En la alcoba real del alcázar de Segovia, Lorenzo Badoz examina concienzudamente el cuello y las axilas del príncipe Juan y de la infanta Juana. Su madre, Isabel, asiste al reconocimiento sin poder refrenar su inquietud. Su mano busca amparo y consuelo en la de Beatriz de Bobadilla. Por fin, Badoz vuelve su rostro hacia la reina:
—Ni rastro de bubones. Están sanos —dictamina el físico judío.
—Gracias a Dios… Si la peste…
Isabel titubea antes de terminar la frase. Tan espantada está con la posibilidad de que sus hijos hubieran podido contraer la enfermedad que no es capaz de mentarla. En vez de eso, se santigua.
—No quiero pensarlo, perdería la cabeza.
—Muchas leguas separan Segovia de Sevilla. De haberse contagiado, creedme, ya lo sabríamos.
—Os estoy muy agradecida.
Badoz acepta complacido la gratitud de la soberana. Aprovecha que los vientos le son favorables para dejar caer una observación:
—Hacéis bien en tomar precauciones. La peste no hace distingos entre campesinos y reyes… Ni entre judíos y cristianos. Todos somos iguales ante la enfermedad.
—Los judíos no sois los causantes de la peste —aclara Isabel—. Si creéis que pienso tal cosa, os equivocáis.
El suspiro del galeno enfatiza su escepticismo:
—Mi señora, son tantos los que se equivocan… Y tan graves sus desmanes…
—Retiraos, Badoz. Ocupaos de los desmanes que causa la enfermedad, que de los que provocan mis vasallos ya me ocupo yo.
El galeno acata la orden y abandona la alcoba. Beatriz de Bobadilla toma el relevo. Antes de hacerse cargo de los infantes, entrega una carta a Isabel.
—Ha llegado esto para vos. Es de mi sobrina Beatriz —indica con cierta vergüenza.
Isabel coge la carta de las manos. Rompe el lacre y lee las primeras líneas para sí. Luego, sin mediar palabra, la hace trizas.
—Todavía se atreve a solicitar mi perdón… Que disfrute en las Canarias junto a su marido.
Beatriz se excusa de nuevo ante la reina por la actitud de la Osorio:
—Señora, ya no encuentro palabras para disculparme…
—¡Por el amor de Dios! No os mortifiquéis más, la culpa no es vuestra. Nadie puso una daga en el pecho a mi esposo para hacer lo que…
Isabel no puede seguir hablando. El rencor —y también el creciente temor a perder a Fernando— se agolpan en su pecho. Viendo que sus ojos se humedecen, Beatriz acude hacia ella y la reconforta con un abrazo.
—Isabel, debéis perdonarle… Un día podréis.
Pero Isabel niega con vehemencia, ocultando su rostro lloroso a sus hijos.
Horas después, Gonzalo Chacón y fray Hernando de Talavera tratan con la reina los asuntos de gobierno más urgentes. Y entre ellos, los repetidos requerimientos de Fernando ocupan un lugar destacado. Sin embargo la reina se obstina en hacer oídos sordos:
—Señora, el rey insiste en que vayáis a Aragón para proceder a la jura del príncipe Juan como heredero ante las Cortes.
—Habrá de esperar. Castilla y mis hijos me necesitan, no creo que sea el momento.
—Precisamente… —vacila fray Hernando antes de abordar un aspecto particularmente delicado—. Su alteza don Fernando insiste en encargarse personalmente de la educación de vuestros hijos.
—Si el rey se encuentra lejos de estas tierras, será porque tiene asuntos que atender en las suyas. A su vuelta podrá satisfacer tal deseo.
El tono agrio de la réplica de la reina desconcierta a sus consejeros. No sin miramientos, Gonzalo Chacón se atreve a hacer una recomendación a Isabel:
—Mi señora… Quizá insistiera menos si respondierais a las misivas que os envía cada semana.
—Viajaremos a Aragón cuando yo lo crea conveniente. Y en todo caso, no pienso esperar a que Fernando regrese para educar a mis hijos. Es mi deseo que mis hijos aprendan a leer y escribir cuanto antes. Quiero que hablen latín y sepan de música y teología mucho antes de lo que yo lo hice.
—Sin ánimo de contraveniros —indica el fraile—, ¿no son vuestros hijos muy pequeños para asimilar tales enseñanzas?
—Juana parece bastante despierta y el príncipe heredero debe iniciarse en la lectura lo antes posible. Encargaos de encontrar al preceptor apropiado.
—En ese caso… creo conocer a la persona idónea.
Sentado en el trono aragonés, a muchas leguas de Segovia, Isabel ocupa la mente de Fernando como los remordimientos asedian su corazón. Esta vez la aventura ha ido mucho más allá de la simple infidelidad conyugal. Esta vez ha rozado la traición. De ser cierto que su amante Beatriz de Osorio deseaba dar muerte a la reina para no perder su favor, ¿no hubiera sido cómplice de su perfidia? ¿Qué ocurriría si Isabel supiera de sus sospechas? Solo la presencia de Pierres de Peralta exime al rey de tan oscuros pensamientos.
—¿Seguimos sin noticias de Castilla?
Peralta niega. Fernando, enojado, golpea el brazo del trono.
—Sé que el rencor le impide responder a mis cartas… Pero las Cortes deben ser convocadas con antelación. ¡Se trata del futuro de la Corona!
Peralta baja la vista, al corriente de las dificultades que atraviesa el matrimonio de los reyes. Fernando se recompone:
—Os ruego me disculpéis.
—Mi señor, alguien desea veros.
—Hacedle pasar.
La guardia real aragonesa franquea el paso a dos hombres armados y de aspecto fiero, que se sitúan ante Fernando. El mayor de ellos, un guerrero de anchas espaldas y pelo cano, entrado ya en la cincuentena, fija su intensa mirada en el soberano. Fernando le planta cara, altivo:
—¿Quién sois que osáis mirar así a vuestro rey?
—¿Acaso no me reconocéis?
El rey duda por un segundo, antes de identificar el envejecido rostro que tiene ante sí con el que guarda en su memoria:
—¿Verntallat? ¿Sois vos?
La amplia sonrisa que muestra el aludido corrobora la sospecha de Fernando. El rey se abalanza hacia él y lo abraza efusivo.
—¡Por todos los santos! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Temo que tanto como el que refleja mi rostro.
Al aguerrido Francesc de Verntallat le satisface el recibimiento. Señala al joven que lo acompaña:
—Os presento a Pere Joan Sala, mi lugarteniente.
Este inclina respetuoso la cabeza ante Fernando. Pero es Verntallat quien centra el entusiasmo del rey.
—¡Esto hay que celebrarlo! Que traigan comida y bebida, vamos a festejar el reencuentro.
Durante el abundante y bien regado refrigerio, Fernando evoca ante Pere Joan Sala los recuerdos que le unen al militar catalán:
—Este hombre salvó la vida de mi difunta madre y la mía propia. ¿Qué años tendría yo? —pregunta el rey a Verntallat— ¿Diez? Fue cuando el conde de Pallars atacó Gerona con dos mil hombres.
El capitán asiente, cordial:
—Os tenían encerrados en la torre Gironella. Nunca olvidaré la cara de terror de vuestra madre, temiendo por vos.
—Os aseguro que ella tampoco olvidó nunca lo que hicisteis por nosotros.
El veterano guerrero no puede evitar una punzada de nostalgia al recordar a la difunta reina de Aragón.
—Doña Juana Enríquez. Qué gran mujer…
Verntallat queda pensativo. Quizá en su memoria recupere instantes de una relación íntima que algunos han situado más allá de la lealtad y el vasallaje. Fernando rompe el silencio para proponer un brindis:
—Por el honor y la amistad que perdura. La amistad verdadera.
Los tres hombres chocan sus copas y beben.
—Y ahora contadme, ¿qué os trae por la corte?
Suspira profundamente el militar. Su rostro se endurece.
—Mi señor, acudimos a vos en busca de justicia. Un noble, Guifré de Prades, ha raptado a la hija de un remensa el día de su boda en represalia por no haberle dado una parte de la dote.
Sucedió semanas atrás. Frente a una modesta casa de labranza, dos jóvenes campesinas terminaban de adornar la frente de su vecina Elena Rupit con una guirnalda de flores silvestres. Por fin había llegado el día de su boda. La joven Rupit, nerviosa como corresponde a la ocasión, estrenaba un vestido sencillo que ella misma había cosido.
—¡Apuraos, apuraos! —apremió la novia a sus amigas—. Sé que he de hacer esperar a mi prometido, ¡pero no como para permitir que se arrepienta!
Su padre, un labrador de avanzada edad, engalanaba un burro junto al camino. Reclamó a voces la presencia de su hija:
—¡Elena! ¡Avivad!
Se ablandó el impaciente Dalmau Rupit al ver a su hija, sonriente y dichosa, yendo ya hacia él escoltada por las campesinas. Al llegar a su altura, Elena giró sobre sí misma delante de su padre. El remensa la contempló de arriba abajo.
—Hija mía, qué hermosa estáis.
Elena agradeció con un gesto cariñoso el cumplido. Por un instante, la mirada de la joven se entristeció.
—Padre… ¿Ya sabréis arreglaros solo?
—¿No lo hice cuando abultabais no más que un cabrit?
No conoció Elena a su madre, fallecida durante el parto. El bueno de Rupit se ocupó de ella y de todo lo demás. Solo se habían tenido el uno al otro durante estos años y había llegado el momento de la separación. Ley de vida, decían unos y otros para su consuelo. Ley de vida, como la que había mantenido al remensa unido desde que nació a una tierra que nunca le pertenecerá. Sin poder emigrar hacia otros parajes más fértiles. Sin poder disponer de su existencia.
Dalmau Rupit ayudó a su hija a subir al burro emperifollado. Sujetando las riendas, tiró del animal y tomaron el camino hacia el pueblo. Entonces unos hombres armados llegaron a caballo hasta ellos, bloqueándoles el paso. Uno de ellos, el que llevaba los mejores pertrechos, se plantó frente a los atemorizados remensas.
—Os dije que íbamos de caza y he cumplido: hemos cazado una novia camino del altar.
Así fanfarroneó el noble Guifré de Prades ante sus hombres. Rupit se acercó hasta él, casi doblado sobre sí mismo en señal de sumisión.
—Mi señor, dejadnos ir, os lo ruego.
—¡Quieta esa lengua, andrajoso! ¿Qué esperabais, que no habría de enterarme?
Se estremeció el remensa. Sabía lo que venía a reclamar Guifré de Prades.
—Por lo que más queráis, es mi única hija… Pagaré lo que os debo. ¡Os lo juro, señor!
