En la alcoba real del alcázar sevillano, la princesa Isabel se abre paso entre el gentío que rodea el lecho de su madre. Allí se agolpan los testigos designados por el rey Fernando, Garci Téllez, Alonso Melgarejo, Fernando de Abrego y Juan de Pineda, el notario, el escribiente, cortesanos diversos y damas de la reina. Una barrera humana que se escinde para que la princesa pueda contemplar a Isabel dando a luz con el rostro pudorosamente cubierto por un velo.
Tan concurrido alumbramiento lo dirige la Herradera, no hay partera de mayor renombre en Sevilla. La comadrona mantiene a Badoz a raya. Parir siempre es asunto de mujeres, se esté trayendo al mundo al heredero de Castilla y Aragón o al bastardo de un menestral. Solo la presencia de hidalgos y funcionarios marca la diferencia, pues ha de verificarse que el niño es hijo de la reina.
Reza fray Hernando junto al cabecero de la cama por que todo acabe como Castilla y su reina merecen. Isabel, ante otra fuerte contracción, aprieta los dientes. Se incorpora en un espasmo y se desploma de nuevo en la cama. Ve caer entonces el jerónimo un papelito de debajo de la almohada. Lo coge y lo lee. Muy serio, lo guarda sin que nadie se aperciba.
La Herradera coloca una compresa húmeda en la frente de la reina y anuncia:
—Señora, ya viene…
Asiente Isabel bajo el velo empapado de sudor. Sus facciones desencajadas por el esfuerzo permanecen ocultas a la vista de quienes se arremolinan a su alrededor, empinándose para ver mejor cuanto sucede en el tálamo real. Como su confesor, Isabel se encomienda a la misericordia divina:
—Haz que viva, Señor… Que esté vivo… Que esté…
La reina sufre otro espasmo. Beatriz de Osorio constata la impresión que causa el trance en la princesa y la acompaña fuera de la estancia.
—Seguid empujando, alteza, ya asoma la cabeza —insiste la Herradera.
Obedece Isabel hasta el límite de sus fuerzas. El velo se desliza y deja al descubierto su calvario. Finalmente cae exhausta. La Herradera termina de extraer al recién nacido mientras Lorenzo Badoz corta el cordón umbilical. Todo se hace en medio de un silencio únicamente roto por la angustiada insistencia de la madre:
—¿Está vivo? ¡Decidme!
El niño comienza a llorar y la Herradera lo acerca sonriente a la reina.
—Es un varón, alteza… Un varón sano.
Cae rendida y emocionada la reina, con el deber cumplido, mientras la comadrona muestra a la concurrencia a quien será Juan de Aragón, príncipe de Asturias y Gerona.
Se ha ausentado el rey Fernando de Sevilla y no regresa hasta varias jornadas después. Ahora la reina descansa sentada en un sillón cerca del ventanal, aprovechando un soplo de brisa fresca en este verano de 1478. Cerca de ella, un ama de cría amamanta al pequeño Juan. Recién llegado del viaje, Fernando entra con paso decidido en la estancia. Contempla dichoso la sonrisa de felicidad que embellece el rostro fatigado de su esposa antes de besarla.
—Siento haberos dejado librar sola esta batalla.
—Que hayamos triunfado es lo que cuenta.
El rey, orgulloso, coge al niño que le tiende el ama de cría.
—Vuestra es la victoria —exclama—. Yo solo traigo para vos algunas plazas que aún eran leales a los rebeldes.
Entusiasta, se acerca a su esposa con el niño.
—Y también la compañía de alguien que os gustará ver. —Fernando se gira hacia la puerta—. Pasad, pasad.
Gonzalo Chacón entra en la alcoba real y hace una sentida reverencia. Isabel no cabe en sí de gozo.
—Aquí están los tres hombres que más aprecio en esta vida. Ahora mi felicidad es completa.
Apenas puede articular palabra el noble, pues la emoción se lo impide. El rey le ofrece al niño:
—Tomad el futuro de Castilla y Aragón en vuestros brazos. Si alguien se ha ganado ese derecho sois vos.
Chacón, conmovido, sujeta al príncipe. Sonríe orgulloso a la reina y declara:
—Que Dios le dé salud y haga de él un gran rey.
A pesar de su sonrisa, Fernando nota una sombra de preocupación en la mirada de su esposa al escuchar los deseos de Chacón. Isabel se da cuenta y se explica:
—Badoz dice que no se cría tan fuerte como debiera…
El rey la tranquiliza:
—Pues comerá tuétanos todos los días. ¿Y dónde está mi hija?
Justo en ese instante, Beatriz de Osorio trae a la pequeña Isabel. El rey se dirige a la joven:
—Me habéis leído el pensamiento.
Ruborizada, la Osorio baja la mirada. La pequeña, tras una breve reverencia, se echa en brazos de su padre.
—¿Cómo está mi princesa?
—Ya no soy princesa —replica su hija—. Ahora soy infanta.
Fernando ríe y mira a Isabel, consciente de que es cosa de ella.
—Vos siempre seréis mi princesa —responde él con gesto afectuoso.
En el despacho de fray Hernando de Talavera, al abrigo de todas las miradas, Susana Susón contempla el papelito que el jerónimo recogió en la alcoba real durante el parto. En él aparecen escritas cuatro letras mayúsculas: AHIH. La dama, apurada por el semblante severo del fraile, asiente:
—Es un amuleto…
—Entonces admitís que fuisteis vos.
Susana prueba con una disculpa, sin negarlo:
—Solo quería que el parto fuera bien.
Talavera la mira un instante en silencio, calibrando su sinceridad.
—No es la primera vez que lo veo. ¿Sabéis lo que significa?
Susana se apresura a negar.
—Eheieh —explica el fraile—. «Yo soy el que soy.» Es una de las maneras de nombrar a Dios entre los judíos.
La joven se asusta mucho al oírlo.
—Por la Santísima Virgen, no pensaréis que…
—¿Y si algo hubiese ido mal durante el parto? —interrumpe Talavera—. ¿Os dais cuenta de a lo que os hubierais expuesto?
Susana se arrodilla ante el fraile entre sollozos.
—¡Yo no sabía…! ¡Os juro que solo es un amuleto, lo he visto hacer toda mi vida en mi familia!
Rompe a llorar la hija de Susón. Talavera la contempla, pensativo.
—¿Se come cerdo en vuestra casa?
Ahogada por el llanto nervioso, la joven asiente.
—¿Trabajan los vuestros en sábado? ¿Hay en la casa de vuestro padre crucifijos o imágenes de Nuestra Señora?
Susana a todo dice que sí.
—Mi padre nos ha educado en la fe verdadera, creemos en Jesucristo Nuestro Señor.
La afirmación no borra la severidad de la mirada del fraile. Talavera vuelve a escrutar la inscripción.
—Calmaos… Yo confío en vos. Pero habéis de ser más prudente.
La joven, enjugándose las lágrimas, asiente vehementemente.
—Os ayudaré a aprender qué costumbres de vuestros antepasados os conviene olvidar.
Desde que nació el príncipe, han desfilado por la corte multitud de enviados y embajadores venidos expresamente a mostrar su respeto y alegría por el feliz alumbramiento. Es el turno ahora del nuncio de Su Santidad, el obispo Nicolás Franco, que llega acompañado por el cardenal Mendoza. Los reyes reciben con todos los honores a tan distinguida visita.
—El nuevo y más leal servidor de Su Santidad —así presenta Fernando a su hijo.
Nicolás Franco sonríe complacido.
—Haréis de él tan buen cristiano como deseamos que acaben siéndolo todos vuestros súbditos.
A Isabel no se le escapa la alusión del enviado papal.
—Vemos que seguís preocupado por la salud espiritual de nuestro reino.
—Es el Papa quien lo está. Vuestro reino es una amenaza para la cristiandad: frontera con los infieles, refugio de judíos, infectado por falsos conversos…
—Por los conversos no debéis preocuparos —apunta Fernando—. La reina ha encomendado a fray Hernando de Talavera una misión evangelizadora en la que confiamos.
—Ardua tarea para un simple fraile.
—Nadie mejor que él para encabezarla —se apresta a decir el cardenal.
No parece convencido el nuncio.
—Si vos lo decís… Pero en Roma no se entiende tanta reticencia a instaurar el Santo Tribunal de la Inquisición. En otros reinos vecinos hacen buen uso de él…
—Monseñor, los problemas de Castilla son distintos —señala Isabel—; sus soluciones también habrán de serlo.
Nicolás Franco amaga una sonrisa intencionada al preguntar:
—Decidme, ¿acaso vuestra negativa se debe a que era un proyecto del arzobispo Carrillo?
Isabel, impasible, elude contestar la pregunta:
—La guerra aún no ha concluido. Talavera ya ha iniciado su labor. Según cuándo y cómo terminen estos asuntos, resolveremos.
Nicolás Franco asiente, comprensivo, pero añade:
—Roma os estaría muy agradecida si atendieseis el ruego de Su Santidad. Pensad en ello.
—Así lo haremos —zanja el rey—. Si tenéis a bien, bendecid ahora al príncipe.
Presto accede el nuncio papal antes de dar por terminada su visita. A solas con el rey en la agradable penumbra de los corredores del alcázar, el cardenal Mendoza confiesa después sus temores a Fernando:
—Mi señor, la insistencia del nuncio en implantar la Inquisición me preocupa tanto o más que la cerrazón de vuestra esposa.
Sonríe despreocupado Fernando.
—La reina solo pretende dar tiempo a Talavera para que su labor dé frutos.
—Con todo respeto, ¿cuánto más necesita para ver que la evangelización es un fracaso?
Fernando mantiene su pose pero calla, pues sabe que el purpurado está en lo cierto.
—Apenas ha habido abjuraciones —señala Mendoza—. Y las gentes empiezan a murmurar sobre vuestra benevolencia.
—¿A qué os referís?
Carraspea el cardenal antes de dar detalles:
—Se dice… que vos mismo descendéis de conversos y que por ello os cuesta atajar el problema.
El rey se contiene. Ya no sonríe. El cardenal aprovecha para insistir:
—Vos que no estáis tan influenciado por Talavera podéis ver lo que vuestra esposa no ve.
Fernando suspira profundamente antes de admitir lo que para el cardenal es bien conocido:
—Yo no soy contrario a la Inquisición. Vos lo sabéis.
—Entonces prestad este servicio a Castilla y no solo Roma os lo agradecerá.
Fernando reflexiona y apostilla con una sonrisa sibilina:
—Lo importante, reverencia, no es instaurarla… sino en manos de quién estará.
En su mansión, el converso Diego Susón padece el interrogatorio de su inquieta hija Susana, aún no repuesta de las amonestaciones de Talavera.
—¡Claro que somos buenos cristianos! —clama el padre con aires condescendientes—. ¿Quién os ha metido esas ideas en la cabeza?
—Entonces ¿por qué hacemos cosas de judíos? ¡Cualquiera podría pensar que somos herejes!
El desasosiego de Susana atrae la atención de Samuel, su joven hermano. Abandona este sus lecturas para escuchar una discusión inédita en su familia.
—Tranquilizaos, hija mía —solicita el comerciante—. Toda Sevilla nos conoce y nos respeta. Vos misma sois dama de la reina. Aunque haya quien nos envidie, nadie osará importunarnos. Perded cuidado, estamos a salvo de la maledicencia.
No disuade el discurso a la joven, pero sí consigue calmarla. Entonces echa mano al bulto que ha traído envuelto en un lienzo y lo desenvuelve; es un crucifijo con peana, una imagen de generosas dimensiones. Susón se adelanta a su hija: toma el crucifijo en sus manos y lo coloca sobre un estante, en lugar bien visible.
—¿Os parece un buen sitio?
Ahora sí, Susana sonríe tranquila y Samuel vuelve a su libro.
Una misiva del rey Juan de Aragón ha enojado a Isabel. En ella, el anciano monarca recalca su petición de que el príncipe Juan se eduque a su lado, en Aragón. La solicitud amenaza con convertirse en motivo de discusión entre los esposos.
—¿Cómo puede pensar que vamos a enviarle a mi hijo? ¡Es el heredero de Castilla!
—También va a heredar Aragón —puntualiza Fernando, apacible.
