7

Durante los últimos tiempos, en ocasiones el príncipe Juan se ha visto aquejado de fiebres. Aunque a sus dieciséis meses sigue siendo un niño pálido y delgado, los cuidados de Lorenzo Badoz han hecho posible que se recuperara en cada episodio. Hoy, su salud parece mejor que nunca, como bien apunta Beatriz de Osorio:

—Su alteza el príncipe no camina, corre.

En este tiempo Isabel ha dado a luz a Juana. El parto, afortunadamente, ha sido menos difícil que los anteriores. La reina sostiene a la pequeña en sus brazos mientras Badoz la examina.

—¿Cómo se encuentra la infanta?

—Fuerte y sana —se anticipa Fernando, orgulloso—. Parece tener prisa por hacerse una mujer.

—Su ama puede dar fe —corrobora la reina—. Juana come con el mismo brío con el que llora. ¿Y yo? ¿Cuándo podré levantarme? Castilla no espera.

—Alteza, armaos de paciencia —replica el físico—. Aún tenéis las piernas muy inflamadas. Tardaréis en retomar vuestras tareas.

La impaciencia de la reina por volver a la actividad normal es evidente. El galeno insiste:

—Os aplicaré unos ungüentos y habréis de tomar unas tisanas. —Y añade, dirigiéndose a Beatriz de Osorio—: Os daré cuenta de cómo se preparan.

Lorenzo Badoz mira a Isabel con semblante más grave. Es su obligación pronunciar una incómoda advertencia. Lo hace cuidando el tono y las palabras empleadas:

—Concebir dos veces en tan breve plazo ha sido una dura prueba para vuestro cuerpo.

—Es nuestro deber tener descendencia.

—También debería serlo demostrar prudencia —se atreve a decir el físico—. Otro embarazo resultaría fatal para vos.

Fernando e Isabel escuchan el dictamen impasibles. Con la necesaria discreción, Badoz añade:

—Altezas, es vital que guardéis abstinencia.

La recomendación también llega a los atentos oídos de Beatriz de Osorio.

—¿Por cuánto tiempo? —pregunta Isabel.

—Hasta que estéis restablecida. Entonces hablaremos.

Mientras Lorenzo Badoz se dispone a detallar las recetas a una siempre dispuesta Beatriz de Osorio, los reyes asimilan el consejo del físico. No es fácil cuando acaban de traer al mundo a una infanta robusta y despierta. No lo es cuando tanto se aman y se necesitan, pues la pasión aún alarga las noches compartidas. Bien conocen uno y otro sus temperamentos. Y el del rey no lo conoce menos Beatriz de Osorio.

Ante una iglesia sevillana se arremolina un corrillo de hombres y mujeres, como ante tantas otras en esos días. No esperan caridad. Son los escritos que aparecen clavados en las puertas lo que atrae su atención. Algunos sonríen al leer, otros se esfuerzan por entender lo que pone. Un joven estudiante se cuela entre el gentío, echa un ojo rápido al libelo y lo arranca al instante. Se gira hacia los congregados, con aires de comediante.

—¡Acercaos, acercaos! ¡Escuchad aquellos a quienes Fortuna privó del disfrute de la lectura! —parodia el joven petulante con cierta guasa.

—¡Callad y leed! —replica el público.

El estudiante sonríe, alza el documento y declama ante su audiencia:

—«Talavera, fray Hernando / por Sevilla paseando / y el catecismo enseñando / a quien os anda burlando. / Decid a doña Isabel / que vuestra labor es vana: / si el marrano muda a fiel, / la Virgen es barragana».

La mayoría de los presentes entienden que el escrito ridiculiza la labor evangélica de Hernando de Talavera entre los conversos, que Isabel ha amparado. Parte del público se regocija con los insultos a la reina y al confesor, otros se escandalizan y se marchan. Una mujer mayor se santigua pero se queda, ávida de comadreos. El estudiante prosigue, elevando el tono:

—«No debería reinar / quien no sabe gobernar, / pues no hay hereje que tema / a soberana tan mema. Y vos por ser tan beato / no merecéis mejor trato. / Que conversos y ladrones / hay en la Iglesia a montones».

Cristianos descreídos, conversos, judíos o simples aficionados a la holganza y al buen humor, son muchos los que jalean entre risas la lectura del libelo infame. Un fraile se abre paso entre los reunidos, apartando enérgicamente a quienes se interponen hasta llegar ante el estudiante. Es fray Alonso de Hojeda, prior de los dominicos sevillanos. Le arranca con rabia el escrito y encara iracundo a los presentes:

—¡Fuera de aquí, pecadores! ¡Largo!

El joven estudiante es el primero en poner pies en polvorosa, mientras los risueños pecadores se van dispersando.

—Aceptad nuestras condolencias, reverencia —solicita sinceramente el rey Fernando al cardenal Mendoza—. Con la muerte de vuestro hermano don Diego, Castilla ha perdido a uno de sus hombres más leales.

Se refiere el soberano al fallecimiento de Diego Hurtado de Mendoza, que ha pasado a mejor vida a los sesenta y cinco años. Con indudable señorío, tanto veló el difunto por la denostada Beltraneja como hizo después por la reina Isabel.

—Agradezco de corazón vuestras palabras en mi nombre y en el de mi familia —responde el cardenal.

En verdad ha sido una gran pérdida para los Mendoza la muerte del primogénito, primer duque de las Cinco Villas del Infantado, segundo marqués de Santillana y conde del Real de Manzanares. Hombre de ojos prietos y facciones serenas, algunos en la corte lo recuerdan como «vencido del apetito de mujeres y manjares». Un rasgo de familia, a juzgar por la caterva de hijos naturales que engendran los varones Mendoza.

Pero no es el luto por el hermano lo que lleva al cardenal ante Fernando, sino el libelo contra Talavera que circula por Sevilla.

—Creo que os conviene estar al corriente —apunta al ofrecérselo al rey.

—«No debería reinar quien no sabe gobernar.» —Fernando culmina su atenta lectura en voz alta—. Así que este es el fruto de la evangelización de fray Hernando.

El cardenal asiente con cierta afectación, antes de señalar:

—De llegar a manos de la reina se llevaría un gran disgusto…

—Pero respondería con firmeza. Vos la conocéis.

—Me leéis el pensamiento —responde el purpurado, sonriendo en connivencia con el rey.

No comparten Fernando y el eclesiástico los reparos de Isabel para dejar que la Inquisición actúe en Sevilla contra los conversos que judaízan. Y ambos saben que la reina no gusta de ser objeto de burla o chanza.

—No os demoréis entonces —sugiere Fernando.

De inmediato el cardenal hace una reverencia y sale, cruzándose con Beatriz de Osorio. La puerta se cierra tras él y la joven se inclina ante el rey.

—Vuestra esposa me envía en busca de su breviario.

Fernando indica con un gesto dónde puede encontrarlo. La joven se acerca y lo coge. Al momento Fernando la abraza por la espalda y la besa.

—Tenemos pendiente una partida de caza, vos y yo… a solas.

Cierto es que ha habido otros encuentros entre el rey y la dama desde aquella vez. Quizá la precipitación apasionada del primero, el temor a ser descubiertos o el entorno donde se produjo lo han grabado en la memoria del soberano seductor. Pero Beatriz de Osorio se opone hoy a los besos del rey, aunque Fernando le dé la vuelta y continúe prodigándoselos en el cuello, en la garganta, en el escote, hasta que flaquea su resistencia.

—Por Dios, os lo ruego —suspira.

Fernando la apoya sobre la mesa. Descubre sus hombros, enardecido. Sus labios y sus manos no dejan de buscar la piel de la dama. Beatriz cierra los ojos. Solo con un sollozo responde a las caricias del rey.

—Parad, os lo suplico, parad de una vez…

Fernando se aparta de ella. En el ardor de la mirada del rey hay un poso de extrañeza. Beatriz se ve forzada a explicar su rechazo:

—Mi señor, me torturan los remordimientos.

—Es el deseo lo que os tortura…

Incrédulo, vuelve a la carga Fernando pero la Osorio lo detiene:

—Alteza, no tengo ánimo para negaros nada, vos lo sabéis. Pero la reina… aún convalece del nacimiento de vuestra hija y yo… no he de sustituir a mi señora.

No sabe a ciencia cierta el rey si los remordimientos de la dama son sinceros. La joven no es capaz de sostener su mirada.

—Jamás os pediría tal cosa —afirma, no obstante.

—Lo sé, lo sé… Pero no puedo, os lo juro, perdonadme, debo ser leal…

El rey la deja en paz.

—Estad tranquila. No os importunaré más. —Coge Fernando el breviario y se lo tiende a la joven—. No hagáis aguardar a mi esposa.

En el palacio de Sintra, la infanta Isabel juega con su prometido, el infante Alfonso. Hoy es un niño de seis años, cuatro menos que la infanta. Cuando cumpla los quince será su esposo y un día está llamado a heredar el trono de Portugal. Nada de todo esto parecen tener en cuenta, inmersos en sus juegos infantiles. Trata Isabel de atrapar a Alfonso con los ojos tapados, mientras este la incita y la esquiva una y otra vez.

—Yo soy ciego y no veo nada, a quien diere no se me da nada —canturrea la infanta.

Las manos de Isabel topan con unas ropas. Entre risas, la infanta se quita la venda pero enmudece al ver que ha atrapado a una dama por error, para regocijo de Alfonso. Una dama que viste lujosos ropajes y se adorna con joyas, no el austero hábito de novicia que se le supone en Castilla. Pues aunque la infanta lo ignora, la dama no es otra que Juana.

—Es grato ver que los futuros reyes de Portugal se divierten tanto.

—¿Quién sois? —inquiere la infanta, precavida.

—Soy castellana… e hija de reyes, como vos.

Isabel no termina de ubicarla. Juana sonríe con fingida amabilidad y se identifica:

—Vuestra prima Juana.

—No sabía que tuviera una prima aquí…

—Porque no os han hablado de mí. ¿Echáis de menos Castilla? Yo mucho.

La infanta baja la guardia:

—Yo también.

—Es curioso conocernos aquí —señala Juana irónicamente—, donde las dos vivimos por culpa de vuestra madre, ¿no os parece?

Calla la infanta, percatándose de la mordacidad de Juana.

—Mas no os aflijáis, quizá vos regreséis a Castilla un día. Con «ella» nunca se sabe… Si le conviene deshará vuestro compromiso —remata la Beltraneja.

Al entrar en la estancia, Beatriz de Braganza se sorprende viéndolas juntas. Acude al instante junto a la niña y le pasa un brazo protector sobre los hombros. Más segura por la presencia de su tía, la infanta se yergue ante la intrusa. A Juana le hace gracia el carácter que demuestra la hija de su rival.

—Vuestra protegida suspira por Castilla, como yo —asegura Juana a la Braganza—. Pero temo que no conoce bien a su madre.

Beatriz desautoriza a Juana:

—No hagáis caso —conmina a la pequeña, y a continuación ordena a los dos infantes—: Esperadme en vuestros aposentos.

Los niños obedecen y van hacia la salida. Juana alza la voz para lanzar una última advertencia malintencionada:

—Vivís a su merced. Y os hará desgraciada, tenedlo por seguro.

A Isabel le viene a la memoria una frase que ha oído repetir a Catalina, la dama de su madre: «El mejor desprecio es no hacer aprecio». De modo que hace oídos sordos a la proclama de Juana y abandona la cámara junto a Alfonso sin girarse hacia la intrusa. A solas, Beatriz de Braganza reprende severamente a Juana:

—¿Cómo tenéis el descaro?

—Ay, señora, por más que procuro, el convento no deja de parecerme un lugar frío y aburrido.

Beatriz de Braganza no está para chanzas. Encara a la novicia furtiva, seca y autoritaria:

—Oídme bien y recapacitad. No os pido que permanezcáis entre cuatro paredes, pero si no pasáis desapercibida tendréis problemas.

El tono de Beatriz no permite interpretaciones, ni la mirada que lo acompaña. Juana disimula un estremecimiento y deja la estancia, vigilada por la Braganza.

No ha tardado la reina Isabel en convocar a fray Hernando de Talavera. Ha bastado leer el libelo que el solícito —e interesado— cardenal Mendoza ha puesto ante sus ojos. Se encuentra el purpurado junto a ella, un paso por detrás, cuando el fraile se presenta ante la reina:

—Alteza, me llena de gozo veros tan recuperada.

Agradece el cumplido Isabel con un gesto pero acto seguido muestra el escrito a fray Hernando.

—¿Podéis explicarme qué es esto?

La recriminación de la reina coge a Talavera desprevenido. Acierta el fraile al intuir que el cardenal ha intervenido para que el libelo llegue hasta ella. Cruza su mirada con él mientras contesta:

—A buen seguro su reverencia os habrá dado hasta el último detalle.

