4

—¡Feliz cumpleaños, madre!

Ha acudido la princesa Isabel al lecho de la reina con un ramillete de flores silvestres recién cortadas en la mano. Así despierta Isabel en este 22 de abril de 1476. La ilusión de la niña, su derroche de afecto infantil, conmueven a Isabel. No puede contener las lágrimas la reina de Castilla y abraza a su hija. Fernando se acerca hasta ellas, sonriente.

—La princesa me sacó de la cama temprano para ir a buscar vuestro regalo. —Y añade, provocador—: ¿Tan poco os complace la sorpresa?

Isabel niega, enjugándose las lágrimas.

—Entonces ¿por qué lloráis? —pregunta la pequeña, desconcertada.

—Son lágrimas de gozo, hija mía. De saberos junto a mí.

La princesa queda más tranquila. Fernando acaricia su cabello con cariño antes de enviarla fuera de la alcoba, pues sabe que algo atormenta a su esposa.

—Ahora id a jugar con los mastines. Pronto estaremos con vos.

A solas, Fernando se sienta en el lecho junto a la reina.

—Decidme, ¿qué os ocurre?

—He vuelto a padecer sueños horribles —solloza Isabel—. Nuestra hija…

El rey suspira y la abraza, comprensivo, procurando que su esposa recobre el sosiego:

—No debéis inquietaros. Quiera Dios que todas nuestras desdichas vengan del mundo de los durmientes, y no del de los despiertos.

A la reina le preocupa el bienestar de su pequeña. Ese es el origen de las pesadillas que cada cierto tiempo turban su descanso. Cree Isabel que solo de la voluntad de Dios dependen las vidas de los suyos. A pesar de los años transcurridos, la muerte prematura de Alfonso sigue muy presente en su ánimo. Y teniendo en cuenta que aún no le ha dado un hermano a su hija Isabel, un percance similar supondría un gravísimo contratiempo no solo para la familia real, sino para el futuro de Castilla.

Hace lo posible Isabel por alejar tales pensamientos durante la celebración de su vigésimo quinto aniversario en compañía de sus cortesanos. La reina aplaude la interpretación de los músicos tras terminar una pieza de baile. Gonzalo Chacón aprovecha el instante para ofrecer a su señora una bandeja con dulces. Toma uno Isabel y al instante reconoce el sabor:

—¡Confites de anís y limón! Como los que comía en Arévalo de niña…

—Los mismos que por entonces, alteza —aclara Chacón, dichoso por haber despertado con ellos el recuerdo de una época añorada—. Fue mi propia esposa quien los preparó y los hizo llegar a Segovia para vuestra celebración.

Da comienzo así la ofrenda de los presentes. Todos y cada uno son recibidos por la reina con amplias muestras de gratitud. Es el turno de Diego Hurtado de Mendoza. Como el resto de los nobles, hinca una rodilla frente a la reina.

—Alteza, sirva este presente como prueba de afecto y lealtad.

Mendoza hace una indicación a un sirviente y este acerca a la reina un pequeño cofre. Lo abre Isabel y descubre en su interior un collar con engarces de perlas y gemas preciosas.

—Os quedo muy agradecida por tan valioso regalo.

Mendoza inclina la cabeza.

—Pero no se ofenda vuestra merced —prosigue Isabel— si decido sumarlo al tesoro del reino, junto con los demás obsequios, para que sea toda Castilla quien se beneficie de vuestra generosidad.

Acepta Mendoza el destino de joya tan preciosa y cede el lugar a Fernando.

—Permitidme que ahora sea yo quien os agasaje.

El propio Fernando entrega su regalo. Es un libro lo que el rey ofrece a la soberana.

—Aunque no posea el valor de joyas y colgantes, estoy seguro de que disfrutaréis de la riqueza de sus páginas.

Toma el libro Isabel en sus manos. Al comprobar de qué obra se trata, muestra su alegría sin ambages:

La Historia de Lanzarote del Lago. Os estoy muy agradecida, pocas lecturas me placen más que los relatos caballerescos. —Y añade sonriendo con intención a fray Hernando de Talavera—: Salvo las vidas de santos, por supuesto.

—Conozco bien esa obra —interviene el fraile aludido—. Da cuenta de la debilidad de Ginebra, infiel a su esposo el rey Arturo, a quien traiciona con Lanzarote.

Besa Fernando la mano de Isabel con delicada galantería antes de replicar:

—Demos gracias a Dios de que nuestra reina no comparta ninguno de los defectos de Ginebra y sí numerosas de sus virtudes. Os deseo muchas felicidades, mi señora.

Con los votos del rey dan por finalizadas las celebraciones del aniversario. Mientras los cortesanos abandonan el salón del trono, Isabel aprovecha para hacer un aparte con fray Hernando:

—Ocupaos de donar y repartir con equidad entre mi pueblo la comida sobrante. Que mis súbditos disfruten también de los fastos reales.

En estos tiempos, gracias a Isabel, no solo de la comida sobrante disfrutan las gentes. Las plazas de algunas villas castellanas vienen acogiendo el mismo espectáculo con escasas variaciones. Una de estas, no obstante, es esencial: siempre es diferente el protagonista. No así la puesta en escena, que suele repetirse: un tocón ancho con manchas de sangre seca sobre un cadalso; un noble o hidalgo pálido y sudoroso escoltado hasta la chueca sobre la que reposará su cuello; un clérigo que murmura una oración y el correspondiente emisario real con la sentencia en sus manos. Por supuesto, no falta el verdugo sosteniendo el hacha en posición de descanso.

Es común que se adelante el emisario hasta el borde del cadalso, despliegue el documento, se aclare la voz y lea en alto ante los congregados:

—Esta es la justicia que ordena la reina Isabel, nuestra señora, contra los conspiradores. Sirva de ejemplo a todos los que obran en favor de los enemigos de Castilla, traicionan a sus reyes o les niegan su fidelidad y obediencia como legítimos soberanos de esta tierra por la gracia de Dios.

Hace el emisario la seña convenida y el reo afronta la última luz de sus días con mejor o peor talante. Solo del temple del condenado depende el esplendor o la vileza del acto final.

En una de estas, así lo anuncia Gutierre de Cárdenas:

—Alteza, el alcaide de Uclés ha sido ajusticiado, como dispusisteis.

Suspira la reina Isabel ante el rey y sus consejeros:

—Que Dios le perdone.

—Más le hubiera valido vuestro perdón —ironiza Fernando.

A Gonzalo Chacón le llama la atención el comentario del rey.

—¿Vos se lo hubierais concedido?

—Bien sabéis que no era santo de mi devoción, sin embargo…

—No pienso repetir los errores que cometió mi hermano —interrumpe Isabel.

—Dios nos libre… Pero ¿qué pretendéis hacer con los que aún no se han rendido? ¿Ejecutarlos a todos?

Esperan los presentes la respuesta de Isabel. Aunque tras la victoria en Toro la guerra contra los portugueses podría darse por finalizada, aún quedan nobles rebeldes que resisten al amparo de sus fortalezas. Poco a poco las armas y la justicia van doblegando a los recalcitrantes.

—¿Creéis que me excedo impartiendo justicia contra los traidores? —pregunta la reina.

—Los más contumaces y peligrosos han sido aniquilados —recuerda Fernando.

—No todos, mi señor, no todos —corrige Chacón.

—Cierto —admite el rey—; sin embargo, hay que saber cuándo ha llegado la hora de cambiar el hacha por la pluma.

—En las Cortes de Madrigal —apunta Isabel—, hace apenas unas jornadas, prometimos consolidar la Corona de Castilla.

—¿Cómo consolidar un reino si antes lo hemos desmembrado? Haría falta un milagro.

Discute el rey la política de su esposa en asunto de tanta importancia. Interesado, Gonzalo Chacón intenta que Fernando exponga mejor su postura y le tira de la lengua.

—No gobernaréis Castilla como deseáis si no imponéis vuestra autoridad.

—Por supuesto, pero tampoco podemos prescindir de la mitad de la nobleza. Es preciso atraer a aquellos cuya lealtad aún vacila… Y a quienes han luchado contra nosotros.

Isabel pregunta, desconcertada:

—¿Y permitir que su traición quede impune?

—Castigadlos —aclara el rey—. Quedaos con parte de sus fortunas y sus tierras. Disminuid su poder. Tenéis derecho a hacerlo, pues han sido derrotados, ¡y a fe mía que os conviene!

Isabel comprende a qué se refiere, pero pone sobre la mesa un caso concreto, probablemente el de mayor importancia:

—Diego Pacheco aún no ha jurado la lealtad que nos debe. Según vos, ¿qué deberíamos hacer con un traidor tan poderoso e influyente como él?

—Negociad. Demostrad que la Corona domina la palabra con tanta destreza como la espada.

Encaja Isabel la opinión del rey y escucha pensativa a su esposo.

—La grandeza de una reina reside en la capacidad de ser amada por sus súbditos, no en la de ser temida. Y a nadie en Castilla ha otorgado Dios más grandeza que a vos —recalca Fernando.

Aguarda en un despacho del alcázar segoviano Abraham Seneor. En su hombro derecho luce bien visible la rodela bermeja que lo señala como judío, según la ordenanza que Isabel anunció en Burgos y las Cortes de Madrigal han aprobado. Se abren las puertas del despacho y Andrés Cabrera entra mostrando una amplia sonrisa.

Shalom aleichem —saluda Seneor a su pariente.

—Rabino, no os quedéis ahí. Haced el favor, tomad asiento.

A pesar de la cordialidad de Cabrera, Abraham Seneor rechaza la invitación:

—Habiendo sido requerido por la reina, esperaba encontrarme con ella. ¿O es que además ha decidido retirarnos la palabra?

Subraya Abraham su pulla señalando la rodela en su hombro.

—Su alteza vendrá enseguida —asegura conciliador el converso—. He creído conveniente ilustraros con antelación sobre el asunto que tratar.

—No soy hombre dado a intrigas y secretos. Aguardaré fuera su llegada.

El rabino hace ademán de abandonar la sala, pero la voz de Cabrera se impone:

—Sabed que la reina está dispuesta a honraros con un cargo en la corte.

Abraham Seneor se detiene ante la puerta y se gira desconcertado hacia su pariente.

—Recaudador mayor del reino, para ser exactos —detalla Cabrera—. ¿Qué decís ahora?

—No entiendo —asegura perplejo el judío—. Después de hacerse con nuestro dinero y señalarnos como a apestados, pensaba que nos querría lo más lejos posible. ¿Acaso va a exigirnos más préstamos millonarios?

—¿Y no será su deseo compensaros por los servicios prestados a la Corona? Yo mismo insistí para que así fuera.

Abraham no termina de asimilar la situación:

—Su alteza decretó en Madrigal que somos una vergüenza para Castilla. Si de verdad fuera su intención compensarnos, tal vez debería empezar por no marcarnos como a reses.

—Temía que esta fuera vuestra reacción —se sincera Cabrera—. Por eso he querido anticiparme, para que no decepcionéis a la reina con una negativa.

Abraham Seneor toma por fin asiento. Reflexiona, preso de la turbación:

—¿No veis que tal oferta me compromete? Mientras mi pueblo es traicionado por la reina, ¿he de aceptar yo su favor y sumarme así a la traición? ¿Dónde queda mi dignidad?

Andrés Cabrera se dirige al rabino y lo hace ahora con mayor gravedad:

—No os falta razón, pero os garantizo que el ofrecimiento de la reina es sincero. Y tened por cierto que poner a salvo vuestra dignidad no asegura el futuro de los vuestros.

Abraham niega una perspectiva tan poco halagüeña:

—Sobrevivimos a los faraones y cruzamos el desierto hasta la Tierra Prometida. Yahvé siempre ha estado con nosotros, no lo olvidéis.

—Puede que Yahvé siga protegiendo a los judíos hasta el fin de los tiempos. Dudo que la protección de la Corona dure tanto…

Acepta Abraham como sinceras las palabras del tesorero de la reina. En absoluto lo reconfortan, cada vez está más asombrado:

—¿Pretendéis que acepte privilegios reales mientras los míos ven menguar sus derechos?

—Solo os prevengo para que os amoldéis a las nuevas costumbres —insiste Cabrera—. Obrad en conciencia, pero en vuestro beneficio.

Permanece el eco de estas palabras en el ánimo de Seneor cuando es conducido hasta la reina. Junto a fray Hernando, Isabel recibe al rabino con la acostumbrada cordialidad, como si lo decidido en Burgos y Madrigal en nada afectara a sus relaciones.

—Como sabéis, las arcas del reino se encuentran casi vacías. En tal circunstancia, se me hace muy difícil el gobierno de Castilla.

