa, Yusuf, Moraima y al pequeño Ahmed, que llora asustado. Alejándose, el llanto del niño se acrecienta. Extrañamente, Muley Hacén parece no ser capaz de soportarlo.

—Que calle ese niño. ¡Que calle ya!

El emir se lleva la mano a la cabeza. Se marea, parece que va a perder el equilibro y se apoya en una columna, con expresión ausente. Zoraida se acerca a él de inmediato.

—Esposo mío, ¿os encontráis bien?

Muley Hacén agita la mano, restando importancia a su mal. Pero a nadie convence. A El Zagal menos que a nadie, pues se vislumbra una rara inquietud en su mirada.

—Soltadlo. Que se presente ante mí por su propio pie.

Los soldados castellanos obedecen a su reina. Isabel ve cómo Boabdil se acerca con la mirada huidiza, humillado, y sonríe, orgullosa de Gonzalo y sus hombres.

—Sabía que podía confiar en mis mejores caballeros. Ellos solos acaban de decantar la guerra a mi favor. Que una torre lo acoja y diez soldados lo guarden.

La sentencia de Isabel incrementa la inquietud de Boabdil. Los soldados se llevan escoltado al prisionero. Isabel y Gonzalo se quedan a solas.

—Hemos perdido Lucena, pero nunca una derrota ha sido más provechosa, gracias a vos. Sin embargo, no os daré tiempo para el descanso.

Isabel sorprende al militar con la nueva misión que le encomienda:

—Ahora debéis ir al encuentro de Muley Hacén.

Juan de Portugal ha recibido en Sintra una noticia que descabala sus planes. Y la nueva viene envuelta en circunstancias sospechosas: Francisco de Foix ha muerto en su castillo de Pau. Se dice que el rey de Navarra tocaba la flauta, como era su costumbre, y se supo emponzoñado. Ni tiempo para preparar los antídotos hubo. El desdichado agonizó repitiendo las palabras del Evangelio: «Regnum meum non est de hoc mundo». Otros no creen tal versión y achacan el fallecimiento al frío padecido durante el viaje desde Pamplona. Lo único seguro es que el prometido de Juana la Beltraneja no podrá acudir a la boda. Y no duda el soberano de Portugal en acusar a sus principales sospechosos:

—¡¿Cómo habéis osado?!

El duque de Braganza, realmente desconcertado, ve cómo el rey se le viene encima, furioso:

—¿He de creer que Francisco de Foix ha muerto por casualidad, justo antes de casar con Juana?

—¡Me ofende que sospechéis que tengo algo que ver!

—¿A quién más beneficia su muerte, salvo a los Braganza? ¿Qué pretendíais, sino volver a custodiar a la infanta de Castilla y seguir bajo su protección?

Cauto y digno, el duque de Braganza rechaza la acusación:

—Lo siento por ese joven. Y lo celebro por los míos.

Pero Juan de Portugal no está dispuesto a renunciar a sus propósitos. Se planta ante el duque, amenazador:

—Quizá no tengáis nada que ver. Quizá la muerte del rey de Navarra se haya debido a causas naturales. Pero si pensáis que la fortuna va a apartarme de mi empeño, os equivocáis.

También en la corte castellana se ha recibido la noticia. Ha querido Isabel comunicarla personalmente a su tía Beatriz:

—Que Dios me perdone, pero os tengo que dar con alivio la noticia de un fallecimiento, el de Francisco de Foix.

A la noble le sorprende la noticia:

—¿El prometido de Juana? ¿A manos de quién?

Tampoco Beatriz de Braganza considera la muerte natural como la primera de las opciones. Isabel, desconocedora de los detalles y sin un claro sospechoso, opta por otro tipo de explicación:

—De un destino que vio injusticia en las consecuencias de su casamiento…

Isabel y Beatriz se miran en silencio, sin evidenciar nada. A la portuguesa le asalta una duda:

—Entonces ¿debo regresar con vuestra hija a Portugal?

—No… hasta que Roma decrete la clausura de Juana.

