5

Pocas jornadas han compartido los esposos en los últimos tiempos. Las rivalidades entre beamonteses y agramonteses en Navarra han obligado a Fernando a viajar hasta el codiciado reino. En Tudela el rey de Castilla ha firmado un tratado que ha puesto fin al conflicto, al menos de momento.

Por otra parte, el fallecimiento de Rodrigo Manrique de Lara ha hecho posible que Fernando asuma la administración de la Orden de Santiago. Logrará así el rey que en Azuaga se nombre maestre de la orden a Alonso de Cárdenas. Pronto conseguirá también que sus leales Gonzalo Chacón y Gutierre de Cárdenas sean miembros destacados de la entidad. Estas decisiones han provocado no pocos roces con los nobles. Nada que pueda frenar los planes del soberano. Cuando aún quedan juanistas rebeldes en activo, conviene hacerse con el control de tan poderosa orden, y tener al mismo tiempo la precaución de impedir el acceso del rival a los hombres y recursos de que dispone.

Aprovechan Fernando e Isabel las noches que pasan juntos para cumplir con la obligación de engendrar un heredero. O al menos de intentarlo. Entregados a tan placentera tarea, Isabel se estrecha contra su esposo como si quisiera retenerlo dentro de sí después de tantos viajes y separaciones forzosas. El amanecer los ilumina abrazados, acariciándose, mirándose a los ojos sin prestar atención a nada más de lo que pueda ocurrir dentro y fuera de sus reinos.

—Mi corazón soporta mal estas visitas en las que, apenas habéis llegado, os tenéis que marchar —susurra Isabel.

—Duele más sabiendo que pronto estaremos más lejos que nunca el uno del otro.

Isabel besa a su esposo. También ella habrá de partir en breve, rumbo al monasterio de Guadalupe.

—No dejéis de escribirme —ruega Fernando—, con más razón si este encuentro ha dado el fruto que tanto ansiamos.

—Temo que viajes tan largos no dejen que la semilla se asiente —suspira entristecida la reina—. Hasta que no haya sosiego en Castilla, mal lecho será mi vientre…

—Me reuniré con vos en Sevilla y seguiremos intentándolo…

Se besan los reyes en su lecho cuando llaman a la puerta con insistencia. Fernando tuerce el gesto por la interrupción.

—¿Vuestra dama? —pregunta.

—Insiste en que sus remedios me dejarán encinta si se aplican al poco de yacer —explica Isabel.

—Catalina es una buena mujer, pero de Galeno tiene poco —masculla Fernando con escepticismo.

El rey hace ademán de levantarse pero Isabel lo retiene.

—Cuidaos tanto como si mi vida dependiese de la vuestra. Porque así es.

Fernando la acaricia con ternura. La besa de nuevo antes de partir. La reina lo ve marchar con tristeza. Nada más cruzar la puerta de la alcoba, el rey se topa con Catalina, que espera en el pasillo para ofrecer su remedio. Carga la dama una jofaina humeante. Fernando la deja atrás con cara de pocos amigos, murmurando:

—Con tanta impertinencia habrán de salir gemelos.

—Sí, mi señor —admite apocada, antes de entrar en la alcoba.

Mientras Catalina termina de aplicar sus cataplasmas sobre el vientre de Isabel, la reina repasa unas cartas.

—Este remedio vuestro, ¿cuánto me tendrá encamada? Estoy esperando a un caballero.

—¿Confiáis en mí tan poco como vuestro esposo?

—No os ofendáis, pero recurro a vos porque muchos físicos no gustan de tratar asuntos de mujer…

En realidad la dama sí se ha ofendido. Coge su jofaina y se dispone a abandonar la alcoba.

—Volveré a quitároslas, si es que vos no lo habéis hecho antes.

En la puerta, Catalina se cruza con Beatriz de Bobadilla, que entra acompañada por una joven de apenas diecisiete años, muy hermosa a pesar de la sencillez de sus atavíos. A Isabel le sorprende su presencia.

—Acercaos.

Beatriz de Bobadilla se acerca al lecho. La joven permanece unos pasos por detrás.

—Sabéis que nada me ofende más que ser burlada —advierte Isabel, con gesto marcadamente severo.

La Bobadilla, compungida, ya no encuentra palabras para excusarse:

—Lo que hicieron mi esposo y mi padre no tiene perdón. Toda mi vergüenza no basta para pagar por…

—Dejad que sea Andrés quien pague con su destierro —interrumpe Isabel. A renglón seguido pregunta—: ¿Tanto os incomoda verme que no habéis podido venir sola?

—Esta joven es mi sobrina, Beatriz de Osorio. Supuse que no desearíais mi compañía en vuestro viaje y me he permitido buscaros una acompañante.

—Cómo ibais a viajar conmigo —apostilla la reina, con intención— en vuestro estado…

La Bobadilla mira atónita a Isabel. Esta sonríe, maliciosa.

—¿Pensabais que no me iba a enterar de vuestro embarazo?

—Temía pecar de insensible —se disculpa la dama, avergonzada—, sé de vuestros esfuerzos para quedar encinta. ¡No tenía intención de burlaros, os lo juro!

—Somos amigas desde niñas y me apena que os guardéis vuestras alegrías, pues son mías también. —Isabel toma la mano de Beatriz—. Bastante hemos sufrido en los últimos tiempos.

Comprende Beatriz de Bobadilla que ha malinterpretado el fingido enojo de la reina y no puede evitar emocionarse.

—No hacía falta que trajeseis a nadie —asegura la reina—, pero aceptaré gustosa a vuestra sobrina.

Beatriz de Osorio acusa la alusión y esboza rápidamente una reverencia.

—Quién sabe si este remedio da su fruto y requiero cuidados por mi embarazo —añade Isabel.

—Yo puedo daros mejor solución —apunta la Bobadilla—. Cuando supe que ibais a Sevilla recordé a un físico que allí vive, Lorenzo Badoz.

—¿Badoz? ¿Judío?

—Trató a una prima mía que todos daban por yerma. Id a verle, confiad en mí.

Asiente Isabel, aunque no muy convencida. La reina se dirige entonces a la discreta Beatriz de Osorio:

—Si estáis ya a mi servicio, entregad estas cartas al mensajero real, haced el favor.

—Sí, mi señora.

Toma las cartas la joven y sale con ellas. A solas, Isabel llama la atención de su amiga:

—Me queda por enviar un mensaje, lo llevaréis vos.

Acata Beatriz antes de conocer los detalles. Isabel se apresta a dárselos:

—Decid a vuestro esposo que podrá volver a Segovia para el nacimiento de su hijo.

Sorprendida y emocionada, Beatriz de Bobadilla acepta el abrazo que Isabel le ofrece. Sellan así su reconciliación. Es de justicia, pues nada tuvo que ver la pobre dama con los enredos pergeñados por los hombres de su casa. Regresa Catalina a la alcoba para liberar a la reina de sus cataplasmas. Y lo hace con un aviso:

—Mi señora, el caballero al que esperabais ha llegado…

Es Gonzalo Fernández de Córdoba el caballero en cuestión. Demasiado tiempo ha transcurrido desde la última vez que Gonzalo e Isabel estuvieron frente a frente. En nada ha alterado ese intervalo la amistad que los une. Quizá la lealtad a sus reyes haya corregido el sentimiento en Gonzalo, más que los años y las experiencias vividas. Cuando entra Isabel en la sala donde él aguarda, Gonzalo se halla de espaldas.

—Antes de volveros —previene la reina no sin coquetería—, sabed que tres años de contienda pueden haber hecho mella en mi lustre.

Gonzalo se gira hacia ella. Su mirada se ilumina al ver el rostro sonriente de Isabel. La reina se dispone a darle un abrazo, pero Gonzalo hinca la rodilla ante ella, caballeroso.

—Mi señora… En nada habéis cambiado, salvo por la corona.

—Que la corona no os impida tratarme como solíais; hoy en día pocos lo hacen y lo echo en falta.

Invita Isabel al caballero a levantarse.

—Sé que habéis luchado en mi bando. Os lo agradezco. Confío en que no haya heridas bajo vuestras ropas.

—Cuando uno lucha por un rey al que no conoce puede dudar al empuñar el acero. Pero mi espada sabía bien a quién defendía; no falló ni un lance.

Isabel sonríe, halagada. Se dispone a explicar el motivo por el que ha hecho venir a Gonzalo:

—Las batallas van quedando atrás, ahora toca afianzar la victoria. Por eso viajo, para reclamar las fortalezas que aún no han sido entregadas a la Corona.

—¿Y puedo serviros en esa tarea?

—Así es. Cuando los rebeldes de Extremadura dejen de ser una amenaza, partiré a Sevilla.

Sonríe Gonzalo con una nota de malicia.

—Mi señora, debéis prepararos: vais a descubrir un mundo nuevo…

—Eso mismo opina el cardenal Mendoza —asegura cómplice la reina—. Lo que de allí me llega es confuso. Nobles que se dicen mis aliados se resisten a entregarme sus fortalezas…

—Son leales a vos, alteza, pero poco dados a perder lo suyo. Pedirán compensaciones.

—Voy con ánimo generoso y buena voluntad —aclara la reina—. Pero necesito que vayáis por delante, pues a mi llegada quiero saber exactamente qué me espera.

—No os defraudaré.

—¿Hay algo que podáis anticiparme?

—De Sevilla sé lo que todos: que el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz se la disputan desde hace años.

—Pero conocéis al duque…

Gonzalo asiente. Ha batallado junto a él contra los rebeldes.

—Es hombre acostumbrado a forjar su destino sin importarle el destino ajeno.

Sospecha Isabel que resultará más arduo someter a un poderoso que se dice leal a la Corona que a otros traidores más vulnerables.

—Partid hoy, tendréis suficientes días para indagar. Quiero saber lo que de verdad ocurre, no lo que ellos me quieran hacer ver.

Tras varias jornadas de esforzado viaje, la reina y su séquito han divisado el santuario de Guadalupe. Es la primera vez que Isabel visita el monasterio que tanto venera, enclavado en tierras cuyos nobles han alzado sus armas contra ella. Para la soberana, su presencia entre esos muros adquiere un carácter simbólico. Desea dar gracias por la victoria contra Portugal en territorio hostil. E igualmente ha dispuesto que se oficie un solemne funeral por su hermano Enrique, cuyos restos allí reposan.

Ha insistido Isabel en que sea el arzobispo Carrillo quien celebre la misa en honor del fallecido y este ha accedido. Sin embargo, el veterano eclesiástico se las ha ingeniado para evitar en lo posible el contacto con la reina, a pesar del insistente anhelo de Isabel de atraerlo de nuevo a su lado.

Es en Guadalupe donde también se produce otro importante reencuentro, el de la reina con el marqués de Villena.

—Qué mejor lugar que un monasterio para encontrarnos en paz.

Besa Diego Pacheco con sumo respeto la mano de la reina, escenificando su vasallaje.

—Habéis de saber que espero mucho de vuestra visita —asegura Isabel, complacida.

—Yo también, si os soy sincero…

—La contienda con Portugal se apaga. Es el momento de que la Corona recupere el mando de cada fortaleza y, con ellas, de cada villa…

—¿Y cómo puedo contribuir? —apunta el marqués con un deje de ironía en su voz—. ¿No ha quedado bastante menguado mi patrimonio?

—El alcaide de Trujillo se niega a entregármela pues dice responder solo ante vos —explica la reina, impasible—. Su resistencia contraviene nuestros acuerdos.

—No es culpa mía si un hombre decide serme leal a toda costa.

—Lo sé, pero no os concedí el perdón para daros descanso, sino para que me sirvierais. Aprovechad la lealtad que os profesa y conseguidme la fortaleza.

Diego Pacheco no se resiste. Ha aprendido a ser cauto ante la soberana. No obstante, recuerda a Isabel el alto precio que ha pagado por sus faltas.

—Me sería más grato obedeceros si no sintiese que estáis abusando de mi rendición. He perdido Almansa, Yecla, Chinchilla, Villena, Madrid…

—Y aún no habéis visto un maravedí a cambio, es cierto —apostilla Isabel con toda naturalidad—. La reparación llegará, creedme. Pero solo cuando sienta que acatáis mis órdenes de buena gana.

Comprende Diego Pacheco que no tiene escapatoria.

—Trujillo será entregada a quien vos propongáis.

—Os lo agradezco. Vuestra disposición me anima a encargaros también que ordenéis derribar todas las torres rebeldes de la región. Demasiada resistencia a reconocer mi victoria, demasiado cerca de Portugal.

El marqués no puede creer semejante petición.

—¿He de ser yo quien lo ordene? ¿A hombres que me han servido, en villas de mucho peso en mi corazón?

—Os estoy dando la oportunidad de compensar un pasado que otros no os perdonarían jamás —afirma la reina, siempre imperturbable—. Sed sensato y aprovechadla.

Viajar a Sevilla en pleno estío se ha convertido en toda una prueba para la reina y su séquito. Y más en este verano particularmente caluroso. Acostumbrada al clima castellano, Isabel soporta mal tan altas temperaturas. Los que la siguen no sufren menos. A falta de una legua para llegar a Sevilla, la comitiva llega a un paraje protegido por hombres armados. El cortejo real se detiene. En el lugar, a pocos metros del camino, se ha instalado una lujosa tienda a la sombra de árboles centenarios.

—Mi señora, creo estar soñando —confiesa a la reina una sudorosa Catalina—. ¿Qué hace un paraíso en este secarral?

De la tienda sale un hombre vestido con telas ligeras y elegantes, tocado por un vistoso sombrero. El noble se dirige hacia la reina. Catalina pregunta a la reina en voz baja:

—Y este hombre tan galano, ¿quién es?

Isabel reconoce en él a Enrique Pérez de Guzmán y Fonseca, duque de Medina Sidonia. Musita maliciosa a Catalina:

—Dos gallos hay en el gallinero sevillano. ¿Será este el más gallardo?