Teme de nuevo Abraham Seneor que se le exija la concesión de otro préstamo, pero la reina lo tranquiliza:

—Si os he hecho llamar es porque sois hombre de probada confianza y de aguda inteligencia para las cuentas y los números. Por ello es mi deseo nombraros recaudador mayor del reino.

No pierde detalle Andrés Cabrera de la reacción del rabino. Este contesta con toda humildad:

—Mi señora, sin duda alguna es grande el honor que me ofrecéis… Pero si en tanto valoráis la confianza, ¿por qué los míos debemos ser señalados? ¿No es signo precisamente de lo contrario?

Isabel responde en el mismo tono cordial de la propuesta:

—Sé que sentís mis decisiones como un agravio. Debéis saber que no me agradan tales medidas.

—Entonces ¿por qué las refrendáis? Mi pueblo os ha sido fiel…

—Recordad que es el Señor quien inspira a su alteza —advierte fray Hernando.

Isabel esboza una seña hacia el clérigo. Este la entiende como una orden para que calle.

—Sois judío y sin embargo os he elegido a vos —alega la reina—. ¿Qué mejor prueba de que vos y los vuestros podéis contar con mi protección? Aceptad y así demostraremos que en la Corona de Castilla no hay malquerencia contra los judíos.

El rabino lo piensa. Isabel persevera en el intento de ganarse su favor:

—Mi fiel Abraham, ayudadme a cumplir la tarea que el Dios en el que ambos creemos me ha encomendado: construir una Castilla donde reine la armonía entre sus gentes. ¿Qué decís?

Cruza Seneor una mirada con Cabrera. Tras unos segundos de duda, cierra los ojos y se arrodilla ante la reina.

—Acepto.

Instantes después, ante una complacida Isabel, fray Hernando ofrece una Biblia al rabino. Este coloca su mano sobre ella y jura el cargo:

—Juro fidelidad y lealtad ante mi reina. Juro desempeñar mi cometido con la mayor dedicación y pelearé por cada maravedí que se le deba a esta Corona.

Lee Isabel al caer la tarde las desventuras del Caballero del Lago en el volumen que Fernando le regaló por su cumpleaños. Gonzalo Chacón se presenta en la alcoba real.

—Disculpadme, ¿deseabais verme?

—Así es —contesta Isabel abandonando la lectura—. Necesito de vuestros consejos. ¿Qué opináis? ¿Acaso soy tan implacable como teme el rey?

—No es eso, señora. Sin ánimo de contradeciros, creo que vuestro esposo sabe de lo que habla. Tanto él como su padre el rey Juan se han visto en trances semejantes y no han dudado en pactar con los nobles catalanes para ponerlos de su lado.

—¿Y por qué habría yo de mostrarme clemente con aquellos que han intentado acabar conmigo?

—Porque es conducta de buen cristiano y porque clemencia e inteligencia suelen ir unidas.

Isabel asiente, pensativa.

—Gracias, Chacón. Recapacitaré.

Aunque Isabel da por terminada la audiencia, Gonzalo Chacón permanece frente a la reina.

—Alteza, si me lo permitís, me gustaría compartir con vos una idea que me ronda desde hace algún tiempo.

Se diría que Chacón titubea antes de exponer lo que le preocupa. Isabel así lo percibe.

—Hablad sin traba.

—Veréis… —expone por fin don Gonzalo—. Tras todos estos años de servicio y dedicación hacia vuestra merced, he pensado que tal vez haya llegado la hora de retirarme y reunirme con mi esposa.

Confunde semejante petición a la reina.

—¿Retiraros? ¿Vos?

—No lo toméis a mal. Si no os lo propuse antes fue por jactancia: pensaba que me necesitabais.

—Y así es, ¿cuál es la diferencia entre antes y ahora?

—Alteza, yo ya soy hombre viejo y vos no sois una niña. Gracias a Dios contáis con la protección y la sabiduría de otras personas, sobre todo de Fernando, en quien sin duda debéis apoyaros.

Con toda amabilidad, Isabel rechaza la solicitud del fiel consejero:

—Vos sois como un padre para mí. Tened a buen seguro que llegará ese día que tanto ansiáis, pero de momento os pido paciencia.

Acata Chacón como siempre la decisión de su señora. A Isabel se le ocurre una idea que puede agradar a ambos:

—¿Y si fuéramos juntos a pasar unos días a Arévalo? ¿Eso os contentaría? Yo misma hace tiempo que no veo a mi madre. Ya es hora de hacer una visita.

Don Gonzalo acepta resignado este viaje de consolación. Se apresta a hacer los preparativos, pero aspira a que la reina permita que la estancia junto a su esposa se prolongue.

No ha postergado Abraham Seneor el ejercicio del cargo pues grandes son las necesidades financieras de la Corona. Escoltado por la guardia real, recorre Seneor las calles de Segovia junto al carro que transporta el arcón que custodia las recaudaciones. Llegados a una encrucijada, se detiene la comitiva. Consulta el judío al escribano que lo acompaña. Este señala la ubicación de la siguiente casa cuyo morador habrá de pagar las sisas estipuladas.

En ese instante, una piedra impacta contra el muro que se alza junto a ellos. Otra, arrojada por una mano más certera, la recibe Abraham Seneor en la cabeza. Desorientado y dolorido por el golpe, el rabino trastabilla y cae de rodillas. Al mismo tiempo se escuchan los gritos de los dos hombres que han lanzado los proyectiles:

—¡Judío! ¡Cabrón! ¡Deja de robarnos y púdrete en el infierno, hideputa!

Después huyen a la carrera. Varios de los guardias de la escolta salen tras ellos. El superior se acerca a Abraham y se interesa por su estado. Seneor, con una brecha abierta en lo alto de la frente, no está de humor para recibir la compasión de nadie.

—Dejadme. Estoy bien. ¡Id por ellos! ¡Apresadlos!

Una hora más tarde, Andrés Cabrera se encuentra de frente en los pasillos del alcázar con Abraham Seneor y su escolta. Sostiene el judío un paño ensangrentado con el que cubre la herida producida por la pedrada. Cabrera acude hacia él, presto y preocupado:

—Pero por el amor de Dios, ¿qué os ha sucedido?

La princesa Isabel juega una partida de ajedrez con su madre. Cabría decir que es adoctrinada por Isabel en el arte del ajedrez. La niña coge del tablero la pieza de la reina y se dispone a mover. Su madre la interroga:

—¿Estáis segura de que ese es vuestro movimiento?

La princesa se encoge de hombros y busca en Beatriz de Bobadilla una respuesta que la socorra. Pero la camarera de la reina se halla concentrada en otro de sus bordados y nada dice. Isabel sujeta la mano de su hija, sin violencia pero un punto enojada.

—Entonces dejad quieta vuestra mano hasta saberlo. Si una reina duda, no debe hacerlo ver.

La princesa Isabel se recuesta en su sillón, con un mohín de inmenso hastío infantil. La voz de Beatriz de Bobadilla, ahora sí, acude al rescate:

—Si os sirve de consuelo, os diré que a mí tampoco me gusta el ajedrez.

—Vuestras obligaciones no son las de quien reinará en el futuro —replica la reina a su amiga—. La estrategia forma parte de su educación tanto como el cuidado de sus modales.

La princesa ruega a su madre:

—Por favor, dejadme ir a jugar…

Isabel mira a su hija y luego a Beatriz, que aparta la mirada para evitar intervenir a favor de ninguna de ellas. Por fin la reina cede:

—Está bien. Luego volveremos a vuestras lecciones.

Sale corriendo de la alcoba la princesa e Isabel la contempla, pensativa. Beatriz lee su pensamiento y sonríe.

—Sois una madre exigente, pero vuestra hija os adora.

—¿Creéis que le pido demasiado? No quisiera arrebatarle su infancia como hicieron conmigo y con mi hermano, pero hasta hoy es la única heredera al trono. De Madrigal volvió como princesa de Asturias y ha de estar preparada.

—Que eso no os cause desvelo. Si precisa un buen ejemplo, en su madre sin duda lo hallará.

Se estremece Isabel recordando sus pesadillas.

—No es cristiano creer en premoniciones, pero… a veces me despierto temiendo que algo malo pudiera ocurrirle. No solo sería terrible para mí, sino también para Castilla. Es mi única hija…

—Pronto lo remediará Dios concediéndole más hermanos.

—Mucho me temo que mi vientre es incapaz de albergar fruto alguno.

Beatriz percibe hasta qué punto inquieta el problema a la reina. Se lleva una mano al vientre. Piensa que sería cruel alardear de la alegría que le causa su nuevo embarazo. Por otro lado, no contárselo le parece deslealtad hacia su amiga. Isabel no se ha percatado del gesto, demasiado apesadumbrada por sus cuitas.

—Mi señora, que esto que os voy a decir no os sirva de ofensa, pero ¿cumplís con vuestros deberes maritales con puntualidad?

—Con más frecuencia de la que el decoro aconseja —responde ruborizada la reina.

—Entonces descuidad, Dios proveerá —replica animosa Beatriz.

Los buenos deseos de la Bobadilla no bastan para reconfortar a la reina. Como Beatriz, también Isabel evita contar algo a su amiga. Algo que la aflige. Prefiere buscar en su confesor el alivio de su conciencia.

—Desde la pérdida de mi hijo me invade la culpa y esta se agrava por mi falta de descendencia. ¿Acaso el Señor se ha enojado conmigo?

—¿Le habéis dado motivos? —inquiere fray Hernando.

Se nubla la mirada de la reina.

—Tal vez ve como ofensa que asuma labores más propias de un rey que de una reina.

—¿Pensáis que os castiga por ello?

—Quizá lo haga negándome lo que más anhelo. Si no, ¿por qué no escucha mis ruegos y nos concede un heredero?

—Dios pone a prueba nuestro temple a todas horas —recuerda el fraile a la ilustre penitente—. El Señor decidirá cuándo agraciaros con más descendencia. Cumplid con vuestras obligaciones maritales, es lo único que vos podéis hacer.

Isabel musita una duda de carácter íntimo:

—Pero tal vez eso pueda privarme del favor del Señor…

Fray Hernando no termina de entender a qué se refiere la reina. Isabel vence el pudor y se explica:

—¿Y si a Dios le ofende… mi pasión?

—¿A qué pasión os referís?

Contesta la reina, turbada:

—A la que nace del amor que siento por mi esposo.

Talavera, por fin, comprende:

—¿No sabéis que el disfrute en el tálamo puede devenir en pecado de lujuria?

—¿Aun estando casados con la bendición de la Iglesia?

En lo relativo a la concupiscencia, Talavera es tajante:

—Alejad toda tentación procedente de la carne. Prometedme que así lo haréis.

—Lo prometo: cumpliré mis obligaciones de la forma más casta posible.

Con esta promesa la reina obtiene la bendición del fraile. Y esa misma noche actúa en consecuencia. A la luz de las velas que iluminan la alcoba real, Isabel espera en el lecho la llegada de su esposo. Musita palabras ininteligibles cuya cadencia recuerda un rezo. Cuando Fernando entra en la alcoba, la reina cesa sus plegarias. Tira Isabel de la colcha que la cubre, ajustándola contra su cuello. Fernando se aproxima a la cama y se sienta a la vera de su esposa. La contempla por unos segundos y le acaricia la cara con ternura.

—¿Acaso tenéis frío?

Isabel asiente.

—Eso habrá que remediarlo… Tal vez vuestro esposo os procure el calor que os hace falta.

Fernando retira la colcha y descubre con estupor que Isabel viste una gruesa camisa interior que la tapa desde la garganta hasta los tobillos. Tiene la camisa una abertura a la altura del pubis.

—¿Qué es eso que lleváis puesto?

—Algo que nos ayudará a concebir. A tener un hijo varón como el que se malogró.

—¿Con esto? —replica incrédulo el rey—. Jamás.

Isabel vuelve a arroparse.

—Tenéis que entenderlo. Nuestra pasión ofende a Dios y Él nos castiga privándonos de un heredero.

—¿Quién ha dicho tal cosa? —Y añade en referencia al camisón—: ¿Esto es idea de vuestro confesor?

—No, pero qué importa si conseguimos nuestro propósito.

—Prefiero ofender al mismísimo Satanás antes que renunciar al roce de vuestra piel.

Pero la reina insiste:

—Si Dios exige que renunciemos a la carne, acataremos su voluntad.

—Sea, pero mientras tanto tened por seguro que no permitiré que nada se interponga entre vos y yo.

Al día siguiente, Fernando va en busca de fray Hernando.