Las tropas de Muley Hacén han dado con Aben Hud. Lo han atrapado vivo, como era voluntad del emir. Ahora el abencerraje está de rodillas en el mismo patio de la Alhambra que fue escenario de la masacre de sus hermanos de clan. Tiene las manos atadas a la espalda. Tras él, la guardia del emir lo custodia.

—No sabéis cuánto he echado de menos este lugar —suspira Muley Hacén ante su prisionero.

—Si vais a matarme, ahorradme la poesía.

Muley Hacén parece aceptar la voluntad del abencerraje. A una seña del emir, uno de los guardias que lo custodian saca su daga. Aben Hud cierra los ojos, a la espera del tajo mortal. Pero el guardia desgarra sus ataduras, para gran sorpresa del cautivo. Aben Hud mira al emir en busca de una explicación. Muley Hacén se da cuenta:

—Os tengo por un hombre lúcido…

Aben Hud calla, aún incrédulo. Se frota las muñecas castigadas. Un sirviente le ofrece un cacillo con agua del que el abencerraje bebe con avidez. El emir expone sus razones:

—Nos matamos entre nosotros mientras el infiel nos amenaza, ¿por qué? ¡Alá querría vernos luchar unidos!

—La unión no garantiza la victoria. Los cristianos aún son temibles.

—Hoy mismo recibiré a un emisario castellano. Le propondré un acuerdo de paz tan generoso que no podrá rechazarlo.

—El infiel quiere echarnos al mar —murmura Aben Hud—. Nunca aceptará.

—Tampoco nosotros. Durante la tregua nos rearmaremos. Llegarán tropas desde África.

Al emir le enardece su propio discurso:

—Luchamos por nuestra fe, todo el Islam se sumará a nosotros. ¿Seréis vos el único en quedar al margen?

Los deseos de Isabel y Fernando se han hecho realidad. Así lo refleja el legajo lacado que fray Tomás de Torquemada ha conseguido de Roma. No oculta el dominico su satisfacción por haber colmado las expectativas de la reina:

—Vuestro esposo tendrá su recompensa… Y Aragón, la Inquisición que él reclama.

—Nos habéis hecho gran servicio. ¿Su Santidad no protestó por abusar de su generosidad?

—Al Santo Padre no le quedan fuerzas para protestar —suspira el inquisidor—. Está en sus últimos días, me temo.

Isabel se santigua.

—Rezaré por él. Pero decidme, ¿cómo puedo agradecéroslo?

—Su Santidad ya lo ha hecho, nombrándome inquisidor general de Aragón y Castilla.

—Os felicito, lo merecéis… Y de Juana, ¿dijo algo?

Torquemada desvela la parte más jugosa de su misión. Se le escapa una sonrisa, conocedor como es del interés personal de la reina en ese asunto:

—En breve Roma hará llegar a Portugal la orden de que Juana sea recluida en un monasterio de clausura. ¿No os satisface?

Sin embargo, el impacto de la noticia en el ánimo de Isabel es ciertamente ambiguo:

—Mi hija habrá de volver a Portugal…

Torquemada comprende el dilema al que se enfrenta Isabel como reina y madre. En ese momento, un llanto desgarrador recorre la estancia. Isabel y fray Tomás se giran alarmados hacia el lugar de donde proviene; Beatriz de Braganza avanza hacia ellos con el rostro roto por el dolor.

—El rey Juan ha matado a mi hijo Diego… Ha encarcelado a mi familia…

Isabel abraza a su tía, tratando de consolarla. Al tiempo, se estremece al pensar en esa corte portuguesa a la que su hija habrá de regresar en breve. No conoce Isabel los detalles de la ofensiva del rey contra los Braganza, pero se cuenta que fue Juan de Portugal en persona quien dio muerte con sus propias manos al joven Diego. La suerte del duque de Braganza, acusado de traición, dependerá del juicio que tendrá lugar en Évora, cuya sentencia parece redactada de antemano. El 20 de junio de 1483, Fernando de Braganza morirá decapitado en presencia de su hijo Jaime, de cuatro años.

Nada sabe aún Isabel de todo esto pero acude con el ánimo compungido ante su esposo. Intenta serenarse antes de entregarle la bula papal:

—No hay sacrificio sin recompensa.