—¡Aragón lo vais a heredar vos primero! —Isabel se lo recuerda a su esposo antes de añadir con suspicacia—: ¿Acaso estáis de acuerdo?
Fernando prefiere contemporizar:
—No sé cuánto más vivirá mi padre. Llegado el día, Juan será príncipe de Gerona. Entiendo que como rey de Aragón…
—¿Y yo? —interrumpe alterada la reina—. ¿Qué he de anteponer, mi deber como reina o como madre? ¡Antes de querer separarme de mi hijo, pensad que soy ambas cosas!
—También sois mi esposa. Tranquilizaos.
Fernando se acerca a ella y la abraza.
—Nuestros hijos crecerán en familia tal como deseáis —afirma decidido—. No os preocupéis por mi padre. Lo entenderá.
Beltrán de la Cueva ha acudido a Martos enviado por los reyes. Al verlo llegar, Sancho Jiménez de Solís ha disfrutado un destello de esperanza que se ha extinguido nada más hallarse ante sus ojos. No trae buenas noticias el enviado de Isabel.
—Sabéis que la reina ha hecho todo lo posible para procurar la liberación de vuestra hija.
El noble asiente, agradecido.
—Estaría dispuesto a entregar toda mi hacienda, mi vida si hace falta, por recuperar a Isabel.
—Vos sabéis que nuestra oferta era generosa y el emir no la ha aceptado.
Mira Beltrán con semblante grave al afligido noble antes de añadir:
—No os engañaré: no aceptará nada.
Sancho Jiménez de Solís baja la cabeza, devastado.
—Es espantoso negociar con mi hija como si fuera una mercancía… Pero aún peor es no poder hacerlo siquiera.
—Granada no escapará a su destino —asegura Beltrán de la Cueva—. El emir pagará entonces por todos sus crímenes y afrentas. Pero aún no es la hora.
Solís se obliga a callar. Beltrán compadece a su anfitrión:
—Sé cómo os sentís y creedme cuando os digo que vuestro dolor es el nuestro.
Don Sancho parece aturdido, perdido en sus pensamientos.
—Iba a casarse este mismo año…
—Debéis tener ánimo y aceptar los designios de Dios.
El vaticinio de Beltrán estremece al noble y lo saca de su estupor.
—Habláis como si mi hija estuviese muerta.
—Aunque volviese —afirma Beltrán de la Cueva—, ya no sería la hija que os arrebataron. Ni su vida podría ser la misma… Vos lo sabéis y habéis de haceros a la idea.
Impotente, Sancho Jiménez de Solís asimila tan angustioso dictamen. Desde el fondo de su corazón admite que su interlocutor no yerra.
Quién sabe cuál hubiera sido su reacción de haber contemplado, esa misma mañana, al amanecer, a su hija en el lecho del emir de Granada. Despertándose semidesnuda al lado de su captor. Sonriendo al ver que Muley Hacén velaba su sueño con ojos enamorados.
—Tanto os favorece la luz del alba que quisiera detener el sol cada mañana.
—Sois poderoso —replica la joven, halagada y somnolienta—. Mas no tanto como para dejar en suspenso las horas del día… como habéis hecho con mi vida.
Percibe el nazarí cierto desafío en la apostilla de Isabel de Solís, a pesar de que las manos de la joven acarician su pecho.
—¿Aún deseáis volver con los vuestros?
En silencio debe esperar respuesta el emir, pues Isabel de Solís prefiere esconder su rostro y permitirse evocar un instante su vida anterior. Luego fija su vista en los ojos de Muley Hacén y le habla serena y respetuosa:
—Me lo habéis quitado todo, señor. Nada soy fuera de esta alcoba.
—Nada soy cuando vos no estáis cerca —replica el emir con toda sinceridad.
—Debería odiaros. Y sin embargo…
No es la primera vez que Isabel de Solís escudriña las facciones de su amante, buscando una respuesta que solo puede hallar en su propio interior.
—Decís cosas que nunca antes habían escuchado mis oídos. Y lo hacéis mirándome de un modo…
Muley Hacén acaricia la tez de la joven pero ella detiene su mano.
—Vos, que tenéis tantas esposas, me hacéis sentir como si fuera la única mujer en la Tierra.
—Porque os amo. Porque nada en el mundo me importa más que el tiempo que paso junto a vos.
Isabel contesta por fin la pregunta del emir:
—No… Ya no deseo volver.
La dicha ilumina la mirada del nazarí.
—Habéis conseguido lo imposible —asegura Isabel—. Que sea feliz sintiéndome en vuestras manos.
Francia también ha deseado felicitar a los reyes. Al margen de las fricciones, de las escaramuzas fronterizas, de la espada de Damocles que supondría un entendimiento entre el rey Luis y el rey Alfonso de Portugal. Tienen los monarcas castellanos ante sí una arqueta forrada de plata repujada, ricamente decorada con piedras preciosas incrustadas. Es el suntuoso regalo ofrecido por el obispo de Albi en nombre del monarca galo.
—Aceptad este presente por el feliz nacimiento del heredero. Con los mejores deseos de mi señor, el rey Luis.
—Trasladad a vuestro soberano nuestro agradecimiento —responde Isabel—. Que el futuro de nuestros reinos sea venturoso.
Se acoge el obispo de Albi a la cordialidad diplomática de la reina para ir al grano:
—Precisamente… es voluntad de mi señor que os haga llegar un mensaje.
El obispo entrega un documento a Gutierre de Cárdenas. Pero ni Fernando ni Isabel muestran intención alguna de leerlo. El silencio de los reyes empuja a monseñor a continuar:
—Francia desea la paz con Castilla. El rey Luis aboga por recuperar las relaciones de amistad que se quebraron por… la aventura portuguesa.
Percibe Isabel cierto desdén en el modo en que el obispo se refiere a la contienda. Duda si es sincero o impostación interesada, con el francés nunca se sabe. Fernando, sin embargo, es mucho más osado en sus indagaciones:
—¿Va el rey Luis a devolver el Rosellón y la Cerdaña a mi padre?
A todos les sorprende la pregunta, por más que Isabel y Gutierre de Cárdenas lo disimulen.
—Aragón y Castilla son reinos distintos, con reyes distintos y con distintas relaciones con Francia —argumenta el enviado.
—Pues decid al rey Luis que el principal aliado de Castilla es Aragón —aclara Fernando— y que mientras los intereses de su reino colisionen con los de Aragón, no habrá amistad entre Francia y Castilla.
La mirada del obispo de Albi busca la de Isabel. La reina se obliga a guardar silencio por lealtad a su esposo.
Tras la audiencia, libres de la presencia del francés, Cárdenas intenta convencer al rey de las ventajas de un acuerdo con los galos:
—Alteza, de sellar la paz con Francia, Castilla se libraría de un enemigo y arrebataría a Portugal su principal aliado.
—Tres veces he parado a los franceses en Fuenterrabía y los pararé mil veces más si hace falta.
Ante la tajante respuesta de Fernando, el leal consejero aguarda una intervención más sosegada de la reina, pero Isabel continúa callada. Fernando se percata de la sintonía entre los castellanos y zanja la cuestión:
—No voy a traicionar a mi padre.
Pero en cuanto se queda a solas con la reina, Cárdenas insiste:
—Señora, debéis convencer a vuestro esposo. Sin tener a Francia en contra, vuestro reinado sería otro. Es una gran oportunidad.
Isabel lo sabe. Baja inconscientemente la voz para encomendarle una misión:
—Buscad el encuentro con el obispo de Albi. Pero hacedlo con toda discreción; nada debe saber mi esposo de esto, por ahora.
Cárdenas, comprensivo, acata el mandato. Isabel continúa:
—Poned en conocimiento de monseñor que estamos dispuestos a hablar… Pero con una condición: que el rey Alfonso permanezca en Francia. No ha de regresar a Portugal hasta que hayamos llegado a un acuerdo.
Es astuta Isabel proponiendo esta condición. De ser aceptada, Alfonso de Portugal sería su rehén a través de terceros. Firmar un acuerdo con Francia en tales condiciones debilitaría más todavía a un enemigo aislado. Los portugueses se verían forzados a poner fin al conflicto. Además, Castilla se hallaría en mejor posición para imponer los términos de la paz. Y esa paz aniquilaría el supuesto derecho de Juana al trono, pues tal es el objetivo fundamental de la reina.
Pero no tiene en cuenta Isabel la rapidez con la que llegan ciertas noticias a la corte de Portugal.
—Francia desea firmar la paz con Castilla —anuncia gravemente el duque de Braganza al príncipe Juan.
El estupor hace mella en el ánimo del heredero. Su tía, Beatriz de Braganza, rezonga:
—¡Nos han engañado!
—¿Cómo pueden, con mi padre en la corte del rey Luis? —se pregunta Juan.
—Por eso mismo, señor —contesta el duque—. El rey no está donde debería, al frente de su reino. Y nuestros enemigos se aprovechan.
Beatriz de Braganza no esconde su rabia:
—¡Todo por defender las pretensiones de esa niña!
Reflexiona en silencio el príncipe y regente. El duque lo atosiga:
—Sin la amenaza de Francia, Castilla nos aislará. Y quién sabe qué vendrá después…
—Teníais razón. Entrar en Castilla fue hacerlo en un avispero —admite Juan de Portugal—. Somos nosotros quienes deberíamos estar buscando la paz con Castilla, y no Francia.
—Pero para ello el reino necesita a su rey —apostilla Braganza.
—Hay que alertar a mi padre —decide Juan de Portugal—. Que pida explicaciones. Debe evitar que firmen. Y si no, que vuelva de inmediato.
Esa noche el heredero portugués no se ve capaz de conciliar el sueño. Bebe una copa de vino en su despacho mientras repasa sus opciones en caso de que la traición de los franceses se consume. Se une al príncipe su tía Beatriz de Braganza. Juan masculla sin mirarla:
—¿Qué os trae a estas horas?
—El mismo pensamiento que a vos os desvela. Debéis coronaros rey.
El príncipe se gira hacia ella. Beatriz de Braganza ha hablado con voz pausada, como se exponen los pensamientos largamente fraguados. Juan bebe de su copa y le da la espalda antes de preguntar:
—¿Y traicionar a mi padre?
Su tía sonríe. Es la pregunta que esperaba. Trae la respuesta conveniente:
—Vos ya no sois el joven impetuoso que pretendía conquistar Castilla a sangre y fuego. Mucho habéis aprendido de los reveses sufridos en la contienda.
Juan de Portugal mantiene escondida su mirada a los ojos de su tía.
—La propia ausencia de Alfonso os ha entrenado a la fuerza en las tareas de gobierno.
—Mi padre volverá. He enviado mensajes acuciándolo para que así lo haga.
—Querido sobrino —replica la Braganza—, están estrechando el cerco sobre nosotros. Nada recibirá mientras negocian con Castilla.
Al tanto de que su tía está probablemente en lo cierto, el príncipe calla. Beatriz de Braganza toma la mano del heredero. Le habla como lo haría una madre exhortando a su hijo:
—Estáis preparado para cumplir un deber sagrado. Os lo suplico: salvad a Portugal.
Ignora Juan que a más de trescientas leguas de su palacio los acontecimientos van mucho más deprisa de lo que sospecha. Al alba reza el rey Alfonso de Portugal en la cámara de su residencia francesa. Lo hace ante una antigua cruz de madera toscamente tallada, pues ha preferido arrinconar la que había en la estancia por considerarla demasiado ostentosa. Ora el rey con la devoción de un místico tardío que quisiera recuperar el tiempo desperdiciado en asuntos terrenales. Aunque sean estos los que alientan su oración.
—Señor, dad buen fin a la misión que me trajo a este reino y consagraré el resto de mi vida a la lucha por los Santos Lugares.
El rezo es interrumpido por la aparición del obispo de Albi.
—Disculpad, no quería importunaros…
—¿Importunarme? —protesta Alfonso, alborozado—. ¡Hace semanas que espero! ¿Venís a llevarme ante Luis?
Sonríe cordialmente el obispo para almibarar su negativa:
—El conflicto con el duque de Borgoña ha obligado al rey a partir.
—¿Sin resolver nuestros asuntos? —se asombra el portugués—. ¿Ha dejado órdenes? ¿Alguna propuesta?