Pero el noble no escuchó sus ruegos. Al instante sus hombres se acercaron hasta la novia. A pesar de sus forcejeos, agarraron a Elena en volandas y la colocaron sobre uno de los caballos. Rupit intentó impedirlo pero el propio Guifré de Prades se interpuso. Desde su montura derribó al remensa de una patada en el rostro. El golpe sometió aparatosamente al labrador.
—No volveréis a verla hasta que saldéis vuestras deudas.
Verntallat y Pere Joan Sala terminan el relato de lo ocurrido ante el rey Fernando:
—El noble se acoge a los malos usos señoriales. No piensa devolverla hasta que pague. Pero el remensa no puede.
—La cosecha ardió y Guifré de Prades, cómo no, también le pide cuentas por ello. Nunca podrá pagar su deuda.
Fernando parece contrariado:
—Pero ¿esas costumbres no habían sido abolidas? El rey Alfonso sentenció una ley para acabar con ellas.
Verntallat asiente con una sonrisa amarga:
—Cierto, en 1455… Bien sabéis que no evitó la guerra.
—Nada ha cambiado desde entonces —insiste su lugarteniente—. Los nobles no dejan de abusar de los campesinos.
Fernando, irritado, los hace callar con un gesto.
—Acatarán las leyes de Aragón por las buenas o por las malas. Os doy mi palabra: acabaré con los malos usos para siempre.
En la alcoba real, fray Hernando de Talavera se encuentra junto a una joven cuyo atuendo, por discreto que sea, no oculta su hermosura. Permanece arrodillada junto a Juan mientras el príncipe juega con la tosca figura de un caballo tallado en madera. Sonríe abiertamente el niño, a quien la mirada limpia de la joven parece haber encandilado. El sentimiento es mutuo. La recién llegada le hace una carantoña.
—Qué criatura adorable…
—El tesoro más preciado de la reina —informa el fraile.
En ese momento, acompañada por la Bobadilla, Isabel entra en la alcoba portando a Juana en sus brazos. Durante un instante vislumbra la tierna estampa familiar que forman la joven y el príncipe. La desconocida se yergue de inmediato ante la presencia de la reina. Talavera la invita a adelantarse hacia Isabel:
—Señora, os presento a Beatriz de Galindo.
La joven dedica una dulce sonrisa a Isabel, seguida de una reverencia. Isabel clava su mirada en ella. Ilusionada, Beatriz de Galindo se acerca hasta la reina para contemplar a Juana.
—¿También habré de ocuparme de esta delicia?
Pero Isabel aparta a la niña de las manos de Beatriz.
—Temo que no será necesario —replica con sequedad.
Ni Beatriz de Galindo ni fray Hernando de Talavera han comprendido la reacción de la reina. El fraile ha acudido al despacho de Isabel en busca de una aclaración. No sabe fray Hernando qué puede justificar semejante desplante, tan impropio en su persona.
—Os pedí que buscarais al mejor preceptor —explica la reina, enojada—. ¿He de recordaros que debe educar al heredero de Castilla y Aragón?
—Mi señora… Os aseguro que Beatriz de Galindo es una erudita. Todo un portento de intelectualidad.
—Demasiado joven. Es imposible que posea la experiencia necesaria.
—Desde hace tres años asiste e imparte clases de latín en la Universidad de Salamanca.
—¿Acaso no hay varones igual de capacitados?
Talavera calla. Empieza a intuir cuál es el origen del rechazo de la reina.
—Mi señora, nada debéis temer —dice el fraile en voz baja—. Os aseguro que pocas mujeres, a excepción de vos, son tan pías y rectas en su proceder. He sabido que estaba preparando sus votos para ingresar en un convento de clausura.
No esperaba Isabel que una joven tan hermosa pretendiera renunciar al mundo en aras de su vocación. Talavera, viendo la sorpresa de la reina, ratifica con un gesto la información.
La decisión sobre Beatriz de Galindo queda postergada. No obstante, fray Hernando se apresta a informar a la joven, pues ella ya se disponía a partir:
—¿Pensáis regresar a Salamanca sin el permiso de la reina?
—La reina no desea saber nada de mí. ¿Por qué me habéis hecho venir?
—Porque sois la persona indicada para educar a los príncipes.
—Solo vos lo creéis. No cuento con la confianza de su alteza, ¿qué pretendéis que haga?
—No os precipitéis. Os lo ruego. Dadme tiempo para convencerla. Tened paciencia, hija mía.
Ante las dudas evidentes de Beatriz de Galindo, el fraile insiste:
—Haced gala ante su alteza de la rectitud que os avala y de vuestros conocimientos. Y sobre todo, disimulad vuestra belleza.
Fernando ha convocado con urgencia a un grupo de nobles catalanes. Entre los que han acudido a la corte se encuentra Guifré de Prades. El rey exhibe un legajo ante ellos.
—Esta es la sentencia que su alteza el rey Alfonso de Aragón dictó en el año de gracia de 1455, por la que quedaban abolidos los malos usos señoriales.
Fernando hace un gesto a Peralta. El navarro empieza a repartir un documento igual a cada uno de los presentes.
—He dispuesto que hagan copias de la misma, para que recordéis qué derechos asisten a los remensas de vuestros señoríos.
Los catalanes reciben el escrito de bastante mala gana.
—En caso de incumplimiento, la Corona hará justicia con todos los medios a su alcance… Incluso por la fuerza, si es necesario. ¿Ha quedado claro?
Forzados por las circunstancias, los nobles acatan la decisión del rey. Terminada la audiencia, Fernando fuerza a Guifré de Prades a mantener un encuentro privado con él.
—Ha llegado hasta mis oídos que tenéis cautiva a la hija de uno de vuestros campesinos. ¿Es eso cierto?
El noble se muestra sumamente respetuoso ante el soberano:
—Así es, señor.
—¿Y con qué derecho secuestráis a una de mis súbditas, precisamente el día de su boda?
—Señor, me vi obligado a tomarla en prenda. Ese campesino se ha atrevido a burlarme. Por un descuido suyo se quemó la cosecha entera, pero él se niega a compensar mi pérdida.
—¿Acaso creéis que tiene con qué pagaros?
—Algo tendrá, alteza, pues ha casado a su hija… Pero de su dote tampoco me ha llegado nada, al contrario de lo que se acostumbra en nuestras tierras.
—También es ese uno de los malos usos que el rey Alfonso abolió.
Guifré de Prades no se amilana:
—Hasta ahora en Cataluña nunca se ha tenido en cuenta tal cosa. Mi señor, un remensa es un remensa, y este en particular merece un escarmiento.
—Los escarmientos los da el rey de Aragón.
Sonríe Guifré de Prades, falsamente humilde, antes de lanzar una advertencia:
—Entonces, señor, imponed obediencia a los campesinos o pronto se volverán contra nosotros.
A Fernando no le impresiona la hipótesis en la que se escuda el catalán.
—De momento sed vos quien me obedezca, devolviendo a la joven que mantenéis cautiva.
Suspira aparentemente desolado el noble:
—No puedo hacer tal cosa. No habría mayor muestra de debilidad. Otros aprovecharían para…
—No volveré a repetirlo —interrumpe Fernando—: Liberadla de inmediato. Os lo ordena vuestro rey.
El mandato que Guifré de Prades ha acatado a regañadientes tarda en cumplirse el tiempo que dura el viaje de regreso del catalán hasta sus tierras. Y cuando ejecuta la voluntad de Fernando, lo hace de un modo peculiar.
Trabaja la tierra el viejo Dalmau Rupit junto a otros remensas cuando unos jinetes con los colores de Guifré de Prades se aproximan hasta ellos. Los campesinos levantan la vista de la tierra y fijan su atención en los recién llegados. Se han detenido a cierta distancia. Observan los remensas cómo de uno de los caballos cae un bulto; parece un cuerpo envuelto en un tosco sudario. Al momento, los jinetes se marchan al galope. Rupit y los demás acuden a todo correr. Al apartar la tela que la envuelve, el remensa descubre a su hija Elena, casi desnuda, cubierta por andrajos. Aún vive, pero su cuerpo y su rostro reflejan evidentes signos de violencia.
—¡Hija mía! Pero ¿qué te han hecho? ¿Qué te han hecho, Dios mío? ¡Malditos! ¡Malditos sean!
Angustiado, Rupit intenta por todos los medios que Elena reaccione pero la joven, aunque consciente, parece ida. En presencia del resto de los remensas, arrodillado en la tierra a la que está sometido, el desolado Rupit se abraza a Elena sin poder contener el llanto.
—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amen.
Fray Hernando de Talavera bendice a la reina Isabel, arrodillada ante el clérigo. Acto seguido, ofrece su mano para ayudar a que la reina se incorpore. Durante el breve contacto, fray Hernando aprovecha para hacer una observación:
—He notado que habéis dejado pasar más tiempo de lo habitual entre esta confesión y la anterior.
—Las cuestiones de gobierno ocupan la mayor parte de mis pensamientos —responde Isabel con seriedad.
—¿Tanto como para distraeros de vuestras obligaciones religiosas? Conociéndoos, graves han de ser las cuitas de Castilla.
—Lo son, no puedo dejar de pensar en ellas.
Con tacto, Talavera intenta que Isabel comparta sus preocupaciones con él:
—¿Hay algo que yo pueda hacer para serenar vuestra alma?
—Os lo agradezco, dudo que esté en vuestra mano…
—¿Acaso teméis algo?
—Qué habría de temer…
—¿Tal vez nuevas amenazas? ¿Que el pasado se haga presente una vez más?
Isabel le mira a los ojos. Intuye a qué se refiere el fraile. Tras una pausa, Talavera lo corrobora:
—¿Que otra mujer usurpe vuestro lugar en el corazón de vuestro esposo?
—Sois audaz, fray Hernando. Quizá en exceso.
—No es mi intención molestaros, sino socorreros.
—Ateneos a vuestras funciones. Cuando necesite vuestro consejo, os lo haré saber.
Humildemente, fray Hernando de Talavera se retira. Desea el confesor que la reina exponga lo que la atormenta, pero no tiene intención de forzarla. Talavera confía en que la reflexión haga posible que ese momento llegue.
Quizá fray Hernando esté en lo cierto pues Isabel, a solas, cambia la rigidez de su semblante por melancolía. Durante una jornada que se hace eterna, los propósitos de Talavera no se apartan de su mente. Los legajos se acumulan en la mesa. Finalmente, pensativa y atribulada, sale al pasillo y camina presurosa en busca del confesor.
—Tenéis razón.
Isabel entra sin llamar en el despacho de fray Hernando, interrumpiendo sus escritos. Talavera se levanta de inmediato.
—Desde lo sucedido con Beatriz de Osorio vivo en la amargura. No quiero que se repita y sin embargo…
—Teméis no poder impedirlo —apostilla el fraile.
—Evitando la tentación se evita el pecado… Pero son demasiadas las que se ciernen sobre Fernando.