Fernando abre y lee el documento. Se sorprende al ver de qué se trata, más aún cuando comprende que Isabel ha movido los hilos para que la Corona de Aragón controlara el nombramiento de los inquisidores. Toma la mano de su esposa, conmovido:

—Os lo agradezco. Trataré de convencer a los nobles aragoneses para que acepten la Inquisición sin alentar más conflictos.

Pero Isabel no puede aguantar más su angustia. Fernando lo percibe.

—¿Qué os sucede?

—Roma ha concedido el encierro de Juana. Isabel habrá de casar con Alfonso de Portugal.

—¿No era lo que deseabais?

—Temo por nuestra hija. El rey de Portugal no tiene escrúpulos para asesinar a quien le incomoda…

—Dudo que arriesgue su vida haciendo daño a la infanta. Pero podemos romper el compromiso.

—¿Y permitir que Juana pueda desposar a otro rey o príncipe? Le faltaría tiempo para proclamar su derecho o el de sus hijos al trono de Castilla.

Y ese es un riesgo que ni Fernando ni Isabel están dispuestos a afrontar. Saben los reyes que no han ganado una guerra ni han llegado hasta donde están para que la muchacha y sus partidarios acaben saliéndose con la suya. Aunque sea a costa de enviar a su hija al turbulento reino vecino.

Gonzalo Fernández de Córdoba regresa a la corte con la oferta de paz de Muley Hacén. Y esta sorprende a los reyes por su generosidad:

—Vasallaje, rentas, liberación de los cautivos de Loja y Ajarquía…

—¿Y las condiciones?

—Solo una: que se le entregue a su hijo Boabdil, a quien considera un traidor, o que Castilla se comprometa a encarcelarlo de por vida.

Como Isabel y Fernando, tampoco a Muley Hacén le gusta dejar cabos sueltos. Fernando analiza la oferta del nazarí y advierte:

—Aceptando al Muley como vasallo consentimos que haya un reducto musulmán en Castilla.

—Sería faltar a nuestro compromiso con Roma… Y con el Altísimo.

—La tregua nos da una oportunidad —indica Gonzalo—. Necesitamos tiempo para organizar nuestras huestes y rearmarnos.

Fernando sonríe, con malicia.

—Esa es también la intención del emir —concluye—. Muchos infieles están dispuestos a defender el reino de Granada.

Gonzalo está de acuerdo con el rey. Ya había anticipado la táctica del granadino:

—Desde África podrían llegar a miles. Para ellos también es una guerra santa. Nunca han renunciado a reconquistar Al-Ándalus.

—¿Cuál es hoy el peor enemigo del emir?

La pregunta de Fernando es puramente retórica. Se contesta de inmediato:

—La división de los propios nazaríes. Por eso quiere la cabeza de Boabdil.

—Para eliminar a un contendiente legítimo y reunir a los suyos bajo su mando —corrobora Gonzalo.

La reina concluye:

—Entonces habremos de alimentar la discordia…

Tal es la decisión de los reyes y no pierden el tiempo en ponerla en práctica. Desde sus respectivos tronos, Fernando e Isabel reciben a Boabdil, que llega escoltado por la guardia real. Desde su encarcelamiento su aspecto ha empeorado visiblemente. Está más flaco, sus blancos ropajes están sucios. Boabdil protesta con motivo ante los soberanos:

—Me encerráis en una torre, hacéis que vista como un mendigo, la comida es miserable…

—Exageráis —asegura Fernando—. Mas no pretendáis vivir como nuestro huésped.

—¡Yo os respetaría como gobernantes!

—Vos ya no lo sois —indica Isabel—. En Granada vuelve a reinar vuestro padre.

La noticia que oye de labios de Isabel es un duro golpe para Boabdil:

—¿Qué ha sido de mi madre?

—No es asunto que nos incumba —responde secamente Fernando.

Boabdil trata de encajar el comentario con altivez. Isabel expone la verdadera razón de su entrevista:

—A vuestro padre le ha faltado tiempo para hacernos una oferta de paz… Y muy generosa.

—¿Vais a negociar con quien provocó esta guerra?

—¿Con quién si no? Tenemos gran interés en dar por terminada la contienda… Y está en nuestra mano asumir las condiciones.