El obispo de Albi suspira, imperturbable y ceremonioso. El rey se desespera:
—¡¿Nos apoya contra Castilla o no?!
—Él mismo os responderá en breve. Os ruega un poco más de paciencia. Mientras, ha dispuesto vuestro traslado.
Dos centinelas se apostan en la puerta de la cámara. Reacciona Alfonso con cautela:
—¿Dónde me lleváis?
La cordialidad del obispo no despeja las sospechas de Alfonso:
—No os inquietéis, alteza. Estaréis en un lugar más tranquilo y seguro.
El claustro del palacio episcopal de Sevilla es el escenario de la conversación entre el cardenal Mendoza y el nuncio Nicolás Franco. Mientras pasean bajo los soportales, expone el cardenal cómo se ha forjado la relación entre fray Hernando de Talavera y la reina Isabel. Al nuncio le sorprende la intensa coincidencia de los puntos de vista de la soberana con los del jerónimo:
—¿Tan sólido es el compromiso con su confesor?
—Confía en él… quizá en exceso. Parece olvidar que no es un hombre de Estado.
Comprende Nicolás Franco el comentario y lo hace suyo.
—Pero habéis de saber que no todos en Castilla piensan como Talavera —se apresta a aclarar el cardenal—. Yo no lo hago… y el rey tampoco.
El nuncio parece cada vez más interesado.
—¿Y qué piensa el rey?
—Que Castilla necesita más a Roma que a Talavera.
La réplica del purpurado complace al enviado del Papa.
—Antes o después —asegura Mendoza—, la reina comprenderá que con buenas intenciones no se acaba con la herejía. Debemos estar preparados para cuando esto ocurra.
—¿Tan convencido estáis de que solo es cuestión de tiempo?
El cardenal Mendoza exhibe una sonrisa de evidente complicidad.
—Yo ya he hablado con el rey y él, cuando llegue el momento, convencerá a la reina. Castilla implantará la Inquisición.
El nuncio observa satisfecho al cardenal.
—Reverencia, sois un buen consejero. Los reyes tienen suerte de teneros a su lado. Y Su Santidad, también.
Aprende a bordar la infanta Isabel siguiendo los consejos de Susana y Beatriz de Osorio mientras la reina y su esposo observan a su hijo en la cuna. A Isabel le inquieta la frágil salud del príncipe.
—Esta mañana tenía algo de calentura.
—Ya dijo Badoz que eso no era motivo de alarma.
Suspira Isabel, poco convencida.
—Su hermana nunca tuvo a esa edad.
La infanta Isabel ha enredado su labor. Beatriz de Osorio la examina y sentencia:
—Mal arreglo tiene esto. Necesitamos cortar estos hilos.
—Olvidé la tijera —repara Susana—. Voy a por ella.
La infanta, aburrida de tanto bordar, ve la ocasión de cambiar de aires:
—Voy con vos.
Al abrir la infanta la puerta de la alcoba se establece una fuerte corriente de aire. La reina se vuelve hacia su hija y ordena con evidente irritación:
—¡Cerrad esa puerta! ¡¿No os dais cuenta de lo que un mal aire puede hacer a un niño tan pequeño?!
El exabrupto de su madre paraliza a la infanta. La propia reina llega hasta ella y cierra la puerta.
—Ha sido culpa mía, señora —excusa Susana a la infanta—, esta mañana abrí la ventana.
—Alteza —tercia también la Osorio—, es una mañana muy templada, no creo…
La sola mirada de la reina las hace callar al instante.
—El poco seso de mi hija lo explica su corta edad, el vuestro no sé de dónde viene.
Se hace un gran silencio en la alcoba. El rey percibe la impresión que el arrebato de Isabel ha causado en su hija. La reina, más calmada, ordena que se marchen:
—Salid y repartíos mi enojo entre las tres. Espero que a partir de ahora sepáis guardar más cuidado.
La infanta, aún sin habla, sale seguida de Susana y la Osorio. Fernando contempla a su esposa mientras acuna al pequeño Juan sin que ella lo perciba.
—Hemos de vigilar esa calentura.
El rey parece inquieto. Elige sus palabras para no irritar de nuevo a Isabel:
—Quizá vuestro celo hace que os excedáis.
Isabel contesta extrañada, incluso algo molesta por la admonición:
—Protejo a nuestro hijo. Como haría cualquier madre.
—La infanta también es hija vuestra. Habéis sido muy dura con ella.
—A los hijos tenemos que educarlos.
—Y también amarlos.
Isabel mira atónita a su esposo.
—¡¿Creéis que no amo a mi hija?!
—Es ella la que no debe dudar de tal cosa.
La perplejidad de Isabel conmueve a Fernando. Se acerca a ella y hace una carantoña a su hijo.
—Vuestra infancia fue dura y eso os hizo fuerte. Pero las circunstancias de la infanta son otras. Y su destino también. Debemos velar por que no se malogre.
Los propósitos de Fernando hacen mella en Isabel.
—¿Tan errada me veis? Si soy estricta con ella es solo por… lo mucho que la amo.
Isabel parece devastada, perdida. Fernando la besa con ternura.
—Sois la mejor madre. Pero ella solo es una niña. Solo habéis de recordarlo.
El emir de Granada ha citado a su esposa Aixa y al hijo de ambos, Boabdil. Lo ha hecho en el salón del trono, con una formalidad más acusada de lo habitual. Comparecen ante Muley Hacén los convocados. Detrás del rey nazarí, de pie, se halla Isabel de Solís.
—Hay algo importante que deseo comunicaros.
—¿Delante de la cautiva? —aparenta extrañarse Aixa—. No será tan importante…
Isabel de Solís no se da por aludida.
—Lo es —corrige el emir, sonriente—. Para ella en particular. Su cautiverio ha terminado.
La noticia sorprende a todos, incluida la cristiana.
—Es de justicia, pues en este tiempo se ha convertido en la estrella que me guía, en mi apoyo, en mi Zoraida —toma el nazarí la mano de Isabel—, y he decidido convertirla en mi esposa.
Aixa y Boabdil no pueden creer lo que oyen. Isabel de Solís, su Zoraida, palidece. No conocía los planes de su amante.
—¿Vais a tomar a una infiel en matrimonio? —pregunta asombrado Boabdil.
—Habéis perdido el juicio —sentencia Aixa.
—La decisión está tomada. Nada podéis hacer o decir —asegura Muley Hacén, y vuelve su mirada hacia la cristiana—. Solo renunciaré a mi amada si Zoraida me rechaza.
Aixa y Boabdil están pendientes de la reacción de la infiel. Zoraida se coloca frente al emir en actitud sumisa. Finalmente se arrodilla y besa su mano, enamorada. Al instante Muley Hacén la obliga a incorporarse, pleno de dicha. La ira de Aixa no se hace esperar:
—¡Ofendéis a vuestro pueblo! ¡A vuestro rango! ¡A vuestro Dios, Alá!
—Decid en todo caso que vos os sentís ofendida —replica su esposo con toda su flema.
—¡Juro ante nuestro hijo que no celebraréis ese matrimonio!
El emir pierde la paciencia. De una zancada llega hasta Aixa y la engancha por el cuello, los ojos inyectados en sangre.
—Rezad para que nada le suceda a mi Zoraida —amenaza el soberano.
Viendo a su madre al borde de la asfixia, Boabdil intenta separarlos, sin éxito.
—¡Padre! ¡Padre, os lo ruego! ¡Soltadla!
Pero en ese instante, el emir se echa hacia atrás, los ojos en blanco. Al momento se desploma, rígido y preso de convulsiones. No es la primera vez que Aixa y Boabdil ven padecer a Muley Hacén uno de sus violentos desmayos. Nada hacen por él; la esposa agraviada se recupera entre toses y el hijo, muy asustado, solo se ocupa de su madre. Zoraida es la única que corre a auxiliar a su futuro esposo. A pesar de la impresión que le producen los espasmos, se arrodilla junto a él y le sostiene la cabeza con ternura mientras reza:
—Señor, haced que cese, os lo imploro… Escuchad a vuestra sierva, Dios mío, que cese…
Mientras recobra el aliento, Aixa observa a Zoraida cuidando del emir. Comprende que la cristiana no solo actúa movida por lo que pueda sucederle a ella si su esposo sucumbe. Comprende que en verdad Zoraida y Muley Hacén se aman. Y eso la convierte en una peligrosa amenaza.
Han trasladado al emir a su cámara y desde entonces Zoraida no se ha separado de él. Durante horas, la cristiana ha aplicado paños embebidos en agua de azahar tibia sobre la frente de su amado, en la esperanza de que alivie su mal. Un mal que desconoce y que ni los mejores físicos del reino de Granada saben curar. Despierta rendido Muley Hacén mientras la cristiana cambia un lienzo por otro más templado.
—Mi Zoraida…
—Callad… Callad y descansad.
—No debéis asustaros… Es algo… que me ocurre.
Zoraida sirve un vaso de té de hierbabuena y se lo acerca a los labios.
—Bebed. Os hará bien.
El emir bebe un sorbo y devuelve el vaso. No deja de contemplar a su amada.
—No pude escuchar vuestra respuesta…
La que fue bautizada como Isabel de Solís, en un tiempo lejano y perdido, en una vida pasada, mira al emir enamorada y responde:
—Será un gran honor ser la esposa del emir de Granada.
Sonríe el nazarí con cierta melancolía.
—No es esa la respuesta que esperaba…
Zoraida acaricia delicadamente su rostro y añade:
—Y una gran felicidad vivir al lado de mi amado.
La felicidad hace que brillen los ojos del extenuado rey. Zoraida se anticipa a su réplica, llena de ternura:
—Y ver crecer junto a él al fruto del amor que compartimos… Pues estoy esperando un hijo.
El emir le coge las manos, emocionado. Aunque exhausto, no cabe en sí de gozo y de amor. De pronto cae en la cuenta:
—¿Lo sabíais cuando anuncié nuestro matrimonio?
Zoraida calla, pero su sonrisa corrobora la sospecha de Muley Hacén.
—Antes os hubiera tomado por esposa de habérmelo dicho, ¿acaso dudáis aún de lo que siento por vos?
—No podría, viendo cuán feliz os hace la noticia.
Llega a oídos de Boabdil la nueva antes de hacerse pública. Quizá por fortuna, pues nada más enterarse, con la amenaza proferida por Aixa en su recuerdo, Boabdil ha acudido a la cámara de su madre llevado por la inquietud.
—Por graves que sean las ofensas que hayáis de soportar, os lo suplico: contened vuestro odio.
—¿Teméis que la ira de vuestro padre caiga sobre nosotros? Más deberíais temer la mía propia…
—Porque la temo os lo ruego: no deis muerte a la infiel. Espera un hijo del emir.
La noticia es un duro golpe para Aixa. Boabdil insiste:
—Madre, no hay peor crimen que el cometido contra inocentes.
—¿Inocente, decís? ¡Nada es inocente en el amor que vuestro padre siente por esa perra!
Boabdil apremia a su madre:
—¡Juradme por lo más sagrado que nada haréis contra esa mujer!
—¿O si no?
Boabdil mastica sus palabras:
—Advertiré al emir y tendréis que llevarme con vos al infierno.
Aixa sostiene la mirada de su hijo. Calcula hasta dónde está dispuesto a llegar. Convencida de su determinación, cede.
También en el salón del trono de Portugal se ha producido una convocatoria formal. Pero allí el trono permanece vacío y quien debe acudir a la llamada es Juana, la joven soberana. El príncipe heredero se esfuerza por poner a la reina al tanto de la comprometida situación que atraviesan. Y de la no menos comprometida decisión que ha tomado.
—La prolongada ausencia del rey amenaza con dejar al reino a merced de nuestros enemigos. Por ello, señora, he decidido proclamarme rey de Portugal.
A pesar de su juventud y de su falta de experiencia política, Juana no queda a merced del desconcierto. Serena y grave, pregunta al príncipe:
—En vida de vuestro padre, ¿cómo podéis hacer tal cosa y no llamarlo traición?
Juan de Portugal encaja la pregunta como una bofetada.
—¡Traición sería quedarnos de brazos cruzados ante el desastre que se avecina!
—Y si vos sois rey, ¿qué soy yo?