A Catalina el remedo de trabalenguas le provoca una risa que debe ocultar al instante, pues el caballero se halla ante ellas, plantado en medio del camino. Se descubre con un ademán airoso y ejecuta la mejor de sus reverencias.

—¡Alteza! Confío en que me recordéis, pues fui de los primeros en mostraros lealtad en Segovia cuando fuisteis proclamada. Sed bienvenida a la tierra más hermosa de vuestro reino, que hoy luce como una corona en la que se engarza al fin la piedra más preciosa: vos.

Inalterable ante el halago excesivo, Isabel se limita a aceptarlo con una leve inclinación de cabeza.

—Adivinando vuestra fatiga y la de vuestro séquito —explica el duque—, me permito ofreceros un modesto alivio.

En perfecta sincronía con su amo, los sirvientes del noble abren la tienda de par en par; queda a la vista su interior, repleto de jarras de plata con agua, cestas de frutas y apetitosos manjares. Admirada, la comitiva en pleno descabalga. El propio duque ayuda a Isabel a descender de su montura. Presto llega un sirviente junto a ella con una jarra de agua fresca con limón. Este escancia una generosa cantidad a la reina en una copa ricamente adornada.

—Os lo agradezco. Estábamos a punto de desfallecer —confiesa Isabel al duque tras haber calmado su sed.

—Mirando por vos pedí al sol que cesara en su rigor, pero tiene demasiado apego a mi tierra, de la que apenas se aleja. Busquemos la sombra.

Señala la tienda el duque y la reina lo acompaña hasta ella.

—Os alojaréis en mi mejor residencia sevillana, que estos días será vuestra. Esta tarde he dispuesto una corrida de toros para vuestra distracción…

—Poco me gustan esos espectáculos salvajes —aclara la reina—. Pero celebro tanta generosidad, pues significa que me entregaréis vuestras fortalezas sin bregar por ellas.

El duque de Medina Sidonia parece repentinamente entristecido.

—Nada me complacería más que satisfacer vuestra petición. Pero quedaría desprotegido frente al marqués de Cádiz… Me temo que no será posible.

Isabel, impávida, tiende de nuevo la copa de agua. Raudo, el duque hace una señal al sirviente para que la llene.

Este 24 de julio de 1477, el otro gallo del gallinero sevillano aguarda inquieto en su palacio la noticia de la llegada de la reina. Primorosamente vestidos, Rodrigo Ponce de León y Núñez, marqués de Cádiz, y Beatriz Pacheco, hija del difunto marqués de Villena, terminan de acicalarse. Ambos, sobre todo el marqués, son conscientes de la importancia del evento. Al marqués no solo le preocupa lo que la soberana puede exigirle en compensación por haber apoyado a Juana, sino la propia actitud de su esposa.

—¿Sabréis disimular vuestro rencor hacia Isabel?

—Poco la maldigo para lo que nos ha hecho. ¡Humilló a mi padre y ha arruinado a mi hermano!

—Y casó con aquel al que vos aspirasteis —evoca el marqués el plan de Juan Pacheco para casar a su hija con Fernando—. Por eso debéis respetarla, ya os ha ganado en tres ocasiones.

—Mucho protegéis a esa miserable.

—Solo evito agrandar mi desventaja, tengo mi pasado en contra.

Beatriz Pacheco quita hierro:

—Os perdonó haber apoyado a Juana. ¿Acaso no os fiáis de su palabra?

—El perdón no me libra de que reclame mis propiedades. Dios quiera…

Un criado irrumpe en la estancia con la noticia:

—¡La reina ha llegado a Sevilla! ¡Ha venido en una barcaza, por el Guadalquivir! ¡Y con el duque!

Beatriz Pacheco pone en duda la veracidad de la información:

—¿Ya? ¡Se nos anunció su llegada para dentro de horas!

Pero el marqués comprende la jugada de la que ha sido víctima y se enoja:

—Ya lo habéis oído: el duque. La quería para él solo. ¡Nos ha burlado!

Todavía acalorada, Isabel hace entrada en el suntuoso alcázar del duque de Medina Sidonia, donde es recibida por el cardenal Mendoza. Este se dirige a ella en tono confidencial:

—Como arzobispo de Sevilla y viejo amigo, os doy la bienvenida a esta ciudad que tanto necesita la presencia de su reina.

Isabel va a replicar, pero una señal del duque interrumpe la conversación: ha ordenado que un sirviente levante el lienzo que tapa un considerable bulto depositado en el centro de la estancia. Al hacerlo, queda a la vista de la reina y de su séquito el cúmulo de presentes con los que su anfitrión pretende continuar agasajando a la soberana de Castilla. Isabel ha de disimular la impresión que tanto esplendor le provoca.

—Almohadas de terciopelo, tapices de Flandes —detalla el duque—, joyas italianas que acunarán vuestra belleza, perfumes de las Indias que dejan en nada al más potente filtro de amor…

—Un presente más propio de mancebas —apunta fray Hernando de Talavera sin el menor reparo.

Hace oídos sordos el duque a la reconvención del fraile. La reina calla. Parece mareada, el sudor empapa sus ropajes castellanos. Prosigue el noble su ostentosa exposición:

—Y mi último obsequio.

El duque da dos palmadas. Al instante se presenta en la sala un esclavo africano, vestido con sencillez pero al uso cristiano.

—No llega a los veinte años —precisa el de Medina Sidonia—. Como es nacido en Lisboa entiende el portugués, cumplirá a la perfección todas vuestras órdenes.

Isabel no da crédito a lo que ven sus ojos.

—Probadlo —insiste el duque—. Decidle que os sirva en algo.

Pero la reina, agobiada por el calor, se siente indispuesta. Interpreta el duque la mala cara de Isabel como rechazo:

—Si os asusta su tez, también poseo esclavos de piel clara…

Cae desmayada Isabel y es el propio esclavo quien la coge al vuelo, amortiguando la caída. Queda inconsciente la reina en sus brazos mientras se produce un gran revuelo a su alrededor.

Cuando Isabel recobra el conocimiento, se halla tumbada en la cama de una fastuosa alcoba. Desorientada, no reconoce el entorno ni al hombre de mediana edad que coloca un paño húmedo en su frente mientras le dice:

—Por grande que sea vuestro poder, alteza, nunca compitáis con el sol de Sevilla.

—¿Quién sois?

Beatriz de Osorio se acerca respetuosamente a la reina.

—Es Lorenzo Badoz, alteza, el físico que os recomendó mi tía. Yo le he hecho llamar.

—No deberíais actuar sin mi permiso —se molesta Isabel—. No he de ponerme en manos de cualquiera.

Beatriz de Osorio calla, avergonzada. Lorenzo Badoz finge no haberla oído e interroga a la reina:

—Decidme, ¿tenéis problemas para quedar preñada?

Isabel se ofende:

—Pero qué desvergüenza, ¿quién os ha dado permiso?

—Si os han recomendado mis tratamientos —explica el galeno—, será para que os ayude a concebir. Es mi mejor talento como físico.

La reina comprende y se retracta:

—Gracias por recuperarme del vahído, pero de ahí a confiaros mi vientre…

Isabel se incorpora. Rechaza la ayuda de la Osorio para levantarse de la cama. Lorenzo Badoz muestra a la reina un cordel de cuero del que cuelgan numerosas monedas de plata.

—Mi señora, cada moneda es un niño nacido de madres que se creían gastadas… gracias a mis remedios.

Isabel contempla el cordel, tan lleno de monedas. Badoz ha conseguido despertar su interés e insiste en sus averiguaciones:

—¿Cuántas veces habéis concebido, alteza?

—Dos. Una con fortuna y otra sin ella —contesta Isabel, menos arisca—. Antepuse mis deberes a mi salud… y a la de mi hijo.

—Como súbdito me alegra saber de vuestra entrega al reino… Pero ¿abandonan su labor las labradoras por estar encinta? Y pocas traen al mundo menos de cinco hijos.

Ante eso la reina no tiene réplica. Continúa Badoz recabando información:

—Decidme, ¿nadie cuidó de vos después de vuestra pérdida?

—Guardé cama y bebí hierbas de montaña.

—Queda aclarado el misterio —concluye el judío—: Ha de limpiarse vuestro claustro materno y entonces no tardaréis en concebir.

Lorenzo Badoz busca en su morral y entrega unas hierbas a Isabel.

—Bebed su caldo para purgaros antes de la operación.

—¿Acaso he aceptado? —se resiste aún la reina.

—¿Acaso no deseáis tener más descendencia?

Calla Isabel un instante. Finalmente, pregunta dubitativa al físico:

—Decidme antes, ¿esa operación… es propia de cristianos?

Esboza una sonrisa el físico antes de responder:

—Mi señora, hasta hoy no hallé diferencia en las entrañas de judíos y gentiles. Ni en las curas que reclaman.

Dispensado Lorenzo Badoz, Isabel olfatea las hierbas con cierta desconfianza. Ha pedido a fray Hernando que las bendiga antes de decidir si las toma o no. Obedece el fraile y rocía el ramillete con agua bendita ante la atenta mirada de Catalina y la reina:

In nomine Patris, et filii

—De poco sirve santificar las hierbas si el hereje anda suelto —murmura Catalina—. A saber qué os ha dado…

—¿No lo reconocéis? Es saúco —asegura el fraile, tranquilizador—. Como el que se cuelga en las casas para ahuyentar al maligno.

—¿Y quién os dice que lo que un cristiano emplea para librarse del diablo, el judío no lo usa para convocarlo?

—Beatriz nunca me habría puesto en malas manos —garantiza la reina, más confiada.

—Alteza, la concepción de un heredero no es asunto ligero —insiste Catalina—. Los judíos mataron al hijo de Dios, ¿por qué iban a respetar al de una reina?

Acusa Isabel el discurso alarmista de su dama. Mira a Talavera en busca de un juicio sensato.

—Vos ¿qué opináis? ¿Debo ponerme en manos de ese hombre? ¿He de buscar a un físico cristiano?

—Confiad vuestra alma a Nuestro Señor Jesucristo. Y el cuerpo, al físico que menos muertos tenga en su haber —vaticina fray Hernando.

A pesar del insistente escepticismo de Catalina, Isabel acepta el consejo del religioso. Se dispone a volver a sus tareas, pero antes parece recordar algo con extrañeza:

—Decidme, ¿en verdad el duque me obsequió con un africano? ¿O lo he soñado?

—Temo que no fue ningún sueño, alteza —corrobora Talavera—. ¿Vais a aceptar tal presente?

Isabel duda:

—Nunca se me ocurriría esclavizar a un hombre, pero qué hacer con el que por naturaleza ha nacido esclavo…

—Un hombre puede ser súbdito de otro, pero poseerse unos a otros es rivalizar con Dios —asegura el jerónimo—. Por eso el Altísimo es generoso con quien le devuelve el alma de un hombre esclavo…

También es caluroso este final de julio en Zaragoza. A la hora en la que el sol levanta el castigo a sus habitantes, han salido de palacio el rey Juan y su hijo Fernando para inspeccionar en compañía de Pierres de Peralta los terrenos donde habrá de levantarse un día el convento de Santa Engracia.

—Prometisteis renovar esta iglesia por vuestra curación —provoca Fernando a su padre—, y aún no habéis pasado de los planos…

—Son tiempos de penuria, hijo mío. A este paso, habréis de ser vos quien la construya. Pero no menospreciéis la obra. Es mucho más que una simple iglesia. Mirad, mirad los planos.

Así lo hace Fernando y descubre que se trata de un espléndido monasterio de enormes dimensiones.

—Estaría encantado de poder ayudaros. Temo que de momento tanto a vos como a mí nos viene grande el proyecto…

—Ya habrá ocasión. Vos siempre apuntáis alto —ironiza el rey—. Según vuestra hermana Leonor, estáis ansioso por ceñiros la corona de Navarra… Me ha escrito quejándose, ¿no es verdad, Peralta?

Peralta asiente. Fernando ni confirma ni niega la información.

—Vos sabéis que mi título más preciado es el de príncipe de Gerona —ironiza Fernando.

—Por muchos años —apostilla socarrón el viejo monarca.

—Pero ya que Navarra linda con Castilla, con Aragón y con Francia, tengo interés en ocuparme de sus asuntos, lo admito…

—Hacedlo pues. —Sonríe cómplice el soberano—. Pero con mesura. Al menos mientras vos sigáis siendo príncipe… y yo rey.

—No os inquietéis, Castilla no desea tener disputas ni con vos, ni con mi hermana, y mucho menos con Francia.

—¿Aún teméis que el rey Luis ceda ante Portugal? —pregunta el monarca aragonés con evidente desdén—. Llevan meses negociando en vano. Si Alfonso no regresa es para evitar el bochorno de su derrota.

Fernando abandona la ironía para trasladar a su padre una idea que le ronda desde hace tiempo:

—La tibieza de Francia no será eterna. Sin embargo, quizá una oferta generosa podría garantizar que el rey Luis no interviniera a favor de Portugal.

—Sabéis de su voracidad —se extraña el rey—, ¿qué pensáis ofrecerle?

—El cese de vuestras incursiones en el Rosellón y la Cerdaña.

Juan de Aragón no da crédito a las palabras de Fernando. No obstante, este las ha pronunciado muy en serio, e insiste:

—Padre, debemos pactar con Francia.

Reacciona molesto el monarca:

—¿Me estáis pidiendo que renuncie a las aspiraciones de mi reino para pacificar el de vuestra esposa?

—Solo durante un tiempo —aclara Fernando—. El necesario para afianzar la paz. Sobra decir que nunca renunciaré a recuperar esos condados.

El estupor del rey Juan cede espacio a su enojo.

—¡No podéis pedirme que desista del empeño de toda una vida!

—Ya lo hicisteis cuando buscabais el apoyo francés en la guerra catalana. ¿Qué diferencia hay?