—El emir solo ha exigido vuestra cabeza —detalla Fernando.

Boabdil palidece. Le viene a la mente el baúl que su padre envió para sustentar sus amenazas. El más valeroso se estremecería al imaginar su testuz amontonada entre las demás.

—No nos es grato cercenar la cabeza de un hombre indefenso —aclara el rey—, pero si ello nos trae la paz…

—Y rentas, y liberación de cautivos… —prosigue Isabel.

—Mi padre os traicionará, lo sabéis. ¡Ayudadme a luchar contra él! ¡Conmigo en Granada tendréis esa paz que tanto anheláis!

A Fernando no le impresiona el discurso del joven emir:

—Vuestro propio padre os considera un traidor, ¿por qué habríamos de confiar en vos?

—Si yo prometo paz, paz tendréis. ¡Pondré mis huestes a vuestro servicio, os compensaré con mayor generosidad!

—Así será —asegura la reina—, pues una vez hayáis tomado Granada, habréis de entregarla a Castilla.

Boabdil queda petrificado al oír la condición fundamental del acuerdo. Fernando proporciona una perspectiva más detallada:

—Gobernaréis sobre los vuestros, pero no en Granada. Debéis elegir entre perder la Alhambra… o vuestra cabeza.

Se aviene Boabdil a aceptar el pacto para salvar su vida, como explica en una carta que no tarda en llegar a manos de Aixa en Guadix, donde la familia permanece desterrada:

—«Con la ayuda de Castilla echaremos a mi padre de Granada. Duras son las exigencias que nos imponen, pero no estoy en condiciones de negociar, ya habrá ocasión si todo termina como pensamos. Debéis acudir con mi hijo Ahmed sin tardanza, pues a cambio de mi libertad he de ceder la suya».

Una vez leída, Aixa rompe la carta en pedazos. Su reacción llama la atención del pequeño Ahmed y de su madre. Aixa contempla a su nieto, tan ajeno al futuro que le espera.

Pronto se produce la liberación de Boabdil y la consiguiente entrega del rehén. Nada más ver a su padre, Ahmed corre feliz a reunirse con él. El abrazo entre ambos es conmovedor para quienes son conscientes de lo que sucederá a continuación. Isabel tranquiliza al emir:

—Vuestro hijo no sufrirá daño alguno. Es el heredero de un vasallo y aliado.

—Y os será devuelto en cuanto rindáis Granada —puntualiza Fernando—. Tan solo es una garantía de vuestra buena fe. Y de que confiáis en la nuestra.

Sin decir más, Boabdil se aleja de su hijo para reunirse con Aixa y Moraima. Ahmed llora al comprender que tardará en volver a vivir junto a su familia. La infanta Isabel, testigo de la separación, se estremece al escuchar el llanto de Ahmed. Por distintas que sean las circunstancias, no puede dejar de identificarse con el pequeño rehén nazarí.

—Ahora tendremos dos frentes abiertos: mi hijo y los infieles, apoyándose unos a otros contra mí…

La reacción de Muley Hacén al enterarse del acuerdo entre los cristianos y su hijo es en extremo sombría. El Zagal, sin embargo, reprocha rabioso a su hermano que su empecinamiento haya permitido el acuerdo:

—¡Debimos acabar con Boabdil cuando hubo ocasión! ¡Sois el emir! ¡Y sois el padre del traidor! ¡Debéis enfrentaros a él! ¡Que todos vean que muere como un perro!

—¡Callad, os lo ruego! ¡Callad!

Se ahogan las palabras en la garganta repentinamente seca del emir. Su rostro se contrae, como si un rayo lo atravesase. El cuerpo se le hace rígido y las piernas le fallan. Cae al suelo entre convulsiones. Un espumarajo blancuzco brota de su boca. Está sufriendo otro episodio más de su insólita enfermedad. Uno especialmente terrible. El Zagal, impresionado por las convulsiones que padece su hermano, se agacha a atenderlo mientras reclama el auxilio de los físicos de la corte.

Horas más tarde, Muley Hacén entreabre por fin los ojos, acostado en su cámara y bajo los cuidados de Zoraida. Por fin recobra el conocimiento.