El príncipe sostiene la mirada de Juana. Esta se esfuerza por defender sus derechos conservando la calma.
—Por mucho que unos y otros me nieguen, ante Dios soy la reina de Castilla y de Portugal. Es a él a quien tendréis que rendir cuentas.
Viendo el cariz que toma la discusión, Beatriz de Braganza intenta conciliar los intereses de Juana y los del reino:
—Mi querida Juana, somos vuestra familia. Vuestra posición en la corte y vuestro rango están asegurados.
—¿Por cuánto tiempo? ¿Mientras me avenga a vivir como una prisionera? ¿Me entregaréis, si no, a la usurpadora y que ella decida mi destino?
—¡Por Dios, Juana! —protesta el príncipe—. ¿Por quién nos tomáis?
—Cuando mi esposo regrese responderá él mismo a esa pregunta —espeta Juana, con enorme desdén.
Sin verter una sola lágrima, Juana abandona el salón. El trono aún sigue vacío pero el príncipe rebosa ira contra la joven que se ha interpuesto en su camino:
—Es terca como su madre… pero con la lengua aún más afilada.
—Mientras solo sea Juana quien nos acuse de traición… —apunta el duque de Braganza.
Sin la presencia de la esposa del rey Alfonso, Braganza revela su preocupación para sorpresa del heredero y de Beatriz.
—¿Ya dais un paso atrás? —inquiere el príncipe, agriamente decepcionado—. ¿Solo por las palabras de una malcriada?
—Creedme, señor, que comparto vuestro razonamiento —se explica el duque—. Portugal necesita un rey que negocie la paz. Dada la incertidumbre que pesa sobre vuestro padre, proclamaros vos es la mejor opción.
Juan de Portugal se anticipa:
—No obstante…
—¿Y si parte de la nobleza no os reconociera como soberano? —continúa Braganza—. Con dos reyes Portugal podría acabar como Castilla… Quién sabe si con dos bandos enfrentados en una guerra fratricida.
La mención de semejante conflicto estremece al príncipe. Beatriz de Braganza tercia:
—Solo nos guía el bien del reino. Así lo entenderán todos nuestros leales.
—Entonces todo debe hacerse de acuerdo con la ley —apostilla el duque.
—Y explicarlo de modo que nadie albergue dudas —añade Beatriz.
—Así se hará —asegura Braganza—. Pero permitidme partir en busca del rey.
A Juan de Portugal la iniciativa le disgusta:
—Ese es un viaje largo y de final incierto.
—El reino no puede esperar —urge Beatriz.
—Tenéis razón —replica el duque—. Pero si no viene el rey, traeré su beneplácito. Que nadie pueda acusarnos de traición.
Juan de Portugal lo piensa un instante. Finalmente, acepta:
—Sea.
Bajo los porches del convento de San Francisco de Santarem, Juan de Portugal es proclamado rey. Achacan los presentes la emoción en el rostro del nuevo monarca al recuerdo del padre ausente. Sin embargo, solemnemente entronizado por los nobles y prelados del reino en el palacio real de Sintra, no puede evitar un rictus de satisfacción al cruzarse su mirada con la de Beatriz de Braganza.
El repicar de campanas que anuncia la coronación llega hasta la alcoba de Juana. Allí reza la joven ante una imagen de la Virgen. Y su mirada acuosa también está llena de determinación.
—Ante Nuestra Señora os juro, madre, que nunca renunciaré a mi destino. Soportaré todos los males, resistiré a mis enemigos y venceré. Soy la reina de Castilla… Y soy la reina de Portugal.
Sola y desvalida, Juana sigue rezando fervorosamente envuelta en ese tañido de campanas que aún tarda varias jornadas en llegar a la corte de Isabel y Fernando.
Lo hará mientras el rey intenta convencer a su esposa de las ventajas de implantar la Inquisición, y de nuevo se enfrenta a la resistencia de Isabel.
—Señora, ambos deseamos una sola Corona con fortaleza bastante como para gobernar dos reinos.
—Con Juan veremos nuestros sueños cumplidos —recuerda la reina.
—Pensad pues que la Inquisición favorece nuestra misión. Somos reyes por la gracia de Dios, la fe inspira nuestras decisiones. Por tanto, la herejía no es solo un problema de fe…
—Sino también de Estado, porque el hereje escapa a nuestra autoridad —completa la reina—. Estamos de acuerdo, sin embargo…
—¿Qué teméis?
—Me tengo por buena cristiana, pero me resisto a dar más poder a la Iglesia. Imaginad que Carrillo hubiese tenido la Inquisición en sus manos.
—Imaginad que estuviese en las nuestras —se apresura a replicar Fernando.
—¿Pretendéis suplantar a la Iglesia?
Fernando niega:
—Tan solo nombrar a los inquisidores. Y por tanto que la Corona lleve las riendas. Mermando el poder de abades, obispos y arzobispos evitaríamos que hubiera más Carrillos.
Isabel asimila la idea:
—También responderíamos de los actos de los inquisidores ante Dios y ante nuestros vasallos, para bien y para mal.
Fernando parece dispuesto a asumir tal responsabilidad.
—El Papa no lo consentirá —sospecha Isabel.
—Aceptará, ya que tanto insiste. Entenderá que si la Inquisición es buena para nuestros fines, también lo será para los suyos.
—Muchos judíos y conversos nos son leales —continúa pensativa la reina—. Recelarían de la Corona y necesitamos su apoyo para doblegar de una vez a Portugal.
—A cambio tendríamos el de Roma.
—Son volátiles los afectos en Roma. Su Santidad otorgó la bula para el matrimonio de la muchacha, no lo olvidéis.
Fernando insiste con vehemencia:
—Es del porvenir de lo que hablamos, no del pasado.
—Prefiero dejar que fray Hernando continúe con su labor —sostiene Isabel.
—Nadie lo va a impedir. Podemos evangelizar con una mano y perseguir al hereje con la otra. Y mientras su catecismo fortalece la fe, permitid que la Inquisición fortalezca a la Corona.
Zanja el debate el eco de las campanas portuguesas, pues Gutierre de Cárdenas llega con la noticia:
—¡Señores! Portugal tiene un nuevo rey. El príncipe Juan ha sido proclamado.
Reunidos con sus más fieles consejeros, Fernando e Isabel analizan con preocupación las noticias que llegan del reino vecino.
—Entonces… ¿Alfonso ha abdicado? —pregunta el rey.
—Nadie ha dicho tal cosa, alteza —responde Cárdenas.
—¿Continúa en Francia?
En su complicidad, Cárdenas y la reina sobrentienden la pregunta de otro modo: «¿Han cumplido los franceses nuestras condiciones? ¿Mantienen a Alfonso a buen recaudo?».
—Eso parece —contesta Cárdenas con toda discreción.
—Dudo que Juan haya contado con su parecer —tercia Gonzalo Chacón.
Fernando es categórico:
—No será buen rey quien no sabe ser buen hijo.
—Lo cierto es que Juana ya no reina en Portugal —subraya Isabel—. Es una gran noticia.
—Sin duda —corrobora Chacón—. Por leal que sea Juan a los designios de su padre, cuanto más débil sea la posición de Juana, mejor para Castilla.
Pero a Fernando le interesan los detalles.
—¿Está la nobleza con el nuevo rey? —pregunta a Cárdenas.
—Nada sabemos.
—Si estuviera dividida —apunta Fernando con malicia—, quizá podríamos atraernos a los desafectos. Averigüemos si hay quien le considera un traidor. ¡Que nuestros enemigos prueben su propia medicina!
Fernando adjudica la misión a Gutierre de Cárdenas:
—Id a la corte de Portugal como embajador nuestro. Presentad nuestros respetos al nuevo rey, pero enteraos de a quién tiene en contra.
Isabel interviene:
—Quizá sea hora de considerar la propuesta del rey Luis.
A Fernando se le agria el semblante.
—Yo no soy Juan de Portugal.
—Con Alfonso destronado y Portugal en la incertidumbre —insiste la reina—, arrebatarle el apoyo de Francia sería el golpe definitivo. Vos lo sabéis tan bien como yo.
—No parecéis escucharme: he dicho que no traicionaré a mi padre —recalca secamente el rey. Después insta a Cárdenas—: Partid sin demora.
En la abadía de Nuestra Señora de Fontgombault, a unas once leguas al este de Poitiers, un grupo de benedictinos trabaja en la excavación de nuevos estanques. Camino de los viñedos a la congregación, el ilustre invitado del abad se detiene a observar las obras. Según explica un monje al curioso, han decidido sumarlos a los ya existentes, los que alimentan las aguas del Creuse para la cría de peces. Piensa el extranjero en construir a su regreso algo semejante a orillas del Duero o del Tajo. Algún recodo habrá donde las aguas sean limpias y la pesca variada y abundante.
Vestido con hábito benedictino y pertrechado con los útiles de labranza que ha tomado prestados, el rey portugués continúa su camino. Desde las lindes del viñedo, Alfonso ve a lo lejos a un jinete que interroga a uno de los monjes. Este señala en su dirección. El jinete descabalga y comienza a caminar hacia él. La curiosidad impele a algunos de los monjes a abandonar sus tareas. Cuando el jinete llega ante el rey, pone la rodilla en tierra y se descubre. Es el duque de Braganza.
No es en un viñedo francés, sino en un olivar granadino, donde otro jinete cuyas expectativas son inciertas descabalga. No reverencia este jinete a un rey, sino a la esposa despechada del emir.
—Dudaba de si vendríais o no, Al-Sarray.
El caballero abencerraje replica con ironía:
—¿No debo obedeceros? Sois la primera esposa del emir.
—Toda Granada sabe que ya no gozo de su favor. Los que antes se postraban ante mí ahora ríen mi desgracia.
—No encontraréis aduladores entre los de mi estirpe.
—Por eso confío en vos… Tanto como para ponerme en vuestras manos.
Esboza Al-Sarray un leve gesto de entendimiento.
—Los abencerrajes tenéis algo en común con mi esposo —explica Aixa—, no olvidáis una afrenta.
—Henos aquí hablando —replica sonriendo el caballero—, ¿no prueba esto lo contrario?
—Solo prueba que estáis al tanto de lo que sucede en Granada. Más de lo que aparentáis.
Sonríe cómplice el abencerraje. Aixa expone sus cuitas:
—El emir es un león viejo. Piensa que rugiendo va a conseguir lo que sus garras y sus fauces ya no pueden. Aprovechó la debilidad de Castilla para dejar de pagar los tributos que garantizan la paz entre los reinos. Vos habéis vivido en tierras cristianas…
—Hubiera vivido en el infierno para salvar mi vida y la de los míos —interrumpe Al-Sarray.
—Temo que en Castilla tampoco olviden las afrentas.
El abencerraje está de acuerdo:
—El infiel solo espera el momento adecuado para enviarnos de vuelta al otro lado del Estrecho.
—¿Es eso lo que visteis en sus tierras?
—Solo os digo que no se debe provocar al enemigo si no se está seguro de poder vencerlo.
Aixa aparenta mayor inquietud de la que siente.
—Mientras sigamos matándonos entre nosotros, Granada será una presa fácil.
—¿Y cómo pensáis evitarlo?
—El emir se niega a negociar un nuevo acuerdo con Castilla. Si nos atacan, ¿quién vendrá en auxilio del caudillo que nos ha conducido al desastre?
—Solo su clan —masculla Al-Sarray—. ¿Qué proponéis?
De vuelta a palacio, Aixa acude a la cámara de Boabdil. Como siempre a esas horas, encuentra a su hijo sentado ante su escritorio, con el cálamo entre los dedos. Aixa se acerca a su espalda y acaricia maternalmente sus cabellos mientras este continúa escribiendo.
—Siendo letrado y de espíritu sensible —musita Aixa—, quizá encontréis inspiración para un poema en ciertos hechos. Sucedieron hace más de cien años, aquí, en la Alhambra. Ismail, un emir débil y de corto entendimiento, puso el reino en manos de su cuñado Abu Said…
Boabdil se gira hacia ella.
—Conozco la historia. Una turba pagada por él tomó el palacio. Ismail cayó en sus manos, fue despedazado y su cabeza paseada en lo alto de una pica.