—Sois vos quien debería haberme informado.

—Disculpad. Mi error ha sido querer evitaros quebraderos de cabeza. Estoy escribiendo una respuesta en la que rebato una a una las infamias que…

—Esto no es una disputa sobre la doctrina de la Iglesia —interrumpe enojada Isabel—. Es una ofensa contra mí y contra la Corona. Si queda sin castigo, seguirán otras.

—Mi señora, purificar la fe de los conversos es una misión llena de obstáculos. Apenas hemos dado los primeros pasos, os ruego me permitáis…

—No porfiéis —vuelve a interrumpir la reina—. Continuad vuestra labor si os place, aunque dudo que así podáis acabar con la herejía. Quizá ha llegado la hora de emplear instrumentos más eficaces para acabar con la herejía.

Dispuesto a acatar la voluntad de Isabel, Talavera calla. No tiene intención de proporcionar mayor disfrute al cardenal Mendoza.

Acude Fernando a la reunión mientras ilustra a Peralta sobre la ofensiva turca en el Mediterráneo. El aragonés lamenta la pasividad de Roma:

—Así hace el Papa su guerra santa, sin mover un dedo para liberar Otranto.

—Poco queda por liberar —suspira mosén Pierres—, ya han pasado a cuchillo a todos sus habitantes: dos mil almas.

—Hay que detener al turco… Que la armada aragonesa parta hacia Nápoles. Llevaréis mis órdenes a vuestro regreso.

—No podréis vencer sin apoyos —advierte el navarro con razón.

—Pues habrá que conseguirlos. No es solo Otranto, Peralta; está en juego el dominio del Mediterráneo. ¿Qué pasaría si todos los pueblos infieles firmaran una alianza? La cristiandad entera estaría en peligro. El propio emir de Granada no tardaría en atacarnos.

—Muley Hacén no es el Gran Turco.

—Cierto, pero con el respaldo de los suyos, quién sabe de lo que se vería capaz. Acabemos con la amenaza antes de que exista.

Acata Peralta el mandato y Fernando entra en el salón real del alcázar. Allí, ante un derrotado y enmudecido fray Hernando de Talavera, Isabel acaba de anunciar al cardenal Mendoza, arzobispo de Sevilla, que será en su diócesis donde la Inquisición iniciará su labor contra los herejes. Es una decisión que Isabel y Fernando han tomado de mutuo acuerdo.

—Como arzobispo de Sevilla sabemos que os complacerá nuestra elección —afirma el rey, dedicando una discretísima mirada de complicidad al purpurado—. Es nuestra intención nombrar al inquisidor general lo antes posible.

—Aunque tengamos potestad para designar a quien nos plazca —apunta Isabel—, recordemos que el Papa aceptó tal condición a disgusto.

—Cierto, conviene limar asperezas con Roma. —Y a continuación entrega un legajo al cardenal—. Estos son los candidatos de la Santa Sede. Si no halláis al hombre adecuado en la lista, buscadlo en otra parte.

Mendoza repasa el documento.

—¿Cuáles han de ser sus virtudes, en vuestra opinión?

—Debe ser un clérigo sin ambiciones mundanas —detalla Isabel—. Austero y devoto, de voluntad inquebrantable. Dispuesto a luchar sin desmayo contra la herejía y a la par piadoso, capaz de perdonar.

—No son pocos los requisitos —murmura el cardenal.

Fernando no contraviene las exigencias de la reina.

—Ha de reunirlos todos, pues actúa en nombre de la Corona.

Isabel expone sus razones:

—A la vista de lo sucedido en otras partes, quiero estar segura de que no se producirán desmanes en mi nombre.

Los ojos del cardenal Mendoza se detienen en uno de los nombres propuestos por la Santa Sede.

—Quizá Roma nos haya facilitado la tarea…

Días después, en presencia de Susana, un clérigo de hábito austero y gesto adusto hace una reverencia ante los reyes. A continuación se arrodilla.

—Altezas. Me presento ante vos con toda humildad.

Así acude fray Tomás de Torquemada a la llamada de los soberanos de Castilla. A Isabel no le desagrada la actitud del dominico, dándola por sincera.

—Una cualidad muy necesaria en quien ha de juzgar errores ajenos.

—Todos somos pecadores y un día responderemos ante el único juez verdadero.

—Entretanto, otros responderán ante vos… y vos ante la Corona —apostilla Fernando, haciendo valer su autoridad sin perder el humor.

Isabel, con gesto solemne, entrega un documento al clérigo.

—Fray Tomás de Torquemada, por la gracia de Dios os nombro inquisidor general del reino de Castilla.

El fraile inclina la cerviz en señal de aceptación.

—Será un gran honor combatir la herejía en vuestro nombre y en el de la Santa Madre Iglesia.

—Así habrá de ser —corrobora la reina—. Que los inocentes puedan demostrar su inocencia y los culpables reciban justo castigo. Vuestra labor empieza mañana mismo y creed que consumirá todo vuestro tiempo. En Sevilla son muchos los conversos que perseveran en sus prácticas heréticas; unos por error, otros por contumacia.

Desde la autoridad que su nuevo cargo le confiere, fray Tomás de Torquemada osa exponer sus propias ideas:

—Mis señores, con el debido respeto, mientras haya judíos en Castilla será difícil acabar con la herejía…

—En Sevilla hace tiempo que viven apartados —corrige Isabel—. No así los falsos cristianos. Son ellos quienes amenazan la fe verdadera, no lo olvidéis. Los judíos quedan fuera de vuestra jurisdicción.

Torquemada, cauto, acata la voluntad real.

—Los herejes serán perseguidos y ajusticiados. Os doy mi palabra.

—Fray Tomás, vuestra misión es lograr su arrepentimiento, no ejecutarlos. Puede que en otros reinos cristianos el fuego de la hoguera asegure la pureza de la fe. Pero no habrá condenas a muerte en Castilla. Aquellos que por propia voluntad se declaren culpables de herejía ante el tribunal y demuestren arrepentimiento, obtendrán el perdón. La Corona lo garantiza.

A Torquemada le sorprenden las limitaciones impuestas por la reina. No obstante, vuelve a hincar la rodilla ante ella.

—Vuestra misericordia es encomiable —concede—. Tened por seguro que velaré por que así se cumplan vuestros designios.

También en la corte nazarí ha habido un alumbramiento en fecha reciente. Y el soberano musulmán no parece menos emocionado que el cristiano con su hijo. En brazos de Isabel de Solís, a la que pronto todos conocerán como Zoraida, el niño coge el dedo del emir con su manita y el rey sonríe, satisfecho.

—Qué fuerza tiene…

—Es sangre de vuestra sangre —replica orgullosa y enamorada su madre.

En el patio de la Alhambra un sirviente presenta tres esclavas ante Aixa, la primera esposa del emir. Son tres jóvenes ataviadas al modo de las mujeres solteras cristianas. Aixa las evalúa mientras el sirviente expone la buena salud de las cautivas mostrando sus brazos y dientes, sus cabellos fuertes y su piel joven. A cierta distancia, con su hijo Nasr en brazos, Zoraida observa la selección. No puede evitar una punzada de melancolía. Muley Hacén se da cuenta.

—¿Queréis tomar una esclava? Escoged la que prefiráis. Os ayudará con el niño.

Zoraida niega con vehemencia.

—Verlas me ha recordado el día en que llegué a Granada. El miedo, la tristeza…

—Entonces no deberíais mirar —contesta el emir, molesto.

Zoraida, triste, se santigua. El emir suspira.

—No soporto veros triste. Venid.

El emir se acerca hasta Aixa llevando a Zoraida consigo.

—Liberadlas —ordena Muley Hacén a su primera esposa.

—No —responde Aixa con firmeza—. Me pertenecen.

—Zoraida las quiere libres. Obedeced.

Aixa duda, pero la actitud del emir es firme. Finalmente asiente.

—Ya habéis oído a mi esposo el emir. Sois libres.

Mientras las sorprendidas esclavas salen conducidas por el sirviente, Zoraida abraza al soberano.

—Os amo con toda mi alma.

Enlazados, Muley Hacén, Zoraida y el pequeño Nasr forman una estampa de familia feliz. Bulle en lo más profundo el rencor de Aixa al contemplarlos.

Como el más eficaz de los funcionarios de la Corona, fray Tomás de Torquemada se dispone a hacer realidad los deseos de los reyes. Inaugura un acto que se repetirá en otras plazas de Sevilla y más tarde en decenas de plazas castellanas. Fray Tomás alarga un escrito a fray Alonso de Hojeda y este se ocupa de que sea colocado en el lugar más visible de la fachada de la iglesia. Tan expuesto a los ojos de los vecinos como días atrás estuvo el libelo contra la evangelización. Torquemada despliega una copia y la lee en voz alta ante curiosos y congregados:

—«En nombre de sus señorías los reyes Isabel y Fernando, hago saber que a día de hoy el Tribunal de la Santa Inquisición comienza su labor en Sevilla. Durante los siguientes treinta días, quienes se arrepientan por propia voluntad de sus prácticas heréticas recibirán el perdón y la bendición de Cristo, conservarán sus bienes y nada se hará contra ellos».

Diego Susón y Moisés Seneor se hallan entre los presentes, junto a Águeda, la vecina de Susón. El converso ironiza en voz baja:

—¡Cuánta misericordia! No creo una palabra.

Torquemada continúa su alocución. Lo hace sin el menor aspaviento:

—«Pero aquellos que perseveren en la herejía sufrirán persecución. Recibirán justo castigo por sus pecados hasta que demuestren arrepentimiento y voluntad de profesar la fe verdadera».

A pesar de la ironía despectiva de Susón, en el rostro de Águeda y en el de otros se refleja el temor que producen las amenazas del inquisidor.

—«Los condenados serán desposeídos de sus propiedades, ellos y sus descendientes —desgrana Torquemada—. No habrá piedad para los contumaces.»

Varias personas se adelantan y van haciendo fila en actitud sumisa y culpable ante el escribano que acompaña a los clérigos. Este, bajo la supervisión de Hojeda, va tomando nota de los nombres de los arrepentidos.

—«Todo cristiano que conozca o sospeche de alguien que judaíza deberá denunciarlo —continúa el inquisidor—. Ningún perjuicio sufrirá quien ayude a combatir la herejía pues su identidad se guardará en secreto.»

Águeda, temerosa, se santigua y da un paso al frente, dispuesta a unirse a la fila de quienes se denuncian a sí mismos para escapar del castigo. Alarmado, Susón la retiene enérgico por el brazo.

—Águeda, ¿adónde vais?

—A arrepentirme, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Susón la sujeta.

—¿No veis que es una trampa?

Águeda mira un instante a Susón antes de ceder. Se queda donde está. Susón, Moisés y la conversa se alejan de la plaza donde la fila de los arrepentidos va alargándose poco a poco.

—Hermano, gracias por acudir a mi llamada.

Con una amplia sonrisa, Muley Hacén obliga a El Zagal a saltarse el protocolo. Abre los brazos para acoger al recién llegado.

—Algo grave sucede si requerís que abandone Málaga con tanta presteza —intuye el astuto guerrero.

—Grave no es, pero sí importante; os necesito a mi lado.

El Zagal contempla al soberano nazarí y dictamina:

—Se os ve fuerte como hace veinte años. Y más juicioso si cabe. ¿En qué podría ayudaros?

—He decidido que el hijo de Zoraida sea mi sucesor.

Viendo a su hermano más feliz pero también más decidido que nunca, El Zagal no osa oponerse por grande que sea su contrariedad. No obstante, Muley Hacén aprecia la seriedad con la que el caudillo de Málaga expone sus reticencias.

—Van a ser muchos los que se opongan —apunta El Zagal—. Empezando por Boabdil y su madre…

—Por eso os necesito aquí. Seréis mi mano derecha. Y si algo me ocurriera, asumiréis la regencia.

—¿Qué habría de ocurriros?

Hay cierta inquietud en la pregunta de El Zagal, conocedor de primera mano de las intrigas y luchas internas que lastran el reinado de los nazaríes. Muley Hacén ironiza:

—Ningún hombre conoce los designios de Alá. Quiero que estéis preparado para gobernar… y para cuidar de los míos. Permita Alá que el fin de mis días esté lejos…

—Que así sea.

—De lo contrario, vos reinaréis hasta que mi heredero tenga la edad adecuada. Esa es mi voluntad. Hermano, confío en que sabréis educarlo para convertirlo en un emir digno de Granada.

El Zagal reflexiona, no esperaba la propuesta. Regente y preceptor del heredero del trono, tal es el noble rango que desea Muley Hacén para él. Emocionado y orgulloso, El Zagal acepta la responsabilidad:

—Contad conmigo. ¿Ya sabe Aixa de vuestra decisión?

