2

Pasean los reyes en dirección a una colina cercana a Segovia desde la que se divisa la ciudad coronada por su imponente alcázar. Aunque al invierno le quedan semanas, estos últimos días la primavera parece haber encontrado un atajo en el calendario y la reina lo ha entendido como un buen presagio, otro más para apuntalar sus esperanzas.

A la luz de este atardecer que ya se alarga, Isabel muestra a Fernando una dobla de oro nueva, con sus efigies de igual tamaño y rango, tal como han acordado. Destaca el águila de san Juan en el reverso con la leyenda «Bajo la sombra de tus alas protégenos». Conocen los reyes la importancia de esta novedad para afianzar su imagen en el reino y la contemplan satisfechos, aunque es bien cierto el comentario de Fernando:

—No sobra oro para acuñar monedas.

—Dios proveerá —le confía Isabel—. Venid, quiero mostraros algo.

En lo alto de la loma, con la hermosa vista sobre la ciudad ante sus ojos, la reina se detiene y pregunta a Fernando con una sonrisa:

—¿Os complace el lugar?

—¿Pensáis trasladar el alcázar?

A Isabel le hace gracia la humorada de Fernando, más aún pensando en la sorpresa que va a llevarse su esposo.

—Sabed que aquí, cuando sea posible, erigiré una ermita.

Fernando contempla el lugar con admiración. Le agrada la idea y su esposa ha elegido un magnífico emplazamiento para edificar el templo. Isabel lo toma de la mano, enamorada como si se hubieran conocido la víspera.

—Es mi deseo dedicarla a san Juan Evangelista, a quien tanto veneramos ambos. Y bajo su protección quería que supieseis que en mi vientre ya vive otro hijo vuestro.

A Fernando le cuesta unos instantes asimilar la noticia. Acaricia el rostro de su esposa, exultante y enamorado, y se pierde en su mirada clara. No hay en Castilla matrimonio más radiante, ni pareja que comparta tanta dicha.

—¡El Señor nos bendice de nuevo!

—Quería contároslo lejos de todos, disfrutar de la ilusión que veo en vuestros ojos.

—Si nos concede un varón…

—Lo llamaremos Juan —completa la soberana—. Como vuestro padre.

A Fernando le conmueve la decisión, tal como esperaba Isabel.

—Que su nacimiento traiga paz a nuestras tierras y pueda heredar un reino unido y próspero.

—Así lo quiera Dios.

Se besan los cónyuges con el sereno paisaje castellano como telón de fondo. Disfrutan unos instantes de felicidad, haciendo una pausa necesaria en estos días de planes, cambios y ajetreo. Pues Fernando e Isabel se han ceñido la corona, cierto, pero coronarse no implica reinar. Sobre todo en esta Castilla convulsa y dividida, en la que el verdadero poder aún reside en otras manos. En la que otras cabezas pueden decidir el futuro del reino al margen de los monarcas, tal es la fuerza de algunos nobles y la superioridad de sus recursos. Y algunas de las mejores y más poderosas cabezas de Castilla no aceptan a Isabel como legítima heredera de Enrique IV.

En verdad pocos han elegido el bando de Fernando e Isabel, aunque los reyes pueden confiar en la firmeza de su lealtad. Algunos de los más cercanos, como Gonzalo Chacón, Andrés Cabrera o Beltrán de la Cueva, aguardan a los soberanos en un salón del trono ciertamente desangelado.

—Cada vez es más exigua esta corte —señala en voz baja quien fuera valido de Enrique IV a Chacón.

Justo entonces el cardenal Mendoza hace su entrada y pasa ante ellos. Inclina Mendoza su purpurada testuz ante ellos y Chacón, con media sonrisa, se atreve a decir:

—Si el cardenal sigue teniendo hijos, acabará él solo con ese problema.

Apenas tiene tiempo Beltrán de aplaudir el chascarrillo, pues en ese instante entran Fernando e Isabel en el salón. Todos los congregados saludan según dicta la norma mientras los reyes ocupan sus tronos.

—Me complace ver que su reverencia ha regresado con bien del monasterio de Guadalupe —afirma Isabel dirigiéndose al cardenal.

Mendoza asiente con sumo respeto, orgulloso no obstante de la misión cumplida.

—Los restos de vuestro hermano el rey Enrique ya reposan en tan señalado lugar.

—Es nuestro deseo que Castilla guarde memoria del hombre cuyo ejemplo nos guía en la gobernación de su reino bien amado —afirma Fernando.

Solemne y rotunda resuena la declaración. A nadie escapa la paradoja de escucharla de labios del aragonés, pues, en efecto, ejemplo de gobernación es el reinado de Enrique para ellos, mas ejemplo precisamente de lo que no deben hacer.

—Que el Señor nos ilumine en nuestra tarea tan sabiamente como hizo con quien nos precedió. —Tal es el deseo que añade Isabel y todos asumen los votos en silencio.

Entre los leales, aquellos de mente más despejada no interpretan las palabras de los reyes como ironía o alarde hipócrita. Cuando la legitimidad de Isabel y Fernando es puesta en entredicho por sus enemigos, conviene reforzar el vínculo con su antecesor y erigirse en herederos directos de su política, aunque la voluntad sea cambiarla sin tardanza. Tanto más cuando nadie en el salón del trono ha olvidado que el enemigo es peligroso y sigue al acecho.

—¿Qué sabéis de vuestro hermano? —interroga Fernando al cardenal Mendoza—. ¿Alguna novedad de nuestra embajada ante el rey de Portugal?

—Aún no, mi señor. La única certeza es que ha tomado partido por Juana.

Don Diego Hurtado de Mendoza partió en fechas cercanas hacia la corte portuguesa con la misión de evitar la alianza entre los nobles rebeldes y el rey Alfonso. En nombre de Isabel y Fernando, Mendoza lleva una oferta generosa, lo bastante atractiva como para alejar al soberano luso de sus rivales y garantizar, además, la paz entre los reinos.

Todos ruegan por el éxito de la embajada, aunque la ausencia de noticias los mantiene sumidos en la incertidumbre. Nada saben aún en Segovia de la propuesta que llevó Carrillo a Portugal. Tan ignorante como el resto de la amenaza que se cierne sobre ellos, Chacón se pregunta en voz alta:

—¿Hasta dónde estará dispuesto a llegar el rey Alfonso por defender a su sobrina?

—No hemos de esperar que se limite a pagar los gastos de una hospitalidad prolongada —responde un pesimista cardenal Mendoza.

Fernando prefiere dirimir el asunto cuando su embajador comunique el resultado de sus gestiones.

—Confiemos en haber encontrado el modo de traer a Juana de vuelta sin enemistarnos con el rey que la protege.

—Que así sea —concluye Isabel—. Castilla espera buenas noticias… Y va a tenerlas.

Cruzan una mirada cómplice los reyes, pues solo ellos saben a qué se refiere Isabel. Con una sonrisa, la reina cede a Fernando el gozo de comunicar su estado.

—La reina y yo esperamos el nacimiento de otro hijo.

—Mi señora, en verdad es una gran noticia. Enhorabuena —les felicita Chacón en nombre de todos los leales, que celebran la dicha de sus soberanos como propia.

—Roguemos a Dios para que nos conceda un varón —solicita Isabel—, y con él nuestra dinastía se afiance en nuestros reinos.

Terminada la audiencia con tan prometedora novedad, Fernando toma en un discreto aparte a Beltrán de la Cueva.

—Hemos decidido poner orden en los archivos del rey Enrique. Habiendo sido su valido, tal vez podáis ayudarnos en la tarea.

—Estoy a vuestra disposición, alteza.

—Poneos entonces a las órdenes de Gutierre de Cárdenas. Él os dará instrucciones.

Que no sea juicioso ni elegante renegar en público del predecesor no es óbice para que los reyes permanezcan vigilantes ante cualquier hecho que lesione su discutida legitimidad. Por ello Gutierre de Cárdenas y Pierres de Peralta, representando a cada uno de los soberanos, revisan estos días a ritmo frenético decenas de legajos en el archivo del fallecido. No es descabellado que todos teman un hallazgo incómodo. Quizá un testamento válido en el que Enrique hubiera designado a Juana como heredera, pues ¿cabe imaginar mayor adversidad para la Corona que un documento así cayera en manos rebeldes?

De ahí el trajín que se registra en las estancias del recordado Enrique, donde Peralta selecciona ciertos legajos y los pone a la vista de Cárdenas. Este, tras una rápida ojeada de comprobación, destina la mayoría al fuego de la chimenea, mientras otros encuentran su salvación en el fondo de una arqueta. De vez en cuando, Peralta parece indeciso al inspeccionar un documento, como ocurre con el que le tiende a Cárdenas.

—Es una carta de Beltrán al rey Enrique. Es personal —aclara—. ¿También hay que quemarla?

Cárdenas empieza a leer y sonríe para sí. Íntima y personal, cierto. A más de uno regocijaría su lectura. En ese instante entra el propio Beltrán de la Cueva en la estancia, enviado por el rey. Cárdenas y Peralta ocultan una sonrisa de complicidad.

—Llegáis en buen momento —espeta Cárdenas al recién incorporado.

Beltrán de la Cueva repara en la batida que está sufriendo el archivo y no escapan a su vista los restos de legajos quemados. No oculta lo bastante su disgusto, de modo que Cárdenas le muestra la carta, sin soltarla de su mano.

—¿Sirve en algo a nuestros reyes?

Beltrán de la Cueva reconoce la misiva. Rabia ante la profanación pero calla y niega, quién sabe si por cautela, por vergüenza o por una mezcla de ambas.

—Lo suponía —concluye Cárdenas.

Al instante aparta la carta de la vista de Beltrán y la condena a la hoguera. Los dos contemplan cómo las palabras de otro tiempo, quizá ya olvidadas, se convierten en cenizas.

—Órdenes del rey —ilustra Cárdenas—: «Que las sombras del reinado de Enrique no entorpezcan el gobierno de Castilla».

Beltrán de la Cueva acata en silencio y, sin mudar su gesto grave, empieza él también a examinar legajos y a disipar molestas sombras.

Hay una sombra que incomoda en particular y no es menuda, como habría de corresponder a quien la proyecta. Es la sombra de Juana, la niña en cuya frente algunos desean ver la corona de Castilla. La niña cuyo derecho al trono se reivindica con la vista puesta en el propio beneficio, no en el del reino, como otrora se hizo con Alfonso e Isabel. Solo que Juanita carece de la perspicacia, preparación y tesón de esta última.

Con gran ceremonia es acogido en la corte portuguesa el embajador de Castilla, Diego Hurtado de Mendoza. La ocasión lo requiere, pues tanto quien visita como quien ejerce de anfitrión conocen la importancia del encuentro. Y con no menos ceremonia y solemnidad, Mendoza se inclina ante el rey Alfonso al expresar los deseos de paz y prosperidad que Fernando e Isabel han resuelto hacerle llegar.

—Largo viaje os han encomendado para ello, ¿no hubiera servido una carta? —ironiza Alfonso.

Sonríe Mendoza, avezado diplomático, pues toca ceder ante la gracia del portugués antes de exponer el verdadero motivo de su embajada.

—Mis señores solicitan del rey de Portugal que permita regresar a Castilla a la princesa Juana, para velar por su futuro y acordar un matrimonio adecuado a su rango.

Como el monarca opta por responder con silencio, Mendoza prosigue:

—También os garantizan el respeto de Castilla a las rutas comerciales que el gobierno de su alteza ha establecido con las tierras que posee en África.

Sin desvelar su juego, subraya Alfonso con un gesto cuánto le complace escuchar estas palabras. Mendoza lo percibe y continúa:

—Y para que se estrechen aún más los lazos de familia que les unen con vos, les complacería que tuvieseis a bien estimar la propuesta de contraer matrimonio con la infanta Juana, hermana de nuestro rey Fernando e hija del rey Juan de Aragón.

Rubrica Mendoza su oferta con una estudiada reverencia y Alfonso la aprueba con una sonrisa, manifiestamente satisfecho.

—Agradeced a vuestros señores sus buenos deseos y su generosidad, y decidles que siempre serán muy queridos y amados por nosotros.

«Buen comienzo», piensa Mendoza.

—Y decidles también —continúa Alfonso— que la princesa Juana está bien cuidada y atendida en la casa de su tío, el rey, que ya ha velado por su futuro y le ha compuesto un matrimonio afín a su alta posición.

La inquietud dispara la mente del embajador castellano. Es evidente que no va a poder alcanzar el objetivo esencial de su misión: regresar con la Beltraneja a Castilla. Pero ¿quién será su prometido?, se pregunta. ¿Alguien cuyo rango afiance la aspiración de Juana al trono? ¿Alguien de sangre real, por tanto?

