Gutierre de Cárdenas avanza sobre su montura al paso. Sostiene en su mano las riendas del mulo que le sigue. Sobre este, Ahmed, el hijo de Boabdil y Moraima, se yergue maniatado. Preso, sí, pero con la frente alta y el orgullo llenando su mirada. Completado por una nutrida escolta de soldados castellanos, el cortejo se detiene en lo alto de un montículo. Al otro lado del valle se alzan los muros de la Alhambra.
Cárdenas ejecuta la orden recibida de los soberanos cristianos. Ha hecho lo mismo durante las últimas jornadas, a intervalos irregulares y desde diferentes emplazamientos, en previsión de un intento alevoso de liberar al heredero nazarí. La intención de Isabel y Fernando es recordar a los últimos moradores del palacio que pronto acabará el plazo para entregar su reino a los castellanos. Y de no cumplir sus compromisos, el rehén que tienen en su poder sufrirá las consecuencias.
Avisada por los centinelas, Moraima llega corriendo a las almenas de la Alhambra para ver, un día más, cómo los cristianos exhiben a su hijo en tan bochornosa condición. Al otro lado del valle, como si percibiera la llegada de la sultana, Cárdenas alienta a Ahmed, no sin ironía:
—Así, alzad la barbilla. Que os vean bien.
Moraima sufre por su hijo. Menos le importa la humillación que el trágico destino que aún podría aguardarle. A las almenas ha llegado también Boabdil. El emir contempla a su esposa a cierta distancia. Ve cuánto la aflige el espectáculo. Se acerca y Moraima vuelve sus ojos hacia él. Hay una súplica en su mirada. Pero Boabdil da media vuelta en silencio y desciende hacia el interior del palacio.
Gutierre de Cárdenas, sin que el niño lo perciba, no deja de observar a Ahmed. Le conmueve el esfuerzo que hace por conservar la dignidad.
—Es suficiente. Volvamos a Santa Fe —ordena.
Cárdenas arrea a su caballo y gira en redondo, obligando al mulo de Ahmed a seguirlo de vuelta al campamento cristiano.
Boabdil oculta mejor que su esposa la huella que deja en su ánimo contemplar a su hijo en tal estado. Ha decidido seguir gobernando hasta agotar el plazo exigido por los infieles. Unos sirvientes le ayudan a vestirse con ropas militares, pues se dispone a partir al frente de sus caballeros. Moraima le ruega angustiada que no lo haga:
—¡No podéis dejar Granada ahora!
—Una turba hambrienta ha asaltado el carmen de Banu Kumasa. Es uno de nuestros nobles más leales. Se lo debo.
—¿Y nuestro hijo?
Boabdil suspira profundamente:
—Solo estaré fuera unos días. Confiad en mí.
El emir toma la mano de su esposa, intentando confortarla, pero ella la retira.
—¡¿Qué pensáis que pretenden mostrándonoslo de esa guisa, día tras día?! ¡Matarán a Ahmed si no cumplís!
—No lo harán.
No hay asomo de duda en la mirada de Boabdil.
—Nos dieron su palabra y la cumplirán. Como yo cumpliré la mía… Cuando llegue la hora.
Moraima se desespera. No puede soportar más esta larga agonía.
—¡Si le sucede algo a Ahmed, no os lo perdonaré! ¡Entregad Granada de una vez!
—¡No soy un títere en sus manos! Lo haré cuando expire el plazo, ni una hora antes. Mientras tanto sigo siendo el emir, ¡y no permitiré el caos en mi reino!
Moraima llora, desolada. Boabdil besa su frente con ternura.
—Tomad ejemplo de nuestro hijo y manteneos firme. Os lo ruego.
Ninguno de los dos es consciente de que Aixa, con semblante contrariado, ha sido testigo de su conversación a través de la celosía. En cuanto Boabdil abandona la Alhambra, se une a Moraima. La sultana mira por la ventana, con los ojos enrojecidos por el llanto.
—Comparto vuestra tristeza —asegura Aixa—, pero no podéis desfallecer, vos menos que nadie.
—No me quedan fuerzas.
—Debéis ayudar a vuestro esposo a cumplir con su heroica misión, sin flaquear.
Moraima ironiza:
—¿Qué hay de heroico en entregar un reino?
—Boabdil no rendirá Granada. Si no salva el reino…, habrá de morir con él.
La resolución de Aixa deja perpleja a Moraima:
—¡Habéis perdido el juicio!
Moraima da la espalda a su suegra, pero esta la coge por el brazo y se encara con ella:
—Cualquier otra salida será una deshonra para Boabdil y para nuestro linaje.
—¿Queréis que maten a mi hijo? ¿Que nos maten a todos? ¡Salid de mis aposentos!
Aixa escupe en el suelo.
—Sois la desgracia de Boabdil. ¡Le habéis hecho débil, igual que Zoraida hizo débil a mi esposo! ¡Si Granada cae en manos cristianas, será por vuestra culpa!
—¡Cien veces la entregaremos si con ello salvamos la vida de Ahmed! ¡Fuera! ¡Fuera o llamaré a la guardia!
Aixa, sosteniendo la mirada de la sultana, termina por obedecer y salir.
—En Granada ya no quedan víveres ni armas. No sería de extrañar que rindieran la plaza antes de hora.
Fernando se congratula del éxito de la estrategia de Isabel ante fray Hernando de Talavera y fray Tomás de Torquemada.
—Rezo por que llegue ese momento —suspira Isabel, mirando a su confesor—. No quisiera tener la muerte de Ahmed sobre mi conciencia.
Talavera hace un leve asentimiento. Ha intentado aliviar el pesar de la soberana. También Fernando trata de infundir confianza a su esposa. Ninguno se siente cómodo ante tamaño desatino.
—No temáis, la vida del niño no corre peligro, estoy seguro. Estamos a punto de liberar a nuestras tierras del yugo del Islam.
Torquemada junta sus manos, dando las gracias al cielo.
—Un gran logro para la cristiandad… Pero ¿y los infieles? ¿Tenéis decidido su destino? —pregunta el inquisidor.
—Podrán marchar a Berbería a voluntad.
—Y a los que se queden los atraeremos a la fe verdadera —apunta Isabel.
Torquemada hace una mueca antes de replicar:
—¿Pretendéis evangelizar al moro? De nada servirá. Ya se vio en Sevilla con los conversos.
La alusión fuerza la intervención de fray Hernando:
—Acepto mi fracaso, fray Tomás, pero no es lo mismo. En Sevilla aprendimos que un converso judaíza no por ignorancia, sino porque su fe está contaminada.
—Y el infiel nunca ha tenido ocasión de conocer la doctrina cristiana —apunta la reina—. Cuando conozcan las enseñanzas de Cristo se someterán voluntariamente a la fe verdadera. En una generación, Granada será cristiana.
Isabel y Talavera cruzan una mirada. Ambos están de acuerdo.
—Algo ayudará repoblar Granada con cristianos viejos —añade el rey, menos entusiasta—. Ofreceremos casa y hacienda, y exenciones en los impuestos.
La propuesta llama la atención de Isabel:
—Pero… si los recién llegados no pagan tributos, ¿de dónde saldrá el dinero para alimentar a la población, asentar la diócesis…?
Talavera interrumpe la enumeración de los gastos:
—Contad con el sobrante de la bula de cruzada. Bastará para comenzar.
Todos los presentes lo miran con interés. Ninguno presumía que hubiera un excedente de dinero.
—¿Roma no se opondrá? —inquiere el rey.
—Cristianizar Granada era el objetivo de nuestra cruzada —se apresta a recordar Isabel—. No deja de ser el final de la misma.
—Altezas, alabo vuestras intenciones —puntualiza Torquemada—, pero Granada no será cristiana sin instaurar la Inquisición.
Fray Tomás mira a Fernando en busca de apoyo. Justo cuando el rey va a intervenir, Isabel se anticipa:
—Cuando ocupemos la plaza decidiremos —sentencia, y volviéndose hacia su esposo, añade—: Nos esperan.
Fernando tuerce el gesto. Cuando los reyes caminan por el pasillo hacia el despacho hay cierta tensión entre ellos.
—Torquemada tiene razón —masculla Fernando.
—Puede, mas prefiero intentarlo a mi modo.
Isabel y Fernando entran en el despacho real. Allí aguarda Cristóbal Colón, quien, al verlos, los recibe con una reverencia. Está muy sonriente, a diferencia de los monarcas.
—Altezas. Sé que estáis inmersos en acontecimientos de gran importancia, pero esto no puede esperar.
Colón entrega al rey un documento. Fernando lo lee mientras escucha las explicaciones del navegante:
—He de partir en verano para aprovechar la bonanza del clima, por tanto no puedo demorar los preparativos. Necesito fondos para construir naves, contratar tripulación…
Fernando entrega a Isabel el documento y espeta:
—¡Pretendéis que os entreguemos dos millones de maravedíes! ¿Nos tomáis por necios?
Colón no se amilana:
—Alteza, comprobad cada uno de los gastos, están convenientemente detallados.
Fernando se dirige a Isabel. El aragonés sabe que es a ella a quien debe convencer:
—¡Con semejante fortuna no hará falta que emprenda ningún viaje! ¡Será rico antes de salir de puerto!
Isabel interrumpe los improperios de su esposo contra Colón, y se dirige al genovés con firmeza:
—Estudiaremos vuestra propuesta, mas os ruego paciencia. No acometeremos ninguna otra empresa hasta que entremos en Granada.
El navegante, aunque contrariado, es prudente y acata la decisión de la reina. Al malestar que traía Fernando de la audiencia con los frailes se suma, ahora, la irritación por haberse visto desautorizado ante Colón. La discusión estalla en cuanto se quedan a solas:
—No entiendo vuestro enojo… ¿Es por el viaje del genovés?
—¡Nos vende humo a precio de oro y vos le dais alas!
—Acordamos apoyar la expedición a las Indias.
—Nunca hablamos de tanto dinero. ¡No es el momento!
—Sí lo es. Pronto recuperaremos para Castilla los territorios que legítimamente nos pertenecen.
—¿Y cuándo lo hará mi reino? El Rosellón y la Cerdaña continúan en manos francesas, ¿o lo habéis olvidado?
Isabel empieza a comprender qué hay detrás de la actitud de Fernando. La vieja reivindicación heredada de su antecesor, tantas veces aplazada pero siempre presente.
—Prometí a mi padre que los recuperaría —prosigue el rey—, y vos me asegurasteis vuestro apoyo.
—Ni siquiera ha acabado la guerra en Granada. Nuestras mesnadas necesitan descanso…
—He relegado los asuntos de Aragón cada vez que Castilla me ha necesitado. Cumplid ahora vuestra palabra —exige el rey—. Colón habrá de esperar.
Isabel calla. Sabe que su esposo tiene razón. Pero no está dispuesta a dársela.
Horas después, fray Tomás de Torquemada solicita una nueva audiencia con la reina. Isabel lo recibe cariacontecida, con los requerimientos de Fernando todavía en la cabeza.
—Alteza, gracias por recibirme.
—Decid, ¿cuál es la urgencia?
—Con franqueza, me preocupan vuestras intenciones respecto a los infieles de Granada.