—Descansad, mi señor, pues yo velo por vos…

—¿Aún es de noche?

Zoraida se alarma ante el comentario. Muley Hacén insiste:

—¿Por qué no hay luz alguna prendida?

La favorita, angustiada, comprende que el emir ha perdido la visión. Titubea no obstante antes de atreverse a mover su mano abierta ante sus ojos. La falta de reacción en su mirada confirma sus sospechas. Zoraida se lleva la mano a la boca en un esfuerzo por ahogar el llanto.

—Dormid —solloza—, dormid, amor mío…

Muley Hacén se alarma al notar su voz llorosa.

—¿Qué sucede? ¡Prended las velas! ¡Quiero veros!

Zoraida, sin poder contenerse, lo abraza, antes de darle la terrible noticia.

—He dado aviso a Peralta. Veo llegado el momento de que Aragón recupere el Rosellón y la Cerdaña.

Isabel mira a su esposo. No quiere admitir como verdad lo que está escuchando de su boca.

—Destinaré parte de nuestras mesnadas a la conquista de los condados. Es una oportunidad que no podemos desaprovechar.

—¿Vais a debilitarnos abriendo nuevos frentes?

—Confiad en mí, la campaña no durará.

—Roma podría anular la bula de cruzada si sospechase que sirve para guerrear entre cristianos.

—Lo negaremos.

—No tenemos trato con el nuevo Papa. Le costará más creernos que retirarnos su apoyo.

A Fernando la cerrazón de su esposa le irrita:

—¡No os escudéis en Roma! ¡Siempre antepongo el interés de vuestro reino al del mío propio! ¡Y he derramado más sangre que vos por Castilla!

Isabel desdeña la discusión con un Fernando furibundo. Este se da cuenta y se modera:

—He convocado a las Cortes de Aragón para proponer la invasión. Y vos no lo vais a impedir.

Pronto partirá Fernando hacia su reino. Pero no es solo ese doloroso desencuentro el que preocupa a Isabel mientras contempla la ciudad desde un ventanal del alcázar. La infanta Isabel se acerca a la reina sin hacer ruido.

—Las damas dicen que habéis enojado a mi padre.

—Al rey de Aragón, más bien.

La infanta toma la mano de su madre y se sienta a su lado.

—Doña Beatriz dice que si queréis hacer feliz a un esposo, debéis darle siempre la razón, la tenga o no.

Isabel no puede evitar sonreír, a pesar de su aflicción.

—Pero sé que vos nunca me aconsejaríais tal cosa.

—Hija mía, debo deciros algo. —La reina suspira larga y profundamente—. Vuestro compromiso con Alfonso de Portugal se mantendrá.

La infanta Isabel suelta de inmediato la mano de su madre. Daba por hecho que los sucesos de Portugal impedirían su boda.

—¿Tan poco os importo que no dudáis en enviarme a la corte de un asesino?

—Viviréis aquí hasta que vuestro prometido sea mayor de edad. Yo misma he impuesto esta condición.

—Un castigo aún mayor, ¡pues podré contar los días que me quedan!

La infanta rompe a llorar y sale a toda prisa. Isabel, dolida, permite que se vaya. Tiempo habrá de hacerla entrar en razón. Es sangre de su sangre, todos dicen que se parece a ella. Comprenderá, aunque el dolor sea el mismo.

—Alteza, ¿os encontráis bien?

Sorprende fray Hernando de Talavera a la reina enjugándose una lágrima al regreso de su misión recaudadora. Isabel disimula, aunque no resulta muy convincente:

—¿Vuestro viaje ha sido provechoso? ¿Avanza la recaudación?

—Los fieles han sido muy favorables con la causa. Pero en una de las etapas he visitado al arzobispo Carrillo, y el encuentro me ha dejado preocupado.

—Ha puesto obstáculos, como acostumbra con todos mis propósitos —aventura la reina, suspirando abatida por la suma de otro nuevo contratiempo.

—No, alteza. Lo que me preocupa es que… se está muriendo.