Aixa suspira, falsamente resignada:
—Poco puedo ya enseñaros.
Boabdil vuelve a sus escritos.
—No son acciones que inspiren un poema.
—Quizá. Pero ojalá un día inspiren vuestro reinado.
Boabdil deja el cálamo y se levanta del asiento con aprensión.
—No tengo intención de asesinar al emir… Ni de ser asesinado por los míos.
—Lo primero lo daba por hecho —aclara su madre—. Lo segundo solo lo evitaréis confiando en las personas adecuadas. Vos sois más capaz que el desdichado Ismail…
—Un día podré demostrarlo, si Alá lo permite.
—Pero sois demasiado gentil.
A Boabdil no le agrada el comentario.
—Admitidlo, hijo mío, Alá os ha concedido un corazón tan grande como vuestra ingenuidad.
—¿A qué viene todo esto? —se enoja el joven—. ¿Qué queréis de mí?
—Que estéis siempre dispuesto —afirma Aixa con vehemencia—. Vigilante. La traición en Granada no terminó con Abu Said. Nadie está libre de amenazas como las que Ismail no supo ver a tiempo.
Boabdil deja entrever una mueca irónica.
—Vos veláis por mí, nada he de temer.
Aixa se acerca y le acaricia la mejilla maternalmente, como si la alusión fuera seria y la agradeciera.
—Pronto se obrará un milagro, los antiguos enemigos se tornarán aliados. Os conozco, seréis generoso con quienes allanen vuestro camino al trono. Pero con ellos, sobre todo con ellos, también habréis de ser cauto. —Aixa enfatiza sus recomendaciones—. Debéis aprender a protegeros, yo no viviré para siempre.
Boabdil, ajeno al encuentro entre Aixa y el abencerraje, se tensa al escuchar a su madre.
—¿Qué estáis tramando?
—Tan solo aguardo que llegue vuestro momento.
Aixa le hace una última caricia maternal y sale de la cámara, dejando a Boabdil sumido en la preocupación.
—Entre reinos vecinos cuyos gobernantes además son familia, los desencuentros deberían solucionarse con más facilidad.
Con franca cordialidad recibe Juan de Portugal a Gutierre de Cárdenas, enviado de los reyes de Castilla. Lo hace rodeado de cortesanos y en presencia de Juana. Cárdenas repara en ella. Por la ira y el desprecio que desprende la mirada de la joven, es evidente que ni le agrada el tono de la entrevista ni la nueva situación.
—Mis señores nunca pretendieron enemistarse con Portugal —responde Cárdenas al rey Juan—. Muy breve es el mensaje que os envían: solo quieren paz.
—Decid… ¿Aún es posible una paz sin vencedores ni vencidos?
—Sin duda —afirma Cárdenas con total franqueza—, aún es posible, señor.
Juana no aguanta más:
—Bien os entendéis ya que habláis el mismo lenguaje, ¡el de la traición!
El rey se pone inmediatamente en pie.
—¡Salid, señora! —ordena enojado—. Al menos conceded ese favor al reino que tanto ha hecho por vos.
En medio de la gresca, un monje irrumpe en el salón del trono. Al quitarse la capucha, todos comprueban admirados que se trata del rey Alfonso. El duque de Braganza entra tras él, todavía con el manto de viaje sobre los hombros. Rápidamente Juana se abre paso y se apresura a hacer una sentida reverencia ante el rey. Buena parte de los nobles presentes la imitan. Pero Alfonso solo tiene ojos para la reacción de su hijo Juan. Este, superado el pasmo inicial, avanza hacia Alfonso. Se despoja de la corona y la coloca sobre las sienes de su antecesor. Acto seguido, hinca la rodilla en el suelo. Coronado de nuevo, el rey Alfonso se gira hacia Cárdenas, que ha contemplado los hechos impertérrito.
—Tenéis un día para salir de mi reino. Si mañana seguís en él, seréis mi prisionero de guerra.
Gutierre de Cárdenas hace una leve inclinación de cabeza y abandona el salón del trono en silencio, bien erguido y con paso firme.
Cuatro días ha tardado Alfonso en viajar desde Francia hasta el puerto de Cascais, donde ha arribado. Satisfecho por el recibimiento, queda en la corte la duda de cuál será su proceder. En esta fase del conflicto con Castilla, sabiéndose Portugal sola y aislada, más de uno piensa que quizá se haya precipitado al expulsar al embajador vecino sin haber escuchado siquiera su propuesta.
Probablemente sea Juana la persona que más se ha alegrado de la vuelta del rey. Considera la reina que Alfonso es hoy su principal valedor, si no el único. Y ello a pesar de sus titubeos, de su ausencia, de la falta de resultados… Muy indefensa ha de verse la denostada Beltraneja para llegar a tal certeza. Y en estricta coherencia con su razonamiento, por la noche Juana acude a la alcoba del rey dispuesta a entrar en su cama, para asombro del soberano.
—Sois mi esposo, vengo a dormir con vos —aclara Juana con fingida naturalidad.
—Marchaos, Juana, os lo ruego —responde amablemente Alfonso—. Ha sido un largo viaje.
La joven reina no está dispuesta a ceder:
—Castilla necesita un heredero legítimo. Los usurpadores han tenido un varón.
Suspira el rey y niega con gesto decidido. La mirada de Juana se nubla.
—No me rechacéis… Sois la única persona a la que aún importo algo en este mundo.
Conmiserativo, Alfonso mira a su esposa en silencio. Tras unos instantes de incertidumbre, Juana se mete en la cama. Entre sollozos, como una niña pequeña, se acurruca junto al rey.
Por su parte, Juan de Portugal afronta otra noche de insomnio. En el salón, el príncipe heredero contempla pensativo el trono vacío con Beatriz de Braganza a su espalda.
—Habéis hecho lo correcto —afirma su tía—. Más temple se ha de tener para devolver la corona que para ceñírsela. Sed paciente. Pronto llegará vuestro día.
Juan de Portugal no pestañea. Le preocupa más el futuro de Portugal que verse privado del trono.
—Sabéis como yo que el rey se equivoca —replica gravemente—. Pero a diferencia de vos, yo tengo el deber de demostrárselo.
A esa hora, en un pasillo del alcázar sevillano, Beatriz de Osorio se mira la mano a la luz de la antorcha. Al aparecer Fernando en el corredor, el rey ve apurada a la dama y se acerca a ella.
—¿Qué tenéis?
—Debe de ser una astilla de mi bastidor —responde Beatriz, dolorida.
El rey toma la mano de la muchacha. Mientras la examina, asegura caballeroso:
—Si yo fuese astilla también buscaría refugio en unas manos tan hermosas…
La Osorio, turbada, se ruboriza. Fernando se da cuenta y ríe campechano.
—Perdonad, señor —se disculpa la joven.
—La inocencia no se perdona, se bendice. Cuidad ese rubor. En la corte vais a soportar más galanterías que astillas… Os llegarán a cientos.
Fernando consigue extraer la astilla. Beatriz se lleva la parte afectada a los labios. A la luz de la antorcha, en la faz de la Osorio no se distingue el rubor del arrobo. Justo entonces, por el extremo contrario del corredor aparece Catalina.
—Alteza, la reina os espera —afirma la dama, sin inmutarse.
Sonríe Fernando y, seguido por la mirada de la Osorio, camina hacia la alcoba real.
Días después, recibe aviso el rey de que Gutierre de Cárdenas ha regresado de Portugal. Pero no es Cárdenas el único que ha hecho un viaje apresurado. Mientras acude al encuentro con su enviado, Pierres de Peralta se une a él, recién llegado de tierras aragonesas. Y viene con malas noticias:
—Señor, temo que Aragón deba prepararse para llorar a su rey… Pues vuestro padre se está muriendo.
Fernando, muy afectado, detiene su marcha. Peralta detalla el estado del rey Juan:
—Trata de aparentar que nada le ocurre, pero lo sabe.
Fernando sopesa la situación:
—¿Hacen los físicos lo posible por aliviar sus últimas horas?
—Todo cuanto su ciencia permite. Sabed, sin embargo, que para él no hay amargura mayor que la que le procura Castilla.
A Fernando le extraña la afirmación del navarro, más aún porque detecta el reproche en el tono empleado.
—¿A qué os referís?
Mientras, en el salón del trono, Isabel y Gonzalo Chacón escuchan el relato que Cárdenas hace de lo acontecido en Portugal:
—El rey Alfonso ha vuelto de Francia con el mismo ánimo que se fue. No habrá paz, señora.
La noticia causa un gran desánimo a los presentes.
—¿Y su hijo se ha avenido a un reinado tan corto? —pregunta la reina.
—Así parece, alteza. Portugal se mantiene unida.
La puerta de la estancia se abre de golpe y Fernando irrumpe en el salón muy enfadado, seguido por Peralta.
—¡Decidme que no es verdad! —exclama el rey, encarando a su esposa—. ¡Decidme que no estáis negociando con Francia a mis espaldas!
Isabel, impasible, pide a todos que los dejen solos. Eso despeja cualquier duda en el ánimo de Fernando. Ante el estupor general, estalla antes incluso de quedar a solas:
—¡Me habéis traicionado! ¡A mí y a mi padre! ¡Y con vos le traiciono yo! ¡A mi padre, que se está muriendo!
Al oír la noticia, Isabel queda sinceramente consternada. Pero ello no calma a su esposo.
—Nunca os lo perdonaré. ¡Nunca!
Desoye Fernando cómo implora Isabel la oportunidad de explicarse. La deja sola y muy afectada. Decide salir de caza, a caballo, para desahogarse antes de tomar una decisión que tiene visos de ser grave. Gonzalo Chacón da alcance al rey antes de que parta.
—¡No es el momento, Chacón!
No obstante, el noble insiste:
—Es la primera vez que os desobedezco, alteza. Pero aunque estuviese mi cabeza en juego os obligaría a escucharme.
—Si venís a arbitrar esta disputa, os recuerdo que no sois imparcial, Isabel es como vuestra hija. ¿O acaso os envía ella?
—No. ¿Dudáis de mi lealtad hacia vos?
Fernando resopla, enojado.
—Sería el colmo.
—Escuchadme, entonces.
Fernando le da la espalda.
—No me convenceréis de que ha hecho bien.
—¿Y vos? —replica con firmeza—. ¿Hacéis bien, como rey de Castilla, al oponeros a una paz que tanto beneficiaría a vuestro reino?
Fernando se gira hacia él.
—No apruebo las formas —argumenta Chacón—, pero la reina ha actuado como debía. Y vos lo sabéis.
—Teneos, Chacón. Pocas veces puede un hombre ser leal a todos a la vez. Por eso debe dejarse guiar por el honor y encomendarse a Dios para que le ayude.
—¿No ha sido así en este lance? Vos actuasteis guiado por vuestra conciencia y la reina también.
Fernando da un puñetazo en la mesa. Chacón no se inmuta.
—¡Me siento burlado! —clama el aragonés—. ¡Como hombre y como rey! Mi padre va a morir pensando que soy un traidor.
Gonzalo Chacón permite que los ánimos de Fernando se apacigüen. Al hablarle, lo hace con voz pausada y cercana. No solo intenta calmarlo, sino también persuadirlo:
—Hay cosas que un príncipe no puede hacer, pero sí son potestad de un rey. Pensad ya como rey de Aragón y no como príncipe pues tal es vuestro destino… Y, por desgracia, no tardará en cumplirse.
Encaja Fernando con gran pesar el presagio del noble. Este insiste:
—Castilla os necesita. Apoyad a vuestra esposa y firmad la paz con Francia. Habéis de ser buen hijo pero no podéis ser mal rey.
Ya en la dehesa, galopa Fernando con tal furia que deja atrás a séquito y guardias. En un recodo, el rey divisa un faisán. Tensa su arco pero antes de darle tiempo a disparar otra flecha atraviesa la pieza. Sorprendido, Fernando se gira y ve a Beatriz de Osorio. La dama se acerca cabalgando con destreza. Ella pone pie a tierra y coge el faisán.
—¿Quién os enseñó a disparar así? —pregunta Fernando, admirado.
—Mi padre fue montero mayor del rey. De niña cazar era un juego para mí.