—Sufrís antes de tiempo. Nada decidiremos hasta que sea nuestra.
—Si en la nueva diócesis no se actúa con firmeza desde el principio, Granada será refugio de herejes, infieles y judíos.
Isabel replica secamente:
—Fray Tomás, dedicaos a vuestras tareas y dejad el gobierno en mis manos.
Al inquisidor no le desalienta la aspereza del consejo.
—Precisamente… ¿Habéis decidido ya quién será el arzobispo?
—¿También eso os preocupa?
—Sabéis que nunca he perseguido tal honor. Mas en Granada la Iglesia precisará de alguien que defienda la fe… sin que le tiemble la mano.
Isabel entrevé las pretensiones del dominico:
—Alguien como vos.
—Si como arzobispo puedo serviros a vos y a la Iglesia, estaría dispuesto a aceptar el nombramiento.
—Tendré en cuenta vuestro ofrecimiento… cuando llegue la hora.
Los disturbios contra los judíos del pasado reciente han perjudicado al comerciante Moisés Seneor tanto o más que a otros muchos de sus correligionarios. Por fortuna, Moisés cuenta con el amparo económico de su tío Abraham. El joven confía en poder sacar a flote sus negocios poco a poco. Ha venido a visitar al rabino para entregarle personalmente una bolsa con dinero.
—Es la mitad de lo que os debo. Os daré lo que falta en cuanto pueda.
—Me hago cargo, Moisés, vendrán tiempos mejores.
El joven Seneor, sin embargo, es más escéptico.
—En la corte no se sufre como en las aljamas, por eso aún tenéis esperanzas.
Al rabino le preocupa el agrio resentimiento de Moisés.
—Me duele que hayáis perdido el ánimo, sobrino.
—Seis veces han atacado mi negocio en los últimos meses.
—¿Habéis pensado en trasladaros?
—¿Otra vez? En toda Castilla no hay lugar seguro para los judíos.
Abraham sacude la cabeza y sonríe. Algo sabe que Moisés ignora.
—Pronto acabará la guerra. Granada puede ser una oportunidad para todos nosotros.
Moisés escucha con interés a su tío.
—Muchos musulmanes preferirán el exilio a vivir bajo las leyes de Castilla. Venderán sus casas y sus negocios a buen precio. Si sabemos aprovechar la ocasión, hay mucho que ganar.
—¿Pretendéis beneficiaros de la desgracia ajena?
—No es mi intención, pero… ¿hemos de permitir que los gentiles se queden con todo, como hicieron en Málaga?
—Entiendo. ¿Por qué pensáis que en Granada respetarán nuestras costumbres?
—La Corona necesita gente que ayude a reconstruir el reino. Y se rumorea que allí va a ser distinto, que habrá más tolerancia.
Moisés lo piensa, dubitativo. Abraham Seneor insiste:
—Querido sobrino, los reyes ven a los musulmanes como invasores. Si en Granada abren la mano con ellos, ¿no lo habrán de hacer con nosotros?
Sobre la mesa de Fernando hay desplegado un mapa de la Corona de Aragón. La carta también recoge los territorios de los condados catalanes que tanto anhela recuperar de manos francesas. Al lado hay dos copas y una jarra de vino. Fernando recuerda a fray Hernando de Talavera las reivindicaciones aragonesas:
—En su lecho de muerte, el rey Luis de Francia reconoció nuestros derechos legítimos sobre el Rosellón y la Cerdaña. Ahora que Carlos ocupa el trono, debe cumplir su voluntad y devolvernos los condados.
—¿Estáis dispuesto a entrar en guerra con Francia?
—Confío en no tener que llegar a tanto. Portugal se mantendrá neutral. Y cuento con el apoyo de Inglaterra y de los Habsburgo.
—Entonces no veo en qué puedo ayudaros…
—Necesito concentrar tropas en la frontera —afirma Fernando, mientras señala los lugares en el mapa—. Y pienso financiar la campaña con la bula de cruzada.
Talavera asimila la petición. A pesar de la arrogancia con la que ha sido formulada, el fraile intenta mostrarse conciliador.
—Alteza… La bula de cruzada solo puede utilizarse para combatir a los infieles. El Papa nunca aceptará que empleéis el dinero en una guerra entre cristianos.
—¡Estamos a punto de conseguir una gran hazaña para toda la cristiandad! ¡Roma nos debe su apoyo!
—Sabéis que no puedo complaceros —remata fray Hernando sin alzar la voz, pero con firmeza.
Talavera no se deja intimidar por el rey. Guarda silencio pero aguanta la mirada de Fernando con calma. El aragonés, contrariado, comprende que no conseguirá nada más.
—Está bien. Esperaré a que Granada sea cristiana. Y entonces ya veremos qué dice el Papa.
Fray Hernando hace una reverencia y se retira. Conoce bien al rey y no tiene intención de enfurecerlo. Y mucho menos tratándose de los condados.
En la Alhambra, con Boabdil todavía ausente en las tierras de Banu Kumasa, Aixa ha convocado a un grupo numeroso de nobles nazaríes que han acudido solícitos a su llamada. Son personajes notables del reino que, como la madre del emir, se oponen furiosamente a someterse a los cristianos. Custodiados por soldados leales a sus propósitos, los reunidos escuchan a Aixa en el patio principal de palacio:
—Boabdil ha pactado la entrega de Granada a los cristianos.
Los presentes acusan la revelación con ira y estupor.
—Nos ha traicionado… ¡Mi propio hijo, sangre de mi sangre!
Uno de los nobles alza la voz:
—¡No vamos a permitir que Granada caiga en manos del infiel!
Aixa hace un gesto de calma y continúa su discurso, aparentemente dolida y decepcionada:
—Nobles señores, la guerra está perdida… La ayuda que nuestros hermanos prometieron no llegará.
Entre los convocados, aquellos que aún tenían esperanzas de recibir apoyo del otro lado del mar las ven disolverse rápidamente, como la sal en el agua tibia.
—Pero es mi voluntad que la lucha continúe mientras uno solo de nosotros siga vivo. Puede que seamos vencidos, pero ¡nunca esclavos!
—¡Nunca! ¡Granada no se rinde!
A Aixa le satisface la enérgica respuesta de los nazaríes:
—Vuestro respaldo hace menos amarga la traición de mi hijo… Si es el sacrificio lo que nos aguarda, ¡sea! Mas no hemos de ser los únicos en morir.
Aixa eleva el tono, el gesto desencajado, los ojos inyectados en sangre:
—¡Demos al infiel el recibimiento que merece! ¡Que las últimas reservas de pólvora sirvan para arrasar la Alhambra! ¡Que arda la ciudad entera! ¡Con ellos dentro!
La mayoría recibe la propuesta con entusiasmo.
—Entraremos en el paraíso con paso firme. ¡Alá es grande!
En medio de la exaltación, Moraima aparece en un lateral y trata de abrirse paso hasta el centro de la reunión, donde se encuentra Aixa.
—¡Nobles de Granada! ¡No la escuchéis! ¡Solo la mueve el odio, y el odio la ha enloquecido!
Moraima avanza entre los enardecidos nobles. Algunos callan por respeto, los menos. La mayoría masculla insultos contra ella y contra su esposo. Pero nada detiene el arrojo de Moraima:
—¡El emir es vuestro legítimo señor! ¡Él vela por nosotros! ¡Aguardad su regreso, nadie más ha de morir!
Aixa señala a Moraima:
—Prendedla.
Varios de los soldados presentes se lanzan sobre Moraima y la inmovilizan. Para satisfacción de Aixa, los nobles dan rienda suelta a su rencor:
—¡Perra! ¡Traidora! ¡Vendida!
Moraima forcejea para desasirse pero no lo consigue. Viendo el odio en los rostros de quienes la injurian, teme por su vida.
—¿Habéis visto a Colón desde su llegada?
Isabel pasea plácidamente junto a Talavera alrededor de los huertos de Santa Fe.
—Apenas —contesta el fraile—. Está muy ocupado planificando el viaje.
—He estado pensando en las posibilidades de su empresa. Es una gran oportunidad para llevar nuestra fe a las Indias…
—Dios lo permita.
La reina sonríe.
—Me alegra que estemos de acuerdo también en esto.
—Divulgar la palabra del Señor es obligación de todo siervo de Dios.
—Lamentablemente, la expedición peligra —suspira Isabel—. No sé cómo conseguir fondos para financiarla.
Con el recuerdo vivo de la conversación con Fernando, el fraile anticipa y teme las intenciones de la reina. Y no se equivoca.
—Vos podríais ayudarme. Mencionasteis que había un excedente de la bula de cruzada…
—Os digo lo mismo que a vuestro esposo: Roma no lo aceptará.
Isabel es incapaz de disimular la perplejidad que le ocasiona la revelación:
—¿Mi esposo os ha pedido el dinero?
Talavera asiente. Guarda un silencio respetuoso.
—Para recuperar los condados catalanes, ¿me equivoco?
—Espero que vos aceptéis mi negativa mejor que él.
—Fray Hernando, si podemos utilizar la bula para evangelizar el reino de Granada, podemos emplearla para el proyecto de Colón. No es tan diferente.
—Alteza, por ahora se trata de financiar un viaje. No es posible.
Isabel asume la negativa con aparente entereza. Permanece unos segundos pensativa, antes de reemprender la conversación:
—Fray Tomás ha venido a verme. Se ha propuesto a sí mismo como arzobispo de Granada.
—¿Torquemada arzobispo?
Ahora es el fraile el perplejo. Isabel continúa su exposición:
—Como sabéis, mi intención era evangelizar a los infieles. Mas él insiste en que no habrá conversiones sin Inquisición.
Talavera se tensa. Es evidente que la reina amenaza veladamente con inclinar la balanza del lado de quien tanto se opone a las tesis evangelizadoras que, hasta hoy, Isabel y él parecían compartir. Y no es menos evidente que invertir el excedente de la bula en el viaje del genovés acabaría con las pretensiones inquisitoriales de Torquemada.
—Aún no he tomado la decisión. Aunque no tardaré en hacerlo tras la entrega de Granada —concluye la reina.
Talavera calla. Ella le aguanta la mirada hasta que el fraile baja la vista. Pero de momento no se pronuncia sobre el destino del dinero.
Moraima ha sido confinada en su alcoba, «por su propia seguridad», según ha indicado Aixa. Camina de un lado a otro, presa de los nervios, bajo la mirada del soldado que la custodia. La esposa del emir se acerca a él, suplicante.
—¡Ayudadme, por lo que más queráis! —le ruega—. ¡Hay que alertar a mi esposo de lo que está pasando!
El soldado se mantiene impertérrito ante las invocaciones de su prisionera. Ni siquiera la mira.
—Os lo ruego, sois leal a vuestro señor. El emir ha de saber lo que planea Aixa, él detendrá esta locura.
—Mi señora, no insistáis. Cumplo órdenes. Cuando regrese el emir…
—¡No podemos esperar! —interrumpe Moraima, desesperada—. ¡Si no regresa a tiempo con sus tropas, todos moriremos!
El soldado calla, y Moraima prueba otra táctica:
—Vos sois un soldado, no teméis a la muerte. Pero pensad en vuestra familia, ¡en vuestros hijos! ¿Por qué han de morir?