Como es de prever, a Muley Hacén le resulta más difícil comunicar a su esposa la alteración en el orden sucesorio que pretende imponer.

—¡Boabdil es vuestro heredero! —clama Aixa—. ¡Es él quien debe estar junto a vos, no vuestro hermano!

Hastiado de las protestas inútiles de su esposa, Muley Hacén le da la espalda. Aixa lo retiene tomándolo por el brazo.

—¡Escuchadme!

Muley Hacén se suelta con rudeza y se enfrenta a la desairada Aixa:

—No, escuchadme vos. Boabdil no sabría gobernar ni el pedazo de suelo sobre el que pisa.

—¿Cómo podéis insultar así a vuestro hijo?

—¿Acaso miento?

Aixa calla.

—La culpa es mía —admite Muley Hacén—. Dejé su educación en vuestras manos y ahora es un títere al que manejáis a vuestro antojo. Confesad: estáis deseando hacer lo mismo con Granada.

—Miserable —rabia Aixa—. Solo veis lo que os conviene. ¡Todo por esa perra!

Iracundo, el emir coge a Aixa de un brazo, sin contemplaciones, y la lleva por los corredores hasta una puerta que abre de par en par. Dentro, Boabdil escribe, rodeado de libros y pergaminos. Se sobresalta al ver entrar así a sus padres. Muley Hacén suelta a Aixa y coge un manuscrito de su hijo al azar. Lee en voz alta, refrenándose:

—«Si hoy presto oídos escucho una música que viene de muy lejos, del pasado también, de cuanto ha muerto de horas y signos distintos de los de hoy y de otras vidas». Hermoso poema, hijo mío.

Boabdil no entiende a qué viene la interrupción. El emir se dirige hacia Aixa y le entrega despectivo el documento.

—¿A quién queréis engañar?

El emir sale y Aixa, llena de odio, tira el poema ante la mirada desconcertada del príncipe.

—Dudo que Badoz se tome sus remedios. Jaque.

Fernando e Isabel juegan al ajedrez mientras la reina toma a sorbos una de las tisanas prescritas por el galeno. Isabel lleva ventaja en el juego, le ha comido varias piezas.

—Por Dios, señora, quien se distrae ante vos lo paga —murmura su esposo, dando la partida por perdida.

Fernando retrasa la posición del rey. Beatriz de Osorio entra en la cámara y entrega una carta a la reina. La misiva viene de Portugal.

—Es de la infanta Isabel —anuncia Isabel, alborozada.

Mientras la reina lee, el rey contempla a Beatriz con gesto serio. La joven aparta la vista y se retira discretamente. A medida que la lectura avanza, el semblante de la reina se va ensombreciendo. De repente tira el tablero de ajedrez al suelo de un furioso manotazo. Fernando se alarma:

—¿Qué le han hecho a nuestra hija?

Isabel apenas puede contener su ira:

—Dice que se presentó ante ella su prima… ¡Juana!

—¿La muchacha no está en el convento?

Isabel se incorpora, airada, conteniendo un gesto de dolor al hacerlo. Inquieto por ella, Fernando intenta calmarla:

—Sosegaos, por Dios, pediremos explicaciones al rey Alfonso.

—¡No hay explicación que valga! Han incumplido el acuerdo, que se atengan a las consecuencias.

—Isabel, que la ira no nuble vuestro juicio. Antes de tomar una decisión tan grave como romper un acuerdo de paz debemos…

—¡Nos burla! —interrumpe la reina—. ¡Y todos en Portugal son cómplices! ¡Si no fuera por la infanta, ni nos hubiéramos enterado!

—Vos no deseáis otra guerra… Queréis que Juana viva recluida, ¿no es así?

—Tal fue el trato.

—Entonces dejemos que la diplomacia resuelva el asunto, no las armas.

—No cederé, os lo advierto.

—No será necesario. Conseguiremos que Juana haga sus votos. Que regrese al convento y se quede para siempre. Tened confianza y sosegaos.

En su cámara de la Alhambra, Boabdil contempla apesadumbrado a su madre. Menos por verse desplazado del trono que por intuir que el reino de Granada, una vez más, va a sufrir otro sangriento conflicto entre facciones que deberían ser hermanas, no enemigas. Y esta vez él va a encontrarse en el centro de la contienda.

—Peligran vuestros derechos y perdéis el tiempo escribiendo estupideces —recrimina Aixa a su hijo—. ¿Es que no tenéis sangre en las venas?

—Aunque no reine en Granada, no por ello dejaré de ser hijo del emir. ¡No haréis que me vuelva contra mi padre!

—Si Alá no os quisiese como emir no hubierais nacido de mi vientre. ¡Plantad cara a esta infamia! ¿Acaso esperáis que lo haga yo por vos?

En ese momento irrumpe en la estancia el pequeño Ahmed, seguido de Moraima, su madre. Ahmed, ajeno a todo a sus cinco años, corre a abrazarse a Boabdil. Moraima se excusa:

—Disculpadme, vuestro hijo os buscaba.

—No hay puerta que contenga a mi pequeño, ¿verdad que no?

Aunque Aixa y Boabdil disimulan, Moraima se da cuenta de que no es momento para que el niño reciba la atención que reclama de su padre. Se acerca al instante para llevarse a Ahmed. Antes, Boabdil se dirige al pequeño con cariño:

—Debéis ir con vuestra madre ahora… Pero estaré con vos enseguida, lo prometo…

Ahmed obedece, sale de la estancia llevado por Moraima de la mano. A solas, Boabdil calla, sumiéndose en la melancolía. Aixa, aparentemente resignada, parece apenada por la discusión.

—Hijo mío, poseéis una gran imaginación. Usadla. Si El Zagal y la infiel hacen y deshacen en Granada, vuestra sola presencia recordará que han usurpado el trono.

Boabdil presta oídos a su madre. Ella desgrana las palabras, casi en un susurro, intentando persuadirle:

—Seréis un estorbo… ¿Qué será de vos? ¿Qué será de vuestros hijos?

Mencionar a los vástagos del hasta ahora heredero consigue el resultado que Aixa busca. La mirada de Boabdil se enturbia. Satisfecha por el efecto de sus palabras, Aixa insiste, acariciando maternalmente el rostro del príncipe nazarí:

—Dejadlo en mis manos. Yo os ayudaré.

Desde que supo del nombramiento del inquisidor Torquemada, Susana teme por su padre. Tiembla ante la posibilidad de que se descubra que el respetado comerciante es otro de esos falsos conversos que mantienen las prácticas judías. Por eso insiste en que confiese voluntariamente su desviación y proclame su arrepentimiento. Pero cuanto más lo apremia, más se obceca Diego Susón en su negativa:

—De nada he de arrepentirme. Bien tranquila tengo la conciencia, ¡más que otros!

—Padre, no sufriréis daño alguno —insiste en voz baja la joven, camino de la casa familiar.

—Mucho os fiáis del inquisidor.

—¿Y si os pidiese que lo hicierais por mí?

Diego Susón va a replicar, pero entonces se fija en un grupo de hombres y mujeres congregados frente a un portal vecino a su hogar. El converso se alarma.

—Es en casa de Águeda.

Susana y su padre se acercan presurosos. Llegan a tiempo de ver salir de la casa a fray Tomás. La dama de la reina, no queriendo ser vista por el inquisidor, da un paso atrás. Detrás de Torquemada aparece un guardia arrastrando a Águeda. La conversa va encadenada.

—¡Dejadme ir, os lo suplico! ¡Estoy bautizada! ¡Soy tan cristiana como todos vosotros!

—Sellad la casa —ordena el dominico—. Ahora pertenece a la Inquisición.

—¡Señor, ten piedad! —ora Águeda en voz alta—. ¡Cristo, ten piedad!

Águeda y Susón cruzan sus miradas un instante. Aunque no hay rastro de reproche en los ojos de la conversa, sino dolor, Diego Susón se siente culpable por haber impedido que se entregara. El guardia la obliga a avanzar a empellones. Susón da un paso al frente y encara a fray Tomás, dispuesto a impedir que maltraten a su vecina.

—¿De qué se acusa a esta noble mujer?

—¿Quién lo pregunta? —contesta fríamente Torquemada.

El miedo a que su padre sea llevado con Águeda es mayor que el temor a que Torquemada la vea. Susana se interpone entre ellos mientras se aferra al brazo de Diego Susón para retenerlo.

—Disculpad a mi padre, fray Tomás.

—A vos os he visto en palacio.

—Estoy al servicio de su alteza la reina —confirma Susana.

Pero el inquisidor no quita ojo a Susón. Este no se arredra.

—Vamos, padre —apremia Susana—. Esto no nos incumbe.

Forzado por su hija, Diego Susón retrocede. Ve con pesadumbre cómo se llevan a la desdichada conversa.

Parecen más largas las noches en la alcoba del rey cuando este duerme solo. Y aún se alargan más desde que Badoz impuso voto de abstinencia a los soberanos. No tiene el aragonés talante de eremita. Aunque devoto y virtuoso, antes prefiere empuñar la espada que ayunar haciendo girar las cuentas de un rosario. Así se ve Fernando, incapaz de conciliar el sueño, cuando escucha el sonido de unos pasos y el roce de unas telas ligeras. El rey se incorpora en su lecho. Ante él se halla Beatriz de Osorio, en ropa de dormir, las mejillas en ascuas.

—Mi señor, sé que no debo… Pero mi piel…

La joven descubre sus hombros y se acerca al tálamo.

—Mi piel os necesita tanto…

Al alba regresa Beatriz a su alcoba sin ser vista, a tiempo de atender lealmente a la reina su señora sin dar lugar a maledicencia alguna. Se asegura de que la puerta está bien cerrada. Entonces busca en el fondo de un baúl, entre sus ropas, y extrae de allí un frasquito oscuro. Tan opaco es el minúsculo recipiente que se diría tallado a partir de un guijarro escupido por un ser infernal. Y sin embargo la poción que encierra carece de olor, color y sabor. Más pura sería que la mismísima agua bendita de no ser por la vileza del uso para el que se ha concebido.

A pesar de sus reducidas dimensiones, no termina de encontrar la Osorio acomodo en su vestido para el frasquito de poción. Alguien llama a la puerta de la alcoba y sobresalta a la joven.

—¡Beatriz! ¿Estáis ahí?

La puerta se abre y entra Susana en la cámara. Beatriz esconde el frasco en su mano.

—¿Dónde estabais? ¡La reina reclama su tisana!

—Ahora mismo me disponía a prepararla.

Susana la apremia con un gesto antes de partir. Mientras escucha los pasos de la hija de Diego Susón cada vez más quedos, la de Osorio aprieta decidida el frasquito en su mano.

Como cada mañana, la reina Isabel sorbe la infusión preparada por Beatriz de Osorio.

—Os he puesto miel, para suavizar el sabor amargo.

—Sois un ángel.

Agradece el halago la joven antes de retirarse para que la reina y fray Hernando puedan hablar libremente.

—Alteza, sé que os he fallado y lo lamento.

—No penséis más en ello, actuasteis de buena fe.

Pero no es voluntad de Talavera excusarse de nuevo por sus fracasos, sino suplicar por los conversos acusados de herejía:

—Detened esta locura, os lo ruego. No me mueve otra cosa que la justicia. En los calabozos de la Inquisición no cabe ni una aguja. Hay familias enteras…

—Vos lo sabéis tan bien como yo: son muchos los conversos que judaízan.

—Y muchos los inocentes detenidos.

—Si son inocentes nada deben temer, Dios los ampara. En cuanto a los herejes, tiempo tuvieron de arrepentirse, ¿no es así?

—Pero mi señora… Abundan las denuncias fruto del rencor y la avaricia. ¡Pasan por herejes quienes solo son víctimas del pecado ajeno!

—Fray Hernando, debéis confiar en los tribunales de la Iglesia. Si están libres de culpa lo averiguarán.

—¡Mientras las denuncias sean anónimas, los acusados estarán indefensos ante la calumnia!

—Agradezco vuestro celo —interrumpe Isabel, imponiéndose—. Trasladaré vuestras cuitas a fray Tomás, os lo prometo. Nadie tiene más interés que yo en que la Inquisición sea tan eficaz como ejemplar.

Talavera cede. Baja la vista.

—No os he llamado para juzgar la labor del inquisidor general, sino para encomendaros una tarea: quiero que vayáis a Portugal.

Talavera entiende la misión como un modo de evitar que se interponga en la labor de Torquemada.

—¿Me pedís que abandone Sevilla en horas tan comprometidas?

—Porque confío en vos como en pocos. Necesito que me prestéis un servicio.