—Alteza, ¿puedo ayudaros? ¿Busca consuelo vuestra alma?

—Con una respuesta me conformo —replica Fernando—. La pasada noche mi esposa me sorprendió con un excesivo recato en lo que a sus obligaciones maritales se refiere. ¿Tenéis algo que decir al respecto?

—Señor, mi cometido es escuchar y guiar a la reina.

—Cierto, pero sin inmiscuiros en nuestros asuntos de alcoba. ¿Con qué derecho os atrevéis?

A Talavera el tono que emplea Fernando se le antoja ciertamente severo. Contesta el fraile con aséptica franqueza:

—La reina vive atemorizada por el pecado de la carne… Y se sabe culpable. Teme el castigo de Dios tanto o más que vuestro rechazo.

—Pues aplacad sus miedos y libradla de sus culpas. Tal vez así su vientre vuelva a ser fértil y me dé el hijo varón que tanto necesitamos.

—Creedme, rezo cada día para que nazca el niño que habrá de llevar sobre su cabeza las coronas de Castilla y Aragón.

—Y yo os lo agradezco, pero entended que rezar no basta; aquí también se fornica a mayor gloria de nuestros reinos. Tenedlo bien presente.

Con el relato de Abraham Seneor todavía fresco en su memoria, Andrés Cabrera se personó el mismo día de la agresión en el despacho del alcaide de Segovia, Alfonso de Maldonado. Es el alcaide un hombre con la cuarentena largamente rebasada, de aspecto y modales toscos, que gusta del vino más que de las complicaciones. Y Cabrera no trajo vino, sino apremio y malhumor. Solo consiguió el converso que Maldonado se comprometiera a apresar a los agresores del rabino, con la advertencia de que identificarlos no sería tarea fácil. Hoy, varias jornadas después, sin noticia de detención alguna, Andrés Cabrera golpea con los puños la mesa del alcaide.

—¡La reina está impaciente por saber quiénes son los agresores de su recaudador! ¡Os exijo una explicación!

—Amigo Cabrera, es común que haya agresiones en las calles y caminos de Castilla. Ocurren todos los días. Más aún si hay provocación…

En nada agrada al tesorero real la insinuación del alcaide.

—¿A qué os referís?

—Nadie gusta de pagar impuestos, menos aún si el recaudador es judío.

—¿Cuestionáis una decisión de la reina?

—Solo cuestiono la legitimidad de esos a quienes defendéis con tanto celo.

Cabrera estalla:

—¡Basta ya!

Alfonso de Maldonado no se inmuta. Disfruta el alcaide viendo fuera de sí al converso.

—Enteraos bien —advierte Cabrera—: Agredir a un judío se castiga tanto como si es cristiano el agredido. Y si el judío trabaja para la Corona, es como agredir a la mismísima reina de Castilla. Así que ya podéis esmeraros por encontrar al culpable.

Maldonado asiente, no sin sorna:

—En Segovia abundan los partidarios de librarse de esa gente. ¿Hemos de colocarlos a todos en el cepo?

—Os estáis equivocando, Maldonado. —Y es más amenaza que advertencia—. No os extrañe que la próxima piedra que se lance contra un judío caiga sobre vos.

Pesa el tedio a cualquier edad; mas en la juventud, la unión de tedio y soledad pone a prueba al carácter más templado. Larga, tediosa y solitaria se le está haciendo a Juana la espera desde que su esposo Alfonso partiera hacia tierras francesas. La reina de Portugal vive cautiva de su rango y de sus anhelos, pues ha de conservar la ilusión de que el rey regresará de Francia al frente de un poderoso ejército para colmar sus ambiciones en Castilla. Pero de Alfonso las palabras que llegan son escasas y más teñidas de cortesía que de ardor guerrero.

«Mi señor don Alfonso, rey y amado esposo —ha escrito Juana al marido ausente—. Muchas semanas han pasado sin noticias vuestras y en la espera crece la inquietud en mi corazón, pues tanto añoro vuestra compañía y protección como el resultado de vuestras gestiones ante el rey Luis.

»En tanto, a falta de nuevas favorables, solo espero que vuestra prolongada estancia en Francia sirva para conseguir su alianza con Portugal y juntos reanudar con fuerza renovada la conquista de Castilla. Yo, la reina.»

¿Qué hay más efímero, delicado y vulnerable que la ilusión de una joven abandonada? Quizá se ha formulado Alfonso esa pregunta. Quizá no, quizá su sobrina y esposa esté menos presente en su pensamiento de lo que ella supone. Podría ser, dado que las inquietudes piadosas mantienen el ánimo del rey cada vez más ocupado. En cualquier caso, no será por falta de tiempo pues Alfonso aguarda, día tras día, semana tras semana, a que Luis el Prudente consienta que Portugal y Francia unan por fin sus fuerzas contra Fernando e Isabel. Y tan ansiado acontecimiento no termina siquiera de fraguarse.

A decir verdad, a pesar de la distancia, el rey Alfonso no ha descuidado los asuntos de su reino. Al partir encomendó al príncipe heredero las tareas de gobierno. Tras la recepción de la última carta de Juana, dar sosiego a la joven soberana se ha convertido en una de ellas. Pronto recibe, por tanto, la visita del apuesto portugués.

—Por fin un soplo de aire fresco entre estos muros —suspira la reina—, gracias a Dios.

—¿No os complace la vida en nuestro palacio? —pregunta Juan—. Habláis con la desesperación de una prisionera.

—Por culpa de vuestro padre vivo en una prisión sin barrotes. ¿Tenéis noticias suyas?

—De sus negociaciones en Francia vos y yo sabemos lo mismo —masculla el príncipe.

—Entonces ¿qué os trae por aquí?

—Al parecer la insistencia de vuestras cartas preocupa a vuestro esposo. Ordena por ello que me ocupe de vuestro bienestar.

Aún es demasiado niña la reina para ocultar su decepción como el recato exige:

—Si tal orden os desagrada, podéis darla por cumplida y partir.

—Al contrario —replica el príncipe con exquisita cortesía—, estoy seguro de que será una grata distracción, al menos para mí.

Se ruboriza Juana y acepta sin titubeos dar un paseo a caballo con el príncipe por los alrededores de Sintra. Cabalgan al paso por sendas desconocidas hasta ese día para la reina. A Juan le complace relatar sus partidas de caza, muy abundante y diversa en esos montes cuyos recodos ha memorizado desde niño. Brillan los ojos del príncipe cuando evoca la primera lectura del tratado de caza de Gastón de Foix, obra que elogia sin moderación alguna. Todo lo que sabe sobre el arte cinegético lo ha aprendido en el libro del bearnés, según dice, y sin duda la copia que guarda en su biblioteca particular es su tesoro más preciado.

—¿Y no os complacería más lanzar vuestras flechas contra las tropas de Isabel que contra indefensos venados?

El príncipe calla, de vuelta a los asuntos de gobierno. Responde tras un doloroso suspiro:

—Lo estoy deseando, os lo aseguro. Tened la certeza de que la derrota me supo tan amarga como a vos.

—A vos os impidieron la victoria, a mí me han arrebatado el trono. He malogrado el legado de mis padres.

—Nada habéis malogrado, vos no tenéis culpa alguna.

—La tengo por haber creído en promesas vanas —se lamenta la joven—. Pero no he renunciado a luchar por lo que es mío. Vuestro padre, sin embargo…

Hay resentimiento en la voz del portugués cuando interrumpe:

—No sé a qué se dedica en Francia…

—¡Al diablo con Francia! —exclama Juana—. Busquemos otras alianzas. Vayamos a Madrid. Veamos al arzobispo Carrillo y al marqués de Villena. Aún son poderosos. Formemos con ellos un nuevo ejército. Se lo deben a mi padre y me lo deben a mí.

Al príncipe le sorprende el ímpetu belicoso de Juana.

—Admiro vuestra determinación, pero mucho me temo que no es tan sencillo.

—Habré de ser yo misma entonces, como Juana de Arco contra los ingleses, la que alce la espada contra Isabel.

—Juana de Arco traía consigo un ejército de cinco mil hombres —advierte el príncipe—. Salid de Portugal y perderéis la cabeza como la han perdido muchos de vuestros partidarios.

—Los que queden estarán deseando vengarlos. Como yo misma.

—Pero no podemos obrar a espaldas de mi padre.

—No sería mayor traición que abandonarme y desaparecer, como él ha hecho.

Juana se ha atrevido a declarar tal cosa mirando a los ojos del heredero. Fiera y orgullosa, digna hija de su madre. Asiente el príncipe y en su rostro se refleja la rabia que produce la frustración en los espíritus impacientes.

—Lo peor es que razón no os falta. Si yo fuera rey…

Calla Juan por prudencia, pero Juana le apremia:

—Hablad con confianza. No tomaré vuestras palabras como una felonía hacia Alfonso, sino como un gesto de valentía.

—Vuestra boda con mi padre fue un error —se sincera Juan—. A mi padre le falta el empuje de la sangre nueva, y vos sois joven y ambiciosa…

—Igual que vos. —Toma Juana la mano del heredero, sintiéndolo afín a sus deseos como nadie hasta ahora—. Con vuestras mismas aspiraciones: conseguir que Castilla y Portugal sean un solo reino.

—Ah, qué diferente hubiera sido todo de haberse concertado nuestro matrimonio en vez de…

Se estremece Juana al escuchar tal cosa. Juan se retracta sin haberse percatado del efecto que ha producido su declaración:

—Disculpad. Creo que he dado rienda suelta a mis pensamientos. Si la infanta Leonor, mi esposa, me oyera…

—Confiad en mí. Saber que tengo vuestro apoyo me da nuevas fuerzas. Lo lograremos.

Admira Juana a su primo hermano e hijastro durante el regreso a las caballerizas reales, aprovechando el ensimismamiento en el que ha caído el príncipe heredero tras su conversación. En verdad nada hay más delicado, vulnerable y fértil que la ilusión de una joven abandonada.

Don Álvaro de Zúñiga y Guzmán, conde de Plasencia y duque de Arévalo, comparece ante Isabel en el alcázar segoviano. Escucha el noble atentamente a la reina, grave y orgulloso, en presencia de Gutierre de Cárdenas y Andrés Cabrera. Siguiendo los consejos de Fernando y del fiel Chacón, ha convocado Isabel al rebelde para pactar un acuerdo: perdón a cambio de ciertas condiciones, las que termina de relatar en este momento:

—Y además de alzar pendones por sus altezas los reyes de Castilla, habréis de hacerme entrega del ducado de Arévalo.

Se molesta Álvaro de Zúñiga al escuchar esto último. Gutierre de Cárdenas se anticipa a su réplica:

—Decid, ¿aceptáis dichas capitulaciones como muestra de lealtad y fidelidad a vuestra reina?

El conde de Plasencia ningunea a Cárdenas y se dirige a Isabel:

—Señora, mi primo don Íñigo recibió mejor trato de vos en Burgos, pues conservó títulos y propiedades. ¿Acaso he de ser yo menos que él?

—Comprended que no puedo permitir que sigáis ostentando el título de duque de Arévalo, cuando esa villa pertenece a mi madre.

—Comprended vos que con mi título va también mi honra.

Esboza una sonrisa Isabel y se aviene a negociar:

—¿Conviene a vuestra honra ser duque de Béjar, además de recibir otras compensaciones?

Zúñiga disimula su sorpresa. Sin tiempo para que reaccione, Cárdenas le tiende el documento que acredita el trueque.

—Mantendríais el título pero vinculado a otro de vuestros dominios —explica el consejero—. Además, el condado de Plasencia también se elevaría a ducado.

—Recuperaríais igualmente los cargos de justicia mayor y alguacil mayor —añade Isabel— que ya ejercisteis bajo el reinado de mi hermano Enrique.

Don Álvaro echa un vistazo al escrito. Ni a Cárdenas ni a Isabel se les escapa que el trato le complace. Finalmente, el noble pide recado de escribir y firma el acuerdo. A renglón seguido, acude a arrodillarse ante los pies de Isabel.

—Levantaos —solicita la reina—. No os he hecho llamar para humillaros, sino para que aceptéis mi propuesta. Deseo poder contar con vuestro apoyo en lo sucesivo.

—Os lo demostraré en cuanto se presente la ocasión.

—En tal caso os tomo la palabra y solicito de vos que me ayudéis a convencer a don Diego Pacheco para que cese su rebeldía hacia la Corona.

Se inquieta el de Plasencia ante la demanda pues conoce bien la postura irreductible del de Villena. Teme don Álvaro no ser capaz de cumplir las expectativas de la reina en la primera encomienda que recibe.