El soldado, por primera vez, mira a su señora. Los ojos de Moraima le imploran. Él duda un instante, pero finalmente acepta escucharla:
—¿Cómo pensáis evitarlo?
La prisionera le entrega una nota que guardaba oculta entre la ropa.
—Dejadme libre y llevad esta nota a mi esposo.
El soldado acepta coger el mensaje. Moraima, aliviada, aprieta con fuerza la mano del soldado, infundiéndole valor, y también apremiándolo:
—Apresuraos. Está en el carmen de Banu Kumasa.
—¿Y vos? ¿Qué vais a hacer?
—Yo he de salvar la vida de mi hijo.
Ayudada por el soldado, Moraima logra salir de palacio por uno de los numerosos túneles ocultos que conducen al exterior. Desde allí cabalga hasta la cercana Santa Fe, donde solicita que la lleven ante los reyes. A Fernando le extraña la visita, y la recibe con semblante preocupado. Aunque mayor es su inquietud cuando Moraima lo pone al tanto de los planes de Aixa.
—¡Alteza, os lo juro! —implora la sultana de rodillas, a los pies del rey—. ¡Boabdil nada sabe de la traición que se prepara en Granada!
—Levantaos.
Moraima se postra aún más, si cabe.
—¡No lastiméis a Ahmed! ¡Vos también sois padre, tened clemencia!
Moraima rompe a llorar de pura impotencia. Fernando, haciéndose cargo de la gravedad de la situación, posa una mano sobre su hombro e intenta calmarla:
—No sufráis por vuestro hijo, no padecerá mal alguno.
Moraima asiente, agradecida.
—Confío en que mi esposo llegue a tiempo —solloza.
—Si lo consigue…, ¿podrá domeñar a su madre?
La esposa del emir no tiene respuesta para eso. Fernando calla. Eso mismo intuía. En ese momento la puerta se abre y entra Ahmed, seguido por dos guardias reales. Moraima y el niño se funden en un emocionado abrazo. Fernando se acerca a ellos y les dice:
—Os prometo que salvaremos la ciudad. Si hubiésemos querido destruir Granada, hace tiempo que sería nuestra…
Junto al capitán de su guardia y dos de sus leales, Aixa repasa un plano de la Alhambra en el salón del trono.
—Nada ha de quedar que sirva al infiel. No escatiméis pólvora, hemos de causarles el mayor daño posible.
Las puertas de la estancia se abren de repente. Boabdil, escoltado por sus soldados, irrumpe en el salón. Los hombres del emir rodean a Aixa y a los suyos, amenazándolos con sus armas. El amago de defensa del capitán le cuesta el brazo, que cae seccionado a sus pies por un tajo certero. Boabdil ordena a sus huestes que se lleven a los conspiradores. A solas, se encara a su madre. Pero Aixa, a pesar de la demostración de fuerza, a pesar del olor de la sangre derramada, no ceja en su empeño:
—Aún estáis a tiempo. ¡Defendeos de los cristianos y preparaos para luchar hasta la muerte!
El emir la da por imposible.
—Vuestra locura no ha hecho más que acelerar nuestro final.
Boabdil da media vuelta y va hacia la salida. Aixa lo persigue, furiosa.
—¡Traidor! ¡Cobarde! ¡Maldito el día que nacisteis de mi vientre!
De pronto, Aixa saca un puñal de entre sus ropas. Los soldados se lanzan sobre ella y la desarman sin dificultad, protegiendo al emir. Boabdil se gira hacia su madre.
—Intentadlo de nuevo y lo pagaréis con vuestra vida.
Boabdil y sus hombres la conducen a la misma alcoba en la que confinó a la esposa del emir. En su interior, Aixa gruñe y se esfuerza por zafarse de los soldados. Si pudiera arrancaría la yugular de su hijo con sus propios dientes, tal es el odio que desprende su mirada. Incapaces de reducirla, los militares la empujan sin contemplaciones hasta hacerla caer. Desde el suelo, indignada, ve salir a su hijo y a sus escoltas, que cierran la puerta tras de sí. Boabdil gira la llave dos veces. Desde dentro, Aixa golpea el panel con fuerza.
—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Cobarde! ¡Traidor! ¡Saldré de aquí! ¡No estoy sola! ¡No estoy sola!
El caudillo, echa a andar junto a sus hombres. Los golpes y gritos de Aixa acompañan su recorrido por el pasillo del palacio. Cuando el emir entra en su despacho se escuchan todavía, más lejanos. Boabdil atranca la puerta y deja de oír a su madre. Cierra los ojos unos momentos. Trata de recobrarse de la conmoción vivida. Después, se dirige hacia el escritorio y se sienta a escribir una carta. Le cuesta empezar. Es una decisión difícil y dolorosa. Por fin empieza a redactar la misiva:
—«Yo, Boabdil, emir de Granada, en mi nombre, en el nombre de los nobles, y en el de todo el común de la ciudad, hago entrega a sus altezas o a la persona que mandaren, con amor, paz y buena voluntad verdadera, de la fortaleza de la Alhambra y de la ciudad de Granada, su Albaicín y sus arrabales. Para que las ocupen en su nombre con su gente y a su voluntad».
El emir no puede reprimir un arrebato de cólera. De un rabioso manotazo tira del escritorio el cálamo y el tintero que estaba empleando. Desolado, se sujeta la cabeza entre las manos. Así permanece un buen rato. Después, toma de nuevo recado de escribir y continúa.
Al día siguiente, por orden expresa del emir, un capitán musulmán se arrodilla ante la reina Isabel para hacerle entrega de la misiva. Así permanece mientras la reina la lee:
—«Y que siendo entregadas las fortalezas, bajo su amparo, los dejarán en sus casas, haciendas y heredades para siempre jamás, respetarán sus mezquitas y no les perturbarán en sus costumbres, ni en sus leyes, ni en sus escuelas donde enseñan a los niños, ni en su religión».
Isabel interrumpe la lectura; su rostro relfeja una enorme emoción. Conmina al capitán a volver con su señor. Acto seguido, se santigua y camina emocionada hacia el despacho de Fernando con la rendición en la mano.
Allí el rey y sus más leales consejeros están planeando el último asalto a Granada. Ajenos a la presencia de Boabdil en la Alhambra, Cárdenas, Gonzalo Fernández de Córdoba, Andrés Cabrera, Gonzalo Chacón y el cardenal Mendoza intercambian pareceres sobre el mejor modo de abortar la estratagema de Aixa y rendir la ciudad.
—Si averiguamos dónde están las cargas podremos enviar una avanzadilla e impedir que estallen —propone Gonzalo.
Fernando niega:
—No disponemos de tiempo. Nuestra única ventaja es que no saben que conocemos sus planes.
La puerta del despacho se abre y entra la reina. En sus manos enarbola la carta de Boabdil, que ofrece a su esposo.
—Por fin, la rendición —anuncia.
Bajo la mirada radiante de Isabel, Fernando lee rápidamente el pliego ante la expectación de todos los presentes:
—«Y para cumplir adecuadamente con esta entrega es menester hacerla sin demora, para evitar revueltas y otros perjuicios».
Los reyes se dan un abrazo, emocionados. Luego Fernando se vuelve hacia sus consejeros y anuncia:
—Hoy mismo, al caer el sol, Boabdil nos franqueará la entrada de la ciudad para que tomemos la Alhambra.
—¿Podemos confiar en su palabra? —pregunta el marqués de Moya.
—Nunca arriesgaría la vida de su esposa y de su hijo —contesta Gonzalo.
—Ha conseguido frenar a Aixa —apunta Chacón—, mas pueden surgir otras conjuras.
—Cierto, no estaba sola… Tomaremos todas las precauciones posibles.
Fernando se dirige a Cárdenas:
—Vos iréis al mando. Tomad posesión de la Alhambra en nuestro nombre.
Este se inclina en una sentida reverencia.
—Gracias, alteza. No hay mayor honra para mí.
—Que se disparen tres cañonazos cuando vuestra misión haya concluido.
Fernando se vuelve hacia su esposa:
—Si os place, esperaremos juntos la señal convenida.
Isabel concede. Toma la mano de su esposo y la aprieta con fuerza. Todos comparten su emoción, conscientes del momento histórico que están viviendo.
Esa noche, un grupo de soldados cristianos capitaneados por Gutierre de Cárdenas llega a caballo ante las puertas de la Alhambra. La guardia del emir abre desde dentro. Gonzalo, Cárdenas, el cardenal Mendoza y Andrés Cabrera conducen a sus hombres hasta el patio de los leones. Junto a la fuente los espera Boabdil. Al verlos, el emir dirige sus pasos hacia el interior del palacio. Los nobles castellanos entran en el salón real, escoltados por un grupo de soldados.
Los cristianos, aunque lleven las armas enfundadas, están atentos a cualquier movimiento sospechoso. Boabdil, vestido con sus mejores galas, aguarda en el trono. Con su dignidad intacta, el emir hace una leve inclinación de cabeza, que es respondida por los recién llegados.
—Señores, procedamos.
Desde otra puerta, en el extremo opuesto de la sala, entra un reducido grupo de nobles nazaríes. Al ver a los cristianos frente a su emir desenvainan el acero. Los cristianos hacen lo mismo. Boabdil se dirige a sus hombres con firmeza inusitada:
—¡Deponed las armas! Granada ya no nos pertenece.
Los nazaríes, tras un tenso momento de duda, obedecen y dejan caer al suelo sus espadas, en señal de rendición. A una orden de Gonzalo, la escolta cristiana se apresura a hacerse con ellas. Cárdenas guarda su espada y agradece a Boabdil su intervención con una breve reverencia. Acto seguido, despliega un legajo y lee en voz alta:
—«En nombre de don Fernando y doña Isabel, por la gracia de Dios rey y reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar y de las islas de Canaria, conde y condesa de Barcelona y señores de Vizcaya y de Molina, duques de Atenas y de Neopatria, condes de Rosellón y de Cerdaña, marqueses de Oristán y de Gocíano, tomo posesión de este palacio, de esta ciudad y de este reino».
Boabdil hace una solemne reverencia, dando a entender su sumisión:
—Y yo os lo entrego.
Cárdenas lanza los vítores de rigor. Todos los cristianos lo secundan:
—¡Castilla! ¡Castilla! ¡Viva la reina! ¡Viva el rey!
A continuación, Gonzalo Fernández de Córdoba se acerca al emir.
—Hemos de inspeccionar el palacio y asegurarnos de que ya no hay peligro alguno.
—Mis capitanes os indicarán el camino hacia los torreones.
Dirigidas por Gonzalo, las mesnadas castellanas inician su despliegue. Cabizbajos, mientras se desarrollan los acontecimientos, los nazaríes rumian su resentimiento con la vista fija en el suelo. Boabdil mantiene la calma.
—Es voluntad de la reina que se libere de inmediato a todos los cautivos —señala Cárdenas.
—Así se hará. ¿Disponéis alguna otra cosa?
—Sí. —Cárdenas cede la palabra al purpurado—. Reverencia…
También ha sido voluntad de la reina Isabel que de inmediato se santifique el recinto musulmán. De ello se encarga el cardenal Mendoza, que bendice con su hisopo el palacio mientras reza para sí:
—Per signum crucis de inimícis nostris libera nos, Deus noster. In nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amen.
