Azotados por los cálidos vientos estivales ondean en la cúspide del castillo de Burgos los pendones de Juana y Alfonso, las armas de Castilla y Portugal. De atreverse, un partidario de Isabel podría murmurar que la cruz de los Avis ha caído sobre la soleada plaza mayor. Pero hoy no cabe atrevimiento isabelino alguno; allí, una turba de burgaleses mantea y zarandea a un monigote de paja ataviado con ropas de mujer o, por más detalle, de barragana. Se ensaña la muchedumbre con la tosca efigie de Isabel mientras corea consignas e insultos sin descanso:
—¡Burgos por Juana! ¡Abajo Isabel! ¡Muerte a la traidora! ¡Castilla por Juana! ¡Viva la reina! ¡Viva el rey!
Desde la elevación de la fortaleza, su alcaide Íñigo de Zúñiga y Avellaneda contempla satisfecho la ira popular contra Isabel. Los burgaleses terminan por hacer jirones el vestido y el monigote se descoyunta. Uno de sus arrebatados adeptos prende fuego a los restos del muñeco y este arde con la rapidez que el señor de Burgos espera del avance rebelde hacia su ciudad.
En Tordesillas, donde se ha instalado la corte isabelina, Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Chacón y el cardenal Mendoza estudian la relación de fuerzas propias y ajenas que representan varias piezas de ajedrez sobre un mapa de la Península. Son peones blancos sus plazas fuertes y negros las del enemigo. Ya están al corriente los isabelinos de que Burgos ha tomado partido por Juana. Unida a la humillación de Toro y al depauperado estado de la reina, no pintan bien las cosas para su bando. Así lo admite Fernando:
—No solo hemos perdido la villa más próspera de Castilla; además, es una plaza estratégica.
Mientras se explica, Fernando señala el mapa y mueve los peones negros desde Toro y desde la frontera de Francia hacia la ciudad de Burgos.
—Pacheco tiene a su lado a los nobles andaluces. El sur es suyo. Si los franceses se reúnen en Burgos con las tropas de Alfonso, estaremos atrapados entre dos frentes.
—El rey Luis no se atreverá a entrar en Castilla —asegura el cardenal Mendoza.
—Ya lo ha hecho en Guipúzcoa —corrige Cárdenas.
El rey atenúa el impacto que la invasión provoca:
—Fuenterrabía resiste, pero no sé por cuánto tiempo. El enemigo sigue siendo más numeroso y está mejor abastecido… Recuperar Burgos es la única opción.
—¿Podemos? —inquiere el cardenal—. Nos arriesgamos a sufrir otra humillación.
—O algo peor, ser aniquilados.
Ocultan todos la puñalada que el miedo acaba de asestarles. Breve pero certera. A pesar de ello, nadie da un paso atrás. Tanto sabe Fernando del miedo que comparte con sus consejeros como de la firmeza de su lealtad.
—Os aseguro que lo de Toro no se va a repetir. Esta vez les plantaremos cara y que Dios se apiade de Castilla.
—Hay que reunir al ejército, cursad las órdenes oportunas y las haré llegar.
—No, Chacón. No sin la reina.
—Alteza, el tiempo apremia —replica el cardenal—. Vos sois el capitán de los ejércitos; debéis tomar una decisión.
—Ya lo he hecho: aguardaremos a la reina.
Durante la espera, Chacón y el rey conversan en un aparte. Observa el consejero la tensión en el rostro de Fernando y pregunta respetuoso y preocupado:
—¿Cómo habéis encontrado a su alteza esta mañana?
—Es un día difícil. Hoy hace dos meses que perdimos al infante.
Chacón asiente, comprensivo.
—Nos lo jugamos todo en Burgos, Chacón. No daré órdenes en su ausencia.
—Aguardaremos lo que estiméis necesario.
En ese instante se abren las puertas del despacho real e Isabel irrumpe en la estancia. Todos la reciben con una reverencia y Fernando acude presto a su lado, ofreciéndole el brazo. Ocupa la reina el centro de la reunión y dirige una mirada a los presentes; no cabe duda de que todos están pendientes de ella e Isabel les habla con inesperada energía:
—Mi esposo, vuestro rey, os ha puesto al tanto de la situación. Burgos es la cabeza de Castilla, nuestro orgullo. No vamos a permitir que nos la arrebaten. Zúñiga será doblegado. Le obligaremos a entregar la ciudad y deberá jurarnos lealtad o responder por su traición.
El cardenal Mendoza cruza su mirada con Cárdenas y Chacón, reconfortados los tres por la firmeza de la reina, que cede la palabra a su esposo:
—El rey os dará las órdenes precisas.
—Nobles señores, tenemos mucho por hacer y el tiempo escasea. Me propongo recuperar Burgos sin comprometer en exceso nuestras fuerzas. Sitiaremos la ciudad. Que los burgaleses sufran hambre y penalidades. Que sepan que Zúñiga es el causante de sus desgracias. Con la ayuda del Señor la haremos nuestra antes de que llegue el enemigo.
A los leales entre los leales les complace el plan de Fernando y lo acatan satisfechos. Continúa el rey dando órdenes:
—Convocad a Beltrán de la Cueva, al conde-duque de Benavente, al marqués de Paredes… Cárdenas, debéis hacer llegar una carta a mi padre; necesitamos refuerzos, que los envíe sin tardanza.
—¿Caballería, mi señor?
Fernando niega:
—La artillería de Aragón.
En esa hora, el frenesí que se vive en la corte isabelina coincide con el inusitado vigor del que hace gala el rey Alfonso ante los suyos en la fortaleza de Toro.
—¿Todo a punto para partir hacia Burgos?
—Nos pondremos en camino en cuanto deis la orden, alteza —responde Pacheco.
—¡Salgamos hoy mismo! ¡Muero por tener la cabeza de Castilla en mis manos!
Alfonso toma asiento, dispuesto para el almuerzo, y alza la copa pidiendo vino a una sirvienta. El rey la mira sin pudor alguno mientras los demás se sientan.
—Creía que pasaríais la noche aquí —dice el arzobispo Carrillo.
—¿Siempre apremiándome y ahora deseáis frenarme? No confío en el rey Luis. No avanzará si nuestro ejército no lo aguarda en Burgos. Cuanto antes lleguemos, antes atacarán los franceses.
El eclesiástico asiente, haciéndose cargo de la situación, pero al momento se dirige al marqués de Villena:
—Pacheco… Id y comprobad los preparativos.
—Está todo listo, os lo aseguro.
—Comprobad los preparativos… o lo que os plazca —insiste Carrillo.
Diego Pacheco, molesto por la pretensión del arzobispo de librarse de su presencia, mira al rey de Portugal en busca de confirmación. El monarca indica con un gesto que se retire y el de Villena obedece a regañadientes.
—¿Qué os preocupa tanto que no puede escucharlo vuestro sobrino? —pregunta Alfonso.
—Un estorbo, alteza, que solo vos podéis despachar, y no precisamente en la distancia.
El portugués entiende a qué se refiere y se incomoda:
—Nada que no pueda esperar.
—Estáis muy equivocado. Nada urge más que consumar el matrimonio. Castilla debe saber que el legítimo esposo de su legítima reina va a liberarla de los usurpadores.
Alfonso suspira, hastiado:
—Cuando haya bula, habrá consumación. Paciencia, arzobispo. Cuando ganemos la guerra, al Papa le faltará tiempo para firmar esa y todas las bulas que pidamos.
—Cierto, los papas deciden mejor cuando ya está todo hecho… Por eso tenéis que consumar sin pérdida de tiempo.
—Por Dios, arzobispo, ¡mi sobrina es una niña!
—Dejaos de remilgos, ya no es tan niña —argumenta Carrillo sin vencer el escepticismo de Alfonso—. Me estoy encargando personalmente de que doña Juana aprenda todo lo necesario para ser una buena esposa y una buena reina. Ambos nos estamos esforzando mucho, ahora os toca a vos.
Se nubla la mirada de Alfonso. La perspectiva del trance disipa el ímpetu con el que hizo su entrada. Carrillo lo intuye y, sin ceder en su requerimiento, remata:
—Burgos os aguarda con impaciencia pero no habréis de tomar la plaza sin antes haber tomado a su reina, vuestra esposa.
Menos carnales pero igualmente comprometidas son las cuestiones que lastran la actividad bélica en el bando isabelino. Prolongado ha sido el despacho de los reyes con Andrés Cabrera y el cardenal Mendoza. Firmado el último documento, Cabrera lo dobla y lo sella con cera antes de depositarlo junto a otras muchas cartas ya escritas, apiladas en tres montones. Fernando toma una de ellas y la entrega al cardenal.
—Esta es para Francisco de Solís, maestre de Alcántara. Que no ceje de hostigar la frontera portuguesa. Han de saber todos que quien tome una fortaleza enemiga se quedará con el gobierno de la villa.
Acata Mendoza e Isabel señala el segundo conjunto de misivas:
—Trujillo, Madrid… Las plazas que sufren el desgobierno de los rebeldes. Si alzan los pendones legítimos de Castilla pasarán a ser realengos. Yo, la reina, les garantizo paz y un gobierno justo.
A continuación, Isabel hace referencia al tercer grupo de cartas:
—Enviad estas a Cádiz, Sevilla, Palos… Entregaremos patentes de corso para atacar a los barcos portugueses en ultramar.
—Ya veremos cómo financia la guerra Alfonso sin el oro de Guinea —ironiza Fernando.
—Que nuestro tesoro no sea el único que mengua —concluye Isabel—. De esto he de hablar con vos, reverencia.
Asiente el cardenal mientras Andrés Cabrera termina de recoger los documentos, muy pendiente de la conversación. Quien fuera mayordomo de Enrique IV está hoy al cargo del tesoro real, y pocos saben mejor que él que no hay gastos mayores ni menos predecibles que aquellos que la batalla exige.
—La campaña de Burgos va a suponer un gran dispendio —explica la reina a Mendoza—. Un desembolso enorme que las arcas de la Corona no pueden asumir.
—Todos nuestros leales contribuyen con hombres, armas y…
—Lo sé —interrumpe Isabel—. No podemos recurrir a ellos, ni tampoco subir otra vez los impuestos. Necesitamos, de nuevo, la ayuda de la Iglesia. Debéis hablar con el nuncio.
—Os advierto que obtener su apoyo no será fácil. Roma no interviene sin cautelas en un conflicto sucesorio como el que se vive en Castilla.
—Os ruego que lo intentéis —tercia Fernando—. Que sepa el nuncio que cuando todo acabe nos pondremos al servicio de Su Santidad en la guerra contra el turco.
Isabel consigue que el cardenal se comprometa a hacer lo imposible. A pesar de su buena disposición, una vez a solas Isabel confiesa a Fernando su abatimiento por las dificultades a las que se enfrentan:
—Sin fondos los nobles no tardarán en darnos la espalda.
—Habrá que ofrecerles algo a cambio —aduce el rey—. El oro de Portugal es un botín suculento.
—El botín de una contienda que aún no hemos ganado. Promesas, solo eso. Mi hermano el rey Enrique repartió tantos señoríos y rentas que dejó a la Corona en la ruina…
—Cuando termine la guerra encontraremos la manera de revocar sus desatinos. Pero en tanto los ejércitos no obedezcan directamente a la Corona…
—Dependemos de los nobles —completa Isabel.
—De no ser así…, la humillación de Toro hubiera podido evitarse.
Recuerda amargamente Fernando cómo hubo de apaciguar a las huestes asturianas y vizcaínas que sus señores habían abandonado a su suerte, temerosos ante el incierto resultado de la batalla que iba a producirse. Al ver Isabel cuán apesadumbrado está su esposo, acaricia con ternura su rostro. El rey agradece el intento y repone su ánimo:
—Confiemos en la Providencia.
Pero en tanto la Providencia decide favorecer al bando isabelino o abstenerse en el conflicto castellano, no hay afecto que los reyes desdeñen si ha de servir para obtener los recursos que precisan. Acude así la reina a su confesor, fray Hernando de Talavera, en busca no de consuelo espiritual sino de información.
—¿Qué opinión os merece el nuncio del Papa?
—De monseñor Franco solo conozco su fama, acaba de llegar a Castilla. No obstante…
—Decid.
—Hábil y ambicioso ha de ser para haber prosperado en Roma.
Le agrada a Isabel la complicidad que han fraguado reina y confesor. Viene a su encuentro Andrés Cabrera y la reina intuye que por buen motivo. Mas el tesorero parece reacio a exponerlo en presencia del fraile hasta que Isabel así lo requiere.
—Alteza… Puede que haya otro modo de conseguir fondos —afirma Cabrera—. Si me autorizáis, consultaré con mi pariente, Abraham Seneor.
Llama la atención de fray Hernando ese lazo familiar:
—¿El rabino mayor de Castilla es pariente vuestro?
—Así es. Aunque hace tiempo que mi familia es cristiana, aún nos quedan parientes entre los judíos. Mi señora, en tiempos de vuestro hermano, el rey Enrique más de una vez recurrió a su ayuda.
—¿Creéis que nos haría un préstamo?