—Por eso no queréis a Beatriz de Galindo en la corte.
—Sí. Aun sabiendo que todo el poder de una reina de nada sirve en estos asuntos…
—Esa joven jamás osaría traicionaros. Dadle una oportunidad. A ella… Y también a vuestro esposo.
—De quien espero otro hijo.
Ha musitado Isabel la buena nueva con la cabeza gacha. Sin poder retenerse más, Isabel se conmueve. Talavera la toma de las manos, paternal.
—No he querido que el rey lo sepa… No, ahora que entre nosotros solo hay distancia… Y silencio.
El llanto le impide continuar.
—Mi señora, ¿no lo veis? Es una señal —afirma Talavera—. El Señor ha colocado en vuestro vientre ese nuevo fruto para que ambos olvidéis el pasado. No dudéis más, id a su encuentro y afrontad lo sucedido. Haced partícipe a vuestro esposo de todo cuanto os angustia. Él os ama, lo sabéis.
Isabel asiente, secándose las lágrimas.
—Viajad a Aragón. Jurad a vuestro hijo Juan como heredero de su padre. Y demostrad al mundo que sois la reina más grande que ha habido en Castilla.
Isabel esboza una leve sonrisa. Ha aceptado el reto. Se recompone lo mejor que puede y ordena:
—Enviad un mensajero… Disponedlo todo, partiremos de inmediato.
Muley Hacén mandó cercenar la cabeza de Al-Sarray con intención de cercenar igualmente, con el mismo tajo, la posible alianza entre los abencerrajes y Boabdil. El pacto contra él que Aixa perseguía. En el mismo olivar donde se entrevistaron con Al-Sarray, Aixa y su hijo aguardan la llegada de los miembros del clan enemigo. Boabdil parece sumamente inquieto.
—¿Recordáis al astrólogo que vaticinó que yo reinaría en Granada?
—Mejor lo recordará vuestro padre. Esas palabras se clavaron en lo más profundo de su corazón.
—Tanto que ha ordenado que le corten la lengua y le vacíen los ojos.
Aixa no da la menor importancia a la noticia:
—Si en el cielo está escrito que seréis el próximo emir, así sucederá. Aunque deje a todos los astrólogos de Granada mudos y ciegos.
—También dijo Maj-Kulmut que seré el último emir de Granada.
—Luego, antes el trono habrá de ser vuestro.
Boabdil niega, apesadumbrado:
—Mi padre nunca lo permitirá.
Aixa clava su penetrante y oscura mirada en su hijo.
—Sois el heredero. Vuestro destino se halla escrito. Confiad en él… Y en vuestra madre…
—¿Qué destino? Mi padre nos matará si se entera de que seguimos en tratos con los abencerrajes.
—Razón de más para que nos adelantemos a él.
La cínica respuesta de Aixa estremece a Boabdil. Hasta el olivar llega un grupo de hombres a caballo, con el rostro cubierto. Brillan sus espuelas doradas al sol cuando se detienen junto a ellos. Los jinetes los rodean, con evidente ánimo intimidatorio, hasta que se abre el corro y aparece su caudillo. Sin desmontar, descubre su rostro ante Aixa y Boabdil. En las facciones de Aben Hud el rencor es más visible incluso que sus cicatrices.
—Sois culpables de la muerte de mi hermano Al-Sarray. Debería degollaros sin demora.
—Nada tuvimos que ver —asegura Boabdil con voz firme—, fue mi padre quien ordenó su ejecución.
—La Alhambra es un nido de escorpiones. Los nazaríes sois todos iguales.
—Os equivocáis —corrige Aixa—. Mi hijo y yo lloramos la muerte de vuestro hermano tanto como vos. Al-Sarray no habrá muerto en vano si vos continuáis lo que él no pudo terminar. Ayudadnos a deshacernos del emir. ¿Acaso no deseáis liberar a Granada de los escorpiones que la tiranizan?
—¿Cómo sé que no se trata de una trampa? No tengo intención de acabar con mi cabeza sobre una bandeja…
Aixa se aproxima a Aben Hud.
—Prestadnos el apoyo de vuestro clan. ¡El hijo de la infiel no debe reinar en Granada! ¡Vuestro hermano dio su vida para impedirlo!
El abencerraje se gira hacia los suyos.
—¡Ved de lo que es capaz una mujer despechada! ¡Cuidaos de ofender a vuestras esposas!
Los jinetes celebran el sarcasmo de su caudillo. Pero Aixa insiste:
—¡Os juro que nada habrá de faltaros cuando mi hijo reine en Granada! ¡Creedme!
Entonces se abalanza sobre la pierna de Aben Hud y se aferra a ella, suplicante:
—¡Creedme, os lo ruego! ¡Os necesitamos! ¡Sois nuestra única esperanza!
Aben Hud sacude su pierna con violencia.
—¡Apartaos! ¡Soltadme! ¡Ningún caballero abencerraje participará en vuestras intrigas, jamás!
Aixa se ve obligada a retirarse. Mientras Boabdil la protege, Aben Hud profiere su amenaza:
—¡Sabed que si volvemos a encontrarnos recibiréis el mismo trato que cualquiera de nuestros enemigos!
A continuación, Aben Hud hace una seña a sus hombres y todos se alejan del lugar al galope.
—No debí haceros caso —lamenta Boabdil—. ¿Cuándo vais a aceptar que estamos solos? Nos hemos jugado la vida por nada.
Aixa sonríe. De entre sus ropajes saca la espuela dorada que ha robado a Aben Hud con disimulo, mientras aferraba su pierna. Se la muestra a su hijo.
—Estáis en un error. No hemos conseguido su apoyo pero tengo lo que quería.
Mientras tanto, en la Alhambra Muley Hacén contempla embelesado a Zoraida con su hijo sobre su regazo. El emir toma al niño y lo levanta en volandas.
—Nasr ben Alí, fuerte y sano como su padre. Hermoso como su madre.
Muley Hacén lo muestra a Zoraida.
—Tengo en mis brazos a mi digno sucesor. Él devolverá la gloria a este reino.
—Que así sea… Pero no puedo imaginar lugar más espléndido que el reino que gobernáis. Castilla, al lado de Granada, es…
—Una tierra sin sol desde que os perdió —apostilla galante el emir.
La sonrisa con la que llega El Zagal a la estancia hace presagiar buenas noticias.
—¿Lo han conseguido? —pregunta Muley Hacén.
El Zagal asiente, orgulloso:
—Ya sabemos por dónde entrar.
Una vez a solas, Muley Hacén y su hermano vuelcan su atención sobre el dibujo del perímetro de una fortaleza. El Zagal señala con su daga sobre el mapa:
—Este es el talón de Aquiles de la ciudad de Zahara. Un túnel abandonado que tiempo atrás servía como desagüe de la fortaleza.
—Es perfecto para adentrarse en la ciudadela. ¿Seguro que no está defendido?
—Así lo afirman los espías. Sitiaremos la ciudad —explica El Zagal—. Atraeremos a los cristianos a otro punto de la muralla mientras un grupo de nuestros mejores hombres se desliza por el pasadizo. Una vez en el interior de la fortaleza, no les será difícil franquear el paso al grueso de nuestro ejército.
—Los cristianos no imaginan que Zahara va a ser atacada y menos que conocemos su punto débil —celebra el emir—. Con la ayuda de Alá, nada ni nadie podrá detenernos. ¿Cuándo atacaremos?
—Esperamos vuestras órdenes.
—Partid entonces y conquistad esa ciudad.
Largo y penoso ha sido el viaje desde Segovia hasta la frontera aragonesa. La comitiva y el séquito de Isabel cabalga al paso hacia el puente de piedra sobre el río Jalón que marca el límite entre los reinos. Aún están lejos pero sobre él se distinguen las siluetas de unos hombres a caballo. La comitiva castellana se detiene. Isabel se dirige a Chacón, que monta junto a ella:
—¿Quiénes son esos hombres?
—Quedaos aquí. Iré a ver.
Seguido por dos jinetes, Gonzalo Chacón se adelanta al galope hacia el puente. Al otro lado, Fernando espera a lomos de su montura. Junto a él se encuentra Pierres de Peralta. Tras ellos, numerosos soldados y cortesanos aragoneses aguardan en perfecta formación la llegada de la reina de Castilla. A la comitiva aragonesa se le han ido sumando no pocos campesinos de los alrededores. Pierres de Peralta parece satisfecho:
—Señor, salir a recibir a la reina en la frontera entre los dos reinos ha sido una gran idea.
—Enseguida lo sabremos, amigo mío.
Cuando Gonzalo Chacón llega hasta las proximidades de Fernando, ambos se saludan con un gesto afectuoso. Chacón vuelve grupas y acude raudo hasta la posición de Isabel.
—Señora, se trata de vuestro esposo. El rey de Aragón ha venido a recibiros, con galas y honores.
Los castellanos reanudan la marcha. La reina llega por fin hasta el puente. Fernando se acerca hasta ella sobre su caballo. Desmonta y, ofreciéndole su mano, ayuda a Isabel a poner pie en tierra. El rey clava una de sus rodillas en el suelo y besa la mano de la reina caballerosamente. Luego se levanta y la mira a los ojos, antes de alzar la voz para que todos los congregados puedan escucharlo:
—Isabel, reina de Castilla, en mi nombre y en el de todo mi pueblo, os damos la bienvenida al reino de Aragón.
Durante unos segundos el silencio se cierne sobre el puente. Detrás de Isabel, Gonzalo Chacón cruza una mirada preocupada con Talavera. Por fin la reina asiente, elegante y correcta:
—Quedo muy honrada y agradecida por vuestro recibimiento.
Tras las palabras de Isabel, los aragoneses ovacionan a los soberanos:
—¡Viva la reina! ¡Viva Isabel de Castilla! ¡Viva el rey de Aragón!
Isabel contempla a las gentes que gritan su nombre. Su entusiasmo la sorprende. No obstante, durante el resto de la ajetreada jornada, la reina se mantiene fría y distante con su esposo a pesar de las atenciones de las que es objeto.
Al final del día, en la intimidad de la alcoba, Fernando trata de templar el ánimo de Isabel mientras le sirve agua perfumada con limón de una jarra:
—Mi pueblo ha dado grandes muestras de afecto por vos. Aman a su reina tanto como a su rey.
—Me siento muy honrada y agradecida por el recibimiento.
Apura Isabel su jarra. Fernando avanza hacia ella, confiado en que el ceremonial sirva para superar sus desavenencias.
—No os podéis hacer idea de lo que he aguardado este reencuentro. Necesitaba volver a veros junto a mí.
Isabel da la espalda a su esposo y se sirve más agua.
—Estoy fatigada y necesito descansar. Marchaos, haced el favor.
—¿Cómo decís?