Sin dudar de la palabra de la reina, ambos saben que no es casual que él haya sido escogido para desempeñar el encargo. No obstante, fray Hernando se pliega a la voluntad de Isabel:

—¿Qué puedo hacer por mi señora?

—Juana vive en la corte. Ni mi tía Beatriz ni el rey Alfonso atienden mis quejas. Os aseguraréis de que la muchacha regresa al convento y hace sus votos.

—¿Y si no obedece?

—Habrán roto el tratado de paz. De ser así, regresaréis con mi hija a Castilla. No he renunciado a mi primogénita para que Juana haga lo que le plazca.

—¿Granada gobernada por el hijo de una infiel?

Aixa asiente con gravedad ante el asombrado abencerraje Al-Sarray.

—Así es. Mi esposo piensa nombrarlo heredero. Ha perdido la cabeza por culpa de esa perra que le calienta el lecho.

—¿Primero ofende a los castellanos y ahora quiere entregar el trono al hijo de una cristiana? No tiene sentido.

—Creedme, tal es su locura.

Al-Sarray la escruta en silencio. No está seguro de si debe creerla o no. Tan tortuoso es el rencor que anima a Aixa como el tronco de los olivos que los rodean.

—Si no lo impedimos —insiste la conspiradora—, nuestros hijos y nuestros nietos se avergonzarán de nuestra cobardía.

Al-Sarray rumia la noticia, cada vez más sombrío.

—¿Pensáis que ha llegado el momento que esperábamos?

Aixa asiente, no tiene la menor duda:

—Boabdil debe suceder a su padre, es el elegido de Alá. Bajo su mando Granada recuperará la cordura.

—¿Pensáis negociar con Castilla? —pregunta cauto el abencerraje.

—Conseguiremos un trato que nos sea favorable. Debemos apaciguar a los cristianos mientras hacemos acopio de fuerzas pues la guerra contra el infiel es inevitable.

—Por fin os habéis convencido.

—Boabdil sabrá aunar voluntades a su alrededor. Es cauto y generoso, a nadie ha agraviado. Pero precisa de hombres como vos para defender Granada con las armas.

—Y para defender sus derechos al trono…

Aixa comparte un gesto de entendimiento con Al-Sarray.

—Hablad con los caudillos de vuestro clan. Buscad, en nuestro nombre, el apoyo de todos los abencerrajes.

—Lo tendréis —asegura el guerrero—. Mientras yo viva nunca gobernará un infiel en Granada.

Bajo la supervisión de fray Tomás de Torquemada, fray Alonso de Hojeda lee en voz alta un documento ante el público congregado en una soleada plaza sevillana. Mientras declama, el prior de los dominicos enfatiza todos y cada uno de los delitos de los que se acusa a Águeda. Atada, sucia y andrajosa, la conversa ruega por que cese su tormento:

—Misericordia, Señor, soy vuestra sierva, os lo juro… Misericordia…

—Se os declara culpable de ungir a los muertos según los ritos de la ley hebraica. De celebrar las fiestas del Sabbath y de no respetar el ayuno en Cuaresma —vocea Hojeda—. Como penitencia, vuestros bienes serán confiscados. Vestiréis saco bendito durante seis meses y asistiréis a la procesión de Pascua para suplicar vuestro perdón.

A una seña de fray Alonso, un guardia arranca la ropa de Águeda de cintura para arriba, sin el menor miramiento. El público aplaude la acción.

—¡Arrepiéntete! ¡Perra! ¡Marrana!

El guardia coloca a la conversa el saco bendito que lleva escrito «hereje», «judía», «blasfema» y «pecadora». Diego Susón y Susana, desde un lugar discreto, presencian la ejecución de la sentencia. Susana vuelve la cara, consternada:

—¿Quién la habrá denunciado?

—Algún cobarde hideputa.

—¿Y si vos fuerais el siguiente?

Diego Susón divisa a Moisés Seneor entre los asistentes al auto de fe. Intenta Moisés pasar desapercibido a los ojos de fray Alonso de Hojeda, con quien no desea ni polémicas, ni contacto. Teme el sobrino de Abraham Seneor el auge del intransigente dominico, aunque la Inquisición se limite a perseguir a los herejes. Cuando Susón y su hija se aproximan a Moisés, este les advierte con disimulo:

—No os acerquéis. Si os ven con un judío seréis vos quien acabará vistiendo un saco. O algo peor.

Y acto seguido Moisés Seneor se aparta de ellos. El aviso del judío impresiona a Susana y no deja indiferente a su padre. El acoso contra los conversos no ha dejado de ir en aumento. El peligro que se cierne sobre todos ellos es incuestionable. Por ello, el comerciante decide acudir en busca de ayuda al palacio de su viejo amigo, el marqués de Cádiz.

—La reina no sabe lo que hace —lamenta el marqués—. Los conversos sois gente de bien, las familias más prósperas de la ciudad. Y muy leales, me consta.

—Muchos ya solo pensamos en abandonar Sevilla.

Suspira el marqués al oírlo, pero no le sorprende la noticia.

—¿Adónde pensáis ir?

—A Portugal. Mas para preparar el viaje, necesitamos un refugio fuera del alcance de la Inquisición.

—¿Tal es el motivo de vuestra visita?

—¿Acaso no estaríamos a salvo en vuestros dominios?

No parece entusiasmar al marqués la petición.

—Tan solo serían unos días —puntualiza el converso—. Vos contáis con el favor de la reina, nada debéis temer.

—Mi buen dinero me cuesta ese favor…

Susón, experimentado comerciante, sobrentiende que el marqués acaba de iniciar la negociación del precio de la salvación de los suyos. No se equivoca.

—Es arriesgado —objeta el noble—. Y son muchas bocas que alimentar, muchas familias. Haría falta una fortuna…

—Como decís, los conversos somos gente de bien, próspera… Y también agradecida. No correréis el riesgo en balde.

Las palabras de Diego Susón refrendan que el marqués se llevará un buen pico por acoger a los huidos en sus tierras. Hace como que lo piensa y, finalmente, accede complacido:

—Susón, siempre nos hemos entendido. Haré cuanto esté en mi mano.

Al comerciante no le resulta tan sencillo convencer a su hija para que marche con los suyos a Portugal. No puede comprar con dinero la voluntad de Susana. No obstante, la separación va a ser dolorosa.

—Os voy a añorar, padre.

—Venid conmigo. Aquí en Sevilla os ata lo mismo que a mí. Nada.

—¿Cómo podéis decir eso? Aquí he nacido, y aquí están enterrados madre y Samuel.

—Su recuerdo siempre me acompaña, tenedlo por seguro.

Se arrepiente Diego Susón del tono empleado. Demasiado firme. Padre e hija comparten el mismo dolor, pero reaccionan de distinto modo. Educada en otros valores, en otras creencias incluso, Susana teme por la suerte de su padre, pero no se identifica con quienes ahora preparan su éxodo. Por mucho que insista don Diego:

—Abandonad la corte, nos irá bien. Faro no es la Tierra Prometida; es un pueblo pequeño, pero os agradará.

—¿Es posible que estéis ilusionado?

Susón sonríe. Es cierto, le anima alejarse del escenario de tanta crueldad. Y hay algo de aventura en la huida que lo rejuvenece. No se había dado cuenta.

—Después de todo lo acontecido… Sí, me parece que Dios nos brinda la oportunidad de empezar de nuevo.

Susana, conmovida, toma su mano y confirma su decisión:

—Mi sitio está aquí, padre, me agrada servir a la reina. Y vos, si quisierais, todavía podríais quedaros.

Susón niega, decidido:

—Hija, nunca hice daño a nadie con mis creencias. No pienso renegar ahora, a mis años.

Fray Hernando de Talavera ha llegado a la corte de Portugal. El príncipe regente lo recibe en compañía de Beatriz de Braganza. Talavera percibe al instante que su presencia incomoda.

—Nadie nos ha advertido de vuestra visita.

—Poco importa ya, pues heme aquí —replica el fraile, en actitud respetuosa pero firme—. En nombre de la reina Isabel de Castilla os exijo el cumplimiento de los tratados firmados en Alcazovas.

—¿Acaso no los respetamos?

—Vuestra prima, doña Juana, debe abandonar inmediatamente la corte y regresar al convento de Santarem.

—Mi prima no está aquí, os lo aseguro.

—¿Tengo vuestro permiso para comprobarlo?

Calla el príncipe y Talavera insiste:

—Si Juana evita su reclusión, mi señora está dispuesta a anular todos los acuerdos. Por supuesto, la infanta Isabel regresará a Castilla de inmediato.

Juan de Portugal respira hondo. Una vez más está en un aprieto a causa de la joven. Por fin, concede:

—Dadme tiempo. Vuestras demandas quedarán satisfechas, os doy mi palabra.

—Lo celebro. Pero no me iré hasta que profese sus votos como monja.

Acto seguido, fray Hernando de Talavera hace una reverencia y se retira. A una seña del príncipe, Beatriz de Braganza acude a su lado.

—¿Dónde está Juana? He de hablar con ella.

—No habéis faltado a la verdad. Salió temprano esta mañana, hacia Santarem.

—Por Dios bendito —resopla airado el príncipe—. Esa joven es ingobernable.

La sangre derramada durante décadas de intrigas fratricidas alimenta la necesidad de contar con una nutrida red de espías en el reino de Granada. El Zagal y Muley Hacén no descuidan este aspecto. Disponen de ojos y oídos en las principales plazas; en particular, entre sus rivales.

—¿Al-Sarray? —pregunta el emir—. ¿Estáis seguro?

Su hermano ratifica la información. En efecto, Al-Sarray conspira contra él en favor de Boabdil.

—En Málaga tengo abencerrajes a mi servicio. No hay la menor duda.

Muley Hacén apenas puede contener la ira.

—Veo demasiada cólera en vuestros ojos —apunta El Zagal—. Mala consejera es en asuntos tan delicados.

—Lo sé mejor que vos.

El Zagal calla. Permite que Muley Hacén cavile y aclare sus ideas. La decisión del emir no se demora:

—Aún estamos a tiempo. Hablaremos con Boabdil. Que comprenda de qué lado le conviene estar.

—¿Y vuestra esposa Aixa?

—Dejadla de mi cuenta.

La reina Isabel y el marqués de Cádiz mantienen un encuentro aparentemente informal. Desde la claudicación del noble, la relación entre ambos es mucho más distendida.

—Debo admitir que gracias a vos en Sevilla se vive mejor que antes.

—Cuesta creer que vos pronunciéis esas palabras.

—Es cierto que he sufrido vuestro rigor —recuerda el marqués—, pero también me ha beneficiado vuestra magnanimidad.

—Solo pretendo que haya justicia y paz en Castilla.

—Por eso se me hace difícil comprenderos ahora.

Intuye Isabel que, tras las alabanzas, llega la hora del reproche. El marqués no se hace esperar:

—Mi señora, la Inquisición tiene a los conversos atemorizados.

—Nada han de temer quienes no judaícen.

—Son gente de bien, sin duda merecedores de vuestra misericordia. ¿Tan terrible es su pecado?

La reina no puede ser más tajante en su respuesta:

—Teneos, marqués. La herejía es un delito contra Nuestro Señor Jesucristo.

—Lo sé. Pero acabarán huyendo y con ellos se irá nuestra prosperidad. Tal vez si levantarais un poco la mano…

—Hablad claro de una vez —interrumpe Isabel—. ¿A qué habéis venido?

—Puede que algunos sospechosos hayan solicitado mi ayuda… Antes de decidirme a concederla o no, quería estar seguro de vuestro parecer.

—¿Quizá teméis más un nuevo desencuentro con la Corona que la ruina de Sevilla?

—Quizá…

—Escuchad entonces: quienes persistan en la herejía no obtendrán mi clemencia, os lo aseguro.

El marqués, lamentablemente, lo daba por hecho.

—Y aquellos que les brinden protección —continúa Isabel— habrán de rendir cuentas por ello ante el tribunal. ¿Sabéis ya cuál va a ser vuestra decisión?

Convencido del pacto concertado con el marqués de Cádiz, Diego Susón ha acudido al alcázar para despedirse de su hija.

—Está todo preparado, saldremos pasado mañana hacia Chipiona.

—Me consuela saber que allí estaréis a salvo.

Pero el converso calla de repente. Susana dirige su mirada hacia lo que parece haber atrapado la atención de su padre. Entonces ve al marqués de Cádiz en el pasillo, junto a la reina. Por la sonrisa que comparten, Diego Susón deduce que el entendimiento entre ambos es completo.

—Maldito traidor.

El de Cádiz se inclina para besar la mano de la reina. En ese instante, a Isabel parece faltarle el aire y se apoya en la pared. El marqués acude solícito en su auxilio.

—Mi señora, estáis lívida.