—Puedo consultarlo.
—¿Sin esperar a conocer el fruto de las gestiones del cardenal? —se apresura a apuntar el fraile—. Quizá no haga falta.
—Estamos en guerra, fray Hernando, todo el dinero es poco. Hacedlo enseguida —ordena Isabel a Cabrera—, confío en vos y en vuestra discreción.
No yerra fray Hernando al confiar en el esfuerzo del cardenal Mendoza por ganarse el favor del legado pontificio. Pronto ha acudido el purpurado al despacho de Nicolás Franco. Ha elegido Mendoza una copa de plata ricamente adornada como ariete para ir quebrando la presumida resistencia del nuncio. Recién llegado a Castilla, este varón fornido cercano a la cincuentena contempla el obsequio con el agrado que exige la cortesía, y nada más.
—Os agradezco el presente. ¿En qué os puedo ayudar?
Acepta el cardenal entrar en materia, sin más ceremonias:
—Hablo en nombre de mi reina. Sabéis de su devoción…
—Cierto. Y de sus problemas.
—Motivo por el cual se ve en la obligación de llamar a todas las puertas, también a las de la Iglesia.
Suspira Nicolás Franco y lo acompaña con un gesto de fatiga que no consigue desalentar a Mendoza:
—Su Santidad os ha enviado a Castilla para ayudar a restablecer la paz del reino.
—Difícil encomienda, bien lo sabe Dios —masculla el nuncio.
—Roma ha de convencerse de que solo se alcanzará la paz cuando la reina Isabel gane la guerra.
—En tal caso —arguye monseñor Franco— habremos de ser pacientes y dejar que la voluntad divina decida el resultado de la contienda.
No se amilana el cardenal. Al contrario, las reticencias del representante papal lo espolean:
—Sea cual fuere la voluntad del Señor, no es propio de bien nacidos permitir que un extranjero se haga con el gobierno de nuestros destinos. Castilla ha sido invadida. Aun teniendo infinita fe en la Providencia, mi señora reclama de Roma un compromiso con su legítima causa.
—Y dinero, pues de eso se trata, ¿no es así, reverencia?
—Mentiría si dijera lo contrario.
Hay cierta conmiseración en la actitud del nuncio que no presagia nada bueno para los intereses de Mendoza.
—No es fácil para Su Santidad responder a vuestra demanda, os lo aseguro.
—No será por falta de fondos…
Nicolás Franco niega, en efecto:
—Su posición es muy delicada. Portugal tiene el apoyo del rey de Francia y no he de recordaros que es un aliado que tener en cuenta.
Harto de toparse con los muros vaticanos, el cardenal va al grano:
—Hablemos claro: de Su Santidad esperamos un préstamo. Vengo a proponeros un trato beneficioso para Roma… y para vos, por supuesto.
—Tengo instrucciones muy precisas —responde secamente Franco—. Por el momento no os puedo ayudar.
—Consultad con Roma, siempre he sido escuchado…
—No insistáis.
La neutralidad del nuncio, tan sólida como interesada, está agotando la paciencia de Mendoza.
—¿Y la bula para Juana y Alfonso? Hemos invertido mucho para que el Papa no la otorgue…
—No sé cuánto tiempo más podremos frenarla.
Se encara el cardenal con el nuncio al límite de la cortesía diplomática:
—¿Debo comunicar a mi señora que Su Santidad recibe el oro de Castilla con una mano y firma la bula para sus enemigos con la otra?
—Reverencia, vos y yo nos debemos a la Iglesia. Si la voluntad del Señor es que reine Isabel, reinará. Y entonces Roma bendecirá su reinado.
—No dudéis que así será —zanja Mendoza, mordiéndose la lengua para no proferir una advertencia que en Roma podría resonar como amenaza.
Mientras el cardenal regresa a Tordesillas con las manos vacías y una bendición hipotética y condicionada, Andrés Cabrera se entrevista con Abraham Seneor al amparo de un discreto despacho.
—Gracias por acudir a mi llamada con tanta presteza.
—Hace mucho que no nos vemos. Desde los disturbios de Segovia.
A pesar de que en las palabras del rabino no hay asomo de censura, al converso Cabrera le puede la culpa y cae en la excusatio non petita:
—Hice lo que estaba en mi mano para obtener la protección del rey Enrique, pero Juan Pacheco lo impidió.
—Nada os reproché entonces y tampoco lo haré ahora —asegura Seneor, impasible.
Andrés Cabrera no miente; tan tenaces como vanos fueron sus esfuerzos por evitar la desgracia de los judíos, con quienes aún mantiene vínculos profundos. Pero no son los problemas de los israelitas los que han motivado este encuentro.
—Sabéis que Burgos ha alzado pendones a favor de Juana.
—Sí, allí vive mi sobrino Moisés. Me ha escrito informándome —suspira el rabino ante la amarga evidencia—. La guerra nos sitúa en bandos opuestos contra nuestra voluntad…
—Confiemos en que tal cosa no se prolongue, se está preparando el asedio de la villa.
La noticia provoca en Seneor una ligera esperanza y Cabrera expone la cuestión:
—No obstante, las guerras son costosas y el tesoro real está agotado. La reina me ha pedido que hable con vos: necesitamos un préstamo.
A Seneor no le sorprende la petición.
—¿De qué cantidad estamos hablando?
—¿Cuánto podéis conseguir?
Entiende Abraham Seneor que la cantidad requerida corresponde a la magnitud del apuro. Y el apuro aparenta ser monumental.
—Sobrevaloráis nuestras capacidades.
—No, mi querido Abraham, no lo hago…
Cabrera no va a aceptar una simple negativa. Abraham Seneor así lo entiende y concede al enviado de la reina una explicación:
—En otras circunstancias pondría la suma que precisarais a vuestra disposición. Pero seamos sinceros: el resultado de la guerra es incierto. ¿Y si vuestra señora fracasa?
—Ganará. Debe ganar —asevera el converso—. De lo contrario os diré lo que sucederá: el rey Alfonso regresará a Portugal y dejará Castilla en manos de Pacheco y Carrillo. ¿Recordáis cómo se trataba a los judíos cuando era Pacheco quien gobernaba? ¿Pensáis que con su hijo os va a ir mejor?
—¿Y con vuestra reina?
Comienza por fin la verdadera negociación, y Cabrera entrevé una posibilidad:
—Si acudís en su socorro sabrá recompensaros. Isabel no es como su hermano, no se deja influir por nadie y es fiel a su palabra.
No parece convencido el rabino. Cabrera no duda en empeñar su palabra por Isabel:
—Os lo juro ante Dios, noble Seneor.
Y Abraham Seneor asiente, convencido por lo que oye y por lo que sabe: un futuro isabelino alberga mejores perspectivas para los suyos.
Es cierto que un cambio en el peinado y unos atavíos más propios de la edad adulta pueden disimular que la reina de Castilla y Portugal apenas ha entrado en la pubertad. Tales son las cavilaciones del arzobispo Carrillo mientras contempla a Juana en su alcoba de la fortaleza de Toro. Tiene razón el eclesiástico en admirar su obra. Falta pulir la voz y los ademanes de la joven para cumplir la promesa que hizo a su madre en el lecho de muerte, cierto. Pero quizá logre ir más allá: no solo hará de Juana la reina que la Castilla rebelde aguarda, sino que además lo parecerá.
—«Dios puso en la mujer natural vergüenza por que la frene de pecar. Y fue hecha para que sirviese al varón y no para acecharlo —lee Juana y Carrillo la anima a continuar—. En ellas no es tan fuerte la razón como en los varones, que con la razón…». ¿Estáis seguro de que este libro lo escribieron para mi tía Isabel?
Sonríe Carrillo ante la perspicacia de la joven.
—Así es, aunque os cueste creerlo, a juzgar por su manera de actuar. Estoy seguro de que vos sacaréis mucho más provecho de las enseñanzas de fray Martín.
—Lo intento —asegura Juana, admirando el libro—. Qué grabados tan hermosos. Este es mi favorito.
—Me agrada que os guste mi regalo. —Y señala a una de las doncellas del grabado—. Es vuestra viva imagen.
A Juana le complace el halago. Carrillo muestra otra figura.
—Y el caballero… ¿No se os parece a alguien?
Estudia la joven la ilustración del Jardín de las nobles doncellas con mayor detenimiento.
—Ahora que lo decís… Al príncipe Juan, creo.
—Más bien a su padre el rey, vuestro esposo —afirma Carrillo sin dilación.
Juana cierra el libro y se lleva las manos a las mejillas.
—Disculpad mi rubor, eminencia. No quería… Con estos colores… parezco una campesina.
—Tal fenómeno es imposible —niega el arzobispo—, pues habéis heredado la belleza de vuestra madre.
A Juana le abruma el recuerdo.
—En su memoria deseo ser la más digna de las reinas.
—Lo sois. —Carrillo coge las manos de la joven, confortándola—. Por áspero que sea el trance que os aflija, pensad que ella, sentada a la derecha del Padre, os contempla orgullosa.
La llegada del rey Alfonso interrumpe la conversación. El arzobispo se incorpora y Juana le imita, inclinándose acto seguido en una reverencia estudiada. Alfonso ofrece su mano a la joven en ademán galante y, gratamente sorprendido, se dirige a Carrillo:
—Teníais razón, no podía partir sin ver a mi esposa. Estáis muy hermosa.
Juana recibe la alabanza del rey con un delicado gesto de cortesía. Basta una brevísima mirada de Carrillo para que la joven, bien aleccionada, tome la iniciativa:
—Tomad asiento, mi señor. ¿Tenéis prisa?
—¿Por qué?
—Si os agrada la música podría cantar para vos. Conozco canciones de vuestra tierra que aprendí de mi madre, vuestra hermana…
El rey Alfonso, complacido, vuelve su mirada hacia Carrillo. Este aprueba con una sonrisa la actitud de Juana antes de despedirse:
—Con el permiso de sus señorías, tengo ocupaciones que atender. Os dejo a solas.
Dispensa el rey al arzobispo con un aspaviento rápido y se dispone a escuchar a su joven esposa. Así transcurre la tarde, entre melodías, paseos al aire libre y un comedido refrigerio. Una velada diferente que anticipa una noche no menos distinta, como bien intuyen los cónyuges al regresar a la alcoba de Juana:
—Gracias por esta tarde en vuestra compañía. Sé que vuestras ocupaciones son muchas pero… espero que para vos también haya sido agradable —musita Juana.
—Sí, lo ha sido —reconoce el rey—. Cantáis muy bien.
Ambos se quedan en silencio pues con la noche ha llegado la hora del engorroso encuentro. ¿Habrá hecho efecto el bálsamo de tanta palabra amable, de tanta galantería? Es el rey quien decide dar un paso hacia Juana y acerca lentamente su boca a la de la joven. La coge al tiempo por los hombros y ella cierra los ojos, aguantando la respiración, esperando con aprensión el contacto de los labios de su esposo. Es tal la rigidez de Juana que Alfonso desiste y finalmente la besa en la frente.
—Descansad. Mañana vendré a despedirme de vos.
Se dispone a salir el rey pero Juana lo retiene tomándole de la mano.
—Alteza…
Juana retira la mano, pudorosa, pero el rey lee en su mirada que está decidida a seguir.
—Tembláis.
—Poco importa. Mañana partiréis hacia Burgos y quizá tardemos meses en volver a encontrarnos. Quedaos, os lo ruego.
Alfonso titubea. Juana, para superar sus miedos, invoca:
—Por la memoria de mi madre… Os lo suplico.
Cede el rey. Juana conduce a su esposo de la mano hasta el lecho. No se demora Alfonso en atender la súplica. Cumplido el trámite, reviste sus ropas dando la espalda a Juana mientras ella se abraza a la almohada, los ojos llorosos y su desnudez cubierta por las sábanas.
—No puedo quedarme —se justifica Alfonso—. Partimos al alba y hay mucho que hacer todavía.
—No os preocupéis. Estoy bien.
El rey sabe que Juana miente. Le conmueve su esfuerzo por mantenerse entera. Sin su disfraz de reina, con la voz y los ojos empañados por un llanto silencioso, se ha disipado la ilusión; la mujer que ha tenido en sus brazos ha vuelto a ser niña. Calla Alfonso lo que piensa y murmura, resignado:
—Ahora sí, ya sois la reina.
Por la expresión desconsolada que oculta a la vista de su esposo, Juana no parece celebrar la legitimación de su rango.
Con la noche bien avanzada, Fernando aún estudia un plano de Burgos apoyado sobre la mesa del despacho real. Isabel, a su espalda, lo abraza y cierra los ojos, pegada a su torso. Sonríe el rey, complacido por la ternura de su esposa.
—Deberíais dormir —sugiere la reina—, mañana os aguarda una larga jornada.
—A la que seguirán otras, y otras más, hasta que la victoria sea definitiva.
Suspira Isabel, evocando el mismo escenario.
—El dinero de vuestros judíos nos permitirá reunir un ejército poderoso —recuerda aliviado Fernando—. ¿Cómo vais a agradecérselo?