—Comunicad también a vuestros señores que me complacería contraer nupcias con tan distinguida infanta aragonesa… —asegura Alfonso, alargando el momento para su deleite— de no ser porque mi matrimonio ya ha sido concertado.

El portugués se crece ante la mal disimulada sorpresa de Mendoza.

—Tenéis que saber vos, y por vos vuestros señores, que la princesa Juana pronto será mi esposa. Ella será reina de Portugal y yo… rey de Castilla.

Disfruta el príncipe Juan viendo asombrado al petulante castellano. Reconoce que su padre ha sabido jugar sus cartas, aunque se abstenga de mencionárselo. Es tal la gravedad del anuncio que Mendoza reacciona sin permitir que el estupor pueda con él:

—Debéis recordar, señor, que Castilla ya tiene reyes, y que defenderán su reino contra cualquier amenaza con todos los medios a su disposición.

—Así debe hacer un rey —concede Alfonso, antes de apostillar con intención aviesa—, no tanto el que pretende serlo.

Y no satisfecho con la puntada, remata:

—Abrazad en nuestro nombre a mis primos Isabel y Fernando, reyes de Sicilia y príncipes de Aragón.

Ha pronunciado Alfonso los títulos con énfasis suficiente como para que todos en la corte añadan mentalmente «y no de Castilla, como proclaman». Volver ante Isabel y Fernando urge ahora mucho más que si la embajada hubiera tenido éxito, pues han de conocer los reyes cuanto antes el temible órdago de Alfonso. Mendoza, pues, se despide con una rápida reverencia y abandona raudo el salón con su séquito. Y nada más hacerlo se personan ante Alfonso el arzobispo Carrillo y Diego Pacheco, colándose a través de un vano que un tapiz disimulaba. Todo han escuchado los rebeldes y comparten su satisfacción con el soberano, pues pronto en Segovia comprenderán cuán imponente se ha tornado la menuda e incómoda sombra de Juana.

Lleva ventaja el bando juanista en los preparativos de una invasión que algunos ya ven inevitable. Y entre ellos, los más impetuosos a punto están de cantar victoria sin que ninguno haya pisado aún suelo castellano. No es el caso del rey Alfonso, cuyo ardor guerrero varía prudentemente en función de las fuerzas que lo respaldan.

—¿Qué sabemos del rey de Francia?

El duque de Braganza niega con la cabeza por toda respuesta. El plan de Alfonso, que el sensato Braganza apoya, es animar a Francia a invadir Castilla por el norte y atrapar al enemigo entre dos fuegos. Al margen de la polémica sucesoria, a Francia no le interesa una Corona de Aragón respaldada por Castilla, y a Portugal le interesa menos aún una Castilla aliada con Aragón. Lamenta por tanto el rey la falta de noticias. Su cautela desespera al príncipe Juan, impetuoso entre los impetuosos, cuyo ardor guerrero apenas oscila, como la temperatura de las criptas donde reposan tantos ilustres caídos en el campo de batalla.

—¿Hasta cuándo vamos a esperar su respuesta?

—Hasta que a mí me parezca oportuno —responde el monarca.

El marqués de Villena tercia, disimulando la impaciencia que comparte con el príncipe.

—Castilla es una fruta madura. Solo tenemos que ir y cogerla.

Alfonso contestaría gustoso: «Qué fácil lo veis», pero se limita a sonreír cortésmente al marqués y cede la réplica a Braganza:

—De necios sería empezar una guerra sin estar seguros de que va a ganarse.

—Vos habéis calculado la suma de nuestras fuerzas, castellanos y portugueses unidos —recuerda el príncipe Juan al duque—. ¿Por qué dudáis entonces, Braganza?

—Puedo calcular cuántos iremos, no cuántos volveremos. Ni cómo, ni cuándo.

El arzobispo Carrillo, que ha mantenido un discreto silencio, ve llegado el momento de pronunciarse:

—Lo cierto es que cada día que pasa en el trono, Isabel es más reina de Castilla a ojos de todos.

Hastiado, el príncipe corrobora sus palabras y se dirige a Carrillo y a Pacheco con un deje irónico en su proclama:

—Señores, temo que ni mi padre ni el duque sean los aliados que precisáis. Buscad en otra parte, tal vez en…

—¡Basta de tonterías! —interrumpe Alfonso, y su enojo hace callar a todos—. Primero me casaré con la princesa. Después recuperaremos el trono de Castilla.

—Y esa boda, ¿cuándo tendrá lugar? —pregunta un apacible Carrillo.

—Cuando consigáis la bula de Roma autorizando el matrimonio.

—¿Ahora la bula? ¡Padre! ¿Qué más debemos esperar?

Las precauciones de Alfonso exasperan al príncipe y la ansiedad de este amenaza con exasperar al rey:

—¿Pretendéis provocar en casa lo que Isabel se ha buscado en Castilla?

—Su audacia la ha llevado al trono, mientras Juana aguarda a que sus partidarios dejen de hablar y empiecen a actuar.

—¡Pues que aguarde! ¡Y vos con ella! —zanja Alfonso—. Yo no voy a permitir que se dude de mi legitimidad, ni voy a enemistarme con Roma.

Todos callan, de mejor o peor talante, tras la sentencia del soberano. Se recompone Alfonso y baja el tono, pero no la firmeza de su decisión:

—Cuando llegue la dispensa papal me casaré con la princesa y reclamaré sus derechos. Para entonces ya sabremos del rey Luis.

Viendo que el príncipe va a contestar agriamente, Carrillo se adelanta, contemporizador:

—Por la bula no debéis preocuparos. Con Roma todo es posible, si se puede garantizar un beneficio…

—Ocupaos de la negociación, eminencia. Por oro no será.

El arzobispo acata con una inclinación de cabeza. Alfonso da por terminada la reunión y abandona la estancia, seguido del duque de Braganza. Sin que ninguno de ellos lo perciba, Carrillo hace un discreto gesto de calma hacia Diego Pacheco y el príncipe Juan.

No quiere demorar su partida el arzobispo, viendo que los acontecimientos habrán de acompasarse a la moderación de Alfonso y a los tiempos de Roma. Pero antes, acompañado por el rey, acude a despedirse de la pequeña Juana y de su madre, quien ve en él a su más poderoso valedor al otro lado de la frontera.

—Os deseamos un buen regreso a Castilla y esperamos que nos encontremos pronto allí.

—Nos unen los mismos deseos, alteza —contesta Carrillo a quien fuera su enemiga.

—Hacéis bien en despediros de la princesa —apunta Alfonso—, la próxima vez que la veáis quizá sea ya reina.

Subraya Alfonso su disposición haciendo una caricia paternal a su sobrina, pero Juanita se estremece con el contacto y a Alfonso le falta tiempo para apartar su mano. A ninguno de los presentes se le ha escapado el lance, y menos que a nadie a la viuda de Enrique y al arzobispo. La censura que Juana de Avis lee en la mirada de Carrillo es elocuente.

—Es hora de partir —se despide el arzobispo—. Queda un largo viaje hasta Alcalá.

—Os acompaño.

Tiene prisa Alfonso por abandonar la alcoba y alejarse de su sobrina. Juana de Avis, que ha asimilado la silenciosa reprimenda de Carrillo, interpela contrariada a su hermano:

—Pensaba que veníais a comer con nosotras.

El rey observa a Juanita y ella aparta la mirada. Carece de la menor picardía, la pequeña. Evidentemente, no ha salido a su madre. Alfonso pospone el encuentro como ha pospuesto la invasión, para cuando las circunstancias sean más favorables.

—Hoy comeré en mi cámara. Venía… a decíroslo.

Una vez a solas, Juana de Avis se encarga de corregir a su hija, que ya ha aprendido a guarecerse ante los raptos de enojo de su madre.

—Una reina ha de saber comportarse ante su futuro esposo —alecciona Juana a la niña—. ¿No os dais cuenta? Solo él puede devolveros lo que esa usurpadora os ha arrebatado. ¡Correspondedle como merece!

Pero tan grandes son el temor, la confusión y el desvalimiento que Juana ve en los ojos de su hija que la abraza contra sí, conmovida y muy preocupada, sin que por ello ceda un ápice en su empeño.

En Segovia, a la espera de que Mendoza regrese con el resultado de su embajada, Isabel sigue adaptando la corte y la gobernación a sus gustos e intereses. Por ello ha mandado llamar al cardenal que se presenta en la alcoba real sin dilación.

—¿Deseáis confesar?

—Así es, reverencia. Pero no con vos.

El purpurado se tensa al escuchar a la reina expresarse con manifiesta aspereza. Isabel le muestra un libro mientras pregunta:

—¿Conocéis a fray Hernando de Talavera?

—Sé de sus escritos.

—Es mi deseo que sea mi confesor.

—Alteza, sabéis que yo gustosamente…

Isabel interrumpe al cardenal en el mismo tono riguroso:

—Fray Hernando tiene fama de hombre virtuoso, no quiero distraeros de vuestras muchas obligaciones. Y más ahora que tenéis otro hijo al que atender.

Despeja el cardenal las dudas que pudiera albergar sobre el origen de tanta severidad. Conociendo a la reina, don Pedro no puede fingirse sorprendido, y opta de momento por la humildad aparente:

—Negarme vuestra confianza es el mayor castigo para mis pecados.

—Reverencia, no podría encontrar consejero más fiel y leal que vos. A ciegas os confiaría cualquier asunto de gobierno…

El cardenal inclina la cabeza, falsamente modesto. Isabel termina:

—Pero no haré lo mismo con los que atañen a mi alma, poniéndola en manos de un clérigo que incumple sus votos.

Viendo que la humildad no le libra del apuro, Mendoza deja de ocultar a la reina cuánto le ofenden sus palabras:

—Obrad como os plazca, señora, a nadie libraréis de sus faltas por mentarlas. Sin embargo, cuán nociva puede ser la intransigencia para quienes os son leales…

—En poco he de estimar la lealtad de quien no aprecie que esta reina decida según su fe.

—¡Por todos los santos, no todo es cuestión de fe! Como consejero y no como clérigo —remarca el cardenal—, os recuerdo que no es este tiempo propicio para despreciar lealtad alguna, por menguada que sea.

—No insistáis. Obedeced: hablad con fray Hernando.

Sale disgustado el cardenal Mendoza de la alcoba, preguntándose si ha de aceptar el juicio moral de Isabel, por muy reina que sea. A punto está de quebrarse la legendaria —y tornadiza— lealtad de los Mendoza, de no ser por el recuerdo persistente de que a Isabel y Fernando debe don Pedro su tan anhelado cardenalato.

A unos metros por encima de la cabeza tonsurada de Mendoza, mientras recorren las almenas del alcázar, Pierres de Peralta comunica a Fernando que su padre el rey Juan le ha enviado una misiva en la que solicita su regreso a la corte aragonesa. Fernando da su permiso, palmeando con simpatía los hombros del navarro.

—Id con Dios. Pero bien sabéis que siento veros partir.

Peralta inclina respetuosamente la cabeza y añade:

—El emisario ha traído otra noticia, señor. —Y antes de continuar, Peralta se asegura de que están solos—: Vais a ser padre.

Fernando sonríe, sorprendido.

—¿Cómo pueden saberlo en Aragón? ¿Quién ha llevado la nueva?

Es ahora Peralta el confundido.

—Aldonza está al cuidado del rey Juan. Cualquier cosa que pase en su casa se sabe en palacio.

Muda el rostro de Fernando al descifrar el equívoco. Va a ser padre por partida doble, un vástago en cada reino. Más grave y en tono confidencial, una vez asimilada la noticia, Fernando hace ver a Peralta que cuenta con su discreción:

—Procurad que la nueva regrese con vos a tierras aragonesas. Yo decidiré cuándo es momento de que se sepa en Castilla.

Y el llamado mosén Pierres acata, comprensivo, mientras el peso de la culpa empieza a hacerse notar sobre la conciencia de Fernando.

Serio y poco hablador ha permanecido el rey durante la cena junto a su esposa. Apenas ha tomado unas piezas de fruta y algo de vino. Isabel sabe que el cardenal Mendoza se las ha arreglado para que Fernando tuviera noticia del desaire sufrido y a eso achaca la tirantez. Pero la reina, en la ignorancia de que no es la única mujer que espera un hijo de Fernando, no tiene la menor intención de que la elección de un nuevo confesor provoque un conflicto entre los cónyuges.

—Pensé en fray Hernando por el libro que me ofrecisteis. Solo mis obligaciones me han apartado de su lectura.

—Sabía que os agradaría, pero habéis sido en exceso estricta con el cardenal.

—¿Tampoco vos me entendéis?

—Entiendo que no se puede cambiar a las personas de un día para otro.

—No procuro tal cosa —asegura contrariada la reina—, pero no aceptaré que un hombre de Dios…

—También es un hombre de Estado. ¡Y antes que todo, un hombre!