—Que salgáis de la alcoba —insiste Isabel, imperturbable—. No pienso compartir el lecho con vos. Fuera os digo.
Fernando abandona la alcoba airado, dando un sonoro portazo. No se verán hasta el día siguiente, camino de la jura de Juan como príncipe de Gerona.
Visten los reyes atavíos de gala para tal ocasión, al igual que todos los presentes. Delante de Isabel y Fernando se encuentra su hijo Juan, junto al cardenal Mendoza. Frente a ellos el Consejo de las Cortes de Aragón. Peralta ejerce de maestro de ceremonias:
—Una vez repasadas y justificadas las ausencias y con el beneplácito otorgado por su reverencia el cardenal Mendoza, el Consejo se halla preparado para recibir la propuesta del rey.
Fernando se levanta de su trono y se sitúa frente al Consejo y a su hijo Juan.
—Nobles, caballeros, hidalgos y prelados, representantes todos de las Cortes aragonesas. Yo, Fernando II de Aragón, con conciencia plena y entera responsabilidad, os he convocado en este glorioso día con el fin de proponer a mi hijo Juan de Aragón y Castilla como mi sucesor, convirtiéndose así en legítimo heredero del reino.
—Que alcen la mano aquellos que se avengan a la propuesta del rey —requiere Peralta.
Uno a uno, bajo la atenta mirada de los reyes, cada miembro del Consejo va alzando su brazo. En vista de la unanimidad, el cardenal Mendoza coloca la Biblia ante el rey.
—En nombre de Dios y sobre los Santos Evangelios, ¿juráis en nombre de vuestro hijo, y hasta que este juramento pueda ser refrendado por él mismo, guardar lealtad y fidelidad a los fueros del reino?
—Sí. Lo juro.
El cardenal Mendoza retira la corona de la cabeza del rey y la sitúa sobre la de Juan.
—Por la gracia de Dios, el príncipe Juan es declarado por estas Cortes legítimo sucesor al trono de Aragón.
Todos los asistentes prorrumpen en vítores y aplausos:
—¡Viva el príncipe! ¡Viva el rey! ¡Viva la reina de Castilla!
Fernando desliza su mirada hacia Isabel. Suspira con satisfacción al ver que la reina observa complacida la escena.
En tierras catalanas, sin embargo, otra reunión está celebrándose. En esta no hay lugar para el regocijo ni las aclamaciones. Se han congregado en un campo de cultivo Francesc de Verntallat, Pere Joan Sala y un grupo de remensas, entre los que se encuentra el padre de Elena Rupit.
—Solo hay un modo de abolir sus privilegios: ¡acabar con ellos de una vez por todas! —proclama exaltado Pere Joan Sala—. ¡Uníos a mí y os aseguro que la hija de este hombre será su última víctima!
La arenga del lugarteniente de Verntallat es jaleada por los remensas, hartos de sufrir abusos intolerables. Verntallat, más comedido, toma la palabra con semblante grave:
—Habéis escuchado a Pere Joan. Sus palabras son justas y correctas… Pero también os digo que sucesos como este no volverán a ocurrir.
Verntallat toma por el hombro a Dalmau Rupit.
—Porque es voluntad del rey que nunca más se apliquen los malos usos señoriales… ¡Nunca jamás!
—¿Cómo podéis estar tan seguro? —pregunta Rupit, ofuscado.
—Porque el propio rey Fernando así me lo ha prometido.
Pere Joan Sala alza su voz agria para contradecir a Verntallat ante los reunidos:
—También prometió que devolverían a la hija de este hombre, y lo hicieron, pero ¿en qué condiciones? ¡El rey no es capaz de hacer frente a los señores!
—Fernando es un rey justo —insiste Verntallat—. Yo confío en su palabra. ¡Confiad vos también!
Su lugarteniente le sostiene la mirada por unos instantes. Luego se aleja, furioso. Algunos remensas siguen decididos sus pasos. La mayoría dudan.
El Zagal, seguido por varios de sus soldados, camina cauteloso por un oscuro y angosto corredor. Da la orden de detenerse. A la luz de una antorcha consulta un pergamino en el que se refleja el entramado de galerías en el que se encuentran. Uno de los soldados identifica su situación en el documento y señala en una dirección. El Zagal ordena reanudar la marcha con un gesto. Avanzan por el pasadizo hasta encontrar una puerta de madera gruesa. A una seña de El Zagal, un soldado se acerca con una palanca. Los demás preparan sus armas mientras el soldado descerraja la puerta, sacándola de los goznes. La apartan y salen hacia el exterior.
El Zagal y sus hombres emergen del pasadizo a un patio de Zahara, al otro lado de la muralla. Los musulmanes caen en tromba sobre el reducido número de castellanos que defienden el acceso. Los han cogido por sorpresa, escasamente pendientes de la amenaza exterior y menos aún de la que surge del interior de la ciudad. Uno a uno, los defensores mueren a manos de los musulmanes. Cumplida la carnicería, El Zagal, triunfante, da la orden:
—¡Abrid las puertas de Zahara a las tropas de Alá!
Días después, en la Alhambra, la falta de noticias sobre el resultado de la incursión mortifica a un impaciente Muley Hacén.
—Ya deberíamos saber algo.
—Parecéis una fiera enjaulada —protesta Zoraida—. Calmaos de una vez…
—Mi lugar no está aquí, sino en el campo de batalla. Junto a mis hombres… Junto a mi hermano.
—No podéis arriesgar la vida por una conquista. Sois el emir. ¿Qué sería de Granada sin vos?… ¿Qué sería de mí?
Muley Hacén no escucha a Zoraida. En ese momento entra El Zagal en el salón y Muley Hacén se lanza a su encuentro.
—¡Hermano! ¡Doy gracias a Alá!
El emir repara en los cortes y desgarros del atuendo del guerrero.
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no habéis informado antes?
—Porque quería ser yo, en persona, quien os contara que Zahara vuelve a ser musulmana.
Muley Hacén, entusiasmado, abraza con fuerza a su hermano. Luego se gira hacia su esposa.
—¿Habéis escuchado? ¡Zahara es nuestra!
Zoraida sonríe, satisfecha. El emir palmea los hombros de El Zagal.
—Vuestra victoria anuncia el comienzo de algo grande. No hay mejor presagio de lo que está por venir…
Transcurridos los actos protocolarios de la jura, en los que los reyes han mostrado una vez más la solidez de los lazos que unen a las Coronas de Castilla y Aragón, la tirantez vuelve a imponerse en la pareja real. Fernando, dolido y malhumorado, termina recriminándoselo a Isabel:
—Creía que la jura de nuestro hijo serviría para aplacaros, pero veo que os obstináis en vuestra ira. ¿Es que no podréis perdonarme nunca?
Isabel aparta la mirada y calla. Fernando insiste:
—Si tanto rencor albergáis hacia mí, ¿por qué habéis venido? Mejor hubierais hecho quedándoos en Segovia.
—Sé distinguir entre los asuntos de Estado y nuestras querellas.
—En tal caso, una vez jurado el príncipe Juan, nada os retiene en estas tierras. Ordenaré que dispongan lo necesario para vuestro regreso a Castilla. Yo me quedo, he de apaciguar los ánimos entre nobles y campesinos.
—Ahorraos los preparativos, yo tampoco regresaré a Segovia. He venido hasta aquí para asegurar el futuro de mi hijo, pero también para conoceros mejor a vos y a todo lo que os rodea.
Fernando observa a su esposa, algo desconcertado. Si tan enojada está, ¿por qué quiere acercarse a él de ese modo?
—Nada tengo que ocultar. ¿Qué puedo hacer por vos?
—Es mi deseo conocer al resto de vuestros hijos.
Por sorprendente que sea la petición de Isabel, Fernando acata su voluntad y organiza el encuentro. No sin que los nervios afloren, en particular los de Aldonza Roig de Iborra, la madre de sus dos hijos naturales. La noble de Cervera acude a palacio con sus vástagos, como así se ha dispuesto. No será un trance fácil para nadie, pero quizá para ella resulte todavía más arduo, pues no le es desconocido el fuerte carácter de Isabel.
—Es voluntad expresa de la reina conocer a mis dos hijos y a su madre —expone Fernando al recibirla en palacio—. Comportaos con dignidad, nada más os pido.
Cuando Isabel entra en el salón donde Aldonza aguarda con Alonso y Juana, de once y diez años respectivamente, la catalana se recompone y finge entereza. Los dos hijos de Fernando y Aldonza, así como sus padres, hacen una reverencia ante la reina. Al llegar hasta ellos, Aldonza se arrodilla ante Isabel, inclinando el mentón y besando su mano.
—Señora, a vuestros pies.
—Levantaos… ¿Así que vos sois la madre de estas dos encantadoras criaturas?
—Sí, mi señora.
Irreprochable y cordial es la actitud de Isabel hacia los niños:
—Tenéis dos hijos ejemplares. Serios y respetuosos. Debéis estar orgullosa de ellos. En particular de su eminencia, el arzobispo de Zaragoza.
El pequeño Alonso, que viste el hábito correspondiente a su rango, ha estado presente en la jura del príncipe Juan. Agradece el eclesiástico con una discreta inclinación de cabeza las amables palabras de la reina.
—Todavía es muy joven —apunta Aldonza—, pero podéis estar segura de que cumple con sus obligaciones de la mejor forma posible.
—No lo pongo en duda. Se nota el esmero y la buena mano empleada en su educación.
—Son mis hijos, nada en el mundo podría importarme más.
—No olvidéis que yo también soy madre… Conozco ese sentimiento. Pero me consta que no sois la única que vela por ellos —indica Isabel en referencia a Fernando.
—Sabéis de sobra lo que Alonso y Juana significan también para mí —confirma el aludido.
—Por eso mismo quiero que ambos sepáis que refrendo lo expuesto en vuestro testamento, en relación con el legado propuesto para vuestros hijos.
La reina se vuelve hacia Aldonza.
—Si mi esposo falleciera, tened la garantía de que a estas criaturas no habrá de faltarles nunca de nada.
Aldonza no puede evitar conmoverse. Nada hacía presagiar antes de encontrarse cara a cara con Isabel que esa iba a ser su actitud. La catalana se arroja de nuevo a los pies de la reina.
—Muchísimas gracias, señora. Vuestra generosidad es infinita.
Isabel acepta la gratitud de Aldonza sin dejar de mirar a Fernando. Saben los reyes que, en el fondo, las disposiciones de la soberana son una manera indirecta de arreglar asuntos pendientes entre ellos dos.
Esa noche, cuando Isabel reza sus últimas oraciones antes de ir a dormir, Fernando llama a la puerta de su alcoba:
—¿Consentís?
Isabel asiente. Fernando se acerca hacia ella.