—No es nada. No es nada…

Pero al intentar dar un paso Isabel se desvanece. El marqués la sujeta, evitando que se caiga.

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Susana corre a auxiliar a la reina, dejando solo a su padre. Entonces el marqués se da cuenta de la presencia del comerciante. Diego Susón y él se sostienen la mirada un instante. Luego el converso da media vuelta y se aleja, lleno de rabia.

Trasladada rápidamente a su alcoba, Isabel recibe allí los cuidados de Lorenzo Badoz. Fernando está con ella, con la mano de su esposa entre las suyas. También se halla en la cámara Beatriz de Osorio, un paso por detrás del rey, con gesto de consternación.

—¿Toma las tisanas? —pregunta el físico.

—Tres veces al día, como ordenasteis —responde al instante la joven dama.

—Tranquilizaos —indica Badoz a la reina—, nada tiene que ver vuestro desmayo con el parto. Pero os advertí que debíais tener paciencia y no me habéis hecho caso. Sin duda vuestra debilidad se debe a que os habéis entregado demasiado pronto a las tareas de gobierno.

—Os aseguro que descanso cuanto puedo.

—No lo suficiente. Permaneceréis en cama hasta que yo os dé permiso para levantaros.

—¿Vos decidís por la reina de Castilla?

Con tacto, Fernando aplaca la protesta de Isabel:

—Dejad por una vez que así sea. No hay nada que yo no pueda hacer en vuestro lugar.

Isabel suspira, harta de sus problemas de salud. Acata las recomendaciones que le imponen y el físico se retira. Entonces Beatriz de Osorio se acerca a la reina con una tisana recién preparada. Mientras Isabel bebe diligentemente la infusión, Fernando y la joven cruzan sus miradas un instante. Nadie se percata; Isabel, menos que nadie.

—El marqués de Cádiz no va a ayudarnos. Estamos solos, bien solos.

Así se dirige Diego Susón a un grupo de conversos que, como él, se disponían a partir hacia Portugal. Susón los ha reunido en su casa. Son gente de confianza, escasos en número pero decididos como él a rebelarse.

—Poco podemos hacer contra la Inquisición, pero sé cómo podemos defendernos. Hay que golpear a quienes nos denuncian. Porque sin denuncias no habrá detenciones. Y puede que haya una manera de conseguir los nombres.

Antes de que acabe la frase, su hija Susana entra en la sala y se queda paralizada al ver la reunión.

—Les daremos un escarmiento —remata Susón—. Así otros lo pensarán dos veces antes de señalar a nadie.

Asustada, Susana observa a su padre. Tiene una mirada que nunca antes había visto en él. Una mirada que se ha abierto paso en su rostro, golpe a golpe y humillación tras humillación, desde que Samuel fue asesinado. Pero esta noche esa nueva mirada hace que Susana se santigüe estremecida.

—¡Padre insiste en cenar conmigo! ¿Qué debo hacer? ¿Sabrá de vuestros manejos?

Aixa responde a la pregunta de Boabdil con una mueca irónica en sus labios:

—Nada sabe, o yo no estaría hablando con vos… Vuestro padre os tiene en gran aprecio… y no os teme como enemigo.

—Pero ¡vos me advertisteis…!

—Mientras viva el emir, no debéis preocuparos —zanja Aixa.

Boabdil no las tiene todas consigo. Ella trata de convencerlo y acompaña su consejo con una caricia maternal:

—Disfrutad de la compañía de vuestro padre. Estad atento a cuanto os dice… Haced que esté tan orgulloso de su hijo como yo lo estoy…

Las palabras de Aixa parecen serenar a Boabdil.

—Seréis emir. Cuando vuestro padre muera, nadie se atreverá a enfrentarse a vos. Nadie, ni siquiera El Zagal… Porque habrá quien os proteja.

Esa noche Muley Hacén cena copiosamente con su hermano El Zagal sentado a su derecha y Boabdil a su izquierda. El emir parece particularmente relajado, acomodado en grandes y mullidos almohadones. Hace lo posible por mostrar cuán satisfecho está por compartir la velada con los dos únicos hombres que lleva en su corazón. Así lo ha expresado al recibirlos en el salón donde todo está dispuesto para el banquete.

—¿Os estáis reservando para el asado? Comed, comed —apremia Muley Hacén a su hijo.

—Me alegra sentarme de nuevo a vuestra mesa —replica cauto Boabdil—. Dejad que alargue el momento…

—No debéis dudar de mi afecto, hijo mío. Aunque otro ocupe vuestro puesto y sea mi heredero.

—Frágiles son los afectos en política, entonces.

El Zagal ríe y tercia, con ánimo tranquilizador:

—Confiad en vuestro padre, actúa con sabiduría.

—Tenéis muchas virtudes, Boabdil —aclara Muley Hacén—. Quizá en otro tiempo seríais un excelente emir, pero ahora Granada no necesita que la gobierne un poeta… sino un guerrero.

—Con la misma madera se construye un laúd… o un arco con sus flechas.

—Vos, sin duda, sois el laúd —asegura el emir, sin intención de ofender—. Un excelente laúd digno de ser pulsado solo por las más expertas manos. Pero tengo planes para este reino, hijo mío, y vos no encajáis en ellos. Aceptadlo.

Aunque no le agrada ser víctima de la condescendencia de su padre, Boabdil es prudente y soporta sus palabras con serenidad.

—Sois inteligente —prosigue el emir—. Más que yo mismo. Sé que no escucharéis a aquellos que vengan a vos con maledicencias… Al contrario, haced que sean ellos quienes os escuchen.

En ese momento El Zagal hace una seña y un sirviente presenta ante Boabdil una bandeja cubierta.

—Decidles que quienes se vuelven contra mí e intrigan a mis espaldas pagan por su traición. Aseguraos de hacerles llegar mi mensaje —concluye Muley Hacén—. Servíos, hijo mío.

Al levantar Boabdil la tapa de plata de la bandeja queda al descubierto su contenido, la cabeza seccionada de Al-Sarray. Inserta en la boca, la característica espuela dorada que portan los caballeros de su clan. Boabdil retrocede horrorizado y deja caer la tapa con un estruendo que ni siquiera oye. No puede apartar los ojos del rostro inerte del abencerraje y sin embargo le urge alejarse de él como sea. Pasa torpemente por encima de almohadones, platos y copas, tropezando con todo, para salir a toda prisa de la estancia.

Cuando irrumpe en su cámara, pálido y desencajado, se arrodilla ante Moraima. Se abraza a sus piernas, tembloroso, al borde del llanto.

—¿Qué os sucede? Decid, ¿qué os han hecho, esposo mío?

En el quicio de la puerta aparece Aixa. No entra, se queda allí, contemplando la escena. Viendo en tal estado a su hijo presagia la gravedad de lo ocurrido. Moraima trata de calmar a su esposo, como haría con un niño que hubiera sufrido la más terrible de las pesadillas. Boabdil balbucea, casi sin poder articular:

—Monstruos… ¡Son monstruos!

Ha encontrado Diego Susón una buena excusa para visitar de nuevo a su hija en el alcázar. Al ver Susana a su padre, se dirige a él en voz baja y con aires de gran preocupación:

—Padre, no he dormido en toda la noche pensando en vos. Prometedme que no estáis haciendo ninguna locura.

—Os lo prometo. Nada debéis temer. Tomad, venía a traeros esto.

Susón extrae de su bolsillo un rosario envuelto en un paño y lo entrega a su hija.

—Era de vuestra madre. Prefiero que lo tengáis vos. Con él os sentiréis más protegida.

Susana contempla el rosario. Aunque la cruz es de plata, es un objeto sencillo. Como su dueña, recuerda la joven, hermosa y humilde a la vez.

—Lo guardaré como un tesoro.

—Teníais razón. Debéis permanecer en la corte, aquí estaréis a salvo. Ahora volved a vuestras tareas, no quiero entreteneros más.

Susana sonríe a su padre, más tranquila. Se despiden con un gesto de afecto y la joven se retira. El converso la contempla alejarse por un pasillo. Una vez solo, no dirige sus pasos hacia la salida principal del alcázar, sino en busca del despacho de fray Tomás de Torquemada.

—Alteza, ¿habéis tenido respuesta de Juana?

Juan de Portugal sacude brevemente la cabeza. Beatriz de Braganza baja la vista, presumía que así iba a ser.

—Sospecho que está disfrutando con todo esto —rezonga el príncipe.

—Cada día que pasa el problema se torna más grave. Esta tarde fray Hernando ha visitado a la infanta Isabel.

—Lo sé, pero no encuentro la solución. Si pudiéramos encontrarle un marido lejos de Portugal, no dudaría ni un instante en casar a Juana.

—La reina Isabel nunca lo permitiría.

Juan de Portugal observa a su interlocutora. Duda antes de musitar:

—Hay otra solución. Y es definitiva.

—No creáis que no lo he pensado.

Juan y su tía se miran un instante en silencio.

—Pero no podemos decidir algo así sin la autorización del rey.

—Hablad pues con vuestro padre. La paz de Portugal está en juego.

Acepta Juan el encargo. Su tía Beatriz se pregunta si la pesadumbre que gobierna el rictus de Juan se debe a la solución definitiva que ambos desean para Juana, o a tener que consultarla con el soberano.

—Solo de ver la comida se me va el apetito.

Pálida y con el ánimo rendido, Isabel aparta el plato de comida que le sirve Susana. Frugal es la colación, sin embargo: algo de fruta y una porción de dulce de membrillo. Susana mira al rey, solicitando su respaldo.

—Esforzaos un poco —insiste Fernando—. Comer os hará bien.

Fray Tomás de Torquemada irrumpe en la estancia. Viene alterado, apenas esboza una apresurada reverencia.

—Altezas, han robado en mi despacho.

—¿Aquí en el alcázar? —pregunta Fernando, muy extrañado por la noticia.

—Venían en busca de algo muy preciso y es lo único que se han llevado —detalla el inquisidor—. Pliegos en los que consta la identidad de algunos denunciantes.

Los reyes escuchan las explicaciones del fraile. Ninguno de los presentes percibe que quien más atención presta es Susana.

—Pensad el peligro que corren quienes tanto nos ayudan en nuestra labor si sus nombres caen en malas manos.

Una sospecha invade al instante la mente de la joven. Susana baja la mirada por temor a que delate su inquietud.

—Reunid a toda la servidumbre en el patio —ordena Fernando a Torquemada—. Interrogadlos. Encontrad a todo aquel que haya entrado o salido del alcázar. Quien haya cometido este ultraje lo pagará, contáis con mi palabra.

En cuanto tiene ocasión, Susana abandona la corte. Se apresura a llegar a la casa familiar. Como su padre no está, empieza a rebuscar ansiosamente entre sus legajos. Registra el escritorio, saca una a una las carpetas de su archivo y las revisa, con la esperanza de hallar los documentos sustraídos. Finalmente los encuentran. Una lista de nombres que nada significarían para ella, de no ser por el lacre quebrado con el sello del santo tribunal.

—Dadme eso.

La voz seca de Diego Susón ha sonado desconocida a oídos de su angustiada hija.

—¿Cómo habéis podido?

Susana recula mientras guarda el escrito a su espalda. Diego Susón se acerca a su hija.

—Cuanto menos sepáis, mejor para vos. Devolvédmelo.

—Tendréis que quitármelo por la fuerza.

Diego Susón, decidido, coge un bastón y lo esgrime amenazadoramente contra su hija mientras se aproxima. Susana se mantiene firme.

—¡No me obliguéis! —clama el converso, fuera de sí.

—No os tengo miedo. Ni a vos ni a cien como vos.

Susana aprieta con fuerza los legajos y se arrima contra la pared, preparándose para recibir el impacto. Lleno de ira, Diego Susón levanta el bastón. Parece a punto de golpear a su propia hija, a la única familia que le queda en este tiempo regido por la infamia y la traición. Pero no es capaz. Baja el bastón y lo tira al suelo. Devastado, se apoya en una mesa, próximo a desmoronarse.

—No dejaré que os busquéis la ruina, padre —afirma Susana—. Sois lo único que tengo.

Tumbada en su lecho, Isabel descansa. A su lado, Beatriz de Bobadilla vela su sueño, quien apenas acaba de llegar al alcázar, movida por las noticias de la maltrecha salud de la reina. Isabel entreabre los ojos. Al ver a su amiga, sonríe dichosa.

—Deberíais haberme avisado de vuestro estado —reconviene la dama a su señora—. Me apena no haber venido antes.

—Vuestra sobrina no se separa de mí. Estoy en buenas manos.

—Sí, pero ¿dejáis que os cuide? ¿Hacéis caso a Badoz? Yo me aseguraré de que no cometáis imprudencias.