Isabel mira a su esposo, no termina de entender el exabrupto. Fernando se da cuenta y se contiene. No es sensato alzar la voz cuando tanto se ha de callar.

—Los príncipes de la Iglesia son miembros de poderosas familias. No hay en ellos vocación de retirarse del mundo y consagrar su vida a la contemplación, de eso ya se ocupan otros.

—Que cuentan con toda mi devoción —apostilla Isabel.

—Y así debe ser, pero la Iglesia necesita hombres como Mendoza para dirigirla y agrandarla. Y hay que tolerar lo que vos entendéis como debilidades.

—¡Jamás! Cuanto más alto es nuestro rango, más alta debe ser nuestra virtud —enfatiza la reina—. ¡Hemos de ser ejemplo para los que gobernamos!

—¡Mal ejemplo damos ofendiendo a quienes nos son leales!

—Ofendido o no, ¡no volverá a confesarme!

Por fortuna, la irrupción de la dama que acompaña a la infanta Isabel, lista para ir a dormir, suspende la discusión. La reina, más calmada, sonríe y coge en brazos a su hija. Fernando las observa y su preocupación crece en vez de atenuarse. Al cruzar su mirada con la de su esposa, tanto teme que pudiera leer en su pensamiento lo que le inquieta que ha de buscar refugio en otra estancia.

No es refugio lo que habrá de encontrar sentado junto al cardenal Mendoza, sino complicidad. Y ambos lo disfrazan de arrepentimiento y confesión.

—Padre, me acuso de haber pecado —comienza Fernando—. Una mujer en Aragón espera otro hijo mío.

Comprende como nadie el cardenal la tribulación del rey y le otorga un instante de silencio antes de preguntar:

—¿La reina… lo sabe?

—Sabe que todos somos pecadores y debemos suplicar perdón.

Incluyéndose el rey en semejante congregación, no será Mendoza quien le contradiga.

—Dios, en su infinita misericordia, concede el perdón a quienes muestran arrepentimiento y propósito de enmienda…

El rey corrobora asintiendo y anima al eclesiástico a terminar su argumento:

—Su alteza la reina, sin embargo, no parece proclive a la indulgencia… ¿Serviría suplicar?

—Creedme, la reina perdona, aunque no olvide —suspira Fernando—. Eso no impide que me ame… Igual que confía en vos y estima vuestra lealtad.

—Yo no le he jurado obediencia para ser luego objeto de ofensas —espeta el cardenal, víctima de su resentimiento—. Si es voluntad de la reina que caiga en desgracia para que un fraile…

—A la reina le complacen mucho los escritos de ese Talavera —interrumpe Fernando—. Pero no os inquietéis, no va a haceros sombra en la corte.

Ante la duda que se vislumbra en el semblante de Mendoza, Fernando esgrime un argumento definitivo:

—Reverencia, a nadie le conviene otro Carrillo…

No cede el cardenal y Fernando empieza a hartarse:

—Confiándoos lo que me atormenta estoy en vuestras manos. ¿Acaso no apreciáis el gesto en lo que vale?

Don Pedro reacciona. Sí, el rey tiene razón. Suspira convencido el cardenal y, por fin, prelado y soberano hablan de hombre a hombre.

—Traed a ese fraile, la reina os lo agradecerá —aconseja Fernando—. En cuanto a mis pecados…

—Dura penitencia os espera cuando lleguen a oídos de su alteza, no añadiré más. Ego te absolvo in nomine Patris

Apenas ha terminado de impartir la absolución el cardenal, hace su aparición en la estancia la figura demudada de Diego Hurtado de Mendoza, avanzando hacia ellos sin ceremonias.

—¿Tan graves son las nuevas que no pueden esperar?

Viéndolo tan serio y preocupado, el rey se prepara para lo peor.

A altas horas de la noche, Isabel y Fernando escuchan la lectura que hace Mendoza del documento que tiene en sus manos. Acompañan a una reina fatigada Gonzalo Chacón, Beltrán de la Cueva, Gutierre de Cárdenas y el cardenal Mendoza. Los más fieles, aquellos de cuya lealtad nadie puede dudar cualesquiera que sean las circunstancias. Hay motivo para que estén presentes. Así se desprende del texto que lee en voz alta el enviado real a la corte portuguesa:

—«Y yo, Juana, cumpliendo la voluntad del rey mi señor y padre, fui jurada en Cortes como sucesora de estos mis reinos, sin lo cual nunca princesa alguna será reina sino usurpadora…».

Isabel y Chacón intercambian una elocuente mirada al oír esto, mientras prosigue Mendoza:

—«Y la reina de Sicilia y su esposo Fernando, por codicia desordenada de reinar, acordaron en dar ponzoña a mi señor el rey mi padre…».

A Isabel esta acusación se le atraganta. La mano del rey toma la suya y a duras penas contiene la rabia. «La bastarda se atreve a llamarme asesina», clama en su pensamiento.

—«Que después falleció —continúa don Diego—, apropiándose de sus reinos y dejándolos al desorden y la ruina. Por todo ello y más, según derecho divino y humano, la herencia de estos reinos pertenece justa y debidamente a mí… Yo, la reina».

«Yo, la reina», firma Juanita. Mendoza ha vacilado antes de leer las últimas palabras. Se hace un denso silencio en la estancia. Fernando se ve en la obligación de reaccionar:

—No será Juana la única que pague por su manifiesto, sino los traidores que han guiado su mano al escribirlo.

—Un campesino respondería de la manera más contundente a una afrenta la mitad que esta —se duele Isabel.

—Pero vos sois la reina —se apresta a apuntar Chacón— y de vos depende Castilla.

—Tenéis razón. Ni soy un campesino ni menos aún una asesina, diga lo que diga la… muchacha. De ahora en adelante ¡que nadie en Castilla la trate de alteza ni de excelentísima señora!

—Todo el documento es una provocación —concluye Cárdenas.

—Es una declaración de guerra.

La sentencia de Fernando ha resonado como si la hubiera pronunciado con voz de trueno, y sin embargo apenas la ha musitado. La inquietud hace presa en los presentes. «Guerra» es una palabra temida para el capitán más valeroso, pues él conoce mejor que nadie cuánta crueldad y destrucción conlleva. Guerra contra un enemigo que uno sabe poderoso es un vocablo doblemente sobrecogedor.

—Con Portugal a su lado, su ejército será muy superior al que podamos reunir —señala Chacón.

Todos saben que por desgracia tiene razón.

—¿Es posible impedir esa boda?

Es Fernando quien lanza la pregunta clave y el cardenal se apresta a contestar:

—Son tío y sobrina. Necesitarán una dispensa del Papa. Podemos intentar retrasarla…

—Señores, debemos contar con que ese matrimonio es cosa hecha —afirma su hermano Diego—. Dudo que el portugués me hubiera dado a conocer sus planes de no tener los cabos bien amarrados.

—Ofrecimos generosidad a quienes así tratan de ofendernos. Ya hemos negociado de más. —Fernando y sus consejeros acusan la contundencia de Isabel—. En Castilla solo hay una reina. Y esa reina soy yo.

—Entonces… ¿guerra? —se aventura a preguntar Cárdenas.

—Guerra, Cárdenas, guerra.

Y a las mentes de los veteranos regresa el eco de batallas antiguas; el olor del miedo cuando carga la caballería; el bramido sobrecogedor y el grito aterrado; la última protesta de la carne cercenada; la muerte que tiñe de fracaso toda victoria. Pero ninguno de los presentes da un paso atrás.

—No temáis la derrota, como no la temo yo —arenga Isabel—. Dios solo puede estar de nuestro lado. El futuro de Castilla está en nuestras manos.

Sin embargo, a solas con Fernando, agotada, Isabel es menos categórica. Y menos por fatiga que por sentido de la realidad.

—Han decidido arrebatarnos el trono y nosotros solo contamos con un puñado de leales. ¿Podremos vencer?

Fernando se arrodilla a su lado. Con ternura le retira el cabello y acaricia su cara.

—Presionaremos a Roma, aprovecharemos cada minuto para buscar alianzas con todos los que aún no han decidido en qué bando están. Los convenceremos para que sumen sus fuerzas a las nuestras. Tenemos una misión divina, no podemos flaquear.

Fernando emana seguridad e Isabel, entregada y enamorada, le devuelve una caricia.

—Doy gracias a Dios por que estéis a mi lado.

—Descansad ahora —aconseja el esposo, pero Isabel se dirige a su escritorio.

—Más tarde. Tengo que escribir a Carrillo.

A Fernando le sorprende la iniciativa de la reina.

—Nos ha traicionado, ¿por qué tanto empeño en reconciliaros con él?

—Es mucho lo que le une a mí —argumenta la reina—. No voy a dar por perdido su favor sin hacer todo lo que esté en mi mano. Debo conseguir su apoyo o, al menos, que se mantenga al margen.

Deja Fernando a su esposa ante el recado de escribir, preguntándose si tal deseo es posible. Regresa el rey al salón del trono, donde le esperan sus consejeros. Con toda solemnidad, reclama su atención y sentencia:

—Hoy declaro la guerra por mar y por tierra contra el rey de Portugal y contra todos mis desleales.

Acto seguido, el soberano de Castilla inicia los preparativos y repasa con los suyos las fuerzas con las que cuenta.

—La fidelidad del principado de Asturias y del señorío de Vizcaya es incuestionable —asegura Cárdenas—. Pero Castilla, Galicia y Andalucía van a estar divididas.

—Todo aquel que pueda poner sus armas a nuestra disposición será requerido —ordena Fernando—. Si tiene cuentas con la justicia, se le perdonarán.

—¿Y Aragón? —pregunta Chacón—. ¿Podemos contar con el apoyo de vuestro padre?

A Fernando se le nubla el gesto por un instante antes de responder:

—No mientras persista su conflicto con los catalanes… Id y cumplid con vuestro deber.

Y todos los presentes claman:

—¡Por Castilla!

Si todos en el reino alzaran sus voces con igual ímpetu por Isabel, la guerra estaría ganada de antemano. Pero una vez solo, cuando del clamor de los leales no queda siquiera el eco en su pensamiento, el rostro del rey refleja la gran preocupación que la contienda le inspira.

Razones le sobran a Fernando para inquietarse. Más lo haría de saber que el rey Alfonso de Portugal y Diego Pacheco ya negocian sobre un mapa de la Península las contrapartidas que recibirá el portugués cuando Juana ocupe el trono.

—¿Zamora, Toro y Ciudad Rodrigo serían mías?

—Por Cristo bendito, ¡seréis el rey de toda Castilla! —replica molesto el marqués de Villena.

—Pero también el señor de estas plazas; las convertiré en realengos. Es mi deseo cobrar las rentas y disponer de ellas a título personal.

Amaga el castellano una protesta, pero el rey Alfonso se limita a aguardar la aquiescencia del joven, con su mirada vacía fija en él, impertérrito. Cavila Pacheco unos instantes y por fin acepta. Qué diantres, amarga menos capitular cuando la plaza es de otro.

—Lo añadiremos a lo acordado para Badajoz —consiente don Diego—. Al este de esa ciudad, hacia mi señorío de Villena, yo ejerceré la autoridad en vuestro nombre. ¿Os place?

—Concedido. Pero Galicia pertenecerá a la Corona de Portugal.

El marqués ve confirmadas sus sospechas: solo la cautela del luso es mayor que su codicia. Perro viejo, Alfonso juega con la ansiedad del joven, conocedor de cuánto precisa el mancebo de Juan Pacheco el respaldo de Portugal. No está Diego en condiciones de negarle nada y todo lo termina admitiendo:

—Queda por decidir qué haréis de los dominios de los Mendoza…

Dominios doblemente apetecibles, por ser vastos y prósperos, y por estar en manos de quienes traicionaron a Juanita. No le da tiempo al rey a deleitarse imaginando el desquite, pues al momento entra en la estancia su hermana Juana, a la que un solo vistazo al mapa le basta para comprender.

—¿Estáis repartiéndoos el reino de mi hija? ¡No consentiré que lo hagáis a sus espaldas!

El tono de Juana anticipa la trifulca y, una vez más, Alfonso intenta eludirla:

—Querida hermana, si la princesa es solo una niña.

—Y aún no es reina —apostilla Pacheco.

—Más vale que lo sea pronto o veremos si vos podéis seguir siendo marqués.

Es certera Juana en sus réplicas. O quizá más deslenguada que don Diego, pues el castellano logra contenerse y no devuelve el desaire a la hermana del rey. Alfonso, siempre conciliador en beneficio propio, se interpone:

—Dejadnos, Pacheco.