—Decid mejor los judíos de Castilla… A ellos les devolveremos el préstamo, la gratitud será para Cabrera. ¿Tendréis suficiente?
—Solo si la campaña no se alarga…
Fernando se gira hacia Isabel y ella percibe su preocupación.
—Hará falta mucha munición… Y cuanto menor es la paga del soldado, más sólida se vuelve la muralla a la que se enfrenta.
—Tened fe. Roma pondrá el resto.
—¿Es herejía tener más fe en la puntería de nuestros artilleros? —dice Fernando sonriendo con picardía.
—Eso preguntádselo a Talavera —replica Isabel, siguiéndole el juego, camino de la alcoba real.
Al amanecer, Isabel se despereza en la cama. Sin que Fernando se percate, ella le observa, ya vestido para el viaje. Cuando él se da cuenta se acerca a ella, sonriente.
—Hacía mucho que no os veía descansar tan plácidamente.
—Me siento mejor.
Fernando acaricia la mejilla de su esposa y acto seguido le posa la mano en la frente.
—¿Tenéis calentura?
—Será del calor del lecho… Marchad, os esperan.
—Los refuerzos de Aragón ya están tomando posiciones ante las murallas de Burgos. Debo partir enseguida, pero si no estáis bien…
—Estoy bien, no debéis preocuparos.
—Quiero estar seguro de que no haréis imprudencias. Sabéis que sufro por vos, por vuestra salud. Dadme vuestra palabra de que os vais a cuidar.
Isabel se incorpora y aprieta la mano de su esposo, afectuosa.
—Os doy mi palabra.
—Volveré victorioso, os lo prometo.
—No hagáis promesas, confío en vos. Id tranquilo.
Se funden los esposos en un abrazo y Fernando se dirige hacia la puerta.
—Fernando, decid a Catalina que pase.
Una vez a solas, Isabel lleva una mano a su vientre; aún acusa su malestar. Enseguida entra Catalina.
—Traedme una infusión de clavo y una cataplasma de vinagre —solicita la reina.
—¿Llamo al físico?
Isabel niega, tajante, conteniendo el dolor, y Catalina obedece.
—Los usurpadores se disponen a asediar Burgos. ¡Debemos prepararnos!
Quien habla es el alcaide del castillo, Íñigo de Zúñiga y Avellaneda, que así comunica la amenaza a los notables de la ciudad. Se halla erguido junto a un sitial de apariencia regia en la sala principal de la fortaleza, flanqueado por uno de los regidores de la ciudad, don Juan de Carvajal. El énfasis de su arenga no evita que se extienda la pesadumbre en el auditorio:
—No es tiempo de vacilaciones. ¡Toda Castilla nos contempla! Burgos debe ser ejemplo para otras plazas. Os conmino por tanto a cumplir las ordenanzas que hemos dictado.
Entre los burgaleses que escuchan al alcaide se encuentra Moisés Seneor, el sobrino de Abraham. Teme el comerciante que tales ordenanzas impongan sacrificios en aras de la resistencia, y no tarda Zúñiga en confirmarlo:
—Los concejos habrán de entregar todo el trigo de la última cosecha. Se subirán las sisas en todos los productos y el precio del pan se gravará con un impuesto extraordinario.
Moisés da un paso al frente y pide la palabra:
—Excelencia, mi nombre es Moisés Seneor. Represento a los comerciantes de Burgos.
—¿Venís de la aljama?
—Soy judío pero hablo en nombre de todos. Nuestros negocios no soportarán una subida de impuestos.
—No son medidas de mi agrado, pero no hay otro camino. Mi primo don Álvaro de Zúñiga y Guzmán, que combate contra la usurpadora al lado del rey Alfonso, hará lo posible por acudir cuanto antes en nuestro auxilio. Mientras tanto, resistiremos hasta que sus mesnadas rompan el cerco de esos hideputas.
—Pero no son únicamente las sisas —insiste Moisés—. Vos conocéis mejor que yo las consecuencias de un asedio prolongado…
—¿Pretendéis que entregue la ciudad como un cobarde, solo para salvar vuestros comercios?
—No, mi señor, no pido tanto —replica Moisés con toda corrección.
Zúñiga se muestra magnánimo:
—Entiendo vuestra inquietud. Os preocupan los asaltos, los robos, el caos en la ciudad. Y es mi deseo tranquilizaros.
El alcaide avanza un paso y declara, solemne:
—Garantizo a todos los burgaleses que no habrá pillaje ni altercados. Os protegeré de los maleantes y recaerá la máxima pena sobre quien osare cometer acto criminal alguno.
La mayoría de los notables presentes asienten satisfechos, no así Moisés, cuyo escepticismo no es tan fácil de vencer. Zúñiga aclara las medidas:
—El alza de los impuestos servirá para aumentar la guardia de la ciudad. Y si es necesario recurriremos a las cuadrillas de la Hermandad.
Ante los murmullos de aprobación que genera su propuesta, el alcaide se crece y eleva el tono de su arenga:
—¡Burgos resistirá! Y cuando el rey Alfonso nos libere, os prometo que seremos recompensados, pues es hombre generoso y de palabra.
Lee el cardenal Mendoza la inscripción en la acanaladura de una espada antigua:
—«Ave Maria gratia plena Dominus mecum». ¿Habíais visto antes la Tizona?
—No, reverencia.
Mendoza abrillanta la espada mientras fray Hernando de Talavera aguarda de pie a ser atendido.
—Los Mendoza servimos a los reyes de Castilla desde hace cientos de años. Sabed que descendemos del linaje del Cid.
El cardenal continúa puliendo su arma y logra impacientar a Talavera:
—¿Es cierto que Roma no va a socorrer a su alteza?
—¿Os lo ha dicho ella? —inquiere el cardenal.
—La reina confía en que aún lo podréis arreglar. Vengo a ofreceros mi colaboración.
—¿Vos? Vos no podéis hacer nada.
—Si así lo creéis… —acata Talavera sin mostrarse ofendido.
—Sabéis de prédicas y oraciones, pero de Roma poco. Volved a vuestras tareas y no indaguéis lo que no os incumbe.
—Me incumbe y hacéis mal en negaros a que os asista —afirma impertérrito el jerónimo.
—Teneos, fray Hernando —replica Mendoza—. Pasáis por hombre virtuoso, pero vuestra soberbia es inabarcable.
No pierde el tiempo Talavera haciendo de la discusión un enfrentamiento personal:
—La Iglesia posee señoríos, cobra impuestos y réditos, ¡incluso regenta mancebías! Debe poner su riqueza al servicio de los reyes.
—Debe, sí, pero la Iglesia aún no ha decidido quiénes son los legítimos reyes de Castilla. En tanto, Roma nos remite a la divina Providencia.
—Dios proveerá, en verdad. Pero tanto vos como yo tenemos la obligación de allanarle el camino.
El cardenal Mendoza no parece tomar en consideración los argumentos del fraile.
—Yo no puedo forzar al Papa a tomar partido por nuestra causa, por justa que sea. Pero nadie hará más por el bien de Castilla que yo y mi familia —recalca Mendoza—. Jamás lo olvidéis.
Obedece Talavera al cardenal y no lo olvida. Tampoco olvida la necesidad de dinero de la Corona ni renuncia a la idea de que la Iglesia ha de ayudar a Isabel, pues en su opinión es de gran importancia para los buenos cristianos de Castilla que ella imponga su gobierno. Aunque esos buenos cristianos lo ignoren todavía.
Es por tanto la fe en Isabel la que conduce a fray Hernando hasta el austero despacho conventual de fray Juan de Ortega, padre general de la orden jerónima, ante quien expone humildemente sus propósitos:
—Castilla vio nacer a nuestra orden. Muy castellano es nuestro ideario por sencillo y austero, y las gentes lo saben. Saben que los jerónimos no entregamos nuestra vida al Señor en la esperanza de subir a los altares, sino en el anhelo de servirle con humildad y recogimiento. Así nos hemos ganado su respeto.
Nada objeta el padre Ortega a la introducción de Talavera, y este continúa:
—La reina doña Isabel se inspira en los mismos principios que nosotros. Es su deseo que Castilla sea gobernada en la fe y la caridad. Y como a nosotros, le repugna el vicio y la corrupción que han envilecido ciertas esferas de la Iglesia.
—Mi querido fray Hernando, nuestra orden se ha mantenido alejada del poder. Quizá por ello —matiza fray Juan de Ortega—, y no por nuestra virtud, hemos evitado el pecado…
—Pero ahora el poder lo ejerce una mujer cuya rectitud y devoción el propio san Jerónimo alabaría.
Estima el general de la orden la seguridad con la que Talavera defiende las cualidades de la reina. También le llama la atención el enfoque de su propuesta:
—Planteáis la alianza entre nuestra orden y la reina Isabel como una gran oportunidad…
—No en nuestro provecho —replica Talavera—, sino en el de nuestra labor evangelizadora. Con la protección de la reina Isabel llevaremos nuestra doctrina a todos los rincones del reino.
—Si se mantiene en el trono…
Talavera insiste:
—Su causa es nuestra causa. Por eso debemos acudir en su auxilio. Que sepa que hay quienes están a su lado sin esperar compensaciones mundanas. Que no mercadean con la fe, como Roma. Que no la socorren a cambio de un beneficio, como los judíos.
—¿Y ella no sabe de vuestras gestiones?
—Nada pretendo para mí —asegura Talavera con franqueza—. Solo pienso en Castilla y en su reina. Nuestro respaldo sería para ella mucho más que un alivio económico. Ayudémosla, padre, os lo ruego.
Ya están las murallas de Burgos a la vista de Fernando. Escucha el rey las primeras detonaciones de su artillería. Por su sonrisa es de suponer que ningún coro celestial le agradaría más en esta hora.
—¿Oís eso? —comenta a Gutierre de Cárdenas—. ¡Por fin han acabado de colocar esas lombardas!
—Recia habrá de ser la lealtad de Zúñiga para resistir el castigo.
—Más recia es la artillería aragonesa —gallea Fernando—. No tardará en entregar la ciudad.
Un capitán con las ropas sucias de polvo y barro ha escuchado las palabras del rey y se acerca a él. Se debe su desaliño a que pasa la jornada haciendo zanjas y removiendo tierras. En nada merma el temple y la dignidad con la que se dirige a Fernando:
—Alteza, con permiso. Soy Francisco Ramírez de Oreña. De Madrid, mi señor, y la tropa me conoce como el Artillero.
—¿Qué puede hacer por vos vuestro rey?
—Por mí, no, mi señor, por la victoria más bien.
—Hablad.
—Las lombardas están mal situadas. Fijaos. —Ramírez otea las murallas y Fernando hace lo propio—. Cuando se disparan, los bolaños no llegan, ¿lo veis? Están demasiado lejos.
—¿Y ahora lo decís? —protesta Cárdenas—. Llevamos días organizando las posiciones.
—Estaba al otro lado del río, señor, disponiendo las minas. No me ha sido posible verlo antes.
Fernando no dilapida el tiempo escaso con el que cuenta.
—¿Qué proponéis?
—Hay que adelantar la artillería o nos quedaremos sin munición antes de hacerle un rasguño a la muralla.
Fernando, muy contrariado, cursa la orden al instante:
—Que cese todo bombardeo inútil. Andamos cortos de recursos, no podemos malgastarlos.
Ramírez lo piensa un instante antes de seguir hablando. Fernando se da cuenta:
—¿Qué otra cosa se os ofrece?
—Señor… Si además movemos las piezas mayores hacia el sur, tendremos a tiro una zona muy endeble, que no es de piedra, solo es adoquinada. Poco tardaríamos en abrir una brecha…
—Y menos en entrar en Burgos —apostilla Fernando.
Ya vislumbra el rey el beneficio de hacer caso al capitán Ramírez cuando Beltrán de la Cueva detiene el veloz galope de su caballo cerca de ellos. Descabalga a toda prisa para informar al rey:
—Alteza. Alfonso y sus tropas están apenas a dos jornadas de aquí.
—¿Tan cerca? ¿No les habíamos cortado el paso en Palencia?
—Han tomado una cañada al sur, evitando la celada. El barro de los caminos no ha detenido su avance.
Con los rebeldes tan próximos, el escaso tiempo con el que contaban los isabelinos para tomar Burgos se reduce aún más. El ejército de Fernando está mejor preparado para el asedio, pero es menor en número y ante el portugués se vería en inferioridad de condiciones. La conclusión de Fernando es clara:
—Si nos encuentran aquí, en campo abierto, nos aplastarán.
—¿Retrocedemos a posiciones más seguras? —pregunta Cárdenas.
—No —contesta el rey con decisión—. Tomaremos la ciudad y les haremos frente desde dentro, tal como habíamos previsto. Ramírez, ¿podéis asegurarme que entraremos en Burgos por el lugar que decís?
—Me jugaría la mano diestra.
—¿Cuánto tardaréis en disponer las piezas?
—Dos días trabajando a destajo, mi señor.
—No disponemos de tanto tiempo. Tienen que estar mañana mismo. Haced lo imposible.