—Solamente quería deciros lo orgulloso que me siento de vos. Temía vuestra reacción, pero una vez más habéis demostrado la clase de mujer que sois.
—¿Qué esperabais? ¿Que la enviara también a las Canarias?
La sinceridad de las palabras de Fernando están fuera de toda duda. Igual que su mala conciencia:
—Si supierais cuán avergonzado me siento. ¿Hasta cuándo vais a seguir atormentándome?
—Hasta que me juréis que nunca más tendré que soportar una mezquindad así.
Fernando toma a su esposa de la mano y clava su mirada en ella.
—Os lo juro.
—No os ofendáis, pero me pesa menos vuestra vergüenza que la que yo misma he sentido.
Fernando calla y encaja. Isabel no puede evitar enojarse al evocar lo sucedido:
—En mi propia corte, con la sobrina de mi mejor amiga, delante de todo el mundo…
—No se repetirá. En mi vida solamente hay sitio para vos. Lo juro.
—Dejad de jurar contra vos —replica Isabel con dureza—. ¿No veis que está en vuestra manera de ser?
—Ponedme a prueba. Decidme qué puedo hacer y lo haré. ¡Pedidme lo que queráis!
El arrepentimiento de Fernando es tan auténtico como la certeza de Isabel de que no será la última infidelidad que habrá de soportar. Saberlo no lo hace más tolerable a ojos de la reina. Sin embargo, a pesar de su severidad, de su estricta moral católica, Isabel lo acepta:
—Basta con que ni yo ni nadie de mi entorno vuelva a saber de vuestras correrías. Si no me respetáis como esposa, por lo menos respetadme como vuestra reina.
—Os doy mi palabra —musita el rey, avergonzado.
—Espero que la cumpláis, por el bien de nuestros reinos y el de nuestra familia… Pues debéis saber que en mi vientre llevo otro hijo vuestro.
Ante la sorpresa de Fernando, Isabel ratifica la buena nueva. Impulsivo, Fernando la abraza ilusionado. La reina, tímidamente, se deja enlazar.
—Mañana haremos público vuestro embarazo. Grandes serán los festejos para celebrarlo. Avisaré a Peralta ahora mismo…
El rey se dirige hacia la puerta de la alcoba con intención de abandonar la estancia, pero Isabel interrumpe su marcha:
—Deteneos, todo eso puede esperar. En esta cama hace mucho frío para seguir durmiendo sola…
Fernando sonríe y se acerca a Isabel. Después de tanta separación y tanta refriega, la pareja comienza a besarse con ternura. Pero alguien llama a la puerta y entra sin aguardar el permiso real. Se trata de Gonzalo Chacón. Viene con el rosto demudado.
—Altezas… No me atrevería a molestar sin un motivo importante: Zahara ha sido tomada por los musulmanes.
Los reyes han acogido la noticia con rabia y estupor. Los encontronazos en la frontera entre castellanos y granadinos son habituales, pero nadie esperaba un ataque de tal envergadura. Al día siguiente Gonzalo Chacón comunica los detalles ante los soberanos y sus consejeros:
—La mitad de la población ha sido asesinada y los demás han sido llevados a Ronda, atraillados como esclavos.
Furibunda, Isabel golpea la mesa con su puño. Todos callan. La reina, erguida, arenga a los presentes:
—¡Bien sabe Dios que no solo la ciudad de Zahara volverá a ser cristiana! ¡Granada entera será arrebatada a los moros! Su perfidia tendrá la respuesta que merece. No nos quedaremos de brazos cruzados cuando en otros lugares la cristiandad combate contra el infiel.
—El Papa verá con muy buenos ojos que vuestros reinos también planten cara al Islam —avala el cardenal Mendoza.
Fernando toma la palabra:
—Mi señora, sabed que una vez comenzada la ofensiva contra Granada ya no habrá vuelta atrás. Y os aseguro que no va a ser un paseo triunfal. Los musulmanes acudirán a defender sus posesiones en Granada hasta el último hombre.
Chacón da la razón a Fernando con un gesto. Isabel parece decidida a contraatacar:
—De nada les servirá: nuestros hombres irán al combate con la misma entrega. Y con Dios a su lado.
—Cierto, así lo harán. Pero para poner fin a la reconquista se necesitará un gran ejército y grandes sumas de dinero —recuerda Chacón—. Y la guerra contra Portugal aún sigue presente en el ánimo de Castilla… Y en su tesoro.
—Razón de más para empezar a recabar apoyos cuanto antes.
Dicho esto, Isabel se dirige a su esposo:
—Aquí en Aragón tenéis una gran oportunidad de sumar hombres y dinero a la causa. Resolved de una vez vuestras disputas con los nobles y haced que contribuyan.
Los presentes esperan la respuesta de Fernando, pero aún no puede aventurarse a darla. Antes ha de forzar un acuerdo entre nobles y remensas.
Para ello convoca a Francesc de Verntallat, pero la noticia que este trae no contribuirá a cerrar las heridas entre los bandos contendientes:
—Ultrajada y golpeada con tal vileza que a su padre le costó reconocerla. Así fue devuelta la hija del remensa Dalmau Rupit. Murió a los pocos días.
—¡Maldito hijo de Satanás!
Se enfurece el rey por el grave desaire de Guifré de Prades a su autoridad. También porque no puede haber ocurrido en peor momento, cuando necesita el apoyo de los potentados catalanes para iniciar la campaña contra el infiel.
—No ha sido el único caso desde que apelé a vuestra justicia —continúa Verntallat—. Los nobles hacen cuanto se les antoja… Y en los campos se duda de que cumpláis vuestras promesas.
Fernando acusa la noticia.
—Ese hombre recibirá un escarmiento, os lo juro… Pero entendedlo, no me es posible someter por la fuerza a todos los nobles de Cataluña. Ni gobernar enemistado con ellos hasta el fin de los días.
A Verntallat le sorprende la tibieza del rey, dada la gravedad de la afrenta. Escruta a Fernando el militar, calibrando su compromiso.
—Si no os enemistáis con los nobles, lo haréis con los campesinos. No sé hasta cuándo podré contener su rabia, que es tan legítima como vuestra corona.
—Verntallat, ahora más que nunca es preciso que nobles y remensas dejen de pelearse. Castilla y Aragón tienen grandes empresas que acometer.
Fernando pone a Verntallat al corriente de lo sucedido en Zahara y de la respuesta que desean dar al emir granadino. Respuesta cuyo éxito y contundencia dependen de las fuerzas y los medios empleados.
—Vos sois un gran guerrero. Noble, fiel, valiente. Quiero que me acompañéis. Cabalgad a mi diestra, al frente de vuestro ejército de remensas… Y juntos llegaremos a Granada.
La decepción es evidente en el rostro de Verntallat.
—¿No obligaréis a los nobles a cumplir vuestras propias leyes?
—Ya llegará el momento de hacerles pagar sus insidias. Ahora os necesito a mi lado. Uníos a mí.
El catalán se niega:
—Habéis traicionado mi confianza en vos, no esperéis que yo haga lo mismo con los míos.
—Teneos, Verntallat, estáis a mi servicio. Combatiréis a mi lado si esa es mi voluntad.
El militar, orgulloso, da media vuelta con intención de abandonar el palacio.
—¡Verntallat! No os lo estoy pidiendo. Os lo estoy ordenando.
Francesc de Verntallat se detiene. Se vuelve hacia el rey, con una sonrisa amarga en los labios, y contesta:
—Yo no sirvo a mentirosos.
Luego reemprende su camino.
—¡Guardias! Detened a ese hombre —ordena el rey.
Los miembros de la guardia real aragonesa que custodian la sala reaccionan al mandato de Fernando. Prenden a Verntallat. Este no opone resistencia. Se deja hacer sin pestañear. Digno, retador, lleno de orgullo.
—Desarmadlo y conducidlo a los calabozos. —Y el rey añade hacia el catalán—: Tiempo tendréis de recapacitar… Y comeros vuestras palabras.
No cesa Fernando de pensar en el fiero Verntallat, encerrado en un calabozo como un traidor, cuando pocos hombres tan íntegros y leales ha conocido la tierra que lo vio nacer. Isabel contempla a Fernando sentado con la mirada perdida. Trata de reconfortar al soberano de Aragón:
—¿Por qué os torturáis? Sois el rey. Habéis obrado como debíais.
—Me siento como el mango del hacha del leñador. Madera traicionera que sirve para talar los árboles de cuya materia está hecha.
Isabel abraza a su esposo.
—Soy un miserable. Le debo la vida a ese hombre y así es como se lo pago.
—Tendrá ocasión de retractarse. Por lo que decís os es leal, estoy segura de que lo hará.
Fernando calla, culpable. En ese momento entra Chacón seguido del cardenal Mendoza.
—Altezas, al parecer el marqués de Cádiz y sus tropas han cruzado la frontera y han atacado la ciudad de Alhama, arrebatándosela a los moros.
Isabel cruza una mirada furibunda con Fernando. Chacón se percata y al cardenal le sorprende su reacción:
—Señora, ¿no os alegráis?
—Los reyes de Castilla y Aragón deben abanderar la guerra contra los moros, ¡no los nobles andaluces en su propio beneficio!
—Tenéis razón —afirma Chacón—. Vuestras tropas deben marchar a la vanguardia, pero aún no estamos en condiciones de enviar un ejército.
—Ya lo haremos —asegura el rey—. Por lo pronto, Alhama es cristiana de nuevo, no es una mala noticia… Que Roma sepa que ya se combate al Islam en la Península.
El cardenal se apresta a cumplir la voluntad del rey, pero Isabel lo detiene:
—Aguardad: partid mañana hacia Sevilla y haced saber que los reyes de Castilla y Aragón dirigen la campaña contra Granada. Ordenad en nuestro nombre que todo aquel capaz de alzar una espada contra el infiel se una a nuestras huestes.
A continuación, Isabel se vuelve a Fernando:
—Mi señor… Urge más que nunca que los nobles catalanes pongan sus fuerzas a vuestro servicio. Debéis lograrlo cuanto antes.
Tanto precisa Fernando el apoyo de los nobles del principado que nada ha hecho la Corona contra Guifré de Prades, a pesar de su peculiar desafío a la autoridad real.
Hoy ha vuelto a salir de caza. Esta vez, por fortuna, las piezas cobradas no caminaban erguidas ni eran esperadas al pie del altar. Cabalga Guifré de Prades por un camino angosto, seguido de varios de sus hombres, cuando una piedra impacta contra la cabeza de uno de ellos, haciéndolo caer del caballo. El propio Guifré da la señal de alarma:
—¡Nos atacan! ¡Desenvainad!
Pronto se ven rodeados por un grupo de remensas armados que duplican su número. Aparecen a ambos lados del camino, en clara emboscada. Viendo imposible la huida, el noble y sus hombres se disponen a defender su posición. A la cabeza de los remensas se encuentra Pere Joan Sala.