—¡Que entonces cedí por el bien de Aragón! ¡Nunca perjudicaré a mi reino para que se beneficie Castilla! —estalla la cólera del rey—. ¡Castilla, siempre Castilla en vuestra boca!

Impasible ante la ira del monarca, Fernando no renuncia.

—Insisto, padre. Tan solo por un tiempo.

Contiene su enfado el rey y espeta muy serio a su hijo:

—¿El poco que me queda antes de morir? Hijo, no pienso traicionarme a estas alturas.

Fernando calla. Deja que el rey siga su camino. Peralta, testigo mudo de la discusión, parece inquieto por lo que ha escuchado de ambos.

Gonzalo Fernández de Córdoba ha cumplido lo mejor que ha podido la misión que Isabel le encomendó en Segovia. En calles, tabernas y mancebías, ha frecuentado a gentes de dudosa calaña, recabando chismes, rumores y alguna que otra certeza. Es Sevilla una ciudad donde lo aparente oculta lo real. Pero todos los signos, los visibles y los menos visibles, apuntan al mismo monstruo bicéfalo, el que se alimenta de la rivalidad entre el marqués de Cádiz y el duque de Medina Sidonia.

Es a este a quien Gonzalo visita en el alcázar, horas antes del banquete en honor a la recién llegada Isabel. Recibe el duque a Gonzalo mientras se prueba el traje nuevo que ha de lucir en la gala. No deja de mirarse al espejo. Presta atención al militar por haber combatido juntos, más que por cortesía.

—¿Resolvisteis por fin las diferencias con vuestro tío, el conde de Cabra?

—Con el debido respeto, mi señor, no he venido para hablar de mi familia…, ni tampoco para admirar vuestro traje…

El duque sonríe, ufano.

—Dudo que sepáis apreciarlo.

Ajeno a la conversación entre ambos, un contador anota cifras en un documento. Escribe sentado a una mesa donde reposa una considerable cantidad de monedas que va amontonando ante sí según el valor de cada una.

—He sabido que reclutáis hombres para proteger vuestras fortalezas.

—Sí, he doblado las guarniciones. —Mira el duque a Gonzalo a través del espejo, con una mueca irónica en su rostro—. ¿Buscáis empleo? Vuestras cualidades guerreras exceden mis necesidades…

El duque deja por fin de mirarse y examina los legajos ya escritos por el contador.

—¿A qué se debe tanta prevención? —pregunta Gonzalo—. ¿Teméis una ofensiva del marqués de Cádiz?

—Ojalá… ¡Me protejo de la reina! Lleva tiempo reclamando mis fortalezas y es lo primero que ha hecho al llegar a Sevilla.

—Me sorprende vuestra cautela. ¿Acaso no hemos luchado juntos en su bando?

—De mi lealtad hacia ella esperaba beneficios, no castigos.

Gonzalo se atreve a preguntar:

—¿Y si insiste? ¿Os alzaréis en armas?

El duque mira al militar y ríe, arrogante.

—Las hembras son animales tozudos pero de voluntad débil. Como bien sabréis, no ven los cuernos con que las coronamos mientras vayan envueltos en regalos.

Disimula Gonzalo el rechazo que le producen las palabras de su anfitrión.

—Por cierto —recuerda el duque al contador—, no olvidéis apuntar lo pagado por el africano, que buenos dineros nos costó.

Acto seguido, retoma la conversación:

—Convencerla me costará, pero tan solo dinero.

Vuelve el duque a mirarse al espejo y pregunta:

—¿Digno de pasmar a una reina?

Asiente Gonzalo en silencio. Del duque mucho más no obtendrá pues, aunque su engreimiento puede llevarlo a hablar en demasía, intuye que importa más lo que calla que lo que dice. Esta impresión es la que traslada a la reina al reencontrarse con ella para ponerla al tanto de sus pesquisas:

—Poca cosa he podido averiguar por las buenas. Todos en esta ciudad están al servicio de los grandes y tiemblan cuando se les pide que suelten prenda.

—Pero traéis noticias…

—Temo que no vayan a complaceros —adelanta Gonzalo—. La situación en Sevilla es peor de lo que pensaba. Aquí el crimen campa a sus anchas.

—¿No hay alguaciles que velen por la seguridad?

—Son escasos, no dan abasto. Los asesinos escapan de la ciudad antes de que nadie pueda juzgarlos.

—¿Y quién protege a los sevillanos?

—El marqués y el duque dicen encargarse de ello, pero lo único que protegen es su patrimonio.

A medida que asimila Isabel la situación, la expresión de su rostro se hace más severa.

—Mi intención era ser generosa, os lo prometo, pero me obligan a impartir castigos…

—Aguardad a estar segura de poder doblegarlos —advierte Gonzalo.

—¿Por qué tanta cautela?

—He sabido que no todo su arsenal se guarda en las fortalezas conocidas. Gran parte está en lugares secretos, ocultos a su rival.

—A su rival y a la Corona —señala enojada Isabel—. ¡Es de una deslealtad intolerable! ¿Dónde están esos arsenales?

—Aún no lo sé, pocos conocen su paradero.

Una sombra de frustración se aloja en el ánimo de la reina.

—Si tuviera más hombres bajo mi mando, o mayor riqueza para instaurar una hermandad… Pero, aparte de autoridad, de poco más dispongo.

Isabel cavila un instante y se dirige a Gonzalo con cierta malicia. Algo se le ha ocurrido que le dibuja una sonrisa en los labios.

—Buscad un traje de gala. Quiero que estéis presente en la fiesta.

—Mi señora, soy un soldado —se defiende Gonzalo, desconcertado—, de cortesano poco puedo serviros…

—Venid os digo, la fiesta disimulará mi primera ofensiva.

Todos los notables de Sevilla acuden al banquete en honor de Isabel. Acicalado como un comerciante veneciano y altivo como un grande de Castilla, el duque de Medina Sidonia se pavonea de corrillo en corrillo, encantado de ser el anfitrión de tan destacado evento.

Hace su entrada Isabel y el duque se apresura a ir a su encuentro. Toma su mano para presentarla a la concurrencia. La reina, muy digna y sonriente, disimula su incomodidad por sentirse en ese instante el objeto más valioso de la colección del duque. Es momento para la cortesía y la complacencia ante tantas alabanzas como recibe. Ya habrá tiempo de poner a cada uno donde corresponde.

Apenas ha hecho su entrada Isabel, llega al alcázar el marqués de Cádiz, seguido de su emperifollada esposa y de tres niñas. Al ver entrar a su rival, el duque comenta en voz alta, para que todos los presentes puedan escucharlo:

—Parece que el marqués se ha enterado al fin de que la reina está en la ciudad. Qué decepción va a llevarse cuando vea que es Isabel y no la Beltraneja…

El marqués oye igualmente la pulla pero se guarda de contestar. Se acerca hasta la reina y efectúa la más respetuosa reverencia.

—Alteza. Es un gran honor conoceros al fin. Os presento a mi familia. Mi esposa, doña Beatriz Pacheco, y mis tres hijas: Francisca, Leonor y María.

Es el marqués hombre apuesto, de pelo rojizo y ensortijado. Notoria es también su fama de seductor. Isabel contempla a las niñas y se dirige a la esposa del marqués con exquisita delicadeza:

—Vuestras hijas son hermosas, dignas de su madre.

Beatriz Pacheco enrojece de rabia.

—Desconocéis, supongo, que aunque hijas de mi marido no lo son mías.

No acusa Isabel la presunta revelación. Lo hace el marqués de Cádiz, quien se teme lo peor y prefiere anticiparse:

—Alteza, aunque espurias, me siento orgulloso de ellas —asegura con marcado respeto—. Y dudo que os causen reparo pues ¿no legitimasteis vos a los hijos del cardenal Mendoza?

Se muerde la lengua el purpurado al escuchar el comentario. Isabel replica, impertérrita, con la misma sonrisa de cortesía con la que se ha dirigido a todos los invitados:

—Para que yo pase por alto mis escrúpulos, vos tendríais que haberme servido tanto como él.

Comprende el marqués su error al haber dado lugar al reproche de la reina. Al divisar cerca de ellos a Diego Susón, un próspero negociante local entrado en años, encuentra en él su tabla de salvación.

—Dejad que os presente a un buen amigo, alteza. Don Diego Susón, comerciante hábil como pocos en Sevilla.

—Mi señora, nadie más feliz que yo de vuestra visita —declara Susón.

Sonríe más abiertamente Isabel. De ser observada por quienes la conocen podrían anticipar el comentario malicioso:

—Temo que en Sevilla sea fácil atribuirse ese título, don Diego…

Al rato, con Isabel en el sitio de honor y el duque a su vera, los invitados disfrutan de un copioso banquete en un ambiente jovial. Se fija el noble en el séquito de la reina:

—No veo en vuestra servidumbre al esclavo que os regalé.

—Ese hombre ya es libre —responde Isabel.

La noticia sorprende al duque.

—Pero agradezco el obsequio —continúa la reina—, pues liberándolo, según mi confesor, he asegurado el perdón de mi alma.

Evidencia el duque con un gesto cuánto respeta la decisión de la reina, mientras maldice para sí el despilfarro. Isabel, dirigiéndose tanto al marqués como al duque, apostilla con intención:

—De igual modo, si liberáis vuestras fortalezas, obtendréis la indulgencia real.

Los dos nobles reaccionan con igual incomodidad.

—Con el debido respeto —contesta el marqués—, sin mis fortalezas estaría expuesto a la beligerancia del duque.

—Si tal enemistad es la excusa de ambos, os pido que la zanjéis aquí mismo. Prometo recompensaros y ser igualmente generosa con los dos.

Se molesta el anfitrión y lo hace patente:

—Convendréis, mi señora, que no es justo que un leal reciba el mismo trato que quien luchó contra vos.

—Mi lealtad a la reina, aunque más reciente, es tan firme como la vuestra —protesta el marqués sin empacho.

—¡Silencio! —exige Isabel—. Celebro tener testigos de que no me habéis dejado otro camino.

La reina se pone en pie, en actitud solemne.

—Señor duque, en nombre de la Corona, tomo este alcázar a mi servicio.

El aludido palidece. No puede evitar una sonrisa el marqués hasta que Isabel se refiere a él:

—De igual modo, desde este momento pertenece a la Corona vuestra fortaleza más querida, aquella que poseéis en Jerez.

Cunde el estupor entre los afectados, no así entre el séquito de la reina, que disfruta viéndola imponer de nuevo su autoridad.

—Sabed que no recibiréis por ellas compensación alguna —aclara Isabel a los nobles— si no me entregáis el resto de vuestros fortines.

Solo Beatriz Pacheco se atreve a romper el silencio que se ha instalado en el banquete:

—¡Sois insaciable! ¿Hasta cuándo habrá de padecer vuestra codicia mi familia?

Horrorizado por la soflama de su mujer, el marqués interrumpe:

—Excusad a mi esposa, el vino la deslengua. Y excusadme a mí también. Lo cierto es que… he perdido mi apetito.

Se levanta de la mesa el de Cádiz y se va a paso ligero del salón, seguido por su esposa e hijas. Todos los invitados contemplan la escena asombrados. Antes de que el marqués abandone el alcázar, el duque sale tras él y lo aborda en un corredor:

—¡Deteneos!

Al ver al duque, el marqués se detiene. Beatriz Pacheco desaparece con las niñas pasillo adelante mientras el marqués planta cara a su enemigo a solas.

—No estoy de ánimo para más agravios, os lo advierto.

—Ánimo, decís. ¡La reina me ha echado de mi propiedad! ¿Acaso no estamos juntos en este trance?

No tranquiliza al marqués la connivencia con el duque.

—No pensaba juntarme con vos hasta llegar al infierno.

—Yo tampoco. Pero prefiero vivir amenazado por vos que humillado ante ella.

—En eso estamos de acuerdo.

El marqués baja la guardia. En verdad la ofensiva de la reina los ha unido.

—No podemos tolerar que la reina haga de Sevilla su hacienda —manifiesta el duque.

—¿Y cómo pensáis detenerla?

—Con vuestra ayuda. Ambos tenemos algo que ella no tiene: la ciudad en nuestras manos.

Ajenos a la conchabanza de los nobles, Diego Susón departe amistosamente con la reina al término de los fastos:

—Alteza, antes de despedirme, dejad que compita con los demás regalos y aceptad mi más preciada joya: mi hija Susana, que ansía convertirse en vuestra dama.

Acompaña el comerciante la propuesta con su mejor sonrisa. La joven aludida inclina respetuosamente la cabeza. Isabel la observa y responde a Susón:

—Nadie se desprende de lo que más ama, siquiera por un tiempo, sin buscar algo a cambio.

Isabel autoriza tácitamente a Susón a exponer lo que le preocupa:

—Consideradlo un presente en agradecimiento por vuestra forma de manejar al marqués y al duque. Y por las esperanzas que tal contundencia me da.

Calla Isabel, cauta, a la espera de que el veterano comerciante termine su argumentación.

—Los conversos sabemos que solo un poder fuerte garantizará nuestra seguridad.

—¿Acaso os sentís en peligro?

—Como siempre cuando el hambre aprieta —afirma don Diego—. Se culpa al indefenso del abuso de quien puede defenderse. Ya ni siquiera creen sinceras nuestras conversiones.

—Yo siempre confiaré en un alma arrepentida que conoce a Cristo y se entrega a él —garantiza la reina—. ¿Habéis educado a vuestra hija en la fe católica?

Diego Susón hace un gesto a Susana para que responda por sí misma.

—Así es, mi señora. Soy cristiana devota y leal a vos.

Isabel acepta complacida a la joven, para satisfacción de su padre:

—Sed pues bienvenida a la corte.

Desde el rincón opuesto del salón, una joven hermosa y distinguida no pierde detalle de los movimientos de Isabel. En realidad, ha estado toda la velada admirando a la reina en la distancia.

—Miradla, padre. Parece elevarse sobre el resto.