—Haré todo lo que esté de mi mano, pero…

—Sé que vuestra misión no es fácil —interrumpe Isabel las objeciones de Zúñiga—. Por tanto os lo agradeceré doblemente.

Satisfecha con el resultado de la audiencia y habiendo dispensado al duque, Isabel solo piensa en los preparativos del viaje a Arévalo, tan impaciente está por comunicar a su madre que la villa es suya. Andrés Cabrera la retiene un instante en la sala del trono.

—Tan solo un asunto más, mi señora. Se trata de Maldonado. El alcaide sigue sin dar muestras de interés por capturar a los agresores de Abraham.

—¿Hace oídos sordos a mis requerimientos?

—Puede más su inquina hacia los judíos que la obediencia que os debe.

—Entiendo. Tenéis mi consentimiento para obrar en consecuencia.

Al alcaide Maldonado se le atraganta el último sorbo de vino al ver irrumpir a Andrés Cabrera en su despacho. Viene el converso acompañado por su suegro Pedro de Bobadilla y unos alguaciles.

—¡Prendedlo! —ordena.

Antes de que pueda ofrecer resistencia, los alguaciles se abalanzan sobre Alfonso de Maldonado, inmovilizándolo por los brazos.

—En nombre de Isabel de Castilla, quedáis destituido —declara Cabrera—. Ya no sois el alcaide de Segovia.

—¡Soltadme, perros!

Complace a Cabrera desbancar personalmente al arrogante Maldonado.

—Dad gracias a la magnanimidad de la reina. Por mí os hubiera lapidado.

—Sin duda un castigo muy acorde con lo que sois, un maldito judío converso.

Hace oídos sordos el tesorero real al insulto de quien ha caído en desgracia y presenta a su acompañante:

—Os presento a vuestro sustituto, don Pedro de Bobadilla.

—¿Tenéis el valor de darle el cargo a vuestro suegro?

Por toda respuesta, Cabrera ordena a los alguaciles que saquen a Maldonado del alcázar. Deben forcejear con él, pues se resiste como res que va al encuentro del matarife. Antes de salir, escupe hacia Cabrera:

—¡Os juro que esta me la pagaréis! ¡Hideputa! ¡Maldito hideputa!

Ligero de equipaje y con el ánimo pesaroso ha viajado Álvaro de Zúñiga hasta el alcázar de Madrid. Trae un documento con las capitulaciones que Diego Pacheco ha de firmar para obtener la gracia de Isabel. Como bien suponía el duque, el de Villena no parece dispuesto.

—¡Esa mujer no va a humillarme! ¡No cederé!

—Don Diego, os lo ruego, recapacitad.

Ha extendido Zúñiga el documento sobre la mesa del marqués. Confía ahora en que el alarde de dignidad del mancebo de Juan Pacheco no se prolongue más de lo que el honor exige.

—¡Grandes amigos de mi padre han muerto a manos del verdugo por no jurarle obediencia! ¡Caballeros con más honor y nobleza que esa impostora que se dice reina de Castilla!

Diego Pacheco señala un muro sombrío donde cuelga un retrato poco afortunado del fallecido.

—¡Ahora mismo debe de estar retorciéndose en su tumba! —Golpea sobre la mesa Pacheco—. ¡Guardad esos documentos, no pienso firmar!

—El trago es amargo, sí… Para mí también lo fue —reconoce el duque—. Pero obrad con astucia y aveníos a pactar. Tiempo habrá de desdecirse, si las circunstancias son otras.

—Os diré algo que me enseñó mi padre: la Historia no tiene clemencia con los cobardes. —Y vuelve Pacheco a señalar el cuadro—. ¿Qué esperaría él de mí? ¿Que me arrodille ante una usurpadora, ante su enemiga?

—Más vale arrodillarse ante la reina que hacerlo ante el verdugo —concluye Zúñiga antes de marcharse, harto de tanta baladronada—. Avisado quedáis.

A medianoche, con las velas de los candelabros a punto de consumirse, Diego Pacheco medita en soledad, recostado en un sillón. Sobre la mesa aún aguardan su firma las capitulaciones. En su mano derecha pende con laxitud una copa de vino vencida. Parte de su contenido se ha derramado en el suelo. No se percata de ello Pacheco, ya que observa ensimismado el retrato de su padre, cuya voz parece escuchar de pronto a su espalda:

—¡Resistid! ¡Recordad que antes morir con honra que vivir por los restos deshonrado!

Pacheco se sobresalta y la copa se escurre entre sus dedos, cayendo al suelo. Agitado, el marqués de Villena repara de nuevo en el documento de la reina. Lo coge y lo hace pedazos, decidido.

Ha insistido Fernando en dar un paseo a caballo con su esposa. Han llegado hasta el lugar donde Isabel deseaba edificar una ermita en honor a san Juan. No han sido favorables las circunstancias y tras la pérdida del heredero parece haberse arrinconado definitivamente el proyecto. Desde la loma contemplan la ciudad de Segovia a la luz de las primeras horas de la mañana.

—¿Verdad que es hermosa? —Admira Isabel el paisaje como si fuera la primera vez que lo tiene ante sus ojos—. ¿La imagináis coronada por una catedral con agujas tan altas que rocen el cielo y se puedan contemplar desde varias leguas?

—Ya tenéis la de Burgos. Y yo me encargaré de que pronto tengáis todas las de Castilla.

La reina evoca uno de los sueños que comparten con sus antecesores:

—Una Castilla unida. Lista para marchar hacia Granada con el apoyo de todos sus nobles, mesnadas y órdenes de caballería.

Callan un instante los soberanos para saborear ese momento que aún está lejos.

—Debo daros las gracias —se sincera la reina—. Seguí vuestros consejos y he recuperado para mi madre el ducado de Arévalo, sin derramar sangre alguna.

Fernando sonríe complacido.

—Lo aprendí de mi padre. Un rey debe ser…

—Querido, no temido por sus súbditos —completa Isabel—. Esta tierra está necesitada de gobernantes justos y vos lo sois.

Se torna grave el gesto de Fernando.

—No es la única…

Aguarda Isabel la explicación de su esposo.

—Los franceses han sitiado Fuenterrabía. Debo partir inmediatamente.

—Vais de nuevo a la batalla.

—No temáis, no tengo intención de dejarme atravesar por una lanza francesa. Regresaré sano y salvo. Pero antes es mi deseo visitar a mi padre.

Isabel comprende tanta insistencia en venir a este lugar que tanto les complace. Las malas noticias, mejor comunicarlas en un entorno que incite a recibirlas con amabilidad y comprensión.

—¿Permaneceréis en la corte?

Parece haberse oscurecido la mañana y no es a causa de una nube pasajera.

—Os concedo que os preocupéis por el enemigo —alega Fernando con enorme tacto y cariño—, pero no por las sombras del pasado que no son sino eso, sombras.

Asiente la reina sin convencimiento pues se unen a sus celos los malos recuerdos. Fernando acaricia el rostro de Isabel.

—Nada volverá a interponerse entre nosotros. Os lo aseguro.

Confía Fernando en que las yemas de sus dedos transmitan la sinceridad de sus deseos, pues su voz y su mirada no parecen bastar a la reina. E Isabel pone toda su voluntad en creer a su esposo, temiendo sin embargo que sus promesas y la ermita no construida compartan un destino similar.

Ejerce el suegro de Andrés Cabrera como alcaide de Segovia con mano férrea. ¿Quién puede atreverse a poner en entredicho a Pedro de Bobadilla? ¿Acaso no goza de la confianza y protección del tesorero real, hombre próximo a la Corona cuya lealtad nadie pone en duda? ¿Quién, salvo el resentido Maldonado, osaría contravenir al nuevo alcaide?

Poco a poco, Pedro de Bobadilla pone orden en sus nuevos dominios. Hoy ha traído Cabrera a su presencia a Francisco Hontoria, molinero e hijo y nieto de molineros segovianos. Aguarda Hontoria conocer el motivo de la citación y es patente que desea abandonar el alcázar cuanto antes.

—Tenéis al alcaide preocupado —afirma Cabrera—, pero vos parecéis más inquieto que él…

—Quien nada debe, nada teme —niega raudo el molinero.

Pedro de Bobadilla abre un grueso tomo de contabilidad por una página señalada. Lo gira hacia el molinero para que este pueda leerlo.

—Entonces ¿podéis explicar las irregularidades que aparecen en estas cuentas?

Hontoria hace ademán de no comprender a qué se refiere el alcaide. Cabrera se apresta a explicárselo señalando las cifras recogidas en el libro:

—El trigo almacenado en los silos reales no se corresponde con las fanegas de harina molida en el molino que tenéis en arriendo.

—Poca harina sacáis del trigo que entra en vuestra aceña —apunta el alcaide.

—O una plaga de ratas devora nuestro grano por el camino, o esas ratas se lo están quedando para venderlo por su cuenta.

—Debe de tratarse de un error —aduce apurado el molinero.

—Y grave, sin duda —apostilla Cabrera.

Hontoria calla, angustiado.

—No empeoréis más las cosas —advierte el alcaide—. Estamos al tanto de vuestro trato con Maldonado. De las sisas que iban a parar a su bolsa a cambio de mantener para vos la concesión del molino.

—Concesión que os será retirada de inmediato —sentencia Cabrera—, y rezad para que todo quede en eso.

El molinero, descubierto, baja la vista. Pedro de Bobadilla detalla las penas que esperan al atribulado Hontoria:

—Sabéis seguramente mejor que yo que la multa asciende a sesenta maravedíes por el primer delito, ciento veinte por el segundo y otros ciento veinte más cincuenta azotes si la falta se repite por tercera vez. Mirad, mirad vos mismo: ¿cuántos errores, como los llamáis, contáis en el libro?

—Más de tres y más de treinta veces tres, sin duda —asegura Cabrera.

El molinero no aguanta más y confiesa:

—Os lo ruego. Tened piedad de mí. Yo solo hacía lo que me ordenaban. Tengo familia e hijos.

—La idea no fue vuestra, lo sabemos —admite Cabrera—, pero ¿acaso no deberíais haber denunciado el fraude?

—Temía por mi vida y la de los míos. Conocéis al alcaide, a vuestro antecesor —corrige rápido en dirección a Bobadilla—, sabéis que no es hombre con quien convenga estar a mal…

—Olvidaos de Maldonado, ya nada habéis de temer de él. ¿Estáis dispuesto a enmendar vuestro error?

—Sí, sí, por el amor de Dios —contesta rápido el molinero.

—Entonces fijaremos un nuevo porcentaje —anuncia Pedro de Bobadilla—. Pongamos que la sisa para el alcaide sea el doble que la anterior.

A Cabrera la propuesta de su suegro lo ha pillado por sorpresa. Disimula su incomodidad ante la codicia de Bobadilla. El molinero está igualmente perplejo.

—Solo si deseáis conservar la concesión del molino, claro está —advierte don Pedro.

Hontoria, todavía desconcertado, acepta por obligación. El alcaide sonríe satisfecho y Cabrera calla.

—Espero no importunaros acudiendo a vuestros aposentos a estas horas.

Recibe con alegría indisimulada la reina Juana de Portugal al príncipe Juan cuando ya ha caído la noche.

—Vuestra presencia nunca es inoportuna. No os quedéis en la puerta, pasad.

Nada más entrar en la alcoba, el heredero portugués entrega a Juana un objeto envuelto en una rica tela bordada. Juana, sorprendida, festeja el regalo:

—¿Un presente? ¿Para mí?

Por el tamaño y la forma del objeto, la joven adivina que se trata de un libro. Juana deshace el envoltorio con impaciencia y nada más ver el volumen se emociona:

—¡Es el Jardín de las nobles doncellas! ¡El libro de preceptos que me regaló Carrillo! —Y pregunta asombrada—: ¿Lo teníais vos todo este tiempo?

—No sabía que era vuestro. Pero llegó a mis oídos que tuvisteis que partir ligera de equipaje y que os visteis obligada a prescindir de él.

—Desde entonces no he hecho más que prescindir de todo —suspira Juana—. No sabéis cuánto os lo agradezco, significa mucho para mí.

—Imaginé que el libro os ayudaría a sobrellevar vuestras horas de soledad entre estos muros.

—Veo que sois el único que me comprendéis. Con más hombres como vos pronto llegaría el momento de deshacer el camino de huida para recuperar no solo libros, sino todo lo arrebatado.

—Ruego por que llegue ese momento —declara Juan, con brillo en los ojos.

Juana clava su mirada en el príncipe, a la vez que se aproxima a él con el libro en sus manos.