A su lado, un soldado porta una cruz. Cárdenas, Cabrera y el resto de los nobles y soldados permanecen arrodillados. El cardenal inicia el cántico. Todos lo acompañan:
—Te Deum laudamus: te Dominum confitemur. Te aeternum Patrem, omnis terra veneratur.
La voz del cardenal Mendoza se quiebra cuando se unen a ellos los cautivos cristianos recién liberados. Llegan sucios, desharrapados. Están famélicos, pero sonríen, abrazándose los unos a los otros con júbilo. Los cautivos se unen a los cánticos. Un fervor emocionado embarga a todos los asistentes.
—Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra majestatis gloriae tuae.
Boabdil es testigo de la escena desde un rincón alejado. A pesar de su aplomo, no soporta más la demostración de fe y se pierde hacia el interior de la Alhambra.
Hasta la alcoba de Aixa llega el eco del tedeum. Abatida, deduce que los cristianos han tomado la Alhambra. Desfallece y se deja caer al suelo, devastada y consumida por la amargura.
También en Santa Fe se reza, a la espera de escuchar la señal convenida. Isabel ora en silencio junto al príncipe Juan, fray Hernando y Torquemada. Damas y nobles la acompañan en actitud de recogimiento. Fernando y Gonzalo Chacón permanecen junto a la ventana, pendientes de los acontecimientos. El ruido de un cañonazo les produce un leve sobresalto. Los reyes se miran esperanzados. Llega el segundo cañonazo. Isabel se santigua, ilusionada, pero el tercer cañonazo se hace esperar. Los presentes se miran con cierta inquietud. Cuando el tercer cañonazo suena, Isabel cierra los ojos con emoción.
—Al fin.
Isabel se incorpora y se reúne con el rey. Fernando toma con afecto la mano de su esposa antes de dirigirse a los presentes:
—Hemos conseguido lo que tanto anhelábamos.
—La cristiandad recordará este día.
—Para mayor gloria del reino de Castilla y de Nuestro Señor. Alabado sea Dios.
Todo está preparado para que al día siguiente los reyes tomen posesión del reino de Granada. En la alcoba real de Santa Fe, de rodillas, en actitud piadosa y de sumo recogimiento, Isabel recibe la eucaristía de manos del cardenal Mendoza a primera hora de la mañana. Acto seguido, el cardenal Mendoza la bendice.
—Omnipotens sempiterne Deus, in cuius manu sunt omnium potestates et omnium iura populorum: respice benignus ad eos, qui nos in potestate regunt; ut ubique terrarum, dextera tua protegente, et religionis integritas, et patriae securitas indesinenter consistat. Per Christum Dominum nostrum.
—Amén.
En la sala de armas, el rey Fernando se ciñe la espada al cinto, con gesto grave y solemne. Gonzalo aparece en el umbral de la entrada:
—Es la hora.
Entretanto, bañado por las primeras luces del día, Boabdil mira a través de una ventana. Sale de su melancólico ensimismamiento al notar a su lado la presencia de un sirviente que le tiende un estuche repujado cerrado. Al tomar el estuche en sus manos se topa con la mirada severa de Aixa al fondo de la sala. Tan seguro está el emir de que la rendición no tiene vuelta atrás que ha decidido liberar a su madre. Boabdil se limita a apartar la mirada.
A pesar de brillar el sol, hace mucho frío este 2 de enero de 1492. Las puertas de la Alhambra se abren para dejar paso a Boabdil y a su séquito. El apesadumbrado emir dirige su montura hacia las afueras de la ciudad. Allí, los caballeros y soldados cristianos aguardan su llegada. Al llegar los reyes de Castilla y Aragón a caballo para unirse a sus mesnadas, el bando cristiano abre un corredor para dejarles espacio. Isabel y Fernando se colocan al frente de los suyos.
Arriba por fin Boabdil al lugar señalado. Con gesto contrito, hace ademán de bajar de su montura pero Fernando lo detiene con un gesto.
—Sois el soberano de Granada, no debéis humillaros ante nos.
Boabdil le sostiene la mirada un instante. Luego abre el estuche repujado y lo tiende hacia él.
—Tomad las llaves de mi ciudad, que yo y los que estamos dentro somos vuestros.
Boabdil hace entrega de las llaves. Fernando asiente en silencio y las toma. A continuación, se las da a Isabel.
—Mi señora…
Al pasárselas, rozan sus manos y se miran a los ojos.
—Complace más la gloria cuando se ha sufrido tanto para alcanzarla.
Isabel y Fernando se sonríen emocionados. Más tarde, Isabel, Fernando y su séquito penetran en el recinto amurallado de Granada. Las calles están desiertas. Ventanas y contraventanas permanecen cerradas. Todo está en silencio. El temor y la desconfianza hacia el invasor se han apoderado de la ciudad, precediendo su llegada.
Gutierre de Cárdenas, Andrés Cabrera y el cardenal Mendoza aguardan a sus señores. Solo los cristianos de Granada se han acercado a vitorear a los reyes.
Isabel y Fernando avanzan cogidos de la mano por las estancias de la Alhambra, seguidos por sus leales. Al llegar a la fuente de los leones se detienen y miran a su alrededor, sobrecogidos por tanta belleza.
—¡Qué hermosa construcción! —exclama la reina, y volviéndose hacia fray Hernando de Talavera, ordena—: Es nuestra voluntad que se erija una gran cruz en la Torre de la Vela.
—Habrá de verse desde el último rincón de la ciudad —añade Fernando—. Granada es cristiana, todos deben saberlo. Y enarbolad los pendones reales en lo alto de la torre, al lado de la cruz.
Esa misma tarde, extramuros, Boabdil se reúne con Ahmed y Moraima. Emocionado por el reencuentro, desmonta y abre los brazos en dirección a su hijo.
—Doy gracias a Alá. Venid conmigo, hijo mío…
Pero el heredero de un reino que acaba de perderse permanece cabizbajo. Boabdil interroga con la mirada a Moraima.
—No se lo toméis en cuenta, os lo ruego. Son momentos muy difíciles para todos —alega la esposa.
Aixa, tras ellos, observa la escena, rencorosa. Boabdil va a volver a montar cuando Ahmed llama su atención:
—¿Qué va a ser de nosotros? ¿Dónde iremos ahora?
—Nos estableceremos al sur. En un castillo situado en Al Busherat, donde no habrá de faltaros de nada.
—Y ese lugar, ¿es digno de un rey?
Moraima va a reprender al príncipe destronado, pero Boabdil se anticipa:
—No son los palacios quienes dignifican a los reyes. Son los reyes quienes los honran con su presencia.
Ahmed, no del todo convencido, echa a andar hacia su montura junto con su madre. El exiguo séquito que acompaña al emir emprende la marcha. Boabdil queda rezagado, contemplando la Alhambra en la distancia. Desde su posición puede ver cómo los vencedores elevan la cruz sobre una de las torres. Mira la ciudad perdida por última vez, sin poder evitar las lágrimas. Aixa, antes de espolear su montura, recrimina despectiva a su hijo:
—Llorad, llorad como una mujer lo que no supisteis defender como un hombre.
Dicho esto, reanuda la marcha. Boabdil, recomponiéndose, con el gesto endurecido, enfila sus pasos en dirección a Al Busherat.
Los reyes, acompañados por los hombres poderosos de Castilla y Aragón que han participado en la toma de Granada, se reúnen en torno a una gran mesa al atardecer. Quien la viera tan ricamente dispuesta, repleta de platos, fuentes con comida y jarras de vino, no creería que en Granada decenas de sus pobladores han sucumbido al hambre y las penalidades. Fernando cruza una mirada de satisfacción con Isabel, que está sentada a su izquierda. Gonzalo Chacón flanquea a la reina por la izquierda y Gutierre de Cárdenas ocupa un asiento a la derecha de Fernando. Este se dirige a su esposa en voz baja:
—Todo el mundo espera vuestras palabras…
Isabel sonríe y se pone en pie. Chacón golpea una copa para atraer la atención de los invitados. Todos callan. Observan a su reina, expectantes y satisfechos.
—Largos años de guerra han transcurrido para que hoy podamos celebrar nuestra victoria sobre el infiel…
Fernando aplaude y desencadena los aplausos y los vítores del resto de los comensales. Isabel, dichosa, les pide calma gesticulando con las manos.
—No hubiera sido posible sin la determinación y la fe de todos los presentes… Y sin el sacrificio de los que entregaron sus vidas por Dios y por Castilla.
El gesto de los reunidos se endurece al evocar a los caídos.
—Hoy envidio a todos ellos, pues tienen el privilegio de celebrar esta victoria junto a Nuestro Señor.
Isabel toma su copa y la levanta. Los invitados imitan el gesto de la reina y se incorporan.
—Como reina de Castilla prometí que haría todo cuanto estuviera de mi mano para que este día llegara. Mucha ha sido la sangre vertida en este combate que ha durado siglos. Pero ha querido la Providencia que la más longeva de las batallas termine con la mayor de las victorias. Demos gracias al Señor por permitirnos vivir este día que recordará la Historia y permanecerá en la memoria de la cristiandad entera.
Entretanto, Fernando se ha girado hacia Cárdenas, con disimulo, para hablarle confidencialmente:
—Al despuntar el día partiréis hacia Francia. Llevaréis un ultimátum para que la Cerdaña y el Rosellón me sean devueltos.
En el mismo tono reservado, un sorprendido Cárdenas contesta:
—Con todos mis respetos, señor. ¿Pensáis que es momento de iniciar una nueva contienda?
—Confiemos en que no sea necesario… Pero si Francia nos declara la guerra, Aragón habrá de defenderse… Y Castilla se verá forzada a respaldarme.
Ajena a la conversación, Isabel se vuelve hacia Fernando requiriendo su atención. El rey sonríe y disimula levantando su copa.
—¡Brindemos por nuestra victoria! ¡Por Castilla y por Aragón!
La cena de fray Hernando ha sido frugal, como acostumbra. Ni siquiera la derrota del moro le hará modificar sus hábitos. Además, en la fortaleza conquistada hay cosas que le interesan más que los manjares del banquete. Los libros que el emir no ha podido llevarse consigo, por ejemplo. El jerónimo los estudia con deleite. Hojea un ejemplar del Corán cuando fray Tomás de Torquemada irrumpe, sobresaltando a Talavera. Fray Hernando deposita el libro y sigue examinando otras obras de la biblioteca. Torquemada se acerca a él. Se fija en el Corán y lo toma en sus manos.
—Habéis de saber que lo que sostenéis en vuestras manos es el libro sagrado del infiel —musita Talavera sin mirar al inquisidor, con un deje irónico.
Torquemada no parece impresionado.
—¿Acaso entendéis lo que aquí se dice?
Talavera asiente. El dominico arroja el libro a la mesa con desprecio.
—Empleáis el tiempo en conocimientos inútiles.
—No lo creo. No hago sino cumplir el mandato de Jesús, pues todo conocimiento es una forma de amor hacia el prójimo.
—De nuevo os equivocáis. El Señor no aprueba la lectura de estos libros infieles, así como tampoco la sensualidad insultante de este palacio.