—¡Guifré de Prades, el infierno os aguarda! ¡Pues yo os condeno a morir!
Y al instante Pere Joan Sala se va a por él espada en alto.
Nada más llegar a Sevilla, el cardenal Mendoza se ha reunido con Gonzalo Fernández de Córdoba. Ambos estudian un plano de la ciudad de Alhama. Gonzalo pone al cardenal al corriente de las últimas novedades:
—El marqués de Cádiz se hizo con Alhama, pero ahora se encuentra atrapado en ella, pues el enemigo ha sitiado la plaza.
—¿Es posible romper el cerco?
—No será difícil. Los moros no pueden rodear todo el perímetro. Podremos abastecer a los nuestros.
—Obrad con cautela. Se encuentran demasiado cerca de Granada. Muley Hacén hará lo imposible por recuperarla.
—La defenderemos. La Alhama ya es un símbolo. Algo por lo que muchos están dispuestos a morir.
El cardenal Mendoza asiente. No obstante:
—Esperemos que no sea necesario. Contaremos con el ejército del duque de Medina Sidonia.
—Pensaba que estaría disfrutando con las penurias de su «amigo» el marqués…
—El duque sabe hasta dónde está dispuesta a llegar la reina… Y ha aprendido que no le conviene interponerse en su camino.
Hay una casta noble que cambia sus afectos, ideas y posturas según soplan los vientos del poder. La lealtad de los nobles de espíritu es menos volátil. Tal es el caso de Verntallat, capaz de soportar la humillación de verse enjaulado. Verntallat, en cuya rectitud las privaciones no hacen mella. Todo ello a pesar del deterioro físico causado por una estancia en los calabozos del rey que se alarga más de lo previsible.
—¡No seáis terco, por Dios! —clama Fernando ante él—. Cesad en vuestro empeño y aveníos a mi causa. ¡Prestadme ayuda como ya lo hicierais una vez!
Verntallat no reacciona. Mantiene inclinada la testuz. Isabel comienza a impacientarse, pero no quiere intervenir en asunto tan delicado para su esposo.
—No habrá de faltaros nada —insiste el rey—. Ni a vos, ni a los vuestros, os juro que si obedecéis…
De repente Verntallat alza la cabeza e interrumpe a Fernando:
—Juré obediencia a vuestra difunta madre, doña Juana Enríquez, no a vos.
Fernando se contiene e intenta obviar el insulto. La reina está menos dispuesta que el rey a perdonar el desafío:
—Debéis servir a vuestro rey. Os conviene a vos, a la Corona, y a la cristiandad entera.
—Contaréis con mi apoyo cuando cumpláis vuestra promesa —insiste el catalán—. De lo contrario, todos sabrán que habéis mentido.
El gesto de Fernando se endurece. Solemne y severo, se levanta del trono.
—Vuestra obstinación no me deja otra opción. Por la autoridad que me confiere la Corona de Aragón, os desposeo a vos, Francesc de Verntallat, de vuestros castillos, tierras y demás bienes. Quedáis relegado del cargo de capitán real, cargo que mi madre os otorgó por los servicios prestados a esta Corona.
Verntallat encaja impasible la sentencia:
—Soy hombre viejo, acepto mi destino con resignación. Pero vendrán otros con sangre nueva en sus venas, dispuestos a matar y a morir por que se haga justicia en los campos catalanes. ¡Tenedlo por seguro!
Pierres de Peralta irrumpe en el salón. Trae consigo un cofre. El navarro entrega una nota al rey. Fernando, extrañado, despliega el documento y lee:
—«Via fora». Es un llamamiento a las armas.
El rey mira a Verntallat:
—Lo envía vuestro lugarteniente, Pere Joan Sala.
A una seña del rey, Peralta levanta la tapa del cofre. Un olor nauseabundo se extiende rápidamente por el salón del trono. Es el aroma repugnante que despide la cabeza putrefacta de Guifré de Prades. Fernando anticipa rápidamente para sí las consecuencias del atentado. Le va a tocar apaciguar a los nobles catalanes antes de solicitar su respaldo. La audaz iniciativa del lugarteniente de Verntallat no deja otra opción:
—Desde este momento sois mi rehén. Sabed que vuestra cabeza ya no depende de vos, sino de las acciones de vuestros seguidores.
Verntallat escupe a los pies de Fernando, antes de ser conducido fuera del salón por la guardia:
—¡Traidor!
Emprende el catalán su regreso al calabozo mientras en la mente de Fernando se confunde el eco de su insulto con el de las palabras de Isabel: «Sois el rey, habéis obrado como debíais». Y el convencimiento de que su esposa está en lo cierto le hiela el corazón.
—¿Os ha quedado claro dónde se encuentran los aposentos del emir?
El mercenario de rostro oscuro y barba prematuramente encanecida confirma a Aixa que no cabe error alguno. Alto y enjuto, de mirada decidida, se limita a extender la mano para recibir por anticipado la paga acordada. Aixa le entrega la bolsa llena de monedas que el felón sopesa un instante antes de guardarla entre sus ropas.
—Recordad que primero debéis acabar con su vida y luego con la de su esposa y su hijo. Y ahora, convertíos en una sombra.
Se pierde el asesino en los corredores de la Alhambra. Permanecerá oculto hasta que sea la hora de lanzarse sobre su víctima, como las alimañas que solo cazan al amparo de las tinieblas. Llegado el momento, mientras el asesino da curso a su contrato, también Aixa se moverá sigilosa por uno de los pasillos del palacio. Frente a la puerta de una de las estancias, comprobará que nadie la observa antes de colocar en el suelo la espuela dorada que hurtó al caudillo abencerraje. Luego desaparecerá por donde ha venido. Cuando encuentren la espuela, todos entenderán la muerte del emir como la represalia por el ajusticiamiento del abencerraje Al-Sarray.
Callada está la Alhambra en esta noche particularmente densa y fría. Anhela el cuerpo de guardia que pase pronto, como un mal sueño. La alcoba del emir se encuentra en penumbra. Muley Hacén duerme junto a Zoraida. Una sombra se desliza por la estancia. La sombra muda en la figura del mercenario que, sigilosamente, desenvaina un cuchillo y se aproxima hacia la cama. Muley Hacén abre los ojos, aunque permanece inmóvil. Cuidadosamente, introduce la mano bajo la almohada, de donde saca una afilada daga justo en el momento en que el asesino se abalanza sobre él. Zoraida se despierta, sobresaltada, y grita. Muley Hacén ha logrado interceptar a tiempo la mano asesina. Ambos forcejean.
—¡Zoraida! ¡Nuestro hijo, protegedlo!
Zoraida obedece, tomando en brazos a Nasr, mientras da la voz de alarma. El emir esquiva las cuchilladas que lanza el mercenario contra él. El llanto del asustado Nasr se entremezcla con el jadeo y los bramidos de los combatientes. A pesar de la diferencia de edad, a pesar de carecer ya de la agilidad animal del asesino, la daga de Muley Hacén consigue alcanzar su antebrazo. Desarmado, lo tiene a su merced. Podría degollarlo allí mismo, pero opta por golpear brutalmente su frente y su rostro con la empuñadura de su arma hasta que el atacante queda inerte. Cuando por fin llega la guardia, todo ha terminado. El emir se incorpora, cubierto por la sangre de su agresor, y abraza a su mujer y a su hijo.
Apenas despunta el alba, Muley Hacén comunica lo sucedido a Boabdil y Aixa:
—Anoche intentaron asesinarme mientras dormía.
Aixa cierra los ojos, se lleva las manos al pecho, fingiendo preocupación por él. Boabdil hace ademán de acercarse a su padre, pero el emir lo impide con una seña para que su hijo se mantenga en su sitio.
—Mi sueño es ligero y pude reaccionar a tiempo. Pero tomad precauciones, la amenaza se cierne sobre nuestra familia. No estamos a salvo.
—¿Y el asesino? —pregunta Aixa—. ¿Conocéis su identidad?
—Me atrevería a jurar que han sido los abencerrajes, en venganza por la muerte de Al-Sarray.
El Zagal se incorpora a la reunión. Arroja una espuela dorada sobre la mesa del emir.
—Han encontrado esto cerca de vuestros aposentos. No cabe duda, han sido ellos. Ese tipo de espuelas solo las calzan los abencerrajes.
Aixa oculta su satisfacción. El atentado ha fracasado, pero la treta ha logrado su fin. Nadie pensará en acusarla.
—Parece que vuestras sospechas son ciertas —dice Aixa.
—No tardaremos en confirmarlas —apunta El Zagal—. Sabremos hacer hablar al traidor.
Aixa y Boabdil ocultan lo mejor que pueden su inquietud al conocer que el asesino está vivo. Es el único testigo que puede acusarlos. Y el interrogatorio será implacable. En manos de El Zagal, el mercenario puede acabar atribuyéndose todos los crímenes cometidos desde que los nazaríes se sientan en el trono de Granada. ¿Por qué callaría su participación?
—Deberíais despedazarlo y exhibir públicamente sus despojos —aconseja rápidamente Aixa—, y a continuación perseguir a los abencerrajes hasta que no quede ni uno en el reino. ¡Que escarmienten!
—No conviene precipitarse.
—¿Qué más pruebas necesitáis? ¡No van a parar hasta acabar con nosotros!
—Estamos en guerra contra el infiel. No es momento de avivar enemistades, sino de recordar que una misma fe nos une a todos.
—No podríamos combatir a dos enemigos a la vez —apunta El Zagal.
—Por ello he decidido convocar a los caballeros abencerrajes —declara solemne el emir—. Serán recibidos en la Alhambra con honores, como los valerosos guerreros que son. Quiera Alá que hagamos las paces de una vez por todas. Bastante sangre se ha derramado ya…
Aixa oculta su preocupación bajo el aparente estupor que le provoca el talante pacificador de su esposo.
—Han atentado contra vuestra vida. Si el crimen queda impune, vuestros enemigos lo entenderán como un signo de debilidad.
—Agradezco vuestro parecer. Pero en lo sucesivo, os agradeceré también que lo guardéis para vos.
La severidad del tono empleado por Muley Hacén incita a Aixa a guardar silencio. A solas con su madre, a Boabdil le angustia que se descubra que fueron ellos quienes enviaron al mercenario:
—Mi tío terminará arrancando la verdad al asesino. ¡Nos matarán en cuanto confiese!
—No lo hará. Yo misma me encargaré de callar la boca de ese hombre para siempre. No es lo único que debe preocuparos.
—¿Qué podría inquietarme más que perder la vida?
—Si el emir firma la paz con los abencerrajes estaremos solos… ¡A nadie más podremos acudir para que defienda vuestros derechos con las armas!