—No sé qué puedo decir, ni cómo podría agradeceros vuestro regalo.

—Me basta con haberos devuelto un pedazo de lo que es vuestro —asegura Juan con suma corrección—. Disfrutadlo.

El príncipe hace una cuidada reverencia y sale de la alcoba de la reina, dejándola a merced de sus sueños.

Al alba todo está listo en el patio de armas de Segovia para que la reina de Castilla y su séquito emprendan viaje hacia Arévalo. Fray Hernando de Talavera imparte su bendición a la comitiva:

—Que el Señor proteja vuestro camino hacia Arévalo y sus ángeles os acompañen.

Isabel se santigua y hace una seña a la princesa para que la imite.

—¿Dónde está Chacón? —pregunta la reina—. No quisiera que se nos echara la noche encima antes de llegar.

Llega Chacón hasta la reina con el ánimo precipitado.

—Disculpad la tardanza, hemos recibido noticias de Zúñiga. El marqués de Villena se niega a aceptar las capitulaciones.

—¿Sin más? ¿No hay peticiones ni exigencias?

Chacón lo confirma. Isabel cavila, contrariada. Quizá se excedió confiando en que Pacheco seguiría el ejemplo del duque de Plasencia. Quizá su cerrazón sea una táctica para comprobar hasta dónde está ella dispuesta a ceder. O bien:

—Tal vez don Diego se ha propuesto poner a prueba mi paciencia.

—Podemos traerlo hasta Segovia cargado de cadenas, para que comparezca ante vos —sugiere Gutierre de Cárdenas.

Chacón rechaza la idea:

—¿Y distinguirlo como caudillo de los rebeldes ante todos? Sería un error.

—Cierto. Además, se sentiría honrado —admite Cárdenas—. Después solo podríamos enviarlo al cadalso.

—Si fuera ese mi deseo, su cabeza ya luciría en lo alto de una pica —asegura Isabel—. No, acudiré a Madrid. Estoy dispuesta a negociar con él hasta que ceda.

Chacón asiente, convencido de que la reina logrará que capitule.

—Entonces enviaré aviso a vuestra madre de que se pospone el viaje a Arévalo.

—Hacedlo, pero encargaos vos en persona —puntualiza Isabel con media sonrisa—. Comunicad a mi madre la recuperación del ducado y encontraos con vuestra esposa, a la que tanto echáis de menos.

Chacón acepta agradecido la misión.

—¿Y la princesa? —pregunta a reglón seguido.

—Quedará a cargo de Beatriz en Segovia. Vos me acompañaréis a Madrid —ordena la reina a Cárdenas—. Que dispongan mi caballo.

Se despide una vez más Isabel de su hija, dejándola de nuevo en manos de su amiga Beatriz de Bobadilla:

—Portaos bien y obedeced en todo lo que se os diga.

La princesa asiente con un punto de tristeza por el cambio de planes.

—Marchad tranquila. La cuidaré como a una hija —responde Beatriz cogiendo la mano de la pequeña.

De la pedrada recibida, aparte del recuerdo, solo queda en la frente de Abraham Seneor una discreta cicatriz alargada. Ha ordenado el recaudador que sus alguaciles depositen un arcón repleto de monedas sobre la mesa de Andrés Cabrera. Toma este las cuentas del escribano para cotejarlas después con las suyas y sonríe satisfecho al rabino.

—Veo que como recaudador sois de una gran eficacia. No se os escapa un maravedí.

—Ese fue el trato con la reina —replica grave el judío—. Servirla con esmero, tarea que cada día os aseguro me resulta más difícil.

—El pago de mayores tributos es un mal necesario, no esperéis que os reciban con alharacas.

—Temo que me aguarden más pedradas, o algo peor.

—Mi querido Abraham, si hemos aumentado las sisas es por el bien de la Corona. Todos debemos colaborar en la recuperación de las arcas reales.

—No solo las sisas son motivo de queja —puntualiza Seneor con gesto adusto—. Desde que vuestro suegro juró como alcaide de la ciudad, el precio del pan se ha duplicado, ¿eso también es un mal necesario?

—¿Qué insinuáis? ¿Dudáis de la honestidad de don Pedro de Bobadilla?

Abraham Seneor responde mirando a su pariente a los ojos:

—¿Hay razones para la duda?

Cabrera replica sin inmutarse:

—Yo mismo intercedí por él ante la reina, igual que por vos. ¿Acaso por ser mi suegro sus méritos son menores que los vuestros?

—«No cometeréis fraude en pesos y medidas» —cita el rabino—. Levítico diecinueve, versículo treinta y cinco. No lo digo yo, lo dice la ley de Moisés.

Aunque Andrés Cabrera se mantiene imperturbable ante Seneor, la acusación le turba. No obstante, cuando al caer la noche Pedro de Bobadilla le entrega la parte que le corresponde de las sisas del molinero, Cabrera parece haber olvidado el sermón.

—¿No queréis contarlo? —pregunta su suegro al ver que Cabrera guarda la bolsa que le ha dado en una arqueta, junto con otras.

—Si no me fío de vos, ¿de quién habría de hacerlo?

Al alcaide Bobadilla le satisface tanto la confianza de su yerno como el tintineo de las bolsas.

—Pingües son los beneficios que el cargo nos reporta.

—Esto no durará, os lo advierto —aclara Cabrera—. Pararemos cuando el futuro de mis hijos esté asegurado.

Interrumpe la conversación Beatriz de Bobadilla y su esposo cierra instintivamente la arqueta. Don Pedro, en apariencia más ducho en el arte del disimulo, acude a besar a su hija.

—Muy juntos se os ve a menudo —recrimina Beatriz de buen humor—. ¿No estaréis tramando algo a mis espaldas?

—Hija mía, qué cosas tenéis. Decidme, ¿qué podría ocultar un padre a su hija?

—Vos a solas nada, pero con vuestro yerno al lado…

—Tenéis razón —responde Cabrera—. Nos habéis descubierto y ya no hay vuelta atrás.

Cabrera abre la arqueta, ante la atónita mirada de su suegro. Saca una bolsita de tela aterciopelada y la entrega a su mujer.

—Aquí tenéis el objeto de nuestro secreto.

Beatriz saca de la bolsa dos gemas.

—¡Piedras de águila! —exclama la camarera de la reina mientras contempla las gemas ilusionada.

—No hay amuleto más valioso para asegurar embarazo y alumbramiento sin complicaciones —asegura Cabrera.

—Pero… son muy caras y difíciles de encontrar.

—Todo es poco para vos y para mis hijos.

Beatriz, dichosa, se vuelve hacia su padre.

—¿Habéis visto qué esposo tengo?

Asiente el alcaide Bobadilla y sonríe cómplice a Andrés Cabrera.

Recién llegado a Arévalo al anochecer, Chacón apenas se ha despojado de los guantes de monta cuando comunica a Isabel de Portugal que el ducado es suyo. Le llama la atención, sin embargo, el silencio con el que la madre de la reina acoge la noticia. Quizá se deba a su mente deteriorada, especula el noble, pues los síntomas de la demencia de doña Isabel van y vienen sin que nadie sepa poner remedio.

—Creed que vuestra hija lamenta no poder encontrarse junto a vos —explica Gonzalo Chacón con suma gentileza—. Asuntos de gobierno han impedido que sea ella misma la portadora de la buena nueva que os traigo.

Pero en nada cambia Isabel de Portugal la severidad de su gesto mientras caminan hacia el interior del castillo.

—Señora, ¿os ocurre algo? —inquiere el noble—. ¿No os alegra recibir noticias de vuestra hija?

Por fin la madre de Isabel se detiene. Habla a don Gonzalo con voz serena, pero le mira conmovida:

—Mi fiel Chacón, temo que no sea momento para alegrías…

No lo es, en efecto. Descubre Gonzalo Chacón que su esposa Clara, a la que hace tanto que no ve, se encuentra postrada en su lecho. Tanto ha consumido su cuerpo la enfermedad que de no ser por su mirada don Gonzalo tal vez no la hubiera reconocido. Su tez, pálida y amarillenta, no deja lugar a la duda: Clara Álvarez de Alvarnáez no tardará en ir al encuentro del Señor. Guarda Chacón para sí el abatimiento que invade su ánimo al verla en semejante trance.

—¿Por qué no se me comunicó nada?

—Así lo pedí yo. —Ha de esforzarse Clara para pronunciar esas palabras y disculpar el silencio cómplice de todos los que de ella cuidan.

—No habléis, os lo ruego. Ahorrad fuerzas. —Chacón interroga a Isabel de Portugal—: ¿Y los físicos? ¿Qué han recomendado?

—Ninguno acierta con su mal.

Hay una conmovedora resignación en los ojos cercados de Clara. Chacón acaricia su mano y se sincera con ella:

—La culpa es mía. He permanecido alejado de vuestro lado tanto tiempo… Os he tenido descuidada, pero os prometo que eso va a cambiar. A partir de hoy seré yo quien vele por vos, os procuraré todo lo que preciséis. Os lo juro.

Y rubrica el voto con un beso en la frente febril de su esposa.

Es 31 de julio de 1476. El sol aún no está en su apogeo. Sin embargo, el molino de los Hontoria se asemeja a un caldero en plena ebullición. Es así porque Alfonso de Maldonado tiene atrapado al desdichado molinero y lo zarandea ante una turba de humildes segovianos.

—¡Aquí tenéis al culpable de la subida del pan! ¡Él es quien hace pasar hambre a vuestros hijos!

—¡Ladrón! ¡Perro sarnoso! —insultan los vecinos al acusado.

Maldonado desenvaina su daga y amenaza con ella a Hontoria, colocándosela en el cuello.

—¡¿Con qué derecho cobráis así la harina, ladrón?!

Sin esperar respuesta, pues Maldonado ya la conoce y considera que el inculpado aún no está listo para sincerarse, el depuesto alcaide arroja al suelo al molinero. De inmediato los vecinos se apiñan en torno a él. La multitud increpa, escupe y golpea con saña al pobre Hontoria.

—¡Hideputa! ¡Magancés!

El molinero se cubre la cabeza e intenta explicarse, pero la lluvia de golpes no lo permite. Cuando Maldonado considera que ya se le ha mortificado bastante, se interpone y le obliga a ponerse de pie.

—¡Callad! Parece que el bellaco tiene algo que decirnos. Hablad —conmina Maldonado al molinero—, reconoced ante todos el motivo del abuso.

—Si he cobrado de más —balbucea aterrorizado Hontoria—, ha sido para compensar las sisas que me obliga a pagar el nuevo alcaide para su provecho…

Repunta el revuelo con la declaración del molinero. Uno de los agraviados se lanza a por él, cuchillo en ristre.

—¡Cortémosle la mano por ladrón!

La muchedumbre anima al exaltado a que proceda, mientras otros se encargan de inmovilizar al reo. Cuando están a punto de hundir la hoja en su muñeca, Maldonado interviene de nuevo, apartando a las gentes y protegiendo a Hontoria:

—¡Quietos! ¡Calmaos! ¿No veis que no es él contra quien debéis descargar vuestra ira?

—¿Contra quién, entonces? ¿Quién merece mayor castigo que este miserable?

Es la pregunta que don Alfonso esperaba. No en vano quien la formula está a sueldo del resentido alcaide.

—Quienes han provocado que esto suceda —contesta Maldonado—: El nuevo alcaide y su yerno el converso, que es quien le ha colocado en mi puesto.

Corrobora Hontoria, asintiendo aterrorizado, al ver que puede librarse de la mutilación.

—¿De veras ansiáis justicia?

Los segovianos contestan afirmativamente al unísono. Maldonado los contempla. En verdad están dispuestos a castigar a cuantos culpables señale.

—Haced que la reina me nombre alcaide y juro que no volverán a robaros, ¡jamás!

El clamor de los segovianos a favor de Maldonado atosiga a Hontoria. Reza para que pronto se olviden de él y marchen a desquitar a don Alfonso.

—¡Abajo los ladrones! ¡Muerte al converso!

Maldonado azuza los ánimos de la horda igual que un pastor dirige un rebaño de dóciles merinas.

—La reina debe escucharnos, ¡la obligaremos!

—¿Cómo pensáis hacerlo?

—Apoderándonos de su bien más preciado —desvela Maldonado, alzando su daga al cielo—: ¡Su hija!

Jalean los segovianos a su nuevo guía, ávidos de venganza, sin saber que van a ejecutar la de otro. Y mientras, de rodillas a los pies de Maldonado, el molinero da gracias a Dios en silencio.