Torquemada pasea su mirada despectiva por los estucos y atauriques de la estancia.
—Confío en que la reina erija una catedral sobre los cimientos de este lugar endemoniado. Nada debería quedar de todo esto.
—Gracias a Dios, la reina admira la belleza de este lugar…
—Bien sabe el Maligno cómo debilitar la voluntad de los hombres, por ello hemos de mostrarnos implacables.
Talavera mira compasivamente al inquisidor y menea la cabeza en señal de desaprobación.
—Os ciega el odio, fray Tomás…
—Y a vos la condescendencia, por lo que jamás nos pondremos de acuerdo. Os informo de que he escrito al Papa para que permita utilizar el dinero de la bula con el fin de instaurar la Santa Inquisición en Granada.
—¿Cómo decís?
—Su Santidad verá el gesto como la culminación de la guerra contra el infiel.
Talavera se enfrenta impasible a la mirada del ufano fray Tomás.
—Deberíais haberme consultado, pues el sobrante de la bula ya no existe.
Larga ha sido la velada. Cuando llega por fin la hora de dormir, Catalina recoge la ropa de la reina mientras Isabel reza arrodillada, con las manos juntas, en la alcoba que ha tomado para sí en el palacio. La reina cierra los ojos para concentrarse en los rezos, pero un cántico llega hasta ellas desde el exterior. Es una de las llamadas a la oración que el almuédano lanza desde el alminar de la mezquita. Isabel interrumpe su rezo, turbada. Se incorpora y se asoma a la ventana. Catalina se une a ella.
—¿Oís lo mismo que yo oigo?
Isabel asiente, aprensiva. Catalina se estremece.
—Es un canto fantasmal. Una letanía del más allá.
—Hiela la sangre, es cierto…
Catalina no se despega de la reina, temerosa. Isabel la toma de la mano.
—Nos recuerda que este lugar todavía no nos pertenece, que nos hallamos en tierra extraña.
Ambas escuchan la llamada al rezo por unos segundos.
—Pues, señora, algo habrá de hacerse, o jamás podré conciliar el sueño…
—Ordenaré que cuelguen campanas de todas las torres. Que repiquen sin descanso cuando suenen sus cantos.
Catalina asiente rápidamente repetidas veces y se santigua.
—Por mucho ruido que hagan las campanas, mejor dormiré con ellas que con esas voces…
El día siguiente pasa deprisa. Jornada de traslados, cambios y disposiciones. Fernando repasa junto a un escribano el reparto de prebendas y honores a ciertos caballeros en compensación por el esfuerzo bélico. Ante él se presenta Isabel. Viene muy seria. Fernando no levanta la cabeza de los legajos.
—Parecéis contrariada…
—¿Podéis explicarme el propósito del viaje de Cárdenas a Francia?
Fernando hace un gesto al escribano y este abandona al instante el lugar, llevándose algunos documentos. El soberano contesta impasible a su esposa:
—Ha ido a exigir del rey Carlos la devolución de los condados catalanes.
—¿Y si no acepta?
—Mi espada está presta para la batalla.
A diferencia de Fernando, Isabel pierde su temple:
—¡No hay dinero para otra guerra!
—Si Francia nos amenaza, Talavera no tendrá más remedio que concedernos el dinero de la bula.
Isabel comprende la estratagema, lo cual no aplaca su enfado. Al contrario, alimenta su furia:
—¡Solo veláis por vuestro propio interés!
Isabel le da la espalda. Fernando, harto, la retiene:
—Lo he dado todo por Castilla, ¡de sobra lo sabéis! ¡Y así seguirá siendo! ¡Enteraos de que los problemas de Aragón también son vuestros!
En ese momento Torquemada entra, evidentemente irritado.
—Altezas, fray Hernando de Talavera ha desviado los fondos de la cruzada, quién sabe para qué fines. Se niega a revelar en qué ha gastado el dinero.
Fernando reacciona con estupor ante la desaparición de un dinero con el que ya contaba. Los reyes necesitan unos instantes para asimilar la acusación de Torquemada. De pronto, Fernando sospecha que algo tiene que ver su esposa en la volatilización del excedente.
—¿Sabéis vos algo de esto?
Isabel sostiene la mirada acusadora de Fernando, pero no contesta. El enfado del rey es mayúsculo.
—¿Qué tramáis vos y vuestro confesor? ¿Habéis dado a Colón ese dinero sin consultarme?
—Nada tengo que deciros —musita la reina—. Y ahora, si me excusáis, tengo asuntos más importantes que atender…
Una vez ha salido Isabel, Fernando golpea la mesa con el puño, ante la mirada desconcertada de Torquemada.
La reina se dirige de inmediato al encuentro de fray Hernando. Lo halla, como pensaba, disfrutando de la biblioteca del emir.
—Fray Hernando, deseo aclarar un incómodo asunto con vos.
Talavera calla, cauto, pues intuye de qué se trata.
—Torquemada os acusa de haber usado el dinero de la bula en vuestro propio beneficio.
—Y vos, ¿dudáis de mí?
—Por supuesto que no. Habéis mentido a fray Tomás, ¿no es cierto?
Talavera asiente y se persigna:
—Que Dios me perdone…
De no ser un asunto de tan hondo calado, Isabel sonreiría ante el ardid del jerónimo.
—Sois capaz de caer en el pecado con tal de evitar que la Inquisición se instaure en Granada —sugiere la reina.
Fray Hernando suspira. Lo admite:
—Sus gentes merecen una oportunidad que Torquemada no les concederá.
—Pero fray Tomás parece dispuesto a denunciaros ante Roma. Si lo hace, solo dispondréis de dos opciones: reconocer que aún tenéis el dinero y entregárselo…
—O admitir la sisa ante el Papa y asumir el castigo —completa el fraile, con cierta desazón—. No sé bien qué es peor…
Isabel deja que el fraile saboree unos instantes el peligro de caer en desgracia.
—Estáis en un brete, fray Hernando… Del que yo os puedo sacar.
—¿Cómo?
—Financiad con ese dinero la expedición del genovés y contaréis con mi protección.
Isabel ha planteado el trueque sin parpadear siquiera. Talavera titubea e Isabel insiste, persuasiva:
—No os propondría tal cosa si no creyerais que es una gran oportunidad para extender el Evangelio.
—Sin embargo, ambos sabemos que priman intereses más mundanos en esa expedición.
—¿Preferís que Granada caiga en manos de Torquemada?
Talavera lo medita. Niega al momento, resignado:
—Prometedme que respetaréis las religiones que ahora se profesan en Granada y que no impondréis vuestra fe. Prometédmelo y Colón tendrá su dinero.
—Tenéis mi palabra.
Talavera hace una leve reverencia. Isabel da por despachado el entuerto y se dispone a marchar. Entonces Talavera inquiere:
—¿Y el rey? ¿No montará en cólera cuando se entere?
La reina ni siquiera se detiene para contestar:
—Fernando vela por sus intereses como yo lo hago por los míos.
No obstante, fray Tomás de Torquemada no es perro que abandone la presa fácilmente. Talavera se ha interpuesto en su camino con malas artes y el dominico desea hacérselo pagar.
—Os aseguro que fray Hernando recibirá el castigo que merece.
La amenaza del inquisidor resuena en los corredores de la Alhambra por encima del ruido de sus enérgicas pisadas. A pesar del enojo que el rey siente contra el jerónimo y contra su propia esposa, Fernando lo reconviene con severidad:
—Tomad conciencia de lo que decís. ¡Estáis hablando del confesor de la reina!
—Será en Roma donde tomen conciencia de cómo se están haciendo las cosas.
Fernando, molesto, se contiene. No tiene ánimo para abrir otro frente. Imprudente, Torquemada se crece ante el silencio del monarca:
—La reina y vos os jactáis de vuestra fe, pero el Papa habrá de saber de vuestro relajo.
—Medid vuestras palabras —gruñe Fernando.
—¿Acaso no toleráis a los infieles? ¿Acaso no fomentáis que la ciudad se llene de judíos?
Fernando se detiene y encara al inquisidor:
—¿Qué cuento es ese? ¿Quién nos acusa de tal cosa?
—Ha corrido la voz de que los infieles no sufrirán persecución, y judíos de todo el reino ya vienen de camino.
Fernando encaja la noticia con preocupación.
—¿Estáis seguro de lo que decís?
—Mucho queda todavía para purificar vuestros reinos, por más que no queráis aceptarlo. A los musulmanes podréis echarlos al mar si os place, mas los judíos están diseminados por villas y ciudades. Son el verdadero peligro para nuestra fe, ¡el origen de todas las herejías!
—Miente quien diga que permitiremos que Granada se convierta en refugio de herejes —afirma tajante el rey.
—Y sin embargo impedís que implante la Inquisición.
—Fray Tomás, es nuestro deseo que Castilla y Aragón vivan en la única fe verdadera, vos lo sabéis.
Torquemada escucha, escéptico. Fernando se exaspera:
—¡Por Cristo bendito! ¡Hemos vertido sangre, hemos sacrificado hombres y fortunas contra el infiel!
—No basta. Debéis extirpar el mal de vuestros reinos. Contaréis con todo mi apoyo y el de Roma si así lo hacéis.
—Pretendéis que Castilla y Aragón cambien de un día para otro… Mala consejera es la impaciencia para un gobernante. Preguntad al Papa —ironiza el aragonés.
—Vos podéis lograrlo. Vencido el Islam, que sepan los judíos que ahora es su turno. Escarmentadlos. ¡Es el momento!
Fernando lo piensa. Torquemada se da cuenta y juega su última baza:
—¿Vais a dejar pasar la oportunidad de que Roma os considere los mejores valedores de la cristiandad?
Fernando empieza a asimilar los aspectos positivos de la idea.
—Y según vos, ¿qué habríamos de hacer para conseguirlo?
A pesar de su enfado, a pesar de sus diferencias de criterio, Fernando traslada a Isabel la amenaza de Torquemada de empañar ante Roma la imagen de su reinado, así como el modo que el inquisidor plantea para lograr el efecto contrario. Isabel reacciona, atónita:
—¿Expulsar a los judíos? ¿Por qué motivo? Viven desde hace siglos en nuestros reinos.
—Cierto… Pero su condición es distinta a la de otros súbditos. ¿No es así, don Gonzalo?
Gonzalo Chacón lo confirma:
—Jurídicamente no son parte del reino, tan solo son moradores de Castilla. Un pueblo aparte al que se le permite vivir en vuestros territorios.
Isabel no ve motivo suficiente para tomar una medida tan drástica y devastadora.
—Hay judíos entre nuestros recaudadores de impuestos, sus préstamos han financiado muchas de nuestras empresas…
—Su lealtad a la Corona está fuera de toda duda, nadie lo discute —afirma Fernando.
—Y no son pocos los negocios que pasan por sus manos —añade Isabel—. ¿Vamos a rechazar a quienes nos favorecen?
Gonzalo Chacón interviene:
—Lo cierto es que de Francia, Inglaterra y Austria han sido expulsados. Y los reinos no han perdido prosperidad.