Fernando descabalga. Contempla el rostro de la insólita dama; enardecida por la carrera, está hermosísima. La Osorio le ofrece el faisán, pero Fernando lo rechaza:
—Solo me quedo con las piezas que yo mismo cazo.
Hace ademán la dama de aceptar el dictamen. Se siente observada por el rey.
—Aún os dura el rubor.
—Mi señor —se atreve a decir la joven—, a veces el rostro no sabe callar lo que el alma se afana en esconder.
Fernando se aproxima. Beatriz alza su rostro hacia él.
—Os lo advierto, sé defenderme de lo que no deseo.
El rey clava sus ojos en ella. Enseguida la besa apasionadamente, mientras empieza a desnudarla sin contemplaciones.
Cuando Fernando regresa al alcázar, la infanta Isabel corre a sus brazos, ajena a la tensión que se percibe entre sus padres.
—Madre dice que el domingo podré ir a montar con vos.
Fernando la toma en sus brazos.
—El domingo estaré en Aragón.
La infanta se entristece. Isabel ordena a sus damas que lleven a la niña a su alcoba. Cuando han quedado a solas, Fernando se dirige a su esposa:
—Antes de partir, firmaré el tratado con Francia.
Isabel sonríe, aliviada y agradecida, pensando que las aguas han vuelto a su cauce. Pero Fernando no ha terminado:
—Y después solicitaréis la bula para implantar la Inquisición en las condiciones que os dije.
Por el tono y la expresión de Fernando, la reina comprende que está negociando con el próximo rey de Aragón, no hablando con su esposo.
—¿Puedo contar con vuestra palabra? —insiste Fernando.
—Tenéis mi palabra —asegura Isabel, dolida—. Como reina y como esposa. Nunca faltaré a ninguna de ellas.
Con la intención de hacer definitivamente las paces, Isabel toma la mano de Fernando. La besa y la lleva a su propia mejilla.
—Lamento causaros enojo y os pido perdón. Sabéis que en mi ánimo solo está haceros feliz, leal y fielmente, como vos hacéis conmigo.
Fernando retira la mano, sintiéndose culpable. Demasiado reciente en su piel el encuentro con la voluptuosa Beatriz.
—Esta noche dormiré en mi cámara —remata secamente el rey, antes de abandonar la alcoba.
En efecto, el 10 de enero de 1479, los reyes de Castilla firman un tratado de paz con Francia. Abre el acuerdo un paréntesis en los enfrentamientos entre ambos reinos. Además, evita la alianza entre el rey Luis y Portugal. Alfonso habrá de buscar apoyos en otros lares.
Firmado el documento, Fernando se dispone a viajar hacia Aragón. Ruega por que la confirmación del pacto no llegue a oídos de su moribundo padre antes que él. A punto de marchar, el rey conmina a su esposa:
—Ahora os toca cumplir a vos.
—Y así lo haré —asegura la reina.
Con Fernando camino de Barcelona, donde se halla el rey Juan, no tarda Isabel en convocar al cardenal Mendoza para que organice el encuentro con el nuncio del Papa. La reina expone a Nicolás Franco su voluntad de implantar la Inquisición en Castilla, pero subraya las condiciones: el nombramiento de los inquisidores dependerá de la Corona, no de Roma. El nuncio, condescendiente, se resiste a aceptar:
—Pero mi señora, de los problemas de fe ha de encargarse la Iglesia.
—Los problemas de Castilla han de resolverlos sus reyes —ataja la reina con firmeza—. No os preocupéis, encontraremos a siervos de Dios de nuestra confianza y de los que el Papa no pueda dudar.
—No aceptará —opina el obispo Franco.
—Vos sabréis explicárselo. Así cumpliréis vuestra misión con éxito para Roma… y para Castilla.
Nicolás Franco, contrariado, dirige su mirada hacia el cardenal Mendoza, quien permanece a la expectativa.
—Esperaré a que regrese el rey —afirma el nuncio.
—No cabe demora —zanja Isabel—, pues el rey está al tanto de todo.
El cardenal Mendoza asiente levemente. Ignora el enviado papal las desavenencias entre los reyes y da por bueno lo que le advirtieron antes de llegar a Castilla: son uña y carne.
—Aún podríais complacernos en algo más —añade la reina, para sorpresa de sus interlocutores—. Si se revocase la bula que permitió el matrimonio del rey de Portugal, nuestro entendimiento sería completo. Y muy grande nuestra satisfacción.
—Esa demanda no forma parte de mi misión —puntualiza el nuncio—. No obstante, se la trasladaré a Su Santidad si es vuestro deseo.
—Lo es. Como saber quién asiste a Castilla para poner fin a esta guerra.
El 19 de enero de 1479, el rey Juan espera a su hijo en el palacio real mayor de Barcelona. Pese a su enfermedad, el monarca ha insistido en recibirlo en el trono, con todo el boato de quien aún ostenta la corona de Aragón.
—Padre… deberíais estar reposando.
—A un rey hay que recibirlo en el trono.
A Fernando el pundonor del rey Juan no le pasa desapercibido. Intuye cuál es su intención.
—No me han traído aquí negocios de Estado —asegura Fernando, de corazón.
—Pues habremos de resolver estos antes de hablar como padre e hijo —insiste el rey.
Pide el anciano que los dejen a solas, y pregunta a continuación:
—¿Dónde está mi nieto? Mil veces os he ordenado que lo trajeseis a Aragón.
Fernando prefiere contemporizar. Habla a su padre con voz templada:
—Vos me enseñasteis que un rey debe ser educado por otro rey. No fue así con vuestro primogénito, el príncipe de Viana, y acabó enfrentándose a vos.
Hace mella el recuerdo en el ánimo maltrecho de su padre, pero no ceja:
—También os enseñé que los reyes de Aragón deben educarse en Aragón.
—Padre, este nieto vuestro está llamado a un destino mayor: heredar el reino que arrebataron a don Rodrigo. Un destino que vos habéis forjado.
El rey Juan hace lo imposible por ocultar su extrema debilidad. A Fernando le conmueve verlo en tal estado.
—El mundo está cambiando y lo estamos cambiando nosotros. No podemos mantener un pie en el pasado si queremos caminar hacia el futuro.
—¿Y qué hay de Francia? —espeta el rey, mientras escruta el rostro de su hijo—. ¿Estáis negociando con el rey Luis?
Afecta a Fernando la amargura que percibe en la profundidad de los ojos de su padre, a pesar de la franqueza con que lo interroga. A pesar de la aparente entereza del soberano. Abrasa sus entrañas la enfermedad, pero es más venenosa la sospecha de verse traicionado por aquel a quien tanto ama.
—No —miente el rey de Castilla al monarca aragonés.
Aguanta el rey Juan la mirada de su hijo todavía unos instantes. Finalmente se relaja. Comprende Fernando que el anciano acepta su palabra como veraz y la culpabilidad seca su garganta.
—Ahora por fin puedo descansar —musita el rey Juan, agotado pero satisfecho.
Superada la tensión que mantenía su cuerpo erguido, el padre de Fernando parece desmoronarse en el trono. Toma la mano de su heredero. No como si así pudiera evitar ser llevado por la muerte, sino por puro afecto. Como el de quien se despide, listo para emprender un largo viaje a parajes ignotos. Habla Juan con un hilo de voz a Fernando:
—Deseo que tengáis tanta fortuna con vuestro hijo como yo he tenido con vos. Nunca me habéis decepcionado.
Fernando, estremecido, aprieta su mano.
—Y nunca lo haré, padre. Recuperaré para Cataluña el Rosellón y la Cerdaña. Os lo juro, aunque sea lo último que haga en mi vida.
El rey Juan cierra los ojos. En sus labios la última sonrisa. La mano del hijo amado en la suya.
En Sevilla, la reina Isabel hojea el manuscrito que tiene en sus manos. Fray Hernando de Talavera permanece a su lado, expectante. Finalmente la reina mira al fraile y sonríe.
—Dios ha compensado vuestros desvelos. Nadie que siga vuestro doctrinario podrá desviarse de nuestra fe, estoy segura.
Suspira Talavera al recibir su catecismo la aprobación de la reina. Pronto las copias impresas llegarán a cuantos deseen orientar o confirmar sus creencias. Pero su gozo se ve interrumpido por el cardenal Mendoza.
—Alteza, Su Santidad ha otorgado la bula —explica, exultante—. La Corona podrá nombrar a los inquisidores en Castilla.
Una sombra de decepción oscurece la mirada de Talavera. Mendoza se da cuenta. Isabel interviene con decisión, para alivio del fraile:
—Decid al impresor que empiece su trabajo y arreglad vos con él todos los pormenores.
Acto seguido se dirige al cardenal y aclara:
—No habrá Inquisición hasta que Talavera dé por concluida su labor.
Los dos clérigos la miran con igual sorpresa.
—Pero, señora, el Papa ha aceptado vuestras condiciones —apunta perplejo el cardenal—, ¿por qué esperar?
—Tenemos dos remedios contra la herejía y uno ya en marcha. Primero probaremos la eficacia de este.
Fray Hernando asiente, respetuoso y agradecido. Sin embargo, el cardenal muestra su desacuerdo:
—Llevamos meses catequizando desde los púlpitos y nada se ha conseguido. Ese no es el camino.
La reina mantiene su postura:
—Ningún camino revela lo que nos espera al final si no lo recorremos entero. ¿Y qué ha dicho Su Santidad sobre la dispensa que otorgó a la muchacha?
Satisfaría a Isabel presenciar la reacción de Alfonso de Portugal al enterarse de la decisión del Papa:
—¡¿Cómo que no estamos casados?!
El duque de Braganza, que ha traído la noticia, la corrobora:
—El Papa ha anulado la bula. Es cuanto os puedo decir.
La reina Juana, el príncipe heredero y Beatriz de Braganza comparten el estupor del rey. El atribulado duque expone las consecuencias del cambio de opinión de Roma:
—Con ello, los derechos que legitimaban nuestra guerra con Castilla… han desaparecido.
Se hace un denso silencio. El rey dirige sus ojos hacia Juana. No es capaz de sostenerle la mirada. Braganza continúa, vacilante:
—Todos nos dan la espalda, alteza, porque ya ven a Castilla victoriosa. Debemos negociar la paz de inmediato, antes de que seamos más débiles.
El rey Alfonso abandona su melancólico mutismo, y contesta amenazador al duque:
—¡Nunca! ¡Nunca negociaré desde la humillación! ¡Ni Portugal ni… su reina lo merecen!
—Tenéis razón, padre —afirma el príncipe Juan.
A todos sorprende la postura del heredero y el tono decidido con el que la expone:
—O caminamos hacia la victoria o conseguimos una ventaja que nos permita imponer condiciones de paz.
—¿Qué proponéis? —pregunta el rey.
—La bastarda de Juan Pacheco nos ha pedido ayuda para afianzar su señorío sobre Mérida y Medellín. Demostremos a los castellanos que podemos invadir su reino cuando nos plazca.
El rey Alfonso reflexiona sobre la propuesta. El duque no da crédito a lo que oye.
—Tened por cierto que el obispo de Évora está listo para entrar en combate —añade el príncipe.
Finalmente, al rey parece complacido y ordena:
—Hoy mismo ha de quedar todo dispuesto.
La iniciativa de Juan parece insuflar nuevas energías al rey. Sin la presencia de Alfonso ni de Juana, el duque amonesta duramente al príncipe:
—¿Estáis loco? ¿Enviáis a vuestro padre a la batalla? ¿Y además con el inútil del obispo de Évora? ¡Van hacia un desastre seguro!
—Eso espero —afirma Juan sin inmutarse—. La guerra está perdida pero el rey no entra en razón. Habrá de convencerse por sí mismo.
Beatriz de Braganza comprende la táctica de su sobrino.
—¿Queréis que el rey sea derrotado?
—Apenas será una escaramuza —admite el príncipe—. El grueso de nuestro ejército no se verá comprometido. Y evitaremos males mayores.
Entienden los Braganza sus cálculos. No obstante, al duque le surge una última duda:
—¿Pensáis que seguirá en el trono si regresa vencido?
En efecto, la abdicación del rey como consecuencia de su derrota también forma parte del plan del heredero. Pero este calla. Deja que Beatriz de Braganza salga al quite.