Preside la reina Isabel una tensa reunión en el salón principal del alcázar de Madrid, al que ha llegado escoltada por la guardia real. Es su forzoso anfitrión Diego Pacheco, que se halla plantado ante ella con gesto seco y altivo.

—Aceptadme como vuestra reina legítima —reclama Isabel— y recibiréis el trato que merece vuestra alcurnia. Os doy mi palabra: no padeceréis más que otros que también se alzaron contra mí. Sea don Gutierre testigo de mi ofrecimiento.

El aludido Cárdenas extiende ante el marqués de Villena otra copia del documento de la capitulación.

—¿Qué decís? —pregunta Cárdenas—. ¿Os avenís?

El mancebo de Juan Pacheco no se inmuta. Observa a sus interlocutores antes de responder:

—Mi padre, a quien Dios tenga en su gloria, no firmaría. ¿Por qué habría de hacerlo su hijo?

Tampoco se inmuta la reina. Daba por descontado que el tira y afloja se prolongaría. Es Cárdenas quien apremia al marqués:

—Debéis elegir entre traicionar la memoria de vuestro padre o traicionar a la reina.

—Sea. Corra mi sangre por las tablas del cadalso, antes de que fermente en mi corazón.

—Por el amor de Dios, sois un insensato —bufa Cárdenas, hastiado.

Isabel contiene su irritación. ¿Tan arrogante es el marqués que desea dictar su propia sentencia de muerte? ¿O acaso busca el martirio? Mas, ¿de qué le sirve cuando en su bando los más poderosos van cediendo uno tras otro? ¿Es testarudez o vanidad lo que lo empuja a inmolarse?

—He venido hasta vos con el ánimo de convenceros —declara solemnemente Isabel—. Grandes empresas nos aguardan y no deseo derramar más sangre castellana. Sangre noble que será imprescindible para acometerlas.

—No contéis con la mía. Habláis como soberana de un reino que no os pertenece por derecho.

La reina, indignada, se pone en pie. Ha tenido bastante.

—Por vuestra rebeldía contra la Corona, os condeno a morir a manos del verdugo —sentencia Isabel—. Quiera Dios que vuestra muerte sea la del último noble que se opuso a mi reinado.

—Prendedlo —ordena Cárdenas a la guardia.

No opone resistencia el marqués, aparentemente más preocupado por su dignidad que por conservar la cabeza sobre los hombros. Isabel y Cárdenas lo ven marchar bien erguido, con paso decidido. Como si quienes lo llevan preso en realidad lo escoltaran hacia la recepción de algún importante honor.

Sin haber abandonado aún el alcázar madrileño, llega un fatigado emisario con un mensaje para la reina.

—Alteza, un despacho urgente de Segovia.

Lee Isabel el documento y la alarma desencaja su rostro.

—El pueblo se ha levantado en armas contra el alcázar. —Y añade, con la congoja atenazándole la garganta—: ¡Mi hija está allí! ¡La princesa…!

Ciertamente, a esa hora Beatriz de Bobadilla corre angustiada por los pasillos del alcázar, llevando de la mano a la princesa Isabel. O por mejor decir, tirando del brazo de la pequeña.

—¡Rápido, corred más aprisa! —la apremia.

Llegan por fin hasta la puerta de la alcoba. Se escucha el rumor de los pasos de los amotinados acercándose, sus voces cada vez están más presentes. Solo una reducida escolta protege a las damas y ahora se pone en guardia, pues el combate se aproxima. Beatriz, muy nerviosa, se aturulla con la llave y no acierta a abrir la alcoba. Al fondo del pasillo aparece una muchedumbre armada con estacas, mazos, aperos de labranza, dagas, espadas y lanzas arrebatadas a los defensores. Al ver a la princesa, la turba exhala un murmullo de cruel satisfacción. Beatriz comprende horrorizada cuál es su objetivo y se coloca delante de la niña, protegiéndola, mientras grita:

—¡Socorro! ¡A mí la guardia!

A punto está la escolta de ser arrasada por la avalancha de segovianos enfurecidos cuando surge Andrés Cabrera en el extremo contrario del pasillo. Y acude el tesorero al frente de un destacamento de soldados, parte del cual refuerza al instante la escolta de la princesa.

No se acobardan los amotinados al ver lo que se les viene encima. Al contrario, se anticipan a la previsible embestida con otra más feroz. El choque entre los bandos se produce ante los ojos aterrorizados de Beatriz de Bobadilla. La dama hace lo posible por evitar a la niña la visión de la sangría que tiene lugar a una decena de metros. La acometida de las fuerzas reales es atroz. Intentan retroceder las primeras filas de los sublevados, pero la retaguardia los empuja contra las armas de los soldados que tienen enfrente. Los pasillos del alcázar devienen en embudo mortal donde se muere atravesado, asfixiado, aplastado.

Ocupaba el atemorizado Pedro de Bobadilla un lugar seguro tras la última fila del destacamento y ahora se protege en la alcoba junto a su hija Beatriz y la princesa. Irrumpe Andrés Cabrera con la espada ensangrentada para interesarse por el estado de su esposa e Isabel.

—¡Querían prender a la niña! —exclama asustada la Bobadilla—. Andrés, ¿qué está sucediendo?

—Maldonado ha organizado un levantamiento.

—¡La morralla pide mi cabeza! —gimotea Pedro de Bobadilla.

Cabrera ordena a su capitán que levante el puente del alcázar, pues teme nuevos ataques. Al tiempo, arenga a sus huestes para que se esfuercen por repeler la revuelta:

—Tened a buen seguro que nada valdrán nuestras vidas si algo le ocurre a la princesa.

Desde la penumbra de un rincón, la mirada ausente de Isabel de Portugal parece haberse posado en el cuadro que forman Gonzalo Chacón y su esposa Clara. No se ha apartado el noble del lado de la enferma desde que llegó a Arévalo. ¿Despierta la visión de los esposos algún recuerdo en la mente alunada de Isabel? Nadie podría negarlo o confirmarlo, tal es el ensimismamiento al que ha regresado en las últimas horas. Ajeno incluso a la presencia de la señora de Arévalo, Gonzalo cambia con suma delicadeza los paños humedecidos de la frente de Clara.

—La calentura no remite —advierte—. Voy a pedir a Isabel que os envíe a sus propios físicos.

—Si estoy de sanar o no, es algo que ya solo depende del Señor —musita Clara—. No quiero ser una molestia para nadie.

Chacón observa a su esposa con inmenso cariño y responde:

—Sois la persona más abnegada que he conocido. Mis obligaciones nos han mantenido alejados y jamás os escuché reproche alguno por ello.

Clara toma su mano.

—Gonzalo, no sufráis por mí. Sabed que he tenido una buena vida y que si volviera a nacer, sin duda os escogería como esposo.

—Hubiera preferido ser yo el enfermo —dice Chacón, quien a duras penas puede contener las lágrimas—. Os juro que me cambiaría por vos en estos momentos.

—Pero Dios no lo ha querido así, porque habéis sido llamado a una misión muy importante —dice la enferma, apretando la mano de su esposo todo lo que sus escasas fuerzas permiten—. El Señor sabrá compensaros…

No será esa noche, pues el Señor aún tiene reservada otra amarga prueba para el fiel Chacón. Llega a Arévalo la nueva del levantamiento en Segovia. Maldice para sus adentros el mayordomo de la reina al leer el documento que ha traído el emisario del cardenal Mendoza:

—Los segovianos se han levantado en armas contra el alcázar, donde se encuentra atrapada la princesa.

La explicación de Chacón saca a Isabel de Portugal de su postración:

—Mi nieta… Mi nieta está en peligro.

Pero es a Clara a quien mira Gonzalo. Lo hace con la gravedad de quien se enfrenta a un dilema que habrá de partirle el alma en dos, decida lo que decida. Consiente Clara sin que su esposo deba exponer cuestión tan dolorosa:

—Partid sin demora. Velad por quien más os necesita.

—Sois vos quien más me necesita.

—No os afanéis en llenar un cántaro roto —insiste Clara—. Id ahora, para que yo siga orgullosa de vos.

Chacón enlaza con sus brazos el ajado torso de su amada. Siente a través de sus ropajes la fiebre ominosa que la devora.

—Regresaré en cuanto todo se resuelva. Os lo juro.

Deshacen los esposos el abrazo sabiendo que probablemente no habrá más. Ninguno evidencia pensamiento tan aciago. Gonzalo Chacón se dirige a la puerta y desde allí dedica una última mirada a su esposa. Hace un gran esfuerzo Clara por sonreír a su marido desde la cama. Con esa certeza parte el noble Chacón hacia Segovia.

Galopa sin descanso Isabel desde el alcázar de Madrid. Espolea y fustiga su caballo hasta llevarlo al límite de la resistencia, dejando atrás a su propia escolta, que se ha deshecho de todo lo que pudiera retrasar su marcha. Cuando la reina llega extenuada ante las puertas de Segovia es recibida por el cardenal Mendoza y su guardia. Apenas ha detenido la montura, Isabel pregunta de inmediato por su hija.

—Guarecida en el alcázar y a salvo —garantiza el cardenal.

—¿Y a qué esperamos para entrar?

—Alteza, la princesa está a salvo, pero no creo que debamos cruzar la ciudad sin la ayuda de un ejército.

—¡Decís que mi hija está a salvo, cuando necesitamos de un ejército!

El purpurado justifica su cautela:

—Hemos sido advertidos de que no debemos cruzar las puertas.

Isabel, la reina que puso Burgos, León y Toledo a sus pies, la que ha doblegado a tan poderosos rivales, se indigna:

—¡Soy la reina de Castilla y esta ciudad es mía! Y para entrar en lo mío no son menester leyes ni condiciones. Entraré en ella por la puerta que me plazca. ¡Seguidme!

Espolea Isabel su caballo y se interna en la villa, protegida por su escolta y la del cardenal Mendoza.

Mientras tanto en el alcázar, en la alcoba de la princesa, Andrés Cabrera ha informado a su esposa de las causas del levantamiento y ahora ha de hacer frente a los reproches de Beatriz:

—Cómo habéis podido traicionar la confianza de la reina. ¡Mirad lo que habéis provocado! ¡Casi prenden a la princesa!

—Pagarán por ello —alega Cabrera—. Os lo aseguro.

—¡Pagaremos todos! —A la Bobadilla se le saltan las lágrimas—. Pero ¿qué necesidad había de meteros en tales enredos?

—La de todo hombre que se precie de serlo —sostiene el tesorero—. La de protegeros, a vos y a mis hijos, asegurando vuestro futuro, ya que el mío cada vez es más incierto.

Niega Beatriz incrédula y Andrés Cabrera replica señalándose el hombro derecho:

—Os aseguro que no tardará en llegar el día en que a los conversos nos persigan y nos marquen como al ganado.

Pedro de Bobadilla llega sofocado con la noticia:

—La reina ha cruzado la Puerta de San Juan y ha atravesado la ciudad sin que nadie levantara la voz siquiera.

Beatriz de Bobadilla se santigua y da gracias al cielo en silencio. Cabrera se prepara para el desenlace con la gravedad que exige el momento.

—Tended el puente levadizo y franquead el paso a su alteza. Recibamos a Isabel con la mayor dignidad posible.

Minutos después, Beatriz de Bobadilla suelta la mano de la princesa para que corra al encuentro de su madre en el patio de armas del alcázar. Madre e hija se abrazan. Isabel, muy emocionada, besa y acaricia a su hija con infinita ternura.

—Dejad que os mire. ¿Estáis bien? ¿Os han hecho algo?

La niña niega. Andrés Cabrera se aproxima hasta la reina. Se arrodilla ante ella y baja la vista.

—Señora, disculpad el desafortunado suceso. Se os debe una explicación…

—Por supuesto —interrumpe Isabel—. Habrá tiempo para ello. Primero he de calmar a mi pueblo.

A continuación, Isabel ordena a la guardia:

—¡Abrid las puertas del alcázar y dejad entrar y decir a mis vasallos y servidores! Porque lo que a ellos les viene bien, aquello es mi servicio y me place que se haga.

Obedecen sus hombres. Poco tarda Isabel en comprender el origen del motín. Ante los segovianos, promete justicia. Justicia que será áspera tanto para los condenados como para quien habrá de condenar.

Preso en las mazmorras del alcázar de Madrid, Diego Pacheco dormita acurrucado, padeciendo el frío y la humedad de su propio calabozo. En sueños escucha la voz de su padre:

—Hijo mío, no temáis a la muerte, en ella hallaréis la dignidad que a otros les ha faltado…

Unos golpes en los barrotes sacan al marqués de su letargo. Se incorpora, sudoroso y desencajado, cuando se abre la puerta. Entra primero el carcelero abriendo paso a Gutierre de Cárdenas. A Pacheco le sorprende su presencia.