—¿Acaso importa? ¡Para entonces habremos muerto!
—Dejad que yo me ocupe de asegurar el silencio de nuestro amigo…
No hay mejor llave maestra que el oro. Aixa sabe que la cantidad suficiente en la mano apropiada abre cualquier puerta. Incluso la del calabozo que encierra al asesino contratado por ella. Previo pago, el carcelero que lo custodia franquea el paso a la esposa del emir. Vuelve la puerta tras ella, dejando a Aixa compartir con su esbirro la penumbra maloliente de la celda.
Aixa extrae de entre sus ropas una aguja de plata afilada y un frasco. Llega hasta el catre, donde bajo un cobertor ensangrentado se percibe el bulto del asesino acurrucado. Aixa se sienta junto a él.
—No temáis. Vengo a liberaros de vuestro tormento.
Aixa moja la aguja en el contenido del frasco.
—Pronto estaréis en el paraíso, rodeado de bellas mujeres…
Aixa se dispone a clavar la aguja emponzoñada en el reo. Tira de la manta y descubre que bajo ella solo hay un montón de paja colocada a propósito para que asemeje a un cuerpo tendido. De pronto la puerta del calabozo se cierra con estruendo. Viéndose atrapada, golpea desesperadamente el batiente.
—¡Abridme! ¡¡Abrid la puerta, os lo ordeno!!
Ha tenido tiempo Aixa de asimilar la treta de la que ha sido objeto cuando por fin la puerta se abre. No es el carcelero quien entra en la celda, sino El Zagal, quien sonríe cínico a la conspiradora.
—Siento comunicaros que habéis llegado tarde…
Dos noches más tarde, en uno de los patios interiores de la Alhambra, junto a una fuente que reposa sobre la efigie en mármol de doce leones, Muley Hacén recibe a los principales caudillos del clan abencerraje. Han acudido aquellos que han confiado en la oferta de paz del emir de Granada. El mismo que desde 1469 los ha hostigado hasta empujarlos al exilio en tierras cristianas. Solemne y magnánimo, Muley Hacén se dirige a ellos desde el centro de la estancia:
—Desde lo más profundo de mi corazón, agradezco que hayáis aceptado mi invitación para poner fin de una vez por todas a los enfrentamientos que vienen sucediéndose entre nuestros clanes…
Muley Hacén cruza una mirada con el capitán de su guardia. Este a su vez hace una seña a sus hombres. Al momento se reparten discretamente en torno a los invitados del emir, colocándose detrás de cada uno de ellos. Mientras, Muley Hacén atrae la atención de los caudillos rivales, mirando a sus ojos mientras prosigue su discurso:
—Como emir nazarí de Granada, Alá me ha encomendado la misión de hacer la guerra a los infieles y recobrar Al-Ándalus para el Islam… No permita la divinidad que nada ni nadie se interponga en mi camino.
Al término de sus palabras, los guardias desenvainan sus dagas. Con rapidez y por la espalda degüellan a cada uno de los caudillos abencerrajes, bajo la mirada impasible de Muley Hacén. Pero echa en falta el nazarí ver entre las gargantas seccionadas la del fiero Aben Hud, quien por cautela parece haber declinado la invitación. Habrá de encontrar la manera de obligarle a verter su sangre con la misma generosidad que sus hermanos de clan.
Con las ropas manchadas de sangre abencerraje, Muley Hacén acude hasta la celda donde permanece presa Aixa. Al ver entrar al emir, Aixa se incorpora del rincón en el que se resguarda. Repara inmediatamente en las salpicaduras que tiñen las finas telas de su esposo y se alarma:
—¿Dónde está mi hijo? ¿Qué le habéis hecho a Boabdil?
Aunque contenido, Muley Hacén no tiene el menor deseo de darle explicación alguna:
—Reconoced vuestra traición. Arrepentíos públicamente y todo esto habrá terminado para vos.
Aixa se niega. A pesar del desgaste que conlleva la prisión, aparenta mantener su temple intacto:
—Me habéis deshonrado y despreciado como esposa, me habéis humillado ante los ojos de todos. ¡Habéis traicionado a mi hijo por favorecer al de una perra cristiana!
—Veo que no, no os arrepentís —apunta cínicamente el emir.
—De lo único que me arrepiento es de no haberos matado yo misma.
—Ya veis. —Sonríe—. Una vez más, habéis tomado la decisión equivocada.
A continuación, el emir se aproxima a ella, amenazador:
—Antes de que el verdugo cercene vuestra cabeza, haré que vuestro sufrimiento sea largo como vuestra lengua de víbora, y profundo como vuestro rencor.
Muley Hacén sale de la celda. El chirrido de los goznes al girar, el ruido de la falleba al atrancar la puerta, ocultan el sollozo y la congoja que Aixa se permite a solas.
También ha reunido Fernando a los levantiscos nobles catalanes con quienes la Corona ha de enfrentarse cada cierto tiempo. Pero difiere la intención del aragonés de la del emir, pues en vísperas de una guerra necesita todos los apoyos posibles, por alto que sea el precio que pagar.
—Sé que no me defraudaréis. Que podré organizar levas en Cataluña, disponer de vuestros ejércitos, así como de las cantidades acordadas.
El rey muestra un documento recién firmado por él.
—A cambio, queda derogada la abolición de los usos señoriales. Sea esta la primera de las prebendas que disfrutaréis si marcháis conmigo contra Granada.
Fernando exhibe el legajo para satisfacción de los nobles.
—Hemos sido llamados a luchar por la cristiandad contra el invasor musulmán, como ya lo hicieran nuestros antepasados. Habréis de demostrar en el campo de batalla vuestra lealtad a la Corona y vuestra fe en Cristo Nuestro Señor. Y dar la vida si es necesario. ¿Estáis dispuestos?
Todos reaccionan a un tiempo, sin vacilación alguna, llenos de ardor guerrero:
—¡Por Cristo! ¡Por Aragón! ¡Por el rey Fernando!
Después de asegurarse el respaldo de la nobleza, Fernando parte hacia el sur. El 29 de junio de 1482, el rey se halla en Sevilla, reunido con Gonzalo Fernández de Córdoba en torno a un plano que representa la fortaleza de Alhama. Gonzalo pone al rey al corriente de la situación:
—Esta es la posición actual de las fuerzas con las que el Muley asedia Alhama —señala Gonzalo.
—Han estrechado el cerco.
—Así es. Me temo que sin refuerzos el marqués pronto tendrá que expulsar de la fortaleza a los civiles.
La reina Isabel teme por sus súbditos.
—¿Y dejarlos en manos de los moros?
—Los civiles consumen víveres —aclara el militar—. Terminan por acortar el tiempo de los tres cuerpos de salvaguardia…
—Defensa, reemplazo y descanso. —El rey anticipa la explicación de Gonzalo—. No daremos lugar a que eso ocurra. Los meses de verano juegan a nuestro favor.
—Si pudiéramos romper el sitio por estos riscos —Gonzalo señala el mapa—, los nuestros podrían situar la artillería aquí, aquí y aquí.
—Contad con Francisco Ramírez y dejaos aconsejar. Sin su pericia hubiéramos perdido la guerra en Burgos.
Aún no ha terminado el rey la frase cuando Isabel hace un gesto de dolor, llevándose la mano al abdomen. Fernando se abalanza sobre ella.
—¡Isabel! ¿Qué os sucede?
—Ya viene, Fernando —balbucea la reina—, nuestro hijo ya está aquí…
Fernando se fija en que el vestido de la reina está empapado. Inmediatamente ordena a Gonzalo:
—¡Rápido, avisad al físico!
Gonzalo sale raudo mientras Fernando cuida de su esposa.
Postrada en su lecho, con la mano de Beatriz de Bobadilla entre las suyas, Isabel padece grandes dolores. Lorenzo Badoz examina a la reina, ayudado por Catalina. Fernando y el resto de los presentes aguardan las conclusiones de Badoz. Cuando el físico termina su exploración, hace un aparte con Fernando.
—Mi señor, el parto se presenta complicado.
—Explicaos, por el amor de Dios.
—La placenta bloquea el canal por el que debe nacer vuestro hijo.
Fernando comprende la gravedad de la situación, más por el tono del galeno que por los detalles fisiológicos. Badoz susurra al rey:
—Haced que salga toda esta gente.
Fernando asiente y se vuelve hacia los presentes:
—Que todo el mundo abandone la cámara.
Todos obedecen. Badoz se dirige a Beatriz de Bobadilla y a Catalina, notablemente preocupadas.
—Vos, no. Voy a necesitar de vuestra ayuda. De momento ocupaos de que calienten paños y gasas limpias.
Beatriz y Catalina obedecen al momento. Mientras, Fernando vuelve junto a su esposa. Le pone una mano en la frente sudorosa y la besa, antes de abandonar la estancia preso de la preocupación.
Fernando, junto a Gonzalo Chacón y fray Hernando de Talavera, aguarda impaciente tras la puerta de la alcoba real. Llevan horas haciéndolo, rogando por que el parto sea finalmente menos difícil de lo anunciado. El rey no soporta más la espera.
—¿Por qué tardan tanto?
—Tranquilizaos, alteza —sugiere amable Gonzalo Chacón—. La reina se encuentra en buenas manos.
La puerta de la alcoba se abre por fin. En el umbral aparece Badoz, fatigado y con sus vestimentas abundantemente manchadas de sangre. Fernando se alarma al verlo:
—¡Dios mío! ¿Qué clase de carnicería ha tenido lugar ahí dentro?
—Vuestra esposa ha dado a luz gemelos.
—¡Isabel! Lo único que me importa es Isabel. ¿Cómo está?
Badoz inclina el mentón.
—Como preveíamos, el parto se ha complicado…
Fernando no espera más explicaciones y entra en la alcoba. El rey se detiene al ver a Isabel al borde del desfallecimiento y con la cara desencajada por el esfuerzo. Le impresiona ver la cantidad de lienzos empapados en sangre que Catalina está retirando.
—Han sido gemelos —farfulla la reina, casi incapaz de hablar—. Un niño y una niña…
—Callad, callad, esposa mía, no habléis ahora.
Fernando besa suavemente la frente y las manos de su esposa. No se le escapa que, en un discreto aparte, Beatriz envuelve en telas el cuerpo sin vida de uno de los recién nacidos. Badoz se acerca a los reyes.
—Por desgracia, altezas, el varón no ha sobrevivido.
El galeno fuerza al rey a separarse de su esposa. En tono confidencial, alerta a Fernando sobre el estado de la reina:
—Todavía no hemos podido detener la hemorragia.
—¿Y a qué esperáis?
—Os juro que estoy haciendo todo lo posible.
Fernando se atreve a pronunciar una pregunta que le lacera los labios y el corazón:
—¿Corre peligro la vida de la reina?
—Me temo que así es, alteza.