No duda la reina un instante en acudir a visitar a don Alonso Carrillo. Durante todo su reinado han sido continuos sus esfuerzos por ganárselo para la Corona por la que tanto porfió el eclesiástico. Cuando llega a su palacio de Alcalá de Henares, un sirviente corre a los aposentos de don Alonso para anunciar tan ilustre visita:

—¡Eminencia! ¡La reina ha venido a veros!

Carrillo se mantiene en pie a duras penas, apoyándose en un bastón. Va vestido con ropa de dormir y una bata. Tarda en reaccionar, tal es su sorpresa. El sirviente apremia a su amo:

—¿Qué le digo?

Carrillo termina respondiendo, contundente:

—Que espere.

Cuando el sirviente hace pasar por fin a Isabel, el arzobispo ha transformado su aspecto. Luce su hábito más lustroso, adornado con vistosas joyas y condecoraciones. A pesar de la dignidad añadida por el suntuoso rebozo, la decrepitud que consume a don Alonso es imposible de disfrazar. Así se evidencia a los ojos de Isabel.

—Tomad asiento, alteza.

La reina se sienta delante de él, y se miran en silencio. Ella se fija en sus manos ajadas y en su rostro marchito.

—¿Cómo os encontráis?

Carrillo evita responder. Solo hablará de lo que a él le interesa. Y así se lo hace ver a su pupila desde el principio.

—Aunque viva encerrado y pida que no me hablen de vos, me llega noticia de cada una de vuestras hazañas.

—Ninguna de ellas libre de sufrimiento y sacrificios.

—¿Os pesa la corona? No habréis venido a culparme por haberos convertido en lo que sois.

—No. Tampoco para reprocharos cuánto os esforzasteis por que dejara de serlo.

Carrillo sonríe. Podría pensarse que le divierte evocar su pasado traidor:

—Ah, los buenos tiempos. Muchos fueron mis pecados, pero también alcancé grandeza. Aunque poco se reconoció…

—De nadie aprendí tanto como de vos. Me enseñasteis a ser astuta… Y ambiciosa.

—Tan buen maestro fui que acabé siendo vuestra víctima.

Suspira la reina. Dolida por el distanciamiento con su tutor, por sus consecuencias. Se siente responsable pues lo considera un fracaso personal.

—Durante años me esforcé en reconciliarme con vos. De haberlo logrado, ahora no viviríais solo y apartado del mundo.

—He de ser fiel a mí mismo, a pesar de que ello me cueste morir en la desdicha. Sois reina, sabéis que el deber se impone al deseo.

—¿A pesar del daño propio y ajeno?

—¿Qué importancia tiene eso?

Ahí ve Isabel la diferencia entre ambos. Pues ella, reina, madre y esposa, duda. Aunque nadie lo sepa. Y el arzobispo jamás titubeó.

—Temo que por cumplir mi deber, y por orgullo, acabe convertida en vos.

—¿También camináis sobre mis pisadas?

—A veces así lo creo.

—Sandeces.

Por un instante, Isabel piensa que el cinismo abandona la mirada del arzobispo; que en el fondo de su alma de conspirador irredento aún queda cierto afecto por ella.

—Vos aún estáis a tiempo —afirma Carrillo—. Yo moriré como he vivido, si me lo permitís.

—Espero que ese día tarde en llegar.

Pero el espejismo dura lo que cuesta pronunciar una frase:

—Poco falta y lo sabéis. Por eso estáis aquí.

Isabel, conmovida, posa su mano sobre la de Carrillo, que le permite el gesto. Se quedan mirándose en silencio unos instantes. Los últimos que comparten, con toda seguridad.

—¿Llego a tiempo?

Fernando levanta la vista y se asombra al ver a Isabel cruzando el umbral del salón real de su palacio zaragozano. La reina ha viajado a Aragón sin previo aviso.

—No si habéis venido a impedir que convoque las Cortes…

—He venido para celebrar la sesión con vos: que Aragón sepa que Castilla os respalda en vuestra lucha por los condados.

Algo ha tenido que ver el encuentro con el prelado para que Isabel ceda a los deseos de su esposo, aunque Fernando lo ignore.

—He depositado en vuestra armería una muestra de los avances del artillero. Mostradlos a vuestros nobles, se convencerán de la seriedad de la campaña.