—¿Vos? ¿Seguís aquí?

—La reina me ha dejado al cargo de una misión que no me agrada, pero igualmente he de cumplirla.

—¿Ha llegado mi hora? —pregunta el de Villena con el menguado temple que aún le resta.

—No mientras pueda impedir que cometáis la estupidez de dejaros matar.

Diego Pacheco oculta su alivio tanto como el temor al suplicio que le espera. A Cárdenas le irrita la cerrazón del marqués.

—Pero ¿es que no habéis heredado ni una pizca de la inteligencia de vuestro padre?

—Para mentar a mi padre, primero habréis de limpiaros la boca.

Se crece Pacheco con la alusión. Cárdenas escupe al suelo.

—Vuestro padre arde en el infierno en estos momentos. ¿Queréis acompañarlo? ¿Eso pretendéis?

Pacheco ignora al enviado de Isabel. Cárdenas, aun a regañadientes, insiste, pues tal es la encomienda de la reina:

—No busquéis gloria ante la Historia, porque la Historia la escriben los que vencen y vos muy victorioso no parecéis. Jurad pleitesía a Isabel y ella será magnánima como lo ha sido con otros.

—No seguiré la senda de esos cobardes.

—Perderéis la vida, marqués, y con ello no preservaréis títulos ni posesiones. Pasarán íntegros a la Corona. ¡Vano sacrificio!

—¿Qué ganáis vos con todo esto? ¿A qué tanto interés por prolongarme la vida?

Intenta desviar Pacheco la cuestión, pero Cárdenas no le sigue el juego.

—Si puedo evitar que mi reina siga manchándose las manos de sangre necesaria para Castilla, tened por seguro que así lo haré.

—No vais a convencerme con palabrería. Vuestra reina no tendrá más remedio que baldear mi sangre. ¡Marchaos!

Cárdenas ordena al carcelero que abra la puerta. Antes de salir, se gira hacia el preso y le dice:

—Sabed que mañana, cuando vuestra cabeza penda de la mano del verdugo, todavía seréis capaz de escuchar que se ha hecho justicia en nombre de Isabel. Y ya no habrá vuelta atrás.

Afronta Pacheco su noche más larga con esa imagen en su ánimo. Lo ha abandonado la voz de su padre, único soporte para su obstinación, por irreal que fuera. Solo y vencido, el terror va apoderándose de él a medida que pasan las horas. Al alba escucha en la oscuridad los pasos que se acercan en los corredores de las mazmorras; el tintineo de las llaves del carcelero ante la puerta; la cerradura que cede al giro impuesto; el lamento infernal de los goznes al abrirse, anticipando el de las almas con las que compartirá tormento en pocas horas; el murmullo ininteligible en boca del fraile que no aliviará su pesar ni evitará su condena…

—En pie —ordena el carcelero—. Es la hora.

El mancebo de Juan Pacheco intenta incorporarse. No le responden las piernas. Lo agarra del pelo el carcelero y tira de él. El marqués de Villena implora a gritos:

—¡No, no quiero morir! Os lo suplico. ¡Dejadme…!

Forcejea el carcelero con el reo para ponerlo en pie, hasta que una voz los detiene:

—¡Soltadlo! ¿No veis que pide clemencia?

El carcelero obedece y Diego Pacheco se arrastra por el suelo de la celda hasta quedar de rodillas ante su salvador, Gutierre de Cárdenas.

—Juro obediencia y lealtad a la reina Isabel —gime Pacheco—. ¡Lo juro!

Hurta su mirada el marqués, lloroso y humillado, mientras Cárdenas contempla con conmiseración al más reciente vasallo de Isabel.

Solo se encaminó Fernando a la corte aragonesa tras haber detenido definitivamente a los franceses en Fuenterrabía. Aprovechó el viaje al señorío de Vizcaya para jurar los fueros bajo el roble de Guernica, pues el éxito contra el invasor había reforzado los lazos del rey de Castilla con los vizcaínos. De allí partió Fernando como héroe hacia las tierras gobernadas por su padre, el rey Juan. Desconocía entonces el heredero aragonés que el viejo soberano le tenía guardada una sorpresa.

En efecto, semanas atrás, Pierres de Peralta había conseguido que su eminencia reverendísima Despuig renunciara por fin al arzobispado de Zaragoza, puesto para el cual el monarca de Aragón tenía un candidato más afín.

—Bien aferrado estaba el cabrón a su báculo en Zaragoza —apuntó el rey Juan al conocer la noticia—. Daría una mano por ver la cara del Papa al aceptar la renuncia de su valido y tener que dejar el arzobispado en nuestras manos.

—Confiemos en que Roma no tome represalias —murmuró Peralta.

—Mucho me temo que esta se la envainan en el Vaticano.

La satisfacción de Juan de Aragón era incontestable. Propuso entonces Peralta comunicar el asunto a Fernando, pero el rey se negó:

—Ni pensarlo. Quiero estar presente cuando se entere…

Al llegar su hijo a palacio, Juan prefirió esperar el momento propicio para hacerle partícipe de sus logros ante el Papa y, por tanto, de sus planes en la archidiócesis zaragozana.

—Trovadores y poetas hablan de vos, de vuestro coraje y fama guerrera —elogió con orgullo el padre al hijo a su llegada.

—Espero que en sus romances hablen también de mis hombres —respondió Fernando—. Y que no olviden mencionar a mi esposa, pues sin empuñar espada alguna ha rendido plazas y fortalezas.

—Disculpadme y no hagáis caso a un pobre viejo anclado en el pasado, pero poco creo que pueda aportar una mujer en la batalla.

No quiso Fernando rebatir a su padre, ni darle cuenta de la valiosa y trascendental autoridad de Isabel en tiempos de guerra. Los hechos hablaban por sí solos. Además, quería el rey Juan que su hijo permaneciera todo el tiempo posible a su lado y no era menester hacerlo a cara de perro.

—A vuestro padre no le han de quedar muchos años de vida. Aprovechad mi presencia mientras dure —reclamó el rey para retener a Fernando en Aragón.

—Os valéis del afecto que siento por vos. Está bien —claudicó el príncipe de Gerona—, lo cierto es que he de ocuparme de mis obligaciones en Aragón y empezaré por las primordiales: quiero saber de mis hijos. ¿Qué tal se encuentran?

Y el rey Juan sonrió, con malicia, antes de contestar:

—Solo por ese asunto, vuestra estancia os habrá de merecer la pena…

No terminó de entender Fernando el comentario de su padre entonces. Ayer, el propio rey Juan desveló el misterio:

—Os guardaba una sorpresa y ha llegado la hora de mostrárosla. Quiero presentaros al nuevo arzobispo de Zaragoza.

El rey ordenó a Pierres de Peralta que hiciera pasar a su eminencia reverendísima. Se abrieron las puertas del salón del trono. Ante la mirada atónita de Fernando apareció un niño de diez años con atavíos de arzobispo.

—Vuestro hijo Alonso de Aragón —aclaró el rey Juan—, el primogénito de Aldonza de Ivorra.

El pequeño arzobispo esperaba ilusionado las palabras de su padre. La reacción de Fernando cayó como un jarro de agua fría sobre todos:

—¿Qué es este carnaval? —preguntó alterado el rey de Castilla—. ¿Se trata de alguna ironía de mal gusto?

—¿Cómo decís? ¡Es una gran noticia! Nos ha costado mucho tiempo y esfuerzo conseguir el cargo para vuestro hijo. ¿Es que no os hace feliz?

—¿Os habéis enfrentado al Papa?

—Lo haré cuanto sea necesario —replicó el rey con naturalidad—. También mi nieto Juan ha sido elegido abad de San Juan de la Peña por sus monjes. Y el papa Sixto habrá de conceder la dispensa.

—¡No os hacéis una idea de lo que esto va a provocarnos!

Prefirió Fernando no quedarse ayer en la corte, temía no poder contenerse y faltar al respeto a su padre. Tal era su enojo. Hoy, más calmado, ha regresado junto al rey. Nada más hallarse en su presencia, ha colocado un documento ante sus cansados ojos.

—¿Qué pone? No alcanzo a leerlo.

—Es una petición a la autoridad eclesiástica para enmendar el error cometido con el nombramiento de mi hijo como arzobispo de Zaragoza —detalla Fernando.

El soberano aragonés deja caer el documento al suelo, pero su desplante no desalienta al heredero.

—¿No entendéis que necesito el apoyo del Papa para acabar con Portugal? ¡No creo que Su Santidad me vea con buenos ojos después de vuestra maniobra contra su valido!

—¿Es que solo pensáis en Castilla?

A medida que pasa el tiempo y se refuerza la unión entre el rey y la reina de Castilla, va haciéndose habitual que el rey Juan dirija este reproche a Fernando.

—Pienso en mi esposa y mi hija Isabel, heredera de los tronos de Castilla y Aragón —contesta el príncipe—, si es que vos tenéis a bien derogar la ley que lo impide.

—¡Qué obsesión! ¿Acaso no esperáis más hijos, y entre ellos algún varón?

—Si Dios lo quiere, pero de momento esa hija es la única que tenemos.

En este asunto el rey Juan es tajante.

—No consentiré que una mujer herede mi reino. Bastante tengo con aguantar que la vuestra me ponga trabas sirviéndose de vos.

—En ese caso —advierte Fernando refrenándose—, os arriesgáis a no contar más con el apoyo de Castilla… Ni con el mío propio.

La disputa entre el padre y el hijo se interrumpe cuando Pierres de Peralta anuncia las malas noticias que llegan de Castilla:

—Segovia se ha levantado contra el alcázar.

Consciente de la gravedad del alzamiento, Fernando no duda un instante en ordenar que su séquito inicie los preparativos para partir enseguida. Y Juan de Aragón, todavía en sus trece, comete el error de murmurar:

—Corred, corred, que no se enoje la señora…

Acusa Fernando el golpe y se enfrenta a su padre:

—Mientras vos me retenéis con vuestros manejos, mi mujer y mi hija se encuentran en peligro. Solo espero encontrarlas a salvo cuando llegue, porque si algo malo les sucediese, no os lo perdonaría nunca.

Tan orgulloso como su hijo, el rey Juan no pestañea ante la dura advertencia de Fernando. A solas, uno en su palacio aragonés y otro de camino a Segovia, lamentan sin embargo haberse separado con tal encono. Sienten ambos el peso de la culpa por lo dicho. Padre e hijo coinciden en un pensamiento: quiera Dios que haya ocasión para disculparse.

Dispuesta a imponer su justicia en Segovia como lo hizo en Burgos y en otras plazas, Isabel ha decidido enfrentar a los cabecillas de los amotinados, por un lado, y a Pedro de Bobadilla y Andrés Cabrera por otro. Escucha paciente el careo la soberana.

—Señora, solo queríamos justicia —implora uno de los rebeldes aparentemente arrepentido.

—Justas no podían ser vuestras demandas cuando ha huido Maldonado, vuestro caudillo… —apunta Cabrera—. ¿Por qué no está aquí para exponerlas?

—¡Confesad! —clama indignado Pedro de Bobadilla—. ¡Vuestra intención era raptar a la princesa!

Trata el suegro de Cabrera de esconder sus tropelías bajo la tropelía mayor de los alzados. Y para mayor ocultación, lo hace a voz en grito. Está convencido Cabrera de que, ante Isabel, tales tácticas son contraproducentes, así que opta por guardar silencio.

Durante el careo, Gonzalo Chacón entra discretamente en el salón del trono. Se coloca al fondo y, al ver que Isabel se ha percatado de su presencia, inclina la cabeza respetuosamente. La reina, harta del cruce de acusaciones entre Bobadilla y los sublevados, se levanta del trono y pide silencio con voz severa:

—El pueblo clama justicia y yo se la voy a dar.

Todos los presentes, en particular los amotinados, prestan atención.

—Esta es mi sentencia: se azotará a todo aquel que haya participado en el levantamiento. Quienes pusieron en peligro la vida de mi hija serán arrojados desde las torres más altas del alcázar, donde buscaron refugio. Que sirva de escarmiento.

La reina hace una seña en dirección a la guardia. Los amotinados son apresados al momento.

—En cuanto a vuestra merced —continúa Isabel dirigiéndose a Pedro de Bobadilla—, no pondré en la misma balanza un acto de felonía y el abuso de poder. No obstante, os desposeo de vuestro cargo y os exijo que devolváis hasta el último maravedí.