—Vos lo trajisteis y ya veis lo ocurrido —recuerda Beatriz al duque—. ¿No comprendéis que el tiempo del rey Alfonso ha pasado?
El duque consiente, resignado:
—Todo sea por el bien de Portugal.
Pero el plan del príncipe todavía tiene un aspecto más, el de mayor importancia:
—Mientras el rey hace su guerra, nosotros hemos de preparar la paz. Tal vez convendría que escribieseis una carta a vuestra sobrina, la reina Isabel.
La última aventura extremeña del rey Alfonso termina en una batalla junto al río Albuera el 24 de febrero de 1479. Lo hace con el resultado previsto y deseado por el príncipe Juan. El maestre de la Orden de Santiago ha detenido la incursión portuguesa. Aunque la escaramuza no ha causado bajas cuantiosas en ninguno de los bandos, la derrota hunde el ánimo de Alfonso.
—Sean pocos o muchos los muertos, la guerra está perdida —sentencia el rey.
A orillas del río, Alfonso añora desolado su estancia en el monasterio junto al Creuse. Pero a Castilla ha llegado antes la misiva de Beatriz de Braganza solicitando la apertura de negociaciones que la noticia de la victoria en Extremadura.
—¿Qué está ocurriendo en Portugal? —se pregunta Isabel—. Piden paz antes de perder la batalla.
—Temo que el rey Alfonso ya no gobierne su reino —intuye Gonzalo Chacón—. En vuestras manos está, alteza: aprovechar la debilidad portuguesa y continuar la batalla, o pactar.
—Negociaremos la paz —afirma Isabel sin asomo de duda alguna—. Y en el trato, el destino de Juana será lo más importante.
Pronto se acuerda el lugar de las conversaciones. Será en la villa fronteriza de Alcántara. Isabel ultima los preparativos del viaje con la ayuda de Beatriz de Osorio. Elige un vestido anterior al parto del príncipe y se lo prueba.
—En breve partiré —confía Isabel a su dama—. Marcho tranquila sabiendo que vos cuidaréis de mis hijos.
—Se os ve dichosa, alteza.
—Y lo estaría más si este vestido no me quedara tan estrecho —lamenta la reina.
—Aún se puede arreglar algo la cintura.
—Ojalá el cuerpo de la mujer tuviera tan fácil componenda como el de su vestido.
—Sois joven, pronto recuperaréis vuestro talle.
—Ni todo el poder de una reina puede evitar esta calamidad —suspira Isabel—. Somos mujeres y hemos de parir.
—Y con gran sufrimiento —apostilla Beatriz santiguándose.
—La naturaleza es cruel con nuestro cuerpo y benévola con el de nuestros esposos. Para ellos la crueldad es tener solo una mujer y no cuatro, como los infieles.
Beatriz de Osorio calla, turbada. Desvía la mirada. Isabel malinterpreta su desazón y sonríe.
—Aún sois tan inocente… ¿Vuestro corazón no pertenece a ningún caballero?
La naturaleza traiciona de nuevo a la Osorio. Se sonroja e Isabel ríe, cree haber descubierto el secreto más íntimo de su dama.
—Habladme de él.
—¿Qué podría contaros? No hay nada.
—¿Es apuesto?
La Osorio la mira un instante. Recuerda que antes de ver a Fernando por primera vez, ella misma y Susana sometieron a la reina a un interrogatorio parecido. Finalmente, Beatriz entra en el juego:
—No hay hombre que se le pueda comparar.
—¿Valeroso? Supongo que será caballero…
—Lo es, señora. Es valiente y noble.
—¿Y él sabe de vuestra inclinación?
—Sabe y… corresponde.
A Isabel, en su ignorancia, le divierte la complicidad con su dama.
—¿Lo conozco? ¿Quién es?
—Por Dios, alteza —protesta la Osorio temiendo decir más de lo debido—. No creo que él aprobara esta conversación.
—Tranquilizaos, no os forzaré a ser desleal con él. Sin duda, es un caballero con suerte. Convencedlo, presentaos ante mí y quizá contéis con mi bendición.
Beatriz de Osorio asiente pudorosamente, hurtando su rostro de la mirada de la reina.
De vuelta en su palacio de Sintra, plantado ante el trono, el rey Alfonso medita cabizbajo. Al notar la presencia de su hijo a su espalda, exclama:
—¿Cómo puede permitir Dios que al final de su vida solo la traición rodee a su rey más devoto?
El rey se gira y clava sus ojos en su hijo. Este respira hondo, preguntándose hasta dónde conoce Alfonso sus planes. El monarca se explica:
—A nuestro regreso las gentes nos insultaban y escupían. Solo quedaban ellos por darnos la espalda y ya lo han hecho.
Los detalles sosiegan el ánimo del heredero. Nada sabe el rey.
—La derrota siempre es amarga —consuela Juan a su padre—. Pero volveréis a ganaros el amor de vuestros vasallos…
—Ahorradme vuestra hipocresía. Ha llegado el momento que tanto anhelabais.
Juan encaja con gallardía la tarascada.
—Conseguid una paz honrosa, como haría un buen rey —ordena el derrotado—. En la negociación, el destino de Juana será determinante. Cuando se resuelva a mi satisfacción, me retiraré a un monasterio y gobernaréis en mi nombre.
Al príncipe heredero no le convencen los plazos. El rey, consciente de ello, se muestra enérgico:
—No, hijo mío, no tengo intención de abdicar.
—Se hará como ordenéis —acata Juan.
Una vez más, Juana vuelve a interponerse en su acceso al trono. Pero quizá el príncipe ya haya ideado una solución.
Ha partido Isabel de Sevilla el 1 de marzo. Viaja hacia el norte, hacia Alcántara. Hasta el 18 no tiene lugar el encuentro entre la reina de Castilla y Beatriz de Braganza, en un ambiente de inusitada cordialidad.
—¡Cuánto os parecéis a vuestra madre! —celebra la tía de Isabel—. Nadie negará que la sangre portuguesa corre por vuestras venas.
—Quien lo intente dará de bruces con mi orgullo de que así sea.
Sonrientes, las damas se cogen del brazo y entran en una sala. Las puertas se cierran tras ellas y los miembros de ambas delegaciones esperan fuera. Viendo a las negociadoras tan bien avenidas, fray Hernando de Talavera y el cardenal Mendoza confían en que el acuerdo sea posible.
—Si respetáis el monopolio de las rutas de Guinea —solicita Beatriz de Braganza— no discutiremos vuestros derechos sobre Canarias.
—Tenéis mi palabra —asegura Isabel—. Os garantizo volver a las fronteras previas a la disputa. Nuestra intención siempre es perdonar a los rebeldes arrepentidos.
—En cuanto a las indemnizaciones por los gastos de la guerra…
—No las habrá —interrumpe Isabel—. Parecería que Castilla hubiera sido derrotada. Pero os propongo una solución. No hay paz más duradera que la sellada con un matrimonio. La dote podría disimular esa indemnización que no podemos concederos.
—¿Y cuál es ese enlace del que me habláis?
—La boda de mi hija Isabel con el hijo del príncipe Juan convendría a ambas partes, ¿me equivoco?
Beatriz de Braganza asiente, satisfecha:
—El rey se mostrará complacido.
Calla la portuguesa un instante antes de abordar el asunto de peor enjundia:
—Solo nos queda hablar de Juana…
—Ningún derecho la asiste —replica rauda Isabel—, pero sabéis que ya nos comprometimos a casarla adecuadamente.
Sonríe Beatriz y anuncia:
—En eso mismo hemos pensado…
Beatriz de Braganza revela a Isabel la solución ideada por su sobrino Juan. Momentos después, las puertas de la sala se abren de manera brusca, sobresaltando a los delegados que aguardan en el exterior. Isabel abandona la estancia muy enfadada. Todos se apartan a su paso.
—¡No habrá paz! —clama la reina de Castilla.
El cardenal Mendoza y fray Hernando, estupefactos, van tras ella intentando averiguar los motivos de su enojo.
—¡Pretenden casar a mi hijo con Juana! —explica la reina en su despacho—. Pero ¡¿cómo han podido creer que iba a aceptar?!
—Solo es un desencuentro —opina fray Hernando, conciliador—, debéis seguir negociando.
—¡No! ¡Para ellos es condición indispensable!
—Entonces pensemos en las ventajas de su propuesta —afirma el cardenal.
Isabel no parece proclive a admitir ventaja alguna en lo que considera un peligroso dislate.
—¡Juana no será reina de Castilla! Sé que la apreciáis, ¡pero no subirá al trono a costa de mi hijo!
—Alteza, un problema de legitimidad siempre afecta a los dos bandos que luchan por ella —replica Mendoza, sosegado—. La paz sería definitiva y, sobre todo, inmediata.
—¡¿A tan alto precio?! Venía dispuesta a todo. ¿Tengo además que sacrificar a mis hijos?
—No será necesario —apunta malicioso el purpurado—, poniendo las debidas condiciones…
La sonrisa del cardenal Mendoza atrae la atención de fray Hernando de Talavera y de la propia reina Isabel.
—Consigamos ahora la paz —insiste persuasivo don Pedro—, que hasta el día de esa boda ha de pasar mucho tiempo…
Calla pensativa un instante la reina, antes de comprender la intención de su consejero. Cuando lo hace, acepta de buen grado. Peor acogida tienen en Sintra, cuando Beatriz de Braganza regresa con los detalles de la propuesta de paz.
—Para los esponsales habrá que esperar hasta que el príncipe cumpla catorce años.
—¿Y hasta entonces? —lamenta Juana—. ¿Qué va a ser de mí?
—Viviréis apartada y a cuidado de terceras personas —sentencia Beatriz.
Juana se estremece con semejante solución. No sabe que aún no ha escuchado lo peor.
—Llegado el momento —añade la Braganza—, y sin perjuicio del acuerdo económico, el príncipe podrá decidir… liberaros de vuestro compromiso.
—¡Ese día tendré más de treinta años! ¿Y si lo hace? ¿Qué príncipe estará dispuesto a desposarme entonces? ¿Por qué me condenan a…?
El rey Alfonso zanja la retahíla de protestas:
—Pretenden evitar que tengáis hijos que reclamen un día su derecho al trono de Castilla. Eso es. Nos han burlado.
—¿Por qué habría de evitar la boda el príncipe? —plantea el duque de Braganza—. El matrimonio resolvería las dudas sobre la legitimidad de ambos.
Desespera a Juana que el duque dé crédito a la artimaña de Isabel.
—¡¿Creéis que después de tenerme catorce años apartada y encerrada eso moverá su afán?! No va a cejar hasta acabar conmigo.
—Mi señor, el reino necesita firmar la paz —insiste el duque ante el rey—. Y el acuerdo es favorable.
Alfonso se niega a aceptar:
—Habrá que seguir negociando.
La cerrazón del rey alerta a Beatriz de Braganza.
—Señor, nuestra sobrina Isabel es inflexible en todo lo concerniente a Juana. A cambio, todas nuestras demandas son satisfechas.
—¿Qué alternativa tenemos? —pregunta el príncipe Juan en voz alta—. ¿Otra derrota que nos imponga una paz con peores condiciones?
Todos dirigen sus miradas al heredero que acaba de abandonar su mutismo. El rey, humillado, sostiene su mirada. Juan de Portugal trata de convencer a Juana:
—Ese matrimonio es una victoria vuestra, señora. Es el único camino para que un día seáis reina de Castilla.
Viendo vacilar a Juana ante la presión a la que se ve sometida, el rey zanja la cuestión:
—Nada se os ha ocultado. Seguiremos hablando con los castellanos pero vos tendréis la última palabra. Y os juro que la respetaremos.
Es en Alcazovas, seis leguas al sudoeste de Évora, donde Beatriz de Braganza comunica a Isabel las exigencias de Portugal para aceptar el acuerdo. Y aunque lo haga con la mano de su sobrina entre las suyas, uno de los requisitos hiere a Isabel como una puñalada: su hija habrá de vivir en el reino vecino, lejos de ella.
—Comprended que si un enlace está sujeto a tercerías, el otro también debe estarlo —aduce Beatriz de Braganza—. Para Juana serán catorce años, para la infanta apenas tres o cuatro.
—Isabel es solo una niña.