—Sin duda será de ayuda. Pero…

—Necesitaréis su pleno respaldo —insiste Isabel—. Solo así libraréis a Castilla de aportar recursos a esta causa.

—Seguís pensando que no es buen momento…

—Así es, pero no quiero ser injusta con vos.

Isabel toma sus manos y se emociona:

—Ya lo he sido con nuestra hija y el dolor casi me ha partido en dos.

Fernando besa sus manos. Isabel está ciertamente conmovida. Él se da cuenta y acaricia el rostro de su esposa con ternura.

No es menor la sorpresa de Pierres de Peralta al ver en palacio a la reina de Castilla. Y más incómodo se le hace comunicar la noticia que trae:

—Lamento que debáis presenciar este hecho humillante, alteza. Mi señor, será preciso desconvocar las Cortes.

—¿Por qué motivo?

—Aragoneses y valencianos han anunciado que no acudirán.

—¿Y los catalanes?

—Votarán en contra. Están indignados por vuestras concesiones a los remensas.

El rey da un golpe en la mesa. Todos sus planes se vienen abajo, una vez más, por culpa de los nobles. Vuelven a darle la espalda en un momento crítico. Fernando reacciona, decidido:

—Anunciad que no habrá invasión, pero que las Cortes se celebrarán.

—¿Con qué fin?

—Para anunciar la reforma de la Inquisición en Aragón, bajo mi mando y con Torquemada como inquisidor general.

Dicho esto, Fernando se vuelve hacia Isabel.

—Y de vos solicito un favor más: que no vuelvan a Castilla las armas que habéis traído…

No lo harán. Mientras Isabel y Fernando regresan, Pierres de Peralta se entrevista con Francesc de Verntallat. Pone en sus manos una muestra de la artillería con la que Fernando ha decidido dotar a las mesnadas remensas.

—Castilla os envía un carro entero como regalo. El rey espera que ahora confiéis en su palabra.

Verntallat examina las armas, sonriente.

—Difícil negarse.

—Doblegad a los nobles como merecen. Arrinconadlos. Pedirán ayuda al rey, pero, como sabéis, su alteza tiene mucho de lo que ocuparse en el sur; no podrá acudir en su defensa.

No miente Peralta. En connivencia con el bando de Boabdil, Fernando y sus hombres han emprendido una nueva campaña contra los musulmanes. Antes de partir a hacerles frente, El Zagal acude a despedirse de Muley Hacén. Lo encuentra desmejorado y con la mirada perdida. El emir vuelve la cabeza, al notar una presencia.

—Zoraida, ¿sois vos?

—Soy yo, hermano.

El Zagal toma la mano del emir.

—Los cristianos han atacado Álora.

Muley Hacén encaja con amargura la noticia.

—Parto sin tardanza hacia la batalla. Os prometo volver victorioso.

—Siento no poder defender mi reino junto a vos. Pero no digáis a mis hombres que he perdido la visión. La recobraré. Si Alá lo permite, los guiaré en la próxima batalla…

El Zagal contempla al emir. Piensa que Granada no podrá defenderse de tan poderoso enemigo con su soberano en tal estado. Pero miente:

—Ciertamente, hermano.

Fernando e Isabel han lanzado a sus mesnadas contra la frontera occidental del reino de Granada. Tras una larga sucesión de asedios y escaramuzas, tropas procedentes de Antequera han cercado Álora. Para superar los riscos que la rodean, han situado la artillería en un cerro, a una altura similar a la de la villa. Desde allí disparan hasta que caen dos torres, luego parte de la muralla, más adelante los paños que los musulmanes se afanan en levantar en el interior de la villa.

Aunque los sitiados resisten, la superioridad militar de las huestes de Fernando es evidente. Frente a la eficacia de la artillería, las saetas envenenadas que lanzan los moros poco pueden hacer. Por fin, Sidi-Ali-el-Bazi, alcaide del castillo, entrega las llaves de la ciudad. Los cristianos entran en Álora mientras los vencidos recogen sus bienes. Cuando el pendón de la cruzada ondea por fin en la torre más alta de la villa, Fernando se vuelve eufórico hacia sus hombres y brama:

—¡Por Castilla!