Acata la orden el capitán y se pone de inmediato a cumplirla. Doblegar a los burgaleses es la única posibilidad de salir victoriosos. Pero deben ganar tiempo. Ganar tiempo como sea, cuando no queda una hora que perder. Fernando sabe que hay un modo de lograrlo, un modo terriblemente costoso. Reclama a Beltrán de la Cueva y lo conduce hasta la tienda real.
—Dos días. Solo dos días y Burgos será nuestra.
—No cabe sino frenar a los portugueses —afirma Beltrán, certero.
Eso es lo que pretende Fernando, por supuesto. Lo que ensombrece su rostro es cómo ha pensado conseguirlo.
—Podría enviar al grueso de mis fuerzas a su encuentro, pero el asedio fracasaría. No bastaría para terminar con ellos y nos faltarían hombres para cerrar el cerco en torno a Burgos. Acabarían atravesando nuestras líneas y cuando llegaran aquí estaríamos a su merced.
Ambos conocen cuál es la única táctica razonable y el suplicio que implica llevarla a cabo. El suplicio que Beltrán asume por anticipado:
—Alteza, mis hombres y yo podemos retrasar su avance.
Se ofrece quien fuera valido de Enrique IV para ir en busca de la muerte y entregarse a ella por defender a Isabel, su reina. Como Beltrán, Fernando también sabe que tarde o temprano su destacamento sucumbirá ante el poderoso ejército de Alfonso. A pesar de todo, el rey acepta el ofrecimiento, pues a ninguno de los dos escapa que es justo lo que iba a ordenarle.
—Os uniréis al conde-duque de Benavente. Aun así os doblarán en número.
—Mi vida y la de mis hombres están al servicio de Castilla.
—Os estoy pidiendo un gran sacrificio.
—Si hay que ganar tiempo, se hará. Por mi honor, os garantizo que lo conseguiremos.
No tiene la menor duda el rey. En su fuero interno lamenta perder a un hombre de la valía de Beltrán para arañar apenas unas horas. Pero en estas circunstancias, ese tiempo no es menos valioso que el noble.
—Id pues —ordena Fernando—. Por Castilla.
—Por Castilla.
Fernando despide a Beltrán de la Cueva con un abrazo. Hay orgullo y agradecimiento en el corazón del rey. Se pone en marcha Beltrán de la Cueva y Fernando musita, viéndolo partir hacia el martirio:
—Que Dios os proteja.
El férreo asedio a Burgos ya ha empezado a dar sus frutos, pues no son pocos los estragos que sufre la villa en su interior. El alcaide Zúñiga preside otra reunión más con los notables de la villa. Una convocatoria similar en el ceremonial pero bien distinta en el ánimo de los burgaleses.
—¡Dos jornadas y Burgos será liberada! —proclama don Íñigo.
—Dios os oiga, mi señor —se atreve a replicar Moisés Seneor—. Y ojalá quede algo por liberar…
—¿A qué ese lamento?
—Dijisteis que la guardia nos protegería y hay robos, incendios, saqueos, violaciones…
—Mis hombres no pueden estar en todas partes —interrumpe Zúñiga la letanía de Moisés—. La culpa es de esos hijos de mil rameras que nos tienen acorralados.
—Muchos ya tememos más a los que están dentro de la muralla que a quienes intentan derruirla —asegura el comerciante—. Escuchad nuestras súplicas y entregad la ciudad.
—Veo que vos y yo no defendemos la misma causa —espeta Zúñiga, desafiante.
De pronto se escucha el prolongado silbido que precede al impacto de un bolaño. Ha sido cerca y no apacigua precisamente la inquietud de los presentes. Zúñiga se da cuenta y decide pasar al ataque, tomando a Moisés como objetivo de su artillería verbal:
—Vos, Seneor, estáis dispuesto a traicionar a Castilla por cuatro fardos de lana… Cuando en realidad no es poco el provecho que vos y los vuestros habéis sacado de la desgracia.
A Moisés le cuesta reaccionar ante la vileza de la acusación. Mal hecho; ha dejado abierta la puerta para que Zúñiga cause mayor daño:
—Hablo del trigo, de la harina, de los alimentos que los judíos vendéis a precios abusivos. ¡Condenáis al hambre a quien no puede pagarlos!
Moisés Seneor contiene su rabia antes de rebatir la ofensa, sabedor de la animadversión que no pocos de los presentes sienten hacia su pueblo:
—Con la escasez y la subida de las sisas, todos los comerciantes, no solo los judíos, han aumentado los precios.
Zúñiga juega de nuevo la misma baza, corregida y aumentada, para ganarse el favor de los notables cristianos:
—¡Me acusan de causar su desgracia, mientras se enriquecen a nuestra costa!
—¡Porque sois vos y vuestro empecinamiento los responsables de la miseria de los burgaleses, judíos y gentiles!
Ya sabía Zúñiga que su juego tenía visos de triunfo, pues de entre los notables pronto surgen los primeros insultos dirigidos a Moisés:
—¡Perro! ¡Embustero! ¡Traidor!
Arrecian tanto los gritos que obligan a Moisés a callar.
—¡Usurero! ¡Ladrón! ¡Cabrón!
Diríase que Zúñiga conocía dónde se almacenaba la yesca y ha bastado aplicar la llama para que rápidamente arda. Precisa desviar la atención de las causas del hambre, la escasez y las penalidades. Más conviene entonces designar a un culpable presente, sospechoso de traidor como todo judío, que al enemigo que asedia al otro lado de las murallas. Pues el alcaide también necesita ganar tiempo.
—Está decidido —zanja satisfecho Zúñiga—. Resistiremos los envites de esos hideputas hasta que se nos rescate.
Y remata Zúñiga con un aviso que Moisés Seneor recibe en particular:
—Sabed todos que cuando la ciudad sea liberada no habrá clemencia para los traidores.
Agotan su tiempo los contendientes en la carrera por hacerse con Burgos. Sin embargo, no es lo único que ha menguado desde que se inició la campaña, como acaba de comprobar la reina Isabel:
—¿Cómo que no hay dinero para pagar las soldadas?
—Lo poco que quedaba del dinero prestado por el rabino se ha ido en munición, camino de Burgos —explica Andrés Cabrera, con los libros de la contabilidad abiertos sobre la mesa del despacho real.
—No puedo dejar a mi esposo al mando de un ejército que le dará la espalda si la paga no llega. Hay que conseguir dinero como sea.
En efecto, la falta de fondos puede significar la derrota de Fernando y, con ella, el hundimiento de su causa. Isabel interroga al cardenal Mendoza, su última esperanza:
—¿Tenemos noticias de Roma?
—Nada nuevo, mi señora.
Reza Isabel en silencio unos instantes para que la Providencia acuda en su socorro, pues de ello quizá dependa su reinado. Pero es fray Hernando de Talavera quien acude con paso decidido y un documento en su mano.
—Alteza. Aquí tenéis la humilde contribución de la Iglesia para vuestra causa. Las iglesias castellanas ofrecen a la Corona la mitad de la plata de sus parroquias.
Lee Isabel el documento con sumo interés mientras Talavera dirige al cardenal una mirada un punto desafiante, hecho que no escapa a los ojos de la reina. Se apresta Isabel a alinearse con su confesor:
—¡Por fin la Iglesia nos ayuda!
Curtido en diplomacia y asuntos cortesanos, el cardenal encaja el golpe e inclina la testuz hacia el fraile.
—Os felicito.
—Con esta plata acuñaremos más moneda para pagar los gastos de la guerra. Disponedlo todo —ordena la reina a Cabrera—. El Señor está de nuestro lado.
—Así es. Y sus fieles más devotos están con vos —corrobora Talavera.
Isabel, con esperanzas renovadas, agradece la gestión a fray Hernando, sobre todo por un motivo:
—Sin saberlo, habéis salvado a mi esposo. Pues imagino que vuestra callada intervención habrá sido decisiva.
Pero el fraile responde solo con una humilde inclinación de cabeza. Definitivamente, piensa el cardenal, tanta modestia solo puede ocultar una soberbia digna de un emperador romano. Y no es el cardenal amigo de guardarse los pensamientos. En cuanto tiene ocasión, le hace partícipe de los mismos a solas:
—Quería agradeceros vuestras gestiones —comenta al confesor de la reina con estudiada amabilidad—. La mitad de la plata de la Iglesia de Castilla es mucho.
—Ya me habéis felicitado ante su alteza —responde Talavera—. ¿Qué se os ofrece?
La llaneza del jerónimo todavía desconcierta al purpurado. No obstante, la acepta:
—El que algo hace espera su recompensa. Decidme, ¿qué esperáis vos?
—Una Castilla gobernada según los preceptos de Nuestro Señor.
—No es poco, fray Hernando…
Mendoza escudriña al fraile y este se mantiene impasible.
—Os seré franco: no me fío de vos —se sincera el cardenal.
—Deberíais. Nada tengo que esconder.
—Sois tan virtuoso… Y a la vez os desvivís por lograr el favor de la reina. Todavía no sé qué ambicionáis, pero lo averiguaré.
—Reverencia, no todos los siervos de Dios estamos hechos de la misma madera.
Dicho esto, fray Hernando de Talavera sigue su camino, dejando al cardenal sumido en la incógnita.
Se han hecho fuertes el conde-duque de Benavente y Beltrán de la Cueva en el castillo de Baltanás, donde han repelido la acometida de las huestes de Alfonso. Cumpliendo la orden del rey Fernando, no solo han conseguido frenar el avance rebelde, sino que los intentos del enemigo por hacerse con la fortaleza se han saldado con numerosas bajas en el bando castellano-portugués. Una resistencia heroica que ya toca a su fin. Aunque diezmado, el ejército de Alfonso aún es muy superior en número y finalmente ha atravesado las puertas del recinto.
Entre muros derruidos, hogueras, humo, gritos y lamentaciones de los heridos, Beltrán de la Cueva y el conde-duque de Benavente, espalda con espalda, combaten contra varios soldados portugueses que han logrado cercarlos. Chocan las espadas una y otra vez y el agotamiento hace presa en los isabelinos. No pueden devolver tantos golpes consecutivos. El arma de un portugués alcanza el hombro de Beltrán de la Cueva. Herido, pierde la espada y el equilibrio a un tiempo. Rodilla en tierra, sin que el conde-duque pueda hacer nada por él, Beltrán se dispone a recibir el tajo definitivo y mortal.
—¡Alto! ¡Valen más vivos que muertos!
Es la voz de Diego Pacheco la que suspende la ejecución del castellano. Ha entrado en el patio del castillo de Baltanás a caballo, espada en mano, acompañado por el rey Alfonso y el duque de Arévalo flanqueados todos por la guardia real portuguesa. Viendo que el destino de los suyos está decidido, el conde-duque tira su espada ostensiblemente y se rinde. Pacheco se abre paso entre los soldados. Sin descender de su montura, apoya el extremo de su espada en el cuello de Beltrán.
—El puto del rey Enrique.
—Sois hijo de vuestro padre, no hay duda —replica despectivo Beltrán de la Cueva.
Pacheco agudiza la presión, pero Beltrán no se amilana:
—Hacedlo. Que todos sepan de vuestra cobardía.
Ha conseguido el herido provocar la ira del de Villena quien, iracundo, alza su arma contra él. Justo entonces aparece el rey Alfonso y exhorta a Pacheco:
—¡Refrenaos, por Satanás!
Tras un prolongado instante en el que las miradas de los dos enemigos compiten en odio y rencor, el mancebo de Juan Pacheco obedece el mandato del soberano y baja el arma.
—Prendedlos.
Pronto llega la noticia de la gesta de Baltanás al campamento del rey Fernando.
—Las tropas de Beltrán y el conde-duque han resistido hasta tres veces el envite de los portugueses —informa Cárdenas—, pero finalmente han tenido que rendir las armas.
Fernando asiente mientras observa las figuras del ajedrez marcando las posiciones propias y enemigas sobre el mapa. Sombrío, se dirige a Ramírez el Artillero:
—¿Cuánto más vais a demoraros con las lombardas?
—Hacemos cuanto podemos, pero necesitaremos una jornada más.
—Maldita sea, Artillero, hay que abrir esa brecha cuanto antes. ¡Van a caer sobre nosotros! ¿Acaso he enviado a mis hombres a una muerte segura para nada?
Callan los hombres de Fernando mientras el rey cavila. Ha de tomar una decisión, pues los capitanes esperan órdenes. Y solo hay dos opciones: mantener el sitio de Burgos, o retirarse. Por fin el rey declara:
—No vamos a levantar el asedio. Seguiremos con nuestros planes. Cuando lleguen los portugueses les plantaremos cara.
—Que Dios nos asista —masculla Cárdenas.
—Lo de Toro no va a repetirse —tercia el rey con toda la firmeza que le otorga su autoridad—. No volveré a fallarle a Isabel. He hecho una promesa y voy a cumplirla. Pase lo que pase.
Pero el rostro decidido de Fernando no oculta su preocupación.
En su improvisado cuartel general de Baltanás, tampoco el rostro del monarca portugués aparenta satisfacción, a pesar de la victoria lograda.
—Hemos perdido la mitad de nuestras tropas —se lamenta.