Fernando recuerda a Isabel uno de los principios fundamentales que inspiran su reinado desde sus inicios:
—¿No es cierto que al amparo de una sola fe será más fácil conseguir la unidad que ansiamos?
—Sabéis que en eso nunca hemos estado en desacuerdo…
Isabel cavila unos instantes, digiriendo la propuesta:
—Es cierto que el odio hacia los judíos está más vivo que nunca.
Chacón asiente:
—De poco ha servido señalarlos o confinarlos en las aljamas… Ninguna de las medidas aprobadas en las Cortes ha calmado los ánimos.
—Cada cierto tiempo hay una revuelta contra ellos —señala Fernando—. Pondríamos fin a los disturbios.
—No os falta razón… Pensando en la paz de Castilla, la expulsión sería beneficiosa —admite Isabel.
—Y necesitamos el favor de Roma…
—Hemos librado la mayor y más costosa cruzada contra el infiel. ¿Por qué iba a negarnos Roma su apoyo?
—Quizá Su Santidad dude, ahora que os habéis quedado con parte del dinero de la bula…
Isabel baja la vista, culpable. Fernando la tranquiliza:
—La expulsión apaciguará a Torquemada. Dejad de mi cuenta impedir que informe al Papa.
Isabel piensa por unos instantes. Por fin, se decide:
—Solo os pongo una condición. Que sea yo quien dicte los términos de la expulsión. No permitiré que Torquemada campe a sus anchas…
Isabel ha encomendado a fray Hernando de Talavera que comunique a Cristóbal Colón la novedad: ya se han destinado fondos para sufragar su expedición. El genovés, como es natural, no cabe en sí de dicha. Probablemente es la única persona implicada que no pregunta por el origen de una suma que hasta ahora le ha sido vedada.
—Mi corazón no puede albergar mayor felicidad —clama el navegante ante la reina—. Os aseguro que no habréis de arrepentiros de vuestra decisión.
—¿Podríais explicarnos de qué modo procederéis?
—Alteza, lo primero será encontrar las mejores naves posibles. En el puerto de Palos me han hablado de tres carabelas…
—¿Tres naves para una sola expedición? —interrumpe Talavera, extrañado.
—Que habré de aprovisionar con víveres. Quiero a los mejores marinos, por ello hemos de fijar las cuantías disponibles cuanto antes.
A Isabel le molestan ciertas premuras.
—Presto os halláis a meter la mano en las arcas de la Corona.
—¿Acaso no teníais previsto tratar mis condiciones económicas en este encuentro?
—¿Vuestras condiciones? Si nada arriesgáis, nada debéis percibir.
—¡Arriesgo mi vida!
—¿Tan poco confiáis en el éxito de vuestro viaje?
Colón apacigua su malestar. Isabel respira hondo. Se dispone a negociar con el genovés sin acritud:
—Decid, ¿cuáles son vuestras demandas?
—Señora, me declaro vuestro vasallo, así como lo han de ser todas las tierras descubiertas, a cambio de percibir las rentas asociadas a mi posición.
—¿Qué posición es esa?
—La de virrey sobre todas las islas y tierra firme que descubriera o ganase.
Isabel y Talavera se miran entre ellos, sorprendidos.
—¿Pretendéis optar a la más alta nobleza castellana por un simple viaje? Rebajad vuestras exigencias, si estimáis nuestro apoyo.
—Compensad vos debidamente los bienes que aportaré a vuestro reino. Si no os conviene, hacédmelo saber, ya que a otros reinos también les interesa mi expedición.
El tan querido recurso a la amenaza del navegante solivianta a Isabel:
—Por el amor de Dios, genovés, no me pongáis a prueba, o vuestra ambición y vuestra insolencia acabarán con el viaje antes de partir.
—En ese caso, nada más hay que añadir.
El marino hace una rápida reverencia, da media vuelta y sale de la estancia. El disgusto de la reina compite con el asombro que le provoca la petulancia del insensato explorador.
Isabel rumiaba su decepción cuando Fernando se ha reunido con ella en la alcoba.
—Estaréis satisfecho… Colón ya no os disputa el dinero para guerrear contra Francia.
El rey percibe al instante el malhumor de su esposa.
—¿Qué satisfacción podría causarme veros así?
Fernando se aproxima a Isabel, pero ella se aparta, de malos modos. La reacción de su esposa deja a Fernando paralizado. Isabel se arrepiente de inmediato:
—Perdonad, sabéis bien…
—Cuánto significaba ese proyecto para vos —completa el rey, comprensivo.
Isabel mira a los ojos de su esposo, afligida.
—Fernando, ¿qué nos está ocurriendo?… —Isabel señala en derredor—. ¿Somos incapaces de disfrutar de lo que hemos logrado?
La pregunta hace mella en Fernando. La reina recapitula los hitos de su reinado:
—Los nobles están a nuestro servicio, y no al revés; vivimos en paz con Portugal; hemos conquistado Granada…
—Sí, quizá sea hora de solazarnos.
—Y sin embargo… ¿Dejaremos algún día de pensar en el futuro para saborear el presente?
Fernando suspira antes de contestar:
—Hemos llegado hasta aquí porque nunca dejamos de mirar al frente. Está en nuestra sangre… Nacimos para ello.
—Y en ocasiones nos convierte en rivales. Eso es algo que no deseo.
Fernando se acerca a Isabel y le acaricia el rostro. Coloca sus labios sobre los de ella y la besa suavemente, con ternura.
—¿Acaso besaríais a un rival?
Isabel esboza una sonrisa y abraza con fuerza a Fernando. El repicar de las campanas de la ciudad rompe el silencio en la alcoba. Isabel se emociona:
—Oíd… Es la primera vez que doblan las campanas en esta Granada nuestra.
—Que no dejen de repicar, nos recordarán que nada hay que no podamos lograr juntos…
Isabel asiente y besa de nuevo a su esposo, con el tañido entusiasta de las campanas de fondo.
La reina ha llamado a capítulo a fray Tomás y a fray Hernando. Ninguno de los dos conoce el motivo del requerimiento. Aunque no lo mencionen, suponen que la soberana tratará de conciliar sus pareceres y sofocar su enconado enfrentamiento. Se equivocan.
—Os hago saber que tanto Fernando como yo hemos acordado expulsar de nuestros reinos a los judíos.
Talavera no da crédito a lo que escucha. Torquemada deja entrever una sonrisa de satisfacción.
—Sabia decisión, alteza.
—¡Silencio! No he terminado.
El dominico calla. Por cortante que sea el tono de la reina, no va a arruinar su gozo. Isabel prosigue:
—Serán expulsados todos los judíos que no accedan a abrazar la fe cristiana.
Torquemada sonríe, antes de apuntar con la condescendencia propia de un catequista resabiado:
—Vos sabéis que el judío es obstinado. No se convertirá.
—Señora, no se puede obligar a nadie a ser cristiano —recuerda Talavera—. Serán falsas sus conversiones y…
Isabel interrumpe al fraile con firmeza:
—Serán almas ganadas a nuestra fe. La Corona, y solo la Corona, decidirá las condiciones de la expulsión. Esa es nuestra voluntad y como tal habrá de ser acatada.
Concluida la audiencia, fray Hernando de Talavera hace lo imposible por cambiar el punto de vista de Isabel. Da alcance a la reina en uno de los pasillos y la sigue.
—Señora… Por favor, escuchadme…
—Ya habéis oído. Es una decisión inapelable.
—Alteza, os lo ruego… Prometisteis tolerancia a cambio del dinero de la bula.
—No hay mayor tolerancia que la de admitir a todos aquellos que deseen ser cristianos.
Talavera niega:
—El miedo los impulsará a convertirse y no el amor a Nuestro Señor.
—Eso será más de lo que habéis conseguido vos en todos estos años.
Talavera se para mientras la reina sigue su camino. Las palabras de Isabel lo han herido:
—Si en tan poco aprecio tenéis mi labor, ruego me dispenséis de seguir junto a vos.
La solicitud del jerónimo, expresada con voz firme y clara, provoca que sea la reina quien se vuelva hacia él. Talavera continúa:
—Fray Tomás será buen consejero para satisfacer vuestros propósitos… Y mejor confesor para aliviar vuestros remordimientos.
A Isabel le duele la admonición. Pero acepta el desafío:
—Si es vuestra voluntad abandonar la corte, que así sea.
Talavera hace una breve reverencia a la reina y se aleja por el corredor, ante la mirada resentida de Isabel.
El 31 de marzo de 1492, en nombre de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón, fray Tomás de Torquemada hace lectura pública ante la corte del edicto de expulsión. Los reyes refrendan el acto con su presencia.
—«Habiendo habido sobre ello mucha deliberación, acordamos de mandar salir a todos los judíos de nuestros reinos, sin que tornen jamás, ni vuelvan a ellos…».
Torquemada, satisfecho, levanta la vista hacia el auditorio. Entre los rostros de los cortesanos, se topa con el de Abraham Seneor. El anciano rabino está perplejo. Nada en Granada es como había previsto.
—«So pena que si no lo hicieren —continúa Torquemada—, incurrirán en pena de muerte, sin otro proceso, sentencia ni declaración, hasta el fin del dicho mes de julio. Yo el rey. Yo la reina».
Fray Hernando de Talavera y Abraham comparten la vergüenza y el dolor del momento, mientras el inquisidor Torquemada alza el documento firmado por los reyes para que todos lo vean. Al fondo de la sala, Andrés Cabrera tiene la mirada fija en el suelo.
—No os equivoquéis, nuestra alianza jamás implicó que no aspirase a que abrazarais la fe verdadera.
Abraham inclina la cerviz, desolado. Isabel y el marqués de Moya han tenido el detalle de recibir al rabino para informarle de los pormenores del edicto. Andrés Cabrera mantiene una expresión tan neutra como la de los cristos que se pueden ver en las fachadas de las viejas iglesias centenarias.
—Señora, no pretendo que revoquéis el edicto —asegura Abraham Seneor—, tan solo poder negociar con vos.
—¿Negociar una cuestión de fe?
El rabino asiente:
—Ha llegado a mis oídos la necesidad de algunos dineros por parte de la Corona… Para financiar un formidable viaje hacia las Indias.
—Querido Abraham —tercia Cabrera—, resultaría demasiado oneroso incluso para vos.
Abraham niega, insistente:
—Estoy dispuesto a ofreceros la cantidad requerida, a cambio de que dicho edicto pueda estar sujeto a interpretación.
—Siento comunicaros que la expedición ha naufragado antes de partir —informa Isabel, amargamente.
—Si el impedimento es económico, decidme cuál es el monto total del que estamos hablando, y os aseguro que rebasaré dicha cantidad con creces…
Cabrera evita mirar a su pariente. La reina calla. No obstante, la propuesta del rabino germina en su ánimo. Cuando apenas se ha secado la tinta con la que ha firmado el edicto, Isabel convoca a Torquemada para cotejar las posibilidades de interpretación de las medidas que contiene. El inquisidor responde condescendiente a las dudas de la reina:
—Pero, señora, ¿no es bastante prueba de misericordia permitirles que eludan la expulsión convirtiéndose? ¡Ningún judío es más que otro!
—Pero unos favorecen más que otros a la Corona. Sería injusto colocarlos a todos en el mismo cesto.