Beatriz de Osorio entra en la alcoba con una de las tisanas que ella misma adereza para la reina. Disimula su contrariedad al ver a su tía junto al lecho de Isabel. Beatriz de Bobadilla se levanta a abrazarla.

—Sobrina, ¡qué alegría veros!

—¡Menuda sorpresa! ¿Cuándo habéis llegado?

—Apenas hace un momento. He hecho que lleven mi equipaje a vuestra alcoba. ¡Qué cambiada estáis! Dormiremos juntas, así me explicaréis qué tal os va en la corte.

Esa noche la joven no entra en detalles sobre sus andanzas, como cabe suponer, pero tampoco altera sus planes. De madrugada, Beatriz de Bobadilla se despierta. Al darse cuenta de que su sobrina no está a su lado, se incorpora medio dormida.

—Beatriz… ¿Beatriz?

Como no obtiene respuesta se levanta. Enciende una vela y se abriga con un manto. Claramente disgustada, se sienta a esperar el regreso de su sobrina. Teme que esté sucediendo lo que cualquier mujer con experiencia puede deducir de las ausencias nocturnas de una joven hermosa. Empeñada en no quedarse dormida de nuevo, la dama pasa las cuentas del rosario, rezando para sí misma:

Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in muliéribus, et benedictus fructus ventris tui Iesus. Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in ora mortis nostrae. Amen.

Poco antes del alba, el cabo está prácticamente consumido. La Bobadilla, vencida por el sueño, dormita sentada, semienvuelta en el manto. Los pasos de Beatriz de Osorio al volver a la estancia la sobresaltan.

—¿Dónde estabais? Me tenéis muy preocupada.

—Lo lamento, tía.

Haciendo acopio de energías tras la incómoda noche pasada, Beatriz de Bobadilla se levanta y se encara con su sobrina. La joven rehúye la mirada.

—¿Quién es?

La Osorio se mantiene en silencio, dispuesta a soportar la reprimenda.

—Miradme. ¡Le habéis entregado vuestra honra! ¿No os importa nada vuestra familia, ni el respeto que le debéis a la reina?

Beatriz de Osorio parece de pronto compungida. Se seca una lágrima con el dorso de la mano.

—Le amo.

—Y él se aprovecha de eso para llevaros al lecho. Decidme, ¿de quién se trata?

—No insistáis, no puedo.

—No voy a permitir que os perdáis. Hablaré con la reina. Dejaréis la corte y os reuniréis con vuestra familia.

Y entonces Beatriz clava su mirada en su tía, con absoluto aplomo.

—No os atreváis.

—¡Beatriz! ¿Cómo osáis…?

—Haced algo contra mí y os juro que lo pagaréis.

Se estremece Beatriz de Bobadilla al ver en los ojos de su sobrina una frialdad temible. Sin decir más, la joven abandona de nuevo la alcoba, dejando a su tía espeluznada.

También la Alhambra ha despertado con las primeras luces del alba. El Zagal y Muley Hacén, convenientemente pertrechados para una jornada en el monte, se dirigen a las caballerizas.

—Desde niño admiro vuestro talento para la caza —elogia El Zagal a su hermano.

—Ya no soy el que era, os lo aseguro.

—No os creo. Vuestros golpes son certeros. Os anticipáis a la presa para ganarle en su terreno.

Muley Hacén sonríe. Sobrentiende que se refiere menos a los corzos y gamos de la sierra que a conspiradores como el abencerraje decapitado y sus secuaces.

—Sois un gran estratega. Aunque nadie está libre de errar un golpe —avisa El Zagal.

—Nos hemos librado de Al-Sarray y Aixa se ha llevado un escarmiento, todo con el mismo golpe… No me parece errado.

—Mientras no alimente otras conjuras.

—¿Qué sabéis? Hablad.

—Entre los nuestros muchos ven con malos ojos que el hijo de una cristiana herede vuestro trono.

—Con él Granada brillará con el esplendor de otros tiempos.

—Hermano, de momento solo ven que es hijo de una cristiana. Tenedlo en cuenta.

La advertencia de El Zagal alerta al emir. Al final de la mañana, de vuelta a palacio, Muley Hacén abraza a su esposa por la espalda. La besa en el cuello, cariñoso, mientras lleva sus manos a su vientre. Zoraida, enamorada, entrecierra los ojos y se deja hacer.

—He de pediros algo…

—No sabría negaros nada…

Con suavidad, el emir hace que se gire hacia él.

—Es por el bien de nuestro hijo… y por el de Granada.

Por la expresión preocupada de su rostro, Zoraida adivina la envergadura de la petición.

—Decid… Qué puedo hacer para que olvidéis eso que tanto os aflige.

Nada en la celda del monasterio de Sintra donde vive y reza el rey de Portugal revela el rango de su morador. Sí contrasta con la paz y el silencio del lugar la enérgica autoridad con la que Alfonso se dirige a su hijo Juan:

—¡Ni se os ocurra! ¡Ni se os ocurra hacerle daño a Juana!

Así contesta el rey a la propuesta de eliminar definitivamente los problemas que origina la fatídica Beltraneja mediante la aniquilación de quien los causa. Juan acata el mandato paterno, pero se muestra harto e incapacitado para resolver el asunto.

—Decidme, entonces ¿qué he de hacer?

No tiene respuesta el rey, y se sume en sus remordimientos:

—Pobre Juana, lo que está sufriendo por mi culpa…

—No. Sufrís vos, vuestro reino y vuestros súbditos por causa de ella. Ya hemos perdido una guerra, Juana no puede impedir que vivamos en paz.

El rey Alfonso niega, superado por el dilema.

—Padre, aprendamos de nuestros errores y acabemos con el problema —añade Juan, persuasivo.

—Bastantes muertes tengo ya sobre mi conciencia; tiene que haber otra solución…

—Ninguna que Castilla acepte de buen grado.

—Hablad con Juana, arregladlo como sea… ¡Prometí que la protegería! Soy el rey, mientras viva me debéis obediencia.

El rey Alfonso muestra la Biblia que reposa en la mesa de su celda y conmina a su hijo:

—Jurad sobre las Escrituras que velaréis por su vida. Jurádmelo. Si Juana sufre daño alguno, vos responderéis ante mí.

Y el príncipe regente jura, aceptando la voluntad del rey, sin que ello le haga cambiar de idea.

Mientras tanto, fray Hernando de Talavera visita a Juana en su celda del monasterio de Santa Clara de Coímbra. En su caso, a pesar de la austeridad de los muros así como de parte del mobiliario, sí se evidencia que no es una religiosa cualquiera quien la ocupa.

—Estoy bordando unas flores —indica mordaz la joven—. Corred a informar a mi tía.

A fray Hernando de Talavera no le afecta el sarcasmo.

—La reina solo exige lo que está firmado. Vos elegisteis libremente profesar como clarisa.

—¿Libremente? —apunta cáustica la novicia.

—Se respetó vuestra voluntad, y debéis cumplir. Por vuestro honor. Por la paz de Portugal.

Juana abandona su pose y se dirige al fraile con toda franqueza, sin ocultar ya su padecimiento:

—¿Por qué insiste? Lo he perdido todo. ¡Todo! Hasta mi matrimonio… Estoy sola.

Fray Hernando la escucha con cierta conmiseración.

—Soy la mujer más sola que podáis imaginar. Aunque quisiera, nada puedo hacer contra ella. Vos la conocéis bien… ¿Por qué insiste en perseguirme?

—Os aseguro que la reina es justa y piadosa.

Juana coge la mano de Talavera, en actitud de súplica. Al clérigo le incomoda el gesto, pero no la rechaza.

—¿Qué he de hacer, entonces? Habladle en mi nombre, os juro que nunca haré nada contra ella ni contra Castilla. Lo juro, Dios y vos sois testigos.

Si el sarcasmo no afectaba a Talavera, el desvalimiento de la joven lo conmueve. Se esfuerza el fraile por mantenerse firme:

—Teneos, señora.

—Os lo ruego… Solo quiero vivir en paz. ¡Tengo diecisiete años! —clama en un sollozo.

—Edad suficiente para asumir vuestra responsabilidad.

—¡Quiere enterrarme en vida! ¿No lo veis? Firmaré lo que sea. Pero que me permita vivir, casarme algún día, tener hijos… Os lo suplico, a vos os escuchará…

Juana llora sin freno. El fraile aprieta su mano, apiadándose de ella.

—Confiad en el Altísimo, Él os protege.

Pero Juana vuelve sus ojos llorosos hacia Talavera, llena de rabia.

—Nunca, ¡nunca más confiaré en nadie!

Ha sido menos hábil Susana que su padre intentando devolver los documentos que Diego Susón hurtó del despacho de Torquemada. Apenas había entrado, decidida a evitar que la justicia pudiera actuar contra el converso, fray Tomás la ha sorprendido. De nada han servido sus súplicas; teniendo en su poder los nombres de los delatores, sobre Susana recaen todas las culpas. Así se ha apresurado a comunicarlo a la reina el propio inquisidor:

—Ha sido ella, no hay duda. Llevaba los documentos encima.

Isabel se queda un instante con la mirada perdida, abatida por la noticia. No contribuye precisamente a levantar su ánimo, doblegado por esa enfermedad que no cesa a pesar de los cuidados de Lorenzo Badoz y de las tisanas de Beatriz de Osorio. El rey apoya su mano sobre la mano su esposa y ella sale de su momentáneo ensimismamiento.

—Nunca lo hubiera imaginado… De Susana no, nunca.

—Por eso la traición es aún mayor —murmura Fernando.

—Es una de vuestras damas —señala Torquemada—. ¿Qué disponéis que haga?

—¿Debo hacer distinciones? —pregunta la reina a su esposo—. ¿Qué haríais vos?

Fernando niega con la cabeza, apesadumbrado. La reina queda un momento pensativa antes de decidir:

—Que la justicia siga su curso. Ha cometido un delito contra la Inquisición, que la Inquisición la juzgue. Y que Dios la perdone.

Torquemada acata la orden y se despide con una reverencia. Beatriz de Bobadilla acude junto a la reina, atenta. Le inquieta a la dama el estado de su amiga y soberana.

—¿Estáis bien?

—Tengo frío.

Beatriz arropa a la reina con un manto cuando entra su sobrina en la estancia. Mientras se ocupa de Isabel, la Bobadilla observa a la muchacha, que se ha situado cerca del rey, y susurra a la reina:

—He de hablar con vos.

Pero calla al ver algo que la inquieta. Un rasgo que apenas dura un instante, que no parece concretarse en nada y sin embargo… Quizá el ademán con que el rey solicita una copa de vino a su sobrina Beatriz. Quizá el destello en la mirada del rey, tan fugaz pero tan similar al que ha podido percibir en los ojos de la joven. Bastan esos indicios para que Beatriz de Bobadilla se apresure a desdecirse:

—En realidad no tiene importancia. Ya hablaremos cuando os encontréis mejor.

Pero es tal la angustia que le ha producido el descubrimiento, es tal el temor a evidenciarla, que Beatriz abandona el lugar haciendo lo posible por disimular su desazón.

Pater noster, qui es incaelis, sanctificétur nomen tuum

Farfulla Susana su oración entre lágrimas y quejidos con un hilo de voz. Amarrada por las muñecas, con las manos a su espalda, el verdugo termina de atar una pesa de media arroba a sus pies. Fray Tomás de Torquemada supervisa el cruel preparativo. A una seña del fraile, el verdugo tira de la cuerda que sujeta las muñecas de la joven. Gira la polea sujeta al techo del calabozo y Susana se eleva. Los miembros de la joven se estiran, apenas rozan el suelo las puntas de sus pies.

—¿Con qué fin robasteis los documentos? —musita el inquisidor.

—No los robé. Soy inocente. ¡Lo juro!

Repite la seña Torquemada y el verdugo vuelve a tirar de la cuerda. Grita Susana mientras se eleva más aún. Esta vez los pies quedan en el aire y los hombros parecen a punto de descoyuntarse. Torquemada se sitúa ante ella, mirándola fijamente, sin un ápice de compasión.

—¿Con qué fin robasteis los documentos? —insiste el fraile sin alzar la voz.

—¡Dios mío, Dios todopoderoso! ¡Ayúdame, ayúdame!

El dolor hace que la súplica de Susana asemeje un gruñido.

—Os creo, no fuisteis vos —asegura paternal Torquemada—. Entonces ¿quién lo hizo? ¿A quién protegéis?

Susana calla, con la respiración entrecortada. Basta una mirada de Torquemada al verdugo para que este continúe con el tormento. Gira de nuevo la garrucha y la soga que mantiene en vilo a Susana se tensa más y más, en tirones sucesivos. La pesa que lastra el cuerpo de la joven ya no reposa en el suelo. Los alaridos de Susana son desgarradores al sentir que sus articulaciones se estiran hasta el límite de la rotura. El cuerpo de la acusada se balancea ligeramente en el centro del calabozo. Cuando el verdugo se dispone a zarandearlo para incrementar su vaivén, Susana grita aterrorizada:

—¡Solo quería devolverlos!