Cumple la orden el marqués tras hacer la reverencia de rigor y no tarda Juana en increpar a Alfonso, como bien temía el rey:

—¿Os fiais de quien vende la piel del oso antes de haberlo cazado?

El monarca opta por servirse vino, quizá para diluir la hiel que se le viene encima.

—Comprendo que como madre veléis por Juana, pero…

—Comprended vos mi inquietud. El futuro de mi hija depende de que os desposéis con ella y en adelante seáis vos quien vele por sus intereses.

—Tranquilizaos, en cuanto Carrillo consiga la bula…

—¿Acaso esperó Isabel? —reprocha Juana a su hermano—. No, igual que no esperó para quitarle el trono a mi hija. —Y Juana completa su airada letanía con una recomendación—: Abrid los ojos de una vez: con Roma no basta el oro. Si hay boda, la bula llegará.

Aparta la mirada Alfonso, pues de nada sirve enconarse sabiendo que la Iglesia, como bien dice Juana, es más proclive a bendecir los hechos que los propósitos.

Entretanto, por los pasillos de palacio se encuentran el príncipe Juan y el marqués de Villena, quien no oculta su contrariedad al heredero del trono:

—Vuestra tía es un incordio. Lo fue como esposa del Impotente y lo es como madre de Juana.

Juan de Portugal parece divertido, le hubiera gustado ser testigo de cómo Juana sacaba de sus casillas al marqués. No obstante, intenta animar al castellano:

—Su tiempo ya pasó. Cuenta con la deferencia de mi padre, pero…

—No deberíais subestimarla, señor —replica raudo Pacheco—. De todo este negocio depende su porvenir y no está dispuesta a echarse a un lado.

Pacheco sigue su camino y el príncipe se inquieta. Puede que el castellano tenga razón. Puede que su tía Juana acabe siendo algo más que un incordio para sus ambiciones.

Tal es el puñetazo que Diego Hurtado de Mendoza propina a la mesa, que logra estremecer a su purpurado hermano. A diferencia de otros, no es don Diego hombre propenso a convertir un problema de orgullo en un asunto de Estado, y tampoco tolera que el cardenal cometa ese pecado. De ahí su irritación.

—¿Habéis amenazado a la reina con retirarle nuestro apoyo porque no desea confesar con vos? ¡¿Cómo se os ocurre?!

—¿Debo aceptar —replica ofendido el cardenal— que la reina me juzgue más severamente que al propio Carrillo, que ha holgado y traicionado como pocos? ¡Soy un Mendoza!

—¡Sois un cretino! ¡Y además sois mi hermano y me comprometéis con vuestros devaneos!

Una vez ha hecho callar al eclesiástico, Diego intenta calmarse y recomponerse:

—Abandonamos a Juana a su suerte, Dios nos perdone, por el bien de Castilla.

—Y porque nos convenía —apunta el cardenal.

—Castilla está dividida en dos y no podemos quedarnos en tierra de nadie, a merced de ambos bandos. Jamás habrá de caer nuestro nombre en desgracia a ojos de Isabel, pues los partidarios de Juana nunca nos perdonarán haber jurado obediencia a su rival.

Encara Diego a su hermano para subrayar su advertencia:

—Quiera Dios que Isabel no sea derrotada, porque los Mendoza perderíamos mucho más que el privilegio de escuchar a la reina en confesión…

El cardenal acepta el razonamiento, aunque sea a regañadientes.

—Tenéis razón, no debí sembrar dudas sobre nuestra lealtad.

Diego se tranquiliza al ver que su hermano admite el sermón.

—Cumplid la petición de la reina —aconseja, fraternal—. Que sepa que sois vos quien le proporcionáis al tal fray Hernando. Y del bastardo aragonés, ni mención.

El cardenal lo da por hecho:

—Es secreto de confesión.

—Por ahora…

No se le va de la cabeza a Fernando ese secreto mientras contempla a su esposa desde un rincón de la alcoba. Catalina, su dama entre las damas, ayuda a la reina a ajustarse el vestido e Isabel acusa la presencia del rey:

—Mirad ahora cuanto gustéis, en pocas semanas este vestido solo servirá para forrar un cabezal.

—No digáis tal, señora —corrige Catalina—. Aguardará en un baúl hasta que vuestra figura vuelva a su ser.

—Si Dios quiere —suspira la reina poco convencida.

—Dar hijos al esposo es prueba de amor.

«Y cuando quien da los hijos no es la esposa, tan inconveniente es el amor como la prueba», piensa Fernando desde su rincón, padeciendo el mordisco de su conciencia.

—Dura prueba es para ambos —parafrasea Isabel a su dama—. Aunque se dice que no hay mujer más bella que la mujer encinta. ¿Qué opináis, mi señor?

El rey abandona su ensimismamiento culpable con acostumbrada habilidad y comenta:

—Que es gran verdad, y más si al cabo nace un heredero a la Corona.

Con un gesto, Isabel ordena a Catalina que se retire. Fernando se acerca a su esposa, la abraza desde atrás, le retira el cabello hacia la nuca y la besa en el cuello. Isabel cierra los ojos, complacida.

—Perdonad —susurra Fernando en un peculiar arranque de sinceridad, sin dejar de besarla.

—Si os referís a la disputa con el cardenal, no os falta razón. Como cristiana sigo pensando lo mismo, pero como reina debí tener más tacto.

—Sabéis que soporto mal estar enojado con vos. Y peor que vos lo estéis conmigo.

—Descuidad. No hay motivo.

«Sí lo hay. Y mayor será en unos meses», piensa el rey. Azorado ante el impulso de ser franco y confesar, decide alejar el peligro y cambia de tema:

—El cardenal ha citado a vuestro nuevo confesor. Hoy podréis conocerle.

—¿Veis? No hay motivo…

Isabel se gira hacia él y le abraza, feliz de haber recuperado la paz conyugal en tiempos de guerra.

—Nada debe interponerse entre nosotros, debemos estar más unidos que nunca. Por Castilla… Por nuestros hijos.

Y Fernando se refugia en el abrazo para que Isabel no perciba la culpabilidad que aflora en su rostro.

El rojo carmesí y los finos tejidos que adornan el cuerpo orondo del cardenal Mendoza poco tienen que ver con el hábito del adusto jerónimo que está frente a él. Es un fraile entrado en la cuarentena que precisamente ha iniciado la redacción de un tratado sobre la ostentación y el boato. Sin embargo no hay asomo de censura en la mirada del fraile, sino que es el cardenal Mendoza quien examina con severidad a Hernando de Talavera, a pesar del elogio con el que lo recibe:

—Vuestra labor como prior en el monasterio del Prado es muy apreciada.

El jerónimo inclina modestamente la cabeza, asumiendo su mérito. Mendoza hojea el manuscrito que tiene en las manos.

—«Tratado sobre la demasía en vestir y calzar, comer y beber» —lee en su portada—. Veo que también os preocupan las cuestiones… más superficiales.

—Un físico os diría que la enfermedad se conoce por el síntoma —señala Talavera—. En otros escritos trato de doctrina y devoción.

—La reina los aprecia, creedme. Os señalan como un hombre temeroso de Dios, austero y consagrado a la vida espiritual.

—No son atributos destacables en un clérigo entregado a servir al Altísimo.

El cardenal deposita el manuscrito sobre la mesa y le sostiene la mirada. Se pregunta si tanta moderación es cierta o disimula una ambición y una soberbia desmedidas, como ha conocido en tantos religiosos. Talavera, ajeno a sus pesquisas, intenta acelerar el encuentro:

—A buen seguro sabréis que no soy amigo de lisonjas y mucho menos de acertijos. Os ruego me digáis por qué me habéis hecho llamar.

El cardenal Mendoza se demora, jugando con su anillo, antes de complacer al fraile:

—La reina precisa un confesor. Vuestra virtud os hace idóneo para el cargo.

—Pero, reverencia, mi lugar está al lado de mis hermanos, no en la corte… —arguye desconcertado Talavera.

Al cardenal le enoja la negativa, sobre todo porque no le conviene.

—¿Os dais cuenta del honor que se os hace?

—Y ojalá supiera expresar mi gratitud de mejor modo, pero no es el afán de honor lo que me ata a este mundo.

—Acabemos con esto, ¿acaso no hicisteis voto de obediencia? —exclama el cardenal, harto de negociar lo innegociable—. La reina os espera. Lo que queráis vos o quiera yo no viene a cuento.

Minutos después, fray Hernando de Talavera se halla por primera vez frente a Isabel, a quien saluda con una reverencia siguiendo el ejemplo del cardenal. La reina acude cordial al encuentro de ambos.

—Cuánto deseaba conoceros, fray Hernando, aunque apenas he podido leer unas páginas de vuestro libro.

—Siempre ha sido así, mi señora. Cuanto mayores son las obligaciones terrenales, más se descuidan las espirituales.

No esperaba semejante réplica Isabel, aunque asegura, sonriente:

—Pues en mi ánimo no está que eso ocurra. Reverencia, os agradezco de corazón vuestras gestiones —recalca la reina hacia el cardenal Mendoza, y añade con cierta intención—: Veo que puedo seguir contando con vos.

—Para cuanto gustéis, alteza —ratifica humildemente el purpurado, antes de despedirse.

A solas, Isabel parece impaciente por aliviar su conciencia y ponerse en paz con Dios.

—Habrá tiempo de hablar de vuestros escritos, fray Hernando. Ahora es mi deseo que me escuchéis en confesión, ¿empezamos?

La reina, resuelta, se sienta en uno de los sillones apartados del ventanal. Talavera, tras unos momentos de indecisión, se acerca a Isabel.

—Os ruego que os arrodilléis, alteza.

A Isabel le sorprende la petición:

—¿Pedís a la reina de Castilla que se arrodille ante vos?

—No ante mí, señora, sino ante Dios. —No hay en el tono de Talavera la menor insolencia, pero no carece de firmeza—. Durante el sacramento, este es el tribunal de Dios y yo soy su representante, así que vos permaneceréis arrodillada y yo sentado.

Consciente del desconcierto de Isabel, Talavera continúa su argumentación:

—Dios no os ve como reina, sino como pecadora. Es a Él a quien confesáis vuestras faltas. Para perdonaros exige de vos un acto de contrición y, sobre todo, humildad.

Isabel, soberana de Castilla por la gracia de Dios, no está dispuesta a ceder.

—Salid. Creo que sois vos quien debe tomar un buen plato de esa humildad de la que habláis.

—No es mi propósito faltaros al respeto —aclara Talavera—. A cada uno nos ha dado Dios una misión en la Tierra y debemos poner nuestro mejor empeño en cumplirla. Que el Señor os permita llevar a cabo la vuestra.

Talavera hace una reverencia y se dirige hacia la puerta. Pero las palabras y la actitud del fraile han hecho mella en Isabel y antes de que salga le reclama:

—Espero que estéis a la altura de la ilusión que habéis hecho nacer en vuestra reina. Que Dios os ayude también a cumplir esta misión.

Seguidamente, sin la menor vacilación, Isabel se arrodilla. Talavera acepta la invitación tácita de su señora y toma asiento cerca de ella, dispuesto a confesarla.

Tañen todas las campanas de Plasencia anunciando que hoy, 25 de mayo de 1475, el rey Alfonso de Portugal y su sobrina Juana se han unido ante Dios en sagrado matrimonio. En el recinto de la catedral engalanada, Alfonso retira por fin el velo que cubre el rostro de la pequeña Juana y todos los congregados aclaman a los reyes. Diríase que son los cónyuges los menos dichosos de entre los presentes. Mal presagio para la noche de bodas, a la que una temerosa Juanita llega acompañada por su madre.

—Sois la reina de Castilla, la que toca ahora no será la peor de vuestras obligaciones.

Habla la voz de la experiencia. Avanzan madre e hija con gran dignidad entre los testigos convocados en torno al tálamo nupcial. Una vez recostada en el lecho, Juana de Avis acaricia el rostro ruborizado de su hija con enorme ternura, mientras desgrana en voz baja las ventajas que acarreará el trance:

—Dad un hijo al rey y siempre estará de vuestro lado. No hay mejor modo de asegurar vuestra posición. Dejaos hacer —aconseja Juana— y todo acabará pronto.

Pero la pequeña se estremece al hacer Alfonso su augusta entrada en la cámara. Su madre besa a Juanita en la frente y abandona discretamente la intimidad del dosel. A los pies del lecho, el rey portugués contempla a su sobrina y esposa. ¿Es el único que la ve tan asustada? Ha accedido Alfonso a precipitar el enlace con la pretensión de forzar la bula papal, pero le espanta verse obligado a forzar a la pequeña. Sin girarse hacia los testigos, ordena:

—Salid todos.

No es usual prescindir de los espectadores en un acontecimiento tan notable, más si cabe cuando el futuro de dos reinos depende de la consumación del matrimonio. Por ello, los testigos dudan antes de cumplir la orden y el rey acaba impacientándose:

—¿No me habéis oído? ¡Todos fuera!