—Es la primogénita de los reyes de Castilla. Vivirá en mi casa. Somos familia y como tal será tratada. No tengáis cuidado. No le faltarán ni cariño ni atenciones.
Se empaña la mirada de Isabel, pues está realmente afectada.
—Me había prometido a mí misma que mis hijos no pasarían por lo que yo pasé, que su infancia sería otra.
—Cuando pensasteis eso olvidasteis que erais reina. En política todo tiene un precio. Vos misma lo habéis fijado al exigir las condiciones para Juana. ¿Por qué no levantáis la mano con ella?
Aguarda Beatriz la respuesta de Isabel. Tras unos instantes de incertidumbre, Isabel niega levemente con la cabeza. Beatriz de Braganza esboza una triste sonrisa, y responde comprensiva:
—No os aflijáis. Vuestra hija será reina de Portugal. Ella os lo agradecerá porque llegado el día también deberá cumplir con su deber. Y su descendencia reinará en otros estados. ¿Podría una princesa tener un destino mejor?
Nada más regresar a Sevilla, Isabel se dispone a comunicar la decisión a su hija. Lo hace a solas, tras besarla amorosamente. La infanta muestra un paño que está bordando para su madre. Isabel lo contempla un instante, con su inicial a medio bordar. Sonríe, conmovida:
—Nunca me separaré de él.
—Os haré muchos más. Y mejores, pues apenas he aprendido.
La reina, aguantando las lágrimas, la abraza. Habla con un nudo en la garganta:
—Sois la mejor hija que una madre pudiese desear.
La niña, encantada, mira a su emocionada madre.
—Y sois hija de reyes —añade la reina—. Por ello vais a casar con el príncipe de Portugal y un día compartiréis su reino con él.
La niña no comprende la extensión de la noticia. Sigue sonriente pese al desvalimiento de su madre.
—Escuchadme bien. Sabéis que os amo más que a nada en el mundo. Por ello me duele… tener que separarme de vos.
Empieza a intuir la infanta el origen de las lágrimas que ya desbordan los párpados de Isabel.
—Por el bien del reino debéis vivir hasta el día de vuestra boda en Portugal… ¿Entendéis lo que os he dicho?
A pesar de la angustia que le produce verse apartada de su madre, probablemente durante años, la infanta asiente. Su dignidad enternece a la reina. Se dispone a abrazarla de nuevo pero la niña sale corriendo. Isabel, sola, se desmorona y llora inconsolable.
Por fin vuelve Fernando de Aragón. Ha sido proclamado rey al morir su antecesor, pero la coronación y la jura de los fueros habrán de esperar. En cuanto ve a su esposo, Isabel se abraza a él, conmovida.
—He rezado todos los días por vuestro padre. Sabéis cuánto lo lamento.
Viéndola tan vulnerable, Fernando la acoge en sus brazos.
—Otro recibimiento merece el rey de Aragón que ver el rostro de su esposa lleno de lágrimas —comienza Isabel.
—Callad —susurra Fernando, comprensivo.
—Por servir a Castilla alejo de mí a mi esposo y a mi hija.
El rey no es de la misma opinión.
—Habéis logrado la paz con Portugal. Me duele tanto como a vos saber que nuestra hija ha de partir. Pero un día entenderá que el amor a ella y a nuestro reino inspira todos nuestros actos.
A continuación, Fernando toma su mano.
—En cuanto a mí, por lejos que esté, nada podrá separarme de vos.
Sonríe Isabel entre lágrimas.
—Entre tanta desdicha tengo que contaros algo que os hará feliz. Espero otro hijo.
Fernando no es capaz de expresar la felicidad que le produce la noticia. Besa las mejillas de su esposa, aún empapadas.
—Perdonadme, Isabel.
—¿Perdonaros? Soy yo la que necesita vuestro perdón.
—Perdonadme por no dejaros ver cuánto os admiro. Por no estar a vuestro lado cuando lloráis como madre lo que debéis decidir como reina.
Isabel mira al rey embelesada. A pesar de todos los sinsabores, de todas las renuncias, Fernando siempre consigue que se sienta la mujer más afortunada de la cristiandad.
—Un hombre no deja sufrir así a su esposa —lamenta el rey—. Y menos… si la ama tanto como yo os amo a vos…
Se besan los cónyuges como jóvenes enamorados. La presencia inadvertida de Beatriz de Osorio deshace el abrazo.
—Excusadme —se disculpa la dama, turbada—. Venía a preparar el lecho de la reina.
Fernando se acerca a ella y la Osorio baja la mirada.
—Vuestra señora ya no os necesitará por hoy.
Beatriz, confundida, abandona la alcoba. Traspasado el umbral se gira y confirma que Fernando la observa desde el quicio. Pero el rey cierra lentamente la puerta y la joven siente el zarpazo lacerante del rechazo.
—Fray Hernando, ¿puedo haceros una consulta?
Susana Susón acude inquieta al despacho del jerónimo. Sobre la mesa de Talavera reposan ya varios ejemplares impresos de su catecismo. El fraile la invita a tomar asiento con un gesto, pero Susana permanece en pie.
—¿Es verdad lo que dicen?
El confesor de la reina no termina de entender a qué se refiere la dama. Susana baja la voz, como si las paredes del alcázar oyeran.
—Que los reyes van a instaurar un tribunal para juzgar a los conversos.
Talavera suspira y niega:
—Ay, si en Castilla se hablara menos de lo que se ignora…
—Entonces ¿podemos estar tranquilos? —pregunta Susana, esperanzada.
—El tribunal del que habláis, que aún no existe —aclara el fraile—, solo condenaría a quienes dicen ser cristianos y mienten.
—¿No va a juzgarse a todos los conversos, uno por uno?
—Si un día se implanta, la Inquisición librará a los buenos cristianos como vos de los maledicentes que airean falsas sospechas.
—Pues ¿a qué esperan los reyes? ¡Ojalá llegue pronto ese día! —exclama aliviada Susana.
El ímpetu de la joven desconcierta a Talavera. Coge uno de los catecismos y se lo entrega.
—Pensaba daros esto. Leedlo con detenimiento y practicad lo que dice. Nadie volverá a dudar de vuestra fe.
Susana lo toma, agradecida, pero lo piensa un instante.
—Gracias, fray Hernando, pero primero se lo leerá mi hermano; el peligro está en la ciudad, no en la corte.
A esa hora, Samuel, el hermano de Susana, entra en la pieza principal de su casa. Lo hace con los ojos desorbitados, atrapado por un hombre que le tapa la boca y del que trata de zafarse. Así irrumpen donde Diego Susón revisa sus cuentas, con una bolsa de cuero llena de dinero sobre la mesa y diferentes monedas amontonadas. Susón se incorpora alarmado. Otro hombre llega hasta él, amenazador, cuchillo en mano. Coge la bolsa llena de dinero y la balancea ante el rostro del comerciante.
—Soltad a mi hijo y llevaos cuanto queráis —pide Susón sin que su temple flaquee por el miedo.
El hombre que mantiene a Samuel atenazado sonríe, cruel, antes de negar lentamente. Y a Diego Susón le aterroriza haber comprendido lo que va a suceder.
Cuando al final del día llega Susana con el catecismo en sus manos, la desolación se ha apoderado de su hogar. Diego Susón llora sobre el cuerpo sin vida de Samuel, que reposa en la mesa. Los muebles están por el suelo, los arcones abiertos… En la pared se ha escrito con un tizón la palabra «marranos». Diego Susón vuelve su mirada llena de lágrimas hacia su hija.
—Mirad lo que esos perros que se llaman cristianos son capaces de hacer a un niño…
Susana, conmocionada, reacciona y se acerca a su padre con el rostro desencajado por el llanto. Con ella en sus brazos, Diego Susón va pasando del dolor a la rabia.
—Roban, asesinan, humillan… Y aún dicen que lo hacen en nombre de Dios. ¿Qué Dios es ese que permite que esto ocurra y se haga en su nombre?
Susana no es capaz de mirar el cadáver de su hermano.
—No culpéis a Dios por los crímenes de los hombres…
—¿Creéis que alguno de esos buenos cristianos que tenemos por criados movió un solo dedo?
Diego Susón niega, rabioso. Susana, con un gesto tierno, intenta hacer callar a su padre, sin conseguirlo.
—Solo hay algo más cruel que obligar a un padre a presenciar el asesinato de su hijo, y es dejarlo a él con vida.
Ambos se abrazan, devastados por un llanto amargo. Un pequeño grupo de vecinos hace su entrada en la estancia, en silencio y con sumo respeto. Lo encabeza una mujer, Águeda. Entre ellos hay varios judíos. Susón se encamina hacia los recién llegados, agradecido. Los abraza uno a uno.
—Sed bienvenidos en la casa del dolor.
Acto seguido, el comerciante coge el crucifijo que trajo Susana.
—Cerrad las ventanas —pide a los vecinos—. Yo mismo lavaré el cuerpo de mi hijo.
Un judío va cerrando una ventana tras otra mientras Susón retira el crucifijo. Águeda enciende una vela. Mientras cubre con un paño el cuerpo de Samuel, Diego Susón salmodia:
—El male rajamim shojen mromim, hamtzé menujá nejoná al kanfei Hashjiná, bemaalot hakdoshim uthorim, kezoar harakia mazhirim, et nishmat Samuel…
Susana, atónita, paralizada por el terror, descubre en medio de la tragedia que su padre es un hereje. Uno de los que perseguirá el tribunal de los reyes que tanto la preocupaba.
Beatriz de Osorio no consigue conciliar el sueño. Tiene la mirada de Fernando grabada en su memoria. La ternura y la pasión con la que el rey besaba a Isabel, su señora. Vela la dama el sueño del príncipe Juan. El niño duerme plácidamente. Beatriz acerca su mano y acaricia la delicada piel infantil. Después, con cuidado para no despertarlo, lo destapa. Tras ello abre la ventana de par en par, dejando que penetre el aire fresco de la mañana.
—¡¿Juana monja?!
Temprano ha llegado un emisario de Portugal con una misiva en la que el rey Alfonso comunica el destino de Juana, decidido por ella misma, tal como se le prometió.
—Monja, sí —afirma gravemente Mendoza—. Tal es su decisión.
—¡¿Y quién la permite decidir?! ¡¿Ha podido mi hija hacerlo?!
La reina, sin poder contener su ira, tira al suelo todo lo que está sobre la mesa.
—¡Es una farsa, eso es lo que es! ¡No voy a permitirlo!
—Alteza, quizá la vocación de Juana sea sincera —sugiere fray Hernando—. Si ha sentido la llamada del Señor, no hay poder en la Tierra que deba oponerse.
Isabel hace una mueca de evidente incredulidad.
—Pensadlo bien, señora —tercia el cardenal—. Ninguna monja puede tener descendencia legítima. Si Juana profesa, Dios gana una nueva sierva y nos resuelve el problema. Nunca hijo suyo alguno disputará a vuestros herederos el trono de Castilla.
La reina reflexiona y por fin se calma.
—Está bien. Si la muchacha quiere ser monja, que lo sea. Pero ya me encargaré yo de que sea más monja que ninguna. Os lo juro por mi hija.
La entrada precipitada de Catalina interrumpe el debate:
—¡Señora…! ¡El príncipe…!
La reina no necesita oír más. Sale muy alarmada hacia la alcoba. Al llegar, Beatriz de Osorio tiene al niño en sus brazos. Llora, muy afligida. Con ademán de sentirse impotente, entrega el niño a su madre.
—La calentura va a más —lamenta la Osorio entre lágrimas.
Catalina cuenta lo sucedido:
—La ventana debió de abrirse durante la noche y…
—¡¿Dónde está el físico?! —clama Isabel a gritos, con el pequeño en brazos.
—Ya está avisado, señora —responde Catalina, igualmente conmovida.
La reina aprieta a su hijo contra su pecho. Desde la puerta, fray Hernando y el cardenal Mendoza compadecen a Isabel. Fernando irrumpe en la alcoba, muy preocupado. Abraza a su esposa, que sigue con el príncipe en sus brazos. Isabel no puede contener el llanto.
—Mi hijo… Mi hijo…
Beatriz de Osorio, aparentemente compungida, no aparta su mirada de los reyes.