Fray Tomás de Torquemada detiene al verdugo y se acerca a Susana. Habla a la desdichada con voz tan tenue que parece un susurro:

—Puedo hacer que cese el tormento, pero antes debéis decirme lo que sabéis…

A pesar del terror, del dolor y la desesperación, Susana niega con la cabeza. Torquemada hace un gesto al verdugo y este empuja con fuerza el cuerpo colgado Susana. En cada oscilación, el peso del lastre duplica, triplica el suplicio. La joven grita, fuera de sí, balanceándose, enloquecida por el dolor:

—¡Mi padre! ¡Los cogió mi padre! ¡Fue mi padre!… ¡Mi padre!

Torquemada aparta al verdugo con una seña. Contempla a su víctima un instante, mientras el balanceo va cesando. Suspira profundamente y sale del calabozo, mientras Susana se deshace en llantos, doblemente mortificada por la tortura y el remordimiento.

—Disculpad mi atrevimiento, alteza.

Se presenta Beatriz de Bobadilla ante Fernando con una pronunciada e inacostumbrada reverencia. Fernando, afable, interrumpe la firma de unos legajos y la hace pasar.

—No hemos hablado desde vuestra llegada. ¿Cómo está vuestro esposo?

—Bien, mi señor. Está bien…

Beatriz de Bobadilla no sabe cómo plantear lo que tanto pesa en su corazón.

—Veréis. Yo… he de pediros algo.

—Por poco que de mí dependa, contad con ello. Sabéis cuánto os apreciamos tanto la reina como yo.

—Por nada del mundo querría contrariaros. Os tengo en gran respeto y si no estuviese segura de que es necesario, nunca osaría hablar con vos.

—¿Qué sucede? Conseguiréis preocuparme.

—Es… sobre mi sobrina Beatriz.

La tensión contrae visiblemente el rostro de Fernando al escuchar aquello.

—Dejad que la lleve conmigo, os lo suplico. Ella apenas es una niña… Pero vos sois un hombre.

—¿Cómo os atrevéis?

—Porque solo vos podéis remediarlo —ruega la dama—. Beatriz ha perdido la cabeza, no atiende a razones. Nada le importa su honra ni su futuro. Os lo suplico…

—Callad.

—Si no lo hacéis por Beatriz —insiste la Bobadilla—, pensad en la reina, en el amor que le profesáis.

El rey da un golpe en la mesa, amenazador.

—¿Osáis hablar en nombre de mi esposa?

Beatriz de Bobadilla se postra ante él.

—Os lo suplico, alteza. Acabad con esta locura antes de que sea demasiado tarde.

Fernando se levanta airado de su sillón y abandona el despacho a grandes zancadas, dejando a la dama postrada. Esa noche, mientras Beatriz de Osorio duerme junto a él, el rey la observa. Como si la joven lo hubiera notado, se despierta y sonríe a su distinguido amante. Viendo que algo le preocupa, le besa y se acurruca a su lado.

—¿En qué pensáis?

—Hace mucho que conozco a vuestra tía.

La Osorio guarda silencio. Fernando insiste:

—¿No sospecha nada de vuestras ausencias a media noche?

—Nada me ha dicho…

A Fernando le incomoda saber que la joven miente.

—Tranquilizaos, jamás tendréis que inquietaros por mí —asegura Beatriz, enamorada, entre besos—. No me engaño, sé cuál es mi lugar. Estáis llamado a gobernar junto a vuestra esposa, y ese vínculo solo el Altísimo puede deshacerlo.

Fernando calla y la deja hablar. Beatriz suspira:

—Cada día, desde que la reina cayó enferma, rezo para que recupere la salud y Dios la guarde muchos años…

Algo hay en las palabras de Beatriz que alerta a Fernando. El rey se incorpora en el lecho. La joven no se despega de su torso.

—Pero sabed que sea cual sea la voluntad de Nuestro Señor, yo siempre estaré a vuestro lado.

Los labios de Beatriz de Osorio buscan la boca de Fernando, pero esta vez él no se deja llevar. A Beatriz le sorprende el rechazo por novedoso. Serio, el rey le da la espalda dispuesto a levantarse.

—Volved a vuestros aposentos. Ya despunta el día.

Tumbado sobre el potro de tortura, atado de pies y manos, Diego Susón reitera una y otra vez su confesión, con el aliento que el tormento no le arrebata:

—Yo robé vuestros documentos. Ya me tenéis. Soltad a mi hija.

Fray Tomás de Torquemada escruta el rostro del converso con el mismo aire inexpresivo con que indaga en bienes, escritos y conciencias de todos sus acusados. No ha tardado Diego Susón en presentarse ante la Inquisición, en cuanto ha sabido de la suerte de su hija Susana. Y sin embargo, su testimonio no parece ser aceptado.

—Imposible —niega Torquemada—. Los tenía en su poder.

—Pretendía devolverlos. Dejadla libre, es inocente.

—Decidme antes qué pretendíais hacer con ellos.

—Quería que los cobardes que delatan a los míos pagaran con sangre sus felonías.

Torquemada asiente. Ningún valor da al tono desafiante del converso.

—Vuestra hija quedará libre. Pero decidme, ¿vos dirigíais la conjura?

—No hay tal.

—Sí la hay. Y vos sois el cabecilla. Decid, ¿quiénes son vuestros cómplices?

Susón calla.

—Tenéis mi palabra de que nada más le ocurrirá a vuestra hija… A cambio, quiero sus nombres.

—Nos sobrestimáis —ironiza el converso—. Ningún hereje tuvo valor para seguirme.

Torquemada suspira y hace una seña al verdugo. Susón se prepara para sufrir el suplicio. Parafrasea una oración mirando a los ojos del fraile:

—Padre, perdónalos… porque saben lo que hacen.

La corte nazarí al completo se ha congregado en el patio de la Alhambra. Zoraida, junto a Muley Hacén, permanece en el centro, en actitud de recogimiento. A sus espaldas, un ama tiene a Nasr en sus brazos. En un lugar destacado entre los nobles granadinos presentes, Aixa y Boabdil, junto a su esposa Moraima, contemplan la solemne ceremonia a la que todos han sido convocados. Muley Hacén toma la palabra:

—Os hablo como emir del último reino musulmán de la Península. Pero no busquéis resignación en mi corazón, ni nostalgia de esplendores perdidos… Al contrario.

El Zagal fija su vista en Aixa y Boabdil.

—La ambición de un futuro más próspero para Granada inspira todas mis decisiones. Grandes son los retos que nos aguardan. Volverán los días de gloria, os lo prometo… Y en ese camino me acompañará mi esposa, Zoraida…

El emir hace una seña a quien fue su cautiva y esta se adelanta hasta llegar a su altura.

—Por mi propia voluntad y por la merced de Alá, es mi deseo abrazar la fe verdadera —anuncia la joven—. No hay más divinidad que Alá y Mahoma es su Profeta.

Aixa contiene a duras penas su rabia.

—A partir de hoy, tomo como nombre Zoraida. Juro que mis hijos respetarán los preceptos del Corán y se educarán según las enseñanzas del Profeta. Que Alá nos guíe y nos proteja.

Sonríe Zoraida al emir, que toma la mano de su esposa y exclama:

—¡Alá es grande!

Todos los presentes jalean «¡Alá es grande!». Muley Hacén, satisfecho, se dirige a su astrólogo:

—Sabio Maj-Kulmut. En este día tan feliz, contadnos: ¿qué hay escrito en las estrellas?

El aludido alza la voz, entonando con la trascendencia que el momento requiere:

—El hijo que ha nacido del vientre de Zoraida será fuerte como el acero. Con su espada ganará mil batallas.

Todos los presentes aplauden. El emir sonríe.

—Decidme algo que no sepa. ¿Qué más nos depara el futuro?

—Señor… El futuro no está en mis manos… ni en las vuestras, sino en las de vuestro hijo Boabdil.

La sonrisa de Muley Hacén se congela. Por escépticos que sean algunos a las predicciones de los astrólogos, a todos les impacta la afirmación. Las palabras de Maj-Kulmut llaman la atención de Aixa en particular.

—La aflicción anegará Granada cuando él sea emir, pues la media luna mudará en cruz cristiana.

Un murmullo de estupor recorre el patio. Muley Hacén encara al sabio, irritado:

—¿Qué disparates son esos? ¡Explicaos!

—Boabdil entregará Granada a los infieles.

Los murmullos dejan paso a un silencio sepulcral. Boabdil se convierte en el centro involuntario de las miradas. Muley Hacén obliga a callar al astrólogo:

—No sucederá tal cosa. Boabdil nunca será emir.

El soberano coge en brazos a Nasr, el hijo de Zoraida, y lo alza ante todos.

—Este es mi hijo, él es mi heredero. Él es el futuro de Granada. ¿Me oís? ¡Alá es grande!

Todos responden, con mayor o menor convencimiento:

—¡Alá es grande!

Aixa y Boabdil escuchan, impotentes, los vítores de los congregados.

—Madre… Todos nos miran. Ocultad vuestro rencor.

Aixa obedece a su hijo y disimula. Hace un gesto cortés de reconocimiento hacia Zoraida, claramente fingido, mientras masculla entre dientes:

—Esto no acaba aquí.

La tenacidad de Diego Susón, su obstinación por callar los nombres de quienes planeaban con él amedrentar a los delatores, le condena a prolongadas sesiones de tormento. Descoyuntado en el potro, el converso ha guardado silencio. Sufre ahora espasmos y ahogos mientras el verdugo vierte agua sobre la toca de lino que le ha introducido en la boca hasta alcanzar la tráquea. Asfixiado y con los ojos desorbitados, el reputado comerciante se agita todo lo que su descalabrado y agotado cuerpo permite. Torquemada ordena que cese el suplicio y el verdugo extrae la toca empapada.

—Os lo ruego. Dadme sus nombres y salvaréis la vida.

Susón, sudoroso y exhausto, asiente. El fraile se acerca hasta quedar a un palmo de su rostro. Con sus últimas fuerzas, Diego Susón le escupe en la cara. Fray Tomás se limpia el salivazo, con toda la dignidad que uno puede conservar en semejante trance, y abandona el calabozo.

—Ese hereje morirá antes que delatar a los suyos.

Así se expresa el inquisidor ante Isabel y Fernando.

—Muerto poco más os dirá —apunta el rey.

Aunque consumida por su larvada dolencia, Isabel atiende al fraile, consciente de la importancia del asunto.

—Mi señora. Sé que es vuestra voluntad que nadie sea ejecutado, pero en este caso deberíais reconsiderarlo.

—No hay delito de sangre —recuerda Isabel.

—Porque lo detuvimos a tiempo. Pretendía asesinar a los buenos cristianos que colaboran con el tribunal. ¿Qué delito puede haber más infame?

—¿Y el resto de los conjurados? —pregunta Fernando—. ¿Habéis dado con ellos?

—No, alteza… Susón debe morir. Que el castigo haga desistir a quienes comparten sus intenciones.

Tanto el fraile como el rey aguardan la decisión de la reina. Sin embargo, no se siente Isabel en condiciones de hacerlo ahora.

—Debo pensarlo. Os haré saber mi decisión.

A solas con Fernando, Isabel permanece pensativa. Le duele verse en la obligación de castigar tan severamente al padre de Susana. Y por otra parte…

—Torquemada tiene razón —afirma el rey, como si pudiera escuchar sus cavilaciones—. Sabíamos que este momento llegaría. Hemos hecho todo lo posible por evitarlo, pero es menester mostrarse firmes.

—Apreciaba a ese hombre —replica abatida la reina—. Un comerciante prudente y educado.

Conmovida, Isabel dirige la mirada a su esposo. Le coge la mano y la besa con ternura. Acto seguido, asiente y decreta en silencio un terrible final para Diego Susón. Pero a Fernando le preocupa más el estado de su esposa, pues es tal la lividez del rostro de la reina que la piel del dorso de su mano parece quemada por el sol.

—Es un mero trámite, una pantomima para contentar al emisario de Isabel y asegurarnos la paz con Castilla.

Insiste el príncipe Juan ante Juana para persuadirla de profesar sus votos como religiosa. Con esa intención se ha desplazado hasta el convento de las clarisas de Coímbra. Pero Juana desconfía de él y de sus argumentos.

—Ante Dios y ante la Iglesia seré monja.

—Os prometo que podréis regresar a la corte y vivir como os plazca.

—Siempre que no lo sepan en Castilla —apunta Juana—. ¿Habré de vivir escondiéndome para siempre?