Obedece por fin la concurrencia. La propia Juana de Avis sale, no sin lanzar una significativa mirada a su hermano. Hay mucho en juego y Juanita, todavía tan niña, ha de sacrificarse. Aunque por su expresión podría interpretarse que es el rey quien va a inmolar su virginidad para mayor gloria de Castilla y Portugal.

Una vez despejada la alcoba, Alfonso suspira profundamente y se sienta en la cama junto a la niña.

—Tranquila… No debéis temer nada —le susurra mientras acaricia paternalmente la cabeza de Juanita.

De tan repetidas, las palabras de su tío producen el efecto contrario. Juanita, acobardada, intenta contener las lágrimas pero no es capaz. Conmovido, Alfonso aprovecha el pavor de la niña para postergar la consumación.

—A los ojos de Dios y de todos ya sois mi esposa —declara—. Ahora dormid.

En otra alcoba real, esta en Segovia, son otras las preocupaciones que retrasan el sueño de los esposos. La amenaza de la contienda mantiene en vilo a Isabel. Fernando lo sabe e intenta tranquilizarla. Quizá los remordimientos también le incitan a mostrarse más cariñoso que nunca con la reina.

—No debéis temer por mí.

—No hay negocio menos seguro que la guerra —recuerda Isabel—. Si algo os ocurriera, ¿qué sería de la princesa… y de mí?

—Sé cuáles son mis obligaciones. Como rey, como esposo y como padre.

Lo ha dicho Fernando con un punto de solemnidad, como una declaración formal. Pero a Isabel se le humedecen los ojos. Teme que un revés del azar le arrebate a su marido.

—Prometedme que seréis prudente. Os lo pide la reina pero os lo suplica vuestra esposa.

—Regresaré —asegura Fernando—. No tengáis duda.

Fernando contempla a su esposa lleno de ternura, la besa amorosamente y la estrecha apasionadamente entre sus brazos.

—No hay fuerza en el mundo que pueda separarme de vos. No sabéis cómo voy a echaros de menos…

Esta noche, las palabras ceden el sitio a las caricias y los besos. Cuando la primera luz del día apenas ha entrado por la ventana, el rey sigue despierto, velando el sueño de su esposa. Besa una última vez los cabellos de Isabel y abandona el tálamo.

Poco después recibe a fray Hernando de Talavera en el despacho real.

—No creo que sea demasiado temprano para un fraile.

—Descuidad, señor. Estoy a vuestra disposición. ¿Deseáis confesar?

—Requiero de vos otro tipo de servicio: quiero que redactéis mi testamento.

Distintos preparativos para la guerra se llevan a cabo en la corte portuguesa, ahora instalada en la Plasencia castellana. El rey Alfonso, el príncipe Juan y el duque de Braganza escuchan a Diego Pacheco, que señala sobre un mapa de la Península los movimientos de tropas que va enunciando.

—Si el grueso de vuestro ejército continúa su avance por Extremadura hacia mis dominios de Madrid, toda Castilla al sur del Tajo será nuestra.

—¿Contáis con los nobles de Andalucía?

—Los que se resistan serán sometidos uno a uno sin dificultad.

El rey Alfonso reflexiona:

—¿En verdad os parece prudente dejar que Isabel se haga fuerte en el corazón de Castilla?

—Con nuestras espaldas cubiertas —asegura el de Villena—, podríamos avanzar hacia el norte sin dificultad.

—Hay otra manera —interpela Braganza—. El ejército francés entrará por los Pirineos. El rey Luis nos ha dado su palabra. Vayamos entonces a su encuentro desde el valle del Duero.

Braganza desliza el dedo sobre el mapa, siguiendo el curso del valle, en dirección a Burgos.

—Zúñiga nos es favorable —recuerda el duque—. Con Burgos a nuestra disposición, Isabel estaría rodeada.

Conforme a lo que ya se ha convertido en hábito, Juana de Avis se suma a la reunión sin haber sido invitada.

—Estamos ocupados en asuntos de Estado —protesta inútilmente el rey.

—¿Acaso no lo es la consumación de vuestro matrimonio? —replica su hermana—. No se gana una guerra librando las batallas a medias.

—¡Por Dios bendito! ¡Juana es una niña!

—¿Y si morís antes de que llegue la bula?

La sola mención de esa posibilidad hace estremecer a Alfonso.

—No seáis agorera…

—¿Qué sería de Juana si el Señor os llevara consigo?

—¿Qué pretendéis? —apremia aprensivo Alfonso—. Porque algo traéis pensado, hermana, ¡o ya no os conozco!

—Concededme la regencia.

A todos asombra la petición y es evidente que disgusta a todos por igual. Juana de Avis la justifica sin importarle el malestar que ha provocado:

—Si la fortuna os es adversa, que no lo sea para mi hija; velaré por ella hasta que pueda reinar.

El príncipe Juan de Portugal no puede seguir callado ni un segundo más.

—¡Yo soy mayor de edad! ¡¿Pretendéis usurpar mi derecho al trono?! Veo que es costumbre contagiosa…

—Si vuestro padre no regresara, Dios no lo permita, reinaríais en Portugal, pero ¿de verdad creéis que los castellanos os aceptarían? No sois sino un niño en un cuerpo de hombre.

La furibunda reacción de Juan es abortada por la voz de su padre.

—¡Tendréis lo que queréis! —espeta Alfonso a su hermana—. ¡De mi puño y letra! Pero ¡callaos!

—¡Padre! —exclama el príncipe, indignado.

—¡Callaos todos! ¡Ni una palabra más! ¡No pienso morir en los campos de Castilla! ¡Y menos aún vivir entre disputas!

La reunión termina de manera abrupta y el príncipe camina irritado en dirección a las cuadras. Tiene en mente desahogarse reventando el corazón de un caballo en una galopada enloquecida. Quizá sea una carrera contra la tentación que lo atormenta, pues tal es la urgencia de su llamada y así la siente en sus entrañas. El joven marqués de Villena le da alcance antes de que llegue a los establos.

—Tranquilizaos, lo que menos necesitamos ahora es perder el favor de vuestro padre.

—¡No y no! No vamos a ir a la guerra para que todo se lo quede la… mala puta de mi tía.

—No lo hará —afirma Pacheco—. Os lo juro.

Y lee el príncipe en los ojos del castellano que lo que en él aún es tentación, en el marqués ya es voluntad decidida.

En la cámara real del alcázar segoviano, Isabel termina de leer un documento manuscrito en presencia de un silencioso Talavera. Deja la lectura un matiz de tristeza en el rostro de la reina.

—Es sin duda el testamento de un gran rey. Fernando nombra a nuestra hija heredera de Aragón y Sicilia y pide a su padre el rey Juan que cambie la ley para que le permita reinar siendo mujer.

Isabel relee un fragmento del documento en voz alta:

—«Y unidos los reinos de Aragón con estos de Castilla y León, haya un príncipe rey y señor y gobernador de todos ellos». Más no podría pedirse a un rey. Ni tampoco a un padre.

—En verdad reitera el amor por vuestra hija, pero atended a sus palabras —puntualiza el fraile—. Un gran amor reforzado por ser «hija de reina y madre tan excelente».

Sin embargo, el semblante de Isabel se nubla.

—Tan excelente me considera que me pide cuidar de sus hijos naturales y… de sus madres. ¿Qué he de hacer?

A fray Hernando le desconcierta la interpelación. Queda pensativo un instante antes de responder:

—Señora, bien es cierto que el rey ha pecado. Pero no es menos cierto que lo hizo antes de ser esposo vuestro. Y este documento no solo muestra el gran afecto que os profesa, sino la responsabilidad que asume sobre sus actos y sus consecuencias.

Actos y consecuencias que se han repetido y perduran más allá de lo que ambos piensan. Y a pesar de que la reina lo ignora, las buenas palabras del fraile no logran mitigar su decepción, por más que insista:

—El rey va a ir a la batalla y precisa todo el apoyo de su amada esposa.

—Sí, hemos de predicar con el ejemplo —asevera por fin la reina—. Pero ¿es esta la nueva moral que necesita Castilla?

—En la medida en que asegura vuestro reinado, este testamento es indispensable para implantarla, pues solo podrá hacerse si el reino lo gobiernan las personas adecuadas.

Sonríe Isabel con un punto de ironía:

—Según leía el documento me preguntaba por qué el rey os habría elegido a vos para redactarlo. Ahora lo sé. Si quisierais, seríais un buen hombre de Estado.

Deja Isabel a Talavera sin que este sepa del todo cómo tomarse tal declaración y va en busca de su esposo. Encuentra a Fernando en la sala de armas, revisando los enseres que llevará al combate. La reina le sorprende con el ardor de sus besos, como si el rey soldado acabara de regresar de una cruzada en tierras lejanas.

—A veces me asusto de lo que os amo —y vuelve a besar a su esposo—; tanto que me veo capaz de aceptar lo que no habría de aceptar mujer alguna.

Comprende Fernando que la reina ya ha leído el testamento. Prefiere callar y dejar que la pasión hable por él.

—Partís a la guerra y no pienso en mi reino, sino en vos. Siento… vergüenza de sentir así.

—¿Y no ha de ser de esta manera? Apenas nos quedan unas horas y sois mi esposa.

—No os habla la esposa ni la reina, habla la mujer. Habla el miedo a perderos. Y los celos. Y el temor a que si la naturaleza manda en mí de tal modo, cómo no lo hará en vos siendo hombre.

Se pregunta Fernando si la culpa que anida en su corazón, si ese pecado tan reciente que podría desbaratarlo todo se verá en sus ojos.

—Habláis de otras mujeres en vuestro testamento y sé que son pasado —continúa Isabel—. Pero las temo. Porque no sé si podréis encontrar en mí lo que ellas os han dado.

—Ninguna mujer puede darme más que vos. Por una poderosa razón: solo a vos he amado y solo a vos amaré.

—Que me perdone Castilla. Pero si Dios nos niega la victoria y os permite volver, podré seguir viviendo solo con saber que os tengo junto a mí.

Tal entrega conmueve a Fernando en lo más profundo. Abraza a su esposa antes de jurar:

—No os voy a fallar. Por muy adversas que sean las circunstancias, no lo haré.

Apenas unas horas después, Isabel contempla desde las almenas la partida de sus mesnadas, con Fernando al frente.

—Ahí van los mejores hombres para luchar por la mejor causa —dice con una mezcla de orgullo y tristeza en su voz.

—Esos caballeros y su rey no decepcionarán ni a Castilla ni a su reina —asegura Chacón.

—Son numerosas nuestras mesnadas —añade Cárdenas—, y al frente va el mejor de los soldados.

—Rogad a Dios para que nos los devuelva victoriosos y salvos. —Y a renglón seguido Isabel ordena—: Que preparen de inmediato mi montura así como una pequeña guardia para acompañarme.

Cárdenas y Chacón no ocultan su sorpresa.

—Señora… ¿Dónde pensáis ir?

—A buscar a Carrillo, que no responde a mis cartas.

Sus fieles consejeros quedan estupefactos.

—Pero, señora, ¿en vuestro estado?

—Solo yo, su reina, puede convencerlo. Y lo sabéis.

La pequeña Juana, a la que los maldicientes dan el sobrenombre de Beltraneja, la joven reina virgen de Portugal y Castilla, «la muchacha» según la designa Isabel, contempla una de las monedas recientemente acuñadas por Isabel y Fernando con no poca melancolía.

—Mirad, los reyes parecen un matrimonio joven y bien avenido —señala Juana a su madre.

—¿De dónde habéis sacado eso?

—De Plasencia.

Juana de Avis arroja la moneda al suelo de un violento manotazo mientras clama:

—¡Sois la única reina de Castilla! Si no lo veis vos, ¿cómo van a hacerlo los demás?

Pero apenas ha terminado su tarascada, una punzada en el vientre la obliga a inclinarse. De nada le sirve disimular el dolor pues la niña ya se ha alarmado al verla así.

—¡Madre! ¿Os encontráis mal?

Niega en vano la que fue reina y se ha postulado como regente.

—Solo habéis de preocuparos por cumplir vuestro destino —advierte Juana a su hija, reponiéndose—. Hoy partiréis con vuestro esposo a recuperar lo que os han robado.

Juana hace sentar a su madre.

—¿No venís conmigo? ¿Por qué?

Juana de Avis, enternecida, le acaricia el rostro y niega de nuevo.

—Vos debéis ocupar vuestro lugar y yo el mío. Aguardaré en Madrid vuestro regreso.

—Acompañadnos, os lo suplico, ¡temo por vos!

Juana de Avis siente otra lacerante punzada de dolor. Se dobla sobre sí misma sin poder disimularlo. Juana la mira asustada.