Pedro de Bobadilla acata la condena. Puede estar contento, temía con razón una pena mayor. Se prepara Andrés Cabrera para recibir su castigo, pero la reina vuelve su mirada hacia Gonzalo Chacón, que permanece al fondo de la sala.

—Tengo a bien nombrar alcaide de la ciudad de Segovia a don Gonzalo Chacón y Martínez del Castillo, de cuya honestidad y decencia respondo yo misma.

Sorprende la decisión a Chacón. No esperaba el nombramiento y este no puede llegar en peor momento. Como comprende al instante, el ejercicio del cargo de alcaide, y más en tales circunstancias, le impedirá regresar al lado de su esposa a tiempo de acompañarla en sus últimos días.

—Don Gonzalo, ¿aceptáis? —Pregunta Isabel desde el sitial del trono.

Podría acercarse Chacón y solicitar licencia de la reina para rechazar el nombramiento. Isabel no dudaría en dispensarlo de toda obligación en cuanto la pusiera al corriente del mal que aflige a Clara. Podría hacerlo sin que sufriera merma alguna la lealtad y obediencia que ha manifestado a la reina desde que solo era una niña. Pero don Gonzalo Chacón, sin moverse del fondo de la sala, asiente y acata respetuoso la decisión real.

Poco después de concluida la audiencia, la reina y el nuevo alcaide están reunidos.

—Entonces ¿mi madre está bien? —pregunta Isabel a Chacón, ajena al dilema moral que ha impuesto a su consejero—. No os figuráis cómo deseo reencontrarme con ella. ¿Hay mejor lugar para el descanso que de donde proceden los mejores recuerdos?

Apenas asiente el noble y a Isabel le llama la atención su silencio.

—Muy callado y taciturno andáis, ¿acaso no es motivo de júbilo vuestro nombramiento?

—Lo es, alteza.

Isabel se muestra comprensiva y justifica su decisión. Cree que es otro el motivo de la seriedad de don Gonzalo.

—Entended que Castilla no puede prescindir de hombres como vos. No sabéis la tranquilidad que me da saberos al frente de Segovia.

—Es un honor, mi señora.

Acto seguido, Gonzalo Chacón extrae una carta de entre sus ropas y la tiende a la reina.

—Me preguntaba si me haríais el favor de entregar estas palabras a mi esposa. Con la noticia del alzamiento salí de Arévalo precipitadamente y no pude despedirme de ella en condiciones.

—Perded cuidado —tranquiliza Isabel a Chacón, guardando la misiva—. Celebraremos juntas que sois el nuevo alcaide. Algo que, sin duda, habrá de llenarla de orgullo.

Aparta la mirada don Gonzalo para que Isabel no pueda ver la pena que inunda sus ojos. Llaman a la puerta. Se trata de Beatriz de Bobadilla y de Andrés Cabrera. Se presenta el matrimonio en actitud sumamente humilde, como si el peso de la culpa les obligara a doblar el espinazo. El gesto de Isabel se endurece al verlos.

—Señora, con vuestro permiso… —Beatriz se arrodilla—. No hay palabras para expresar nuestra vergüenza y arrepentimiento…

—Me resulta difícil creer que no estuvierais al tanto de las vilezas de don Pedro.

—Alteza —interviene el tesorero real—, os juro por lo que más queráis…

Corta en seco Isabel su declaración:

—¿Y todavía os atrevéis a jurar por mi hija? ¿No os basta con haber decepcionado a vuestra reina?

Calla Cabrera. La reina, ofuscada, da la espalda a la pareja. Beatriz se atreve a preguntar:

—Señora, ¿qué va a ser de nosotros?

Reflexiona Isabel un momento. No serían ecuánimes las medidas que tomara contra ellos en semejante estado de ánimo, por lo que responde sin mirarlos:

—Ahora solo deseo unos días de recogimiento y tranquilidad en Arévalo. A mi vuelta os será comunicada mi decisión.

—«Eminencia reverendísima don Alfonso Carrillo de Acuña, arzobispo de Toledo.»

Así comienza la carta que la joven reina de Portugal escribe a su mentor. De reojo, la joven observa el Jardín de las nobles doncellas, del que nunca se separa. Hace Juana una pausa en su escritura y hojea el libro de preceptos recuperado por el príncipe. Por unos instantes cierra los ojos, soñadora, y sonríe ante la imagen que cruza su mente. Retoma la escritura la reina:

—«Largos se han hecho los días desde que mi esposo el rey Alfonso partió a Francia en busca del apoyo del rey Luis a nuestras reivindicaciones. Tantos y tan largos han sido que han permitido que en mi espíritu surjan las dudas, y de las dudas los pensamientos, cavilaciones todas ellas dirigidas a conseguir el fin que vos y yo anhelamos: la recuperación del trono de Castilla que por derecho natural me corresponde.

»Debido a la falta de nuevas y a la sospecha de que el rey Alfonso quizá se haya desentendido de mi causa en favor de otros intereses, considero que hemos de plantear otros caminos con urgencia pues, como bien observasteis en su momento, cada día que pasa la usurpadora al frente del gobierno de Castilla se afianza como soberana de un reino que no le pertenece.

»No podemos permitir tal felonía. Sin ánimo de ofensa contra el rey Alfonso y lleno mi corazón de gratitud por todo lo que ha hecho en mi favor, he decidido reforzar la alianza con Portugal por otros medios.

Concluida la misiva, Juana la confía a una dama para que un mensajero la lleve hasta su destinatario sin tardanza. Esta obedece diligentemente. En la penumbra de un corredor de palacio, la dama hace entrega de la carta. Pero no a un emisario, sino al príncipe Juan. Este se encierra en el despacho real. A solas, levanta el sello de cera sin miramiento alguno. Así descubren sus ojos el plan que Juana expone a Carrillo:

—«Pensando solo en el bien de Castilla y en que se imponga la justicia, veo llegada la hora de poner fin a mi matrimonio. Al mismo tiempo, por su tesón, valor y coraje, y por la sangre nueva que corre por sus venas, entre otros atributos y virtudes, considero que mi hijastro, don Juan de Portugal, es el esposo que la reina de Castilla merece.

»Por ello, muy excelente y virtuosísimo amigo y consejero, os ruego intercedáis por mí ante el Papa, para que declare nulo mi matrimonio con el rey Alfonso, dado que la bula matrimonial nunca fue otorgada.

»Por mi parte, para que el casamiento del príncipe Juan con la infanta Leonor sea revocado, haré todo cuanto esté en mi mano a tales propósitos.

»Así, no pondré traba alguna a nuestra cordial relación, dejando la puerta de mis aposentos permanentemente abierta, a la espera de que él decida abandonar a su esposa infanta por otra que es reina.

»Yo, la reina.

Ha leído y releído la carta el príncipe Juan hasta llegar la noche. Con el texto en la mano, sale del despacho y recorre los pasillos que conducen hasta la alcoba de Juana. En efecto, al fondo del corredor, recortada por la luz que escapa del interior, se distingue la silueta de la puerta entreabierta de la alcoba de la reina. Con gesto preocupado, Juan de Portugal retrocede y da media vuelta en silencio.

Un físico de la corte ha acompañado a Isabel hasta Arévalo. Era deseo de la reina que el galeno examinara a su madre, pero es a Clara Álvarez a quien reconoce ante la mirada preocupada de Isabel. Ha comprendido la reina cuál era el motivo de la postración de su consejero nada más ver a su esposa. No pudiendo retroceder en el tiempo, se apresta a ofrecer los mejores cuidados posibles a la enferma. No obstante, a juzgar por el semblante del físico al término del reconocimiento, poco puede hacerse por Clara, salvo rogar por que Dios evite que sufra en su final.

—Vuestro esposo no me contó de vuestro estado —confiesa desolada Isabel.

La debilidad de Clara aún le permite esbozar una sonrisa.

—¿Cómo está?

—Si no ha venido ha sido por mi culpa. Acabo de nombrarlo alcaide de Segovia… Pero ordenaré que acuda a veros enseguida.

—No podríais encontrar consejero más leal… Ni yo mejor esposo.

—Me dio algo para vos. Una carta.

—Haced el favor, leédmela si no os importa.

Isabel despliega la misiva y lee:

—«No serán las palabras que hoy escribo las que den sosiego a mi pena. Como tampoco describen lo hermoso que ha sido nuestro amor, solo comparable en su grandeza a la de la tierra que os vio nacer, y ahora morir».

Escucha Clara la voz de Isabel con los ojos entrecerrados, como si pudiera oír la de su esposo pronunciando esas palabras.

—«Sin vos los días que me restan quedarán vacíos y no pasará uno solo sin que piense en vos, hasta que el Señor tenga a bien reunirnos a su lado. Mientras ese ansiado día llega, todas mis horas emplearé en servir a Castilla y a su reina, Isabel. Así no habrá sido en vano nuestra separación y podréis esperarme allá donde estéis sin dejar de sentiros orgullosa de vuestro esposo. Vuestro y fiel para siempre…»

Isabel termina de leer con lágrimas en los ojos. Contempla a la destinataria de la carta. La muerte ha permitido que el rostro de Clara adquiera una expresión dulce, como de alivio y descanso. Con delicadeza, la reina coloca la nota de Gonzalo Chacón sobre el pecho de su esposa.

—Alteza, tenéis una visita.

El anuncio de la dama ilumina el rostro de la reina de Portugal. Abandona Juana la lectura del Jardín de las nobles doncellas y se dispone a recibir al único morador de palacio a quien desea ver entrar en su alcoba. La dama se hace a un lado para permitir el paso de la visita. Bajo el umbral de la puerta aparece una mujer. Entra resuelta en la alcoba, ajena a la decepción de Juana.

—Temo no ser quien esperabais. Soy Beatriz de Braganza, tía de vuestro hijastro, el príncipe Juan.

Juana acusa la sorpresa. Sigue sin dominar el arte del disimulo. La infanta Beatriz de Avis y Braganza es una mujer asentada de cuarenta y seis años. Forma parte de la familia más poderosa de Portugal, quizá una de las más poderosas de Europa. Y es hermana de la madre de Isabel, la rival de Juana en la lucha por el trono de Castilla.

—El príncipe me hizo saber que la ausencia de vuestro esposo os estaba causando un terrible problema de soledad y afecto —prosigue Beatriz, impertérrita.

—¿De soledad y afecto dijo?

—Si estoy aquí es para remediarlo. Es más, traigo inmejorables noticias de Roma…

Apenas regresa la reina Isabel a Segovia, hace su entrada en el alcázar con paso decidido. La siguen el cardenal Mendoza y Gutierre de Cárdenas.

—Mi señora —comunica alterado el cardenal—, el Papa ha reconocido el matrimonio entre Alfonso V y la muchacha.

La mala noticia no parece afectar a la reina, que continúa avanzando con paso firme.

—Peligra todo lo conseguido —explica Cárdenas—. La bula da legitimidad al rey Alfonso para reclamar los derechos de su esposa al trono de Castilla.

Hace oídos sordos la reina y llega a las puertas del despacho real. Dentro encuentra a Gonzalo Chacón. Consternada, Isabel se acerca hasta él. No hace falta que pronuncie palabra alguna. Chacón comprende y baja la vista. La reina abraza conmovida a su consejero.

—Escuchó hasta la última de vuestras palabras, os lo aseguro. Abandonó este mundo sabiendo de todo vuestro amor.

—Os lo agradezco, mi señora.

—No, Gonzalo. Las gracias debo dároslas yo, porque hombres como vos son los pilares de esta tierra.

Fernando entra con precipitación en el despacho. Tan solo unas horas han separado la llegada al alcázar de uno y otro. Se detiene el rey bajo el umbral, desde donde observa a Isabel junto a Chacón. El mayordomo hace un gesto a la reina, advirtiéndola de la presencia de su esposo.

No es menos emotivo el reencuentro de los reyes. Ha temido Fernando por Isabel y por su hija. Pero lo sucedido en Segovia y lo vivido en Arévalo durante las últimas jornadas parece haber golpeado más duramente a la reina. Comprobar la pérdida de un ser amado en alguien tan cercano como Gonzalo Chacón ha resultado devastador para su maltrecho ánimo. Ya por la noche, abrazada a su esposo en su lecho, deja correr las lágrimas en un llanto silencioso:

—Prometedme que no habré de sobreviviros. Juradme que me ahorraréis el trance de veros morir…

A Fernando le sorprende la petición angustiada de su esposa.

—¿Por qué decís eso?

—¡Juradlo! —insiste la reina.

—Si así os place… Os lo juro.

Y Fernando cobija a Isabel en sus brazos, acariciando sus cabellos, tratando de confortar a la inconsolable reina de Castilla.