Diego Pacheco le tiende una copa de vino y se sirve otra para él.
—Vos mismo lo visteis. Se defendían como perros rabiosos.
—¡La mitad de nuestras tropas! —repite Alfonso, desconcertado—. ¡Todo para hacernos con esta ruina! ¿Ha merecido la pena?
Don Álvaro de Zuñiga y Guzmán, conde de Plasencia y duque de Arévalo, interviene:
—Ahora tenemos el camino despejado. Apenas catorce leguas nos separan de Burgos.
Alfonso no comparte el entusiasmo belicoso de los nobles castellanos:
—¿Acabamos de sufrir una sangría y ya estáis pensando en otra batalla? ¿Dónde tenéis la cabeza, Pacheco?
—Mi señor, si no llegamos enseguida, mi primo Íñigo habrá de entregar la ciudad.
—Nuestras tropas están maltrechas; los que han conseguido salir con vida se hallan extenuados. No nos podemos precipitar.
La réplica de Pacheco es abortada por el gesto enérgico del rey luso:
—Id y descansad, señores. Yo enviaré un mensaje a mi hijo Juan. Debe de estar a punto de cruzar la frontera, que apriete el paso. Esperaremos sus refuerzos.
—Alteza, sin Burgos perderemos el apoyo de los franceses —insiste el de Villena.
Alfonso apura la copa de vino de un trago.
—No hay más que hablar. Retrasaremos nuestras posiciones. Señor duque, dad aviso a los vuestros, volvemos a Arévalo.
Fernando ha pasado la noche en vela. Permanece en la tienda real, absorto ante el mapa de la Península, como si este escondiese el secreto del triunfo. No puede pedir más sacrificios a sus hombres, ni tampoco puede decepcionar de nuevo a Isabel. Bastante le ha perdonado ya. La irrupción de Ramírez el Artillero saca al rey de su ensimismamiento.
—¡Mi señor, las lombardas están en su sitio! —declara el Artillero, claramente agotado—. ¡Tenemos la muralla a tiro!
—¡Que arrecie el bombardeo! —ordena Fernando, satisfecho y orgulloso de la lealtad de los suyos—. Cada minuto es valioso. ¡Si conseguimos entrar en Burgos, tendremos una oportunidad!
—Entraremos, alteza, entraremos.
Salen el rey y el capitán a dar las órdenes oportunas y a ellos se les une Gutierre de Cárdenas, que viene casi sin aliento.
—Señor, ¡los portugueses retroceden! —exclama.
El rey se detiene, no da crédito a lo que oye.
—Se van, alteza. No hay duda —asegura Cárdenas—. Se retiran hacia Arévalo.
Fernando asimila por fin la información y una gran sonrisa se dibuja en su semblante; en pocos instantes su destino ha cambiado.
—Estamos salvados, Cárdenas. Estamos salvados.
Regresan ambos hasta la tienda y Cárdenas formula la pregunta que les ronda a los dos:
—¿Por qué desisten ahora?
Fernando responde contemplando el mapa:
—Beltrán hizo mucho más de lo que se le pidió. Agotó a sus tropas. Ha de ser ese el motivo.
Señala el rey las posiciones con las piezas de ajedrez.
—Se repliegan a Arévalo para recuperar fuerzas a la espera de más tropas, no hay duda. Si cortásemos la ruta del norte con la frontera de Portugal, conseguiríamos cerrar el paso a sus refuerzos…
Y entonces Fernando toma una decisión.
—Cárdenas, vamos a recuperar Zamora.
—Pero Burgos no tardará en caer. No podéis marchar.
—Sí. Sí puedo. Con ayuda de la reina.
Fernando deja la figura de la reina sobre el mapa, justo sobre Burgos.
—Pondrá Burgos a sus pies, como hizo en León…
Sin embargo, una sombra de preocupación cruza su rostro.
—Yo mismo, antes de dejar la Corte, le hice prometer que no cometería imprudencias, y ahora… ¿debo pedirle tal sacrificio?
—Señor, si se lo pedís, sabéis que vendrá.
Eso es, precisamente, lo que preocupa a Fernando.
La misiva del rey llega a Tordesillas, y es Isabel en persona quien lee la carta ante la corte:
—«Por el bien de nuestros reinos, debo rogaros que acudáis a la muy noble ciudad de Burgos para recibir del alcaide de la fortaleza juramento de obediencia y fidelidad. Pero Dios sabe lo que me pesaría que este viaje os pudiera hacer algún mal. Así os ruego que no penéis si no podéis acudir a mi llamada. Que la salud de vuestra señoría es lo más principal. Juro por vuestra vida y la mía que nunca tanto amé».
Isabel deja de leer la carta.
—Partimos hacia Burgos, el rey me necesita. Disponedlo todo.
De nada sirven las objeciones de los presentes, pues el recuerdo de las nefastas consecuencias del viaje a León no va a modificar la decisión de la reina.
—Ordenaré que preparen mis mejores caballos —interviene el cardenal Mendoza—. Con este tiempo el viaje no será fácil.
—No, vos acudiréis al encuentro de las tropas del rey camino de Zamora. Os pondréis a sus órdenes. Talavera, preparaos para el viaje. Saldremos enseguida.
Acatan el mandato los clérigos y se ponen en marcha. Catalina se encarga del equipaje de la reina, e informa a su señora:
—Os he puesto unas cataplasmas de malvas para aplicar sobre el vientre. Y un escapulario de san Blas, que dicen que hace mucho bien.
Pronto se despide Isabel de su hija y la deja en manos de la Bobadilla:
—Portaos bien. Haced caso de todo lo que os diga Beatriz.
Toma la camarera de la reina la mano de la niña y la aprieta afectuosa.
—Dejo a mi hija en vuestras manos. Nadie cuidará y protegerá mejor que vos a la heredera de Castilla —dice abrazando a su amiga.
Beatriz de Bobadilla asume con orgullo la responsabilidad, aunque insiste en sus recomendaciones:
—Sed prudente. Ya no tenéis calentura, pero la partera os advirtió que no os conviene cabalgar.
Calla la reina y emprende el viaje sin demora, pues su esposo y la cabeza de Castilla la aguardan.
De camino a Burgos, la reina y su séquito asisten a un episodio que llama su atención: no lejos de la senda por la que transitan, unos hombres armados empuñan sus ballestas y se disponen a asaetear a un individuo maniatado. Sin pensarlo dos veces, Isabel espolea el caballo hacia ellos. De inmediato, Cabrera acude raudo junto a la reina.
—¡Deteneos! ¿Qué sucede aquí?
—¡Nada que sea de vuestra incumbencia! ¡Seguid vuestro camino y no molestéis! —responde el hombre que capitanea a la cuadrilla.
—Es la reina quien os habla. ¡Todo lo que sucede en Castilla es de mi incumbencia!
De inmediato, su interlocutor pone rodilla en tierra, arrepentido de su error.
—Mi señora… Os ruego me perdonéis…
La cuadrilla entera se postra en una reverencia ante la reina. Isabel se da cuenta de que trata con gente humilde. Cabrera exige la respuesta requerida:
—Contestad a su alteza. ¿Por qué vais a ajusticiar a este hombre?
—Es un asesino… Ayer mató a un carretero para quedarse con su bolsa. Aquí tenéis la prueba —afirma el capitán mostrando la faltriquera.
La conversación es interrumpida por los lamentos del reo, que ve la oportunidad de salvarse y grita hacia los recién llegados entre aspavientos:
—¡Mi señora! ¡Tened piedad, os lo suplico!
Consiguen tales ruegos atraer la atención de Isabel y el hombre maniatado se deja caer de rodillas, haciendo ostentación de sus padecimientos. A la reina le desagrada su actuación. Cabrera interroga al capitán:
—¿Sois de alguna hermandad?
—De la de Burgos —contesta el capitán, entregando a Cabrera el documento que lo acredita.
—Creía que las hermandades ya no existían —dice Isabel—. Que eran cosa del pasado…
Cabrera ofrece el documento a la reina.
—Todavía funcionan en algunas ciudades. Vuestro hermano Enrique tuvo trato con ellas —le informa.
—Mi señora, velamos por la seguridad de los caminos —alega respetuoso el capitán—. Sabéis que hay bandidos por todas partes…
La reina devuelve el documento a Cabrera.
—Cuando acabe la guerra también habrá paz en los caminos.
Isabel mira por última vez al acusado, antes de continuar viaje.
—Que Dios se apiade de su alma.
Y vuelve grupas, impávida, mientras el asesino maldice a voz en cuello:
—¡Perra! ¡Perra! ¡Así os pudráis todos en el infierno!
Se reúne Isabel con su séquito en la senda y reemprenden la marcha. Cierra los ojos la reina al escuchar a su espalda el sonido de las saetas que surcan el aire y se incrustan en el cuerpo del condenado.
Ni los disparos de la artillería han podido evitar que el sueño venza al rey, agotado tras varios días con sus noches en estado de alerta. Ha consumido al rey la obsesión por la victoria o, en su defecto, la resistencia heroica que transforma una derrota en hazaña digna de un poema.
Duerme Fernando cuando siente la caricia de una mano femenina en la mejilla y al abrir los ojos ve los ojos claros y la sonrisa franca de Isabel ante sí. Al instante la estrecha entre sus brazos.
—Cómo os he echado de menos.
—Y yo a vos.
—Dejad que os vea. —Fernando se aparta, súbitamente inquieto—. ¿Cómo os encontráis?
—Un poco cansada. Nada más.
—¿De verdad os sentís bien? Mi conciencia no está tranquila desde que os escribí…
—¿Por qué debería mentiros? —Acaricia la reina la barba descuidada de su esposo—. Vos parecéis agotado.
—Debo partir hacia Zamora de inmediato… Ojalá pudiéramos…
Fernando abraza de nuevo a su esposa contra su pecho. Vuelven a besarse los reyes con ternura.
—Decid —pregunta Isabel—, ¿cuál es mi cometido?
—Zúñiga es terco, va a forzarnos a arrasar Burgos antes de claudicar. Hemos redoblado los bombardeos y tiene hasta el alba para rendir la plaza.
—La entregará.
—Cuando desista, entrad en Burgos y hacedla vuestra. Que todos os juren lealtad y obediencia.
—Así lo haré.
Isabel contempla a su esposo enamorada.
—Me cuesta dejaros ir…
Se abre paso de nuevo la pasión entre los esposos, pero la reina decide desasirse.
—Por el bien de Castilla, partid cuanto antes.
Fernando la besa por última vez.
—Nos reuniremos pronto, os lo aseguro.
—Id con Dios.
Abandona Fernando la tienda real bajo la mirada emocionada de su esposa. Isabel, más agotada por el viaje de lo que ha dejado entrever, toma asiento en el lecho de su esposo. Lleva su mano donde el calor del rostro de Fernando aún impregna la tela, y se santigua.
Mientras, es el regidor Juan de Carvajal quien comunica al alcaide Zúñiga la noticia. Este la digiere empapada en vino.
—Isabel a las puertas de Burgos… Solo esto faltaba tras una noche de bombardeos.
—No se habla de otra cosa —corrobora Carvajal.
—¿Sabéis que las gentes se han refugiado en la catedral? Han estado rezando hasta el amanecer.
—Lo he visto con mis propios ojos. No cabía ni una aguja.
—Los burgaleses convertidos en un coro de plañideras… ¿Cuándo piensa llegar el portugués?
—Mi señor, no cabe esperar. La ciudad está en llamas… Hasta el Arco de San Gil está ardiendo.
—Lo sé —confirma Zúñiga con amargura—. No podemos resistir más.
El custodio de Burgos lanza la copa que tiene en las manos contra el suelo, en un arranque descontrolado de ira.
—Malditos usurpadores… Puto Fernando y puta su meretriz Isabel. ¡Y encima vamos a tener que postrarnos ante ellos! ¡Así se los lleve el diablo!
Carvajal, ante la actitud del alcaide, se santigua y recula un paso.
—Esperad —ordena Zúñiga—. Llevad un mensaje al campamento de esos perros. Rendimos la plaza. La ciudad es suya.
A juzgar por el respetuoso silencio con el que los burgaleses acogen a Isabel este 28 de enero de 1476, la ciudad es ciertamente suya. A caballo, seguida de su guardia y de su séquito, la reina ha vestido sus mejores galas para hacer su entrada en Burgos con la solemnidad que requiere la ocasión. Flanquean su montura fray Hernando y Andrés Cabrera. Alguien entre el gentío se atreve a lanzar los primeros vítores:
—¡Viva la reina Isabel! ¡Vivan los reyes!
Y al ver la sonrisa mayestática con la que la reina recibe tales exclamaciones, el castigado pueblo de Burgos los secunda de inmediato. Se suceden las aclamaciones y pronto se convierten en una ovación a coro:
—¡Viva la reina! ¡Castilla! ¡Castilla! ¡Viva la reina Isabel!
La soberana saluda a su pueblo, plena de dignidad y agradecimiento, y se vuelve hacia sus acompañantes:
—Vamos, ahora hay que demostrar que somos dignos de tanto aprecio.