Hubiera bastado ver la mirada de Lorenzo Badoz para hallar respuesta. Fernando encaja desesperado el dictamen del físico y vuelve junto a su esposa. Pasan las horas sin que el rey suelte la mano de Isabel. La fiebre invade su cuerpo debilitado. Se agita y delira la reina de Castilla:
—¿Es que no soy digna de vos?… ¿Acaso ya no me amáis?… ¿Por qué me traicionáis?…
Fernando no puede evitar que una lágrima surque su rostro. Culpable y desolado, aprieta la mano de Isabel con más fuerza.
—Perdonadme, os lo suplico… En mi vida solo hay lugar para vos, os lo juro…
Beatriz de Bobadilla se acerca hasta el cabecero de la cama. Viene a enjugar el sudor de la reina con un paño.
—Señor, vos también deberíais descansar. De seguir así también caeréis enfermo.
—No pienso separarme de ella. Moriremos juntos si así lo quiere Dios.
Badoz acude junto al rey.
—La hemorragia no cesa —explica—. Así es imposible que cicatrice. Esto es lo que provoca las calenturas y el desfallecimiento.
Fernando aguanta el llanto apoyándose contra uno de los mástiles del dosel de la cama.
—Señor, por qué no atendéis mis plegarias. Llevadme a mí y salvadla a ella… —y, desesperado, el rey apremia a Badoz—: ¡Tenéis que salvarla!
Titubea el galeno, pensativo, antes de explicarse:
—En Granada aprendí algunos remedios de la medicina musulmana que podría intentar…
—¿Por qué no lo habéis hecho antes?
—Alteza, es ciencia infiel… Y muy arriesgada.
—Usadla. Haced lo que sea necesario.
—Sabed que no siempre da resultado.
Fernando conmina al físico:
—Que os traigan lo que necesitéis para vuestra cirugía. Poneos a sus órdenes —ordena el rey a Catalina— y regresad lo más rápido que podáis.
La dama asiente y sale de la alcoba junto a Badoz. Fernando vuelve a rezar, arrodillado en silencio junto a su esposa.
A pesar de la conquista de Zahara, de la presumible aniquilación del clan de los abencerrajes, del desmantelamiento de la conspiración de Aixa y Boabdil contra él, Muley Hacén ha pasado los últimos días sumido en el silencio, taciturno y apartado de casi todos. Zoraida interpreta que su estado se debe a tener que sentenciar a traidores en otro tiempo tan queridos por él. No anda descaminada, aunque no es ese el único asunto que preocupa al emir.
—Mi señor, ¿habéis decidido ya el destino de vuestra esposa y vuestro hijo?
—La traición ha de pagarse con la vida, pero ejecutar a Boabdil y a su madre debilita a mi familia. Mis enemigos podrían sacar partido…
—Me tenéis a mí y al hijo que os he dado.
Muley Hacén lo admite con una sonrisa. Oculta sin embargo cuánto le inquieta que Zoraida y Nasr acaben siendo objeto de una venganza contra él.
El Zagal interrumpe sus reflexiones. Sostiene un escrito entre sus manos.
—¿Alguna nueva de Alhama? —pregunta el emir con cierta ansiedad.
—No, mi señor. Los cristianos soportan las penurias del asedio a pesar de todo.
El Zagal entrega el escrito que trae a Muley Hacén. Este comienza a leer en alto:
—«Paseábase el rey moro / por la ciudad de Granada, / desde la puerta de Elvira / hasta la de Vivarrambla. / Cartas le fueron venidas / cómo Alhama era ganada».
La lectura ofusca el ánimo del soberano:
—¿Qué significa esto? ¿Quién lo ha escrito?
—Son versos que entonan los cristianos en la frontera. De ellos se alimentan sus tropas.
Muley Hacén rompe con rabia el escrito, como si con ese acto arruinara el efecto que produce en el enemigo.
—¡Enviad a todos los hombres disponibles para recuperar la plaza! ¡Encargaos personalmente y no regreséis sin la victoria!
—Si me lo permitís, no creo que sea seguro dejar la Alhambra desprotegida.
—Tengo a mi escolta y los traidores están donde deben estar. ¿Acaso teméis que Aben Hud se presente aquí tras acabar con sus caballeros? ¡Aniquilad a los cristianos!
—Así lo haré, os lo prometo.
Mientras Badoz interviene a la reina, Fernando susurra al oído de Isabel permanentemente. Nadie escucha las palabras de amor y consuelo que dedica a su doliente esposa. Al otro lado del lecho, fray Hernando de Talavera ruega arrodillado por la vida de la reina. Badoz, concentrado en su delicada tarea, hace uso de los diferentes utensilios médicos que Catalina le va entregando. Por fin, exhausto, da por terminada la intervención:
—Podéis cubrir a la reina…
Catalina obedece. Fernando se acerca al físico, que enjuaga sus manos de sangre en una aljofaina.
—Mis conocimientos y mis manos llegan hasta aquí. El resto depende de ella.
—¿Vivirá?
—Si antes del alba no muestra signos de mejoría, no habrá nada que hacer.
Fernando acepta el cruel vaticinio de la naturaleza:
—Fray Hernando, ungid con los santos óleos a la reina y rezad por su alma sin descanso. Retiraos después, deseo velar a solas el sueño de mi esposa.
Al alba, las primeras luces comienzan a iluminar la alcoba de la reina. A Fernando le ha vencido el agotamiento. Duerme arrodillado junto a la cama cuando un leve movimiento de Isabel lo despierta. Fernando se incorpora y se abalanza hacia ella. Esperanzado, le acaricia el rostro con delicadeza y le besa la frente.
—¿Isabel?… Amor mío…
Isabel abre los ojos y Fernando la besa con devoción.
—¡Gracias, Señor…!
—Mis hijos… ¿dónde están? —pregunta la reina, aún aturdida—. Quiero ver a mis hijos…
Fernando, emocionado, no puede contener las lágrimas.
—No os preocupéis por nada. Están todos bien.
Fernando llega hasta la puerta de la alcoba y la abre. Allí encuentra a Chacón, Talavera, Gonzalo y Beatriz de Bobadilla. Han permanecido junto a ella toda la noche. Al ver la expresión del rostro del rey suspiran con alivio.
—¡La reina está consciente! —exclama Fernando—. ¡Avisad a Badoz! ¡Rápido!
Muley Hacén ha sido testigo de lo que le parecía imposible. Aprovechando la merma en la defensa de la Alhambra, Aben Hud y sus caballeros abencerrajes se han introducido en palacio. No han tardado en reducir a la guardia del emir, pasando a cuchillo a la mayoría, como ellos hicieron con sus hermanos de clan. Muley Hacén se escabulle por un corredor de la Alhambra, en busca de Zoraida y de su hijo, mientras escucha la orden en la voz agitada del propio Aben Hud:
—¡Id en busca del emir! ¡Que no escape!
En la alcoba del soberano granadino, custodiados por los escasos efectivos de su guardia que han escapado a la masacre, Zoraida y Muley Hacén reúnen las pocas pertenencias que podrán llevar en su precipitada huida.
—¡Tomad solo lo necesario!
Joyas y monedas que franqueen puertas y dobleguen voluntades, sobre todo.
—¡Decidme qué ocurre! ¿Por qué tenemos que abandonar la Alhambra?
—Los abencerrajes nos atacan. Se han alzado contra nosotros. ¡Apuraos! ¡La guardia no basta para protegernos! ¡Estamos a su merced!
Zoraida toma a su hijo Nasr en brazos.
—¿Adónde vamos a ir?
Muley Hacén cruza una mirada con el capitán de su guardia.
—Hay salidas que no han sido descubiertas. ¡Salgamos!
Aixa y Boabdil han escuchado ruidos de espadas y griterío desde su encierro. Ambos piensan que ha llegado su hora. Sin embargo, son sus libertadores quienes acuden a su rescate. Al mando, el fiero Aben Hud, quien les da la noticia:
—Sois libres.
—¿Y mi padre?
—Ha conseguido huir con su familia. Vos sois ahora el emir de Granada. Os hemos devuelto el trono que os pertenece.
Ni siquiera el gozo de verse liberada y a punto de conseguir su ansiado objetivo contrarresta la cautela de Aixa:
—¿Qué queréis a cambio?
—Basta con que vuestro hijo no sea un tirano como el Muley.
—De eso podéis estar seguro —afirma Boabdil.
Aixa, radiante, celebra por fin el destino de su hijo:
—Estaba escrito… ¿Lo veis? ¿Lo veis ahora? ¡Abajo el tirano! ¡Alá es grande!
Boabdil la respalda, emocionado. Toma la palabra ante los presentes, la mayoría abencerrajes. Ayer enemigos, hoy aliados.
—Juro que gobernaré con justicia y rectitud. ¡Y juro que defenderé a Granada de sus enemigos hasta la muerte!
Todos se postran ante el nuevo emir, que parece satisfecho y orgulloso con los guerreros a sus pies. No percibe la mirada furtiva que Aixa y Aben Hud intercambian.
Mientras, Muley Hacén cabalga junto a Zoraida y su reducido grupo de guardias. El emir detiene la marcha y se gira para contemplar el palacio de la Alhambra en la distancia. Se jura a sí mismo que volverá a ser suyo.
Han pasado los días y el rostro de Isabel ha recobrado su color. Fernando, ataviado con ropas militares, acude hasta el lecho para despedirse de ella.
—Mi señora, estamos listos para partir con nuestros ejércitos.
Aunque debilitada, la reina está al tanto de lo que sucede en sus dominios:
—¿Es cierto que los remensas han liberado a Verntallat?
—Así es. Pero eso no debe preocuparos ahora. Ya llegará el momento de ajustar cuentas, con unos y otros.
Han sido los hombres de Pere Joan Sala quienes han asaltado la prisión donde penaba el catalán. Ya tiene el rey un plan para él, pero habrá de esperar a terminar la campaña en Granada. Fernando se acerca hasta la cama y besa a su esposa antes de partir hacia el combate.
—Id y luchad con valor… Y no permitáis que os quiten la vida.
—Os juro que regresaré muy pronto, con un buen puñado de victorias en mis manos.
Isabel sonríe. Acto seguido, Fernando se sitúa en el centro de la alcoba, desenvaina su espada y se arrodilla ante fray Hernando de Talavera.
—Bendecidme, os lo ruego.
Fernando inclina el mentón, apoyando su frente contra la empuñadura de la espada que sujeta con las dos manos clavándola en el suelo.
—En nombre de Dios, de Castilla y de Aragón, pondremos fin a la reconquista.
Talavera bendice al rey ante la emoción de todos los presentes. Pero ni la emoción ni la admiración hacia su esposo, capitán de sus ejércitos, evitan que Isabel tema por él en lo más profundo de su corazón.