Así habla Isabel de Solís a su progenitor, Sancho Jiménez de Solís. Y la joven, por fin, decide ir al encuentro de la soberana, sin que el noble reaccione a tiempo para detenerla.

—¿Dónde vais? ¡No importunéis a su alteza!

Pero al momento ya está ante ella, haciendo una larga reverencia.

—Mi señora.

La irrupción de Isabel de Solís obliga a la reina a desviar su atención de los Susón para atenderla.

—Mi padre y yo hemos viajado desde Martos para declararos nuestro afecto más sincero —explica la atrevida joven.

—Sabiendo de la peligrosidad de los caminos, agradezco vuestro gesto —contesta sinceramente la reina.

Algo abochornado, Sancho Jiménez de Solís se une al grupo.

—Disculpad a mi hija, alteza, su osadía es fruto de la admiración que siente por vos. Con deciros que ha pospuesto su enlace para venir a conoceros…

—Habré causado un gran enojo a su prometido —lamenta la reina.

Isabel de Solís apresura su réplica:

—Nada que no podáis compensar bendiciendo nuestro matrimonio.

A Isabel le agrada el desparpajo de la joven para conseguir lo que desea.

—Por supuesto. Os bendigo y os deseo felicidad.

Isabel de Solís recibe emocionada las palabras de la reina, pues para ella no habría mejor bendición. Piensa Isabel mientras se retira a sus aposentos lo sencillo que sería gobernar Castilla si todos sus vasallos tuvieran la misma disposición. No es así, evidentemente. Le han bastado unas horas en Sevilla para confirmarlo.

De vuelta en su alcoba, antes de dormir, Isabel escribe a Fernando a la luz de las velas:

—«Cuán diferente es todo en Sevilla. A la sombra de edificios espléndidos como nunca antes vi abundan los malhechores que burlan nuestras leyes. Pero es en los palacios donde habitan los de peor calaña, aquellos a cuyo amparo los otros roban y matan. Nobles poderosos a costa de envilecer a nuestros súbditos. De tal felonía habrán de responder. Pero muchos trabajos nos aguardan antes de domeñar a estos que hoy nos desafían. A mi lado quisiera teneros pues me falta vuestra sabiduría tanto como echo de menos vuestros abrazos. Yo, la reina».

—¿Creéis que la reina me guardará en su recuerdo?

Tal es la preocupación de Isabel de Solís mientras viaja de vuelta a Martos junto a su padre. Cabalgan los dos al paso. Como en cada jornada del largo trayecto, han salido temprano para aprovechar las horas de menos calor.

—No sé de joven que combine como vos el descaro y el encanto —contesta Sancho Jiménez de Solís—. Nadie que os conoce os olvida, hija mía.

—No se lo digáis a mi futuro esposo o me guardará de la vista de otros… —responde la joven, sonriendo con picardía.

La senda se estrecha al entrar en una arboleda. Pasa delante el padre, abriendo camino. Isabel continúa tras él, rememorando el boato de la recepción en el alcázar. Se hace más espesa la arboleda y con ello se refresca el ambiente. Es agradable para don Sancho, tras varias horas de viaje, pero un estremecimiento recorre el espinazo de la joven.

—¿No sentís frío?

De repente cesa el alboroto de pájaros, grillos y cigarras. Siente Isabel como si la temperatura hubiera descendido aún más, esta vez de golpe. Coincide su impresión con la aparición de varios soldados musulmanes a ambos lados de la senda. Han surgido en silencio, como espíritus que brotaran de la propia corteza de los árboles, donde hubieran permanecido ocultos. Sancho Jiménez de Solís detiene la marcha y murmura angustiado a su hija:

—Huid. Huid antes de que nos rodeen.

—¿Y dejaros solo? Nunca.

Como teme el noble, los musulmanes no tardan en cercarlos. Ya no hay escapatoria posible.

—Dios nos proteja —susurra don Sancho.

El soldado que parece estar al mando del destacamento desenvaina su arma mientras se aproxima a los Solís. Observa sus ropas y atavíos. Isabel de Solís se quita el collar que porta y se lo ofrece.

—Tomadlo, vale lo que diez caballos.

El soldado coge el collar y lo sopesa. Se lo devuelve gentil a Isabel. Al recibirlo la joven en su mano, el soldado la atrapa por la muñeca y tira de ella, descabalgándola y tomándola en sus brazos. El grito atroz de la hija provoca la ira del padre.

—¡¿Qué hacéis?! ¡Malnacido!

Antes de que el noble pueda acudir en su rescate, otro soldado sujeta su caballo mientras los demás le obligan a desmontar a empujones. Al caer don Sancho al suelo no le dan tiempo a incorporarse. Le golpean la cabeza hasta dejarlo inconsciente en medio de la senda. Solloza desesperada Isabel de Solís viendo cómo maltratan a su padre, mientras el cabecilla del grupo ata las muñecas de la joven con ligaduras de cuero. No tarda el destacamento musulmán en perderse en la arboleda, llevándose caballos y enseres, y a Isabel de Solís atravesada sobre la montura del guerrero.

Largo ha sido el recorrido de la carta de Isabel desde Sevilla hasta las manos de su esposo en Zaragoza. Su contenido ha dejado preocupado a Fernando. Teme que el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz consigan que el Guadalquivir arrastre las intenciones de Isabel aguas abajo y el caos persista en la ciudad. No pueden permitirlo. Fernando ha decidido regresar junto a su esposa inmediatamente. Despacha los últimos asuntos con Pierres de Peralta.

—Alteza, antes de que partáis… sabed que no tardaría en llegar a Francia para entregar al rey Luis vuestra oferta de paz. Humildemente me ofrezco a salvar ese escollo.

A Fernando le sorprende la iniciativa del navarro:

—¿En contra de la voluntad del rey?

—No entendáis mi ofrecimiento como una traición. Pero vuestro padre gobierna con el corazón, y a la paz solo se llega reinando con la sesera.

Fernando reconoce el gesto con un deje amargo en los labios.

—Hago mías vuestras palabras. Pero no puedo negociar en nombre de Aragón a sus espaldas. Obtendría la paz para mis reinos pero perdería la mía propia.

Reconforta a Peralta la sólida lealtad del príncipe, incluso en su perjuicio.

—Ojalá él hiciera suyas vuestras maneras.

Niega cordialmente Fernando, sonriendo a su consejero:

—El privilegio de un rey es poder errar sin ser corregido. Obediencia, Peralta.

En la alcoba real del alcázar sevillano, Beatriz de Osorio y Susana guardan en un arcón algunos de los regalos que la reina recibió del duque. Son los que Isabel ha decidido trasladar a Segovia, para que engrosen el tesoro real. A Susana le brillan los ojos ante tanta joya.

—La reina ni siquiera mira las maravillas que le han regalado… ¿No las aprecia?

—Cuando paséis más tiempo en la corte descubriréis que prefiere otros divertimentos —advierte Beatriz de Osorio mientras cierra el arcón—. La lectura, los paseos por el jardín…

Susana aún guarda una sortija en sus manos y juguetea con ella, admirada.

—¿A vos eso os entretiene? De ser así habréis de venir de un convento…

—La corte se me antoja un sueño sabiendo la vida que me esperaba en Medina —rememora la Osorio—. Mi padre me había prometido con un caballero del lugar.

A Susana le asombra que la joven dama esté allí y no al lado de su prometido.

—¿Ese caballero vuestro era pobre? ¿Contrahecho? ¿Tenía verrugas de la cabeza a los pies?

Niega tales horrores Beatriz, pero aclara:

—Incluso la reina, tan presa de sus deberes, exigió casar con aquel que aprobase su corazón. Así haré yo, me entregaré de por vida a quien posea las virtudes que anhelo.

Susana empieza a comprender.

—¿Por eso estáis aquí? ¿Para conocer al hombre de vuestros sueños?

Beatriz de Osorio no responde. Solo tiende la mano hacia Susana. La joven le da la sortija, pensativa.

—Puede que tengáis razón, no es mal lugar para que una dama conozca a su caballero…

—Si Dios quiere —suspira Beatriz de Osorio, guardando la sortija en el arcón—. Solo si Dios quiere.

El duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz ya han dado su respuesta a Isabel. Lo han hecho por escrito, en un documento que la reina lee con ceño fruncido en presencia de Gonzalo Fernández de Córdoba:

—«Sabed que vuestro agravio a mi grandeza y a la del marqués ha sido tal que ambos hemos convenido renunciar a los deberes que hasta hoy cumplíamos con la ciudad. No seremos por más tiempo garantes de la seguridad y el orden en Sevilla…».

A Gonzalo le solivianta la desfachatez de los nobles.

—¿Qué pretenden? ¿Enojaros más?

—No, no es mi ira la que desean alimentar… Si el caos en la villa se torna insoportable, sus habitantes me culparán de ello.

Gonzalo echa mano a la empuñadura de su espada.

—Dejad que les haga una visita. Ya no es momento para la prudencia.

Sonríe la reina ante el ímpetu del soldado y lo retiene.

—Querido Gonzalo, ¿no veis que poniendo la ciudad en mis manos también me han dado la solución?

Desconciertan estas palabras al fiel Gonzalo, mucho más que la flema con la que Isabel asimila el desafío de los nobles. Algo trama.

Pronto conocen todos, Sevilla entera, cuál es la jugada de la reina. Sucede en el salón principal del que ahora es su alcázar. Catalina acaba de cubrir el asiento del trono con un pañuelo dorado. Se ha elevado el sitial y la disposición de la sala recuerda a la de un tribunal. No faltan los letrados a un lado del trono. Ni el público que asiste a la audiencia. Vecinos de toda condición a los que Isabel se dirige solemnemente:

—Sevillanos. Es por mí conocido que en esta villa se acumulan los agravios no castigados y el hambre que nace del desorden. Durante años, insensibles a vuestro sufrimiento, los caballeros que debían guardaros como hijos os han descuidado para atender sus riñas y aumentar sus patrimonios. Mas no hay padre que abandone sin madre que acoja.

Celebran la mayoría de los presentes que la reina se comprometa de tal modo con la ciudad. El discurso de Isabel se alza sobre los murmullos:

—Cada viernes daré voz a quien tenga queja. Aquí, en vuestra presencia, impartiré justicia. Porque Sevilla es Castilla, y Castilla es justicia. Que el agraviado espere mi comprensión, no así el criminal mi benevolencia.

No falta en el público quien mire a la reina con inquietud. Desde la Corona sopla un viento que pretende barrer la impunidad con la que se cometen tantos desafueros. Y cuando la fechoría se ha convertido en el medio de vida, alarma en extremo la sombra de la justicia real.

Surge de entre el público la figura de un dominico enjuto, de semblante severo e intimidatorio. Un paso detrás de él aparece una pastora de piel curtida por los años a merced de la brisa y el sol.

—Alteza, mi nombre es fray Alonso de Hojeda —se presenta el clérigo haciendo ostentación de una voz acostumbrada a predicar—. Soy prior de los dominicos de Sevilla, mas no vengo ante vos como siervo de Dios sino de esta pobre mujer, víctima de un robo, a la que su rudeza impide expresar su queja.

—Hablad por ella, entonces —concede Isabel.

—Esta humilde pastora encargó unas alforjas a un menestral. Este, avaricioso, las cobró antes de hechas. Y como cabría esperar, hasta hoy no hay rastro de las alforjas ni del dinero entregado.

—¿Quién es el menestral al que acusáis?

Adopta el fraile una mueca de arrogante desprecio para contestar a la reina:

—Un judío, alteza, ¿quién si no?

A Isabel le impacta la rotundidad del religioso. No lejos de la reina, fray Hernando de Talavera presta atención al discurso del dominico. Le inquieta el tono que emplea y teme revivir la experiencia de Burgos. En ese momento se adelanta Moisés Seneor, que ha asistido a la acusación mezclado entre el público.

—El nombre del judío —subraya Moisés el calificativo empleado por el fraile— es Adán, alteza. Y yo me presto a hablar por él, pues le conozco bien.

—Moisés… esperaba encontraros en Sevilla, pero me sorprende veros defendiendo a un ladrón.

—El taller de Adán fue atacado semanas atrás —explica el sobrino de Abraham Seneor—, sin más razón que el odio contra su fe. Hubo de levantar de nuevo puertas y ventanas para proteger sus bienes…

—¡Con el dinero de esta pobre cristiana! —interrumpe Hojeda.

Moisés no se amilana. Sigue hablando en dirección a la reina:

—La comunidad judía saldará la deuda sin tardanza.

Al escuchar la propuesta, Hojeda sonríe, sibilino, mientras le pregunta:

—¿Admitís pues que ese hombre eludirá la justicia real?

—No lo hará —se anticipa la reina, tajante. A continuación se dirige a Moisés—: Que saldéis su deuda os honra. Mas nadie, sea cual sea su fe, escapará a mi sentencia. A ello me comprometí en Burgos y lo he de cumplir.

Ve Hojeda el resquicio para sacar a colación sus propias reivindicaciones:

—¿Y cuándo van a ser juzgadas también las herejías, fuente de todo crimen? ¿Qué sentido tiene que quien ofende a Dios no sea condenado por ello, y sí por robar alforjas?

Buena parte de los vecinos presentes apoya al dominico. Talavera ve confirmados sus temores; asiste a un conflicto parecido al de Burgos. Quizá más virulento, pues además capitanea la protesta un religioso que se crece con el aliento de los sevillanos.

—No prestéis oídos a este exaltado —clama Moisés ante Isabel—. Sabed que desde su púlpito os critica por tener a conversos como consejeros.

—¿Es eso cierto? —inquiere Isabel—. ¿Qué daño hace aquel que ha aceptado a Cristo?

—Alteza, los conversos solo tienen de cristianos el disfraz —asegura condescendiente Hojeda—. Su misión es infectar nuestra religión desde dentro hasta acabar con ella.