—¿Qué os pasa? ¿Qué tenéis? ¡He de avisar a un físico!

Pero Juana de Avis retiene a su hija por el antebrazo. La mira un instante, impotente, antes de encontrar en lo más profundo de sus dañadas entrañas la fuerza necesaria para explicarse ante su hija:

—Siempre, todo lo que he hecho, ha sido pensando en vos. Espero que podáis perdonar mis errores.

Inmune al dolor de la niña por verla en tal estado, Juana de Avis la sujeta con tanta firmeza como determinación hay en sus palabras:

—Sois la única hija del rey Enrique. Pase lo que pase, nunca lo olvidéis. Vos sois la reina, nuestra señora. ¿Me habéis oído? ¡Nunca, nunca lo olvidéis!

Juanita asiente, llorosa, y su madre la libera:

—Tenéis mi bendición. Ahora partid. Os esperan.

Juana la apremia con un gesto, pero no se decide la pequeña a abandonar a su madre.

—¡Obedeced! ¡Sé cuidarme sola! ¡Marchad!

Lo último que ve Juana de la pequeña reina virgen es el brillo de las lágrimas en sus ojos. Como las que la propia Juana retiene hasta que, a solas y aguantando el dolor, rompe a llorar desconsolada.

Días después, las mesnadas de Alfonso han seguido el camino sugerido por Braganza, hacia el valle del Duero y no hacia Madrid, como quería Diego Pacheco. Una decisión no del todo bien recibida en su momento. Hoy a nadie importan tales dudas, pues Juan de Ulloa ha rendido el castillo de Toro y el clamor de los rebeldes se extiende:

—¡¡Castilla, Castilla, por Castilla y los reyes Alfonso y Juana!!

Asegura Pacheco al rey portugués que ya es suya la puerta de Castilla. Menos entusiasta es Alfonso, aunque proclame su satisfacción al sentar sus reales en esa plaza que codicia para sí.

Tampoco es entusiasmo lo que se respira en Tordesillas, en el cuartel general isabelino, donde un preocupado Fernando escucha a Diego Hurtado de Mendoza mientras estudia sus mapas.

—Son miles los infantes venidos de Asturias, y numerosos los arqueros vizcaínos. El conde-duque de Benavente se nos ha unido con mil ochocientas lanzas. Hemos reunido una fuerza considerable, mi señor.

—No me preocupa el número de nuestros hombres, sino su desorganización —replica el rey—. Cada noble ha traído un ejército que solo seguirá las órdenes de su señor. Y estos se mezclan con la guardia real y con las peonadas mal pertrechadas que han enviado villas y ciudades.

—Aun así es un gran ejército.

—Pero Alfonso se ha hecho fuerte en Toro y nosotros carecemos de maquinaria para sitiar la plaza —advierte Fernando—. No debemos caer en engaño. El enemigo es más poderoso. Solo venceremos si comete un error y sabemos aprovechar la ocasión.

Tal ocasión se aleja todavía más cuando Beltrán de la Cueva irrumpe con la noticia:

—Señor, Zamora se ha declarado a favor del rey Alfonso.

—Eso no mejora nuestra situación —ironiza amargamente el rey.

Fernando y sus consejeros intuyen sobre el mapa los próximos movimientos de Alfonso:

—Con Zamora en sus manos, podrán recibir refuerzos por el oeste.

El rey interroga a Mendoza:

—¿Qué sabemos de la frontera con Francia?

—Ningún ejército la ha cruzado.

—Si Alfonso ha venido hasta aquí desde Extremadura —indica Fernando sobre el mapa— es que ha convencido al rey Luis para que intervenga. Tenemos que impedir que los portugueses vayan a su encuentro.

—Podemos cortarles el paso —sugiere Beltrán de la Cueva.

—Con Toro a nuestras espaldas nos encontraríamos entre dos frentes.

—Queda León, alteza —sugiere Mendoza, señalando el mapa.

—Mientras se mantenga leal —apunta el rey—. Si cae en su poder, nos habrán arrinconado.

Ignora el rey que los rebeldes se aprestan a intentarlo, pues desde Toro ha partido Diego Pacheco hacia León con una misión bien definida: persuadir a Alfonso de Blanca, alcaide de la fortaleza, para que se una al bando juanista. Pero aún se resiste el alcaide a sus argumentos.

—Pretendéis lo imposible, que León esté a bien con los dos bandos —reprocha el de Villena.

—¿Y qué debería decantarnos hacia vos y el rey de Portugal?

—Que vamos a ganar esta guerra —replica con seguridad Pacheco al taimado Alfonso de Blanca—. ¿Querréis estar entre los perdedores cuando todo acabe?

El alcaide busca una carta y se la ofrece a Pacheco, pero el marqués no la coge.

—Aquí está la oferta que me hacen vuestros enemigos. Escrita por la reina Isabel, de su puño y letra —explica el zamorano—. En alta estima ha de tenerme para haberlo hecho.

—Isabel os ha escrito y el rey Alfonso me ha enviado en persona. ¿Aún dudáis de quién os estima más?

No basta el gesto para convencer al de Zamora, pues coleccionar gestos no es lo que ambiciona.

—Si uno mi suerte a la de Isabel y Dios le da la victoria, mi futuro será otro. Lo tengo por escrito.

—¿Cuánto dinero os pide a cambio? —inquiere Pacheco de sopetón, consiguiendo callar al alcaide—. El rey Alfonso no necesita el oro de nadie para vencer. Y cuando acabe sabrá ser muy generoso con quienes le han sido fieles.

Aunque Alfonso de Blanca ya ha empezado a calcular para sí el beneficio de la alianza con los rebeldes, no se decide. Consigue con sus cavilaciones impacientar a Pacheco:

—¡Por el amor de Dios! Con Toro y Zamora de nuestro lado, si León nos apoya, ¡la guerra durará dos días! ¿No sois capaz de verlo?

Alfonso de Blanca termina de hacer sus cuentas y finalmente, mirando al marqués, coge la carta de Isabel y la rompe.

—Necesito garantías… de la generosidad del rey Alfonso.

De vuelta a Toro, el marqués de Villena traslada al portugués la petición en presencia del príncipe Juan. Alfonso considera el requisito del alcaide como una ofensa a su persona.

—¿Garantías? ¿Quiere garantías? Está bien. Ponedlo por escrito y hacédselo llegar —acepta de mala gana—. Y acompañadlo de un anticipo.

—Mañana, Castilla entera puede ser nuestra —se congratula el príncipe—. ¡Vayamos a la batalla!

Su padre el rey sigue sin compartir la fogosa belicosidad de Juan:

—No vamos a aventurarnos hasta que los franceses den señales de vida. Entonces iremos a su encuentro.

—El príncipe tiene razón —apuntala el marqués la opinión del joven—, las puertas de Castilla están abiertas de par en par.

—¿Van a cerrarse porque esperemos unos días? —ironiza el rey—. No hay prisa.

Contrasta la parsimonia del portugués con la premura de los movimientos de Isabel. Días atrás, rasuraba un barbero la garganta del arzobispo Carrillo cuando recibió el aviso por boca de un emisario:

—Eminencia, la reina está llegando a Alcalá.

No tardó el eclesiástico en coger la mano del barbero y apartar la navaja de sí.

—¿La acompaña un ejército?

—Apenas unos hombres. La reina viene de paz —aclaró el mensajero.

Fue ante las murallas de Alcalá, rodeada por su guardia a caballo, donde Isabel obtuvo respuesta:

—Mi señora, las palabras de su eminencia son… —titubeó el emisario antes de concluir— que si la reina entrase en Alcalá por una puerta, el arzobispo saldría por otra.

Cansada y decepcionada, volvió grupas la reina en dirección a Segovia. Vano esfuerzo, otro más, por captar el favor de Carrillo mientras sus aliados penetran en Castilla la Vieja. Vano esfuerzo, sí, y además gravoso para esta reina en cuyo interior crece quizá el heredero de dos coronas. Pero no se desanima la reina y viaja a Toledo, cuya adhesión gana para su causa: no ha convencido al arzobispo, pero se ha hecho con su diócesis. A pesar de la fatiga, no cesa Isabel de intentar recabar apoyos día tras día, ni desatiende los asuntos de gobierno.

—¿Alguna noticia de mi esposo?

—No ha habido ningún movimiento, alteza —contesta Cárdenas.

Llama la atención de la soberana su semblante.

—Se os ve preocupado, ¿qué ha ocurrido?

Amaga un suspiro el noble antes de detallar el motivo de su inquietud:

—El alcaide de León no responde a nuestras misivas. Tampoco llega el tributo que le solicitamos para la guerra. Tanta tardanza… solo tiene una explicación.

—Pero no ha declarado la ciudad a favor de la muchacha.

—No, por fortuna aún no, pues de haberlo hecho…

—¿La guerra estaría perdida?

Cárdenas asiente, muy preocupado.

—Y la vida de vuestro esposo correría grave peligro.

Mientras avanza hacia Toro, también a Fernando le ha llegado el fatídico rumor de la adscripción de León al bando rebelde. Beltrán de la Cueva es partidario de hacer entrar en razón a Alfonso de Blanca manu militari:

—No me costaría meter en cintura al alcaide. Si lo ordenáis, yo mismo acudiré con mis hombres…

—¿Y dividir nuestras fuerzas? —objeta Fernando—. Eso nos haría más vulnerables.

—¿No podemos recibir refuerzos?

—¿De dónde? No, no hay más hombres que los que hemos reunido aquí. Con León y Zamora en sus manos, Alfonso tiene vía libre hasta Galicia —explica el rey—. De allí le llegarán soldados y suministros. Y sin embargo…

Algo no encaja en la mente guerrera de Fernando al ponerse en el lugar de su adversario:

—Son más fuertes, están mejor pertrechados… Pero no plantean batalla, ¿por qué? ¿Vos no lo haríais en su situación?

—Ojalá estuviera en su situación —suspira Beltrán de la Cueva.

—Si no atacan —intuye Fernando— es porque no están tan seguros de la victoria como pensamos.

—El rey portugués es precavido.

—Ahí está el talón de Aquiles de nuestro enemigo. ¡Alfonso es su punto débil!

Hace sonreír al rey lo que está germinando en su cabeza.

—Tengo una idea. Desesperada, pero es nuestra única posibilidad.

Mientras el aragonés instala su campamento en las cercanías de Toro, el mismo Beltrán de la Cueva se encarga de hacer llegar al rey Alfonso de Portugal la proposición de Fernando. Consciente de que el viento sopla a su favor, el soberano luso recibe a Beltrán con no poca arrogancia:

—¿Venís a discutir la capitulación?

—No, alteza, traigo un mensaje del rey Fernando.

—¿Y qué desea de mí vuestro señor?

Serena su voz Beltrán de la Cueva y pronuncia cada palabra con esmero, para que el rey Alfonso y todos los presentes escuchen y entiendan la oferta:

—Sabiendo que la contienda está igualada, el rey quiere evitar el enorme derramamiento de sangre de una batalla. Sabiendo también que vos sois caballero, propone que sea Dios quien decida en esta disputa y reta a vuestra alteza a un combate singular.

En efecto, a todos los presentes sorprende la invitación, que Alfonso considera en silencio unos instantes antes de pronunciarse:

—Bien, no es propio de caballeros rechazar un desafío.

—¿Pensáis aceptar? —clama el príncipe Juan a su padre—. ¡Todo esto no es más que una celada!

El rey portugués se disculpa ante el emisario castellano:

—Perdonad a mi hijo, su bisoñez le lleva a hablar cuando debería escuchar.

Y antes de que Beltrán pueda insistir, tercia Diego Pacheco sin encomendarse a Dios ni al diablo:

—Esperad fuera, pronto os llegará la respuesta del rey.

Busca confirmación Beltrán en el rostro de Alfonso y este asiente con un gesto. Librándose así de la presencia del castellano, el rey y sus próximos discuten la oferta. Al príncipe Juan le escandaliza que el rey parezca dispuesto a aceptar:

—¡Mirad dónde han ido a instalar su campamento! ¡Ni siquiera son capaces de sitiar este castillo! ¡Somos muy superiores a ellos, vos lo sabéis y este desafío solo demuestra que Fernando también lo sabe!

—Soy un caballero —argumenta el rey, obligado por el código de honor que comparte con Fernando, código que el aragonés trata de emplear en beneficio propio.

Por una vez, el duque de Braganza se une a las objeciones de Juan:

—Alteza, el príncipe tiene razón. No debéis dejaros engañar.

—¿Y cómo un caballero puede continuar siéndolo si rehúsa un desafío?

—Señor, no podéis rehusarlo —zanja Pacheco.