Fray Tomás resopla, sin el menor deseo de ocultar cuánto le importunan los titubeos de la soberana.
—¿Y qué proponéis?
—Que mediante el pago de cierta cantidad, algunos de ellos puedan permanecer en nuestros reinos o, cuando menos, abandonarlo en mejores condiciones.
—¡Ni un solo judío debe quedar en Castilla! Así lo habéis firmado.
—Todo se puede matizar.
—Todo menos la herejía —afirma Torquemada, tajante—. A la que se debe perseguir hasta borrarla de la faz de la Tierra. Así lo entiendo yo y así lo entienden en Roma.
La alusión a Roma no es inocente. Así lo entiende también Isabel, a quien fray Tomás se atreve a plantar cara a la sombra del presunto amparo vaticano. Definitivamente, el inquisidor se ha convertido en un problema.
Entretanto, el edicto de expulsión es comunicado a la población, de villa en villa y de plaza en plaza. En la aljama de Granada, un pregonero sostiene bien alto entre sus dos manos el pliego con el edicto. Lo lee con voz estentórea ante el grupo de hombres y mujeres congregado en torno a él:
—«En el Consejo de hombres eminentes y caballeros de nuestro reinado, después de muchísima deliberación, se acordó en dictar el siguiente edicto».
Moisés Seneor llega hasta la plaza. Descubre al grupo reunido en torno al pregonero y se acerca a uno de los presentes.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
El hombre le hace un gesto seco con la cabeza para que atienda.
—«Todos los judíos y judías deben abandonar nuestros reinados y que no les sea permitido nunca regresar. Ordenamos además a los judíos y judías de cualquier edad que partan con sus hijos e hijas, sirvientes y familiares de todas las edades sin poder llevar consigo, oro ni plata, caballos o armas, además de haberse desprendido del resto de sus bienes. Si algún judío que no acepte este edicto es encontrado en estos dominios o regresa, será culpado a muerte. Y hemos ordenado que ninguna persona en nuestro reinado sin importar su estado social incluyendo nobles esconda o guarde o defienda a un judío o judía ya sea públicamente o secretamente desde fines de julio y meses subsiguientes en sus hogares o en otro sitio en nuestra región con riesgos de perder como castigo todos sus feudos y fortificaciones, privilegios y bienes hereditarios».
Moisés ya ha oído bastante, y marcha abatido hacia su casa.
A su regreso del país vecino, Gutierre de Cárdenas informa al rey con una sonrisa en los labios, pues trae novedades que agradarán a su soberano:
—El rey de Francia está dispuesto a pactar con la Corona de Aragón y evitar así la confrontación.
—¿Devolverán la Cerdaña y el Rosellón sin exigir nada a cambio?
—Solamente una condición: debéis absteneros de intervenir en Italia.
La noticia satisface a Fernando. Los condados, tanto tiempo anhelados, están ya al alcance de su mano. No obstante, la condición propuesta por Carlos de Francia deja un regusto amargo.
—No tiene más derechos el rey francés sobre Nápoles que el heredero de Ferrante, por bastardo que este sea.
—Por supuesto que no, alteza, pero en estos momentos, tras la contienda en Granada, deberíais ceder —aconseja prudentemente el noble—. Ya habéis conseguido lo más importante.
Fernando medita unos instantes. A Gutierre de Cárdenas no le falta razón.
—Pactaré. Tiempo habrá de desdecirse…
Fernando y Cárdenas cruzan una sonrisa cómplice. El noble apoya la resolución del aragonés:
—Yo mismo redactaré las condiciones.
Fernando da su consentimiento. Cárdenas hace ademán de retirarse, pero cae en la cuenta de algo:
—Olvidaba esto, mi señor… Son varias misivas del marino Cristóbal Colón.
Gutierre de Cárdenas entrega al rey varias cartas que llevan el lacrado roto. Fernando comienza a leerlas para sí.
—Tuve la oportunidad de arrebatárselas al enviado del rey Carlos.
—Según esto, las negociaciones entre el genovés y Francia están a punto de cerrarse.
—Desde luego eso es lo que parece.
Fernando termina la lectura y queda pensativo. Va en busca de su esposa y le relata el acuerdo previo sobre los condados alcanzado al otro lado de los Pirineos. Isabel se santigua, sinceramente alegre.
—Doy gracias a Dios por evitar la guerra con Francia y os felicito. Por fin recuperaréis vuestros territorios, como tanto ansiabais.
—Solo siento que no lo haya podido ver mi padre.
—Nada hay más cierto que todo se obtiene con tesón y determinación.
Fernando sonríe.
—Vos lo habéis demostrado en Granada, ahora podéis hacerlo con las Indias. Emplead el dinero de la bula en la expedición de Colón. Tenéis mi bendición —ironiza el rey.
A Isabel le sorprende el cambio de actitud de su esposo.
—Acordaos de la soberbia y las pretensiones del marino, ya no es un problema de dinero.
El rey insiste:
—Pensad que si triunfa, ese viaje habrá de traernos más beneficios que otra cosa.
Isabel abraza a Fernando.
—No sabéis la dicha que me procuráis. Esto ayuda a compensar mi decepción con los judíos.
—¿Decepción? Abandonan el reino por decenas.
—Sin que apenas se produzcan conversiones —apostilla Isabel, mohína.
—Eso solo confirma las palabras de Torquemada. Los judíos jamás renegarán de su fe.
—¿Y no nos sería más beneficioso el ejemplo de alguna conversión notable?
—¿En qué estáis pensando?
Isabel calla un momento y sonríe.
—Que venga Cabrera.
Isabel ha trasladado al marqués de Moya su idea. La Corona necesita que un destacado miembro de la comunidad judía abrace la fe verdadera. Que el acto sirva de ejemplo para quienes dudan, ofreciéndoles a la vez estar en paz con Dios y, por supuesto, la garantía de que no habrán de abandonar el reino. Para lograr esa conversión ejemplar, la reina propone al candidato idóneo y otorga a Andrés Cabrera permiso para negociar la compensación.
Eso no evita que exista tensión e incomodidad entre Andrés Cabrera y Abraham Seneor cuando el marqués recibe al rabino en su despacho.
—Mi señora os tiene en gran aprecio. Hasta el momento, vuestra fidelidad y lealtad hacia la Corona es incuestionable.
El rostro de Abraham refleja un atisbo de esperanza. Cabrera prosigue inalterable:
—Como recaudador del reino, nada se os puede reprochar y presto acudisteis al servicio de Castilla siempre que se os requirió.
—Mil veces más lo haría por sus reyes.
—La reina lo sabe y por ello desea ofreceros la oportunidad de cumplir el mayor acto de lealtad posible hacia ella.
—Pedid y Abraham Seneor nuevamente os satisfará.
A Cabrera le cuesta formular la petición, aunque hace por disimularlo:
—Convertíos entonces, dando ejemplo a más ilustres y leales judíos como vos.
Al rabino la propuesta le deja perplejo. Venía dispuesto a comprar su salvación, no a vender su alma.
—Pensad que quien decida seguir vuestros pasos no se verá abocado a marchar entre penurias.
Abraham titubea. Cabrera oculta cuánto le duele arrinconar a su anciano pariente.
—Sabemos que no es decisión fácil —reconoce el marqués—. Pero tened presente que vuestra conversión os asegura un puesto en el Consejo Real, entre otros cargos.
Mencionada la compensación, Cabrera clava su mirada en el rabino, que no parece convencido. Entonces cambia el tono, más franco y menos formal, pero más apremiante:
—El destino de los judíos en Castilla está escrito. Llevo años barruntándolo, vos lo sabéis. Hoy es una realidad. Aceptad mi consejo: plegaos a los designios de la reina, pues nada podréis contra ellos.
Abraham Seneor baja la vista, meditabundo. En verdad el fin de la guerra en Granada ha desatado vientos de cambio en Castilla. Habrá de decidir si se opone a la corriente o se deja barrer por ella.
Cristóbal Colón ha sido interceptado camino de la frontera pirenaica. Soldados del rey de Aragón lo conducen ante Pierres de Peralta. Al lado del navarro se encuentra el escribano de ración Luis de Santángel. El navegante encara con insolencia al consejero de Fernando:
—¿Cómo es posible que supierais de mi viaje?
—Las noticias vuelan…
—¿Y de qué debo responder? ¿Acaso estoy arrestado? ¡No soy un prófugo!
—Por favor, don Cristóbal, mejorad vuestros modales. Os encontráis ante el hombre que va a hacer posible vuestra idea.
Peralta señala a Luis de Santángel. Este, sonriente, asiente hacia Colón. Al genovés le sorprende la noticia:
—¿En nombre de Aragón, o en beneficio de vuestra persona?
—Cumplo órdenes del rey Fernando —afirma Santángel—. Desea que ponga mis dineros en vuestra empresa.
—En alta estima os ha de tener. Vuestra inversión os habrá de convertir en un hombre rico, sin duda.
Luis de Santángel responde a la bravata con cierto sarcasmo:
—Siento no poder ser dos veces rico.
—A mi vuelta os demostraré lo contrario.
Colón se dirige a Peralta:
—Dejad de burlaros de mí y aclaradme qué hago aquí. Debo acometer un largo viaje.
—Y os aseguro que así va a ser —replica el navarro—. Hoy mismo encaminaréis vuestros pasos hacia Granada.
En el confortable hogar de Abraham Seneor, un usurero cristiano termina de valorar sus bienes en presencia del rabino y de su sobrino, Moisés. El prestamista mueve las cuentas de un ábaco con destreza y anota en un papel las cantidades. Lo mismo ha hecho con las posesiones, mucho más modestas, de Moisés Seneor. Finalizadas las cuentas, el usurero les muestra la cifra escrita. Abraham y Moisés la leen, y el rabino se enoja:
—Me ofendéis. Esa cifra no refleja ni la décima parte del valor de mis posesiones.
—A finales de julio ya no valdrán nada —replica el usurero.
Moisés contiene su rencor a duras penas:
—Negociáis con nuestra desesperación.
El prestamista hace oídos sordos. Comienza a recoger sus enseres, cuando Abraham Seneor le increpa:
—¿Acaso sabéis con quién estáis hablando?
—¿Con un judío?
El ilustre rabino percibe el desprecio de quien se atreve a desafiarlo, sabiéndose en posición ventajosa. Él, que tantos cargos ha acumulado, que tan sustanciosos servicios ha prestado a la Corona, está abocado a perder todos sus privilegios. A convertirse en un simple judío. Uno más.
El usurero se vuelve hacia Moisés y espeta:
—Y vos, ¿pensáis aceptar la suma que os ofrezco?
Moisés tiene en su mano el pliego en el que está escrita la cantidad. Duda.
—¡Negaos! —exclama Abraham.
Moisés suspira, amargamente resignado:
—Os haré entrega de mis posesiones la siguiente semana.
El prestamista sonríe, satisfecho.
—Obráis con inteligencia.
Abraham Seneor se vuelve hacia su sobrino:
—¿No veis que os están robando?
El prestamista abandona el lugar remarcando su desdén hacia Abraham.
—Al menos sacaré algo por las tierras. No tengo alternativa.