Se gira el predicador hacia el público para que luzca mejor su lamento:

—¡Que Dios se apiade de una Castilla benevolente con los herejes!

A pesar de la buena acogida del discurso de fray Hojeda entre los asistentes, Isabel no se altera. Al contrario, llama al orden al enardecido cura sin alzar la voz:

—Refrenaos, padre prior. No estoy aquí para ser juzgada sino para impartir justicia. Ordeno por tanto que ese tal Adán sea traído ante mí.

La decisión de Isabel decepciona por igual a Moisés y a Hojeda.

Nada más concluir esta primera audiencia, Talavera alcanza al dominico cuando este se dispone a abandonar el alcázar.

—¿Cómo podéis vestir hábitos y estar tan lleno de odio?

Se gira fray Alonso de Hojeda y se le queda mirando antes de contestar, fingiendo extrañeza:

—Un hombre de Dios no debería reprenderme por defender con celo la fe.

—Hemos de proteger nuestro credo, sí, pero también propiciar la fraternidad: «Amaos los unos a los otros» —conmina fray Hernando al prior dominico—. Escuchándoos no es de extrañar que la violencia se haya apoderado de esta ciudad.

—Predico la verdad, nada más.

—Habláis desde el prejuicio. Es difamación decir que los conversos judaízan.

El dominico achaca tal afirmación a la ingenuidad del jerónimo y amaga una risa mordaz.

—Pedidles que consuman carne con leche; se negarán. Ved cómo celebran la iniciación de sus jóvenes. ¡Hay quienes incluso circuncidan! ¡Y nada se hace contra ellos! ¿Cómo pedir a nuestros fieles que cumplan como cristianos mientras se tolera a quienes violan nuestras creencias?

Talavera se resiste a creerlo, pero carece de argumentos para replicar.

—¡La rabia de los cristianos viejos es justa e irá a más! —profetiza Hojeda—. ¡No habrá paz sin condenar al hereje!

Esa misma tarde, Diego Susón acude al alcázar sevillano, movido por lo sucedido en el tribunal. Trae intención de transmitir sus inquietudes a la reina. Isabel recibe al comerciante converso a solas en su despacho.

—No puedo proteger a los judíos si rechazan mi justicia —afirma la reina.

Se tensan las facciones de Isabel. No es Diego Susón el único preocupado.

—Decidme, ¿no es cierto que a un judío le condenan más los prejuicios que las leyes?

—La desconfianza no es razón suficiente —sostiene Isabel—. Solo yo soy fuente de justicia. ¿Qué ocurriría si todos mis súbditos ignorasen las leyes del reino?

—Los conversos acudimos a los tribunales cristianos y sin embargo ese dominico nos calumnia. ¿Lo someteréis también a vuestras leyes?

—El mayor castigo que puede sufrir es ser ignorado. Cosa que haré con gusto si se acatan mis mandatos.

Diego Susón comprende que la reina precisa imponer su autoridad por encima de todo. Se compromete en firme con ella:

—Alteza, tened por seguro que ese joven, Adán, será traído ante vos.

Dispuesto a cumplir la palabra dada a la reina, Diego Susón se apresta a ir en busca de Moisés Seneor para informarse del paradero del menestral prófugo.

—No he podido dar con él —asegura Moisés—. Nadie sabe dónde está. Ha desaparecido.

—¿Cómo es posible? ¡Me comprometí a llevarlo ante la reina!

Aparta la mirada Moisés y guarda silencio. Despierta la suspicacia del viejo comerciante.

—¿Lo tenéis escondido?

Moisés da la callada por respuesta. El descaro del judío asombra a Susón.

—¿Con qué derecho nos exponéis a las iras de la reina? Si no nos sometemos, ¿cómo nos defenderá de la ira de las gentes?

—No voy a consentir que Adán sea sentenciado dos veces. La aljama ya le ha juzgado, y duramente.

La noticia impacta a Diego Susón. Ambos saben qué implica y guardan silencio, cariacontecidos. Suspira profundamente el converso antes de exponer el dilema al que se enfrentan:

—Eso no apaciguará a su alteza, al contrario… Pero si piensa que ha huido será peor. Decidme dónde se encuentra o no pararé hasta encontrarlo.

—No voy a complacer a la reina —sostiene Seneor, inflexible—. Hace buenos a quienes la precedieron; cree tener una misión que cumplir y nosotros, Susón, somos su ofrenda a Dios.

A Diego Susón le inquieta la cerrazón del judío.

—¿Pensáis resistir?

Sonríe Moisés Seneor con amargura. Posando una mano cordial en el hombro del converso, le confiesa:

—Susón, vos seguís a Jesucristo y aceptáis poner la otra mejilla. Yo aún creo en el ojo por ojo.

Tras varias jornadas de viaje, Isabel de Solís ha sido conducida a un calabozo oscuro y húmedo en una fortaleza musulmana. Durante el trayecto se han ido sumando al cortejo que la trasladaba otros destacamentos. Estos también custodian los rehenes y enseres de los que se han apoderado en villas y fincas de la frontera con el reino nazarí de Granada.

En el calabozo, los cautivos callan, sentados en el suelo o apoyados contra los muros. Aguardan que sus captores decidan su suerte. Se fija Isabel en una mujer de mediana edad que susurra una oración tras otra con los ojos cerrados. La joven se acerca a ella.

—¿Qué van a hacer con nosotros?

La cautiva abre los ojos y mira a Isabel de Solís. Ella repara en sus ropas.

—Con suerte, por vos pedirán un rescate que arruinará a vuestra familia.

—¿Y sin suerte?

Duda la cautiva antes de contestar. Finalmente, no lo hace y vuelve a sus rezos. No apacigua el ánimo de Isabel su silencio. Observa la de Solís que los atuendos de varios de ellos, aunque ajados por las vicisitudes que han compartido, evidencian su buena posición social. Pero ninguna de las vestimentas revela la riqueza y elegancia que tuvo la suya. Esto acrecienta el temor de la joven; sin duda la convierte en la presa más valiosa a ojos de sus carceleros.

Escuchan entonces los cautivos cómo el ventanuco de la puerta del calabozo se abre. La joven mira y ve la silueta de una cabeza masculina recortada tras la celosía. Presa de una tremenda inquietud, Isabel vuelve su rostro para no ser vista.

Instantes después, el carcelero abre la puerta del calabozo. Un esclavo entra con un cesto y reparte comida entre los cautivos. A cada uno le da un mendrugo de pan seco y oscuro. Cuando llega hasta Isabel de Solís saca para ella una lustrosa naranja. A su lado, la mujer que no cesaba de rezar contempla a Isabel con más compasión que envidia. La joven, atemorizada, se gira hacia la puerta; allí puede percibir ahora la figura completa del hombre que los vigila. Sin ver sus ojos, tiene la impresión de que la mira fijamente. Angustiada, le da la espalda y empieza a rezar con enorme fervor.

Isabel de Castilla no acostumbra a cesar en sus empeños ni a desdecirse. Es inflexible con quienes se rebelan contra su voluntad. Y la voluntad real en Sevilla consiste en imponer orden. Tal es el mandato y ha de lograrse por medios dolorosos. Pronto lo aprenden los sevillanos. Se dice que el gozo de la llegada de la reina en días anteriores ha mudado en terror y espanto por el rigor de su justicia. Hoy los letrados reales dan lectura pública en el alcázar a otro ramillete de condenas:

—Cabe sentencia de pena de muerte para Alfonso Pozuelos, Diego Rico, Íñigo Vinagre…

Crece el miedo y la indignación entre los presentes al escuchar los veredictos. A esa misma hora, en su despacho, Isabel confiesa a Gonzalo sus temores:

—Me siento sola. Nunca pensé que Sevilla fuese a encerrar tantos conflictos. Cualquier decisión que tomo se me antoja insuficiente o desmedida…

—No es responsabilidad vuestra que esta villa no se deje gobernar.

—Si no es mía, ¿de quién?

De repente llegan rumores de una algarada. Proceden del salón del trono, donde se están leyendo las sentencias. Isabel y Gonzalo se alarman. La reina corre hacia la puerta con intención de salir y confirmar sus sospechas, pero Gonzalo se adelanta para impedirle el paso y desenvaina su espada.

—No os separéis de mí.

Gonzalo abre la puerta y el escándalo se hace más audible. Impresiona el fragor de la protesta. El miedo no impide que ambos lleguen al salón principal, donde los refuerzos de la guardia real intentan contener el tumulto provocado por los vecinos. Pero al ver a la reina, algunos hombres y mujeres se postran de rodillas ante ella, suplicantes:

—¡Por piedad, alteza, perdonadme la vida!

—¡Tened compasión! ¡No ajusticiéis al hijo que me queda!

La guardia real se interpone entre los peticionarios y la soberana. Isabel, impresionada, se ve obligada a recular, aunque no aparta la mirada de la escena.

—Mirad lo que he conseguido —indica a Gonzalo con tristeza—. Me temen. ¿Qué estoy haciendo?

Por difícil que sea el reto que Sevilla plantea a Isabel, aún tiene un asunto pendiente en el que poco cuenta su autoridad. De nada le valen guardias y tribunales a su servicio. No así el temple para enfrentarse a sus miedos. Por ello permite dócilmente que Catalina y Beatriz de Osorio la vistan con un grueso camisón, tras haberla preparado para la intervención de Badoz.

—¡Aún estáis a tiempo de echaros atrás! —deja caer Catalina.

Rechaza la reina tal posibilidad. Ordena en cambio que hagan pasar al físico y se tumba en su lecho, resignada. Cuando Catalina regresa a la alcoba acompañada por Lorenzo Badoz, a este le sorprende verla ya echada.

—Os noto muy dispuesta, alteza —se congratula el galeno.

—Poco miedo queda tras vivir una guerra.

Pero incluso Badoz percibe que la reina atenaza nerviosa un rosario en su mano. Despliega el físico su instrumental sobre una mesa y su visión horroriza a Catalina.

—¿Sois físico o matarife?

—No os preocupéis —musita Badoz—, asustan más que daño causan.

Catalina se santigua, alarmada. El judío coge un bebedizo y lo agita. Catalina no pierde comba:

—¿Y ese brebaje? ¿Qué hierba es? —pregunta la dama—. ¿La que trae los demonios que ahuyentó el saúco?

Catalina ha colmado la paciencia del físico. Con todo respeto, se dirige a la reina:

—Así me va a costar conservar el pulso, alteza.

Isabel comprende la alusión.

—Catalina, esperad fuera.

Amaga una protesta Catalina, pero la mirada de Isabel es firme y obedece. Beatriz de Osorio, más serena a pesar de su juventud, se sienta al lado de Isabel en el lecho y le da la mano.

—Pensad tan solo en el hijo hermoso que concebiréis.

Isabel suspira, intranquila, pues el pensamiento no basta para sosegarla. Badoz le ofrece el bebedizo:

—Esto hará que la molestia sea mínima.

La reina olfatea el bebedizo antes de bebérselo. Lo prueba tomando un pequeño sorbo.

—Tenéis que acabarlo, alteza —indica Badoz haciendo gala de su paciencia.

Isabel se termina el bebedizo dando un trago largo. No tarda en notar un mareo profundo, siente que se nubla su pensamiento. Todavía consciente, se sobresalta:

—¡Estoy perdiendo la razón! ¿Qué me habéis hecho?

Isabel se aferra al rosario. Al verla en ese estado, Beatriz de Osorio dirige una mirada de alarma a Lorenzo Badoz. Este niega, despreocupado, mientras le hace una seña para que aguarde. A punto de desvanecerse, la reina farfulla, asustada:

—¡Los espíritus… me llevan!

Por fin el puño de Isabel se afloja y el rosario se desprende de su mano. La reina queda profundamente dormida.

Cuando despierta ha perdido la noción del tiempo. Ve a Badoz lavándose las manos en una jofaina. Quiere saber qué ha ocurrido pero apenas tiene fuerzas para hablar. Se nota agotada, aún bajo el efecto de la dormidera. El galeno comprueba que Isabel ha vuelto en sí y aguarda junto a ella el tiempo necesario para que recobre la compostura.

—¿Cómo habéis hecho para evitarme el daño? —balbucea la reina.

—Si os soy sincero, pocos físicos dispensan dormideras tan fuertes. Pero a mí me disgusta ver sufrir a quien trato…

A Isabel la experiencia le ha resultado muy desagradable. Lo oculta, sin embargo, por no mostrarse tan vulnerable como se siente.

—¿Necesitaré más cuidados para quedarme encinta?

—Si os referís a otra intervención como esta, perded cuidado —aclara el físico—. Tan solo os daré un consejo: disfrutad del acto, alteza.

La reina se ruboriza al instante, pero Badoz hace caso omiso.

—No es receta ligera ni indigna de vuestro título. Comprobado está que yacer sin querer da menos frutos.

Extraña a Isabel la exhortación del físico, teniendo las palabras de Talavera tan presentes aún en su ánimo.

—Mi confesor opina que el disfrute atrofia la semilla pues desvía el propósito del matrimonio.

Lorenzo Badoz sonríe.

—O bien lo sabe por propia experiencia —replica—, y entonces mal religioso sería, o habla sin saber, por lo que mejor será no seguir su consejo.

Prefiere no reaccionar Isabel ante el comentario malintencionado del galeno.

—Tomaré buena nota pues ha llegado aviso de mi esposo; mañana estará en Sevilla.

Badoz sonríe educadamente. El talante del físico despierta la curiosidad de la reina:

—Presumís mucho de vuestra maestría. ¿Dónde la aprendisteis?

—Me enseñó mi padre. Ya sabéis que a los judíos se nos prohíbe el acceso a los Estudios Generales… Aprendemos en casa y enseñamos a nuestros hijos.

Lorenzo Badoz termina de recoger sus útiles. Isabel se percata de un detalle que le había pasado inadvertido.

—Ahora reparo en que… vos no vestís la rodela que ha de lucir todo judío del reino.