Termina el recorrido triunfal en el castillo, donde Íñigo de Zúñiga recibe a la reina de pie, arrogante, sin hacer ademán de arrodillarse. No se inmuta Isabel. Ante los notables de Burgos y los leales que han venido con ella, la reina toma la plaza:
—Noble señor de Zúñiga, quedáis relevado de vuestro cargo como alcaide. Os conmino a abandonar el castillo.
Zúñiga encaja la orden en silencio, mirándola frente a frente. La reina le sostiene la mirada.
—Es mi decisión que Burgos sea gobernada por la Corona desde hoy.
La novedad alimenta los murmullos en la sala abarrotada. Isabel se impone:
—¡Burgaleses! Os garantizo que todos los daños causados por el asedio serán reparados sin coste para la ciudad. Alcanzada la paz, restauraremos el orden y la justicia.
Y con su compromiso, Isabel consigue convertir la inquietud de los vecinos en aprobación. Forma parte del público Moisés Seneor, que busca con la mirada a Andrés Cabrera. En el rostro del comerciante judío son visibles las marcas de golpes recientes. Una vez ha localizado a Cabrera, Moisés intenta abrirse paso entre los asistentes.
—Ahora debéis prestar juramento —exige Isabel a Zúñiga.
Viéndose cada vez más solo, el hasta ahora alcaide cede por fin y se arrodilla ante la reina:
—Muy alta y católica, y poderosa reina, nuestra señora. Os hago entrega de la fortaleza de Burgos y juro obediencia y lealtad a vos como legítima heredera del rey Enrique y como reina de Castilla, que lo sois.
Con Íñigo de Zúñiga arrodillado a sus pies, Isabel elogia al noble para sorpresa de la concurrencia:
—Es de justicia reconocer que mientras habéis sido alcaide habéis gobernado procurando por el bien y la prosperidad de los burgaleses. Y habéis defendido la ciudad con arrojo y valentía. Por ello conservaréis vuestras propiedades y los títulos y prebendas que hasta hoy os favorecen.
A nadie sorprende más la decisión que al propio Zúñiga:
—Alteza, sois muy generosa.
—Que todos sepan —clama solemne Isabel dirigiéndose a todos los presentes— que quienes abandonen el bando de la muchacha y nos juren fidelidad a mí y a mi esposo conservarán propiedades y privilegios. Que no hay otro objetivo más importante para vuestros reyes que conseguir que la paz reine en Castilla. ¡Paz para todos los castellanos!
Celebran los burgaleses las palabras de la reina renovando sus vítores, que Isabel agradece magnánima. Y entre el griterío entusiasta, Moisés Seneor consigue llegar hasta Andrés Cabrera. Este reconoce al sobrino de Abraham Seneor y no pasa por alto las magulladuras de su rostro.
—Debéis ayudarme —apremia Moisés—. Necesito que la reina me escuche.
Al día siguiente, acabados los actos oficiales, Andrés Cabrera conduce a Moisés a un despacho donde la reina lo recibe a solas.
—Conozco a vuestro tío. Nuestra causa estaba condenada hasta que Abraham Seneor nos prestó ayuda. Decid, ¿qué os aflige?
—Alteza, protegednos de los saqueadores.
Isabel se muestra contrariada e interroga a Cabrera:
—Hemos levantado el sitio. ¿Acaso no ha recuperado Burgos la calma?
—La aljama no. Los burgaleses se han vuelto contra los judíos, a quienes consideran culpables de sus desgracias.
No hay protocolo que retenga la angustia de Moisés. El israelita detalla las afrentas que sufren los suyos:
—Asaltan nuestras moradas, saquean nuestros negocios… Os suplico que detengáis esta locura.
—Que ponga orden la guardia de la ciudad. De inmediato —ordena Isabel a Cabrera—. Convocad a Zúñiga.
—Señora, no hará nada —anticipa Moisés—. Él encendió la mecha lanzando falsas acusaciones contra los míos.
Isabel se hace cargo de la situación:
—Atajaremos los ataques, tenéis mi palabra. Los judíos sois propiedad de la Corona y yo os protegeré.
Moisés agradece el compromiso de la reina. Isabel tiene una idea para solucionar el problema:
—Aquellos hombres, en el camino, eran de la Hermandad de Burgos.
—Sí, es cierto —corrobora Cabrera.
—Las hermandades dependen de la ciudad, no de los nobles —recuerda Isabel.
—Así ha sido siempre.
—Ahora yo gobierno la ciudad. La Hermandad está a mis órdenes —explica Isabel a Moisés—. Os protegerá del pillaje y no tendrá piedad con los agresores.
Terminada la audiencia, Andrés Cabrera ratifica a Moisés con satisfacción que la reina ha actuado como él esperaba. Está dispuesta a terminar con los desmanes contra los judíos. Aclara Cabrera a Seneor que es bien conocida Isabel por la firmeza de sus decisiones. Puede regresar con el ánimo sosegado a la aljama; también habrá paz para los suyos.
Desde que Isabel y Fernando se separaron, el rey ha estado muy atareado. Habiendo recuperado la iniciativa en la contienda, de camino a Zamora ordenó a un reducido grupo de hombres que entraran en la ciudad como avanzadilla con una misión: extender la noticia no solo de su próximo asedio, sino de lo sucedido en Burgos. La maniobra ha dado sus frutos, pues los zamoranos han abierto las puertas de la ciudad a las huestes de Fernando a su llegada. Pero los isabelinos no han conseguido vencer la resistencia de la guarnición portuguesa que defiende vigorosamente el castillo.
Puede no obstante el rey colocar otro peón blanco sobre el mapa, a la altura de Zamora. Así lo hace en el palacio que ha tomado para sí en la ciudad, a la vista de sus consejeros.
—Os felicito, alteza —celebra un satisfecho cardenal Mendoza—. Habéis conseguido dar la vuelta a la situación. Reconozco que dudaba de nuestras posibilidades y de un golpe de mano habéis tomado la delantera a los portugueses.
El gesto grave de Fernando contrasta con la complacencia aparente del purpurado.
—Sin la reina no hubiese sido posible —sostiene Fernando.
—Cierto, pero no os restéis méritos —apunta Gutierre de Cárdenas—. Ahora Burgos y Zamora están de vuestro lado.
—Lo más difícil está por llegar. He sabido que el príncipe Juan ha regresado con refuerzos al campamento portugués.
La noticia corrige las alborozadas expectativas de Cárdenas y Mendoza. El rey confirma el peligro que se avecina:
—Aunque hemos contenido a los franceses en la frontera, los portugueses avanzarán hacia nosotros, dispuestos a socorrer a la guarnición del castillo. Señores, corremos el riesgo de vernos entre dos fuegos.
Sobre el mapa, Fernando y sus leales analizan las posiciones del enemigo: Alfonso posee Toro y Arévalo, domina los alrededores del Duero y el repliegue ha permitido descansar a sus mesnadas.
—Ha llegado pues el momento de la verdad —suspira el cardenal.
—Cara van a vender su piel, sin duda —supone Cárdenas—, tanto los que resisten como los que vengan en su auxilio.
—Pero igual se la arrancaremos —asegura Fernando, convencido—. No desfallezcamos. Esta vez estamos preparados. Tenemos lanzas, caballerías y peones como para hacerles frente. La victoria es posible.
—¿A esto llamáis refuerzos?
Tiemblan los muros del cuartel general portugués en Arévalo con la reprimenda que Alfonso de Portugal dirige a su hijo Juan. Cuánto daría el rey Fernando por conocer el motivo de la misma. Pero solo Diego Pacheco es testigo de la desesperación del soberano portugués.
—¡Esperaba que trajeseis muchos más hombres!
—No he podido reclutar más tropas —responde Juan a su padre—. Castilla nos acosa por todos los frentes.
—¡Excusas! ¡Pagad mejor y tendréis más soldados!
—¿Con qué? Naves castellanas atacan a nuestros barcos en ultramar y sin el oro de Guinea nuestras arcas se resienten.
Así es, Isabel y Fernando han abierto frentes que el portugués no esperaba. En esta guerra que aún no ha conocido una batalla decisiva, su estrategia está logrando impedir el paseo triunfal de los rebeldes hasta el corazón de Castilla.
—En la frontera de Extremadura no nos dan tregua —explica el príncipe—. Me he visto obligado a dejar retenes de soldados en todas las fortalezas para repeler los ataques.
—¡Maldita hija de Satanás!
Alfonso acaba asumiendo que su hijo tiene razón. Conociendo al monarca, el marqués de Villena no puede permitir que cunda el desánimo:
—Alteza, no os ofusquéis. Lo tenemos todo a favor. Nuestras tropas superan con creces a nuestros enemigos. Y está Francia…
—Los franceses no van a hacer nada por nosotros, después de perder Burgos. Estamos solos y bien solos, Pacheco.
Se dirige el rey a su hijo Juan, pues es Portugal quien más se juega en el envite:
—Hay que tomar una decisión: o presentamos batalla… o nos retiramos.
Viéndole flaquear, Pacheco insiste:
—Mi señor, debemos devolver a vuestra esposa, la reina Juana, lo que es suyo por derecho.
—¿A tan alto precio? —replica Alfonso.
Juan de Portugal se anticipa a la respuesta del marqués:
—Padre… teníais razón.
Al rey Alfonso llega a sorprenderle tal declaración, por insólita, en boca de su hijo. Y no es menor el desconcierto del marqués.
—La guerra nos ha exigido grandes sacrificios… —El rey se muerde la lengua para no espetarle el consabido «os lo dije» y el príncipe continúa—: ¡Pero solo habrá merecido la pena si logramos la victoria!
Se calma Pacheco al ver que solo la retórica escondía el ímpetu belicoso del príncipe.
—¡Acabemos con ellos en Zamora! ¡Bastará con ganar una batalla, padre, y Castilla será nuestra!
Alfonso cavila en silencio, ajeno a la impaciencia de los jóvenes. Sabe que Fernando ha encontrado refugio en la ciudad que le ha arrebatado. Pero a pesar de la decepción por el número y calidad de los refuerzos, ellos aún son fuertes. Y los defensores del castillo hostigarán al enemigo desde dentro. Quizá sea el momento de devolver el golpe.
—Preparadlo todo. Partimos hacia Zamora.
Pacheco y el príncipe Juan celebran la decisión de Alfonso.
—Sitiaremos la ciudad y haremos que los traidores lamenten habérnosla arrebatado.
En Burgos, Andrés Cabrera rinde cuentas de la represión que se ha ejercido en las últimas jornadas contra quienes atacan a los judíos:
—Más de cincuenta detenciones ha hecho la Hermandad.
—Pero los disturbios continúan —puntualiza fray Hernando de Talavera—. ¿No es así?
No contesta Cabrera al fraile, viendo con satisfacción que Isabel interpreta las agresiones como un desacato.
—Que todos los detenidos en plena comisión de un crimen sean castigados en el acto —dicta la reina—. Los demás serán juzgados sin demora. Que las penas se ejecuten públicamente, en la plaza mayor.
—Conseguiremos acabar con este ultraje —asegura Cabrera.
Pero a Talavera le inquieta el rigor de las medidas e Isabel percibe su desazón:
—¿Tenéis algo que decir?
—No, alteza. Nada. Vos sois la reina y vos decidís.
—Sabéis que aprecio mucho vuestra opinión. Hablad.
Toma aliento Talavera antes de exponer su punto de vista:
—Prometisteis pacificar Burgos. Cuando Zúñiga se presentó ante vos, actuasteis en consecuencia, con generosidad y clemencia.
—No quiero otra cosa que la paz para Castilla.
—Pero tratáis de imponerla por la fuerza. Recordad que son vecinos de Burgos, no malhechores.
—Si saquean un comercio es un robo —apunta Cabrera—. Si golpean a un hombre hasta la muerte es un asesinato.
—Ante la ley de Castilla y la de Dios —apostilla la reina.
Sin embargo, Talavera no se achica.
—No dudo de vuestras intenciones —aclara el fraile sin perder la flema—, pero pacificar es negociar y pactar. No lo conseguiréis derramando más sangre.
—Fray Hernando, atacar a los judíos es atacar a su reina —le recuerda Isabel—. Es mi deber protegerlos.
—Dudo que los burgaleses piensen que os lastiman lastimando a su vez a un israelita… Pero si actuáis con tanta dureza, tal vez acrecentéis el odio y el rencor contra ellos.
Las palabras del confesor hacen mella en la reina. Cabrera se da cuenta e interviene:
—¿Pretendéis que la reina mire hacia otro lado, como su hermano Enrique?
Se dispone a negar tal cosa fray Hernando cuando Isabel se adelanta y le pregunta con franqueza:
—¿Qué proponéis?
—Debéis descubrir la causa, de dónde surge tanta inquina contra quienes moran en la aljama. La única manera de resolver el problema es conocer su origen. Escuchad a vuestros súbditos.
No suelen caer en saco roto las opiniones del confesor y así sucede también en este caso, para disgusto de Cabrera. Al día siguiente, la reina recibe con la solemnidad acostumbrada a los notables de Burgos desde el sitial que ha hecho suyo.