Todos lo miran muy sorprendidos, en particular el príncipe Juan, pero el marqués de Villena no ha terminado:

—Ahora bien, como caballero que sois tenéis derecho a exigir condiciones.

Y son esas condiciones las que Beltrán de la Cueva, de vuelta al campamento, pormenoriza a Fernando:

—El portugués acepta con una sola premisa: que la reina y la muchacha estén presentes —dice Beltrán—, de manera que el vencedor se quede con ambas damas —subraya con gravedad.

Fernando comprende la jugada de su adversario.

—Alfonso ha sido bien aconsejado. Sabe que nunca aceptaré.

—Han salvado el honor evitando también el desafío.

—Beltrán, hemos jugado nuestra última baza y nos la han desbaratado —concluye agriamente Fernando.

—¿Estamos en manos de Dios?

—Y no es poca la tarea que tiene si quiere darnos su favor.

No es la intervención de Dios la que busca Beatriz de Bobadilla yendo al encuentro del confesor de la reina Isabel, aunque por el apuro con el que se presenta ante fray Hernando diríase que agradecería un milagro.

—¿Hay algo en lo que pueda ayudaros? —inquiere el fraile.

—Se trata de la reina.

Lo que preocupa a Beatriz de Bobadilla ha de ser grave, sospecha fray Hernando, pues o no encuentra las palabras para expresarlo, o no se atreve. El religioso la conmina a explicarse y Beatriz obedece:

—Es una noticia que ha llegado de Aragón… de la que mi esposo me ha hecho partícipe. Y yo no… no sé si la reina debería saberla o no.

—Si concierne a su alteza y vos la sabéis, ¿cómo podéis dudar?

Beatriz asiente, pero no está convencida:

—Vos sabréis mejor que yo qué hacer. La reina tiene en gran estima vuestras palabras y siempre atiende vuestro consejo.

Talavera empieza a impacientarse con tanto circunloquio.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—El rey… ha tenido una hija en Aragón.

Fray Hernando de Talavera digiere la noticia serio e imperturbable, como el propio Fernando cuando llega al campamento de Toro y es informado por un emisario aragonés.

—Volved a Aragón —ordena el rey—. Agradeced a mi padre que se haya ocupado de todo.

No obstante, tanto Fernando como Talavera saben que el alumbramiento de Aldonza Roig de Iborra se produce cuando más precisa Castilla de la armonía de sus reyes y de los reinos que representan. Omitirá Fernando el hecho, más preocupado por otras cuestiones, pero fray Hernando de Talavera se enfrenta ahora al dilema moral que Beatriz de Bobadilla le ha traspasado.

Decide el fraile ser tan prudente como la camarera de la reina y consultar con el cardenal Mendoza, a quien pone en antecedentes por no saber que el purpurado estaba al corriente de la preñez de la Ivorra.

—Acudo a vos por ser príncipe de la Iglesia, pero sobre todo por ser hombre conocedor de la Corona —matiza Talavera.

—Estáis en lo cierto, el asunto podría tener graves consecuencias. Y vos sois consciente de la situación tan delicada en la que se encuentran los reyes.

—Pero yo mismo he contribuido a que la reina piense que las faltas del rey eran cosa del pasado.

—¿Sentís que la habéis engañado? —interroga el cardenal.

—Sentiré que la engaño si no revelo lo que sé.

—Entiendo. No es un problema de lealtad, sino de conciencia.

—Reverencia, en este caso no veo cómo diferenciarlos.

Mendoza se toma un instante para reflexionar. En el fondo, disfruta viendo a Talavera acudir a él, reconociendo no solo su autoridad eclesial, sino también su prestigio como consejero real.

—En vuestra opinión, ¿qué tendrá más valor para Dios Nuestro Señor? ¿La tranquilidad de vuestra conciencia o la de la Corona de Castilla?

Talavera calla, no pretende darse tanta importancia como sugiere la pregunta del cardenal. Mendoza aprovecha su vacilación para insistir:

—Del buen entendimiento de los reyes depende el destino de miles de almas. ¿Imagináis el cataclismo que causaríais si, en plena guerra, el matrimonio de Isabel y Fernando se hiciera añicos?

—No es tal mi intención.

—Entonces, callad. Y si no podéis vivir con vuestra zozobra, estoy a vuestra disposición para escucharos en confesión.

—No será necesario.

Dando por finalizada la conversación, el cardenal Mendoza tiende ostentosamente su anillo. Talavera lo besa y regresa obediente a sus asuntos. El cardenal, no obstante, queda preocupado preguntándose cuál será la reacción de Isabel cuando se entere, pues antes o después habrá de saberlo. Ruega Mendoza por que suceda cuando haya logrado culminar la misión que ella misma ha insistido en imponerse, sacrificándose por el bien de Castilla y arriesgando con su perseverancia más que ninguna otra soberana del reino. Una misión crucial que la ha obligado a emprender otro viaje.

Apenas ha amanecido en León cuando golpean la puerta de la alcoba de su alcaide, Alfonso de Blanca, a quien despierta el estrépito. Por fin irrumpe la guardia en la estancia y el alcaide, alarmado, no duda en echar mano a su espada.

—¿Qué me queréis?

—¡Es la reina, señor! ¡La reina Isabel está en León!

No ha terminado de digerir la nueva el alcaide cuando del exterior llega el eco de los vivas a la reina y a Castilla que lanzan los leoneses. Así es; Isabel, Gonzalo Chacón y un grupo de guardias reales cabalgan al paso por las calles de la ciudad, camino de la fortaleza. Mientras avanzan, las gentes se llaman unas a otras, se descubren ante el cortejo, se acercan a su soberana sonrientes y temerosos y gritan:

—¡León por Castilla y por su reina! ¡Por la reina Isabel!

Reclaman el saludo de su soberana y esta lo dispensa satisfecha, sonriente como Chacón, haciendo acopio de fuerzas junto a sus súbditos para enfrentarse al alcaide de lealtad resbaladiza.

Majestuosa a pesar de la fatiga, Isabel hace su entrada en la fortaleza seguida de Chacón y de sus guardias. Los notables de León, congregados apresuradamente ante ella, inclinan la cabeza a su paso. Aguarda nervioso el alcaide Alfonso de Blanca al fondo de la sala principal del castillo, a quien Isabel ordena en cuanto se halla frente él:

—Alcaide, a mi servicio cumple que me entreguéis esta mi plaza que tenéis.

—Vuestra siempre ha sido, alteza —replica el alcaide, turbado—. Descansad del viaje y permitid que junte mis gentes y pertenencias…

—Alcaide, a mí place que saquéis todo lo vuestro, pero no cumple a mi servicio que salgáis de aquí sin yo haberme apoderado de mi fortaleza.

Los gritos en el exterior arrecian, como si el gentío hubiera podido escuchar las palabras de la reina:

—¡Castilla, Castilla! ¡León por la reina Isabel!

—Salid y explicad a mi ciudad si estáis con su reina o con el invasor portugués.

Ante tal demostración de autoridad, y temiendo las consecuencias de evidenciar su deslealtad, Alfonso de Blanca hinca la rodilla en tierra e inclina la cerviz humildemente.

—Siempre he sido un leal vasallo de vuestra alteza.

La sola presencia de Isabel, la autoridad que emana, ha conjurado el peligro. Acaba de librar a sus huestes, a su reino y a su esposo de una derrota segura, quién sabe si de algo peor.

No obstante, es de temer la reacción de los rebeldes al conocer que la reina ha puesto León de su lado.

—¿Con qué ejército? —pregunta el rey Alfonso al emisario que trae la noticia—. ¿De dónde lo ha sacado?

—Solo un puñado de hombres han ido con ella, mi señor.

Grande es el estupor entre los rebeldes por la caída de León, pero aún es mayor al saber el modo en que ha acontecido.

—Esa señora Isabel más parece varón que mujer —masculla el portugués.

El marqués de Villena se apresura a intervenir con buenas razones:

—Alteza, el ejemplo de León no nos conviene, dará que pensar a los indecisos.

—Con tanta espera perdemos nuestra ventaja —añade el príncipe Juan—. ¡No ha lugar para más dilaciones!

Y por fin Alfonso se levanta decidido:

—Tenéis razón. No cabe esperar más.

Los repentinos problemas de salud de Juana de Avis no han mejorado desde que su hija y ella se separaron. No ha sanado por apartarse de las intrigas cortesanas y de las ambiciones encontradas de unos y otros, como ella esperaba; más bien al contrario. En sus aposentos del madrileño palacio de Pacheco, que vela por ella en la distancia, postrada en la cama y a la luz de un cirio, la viuda de Enrique dicta una carta a un escribano con voz queda:

—En las que siento serán mis últimas horas, he de acudir a vos, humilde y arrepentida como penitente en Cuaresma, para pediros un servicio que solo vos podéis concederme. Precisamente a vos, a quien tanto temí y a quien en tantos lances tuve en contra.

Juana hace una pausa. En verdad se siente morir y no ha de marchar al otro mundo sin porfiar por lo único que aún la mantiene con vida. Condenada a permanecer en el lecho en el acto final de su existencia, su mente aún trabaja como la de quien con tanta arrogancia portó la corona de un reino extranjero. Busca Juana en su ingenio las palabras más apropiadas para vencer la previsible resistencia de su destinatario y las dicta desde el corazón:

—En vuestro juicio, que a mi esposo trató como amigo y enemigo, como fiel consejero y traidor, deseo confiar el destino de lo que más quiero. Esta reina ya no puede ordenaros nada, solo suplicaros que atendáis la voluntad de una mujer agonizante cuya última preocupación es el futuro de su hija y, por ende, de Castilla. Que Dios os permita llegar a tiempo.

Con un gesto, Juana de Avis pide al escribano que le acerque el recado para estampar su firma. Así lo hace y, agotada, vuelve a recostarse, con una última orden:

—Partid. Que no se demore el mensajero.

Habiéndose cumplido sus órdenes con la premura exigida, la misiva ha llegado en hora a su destinatario. Se ha afanado este en cubrir la distancia desde su palacio en Alcalá de Henares hasta el alcázar madrileño y su presencia conforta a la enferma:

—Acercaos… Apenas tengo fuerzas para hablar.

El hilo de voz con el que se dirige a él, la palidez mortecina de su rostro, confirman al arzobispo Carrillo que las horas de Juana de Avis están contadas.

—Así me veo, que solo mi peor enemigo puede ser ahora mi mejor aliado.

Se retuerce Juana de Avis en su lecho, llevándose las manos al vientre con el rostro contraído por tal dolor que incluso al flemático arzobispo le provoca aprensión:

—Debéis descansar, señora. Quizá más tarde…

—No hay tiempo. ¿No veis que me estoy muriendo? —replica Juana, cogiendo su mano—. Ayudadme a dejar este mundo en paz.

—¿Queréis confesión?

Pero no ha reclamado Juana su presencia para que el eclesiástico le administre los últimos sacramentos, y se incorpora hacia él con gesto de apremio:

—Debéis jurarme que cuidaréis de mi hija, la reina, y que haréis de sus intereses los vuestros propios.

Carrillo escucha en silencio las palabras que Juana pronuncia con gran dificultad:

—Solo vos podéis convertirla en la reina con la que Castilla sueña. Lo intentasteis con Isabel; hacedlo ahora por Juana. No os defraudará.

La enferma se deja caer en su lecho exhausta. No obstante, su mirada enfebrecida no deja de repetir la petición al arzobispo. Este, sin soltar su mano, contesta:

—Os lo juro, señora.

Sonríe sin fuerzas la viuda del denostado Enrique y por fin cierra los ojos, como si hubiera consumido el último soplo de su intensa vida otorgando a Carrillo el poder de decidir el futuro de su hija.

—Cuán lejos parece lo andado, ahora que vamos de vuelta.

Ha parecido mayor la distancia hasta la corte al regresar de León. El éxito de la empresa no ha disimulado la fatiga acumulada por tanto viaje, tanto tráfago.

—Debimos descansar más tiempo —se lamenta Chacón a deshora, preocupado por su soberana—. Demasiadas jornadas a caballo, en vuestro estado… Quizá deberíamos detenernos.

—Dios quiera que tantos pesares obren el milagro de nuestra victoria.

Cuando por fin llega la reducida comitiva real a Segovia, a nadie en la corte escapa el esfuerzo que la reina ha soportado. A Isabel le llama la atención la gravedad del gesto de fray Hernando y se adelanta a la censura de su confesor:

—No os enojéis también vos conmigo. El viaje era necesario y ha sido provechoso.

—Nadie lo duda, alteza.

—Entonces ¿a qué esa cara tan larga?

Se estremece Beatriz de Bobadilla de manera tan evidente que la jofaina de agua que lleva en sus manos está a punto de derramarse, lo cual no pasa desapercibido a la reina:

—Y a vos ¿qué os ocurre?