—Solo por un tiempo, os doy mi palabra. Cuando amaine el conflicto pediremos una dispensa al Papa. Pagaremos lo que haga falta.

—Si mi destino depende del Papa, adivino la respuesta. Ayudadme ahora que todavía no he tomado los votos.

—Imposible. Debéis profesar.

—No.

Un lacayo de la casa real portuguesa interrumpe bruscamente el encuentro. No lo haría si el mensaje que trae no fuera de vital importancia. Y tanto Juan como la rebelde novicia intuyen que así es, a juzgar por su semblante.

—Mis señores, el rey Alfonso ha fallecido en Sintra.

La nueva no solo sacude las emociones del heredero y de Juana. También cambia las coordenadas de la discusión que mantenían. Aunque de momento esté inmerso en el estupor que le ha provocado la muerte de su padre, desde hoy es Juan quien decide en Portugal. Quien decide también su destino. Digna hija de su madre, temiendo el encierro o algo peor, Juana se apresta a arrodillarse ante el heredero al trono.

—Mi señor, mi rey… Haré cuanto gustéis. Si monja me queréis, monja seré.

El próximo monarca luso contempla a la joven humillada a sus pies. Lo hace con severidad, perdido en sus pensamientos. Juana insiste, sumisa:

—De vuestra misericordia y magnanimidad ruego que jamás olvidéis que en todo el reino fui yo la primera en mostraros obediencia y lealtad.

Comprende Juan a la perfección a qué se debe su cambio de actitud.

—Levantaos. Si habéis de profesar como clarisa, acompañadme ahora en una oración por el alma de mi difunto padre.

Isabel ha aceptado escuchar la petición de clemencia de labios de Susana. A pesar de las secuelas del tormento, la hija de Diego Susón ha acudido al alcázar para postrarse ante Isabel y suplicar su perdón.

—Susana… ¿Por qué no acudisteis a mí? Sé que vuestra intención era buena. Hubierais evitado el tormento y vuestro padre…

—Vos sois misericordiosa —se atreve a interrumpir la joven—. Mi padre ha cometido muchos errores pero no es malo. Tened piedad, no merece una muerte tan terrible.

—Permitiré que le veáis. Pero nada más puedo hacer por él, salvo rezar a Dios para que le perdone.

—Os suplico clemencia. Juro por la memoria de mi madre que nos iremos de Castilla.

—Basta ya —interviene Fernando—. Ya habéis oído a la reina. Podréis despediros de vuestro padre, no esperéis nada más.

La joven se incorpora y hace un esfuerzo por sobreponerse.

—Que Dios os bendiga.

Susana abandona el alcázar. Isabel, conmovida, bebe de la taza. De pronto un dolor perfora su vientre. Cierra los ojos, controlando su padecimiento. Pero el dolor se vuelve más agudo y la reina aprieta su vientre, doblándose por la cintura. Ante la alarma de su esposo, Isabel reclama con voz queda:

—Badoz… Que venga Badoz.

Fernando grita pidiendo auxilio, y Beatriz de Osorio es la primera en aparecer en la sala. Sin embargo, en lugar de acercarse a la reina, se queda un instante en el linde de la puerta, observando su sufrimiento.

—¿Qué hacéis parada? ¡Avisad al físico!

Pero la Osorio ni contesta ni se mueve. Solo mira a Isabel. Beatriz de Bobadilla entra a toda prisa, decidida a atender a la reina.

—Ya me quedo yo con ella.

Fernando se da cuenta de que Beatriz de Osorio se ha marchado. La pasividad de la joven se une al eco de las últimas confidencias nocturnas. Al ver a Beatriz de Bobadilla ofreciendo inocentemente la tisana a la reina, algo encaja en la mente del rey y la sospecha adquiere rango de certeza. Sin pensarlo, tira al suelo la bandeja con la infusión en un aparente descuido y sale rápidamente en pos de la Osorio.

El rey llega hasta la alcoba de su amante y, ante la mirada atónita de la joven, rebusca frenéticamente entre sus pertenencias.

—Pero ¿qué os sucede? Parad. Parad, os lo suplico.

Desoyendo los ruegos de Beatriz, Fernando vuelca los cajones, levanta a tirones la ropa de la cama. Como no encuentra lo que busca se encara con la dama, cogiéndola violentamente por el cuello.

—¿Dónde escondéis el veneno? ¿Dónde?

—No sé de qué habláis —replica Beatriz, asustada—. ¡Os habéis vuelto loco!

—¡Estáis envenenando a la reina!

Llorosa y casi asfixiada, Beatriz de Osorio insiste en negar la acusación:

—No. No es verdad. ¡Soltadme, me hacéis daño!

Fernando la suelta y sigue buscando mientras Beatriz, apoyada contra la pared y entre toses, recobra poco a poco el aliento. Finalmente, bien escondido en una esquina bajo la cama, Fernando encuentra el minúsculo recipiente opaco.

—Vais a morir por esto.

—¡Es solo un filtro de amor, para complaceros mejor, solo eso! ¡Nunca le haría nada malo a la reina! ¡Nunca!

—Bebéoslo —ordena el rey, impasible.

La Osorio, sin dejar de sollozar, abre el frasco. Fernando la obliga a apurar su contenido y unos instantes a que la poción haga su efecto. Pero nada ocurre. Convencido por el gesto desesperado de su joven amante, estrella el frasco contra la pared, que se hace añicos.

—Manteneos lejos de la reina. Y de mi vista.

A solas, la Osorio se provoca el vómito entre estertores, expulsando el líquido ponzoñoso que ha ingerido.

Diego Susón está encadenado, sentado en el suelo del calabozo con la espalda apoyada contra el muro. Sus articulaciones no responden y las llagas parecen haberle devorado muñecas y tobillos. Desconsolada por verlo así, Susana no puede evitar el llanto.

—Padre, padre… ¿Qué os han hecho?

Diego Susón hace ademán de secarle las lágrimas pero tiene las manos destrozadas.

—Perdonadme —suplica Susana—. Perdonadme si podéis.

—Veros con vida es mi único consuelo —musita el reo.

—Tendríamos que habernos ido. Todo esto es culpa mía. Dios mío… Dios mío.

Susón no tiene fuerzas para hablar. Ni siquiera puede abrazar a su hija. Llora en silencio junto a ella, deseando solamente que pronto se ejecute su condena.

Apenas un día sin ingerir las tisanas de Beatriz ha bastado para que la reina note cierta mejoría.

—Gracias a Dios… y a la ciencia de Badoz.

Calla Fernando, muy serio, a pesar de la recuperación de su esposa.

—¿Qué sucede? Algo os aflige.

Fernando no es capaz de mirarla a la cara.

—Es de vos costumbre procurar personalmente que vuestras damas tengan un matrimonio conveniente.

—Así es.

—Deberíais buscar marido para una de ellas.

Las facciones demacradas de la reina se tensan. Intuye Isabel el motivo del requerimiento.

—Decid, quién es la afortunada.

—Beatriz. Beatriz de Osorio.

Con gran dignidad y contención, Isabel reprime su ira y contesta, prácticamente en un susurro:

—No podía ser otra. La sobrina de mi mejor amiga.

Fernando permanece en silencio. Aunque fatigada, Isabel se levanta de su asiento.

—Me encargaré enseguida. ¿Algún candidato?

El rey, culpable, no responde. Su esposa insiste:

—¿La preferís cerca o lejos de la corte?

—Haced como os plazca. Os he dicho lo que tenía que decir, es más que suficiente.

Isabel asiente. Ambos se miran a los ojos por primera vez desde que Fernando formuló su petición. De repente, la reina saca fuerzas de flaqueza y propina a su esposo una espléndida bofetada. Fernando la recibe impasible. No mueve un músculo. Simplemente le da la espalda y abandona la alcoba. Pero una vez a solas, Isabel estalla. Rompe y lanza todo lo que encuentra, hundida y desesperada, hasta que queda exhausta, llorando amargamente al pie de la cama, al borde del desvanecimiento.

—En agradecimiento a vuestros servicios he decidido premiaros con un matrimonio digno de vos.

Poco tiene que ver el aspecto de la reina con el de la mujer enferma y despechada de jornadas anteriores. Vistiendo sus mejores galas, al lado de su esposo, preside la audiencia real desde el sitial. Se halla Beatriz de Osorio ante ella, con la cerviz inclinada, sin osar dirigir su mirada a los reyes.

—No pretendo otra gracia que servir a vuestra alteza.

—Es mi voluntad. La mía y la de mi marido, el rey.

La Osorio, ahora sí, mira a Fernando, pero este aparta la vista.

—He escogido personalmente a vuestro esposo —continúa Isabel—. Podéis sentiros afortunada. Es un noble de la más alta alcurnia. Hernán Peraza, virrey de las Canarias.

Hernán Peraza se abre paso entre los nobles que asisten al acto para situarse junto a su futura esposa. Peraza hace una reverencia ante ella y no deja de mirarla con avidez. Aunque joven, el rostro del virrey de Canarias provoca repulsión. Quizá sea a causa de la suciedad del personaje o bien a sus rasgos, más propios de un animal salvaje como los que describen los bestiarios. Pero Beatriz no tiene la menor intención de mostrar su aprensión ante la reina.

—Enhorabuena a los dos —concluye Isabel.

Dando por acabada la audiencia, la reina se levanta y abandona el sitial. El rey hace lo propio, ofreciendo su mano. Así cogidos y sonrientes, una y otro salen de la sala con exquisita solemnidad. En cuanto ya nadie puede verlos, Isabel pierde la sonrisa y suelta la mano de Fernando, como si quemara.

Atado a un poste y rodeado de fardos de leña seca, Diego Susón aguarda su ejecución. Tendrá el honor de ser el primer hereje condenado en Sevilla por la Inquisición a ser pasto de las llamas. El guardia del Santo Tribunal espera la orden con una antorcha encendida. Entre el público congregado, Diego Susón logra localizar a su hija Susana. Comprueba los esfuerzos de la joven por no desmoronarse y eso le anima a afrontar con temple sus últimos momentos.

Fray Alonso de Hojeda reza en voz alta por el condenado:

—Señor, acoged el alma de este pecador —se gira hacia él—. Estáis a tiempo de arrepentiros ante Dios.

—Sí… Me arrepiento… ¡Me arrepiento de haber sido cristiano y de haber confiado en la bondad de sus clérigos!

Los asistentes a la ejecución prorrumpen inmediatamente en gritos:

—¡Hideputa! ¡Cabrón! ¡Satán!

Fray Alonso de Hojeda bendice al reo con gesto rápido y desmañado.

—El fuego purificará tus pecados. Que el Señor se apiade de ti.

Acto seguido, hace una señal al guardia y este enciende la pira. Diego Susón mira a su hija una última vez, antes de clamar a gritos:

—¡Malditos seáis! ¡Sois vosotros los pecadores, los impíos! ¡Dios os castigará! ¡Os azotarán las siete plagas! ¡Se cumplirá la ley de Moisés! ¡Ojo por ojo! ¡Yo os maldigo! ¡Ojo por ojo!

El dolor que le causan las llamas le provoca un grito desgarrador. Susana llora, desesperada, mientras ve cómo el fuego crece y envuelve a su padre. Nota, suave, una mano sobre su brazo. Es Moisés Seneor.

—Venid conmigo. Vámonos de aquí.

Semanas después, en el centro de esa misma plaza solo hay un grupo de niños. Rodean en silencio el cadáver de un hombre vestido con hábito cuya mano aún aferra un crucifijo. La capucha del hábito cubre su rostro.

No pasaron muchos días tras la ejecución de Diego Susón cuando se declaró un brote de peste en Sevilla. Quien pudo huyó de la ciudad, como la familia real y toda su corte. No faltó quien achacara la epidemia a la maldición proferida por el converso. El propio fray Alonso de Hojeda utilizó en sus sermones el argumento con intención de azuzar la conciencia de los indecisos:

—¡Arrepentíos los tibios, arrepentíos los necios, porque cuando era tiempo os negasteis a erradicar la amenaza de la faz de la Tierra! ¡Padeced ahora la plaga que el siervo judío del diablo esparce casa por casa, de hombre a mujer, de madre a hijo! ¡Sufrid el castigo por vuestra incredulidad! ¡La peste! ¡La peste judía que asola la cristiandad! ¡La peste!

Hoy, en esa plaza sevillana, uno de los niños intenta descubrir el rostro del clérigo tirando una y otra vez del borde de la capucha con un palo, sin conseguirlo. Finalmente, la más atrevida del grupo se agacha y tira de la tela con la mano, descubriendo el rostro del cadáver. Al instante los niños se dispersan corriendo en todas direcciones; es fray Alonso de Hojeda, aún reconocible a pesar de los bubones que deforman su efigie.