—He decidido suspender, por el momento, la ejecución de las penas relacionadas con los altercados de la aljama.
Todos los convocados parecen agradablemente sorprendidos por la noticia. Todos salvo Moisés Seneor, a quien la noticia inquieta sobremanera.
—Os he citado —prosigue Isabel— para que me digáis por qué los vecinos de Burgos, hombres de bien, os volvéis contra los judíos alterando la paz en la ciudad, la paz que yo os he venido a dar.
Una repentina mudez parece afectar a los notables de la ciudad. Debe conminarlos Isabel para que hablen con libertad, y es el regidor Juan de Carvajal quien toma la palabra:
—Señora… Durante el asedio hemos sufrido carencia de todo, y ellos… ellos se han aprovechado del sufrimiento de los demás para enriquecerse…
—¡Eso es falso y lo sabéis! —interrumpe Moisés.
Al instante, Isabel mira a Andrés Cabrera. Basta para que él comprenda que debe intervenir:
—¡Silencio! No podéis hablar sin permiso.
Moisés calla, contrariado, y algunos de sus vecinos le lanzan miradas amenazadoras.
—Si tal cosa es cierta —asegura Isabel a Carvajal—, yo misma haré que lo paguen.
—No dudo de vuestra palabra —responde el regidor—. Pero por gozar de vuestra protección los judíos nunca pagan por lo que hacen. No así los cristianos y en consecuencia algunos prefieren impartir justicia por su mano…
Varios notables aplauden el alegato de Carvajal. Cabrera debe intervenir de nuevo:
—Silencio, señores. ¡Silencio!
Cesa el alboroto e Isabel prosigue:
—No es justicia asaltar el barrio judío sin aclarar si son o no culpables de los quebrantos que padecéis.
—Lo son, mi señora, lo son… Y dado que es vuestro deseo tanto como el nuestro que la paz vuelva a Burgos, os suplico que aceptéis las demandas de los procuradores de la ciudad, todos cristianos viejos.
Carvajal ofrece un escrito a Cabrera, que espera la autorización de la reina para cogerlo. Ella asiente y Cabrera toma el documento. Es obvio que los notables han venido preparados al encuentro. Para Moisés, conocedor de las aspiraciones de los gentiles, que la reina haya aceptado el escrito es un mal presagio para los suyos. Y más ahora, que Isabel parece querer contemporizar con la mayoría cristiana.
En privado, la reina examina el documento ante la mirada de un irritado Andrés Cabrera y del impasible fray Hernando.
—«Los judíos deberán vivir siempre en sus lugares, sin salir de ellos. Se les prohibirá obtener y desempeñar cargos públicos. No podrán ejercer ninguna clase de jurisdicción sobre los naturales castellanos. No podrán salir de sus casas desde el Viernes Santo hasta la Pascua. No podrán ejercer el oficio de boticarios. Deberán devolver todas las cosas robadas a los cristianos. No podrán construir nuevas sinagogas. No podrán comprar ni ocupar nuevas heredades. No podrán recibir objetos empeñados provenientes de iglesias. Se les prohibirá realizar contratos, que en todo caso serían inválidos. No podrán intervenir en pleitos entre cristianos. Los cristianos no podrán trabajar en compañía de judíos. No podrán traer seda, plata, oro ni aljófar…».
Sin terminar de leer, Isabel vuelve la mirada hacia sus consejeros:
—Cuánto odio…
—Alimentado por un cúmulo de falsedades —clama Cabrera—, y aunque hubiera algo de verdad en ellas, agredir a un judío por el mero hecho de serlo es una infamia sin justificación alguna.
—Cierto —admite Talavera—. Pero cada cierto tiempo las aljamas de todo el reino, y no solo de Burgos, son objeto de ataques. ¿Por qué? Reconoced que a ojos de los cristianos sus privilegios son un agravio.
—Los judíos han ayudado a la Corona, siempre han sido leales —recuerda el converso—. ¡Se han ganado, más que otros, lo que vos llamáis privilegios!
—Entre los que firman esta petición también habrá leales a la reina. Y otros que aún no han decidido a quién han de jurar obediencia. Verían como un gesto de buena voluntad…
Cabrera interrumpe al fraile y advierte a Isabel:
—No podéis ceder. Confían en vos.
—Pero es urgente pacificar Burgos —rebate fray Hernando a Cabrera—. No solo para ganar la guerra, sino para que todos sepan que la reina cumple sus promesas. Que bajo su mando es posible vivir en paz en Castilla.
Isabel escucha atentamente a Talavera, asimilando sus argumentos.
—Y solo lo conseguiréis —remata el fraile— si aceptáis sus peticiones a cambio de que cese el hostigamiento contra los israelitas.
Con una seña, la reina pide un instante de reflexión. Tanto el inquieto Cabrera como el perseverante confesor lo respetan en silencio. Es consciente Isabel de la gravedad del dilema:
—Todos deben confiar en mí. Judíos y cristianos. Y si decido a favor de unos, los otros lo entenderán como una afrenta. Es asunto que debo juzgar pensando en el futuro que deseo para Castilla. Por tanto, no ha de ser mi conciencia la que dicte mi decisión, sino la que la soporte.
Andrés Cabrera contiene su enojo, pues ya anticipa cuál va a ser tal decisión. Isabel concluye:
—Que sea la razón la que me guíe y que Dios me premie o me castigue por ello.
No se demora la reina en volver a convocar a los notables. Desde el sitial, en pie, se dirige a ellos. Un serio Cabrera ejerce de secretario mientras fray Hernando se mantiene en un discreto segundo término, aunque muy próximo a la soberana.
—Es voluntad de vuestra reina —declara solemnemente Isabel— que haya paz en todas las plazas que gobierna. Para imponerla, usará todos los medios a su alcance… Empezando por escuchar a los hombres rectos de Castilla.
Desde su posición, Andrés Cabrera cruza una mirada fugaz con Moisés, que permanece a la expectativa.
—Prometo ante Dios que en las Cortes que tendrán lugar en Madrigal en fecha próxima se aprobarán normas que satisfarán algunas de vuestras demandas. Normas que serán de obligado cumplimiento en Castilla entera.
Surgen los primeros murmullos mientras Moisés asimila en silencio y a disgusto la cesión de la reina ante los gentiles.
—De ahora en adelante —detalla Isabel—, los judíos se someterán a los tribunales de justicia ordinaria, eliminando así sus privilegios. En los contratos de crédito se limitarán los intereses a un treinta por ciento y dejará de requerirse la presencia de un testigo judío para su firma. Bastará con dos testigos cristianos.
Carvajal sonríe, satisfecho.
—Asimismo —continúa la reina—, es mi voluntad que los judíos tengan prohibido vestir brocados, terciopelos y adornos de oro y plata, y que vayan señalados con una rodela bermeja en la ropa, para facilitar su identificación allá donde estén.
La sala entera aplaude la decisión de Isabel. Moisés, desconcertado, vuelve sus ojos hacia Cabrera y este desvía la mirada por vergüenza.
—A cambio, desde esta misma hora cesarán los desórdenes en la aljama. De lo contrario —advierte Isabel—, haré responsables a todos los firmantes de vuestra petición y a todos se les aplicarán penas mayores.
—Tenéis mi palabra —asevera Carvajal.
La ovación de los cristianos burgaleses no se hace esperar:
—¡Viva la reina! ¡Castilla! ¡Castilla! ¡Viva!
Los vítores se suceden mientras Moisés busca la salida. Isabel lo ve partir desde el sitial, decepcionado y humillado, y las aclamaciones de los vecinos no merman sus remordimientos.
Cuando llega la noche, a solas, Isabel comparte su cargo de conciencia con fray Hernando.
—Mi esposo es varón de gran juicio —evoca la reina—. Lo que daría por tenerlo a mi lado en días como hoy…
—Habéis obrado con sabiduría. Los disturbios han cesado y la aljama está en calma. En cuanto a vuestra conciencia…
—Mi conciencia —interrumpe Isabel— habrá de amoldarse a este trago amargo como a tantos otros a los que obliga mi posición.
Talavera concede, en silencio.
—Tenemos grandes planes para Castilla, pero nada podremos hacer si no hay paz. —Y el semblante de Isabel adquiere aún mayor gravedad—. Mi esposo pronto librará un combate decisivo. Dios quiera que sirva para echar a los traidores de nuestra tierra…
Isabel se incorpora, fatigada. Antes de salir, comunica al fraile su voluntad:
—Saldremos hacia Tordesillas al amanecer. Quiero estar lo más cerca posible del rey.
Ha acabado en fracaso el intento de los rebeldes por recuperar Zamora. El frío y las penalidades han conseguido que padecieran más los sitiadores que los sitiados y Alfonso ha decidido replegarse a Toro con sus derrengadas mesnadas. Una decisión tardía pero juiciosa que, sin embargo, no ha evitado que el ejército isabelino le siguiera los pasos. Acampa Fernando en las cercanías de Toro y el portugués hace lo mismo en una finca próxima al Duero. Ambos monarcas solo aguardan ya el momento de la batalla en campo abierto, la que con toda probabilidad decidirá la suerte de la contienda.
A medianoche, apenas iniciado el 1 de marzo de 1476, el arzobispo Carrillo ha escuchado en confesión al rey portugués y se dispone a impartirle su bendición:
—Señor. Escucha a tu siervo antes de enfrentarse al enemigo en el campo de batalla y ten piedad de su alma.
—Amén —contesta el rey.
—Si alguna preocupación os mortifica, estoy aquí para asistiros, alteza.
Suspira hondo Alfonso, visiblemente intranquilo, antes de decidirse a hablar:
—Vos no podéis solventar lo que me mortifica… pero quizá sí evitar un desastre.
—Decid.
—Quiero que vayáis en mi nombre al campamento de Fernando. Es mi deseo negociar.
Carrillo, desagradablemente sorprendido, va a replicar pero Alfonso se adelanta:
—A cambio de Galicia, Toro y Zamora, saldré de Castilla con mis ejércitos y renunciaré a los derechos de mi esposa.
Al arzobispo le indigna la propuesta:
—¿Tenéis el valor de pedir que me arrastre ante los usurpadores, mendigando una porción de un reino que es vuestro por derecho?
—La campaña ha sido un desastre desde el principio —recuerda Alfonso, convencido—. No son pocos los que nos han abandonado, nobles señores que pusieron a Dios por testigo de su lealtad a Juana. No voy a desangrar a Portugal para reinar en Castilla.
—Pero os conformaríais con las migajas…
—Eminencia, si a cambio obtengo paz para los míos, bienvenidas sean las migajas.
Arrecia el rapapolvo que Carrillo se permite contra el soberano:
—Ahí fuera hay miles de hombres esperando para entregar la vida por vos en la batalla. Porque sois su rey bienamado. En el nombre de Dios, ¡dad ejemplo!
—¡No a cualquier precio! Vos me metisteis en esto —reclama el rey—. ¡Ayudadme a salir!
Pero Carrillo le da la espalda. Su decepción por la falta de aplomo del monarca se ha tornado desprecio. Habrán de ser las armas las que decidan cómo se restituye la paz y que Dios tenga misericordia del portugués, pues a él se le ha agotado.
En el bando isabelino es el cardenal Mendoza quien celebra la misa de campaña en la madrugada previa a la batalla. De espaldas a los asistentes, eleva el cáliz, mientras murmura la liturgia:
—Hic est enim Calix Sánguinis mei, novi et aetérni testamenti: mystérium fídei: qui pro vobis et pro multis effundétur in remissiónem peccatórum. Haec quotiescúmque fecéritis, in mei memóriam facietis. Unde et mémores, Dómine, nos servi tui, sed et plebs tua sancta, eiúsdem Christi Fílii tui, Dómini nostri, tam beátae passiónis, nec non et ab inferis resurrectiónis, sed et in caelos gloriósae ascensiónis: offérimus praeclárae maiestáti tuae de tuis donis ac datis. Hóstiam puram, hóstiam sanctam, hóstiam immaculátam. Panem sanctum vitae aeternae et Cálicem salútis perpétuae.
Empieza el cardenal a repartir la comunión por el rey Fernando, a quien pone un pedazo de la hostia consagrada en la boca. A continuación, lo bendice haciendo tres veces la señal de la cruz. Apenas ha terminado, un centinela da la alarma:
—¡Los portugueses! ¡Los portugueses!
Todos acuden precipitadamente, Fernando el primero, hasta una loma desde donde se divisa el campamento enemigo, al otro lado del río. Está desierto. Solo quedan restos de fogatas y pertrechos. La nube de polvo que se aleja delata la decisión de Alfonso:
—Se repliegan hacia Toro. ¡Vamos tras ellos! —ordena el rey.
Todos se apresuran a empuñar sus armas, desde el último soldado hasta el propio cardenal Mendoza.
En Tordesillas, a esa hora, la hora cedida a las armas, Isabel reza arrodillada, con un rosario entre sus dedos, en actitud de gran recogimiento:
—Señor, apelo a tu infinita misericordia: acepta mi gratitud y mi promesa… Descalza peregrinaré a la ermita de Nuestra Señora si atiendes mi ruego. Protege a mi esposo y concede la victoria a nuestras tropas. Que no hay causa más justa que liberar a los castellanos de bien de gente tan odiosa.