Al galeno le incomoda que la reina se lo haga notar.

—Los físicos de la corte estamos dispensados, alteza.

En mitad de la noche, el ruido del cerrojo de la puerta del calabozo despierta con un sobresalto a Isabel de Solís. Tumbada en el suelo y encogida sobre sí misma, procura mantenerse inmóvil. Entreabre los ojos y descubre que está sola. Impulsada por la angustia, se incorpora: no hay rastro del resto de los cautivos. En ese momento la puerta se abre. Isabel recula con miedo hasta la pared. Queda sentada con la espalda pegada al muro, petrificada. A contraluz y bajo el marco se recorta la misma silueta masculina, poderosa, del hombre ataviado al modo musulmán que acecha a los cautivos. Pero ya no hay más cautivos que ella. La joven horrorizada es el único objeto posible de su atención.

El pánico paraliza a Isabel de Solís cuando el hombre entra en la celda y la silueta se transforma en un caballero ataviado al modo musulmán con vistosos adornos bordados con hilos de plata y oro. Ignora Isabel que se halla ante la presencia de Muley Hacén, emir de Granada. Su distinguido carcelero se aproxima a ella. Para su sorpresa, el emir hinca una rodilla en tierra y escruta así el rostro de su prisionera de hito en hito. Teme Isabel lo que pueda ocurrir después. Cierra sus ojos y encomienda su alma a Dios en un rezo apenas insinuado. Pero Muley Hacén ni siquiera roza sus cabellos. Parsimonioso, se limita a observarla, sin dejar en ningún momento de mirarla con intensidad. Escucha Isabel unos pasos que se alejan y cuando vuelve a abrir los ojos, el emir está saliendo con la misma calma con la que ha entrado. La puerta se cierra tras él. Una vez sola, Isabel rompe a llorar. Por fin cree haber comprendido cuál va a ser su destino.

—¿Cómo os encontráis? Catalina nos ha dicho que habéis pasado la noche en vela.

Beatriz de Osorio trae una bebida medicinal a la reina, nada más despertarse. Susana se acerca a su lecho, preocupada.

—¿Aún sentís malestar?

Isabel niega mientras da un sorbo a la tisana.

—Si me desvelé es porque mi ánimo anda revuelto…

—Descuidad —la tranquiliza Susana—. Mi padre dice que conseguiréis poner orden en Sevilla. Y muchos están de vuestra parte.

—En eso confío… Pero he de admitir que en realidad se debe a la llegada de mi esposo. —Isabel siente una punzada de vergüenza al confesar su estado—. Os burlaréis de mi desazón siendo ya casada…

—Mi señora, no os avergüence tener fortuna en el amor —suspira la Osorio.

Susana toma asiento en el lecho. Interroga a la reina con gran interés:

—Mas intriga saber qué virtudes tendrá el rey para que os haga suspirar de ese modo…

Isabel duda. No acostumbra a hablar de su amado. Apenas lo hizo con Beatriz en su día. Al fin se decide:

—Fernando es… Le quiero más de lo nunca imaginé.

—¿Pues es tierno con vos? —pregunta la Osorio.

—Colmaría a la mujer más consentida —admite Isabel.

—¿Y valiente? —inquiere Susana.

—Más que ninguno, pero sin la imprudencia de los necios.

Beatriz de Osorio asiente con admiración por la suerte de su reina. Isabel da por zanjada la charla:

—Hablar de mi esposo me ha dado brío. Vestidme, no pospondré por más tiempo mis quehaceres.

La descripción de Fernando ha deslumbrado a las jóvenes. La expectación por conocer al rey se multiplica a medida que pasan las horas, hasta que Susana avisa a Beatriz de Osorio:

—¡El rey está aquí!

Susana se pierde por el corredor en dirección a la sala, sin esperar a la Osorio. Cuando Beatriz llega a la estancia, encuentra a Isabel, Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva departiendo con alguien a quien no puede ver, pues ellos se lo ocultan. Beatriz se acerca hasta donde aguarda Susana. La hija de Susón parece dominada por la impaciencia. Entonces Isabel se gira sonriente hacia ellas y al fin Beatriz puede contemplar a Fernando. La joven queda embelesada. A una seña de Isabel las jóvenes acuden ante los reyes.

—Os presento a Susana Susón y Beatriz de Osorio, sobrina de Beatriz de Bobadilla, tan encantadora y servicial como prometió su tía.

Susana y Beatriz hacen una reverencia. Sonríe discretamente el rey a las damas.

—Bienvenidas a la corte.

—Sedlo vos, alteza —responden las jóvenes al unísono.

Fernando regala una mirada a Beatriz de Osorio antes de tomar la mano de su esposa y perderse en un aparte con ella. Gonzalo y Beltrán de la Cueva se quedan departiendo con las jóvenes.

—Me he hecho acompañar por Beltrán para escapar de la soledad del viaje —indica el rey.

—Lo celebro. Nada es más necesario que llenar este lugar con gente de confianza.

Fernando admira el alcázar.

—Magnífico palacio. No es de extrañar que os hayáis asentado en Sevilla.

—Lo que aquí me retiene poco tiene que ver con el disfrute —suspira Isabel—. El desorden es infinito, los nobles aún resisten y el pueblo me teme…

—Hacer lo correcto suele conllevar más enojos que aplausos —tranquiliza Fernando a su esposa—. Confiad en vuestros métodos, quizá sea paciencia lo único que os falte…

Algo alivian las palabras de Fernando y ella le sonríe, agradecida. Beltrán de la Cueva interrumpe la conversación:

—Altezas, un caballero insiste en veros.

Los reyes se giran hacia él y ven tras Beltrán a un abatido Sancho Jiménez de Solís.

—Me avergüenza presentarme de este modo —confiesa el noble—, pero sé que solo vuestra ayuda podrá salvar a mi hija.

Junto a Gonzalo y Beltrán, los reyes escuchan atónitos el relato del rapto de Isabel de Solís. La gravedad de sus semblantes refleja la impresión que les causa. Isabel, en particular, parece afectada.

—Tiemblo al pensar que esa joven haya pagado tan caro venir a verme.

Gonzalo Fernández de Córdoba conoce bien lo que sucede en la frontera con el reino de Granada.

—El emir no se conforma con las sisas. Llena sus arcas con el secuestro de cristianos. Las razias son cotidianas…

—Pero ¿no habéis tenido noticias de vuestra hija desde entonces? —pregunta Fernando al noble.

—Eso me angustia sobremanera, pues no es lo usual.

—Cierto —admite Beltrán—. Al rapto suele seguir la exigencia de un rescate.

Don Sancho lo sabe y le puede la angustia.

—¿Qué habrán hecho con mi pequeña?

Fernando cruza una mirada de preocupación con Beltrán. Ruegan para que sus temores sean infundados. Isabel interviene:

—Vuestra villa es castellana y tenéis derecho a habitarla en paz. Os hemos dejado desprotegidos. Es nuestro deber devolveros a vuestra hija.

Fernando respalda la iniciativa de Isabel:

—El reino de Granada es vasallo de Castilla y por ello ha de pagarnos tributos. Concederemos una prórroga a cambio de su liberación. Beltrán, partiréis de inmediato y ofreceréis al emir nuestro rescate.

Sancho Jiménez de Solís se emociona al agradecer la rápida respuesta de los reyes.

—Rezaré por vuestra hija hasta el día de su rescate —dice Isabel, tomándole la mano con afecto.

—Habréis cumplido su deseo entonces, pues quería más que nada permanecer en vuestra memoria.

No agrada al duque de Medina Sidonia que interrumpan su cena. Menos aún cuando la disfruta a solas con inusual deleite. Hay quien bebe para olvidar. El duque come y bebe para recordar que nadie en Sevilla tiene acceso a tan delicados manjares. Quizá la reina logre arrebatarle las fortalezas, menor será su pérdida mientras pueda paladear bocados tan apetitosos. No, no agrada al duque que el marqués de Cádiz se presente en plena degustación. Además, viene tan preocupado el yerno de Juan Pacheco que ni siquiera tendrá ocasión de alardear ante su rival de mesa tan bien dispuesta.

—¿Venís solo a estas horas? ¿Tan poco apego le tenéis a la vida?

—Somos los únicos hombres a salvo en toda Sevilla —asegura con amargura el marqués—. No vamos a atacarnos el uno al otro.

El duque sigue comiendo, desairando al recién llegado. Pero el marqués no piensa aplazar la entrevista:

—Vuestra gran idea de dejar en manos de Isabel la justicia de Sevilla está haciendo que tanto vuestros hombres como los míos huyan o acaben colgados.

—Esta es la villa más poblada del reino, qué más da que marchen unos miles —asegura ufano el duque, desdeñando las cavilaciones del marqués—. Tirad una moneda al suelo y docenas se matarán por ocupar sus puestos…

—Temen más a la reina que a vos y a mí juntos. ¿Quién va a arriesgarse a servirnos sabiendo del pulso que mantenemos con ella?

Sigue ignorando el duque las cuitas de su interlocutor. El marqués da un golpe en la mesa para atraer su atención. Tiembla la grasa de las carnes deshuesadas. No así el duque.

—¡Sin hombres para servirnos no tardaremos en arruinarnos! —insiste el de Cádiz—. ¿Qué va a ser de nuestros negocios?

El duque, con gesto grave, detiene por fin su colación.

—No cederé hasta que la reina desista en su empeño.

—¿Acaso os parece dispuesta?

Sonríe el duque antes de mostrar su juego a su menospreciado contrincante.

—Bien sabéis que no. Por eso probaré suerte con el rey, ahora que está aquí. Estoy seguro de que entre hombres sabremos entendernos.

—Se dice que son uña y carne —replica escéptico el marqués.

El de Medina Sidonia prosigue con su cena, indiferente.

—Ya veremos.

No tranquiliza al marqués la actitud del duque. Al contrario. Antes de marchar más preocupado de lo que entró, sentencia con cierta amargura:

—Si os equivocáis, temo que acabemos perdiéndolo todo… Incluso la cabeza.

Isabel ha preparado cuidadosamente el reencuentro con Fernando. Una brisa que parece remontar el Guadalquivir hace más agradable la noche. La reina lo interpreta como un buen presagio. Como si la Providencia facilitara el acercamiento entre los esposos, después de haberlo impedido en tantas ocasiones. Es su primera noche juntos desde la intervención de Badoz. Y la primera en la alcoba del palacio sevillano. Admite Isabel para sí el tono singular que estas circunstancias proporcionan a la velada. Por ello ha liberado sus cabellos, ofreciéndolos a los cuidados de sus damas. Por ello ha elegido su camisa más fina. Por ello ha buscado entre los presentes de su anfitrión aquel peculiar perfume que fray Hernando consideró impropio.

Aguarda Isabel con una sensación cercana a la de la recién casada que anhela y teme a un tiempo el abrazo del esposo. Pero es mayor el anhelo en la reina, pues de recién casada desconocía la exquisita calidez de sus caricias. La delicadeza con la que sabe agasajarla. Y sobre todo la pasión que dormía en su vientre, oculta incluso a sus propios sentidos.

—Estáis… tan hermosa. Hacéis que un rey se sienta vasallo.

La irrupción de Fernando en la alcoba pone fin a una espera que se ha hecho eterna.

—Os ordeno entonces que no os separéis de mí por largo tiempo.

—Obedeceré con gusto.

Fernando toma las manos de su esposa y las besa. Percibe el aroma del perfume.

—Ni los jardines más floridos huelen como vos.

Isabel sonríe.

—Dicen que cuanto más prendado está el hombre, más le deleita el olor de su amada…

Fernando contempla a su esposa, espléndida y seductora, y la toma en sus brazos.

—Entonces he de estar loco por vos.

Nada más llegar a la Alhambra de Granada, Beltrán de la Cueva es escoltado hasta el salón del trono, donde Muley Hacén lo recibe junto a su esposa Aixa. Tras el pertinente intercambio de saludos, Beltrán de la Cueva entrega al emir nazarí un escrito, mientras se dispone a detallar su contenido con voz serena:

—Los reyes de Castilla os exigen la liberación de su súbdita Isabel de Solís, a quien tenéis cautiva.

El emir escucha al castellano, inalterable, sin prestar la menor atención al documento.

—Para demostrar que esta exigencia es serena y respetuosa con la soberanía de Granada —continúa Beltrán—, mis señores os compensarán aplazando por tres meses vuestras retribuciones a Castilla.

Muley Hacén esboza un ademán que Beltrán interpreta como de satisfacción.

—Tres meses… Es generosa vuestra oferta.

La propia Aixa dirige complacida una sonrisa al enviado de los reyes.

—Pero decidme —apostilla el emir—, ¿por qué, si soy soberano, he de llenar de oro las arcas de otro reino?

—Porque debéis vasallaje a Castilla, bien lo sabéis —recuerda Beltrán de la Cueva.

—No concibo ser al tiempo vasallo y emir —afirma con orgullo el nazarí—. Decid a vuestros reyes que esa cautiva no saldrá de la Alhambra.

Incluso para Beltrán es patente la sorpresa que la decisión provoca en Aixa. El emir prosigue con una fingida sonrisa en su rostro:

—Pero acepto gustoso no pagar las rentas, y no por tres meses, sino para los restos. En Granada ya no se funde metal para pagar a vuestros señores, sino para forjar espadas.

Asimila Beltrán de la Cueva la bravata de Muley Hacén.

—Vuestro desafío no quedará impune, os lo advierto.

—Sea —replica arrogante el musulmán—. No ignoremos por más tiempo nuestro destino.

Hace una rápida reverencia Beltrán de la Cueva y abandona escoltado la estancia, consciente de las implicaciones de lo dicho. Sin que el emir lo perciba, Aixa observa inquieta a su esposo.

—Me alegro de veros. Aunque vos no parece que sintáis lo mismo.