—Yo mismo podría comprar vuestras posesiones sin que perdierais un solo maravedí. Pronto obtendré prebendas de la Corona y recibiré un trato excepcional.
—¿Cómo? ¿Convirtiéndoos?
Abraham ha de soportar la dureza de la mirada de su sobrino.
—Fuisteis ordenado como rabino sobre la Torá, no podéis renunciar a vuestra fe.
El anciano asiente, avergonzado. Moisés censura su actitud agriamente y le advierte:
—Si traicionáis a Yahvé, ni yo ni nadie de mi familia querrá saber nada de vos.
Moisés abandona el despacho airado, dejando a Abraham hundido. Pero el rabino ya ha tomado una decisión: el peso de los privilegios compensa el del agravio y la humillación. No se conforma siendo únicamente «un judío».
Con gran solemnidad y pompa, Abraham Seneor es bautizado esa primavera en el monasterio de Guadalupe. Sus padrinos son los reyes de Castilla.
—Ego te baptizo in nomine patris, et filii, et spiritus sancti…
El cardenal Mendoza arroja agua sobre la cabeza de Abraham. El converso ha escogido Fernando como nombre de pila y Coronel como apellido. Algunos miembros de su familia siguen sus pasos. A la ceremonia asiste la corte en pleno con todo el boato necesario para que el eco de la misma se difunda por todo el reino. Andrés Cabrera está presente. Lorenzo Badoz también. Es el único que no se santigua al término del bautizo.
Entretanto, familias enteras de judíos, cargadas con sus equipajes y bártulos, avanzan con paso desanimado por las calles de las ciudades, cargados con los bienes que les está permitido llevar consigo. Sus vecinos cristianos se congregan para verlos partir. Los rostros de algunos de los curiosos reflejan satisfacción, otros contienen sus lágrimas.
El propio Abraham Seneor asiste a la marcha de su sobrino, que camina junto a su esposa y su hija. Aunque Moisés se da cuenta de la presencia de su tío, prefiere ignorarlo. Comienza a recitar un salmo en voz alta:
—El que guarda a Israel no dormita ni se duerme. El Eterno es tu cuidador. El Eterno es tu sombra sobre tu diestra. No te herirá el sol del día, ni la luna de la noche.
Algunos de los que marchan lo secundan:
—El Eterno te guardará de todo mal. Él cuidará tu alma. El Eterno vigilará tus salidas y tus entradas, desde ahora para siempre.
Abraham Seneor, ahora Fernando Coronel, ve alejarse a sus familiares calle abajo con el resto de los expulsados.
—Ha sido un honor serviros. Por eso he querido despedirme, a pesar de las circunstancias…
Lorenzo Badoz comparece ante Isabel. La reina y el físico sostienen sus miradas. Aunque guardan las formas, la tensión entre ambos es evidente. Isabel se muestra decepcionada:
—Sinceramente, contaba con vuestra conversión.
—La conversión solo garantiza la vergüenza. Me consta que quienes renuncian a su fe son igualmente perseguidos.
—Solo aquellos que judaízan.
Lorenzo Badoz baja la vista. No está de acuerdo con la apreciación de la reina. No la va a contradecir, es obvio que está convencida de lo que dice, esté o no en lo cierto. Isabel suspira. Aún piensa que puede doblegar la terquedad del galeno:
—Todo es salud en la corte, algo que sin duda os debemos a vos. Recapacitad. Os prometo reconocimiento, títulos, beneficios… ¿Qué deseáis?
—Lo lamento.
A Isabel le enoja verse rechazada. No está dispuesta a prescindir de sus servicios:
—Trajisteis a mis hijos a este mundo. De ahí mi trato de favor hacia vos… Y porque os necesito, ¿quién sanará ahora a mi familia?
—Me obligáis a elegir entre mi reina y mi fe. ¿Qué haríais vos?
Isabel mira fijamente al judío. Finalmente niega. Badoz se arrodilla ante Isabel y toma su mano para besarla. Al retirar sus labios, coloca en la mano de la reina el cordón de cuero con las monedas de plata ensartadas.
—Desearía que guardarais esto como recuerdo de vuestros alumbramientos.
Isabel contempla el objeto dolida. Badoz se incorpora y añade, frente a frente:
—No se nos permite llevar plata con nosotros.
Badoz marcha, la dignidad intacta. Ni las prebendas ni las promesas de Isabel han bastado para retener al avezado galeno. La mirada enojada de la poderosa reina de Castilla contempla su partida.
La pérdida de Lorenzo Badoz hace reflexionar a Isabel. Prescindir de quienes tanto y tan bien la han servido es un lujo que no está dispuesta a permitirse, sea cual sea el motivo de su caída en desgracia. Es eso, entre otras cosas, lo que guía los pasos de Isabel hasta Santa Fe, en busca de fray Hernando de Talavera.
El jerónimo sigue sumido en los libros que los musulmanes dejaron abandonados en Granada cuando Isabel se presenta en su modesta alcoba. La reina contempla los libros apilados sobre la mesa.
—De modo que así empleáis vuestro tiempo ahora…
—Desde que dejé de serviros, he consagrado mi vida al estudio y a la contemplación. Vivo en paz el tiempo que el Señor tenga a bien otorgarme.
—Siento ser yo quien venga a perturbar esa paz y a valerme de vuestra templanza con una nueva encomienda.
Tras su marcha de la corte, Talavera no esperaba encomienda real alguna. No obstante, se pone una vez más al servicio de la reina:
—Vos diréis…
—¿Aceptaríais haceros cargo del arzobispado de Granada?
La sorpresa es mayúscula. Talavera prefiere callar. Baja la mirada, pensativo.
—¿No tenéis nada que decir?
—¿A qué debo este honor?
—Teníais razón —se sincera la reina—. La fe no ha de imponerse, por verdadera que sea… Por convencidos que estemos de que estamos ganando almas para el Señor.
—Temo que sea demasiado tarde para rectificar.
—Por no perder el favor de Roma he cometido una grave injusticia… Y un error, dando poder a quien no debía.
—Imagino entonces que con vuestra propuesta deseáis oponer mi templanza a los métodos de Torquemada.
—Nadie mejor que vos para mantener la paz en Granada.
—¿Y quién hará frente a fray Tomás?
—Vos, cuando así fuere necesario.
—¿Con vuestro apoyo?
Isabel asiente, con total seguridad.
—Entonces… ¿Aceptáis el nombramiento?
—Acepto.
Satisfecha y con una sonrisa en los labios, la reina añade:
—Por cierto, alegraos doblemente, porque la expedición del genovés pronto llevará nuestra fe a otros confines.
Cristóbal Colón espera en la Alhambra ser conducido a la presencia de los reyes. Viene acompañado por Luis de Santángel. El navegante refunfuña, inquieto:
—Si algún día me preguntan por mis negociaciones con los reyes de Castilla y Aragón, diré que pasé la mayor parte del tiempo aguardando.
—Todo lo que merece la pena requiere de paciencia y de fe.
Cuando por fin es recibido por los reyes, Colón les dedica una sentida reverencia. Isabel sonríe y comenta, maliciosa:
—Imaginaba que habría de ser yo quien me postrara ante vos…
Aunque más sosegado que en anteriores ocasiones, Colón se pone en guardia:
—Os aseguro, alteza, que mis condiciones siguen siendo las mismas.
—Las aceptamos —replica Fernando sin dilación.
El genovés se sorprende:
—¿Todas ellas?
Isabel asiente, y se permite una humorada:
—Los joyeros reales andan prestos trabajando en vuestra corona de virrey…
—¿Os burláis de mí? Exijo garantías.
Luis de Santángel interviene:
—Firmaréis un compromiso con la Corona de Castilla y Aragón. ¿Será esa suficiente garantía?
A Colón le basta. Sin embargo, parece pensativo.
—Si se me permite, me gustaría saber qué ha hecho que vuestra opinión tome este nuevo rumbo.
—Estáis seguro de vuestro éxito y eso os llevará a lograrlo —afirma Fernando.
Isabel ratifica la opinión de su esposo:
—Solo conozco a otras dos personas entregadas a causas imposibles con vuestro mismo tesón y os aseguro que finalmente han sido recompensadas…
Fernando sobrentiende que se refiere a él. Mira cómplice a su esposa, mientras Colón se inclina ante ellos, más por ocultar su sonrisa de satisfacción que por humildad y gratitud.
El 17 de abril de 1492, en Santa Fe, la corte guarda silencio mientras Gonzalo Chacón lee los términos del acuerdo ante Cristóbal Colón en presencia de los reyes:
—«La Corona otorga el título de almirante de la mar Océana, así como los cargos de virrey y gobernador general, con carácter hereditario, de todas las tierras descubiertas…».
Chacón detiene la lectura y mira al genovés, que le hace una seña para que prosiga.
—«Además, recibirá la décima parte de las riquezas que se obtuvieran, tales como oro, plata, perlas preciosas y especias, así como una octava parte de todos los beneficios que del viaje se obtuviesen». ¿Aceptáis?
Colón asiente convencido.
—Firmad entonces y que Dios guíe vuestras naves.
Chacón acerca el documento, que Colón firma apresuradamente. Con mayor solemnidad lo hacen los reyes. Al término de la ceremonia, el genovés tiene ocasión de hacer un aparte con la reina para agradecerle su apoyo.
—En todos hubo incredulidad y solo vos, mi señora, disteis muestras de inteligencia, esfuerzo y coraje. Cuando ninguna esperanza albergaba, vos sostuvisteis mi empresa hasta que se pudo llevar a cabo.
—Jamás hubiera permitido que Francia o Portugal la hicieran posible.
El navegante asiente. Probablemente siempre lo ha sabido.
—Alteza, a vos y a mí Dios nos ha llamado a cumplir una misión que promete gloria a cambio de sacrificio. Por eso habéis entendido mi afán. —Colón besa la mano de la reina, añadiendo—: Y os estaré eternamente agradecido.
—Os deseo la mayor de las venturas en vuestro viaje.
—Si Dios me acompaña, la próxima vez que me halle de rodillas ante vos, vuestro reino se extenderá más allá de los mares.
Colón hace una reverencia y abandona el lugar. Al girarse, Isabel se da cuenta de que Fernando ha estado contemplando la conversación en la distancia, discretamente.
—Lo habéis logrado. Debéis sentiros orgullosa.
—Envidio al genovés. Desearía contemplar el océano, sabiendo que tras él aguarda la gloria.
—Si he de contemplar un océano, elijo el de vuestros ojos, los mismos que conquistaron mi corazón.
Isabel sonríe, halagada. Suspira al evocar el pasado.
—¿Recordáis la primera vez que nos vimos?
—No existe un recuerdo más vivo en mi cabeza.
—Allí empezó todo. Nada de esto hubiera sido posible sin vos.
Isabel y Fernando se besan apasionadamente.
El 5 de agosto de 1492, las naves de Colón despliegan sus velas en Palos de Moguer. En su camarote, el navegante echa el cerrojo a la puerta. Despliega una antigua carta de navegación sobre la mesa y clava su mirada en un extremo del mapa que refleja una costa difusa, al otro lado del océano Atlántico. Las tres carabelas emprenden un largo viaje por el océano en dirección a unas tierras cuya existencia ni el osado genovés imagina.