Poco ducha en el disimulo, la camarera de Isabel calla y busca apoyo en el jerónimo, consiguiendo alarmar más a la reina, que ya teme lo peor:

—¿Qué le ha pasado a Fernando?

—Nada, alteza, perded cuidado —replica el clérigo con todo el convencimiento que es capaz de simular.

—Algo pasa. Decidme qué ocurre.

Emplea un tono la reina que no deja hueco para la vacilación; aun así, Talavera duda y mira a Chacón, y de nuevo aparta la vista de todos mientras crece la urgencia de la reina por averiguar qué atribula tanto a sus íntimos.

—¡Hablad, os lo ordeno!

—El rey… ha tenido una hija en Aragón.

Oculta Isabel la conmoción que le causa la nueva incluso mejor que el propio Chacón. La reina procura mantener ante ellos la dignidad que ha impresionado a los leoneses, a los toledanos.

—Dejadme sola, os lo ruego.

Asiente Chacón y refrenda la orden con un gesto en dirección a Talavera y Beatriz. Pero al amparo de la soledad, Isabel se deshace, humillada y agotada. ¿Así cumple su amado esposo sus promesas? ¿En qué valen sus palabras, sus besos, sus caricias? ¿Ha de compartirlos la reina de Castilla con una desconocida que sin embargo no es menos mujer y menos madre que ella? Llora Isabel en silencio su decepción y su rabia cuando un inmenso dolor en su vientre la obliga a doblar las rodillas y, con el ánimo sobrecogido, llama:

—Beatriz… ¡Beatriz!

Cuando acude apresuradamente la camarera, se angustia al ver a la reina de rodillas, mortificada por las lágrimas y el dolor, con las manos aferrándose el vientre.

Momentos después, Catalina conduce a toda prisa a un físico hasta la alcoba de Isabel. Ante la puerta, fray Hernando de Talavera reza, rosario en mano, y Gonzalo Chacón aguarda desasosegado. Ambos les franquean el paso y Catalina entra con el físico en la alcoba, cerrando la puerta tras de sí. Suplica Beatriz de Bobadilla al físico en su congoja, sin soltar la mano de Isabel:

—Salvad a mi señora, por lo que más queráis, ¡que no muera!

A esa misma hora, no lejos de Toro, en el campamento de Fernando, Diego Hurtado de Mendoza alaba a la reina ante su rey:

—La reina ha demostrado gran valor con lo conseguido en León.

Fernando asiente sin que la inquietud desaparezca de su semblante. Nada puede intuir del peligro que acecha a su esposa, siendo otro el motivo de su preocupación.

—Sin León en su poder, ahora Alfonso debe elegir: o nos ataca, o se retira.

—No hay duda de que están dispuestos para la batalla —asegura grave Beltrán de la Cueva.

—Cierto —corrobora el rey—. El momento que tanto temíamos ha llegado.

—Aún cabe negociar —apunta Mendoza—. Alfonso codicia ciertas plazas…

Niega Fernando tal posibilidad:

—O la reina es Isabel, o es Juana. Poco se puede negociar en este asunto.

—Pero si presentáis batalla, la derrota es segura. Nuestro ejército será aniquilado.

—Isabel ha tomado León con las manos desnudas —recuerda Fernando—. A mí me respaldan miles de hombres ¿y no debo presentar batalla?

—Perded el ejército y habréis perdido la guerra. Vos lo sabéis como yo.

Fernando sabe que Mendoza tiene razón. Su voz se tiñe de amargura:

—¿Puede un rey tomar esta decisión sin malograr su honor?

Callan sus consejeros, considerando tan obvia la respuesta como necesaria la decisión. Fernando es incapaz de mirarlos a la cara al dar la orden:

—Levantad el campamento; volvemos a Segovia.

Se ha detenido la noche en la alcoba real del alcázar para despojar a Isabel de la vida que crecía en su vientre. Catalina ayuda al físico a envolver el cuerpo inconcluso en unos paños y se dispone a llevarlo lejos del lecho donde la reina reposa. Pero Isabel la detiene con un gesto de su mano.

—Decid…

Catalina calla y Beatriz busca sin éxito palabras para serenar a su reina.

—¡Decid! —insiste Isabel—. ¿Era hembra o varón?

—Varón —responde Catalina con un hilo de voz.

Invade a la reina el llanto, vencida y agotada, mientras Catalina sale de la estancia con el hijo malogrado. Aún aguardan tras la puerta Chacón y fray Hernando, que no necesitan más explicación al ver el envoltorio en brazos de la dama. Bendice el fraile a la criatura y al abrigo de la puerta cerrada Catalina rompe a llorar desconsolada.

Apenas ha amanecido cuando el cardenal Mendoza se une a un pesaroso fray Hernando en la capilla real.

—Amargas horas vive la corte. El Señor parece habernos abandonado.

—En verdad lo parece —se lamenta el fraile—. Mas si la reina no hubiera hecho cosas propias de varón…

—Antes es reina que mujer —corta en seco el cardenal—. Se debe a Castilla. Y vos podríais haberle ahorrado la noticia.

—¿Me culpáis de lo sucedido?

—Si sois culpable ya responderéis ante el Señor. Pero mientras estéis entre los vivos, debéis entender que vuestra posición en la corte os exige callar tanto o más que hablar.

Fray Hernando no pierde la flema, ni tampoco se acoquina:

—Con toda humildad, reverencia, obré en conciencia y así lo haré en la corte y donde quiera que esté.

—¡Pecáis de soberbia! ¡Os lo advertí, es mucho lo que depende del buen entendimiento de los reyes!

—Estoy convencido, pero no es a mí a quien debierais recordarlo, sino a nuestro señor don Fernando.

El cardenal Mendoza se desespera ante el rigor del jerónimo:

—¡No entendéis nada! Un heredero varón era de la mayor importancia para el reino.

—Solo cabe rogar a Nuestro Señor para que nos conceda la paz y el perdón por nuestros pecados.

—¿Creéis que todas estas desgracias son voluntad divina?

—Dios pone a prueba a sus hijos —asegura convencido fray Hernando— y castiga a los pecadores.

Cede el purpurado, harto de la severa moral del fraile:

—Rezad pues por nuestras almas, vos que sois limpio de espíritu. Rezad y ojalá os escuche… Porque si vencen los portugueses, muchos seremos los llamados y pocos sobrevivirán.

En la alcoba del alcázar madrileño donde se vela el cadáver amortajado de Juana de Avis se han cubierto los espejos con lienzos, como es costumbre para evitar el extravío del alma de la fallecida. Ha sido deseo de Juana recibir sepultura en la iglesia de San Francisco el Grande, con hábito religioso y en un lugar donde la tierra no mancille su cuerpo. Hoy, junto a su lecho, reza su hija Juanita en compañía del arzobispo Carrillo, a quienes se ha unido un reducido grupo de nobles, damas y plañideras. De pronto un murmullo quebranta el recogimiento de los presentes. Juanita busca irritada el origen del revuelo y se topa con la mirada de un afligido Pedro de Castilla y Fonseca, quien fuera amante de su madre y padre de sus dos gemelos bastardos. Y saca Juanita el carácter de la difunta para hacerlos callar a todos:

—¡Silencio! La reina ha muerto. La corte está de luto.

Completa Juanita la orden con un gesto de asentimiento hacia el recién llegado, que todos interpretan como beneplácito para que participe en el velatorio. Conmovido, Pedro de Castilla se arrodilla ante su amada y Carrillo, sorprendido por la autoridad de Juanita, posa una mano paternal en el hombro de la niña mientras se inclina para susurrarle al oído:

—Recemos juntos por que se cumpla el último deseo de vuestra madre.

Días después del fallido alumbramiento, a pesar de su fatiga y de su postración, ha insistido Isabel en salir a las almenas al conocer que ya se divisaban a lo lejos las huestes de Fernando. Gonzalo Chacón y Gutierre de Cárdenas la acompañan.

—¿Va el rey? —pregunta Isabel.

—Solo es la vanguardia del ejército, señora.

Con toda serenidad, Isabel sentencia:

—Que los primeros caballos que lleguen a las murallas sean alanceados.

La orden de la reina deja perplejos a sus consejeros:

—Señora, esos hombres han luchado por vos —aduce Chacón.

—Si hubiesen luchado volverían derrotados pero con honra —afirma Isabel sin vacilación alguna—. Y al pie de la muralla, en vez de lanzas, hubieran encontrado a su reina. ¡Que todos sepan cómo son recibidos los cobardes en Castilla!

Horas después Isabel aguarda sentada en el trono la llegada de Fernando. Está flanqueada por Cárdenas, Chacón, el cardenal Mendoza y fray Hernando de Talavera. Todos saben de lo acontecido tanto en Toro como a las puertas de Segovia y la gravedad de sus expresiones anuncia la amargura del inminente reencuentro.

Por fin las puertas del salón del trono se abren de golpe y Fernando irrumpe furioso. Tras él entran Diego Hurtado de Mendoza y Beltrán de la Cueva. No pierde un instante el rey antes de reprochar a su esposa:

—¿Así recibe la reina de Castilla a su ejército?

Isabel se levanta del trono como si hubiese hecho acopio de fuerzas para ello.

—Podréis pensar que las mujeres no tenemos seso para juzgar, pero no podréis negar que tenemos ojos para ver. Y veo unas tropas que vuelven vencidas y humilladas sin haber entrado en combate.

—Vos esperáis un milagro y los tiempos de Jericó ya han pasado. ¡La prudencia es Dios en la batalla!

—Las guerras no las ganan los hombres que piensan sino los que actúan —alega la reina.

Consciente de que todos en la corte son testigos de la disputa, se contiene sin embargo Fernando ante la censura de Isabel. Pero las recriminaciones de la reina no cesan:

—Me extraña mi furia por ser mujer tanto como vuestra paciencia, pues sois hombre.

El rey, harto de la incomprensión de la soberana, replica:

—Dad, señora, a las ansias del corazón reposo, que el tiempo y los días os traerán tales victorias. Esperaba de vos palabras de consuelo y ánimo, mas siempre las mujeres son de tan mal contentamiento, especialmente vos, señora, que por nacer está quien contentaros pueda.

Exhausta, Isabel ordena a todos que salgan:

—¡Dejadnos solos!

Abandonan los cortesanos la estancia y los reyes se encaran en silencio unos instantes, antes de que Fernando retome la controversia:

—¿Hubieseis preferido que regresara cadáver?

Isabel, agotada, está a punto de caer. Fernando, alarmado, acude en su ayuda pero la reina lo rechaza:

—¡No os acerquéis! —exclama Isabel, controlando a duras penas el llanto—. ¡Era un varón! ¡Nuestro heredero! Nacido muerto mientras vos volvéis humillado ¡y con una hija en Aragón!

Rompe a llorar Isabel y está de nuevo a punto de desvanecerse. Fernando, culpable y emocionado, la sostiene y la abraza. La reina trata de desasirse pero su esposo no lo permite. Derrotada, llora en sus brazos.

—Dijisteis que no me fallaríais…

Fernando encaja estas palabras como una puñalada. No tenía noticia del embarazo truncado y comprende que en pésima hora ha coincidido con el nacimiento del hijo de Aldonza. Todo lo ha sacrificado Isabel por él, atravesando Castilla a uña de caballo para doblegar a los traidores, para darle una oportunidad en un campo de batalla que Fernando ha abandonado sin haber combatido siquiera. Sabe el rey que no hay palabras que puedan consolar a Isabel. Quizá su sinceridad y su propio pesar alivien la pena de su esposa:

—En el peor momento, para el reino y para vos, os he hecho la mayor afrenta… Daría todo por evitaros este sufrimiento, por volver a ser digno de vos…

Deshecha, Isabel niega. Entre los brazos de su esposo se deja caer lentamente de rodillas y así acaban ambos mientras Fernando suplica:

—Ya que no podéis perdonar al hombre…, perdonad al rey.

Pero Isabel, enfebrecida, no puede articular palabra. Con toda franqueza continúa Fernando:

—Como rey os digo que solo juntos podremos salvar este reino. Os prometí que pondría Castilla a vuestros pies y moriré para cumplir mi promesa. Y estad segura de que solo el bien de Castilla ha guiado mis decisiones. Como hombre poco puedo añadir para conseguir vuestro perdón. Sabéis que os amo y deseaba a ese hijo tanto como vos… Y mi vida solo vale si vos estáis en ella.

Fernando busca la mirada de Isabel.

—¿Estáis aún conmigo?

Y la reina, tras unos segundos que mantienen a su esposo en vilo, asiente sin poder contener su llanto. Fernando, con lágrimas de agradecimiento en los ojos, la estrecha en sus brazos con fuerza. Quedan los dos de rodillas ante el vacío y disputado trono de Castilla.