Recibe el marqués de Cádiz a su cuñado Diego Pacheco junto a su esposa Beatriz. Los siervos del anfitrión ofrecen al recién llegado viandas y vino para refrescar la garganta después de un periplo que, a juzgar por la expresión que trae, no ha sido placentero.

—Siento no poder guardar para mí este ánimo sombrío —admite con amargura el de Villena—. Llevo semanas derribando torres de villas leales, obligando a que hombres de mi confianza se humillen rindiéndose ante mí.

Asiente el marqués de Cádiz con gravedad. Su esposa sin embargo da rienda suelta a su bilis:

—¡Maldita sea la reina! Mal habéis hecho en venir aquí. Sevilla la sufre ahora como a una peste.

—Así que pronto me acompañaréis en la desgracia —lamenta Diego.

Rodrigo Ponce de León acerca su asiento al de Pacheco. El marqués de Villena parece haber calado bien a Isabel. Ha evitado intimar con el verdugo cuando había acumulado más méritos que ningún otro para sucumbir ante él. Dado el temor que alberga hacia la reina, ve el cuñado la oportunidad de sonsacar a tan ilustre arrepentido con intención de aplicarse el cuento.

—Me sorprende en vos tanto derrotismo. ¿Por qué no os rebelasteis ante sus órdenes?

—Ya he aprendido que ni es posible, ni sensato.

—Yo me he negado a entregarle mis fortalezas y a todas menos una aún las puedo llamar mías…

A Diego Pacheco se le escapa una risa triste.

—Sabéis que no soy enemigo fácil ni hombre de poco orgullo. Creedme pues cuando os digo que con esta reina solo hay dos maneras: perder antes o perder después. Resistirse solo hace mayores su inquina y vuestras pérdidas. Miradme a mí.

Las palabras de Diego Pacheco confirman los temores del marqués. Echa un largo trago de vino, disimulando su preocupación ante los hermanos.

Durante algunas noches, de modo imprevisible y desordenado, se repitieron las silenciosas visitas del emir a su cautiva en el calabozo. Siempre lo mismo. La observación en silencio, desde la distancia al otro lado de la puerta o apenas a un palmo de su rostro. Cesaron de pronto. Temía Isabel que la extraña rutina a la que ya se estaba acostumbrando diera paso a algo peor. Cuando han venido a buscarla ha suplicado, temblorosa, sin hallar respuesta en quienes la han acompañado hasta una alcoba tan limpia y distinguida como la de su palacio en Martos. Allí, entre muros adornados con volutas de yeso y maderas labradas al gusto de los infieles, varias esclavas la han bañado, vestido y perfumado con un cuidado exquisito que nunca en su hogar ha recibido de nadie.

Viste ahora Isabel de Solís prendas musulmanas elaboradas con finos tejidos, que una esclava termina de ajustar a su cuerpo en presencia de la esposa del emir. A pesar de las atenciones de las que es objeto, o precisamente por ellas, la cautiva no cesa en sus ruegos:

—Os lo suplico, señora, dejadme volver con los míos. Mi padre os dará todo lo que tiene por que vuelva junto a él.

El miedo de Isabel de Solís causa en Aixa tan escasa impresión como la fortuna del noble.

—Os aconsejo que olvidéis todo lo que habéis dejado atrás. Vuestra vida empieza hoy.

—¡No! ¡Tengo familia! —clama la joven, angustiada—. ¡Un prometido que me espera!

Aixa sonríe. Con la mirada señala a la esclava.

—Ella también fue cristiana. También tenía familia y deseaba regresar… Y lo hizo. Los suyos la rechazaron como a una apestada. Al verla pensaron que eran más felices cuando veneraban su recuerdo que teniéndola de nuevo entre ellos.

Isabel de Solís, asustada y asombrada, mira a la esclava. Ella baja la vista.

—La dejaron volver aquí, pero antes le cortaron la lengua… para que no alabara a Alá.

Brotan lágrimas de los ojos de la esclava ante la mirada espantada de Isabel de Solís. Aixa, falsamente maternal, aconseja a la joven:

—Descansad o vuestra belleza se marchitará antes de que pueda disfrutarla el emir.

Las palabras de Aixa paralizan a Isabel de Solís.

—¿Acaso no sabíais lo que se espera de vos? —pregunta Aixa, sonriendo condescendiente.

—¡Nunca aceptaré ese destino! —se rebela la joven, enérgica—. ¡Más os valdría matarme ahora mismo porque, si no, me mataré yo misma!

Sostiene la esposa del emir la mirada airada de Isabel antes de hacer una seña a la esclava y dejar a la cautiva sola, a la espera del anunciado destino.

Horas después, al caer el sol, Isabel de Solís oye pasos acercándose a su nueva morada. Se tensa la cristiana al ver entrar de nuevo a la esclava. Algo en sus ojos la tranquiliza. Un destello de compasión al que Isabel de Solís se aferra de inmediato.

—¡Ayudadme a huir! ¡Nos iremos juntas! —apremia la joven cautiva—. Quiero que regreséis a Castilla conmigo, mi padre os acogerá. Mi familia será la vuestra, ¡os lo juro!

Los ojos brillantes de la esclava miran con pena a la hermosa cristiana. De entre sus ropajes extrae un objeto envuelto en un paño. La esclava se lo entrega tan apresuradamente como abandona la estancia y la cierra con llave. Al desenvolverlo, Isabel de Solís comprueba que se trata de una daga afilada y se estremece al comprender la intención de su benefactora. Ignora Isabel, sin embargo, que Aixa aguarda a la esclava en el corredor y esta, nada más salir de la alcoba, confirma con una seña a la esposa del emir que su orden se ha cumplido.

—Mi señora, aquí lo tenéis: Adán, el joven cuya presencia demandabais.

Diego Susón comparece ante la reina en su despacho acompañado por varios hombres armados que llevan casi a rastras a un joven de aspecto enfermizo y asustado. Isabel se sorprende al verlo allí y de tal modo. Se acerca muy seria hasta el reo.

—Me disgusta que no hayáis venido por voluntad propia. He estado semanas esperándoos. Sabed que no hay más justicia en Castilla que la mía. Por tanto…

Clava Adán su mirada en la reina mientras extiende su brazo derecho. Isabel ve que donde antes había una mano hay tan solo un muñón envuelto en un lienzo ensangrentado. La reina recula un paso, perturbada por la imagen. No obstante, sentencia con voz serena:

—Os condeno… a abandonar la ciudad y a buscar la fe verdadera en aquella que os acoja. Marchaos. ¡Marchaos todos!

Diego Susón recibe la mirada severa de Isabel justo antes de que este salga con los demás. La reina queda sola, pensativa, impactada por lo que ha visto. Se fija entonces en el suelo, hay manchas de sangre. Al entrar Catalina con una jarra de agua fresca perfumada con limón, Isabel ordena:

—Que limpien esto. Es sangre de ese joven.

Pero Catalina palidece, impresionada.

—Alteza… Me temo que es vuestra.

A Isabel le da un vuelco el corazón. Mira el borde inferior de su vestido, manchado de sangre. Levanta los pliegues y ve que el zapato también está manchado. La sangre parece provenir de entre sus piernas. La reina, asustada, exige:

—Avisad a Badoz… y a mi esposo.

Cuando la noticia llega a Fernando, este está terminando de vestirse con ropas de gala. Lo deja todo para ir al encuentro de su esposa. Catalina acompaña al soberano; está tan preocupada como él.

—¡Bien avisé de que ese judío solo podría traerle desgracias, pero la reina no quiso escucharme!

—Como ese físico la haya malherido, no tendrá tiempo de convertirse antes de que le dé muerte.

Fernando entra en el cuarto, iracundo. Allí Badoz atiende a Isabel, que permanece cómodamente sentada en un sillón. El rey se acerca amenazador al galeno.

—¡¿Qué demonios le habéis hecho a mi esposa?!

—Alteza —contesta Badoz con voz serena—, del estado de vuestra esposa solo tenéis culpa vos.

Viendo dudar a su esposo, Isabel interviene con una amplia sonrisa en los labios:

—Al fin. Un nuevo hijo, Fernando.

El rey no termina de creérselo:

—Pero ¿y la sangre?

—No siempre es mala señal —contesta el físico judío.

Fernando corre junto a su esposa y la abraza, ambos alborozados.

—Temía que os hubiese ocurrido algo. Aún tengo el corazón en vilo.

La reina le hace una seña disimulada refiriéndose a Badoz. Fernando se dirige a él:

—Disculpadme por haberos hablado de ese modo. Seréis bien recompensado, habéis contribuido al futuro del reino más que otros de mayor rango.

Lorenzo Badoz asiente, satisfecho. Él y Catalina dejan a solas a los reyes.

—Sevilla ha merecido la pena —celebra Fernando acariciando el vientre de su esposa—. Puede que llevéis dentro al heredero de dos reinos. Aquel que unirá Castilla y Aragón en uno solo.

—Y puede también que sea otra niña…

—Quizá. Pero en todo caso vuestro vientre ya está curado. Y antes o después, el varón llegará…

Isabel repara en que Fernando va vestido de gala y se extraña.

—¿De qué fiesta os he sacado?

—El duque de Medina Sidonia nos ha invitado a una corrida de veinte toros en uno de sus palacios. Pero no os dejaré ir en vuestro estado.

Isabel comprende la intención del noble.

—El duque sabe que tales festejos me desagradan. Os quiere solo a vos, creo adivinar…

La guardia real ha interceptado al marqués de Cádiz en el interior del alcázar. Su capitán lo ha llevado ante Gonzalo. El marqués viene sin escolta, armado tan solo con su espada y una daga.

—¿Cómo habéis entrado?

—Sois nuevo aquí —responde sonriente el marqués—. Este edificio tiene puertas tan disimuladas como la lealtad de su antiguo morador.

—¿Y por qué no lo sería la vuestra, ya que os presentáis así?

—Por ahora no me conviene que se sepa en Sevilla el motivo de mi visita. Vengo a negociar la entrega de mis fortalezas.

Sorprende a Gonzalo la aparente franqueza del marqués. Al momento lo conduce hasta los reyes bajo custodia. Rodrigo Ponce de León, muy ceremonioso, hinca la rodilla en el suelo y toma la mano de Isabel. Fernando permanece a la espera. No le agrada tanta galantería.

—Alteza, os ruego perdonéis la insolencia que os he mostrado desde que pisasteis Sevilla —declara sumiso el marqués—. Creedme: mi lealtad hacia vos es sincera. Si luché por Juana fue tan solo por compromiso con los Pacheco. Como pago por mis faltas, aceptad mis disculpas… y la totalidad de mis fortalezas, de las que podréis disponer como gustéis.

Los reyes se esfuerzan por ocultar su estupor ante el cambio de parecer del noble.

—En vuestras manos pongo mis dominios de Constantina, Alcalá de Guadaira, Arcos…

—Y los arsenales en los que guardáis vuestras armas —apostilla Gonzalo—, no os olvidéis de ellos.

El marqués enmudece. Opta por humillarse y ceder:

—Iba a citarlos ahora mismo.

—Marqués, acepto gustosa vuestro ofrecimiento —afirma la reina—. Confío en que prescindir de tales bienes no os cause demasiada desdicha.

Para sorpresa de los presentes, el marqués parece atónito.

—¿Queréis decir que os los quedáis?

Isabel, impasible, responde con una sonrisa de cortesía.

—Pensé que tan pronto os los ofreciera volverían de algún modo a mi poder —asegura el de Cádiz, desconcertado.

—Vuestra sinceridad es osada pero de agradecer —replica condescendiente Isabel—. Dejadme disfrutar por un tiempo de aquello por lo que tanto he porfiado.

Consciente de la inquietud del marqués, la reina apostilla:

—Descuidad, el duque no quedará mejor que vos…

Resuenan en la cabeza del marqués las advertencias de Diego Pacheco. Ha de conformarse por tanto con el mal menor. El rey interviene:

—«Conoce a tu enemigo» es la primera regla del soldado. Sabréis por tanto de los arsenales del duque.

—A buen seguro —responde ufano el noble—, pues he ordenado saquearlos en más de una ocasión.

—¿Dónde están?

—La mayoría en templos. ¿Quién buscaría pólvora tras un Cristo?

—¿Están bien defendidos?

—No es imposible hacerse con ellos…

Fernando reflexiona un instante; está calculando las posibilidades de éxito.

—Desarmado el duque, acabaría este pulso sin sentido.

A continuación, el rey se dirige a Gonzalo:

—¿Podéis organizar el asalto para esta misma noche?

Gonzalo asiente, decidido.

—Alargaré la reunión con el duque —explica el rey—. Lo tendré distraído y así vos podréis hacer.

Después, Fernando encara al marqués de Cádiz:

—Vos quedaréis bajo custodia hasta que todo haya terminado.

No se fían los reyes de lealtades impuestas por la urgencia o el afán de conservación. Al marqués no le queda otra que acatar sus decisiones.

—No solo habéis hecho un gran servicio a la Corona. También a las gentes de Sevilla —señala sincera Isabel—. El duque y vos sois los causantes del desorden en Sevilla. Una vez rendidos, podré mostrarme generosa con mis vasallos. Ya han soportado bastante rigor.

Parecía inacabable el festejo taurino con el que el duque de Medina Sidonia ha obsequiado a Fernando. Rematado por fin el último de los astados, el duque conduce a su invitado al salón principal de la morada que ocupa desde que Isabel tomó el alcázar a su servicio.

—Magnífico espectáculo —agradece Fernando—. Los toros semejaban minotauros de tan fieros.

—Sabía que os complacería. Lamento que vuestra esposa no sepa apreciar el toreo. Ay, si vos hubieseis estado aquí desde el primer momento…

El duque y el rey toman asiento ante una mesa repleta de manjares.

—¿Cómo permitís que sea ella quien dicte justicia y no vos? —inquiere el duque—. No es propio de su sexo… ¡Y así resulta!

Fernando pasa por alto la alusión, pues tiene muy presente su objetivo.