Las huestes de Fernando consiguen dar alcance a los rebeldes a legua y media de Toro, en las afueras de la villa. Duro es el castigo que las tropas de Alfonso reciben, pero el flanco que manda Juan de Portugal resiste el empuje isabelino. Ordena Fernando cambiar de táctica y logran así sus tropas rodear a los de Alfonso antes de que puedan alcanzar el puente sobre el Duero. No son pocos los que en la desesperación de la huida se lanzan a las aguas y perecen ahogados. Viendo al rey a punto de ser capturado por las mesnadas de Fernando, el marqués de Villena y el príncipe Juan acuden en su auxilio. Consiguen abrir un pasillo por el que el soberano pueda escapar.
—¡Huid! ¡Aún estáis a tiempo! —grita Pacheco.
Ante la indecisión de Alfonso, el heredero azuza el caballo de su padre.
—¡Salvaos vos! ¡Por Portugal!
Espolea Alfonso su montura y cabalga a galope tendido hacia Toro. Mientras, Juan de Portugal y Diego Pacheco cubren su retirada. A unas decenas de metros, viendo huir a su rey, el portador del pendón portugués emprende igualmente la fuga. Fernando se percata y sale tras él a caballo, en busca del pendón. Hace por defenderse quien lo porta pero el rey lo derriba golpeándolo con la espada de plano. Antes de que el pendón caiga al suelo, el aragonés se lo arrebata y lo levanta sobre su cabeza:
—¡Victoria! ¡Victoria!
Tres horas ha durado la batalla y los portugueses que aún siguen en pie se rinden o salen huyendo, entre los vítores de los soldados de Fernando:
—¡Victoria! ¡Castilla! ¡Castilla! ¡Viva el rey Fernando!
Desde su posición, Fernando vuelve a alzar el pendón y observa desafiante a Diego Pacheco y a Juan de Portugal antes de que estos vuelvan grupas en dirección a Toro. La batalla ha terminado. ¿Bastará para que Juana y Alfonso cesen en sus ambiciones y deshagan el camino andado, como los cadáveres de los soldados que el Duero arrastra hacia Portugal?
Nada más verse a refugio en Toro, el arzobispo Carrillo, portando aún sus pertrechos militares sucios y ensangrentados, recoge a toda prisa en una arqueta documentos y pertenencias. En la misma estancia, el rey Alfonso acaba de comunicar la retirada a su esposa Juana:
—¿Volver a Portugal? No. No puedo irme de Castilla. ¡Soy la reina!
Hace oídos sordos Alfonso y ofrece a la joven una capa de viaje. No tiene intención de discutir.
—Ahora no es el momento. Obedeced.
—Pero debéis luchar por mis derechos, ¡me lo prometisteis! ¡A mí y a mi madre!
Se empecina Juana en sus demandas y se vuelve hacia Carrillo, buscando el apoyo de su principal valedor. Pero su eminencia reverendísima se limita a respaldar a Alfonso:
—Haced caso a vuestro esposo. Os conviene.
Alfonso coloca la capa de viaje sobre los hombros de su desconcertada esposa y la empuja levemente hacia la salida. Pero Juana da media vuelta y se lanza a rebuscar entre los papeles que revuelve Carrillo.
—Pero, alteza, ¿qué hacéis?
—El libro, el que me regalasteis. Quiero llevármelo.
Carrillo lo recoge del suelo, estaba justo a sus pies, y lo lanza contra un rincón ante la mirada perpleja de Juana.
—No perdáis tiempo y partid de una vez.
—¿Vos no venís?
Carrillo ni siquiera contesta. Coge su arqueta y se marcha. Al momento, viéndose sola, Juana corre hacia su esposo, como una niña que teme ser abandonada, y juntos dejan la fortaleza de Toro.
Ha acudido Isabel al encuentro de su esposo en Zamora, donde los portugueses han terminado rindiendo el castillo. Antes de ver a Fernando, Isabel hace un encargo a su dama Catalina y, a juzgar por el tono que emplea, es de suma importancia:
—Que un mensajero lleve esta carta. Entregádsela vos y aseguraos de que parta sin tardanza, os lo ruego.
Obedece diligentemente Catalina y poco después Isabel y Fernando se encuentran a solas. Nada más ver a la reina, Fernando hinca su rodilla en el suelo.
—Mi señora. Haced cuenta que en Toro Nuestro Señor os ha dado toda Castilla.
Isabel, emocionada, toma la mano de su esposo y le obliga a levantarse. De igual a igual, se abrazan y disfrutan de su felicidad por el reencuentro y la victoria.
Días después, tras su llegada a Alcalá de Henares con el ánimo más derrotado que sus huestes, Carrillo lee la misiva que Isabel ha enviado desde Zamora:
—«Eminencia reverendísima: ambos somos personas en exceso atentas a salvaguardar nuestro amor propio y, por tanto, propensas a sentir nuestro orgullo herido. Siendo así, los graves desencuentros que ha habido entre nos han hecho mella en nuestros corazones y no será fácil borrarlos de nuestras respectivas memorias».
Una criada, de rodillas ante el arzobispo, lava cuidadosamente sus pies. Continúa Carrillo su lectura:
—«Sin embargo, me dirijo a vos no como reina legítima de Castilla, sino como vuestra más devota discípula, reconociendo antes que nada cuánto he aprendido de vos y con cuánta sabiduría aún podéis aconsejarme. A pesar de lo acontecido, y en virtud de los años compartidos y de la gratitud que os debo, cumplid en esta hora las promesas de obediencia a vuestro rey y reina como señores naturales vuestros que somos. Y en correspondencia, todo enojo, rencor y sentimiento será olvidado. Tenéis mi palabra. Yo, la reina».
Termina la criada de secar los pies del arzobispo y el esbozo de una sonrisa sirve de agradecimiento. Una vez ha salido la mujer de la alcoba con la jofaina a cuestas, Carrillo contempla la carta un instante más en silencio y la rompe en pedazos.
También Andrés Cabrera ha vuelto a Tordesillas con el humor cambiado. Más serio y silencioso tras lo vivido en Burgos. Observa taciturno a su esposa mientras trabaja en un bordado, a la luz de la ventana en los albores de la primavera.
—Es para la princesa —explica Beatriz de Bobadilla—. Se ha empeñado en que le borde un paño con su nombre. ¡Tan tozuda como su madre, Dios la guíe! Menos mal que también ha heredado su buen corazón.
Calla Cabrera, indiferente, y a Beatriz la inquieta su gravedad:
—¿No me vais a contar qué os sucede? Desde que habéis llegado de Burgos parece que guardéis luto.
Andrés Cabrera la besa en la frente. No es su deseo alarmar a su esposa, camarera de la reina y, probablemente, su amiga más íntima.
—No es nada.
—Os preocupan demasiado vuestras tareas… Pronto habrá acabado la guerra y Castilla recuperará su esplendor. Gracias a Isabel.
—Cuánto la admiráis —farfulla Cabrera.
—La he visto crecer —replica su esposa con naturalidad—. Es como mi hermana.
—Pero no lo es.
—Andrés, qué cosas… Sabéis que daría la vida por ella.
No ve Beatriz mala intención alguna en las palabras de su esposo. Sin embargo, este la cuestiona:
—¿Tanta lealtad merece?
—Por Dios, ¿qué decís? —Beatriz se escandaliza—. Si os oyera…
—He sido tan leal o más que muchos de los cristianos viejos que la rodean, de nada debo avergonzarme. ¡Comprometí mi palabra para que ella no perdiera la corona!
El arranque de ira de Cabrera pone en guardia a la Bobadilla:
—Pero ¿qué os ha hecho para que habléis con esa inquina?
—Vuestra amiga empezó prometiendo protección a los judíos de Burgos y en cuanto vio que los notables se volvían contra ella, no vaciló en humillarlos.
—A veces se nos pueden escapar los motivos, pero es la reina —aduce Beatriz—. Tendrá sus razones.
—¡No deja de ser una traición! ¡Ha pagado lealtad con infamia!
No termina Beatriz de comprender el origen de tanto enojo.
—Habláis como si nos hubiese hecho algo… Pero ¿en qué nos afecta? Somos cristianos.
—Muchos piensan como Juan Pacheco: no hay cristiano que valga si viene de familia judía. Pronto nos tocará… Y en Burgos he aprendido que la reina nos abandonará cuando le convenga estar a bien con quienes nos odian.
Aunque a Beatriz le preocupa el relato de su esposo, insiste en negar tal posibilidad:
—Confiad en ella. ¡Y por nada del mundo os enfrentéis a su autoridad, pues es…!
—Implacable —concluye Cabrera—, lo sé mejor que vos. No lo haré… Pero a partir de ahora solo pensaré en nuestro futuro. En que no nos falte de nada. Ni a nosotros ni a los nuestros.
Mientras tanto, en Burgos, a pesar de la pacificación de la aljama, Moisés Seneor ha creído más sensato abandonar la ciudad y buscar otras tierras donde establecerse con su familia. Moisés ha hecho un alto en su camino para visitar a su tío Abraham en Segovia. Ahora, llegado el momento de partir, el rabino pone una bolsa de dinero en manos de su sobrino.
—Os lo devolveré antes de que acabe el año —asegura Moisés, agradecido.
—No hay prisa. Usad bien este dinero y recuperad vuestro negocio.
—Me vendrá bien para empezar de nuevo en Sevilla.
Abraham Seneor toma afectuosamente a su sobrino por el brazo e intenta reconfortarle:
—Moisés, no perdáis la fe. Conseguiremos que las Cortes revoquen las medidas contra nosotros. Son indignas. Un ultraje.
—Difícil meta os ponéis —replica escéptico Moisés.
—Mi decepción no es menor que la vuestra. Pero la reina me escuchará, estoy seguro, tanto o más que a los notables de Burgos ante quienes se ha doblegado.
—Cometisteis un error financiando su causa —sentencia el joven Seneor—. Y esto es solo el principio. Nos volverá a traicionar.
Niega Abraham en silencio, no queriendo admitir tal cosa, pero su sobrino insiste:
—Tiempo al tiempo, tío, tiempo al tiempo.
El dulce de membrillo que Juana saborea en el palacio real de Sintra hace que olvide por un momento los padecimientos de los últimos meses. Contemplando el semblante cariacontecido de Alfonso es posible deducir que el rey los tiene mucho más presentes. Sin embargo, no ha abandonado Juana las ambiciones que su madre le inoculó con mano firme desde la infancia, desde que viera en peligro sus derechos como sucesora al trono.
—Cuando recupere la corona encargaré una escultura para la tumba de mi madre. Digna de una reina. Pero antes, que trasladen sus restos junto a mi padre. Porque no es de justicia que estén separados, ¿no os parece?
Sale por fin Alfonso de su ensimismamiento:
—Juana… He ordenado que preparen mi equipaje.
—¿Volvemos a Castilla? —pregunta la joven reina, esperanzada.
El rey la mira en silencio antes de negar:
—Me voy a Francia. Embarco esta misma noche.
—¿A Francia…? ¿Y yo?
—Vos aguardaréis en Portugal.
A Juana le angustia la idea de verse sola, sin el único apoyo que le queda.
—¿Cuánto estaréis fuera?
—No lo sé. La alianza con el rey Luis es imprescindible para recuperar Castilla. Volveré con su apoyo, os doy mi palabra.
—¡¿Me abandonáis?! ¡No podéis dejarme sola!
—Aquí no os falta de nada. Estaréis bien.
Juana se arrodilla ante Alfonso, coge al rey por el brazo, como si pudiera retenerlo.
—Os lo ruego. ¡No me dejéis! Llevadme con vos. Os lo suplico… ¡Llevadme!
Alfonso, incomodado, retira la mano de la joven de su brazo.
—Basta. No insistáis.
Juana rompe a llorar y se deja caer a sus pies, rota, desconsolada. El rey, impasible, sale de la estancia sin prestar atención al gimoteo de su joven esposa:
—No me dejéis. Os lo ruego. No me dejéis aquí…
Ha vuelto el frío a Castilla. La nieve flanquea el camino pedregoso que lleva a la ermita centenaria de Nuestra Señora. La escarpada senda se ha convertido en un barrizal. A pesar de lo penoso del recorrido, Isabel, vestida con el hábito franciscano, camina descalza sobre la tierra helada. Sus pies sangran. Están heridos, cubiertos de llagas causadas por las piedras del camino. Un paso por detrás camina Fernando y aún más atrás sigue a los reyes su guardia personal. Durante la subida, Isabel tropieza y cae de rodillas. Fernando se acerca a ayudarla, pero la reina se levanta sola y continúa sin detenerse, digna y erguida, reprimiendo el dolor. Atraídos por el cortejo o por haberse corrido la voz, algunos aldeanos han acudido a las lindes del sendero. Al paso de la reina se descubren y se arrodillan en una muestra de respeto y devoción. A sus ojos, Isabel parece una santa.