—Pensé que os resistíais a la autoridad real, fuese dama o varón quien la ejerciera.

—Nunca tuve problema con su hermano Enrique.

—He dicho autoridad —apunta el rey, malicioso.

Sonríe el de Medina Sidonia para ocultar su incomodidad.

—¿Más vino? Pero no abuséis. Mirad lo que tengo para vos.

Dos palmadas del duque hacen entrar a una joven y hermosa esclava africana, ataviada con sedas ligeras de colores vistosos que solo alcanzan a cubrir parte de su espléndida anatomía. La esclava llega ante Fernando e inclina la cabeza con respeto. Fernando devuelve el saludo, aparentemente complacido.

—Sé por mi esposa de vuestra debilidad por los esclavos —señala el rey al duque.

—Esta sirve de otro modo. —El noble sonríe, cómplice y lascivo—. Dada vuestra fama, solo una salvaje podría complaceros.

Sin perder la flema, el rey advierte a su devoto anfitrión:

—Os conviene saber que soy más fiel a mi esposa de lo que se cuenta. Dentro y fuera del lecho.

Entiende el duque el recado y su sonrisa se afloja.

A esa hora, Gonzalo Fernández de Córdoba hace su entrada en un templo apenas iluminado por los cirios del altar. Sigue a Gonzalo un destacamento de la guardia real. El recinto parece desierto. Los guardias se despliegan en el espacio diáfano del templo. No tardan en descubrir la entrada a la cripta, convenientemente oculta a los ojos de los fieles. Gonzalo hace una seña a sus hombres y encabeza la incursión. Desciende unos escalones y al desembocar en la cripta le salen al paso los guardianes del duque.

—¿Tan valiosas son estas tumbas que necesitan hombres que las custodien?

Los del duque desenvainan sus armas. Los hombres de Gonzalo se despliegan a su lado.

—En nombre de la reina, entregad las armas.

Desconcertados por la irrupción de las fuerzas reales, los guardianes se miran entre sí. Hubieran hecho frente sin dudarlo a los hombres del marqués, pero dudan tratándose de la Corona. No obstante, uno de ellos toma la iniciativa. Se lanza contra Gonzalo, arma en ristre, decidido a ensartarlo. Gonzalo para el golpe con su espada y de un revés preciso le da muerte. Amenaza después con su acero ensangrentado a los otros guardianes:

—¿Alguien más desea mostrar su lealtad al duque?

Los aludidos, presos del miedo, se miran y terminan por soltar sus espadas. Gonzalo ordena a sus hombres que inicien la búsqueda:

—Los sarcófagos.

Parte de los guardias reales desarman a los defensores y los mantienen bajo custodia. El grueso del destacamento se ocupa de registrar las tumbas. Al descorrer las lápidas, ven que los supuestos sarcófagos están repletos de barriles de pólvora y armas de todo tipo.

En el palacio de Medina Sidonia, tal como se había acordado, Fernando alarga la velada. El duque ya no está tan seguro de poder ganarse al rey en su batalla contra Isabel. Pero Fernando conversa con el noble en tono distendido y cordial:

—¿Habéis reparado en el mote de mi escudo?

—Tanto monta… —recuerda el duque.

Fernando asiente, sonriente.

—¿Sabéis qué significa?

—¿Y si no? —pregunta el noble, precavido.

Fernando, aparentemente relajado, le sirve vino y se sirve a su vez, mientras relata:

—Cuentan que Alejandro Magno declinó perder tiempo deshaciendo cierto nudo intrincado. Le dijeron que de lograrlo se convertiría en señor de Asia.

El duque de Medina Sidonia agradece la copa de vino a su invitado.

—Pero lo fue, ¿no es así?

Fernando lo confirma con un gesto y continúa:

—Teniendo a mano la espada le dio un tajo al nudo. Asunto resuelto: tanto monta cortar como desatar… De ahí el mote de mi emblema.

El duque calla, a la expectativa.

—Ni a la reina ni a mí nos agrada demorarnos en conseguir nuestros fines —explica el aragonés—. En eso, creedme, no distinguiréis al varón de la mujer.

Un miembro de la guardia real entra en la estancia, se dirige a Fernando y le habla al oído. El rey asiente y el guardia se retira. Luego mira directamente a los ojos del duque.

—Tengo nuevas para vos, y no os van a gustar: están saqueando vuestros arsenales. Todos, uno tras otro.

El duque se levanta de su asiento, alarmado.

—¿Qué decís? ¡Tiene que ser obra del marqués!

Fernando permanece tranquilamente sentado.

—No nos quitéis el mérito… Vuestros arsenales ahora están en manos de la Corona. Quedamos agradecidos, andábamos escasos de pólvora.

El de Medina Sidonia palidece. Fernando se levanta y encara al felón con aplomo:

—Habéis errado tres veces: cuando desobedecisteis a vuestra reina, cuando creísteis que yo la traicionaría y, sobre todo, cuando gobernasteis contra los sevillanos.

Y a modo de despedida, el rey palmea el hombro del duque.

—Gracias por la faena.

Vuelve a escuchar Isabel de Solís la llave que gira y libera la cerradura de su alcoba. La puerta se abre. Isabel de Solís contempla el vano con angustia. Como suponía, Muley Hacén aparece y entra. Se acerca a la temblorosa cautiva, como en otras ocasiones. Esta vez la ve en todo el esplendor de su belleza. El emir la contempla fascinado, con una mirada que ni siquiera se desvía cuando de repente Isabel saca la daga y la esgrime con mano vacilante. No pestañea el nazarí hasta que la cautiva, finalmente, vuelve el arma contra sí. Rápidamente el emir la sujeta por la muñeca con fuerza. Por primera vez siente Isabel el roce de la piel de su raptor. Aunque asustada, aguanta su mirada con valentía. Y por primera vez escucha su voz:

—Nunca permitiré que nadie, ni siquiera vos, os haga daño.

No esperaba tal cosa Isabel. Mira al emir, impresionada. Lentamente, Muley Hacén se hace con la daga y libera su mano.

—Desde que estáis aquí os veo alzar la mirada al cielo —evoca el emir, sin apartar sus ojos de ella—. Quisiera descubrir vuestros deseos… y colmarlos.

—Mi deseo solo es uno: volver con los míos —se atreve a pronunciar Isabel.

—¿Y renunciar al paraíso en la tierra?

El emir acerca el dorso de su mano al rostro de la cautiva. Ella aparta la mejilla. Muley Hacén, aparentemente decepcionado, gira la daga contra su cuerpo y la apoya en su propio corazón.

—Clavad esta daga y marchaos. Nadie os lo impedirá. Pero no me pidáis que os aleje de mí.

Isabel de Solís acepta el reto. Sujeta la daga por la empuñadura. Una gota de sangre brota y humedece la tela que cubre el pecho del emir. Él continúa mirándola, impasible. No comprende Isabel qué diabólica fuerza le impide hundir la hoja en ese corazón que el infiel ha puesto en sus manos. La tela se empapa y tiñe de rojo. Extrañamente conmovida, incapaz de asesinar a sangre fría a su captor, Isabel suelta la daga. Al momento, el emir la atrae hacia sus brazos y la besa apasionadamente. Desde una estancia contigua, a través de una celosía disimulada, Aixa es testigo de la seducción de Isabel. Iracunda y devorada por los celos, maldice en silencio a la joven cristiana.

Corre el rumor en Sevilla de que los señores que la dominan han perdido pie frente a la reina. Sin embargo, nada se ha dicho oficialmente. Al llegar el viernes, la expectación provoca que la audiencia real cuente con un número de asistentes mucho mayor de lo habitual. La ciudad espera que la reina se pronuncie y esta lo hace con solemnidad desde el trono:

—Tengo a bien conceder el perdón a la ciudad de Sevilla.

Los vecinos presentes reciben con gran alivio la noticia.

—Perdón a sus gentes y perdón a sus señores, el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz, que con tan recta obediencia han entregado a la Corona todas sus fortalezas.

El duque y el marqués, convocados por la reina, agradecen resignados la indulgencia real concedida a tan alto precio. No así Beatriz Pacheco, que alimenta con nuevos motivos el rencor que acumula contra Isabel.

—No temáis que tras mi marcha reine de nuevo el desgobierno —advierte la reina—, pues la Santa Hermandad pronto velará por la paz y el orden de la villa. El marqués y el duque, generosos como acostumbran, donarán un millón y medio de maravedíes para tal fin.

Ante la satisfacción de los presentes, los nobles digieren la medida impuesta. Mirando a los ojos de Beatriz Pacheco, Isabel continúa desgranando sus decisiones:

—Por último, es mi deseo conceder la gracia de la legitimidad a las hijas del marqués de Cádiz, desde ahora justas herederas de su patrimonio.

La rabia de Beatriz Pacheco parece a punto de desencajar su rostro. El marqués contiene a su esposa, mascullando entre dientes:

—Consideradlo una gracia por mi rendición temprana.

Inclina la testuz el marqués en señal de gratitud hacia la reina. Terminada la audiencia, Isabel abandona el trono. Ya no es preciso continuar con el paripé y el duque se despide de su rival:

—Que vuestra ruina compense la mía.

—Lo mismo digo —replica el marqués.

Reunida Isabel con sus consejeros en privado, el cardenal Mendoza se apresta a felicitar a la reina:

—Vuestra indulgencia ha sido recibida con entusiasmo por las gentes, mi señora. Dejaréis una Sevilla más leal a vos de la que encontrasteis, a pesar de todo.

—Y las armas en nuestras manos, como corresponde —añade el rey.

—La dicha sería completa si no quedase por resolver el conflicto de los judíos —apunta fray Hernando de Talavera.

Admite el jerónimo ante los presentes que estaba equivocado. Pensaba que las acusaciones del prior de los dominicos eran fruto del odio y el prejuicio. Ha hecho averiguaciones y le consta que no es así.

—Por virulentos que sean los sermones de Hojeda, no debemos negar la verdad: se judaíza y hace falta poner coto a los extravíos de la fe.

—¿Qué proponéis? —pregunta Isabel a su confesor.

—El castigo sería injusto, pues muchos judaízan por costumbre, sin intención.

—¿Estáis seguro de lo que decís? —inquiere el cardenal.

—Bastaría educarlos para purificar sus creencias y evitar así la herejía.

—Mucho tardaría en calar esa enseñanza —replica incrédulo el purpurado.

Fernando interroga a la reina:

—¿Habéis pensado cómo contener el problema en Sevilla, donde es más grave?

Isabel no responde; cavila sobre lo dicho. Entonces se dirige a fray Hernando:

—Me agrada vuestra sugerencia. Erradicando la herejía acabaríamos también con los disturbios que provoca el odio a los herejes.

Talavera asiente satisfecho.

—Pero entretanto aislaremos a los judíos en sus propios barrios, para su protección —afirma la reina—. Confío en que sirva para apaciguar los ánimos.

No gusta la medida a fray Hernando, pero la acata y calla, viendo la oportunidad de emprender la acción evangelizadora que ha propuesto. Ni la reina ni su confesor reparan en la mirada de escepticismo que cruzan Fernando y el cardenal Mendoza.

Tan satisfecha está la reina con la marcha de su embarazo que pone en la mano de Lorenzo Badoz una moneda de plata.

—Solo las acepto tras oír el primer llanto de la criatura —aclara el físico con una sonrisa.

—La guardaré hasta entonces, no quiero pecar de confiada. —Sonríe a su vez la reina—. Aunque lo esté. Sois un físico de gran talento, Lorenzo Badoz. Por eso os reclamo en la corte para guardar mi embarazo.

—Será un honor, alteza.

—Tan solo os pediré algo a cambio —añade Isabel, con igual cordialidad—. Tendréis que lucir en vuestra ropa la rodela bermeja propia de los judíos.

La decepción de Lorenzo Badoz es evidente en su rostro. Confirma la intuición de Isabel; no parece el físico hombre que se acomode fácilmente, ni siquiera a cambio de honores, como tantos otros. La reina expone el motivo de su decisión:

—No puedo hacer distinciones. ¿Qué podré exigir a los demás si peco de indulgencia con vos? Espero que no sea óbice para contar con vuestros servicios…

Calla Badoz durante unos instantes que a la reina se le antojan horas.

—No lo es, alteza —responde por fin el galeno.

Beatriz de Osorio acompaña a la reina en su alcoba mientras Isabel lee. La dama borda en silencio, no queriendo importunar a la soberana, cuyo rostro refleja la fatiga y la tensión acumuladas en las últimas semanas. Entra Fernando en la estancia y la dama aparta la mirada cuando toma la mano de su esposa y la besa con ternura. Sonríe la reina y a Fernando le pesa tener que darle una mala noticia.

—Es de Beltrán —indica, mostrándole un documento—. El emir amenaza con no volver a pagar a Castilla.

Isabel toma el escrito y lo lee con creciente preocupación.

—¿Tampoco devolverá a la joven?

Fernando corrobora la negativa:

—Beltrán dice que permanecerá unos días en Granada para tratar de convencerlo. Alabo su intención, pero no creo que sirva de nada.

Observándola detenidamente, el rey se percata del agotamiento de su esposa.

—¿Qué os ocurre?

—Son tantos apuros… A veces siento que me quiebro. Tanto, que temo por el niño.

Él acaricia su rostro.

—Entonces habréis de abandonar vuestras preocupaciones por un tiempo.

—¿Cómo? ¿De qué forma podría olvidarlo todo?

Fernando sonríe, ha tenido una idea. Días después, los esposos embarcan en Cádiz en una galera del rey de Aragón. Viajarán hasta Jerez, acercándose a Sanlúcar de Barrameda y Rota. Es la primera vez que Isabel ve el mar. El océano se abre ante ellos, majestuoso, como el mejor de los futuros soñados. Se emociona Isabel contemplando el horizonte de la mano de su esposo y, si Dios quiere, con su heredero en su vientre.