12

Boabdil, bajo la atenta mirada de su madre, lacra una carta dirigida a Isabel de Castilla. Lo hace con el mismo sello que ha garantizado sus misivas a los emires y sultanes de la cuenca mediterránea. El contenido, sin embargo, es bien diferente. Al terminar la operación, Boabdil lanza un profundo suspiro.

—No dudéis —apremia Aixa a su hijo—. Alá está de vuestra parte.

Semejante ha sido también la urgencia con la que esta carta ha viajado hasta su destinataria. Sonriente y satisfecha, la reina relee el documento en voz alta, junto a Fernando:

—«Puesto que os consideramos la princesa de reyes y la más grande y noble de ellos, el emir y todo su pueblo, prestos estamos a vuestro servicio. Pues no tenemos, después de Dios, otros auxilios que vuestra casa y vuestra real alteza».

Isabel abandona la lectura y mira a su esposo esperanzada.

—Son buenas noticias.

—Cantos de sirena, me temo —replica Fernando—. Halagos que se contradicen con lo que cuentan nuestros espías.

Gonzalo Chacón corrobora las objeciones del rey:

—Señora, cientos de infieles procedentes de las plazas conquistadas se han refugiado en Granada con ansias de revancha. No entregarán la ciudad sin luchar. Y tampoco aceptarán vivir bajo nuestras leyes.

—Granada no es Málaga, ni Boabdil es El Zagal —recuerda Isabel—. Es cuestión de días que firme las capitulaciones. Comunicaremos inmediatamente a todos los nobles la buena nueva.

Fernando suspira, pero no tiene intención de oponerse a la decisión de la reina.

—Tomad nota —solicita Isabel a Chacón—. «Sabed que después de muchas fatigas y trabajos, ha placido a la misericordia de Nuestro Señor dar fin a esta guerra del reino de Granada…».

Fernando abandona la estancia mientras Chacón transcribe las palabras de la reina. Pronto se sabrá quién está en lo cierto.

Mientras Isabel anuncia el cese de la contienda con el infiel, en la Alhambra Boabdil prepara la ofensiva por mar contra las localidades costeras reconquistadas. Sobre un mapa del reino de Granada, el emir señala al capitán Mehmet Burak el mar de Alborán. El sultán otomano Bayaceto ha enviado una flota a las órdenes de su mejor capitán, Kemal Reis, para socorrer a Boabdil. El turco Burak se halla en Granada para ultimar los detalles de un plan cuyo objetivo principal es asegurar una salida al mar, un logro vital para el reino.

—Arribaréis a estas costas. Frente a ellas vuestras naves se unirán a las del sultán de Egipto y el de Tremecén. Atacaréis cuando así os lo ordene.

Mehmet Burak asiente, convencido del éxito que los aguarda. Boabdil lo toma por los hombros, lleno de orgullo, y anuncia:

—Nuestro reino acogerá a la mayor flota musulmana que se haya visto en el Mediterráneo. ¡Que Alá os proteja!

Cuando Mehmet Burak ha abandonado el salón del trono, Moraima se aproxima a su esposo con semblante preocupado.

—¿Así es como preparáis la paz para vuestro pueblo? ¿Con nuevos planes de guerra?

—¿De veras pensabais que me rendiría?

Aixa ratifica la postura del emir:

—Jamás entregaremos Granada. Con la ayuda de Alá y de nuestros aliados haremos frente al infiel.

—Pero habéis prometido capitular —insiste Moraima—. ¿No recordáis lo que hicieron con Málaga?

—Debéis respaldar a vuestro esposo y señor —afirma Aixa.

La inquietud de Moraima va en aumento, a medida que la traición es más patente:

—Y ¿qué será de nuestro hijo Ahmed, cautivo en manos de los cristianos? ¡Conseguiréis que lo maten! ¡Decidme!

Boabdil acusa las palabras de su esposa, pero calla. Es Aixa quien habla por él:

—Si Ahmed ha de dar su vida por Granada, sea. Será recordado como un mártir, deberíais estar orgullosa.

Moraima no puede creer lo que está oyendo.

—¿Es eso lo que buscáis? —increpa al emir—. ¿El martirio?

Boabdil, sobrepasado, golpea con su puño sobre el mapa de Granada.

—¡No! ¡Ni el de Ahmed, ni el de ninguno de mis súbditos!

Moraima se sobresalta, pero no recula. Boabdil se explica con firmeza:

—¡Con la ayuda de nuestros hermanos seremos fuertes de nuevo! Unidos, podremos negociar y recuperaremos a nuestro hijo, ¡os lo juro!

Moraima contempla a su marido como a un iluso.

—Mi señor, solo cumpliendo lo prometido podréis negociar una rendición honrosa.

—¿Para vivir según sus leyes?

—Antes la muerte —interviene Aixa.

Boabdil calla, impávido. La mirada de Aixa estremece a Moraima.

—¿Os complace? Apenas queda tiempo para más arreglos.

La infanta Isabel, que pronto será princesa de Portugal, se gira hacia su madre. Subida sobre un escabel, la infanta se deja hacer por Beatriz y un par de damas, que la ayudan a probarse el vestido que lucirá en su casamiento.

—Apenas, cierto, y además vuestra paciencia se agota —suspira Beatriz de Bobadilla, exasperada por las idas y venidas de la infanta.

La reina observa a su hija a unos pasos de ella.

—Dejadme ver —solicita la reina. Una sonrisa ilumina su rostro—. Sois la novia más hermosa que he visto. El príncipe Alfonso es muy afortunado tomándoos por esposa.

La novia acoge el comentario con desgana. Isabel entrega un paño a Beatriz.

—Colocádselo.

La infanta desciende del escabel. Beatriz desenvuelve el paño. Se trata de un velo, que coloca sobre la cabeza de la princesa. La reina contempla a su hija.

—Llevé ese mismo velo en mi boda —dice conmovida—. Es mi deseo que vos lo luzcáis en la vuestra.

La futura princesa se despoja del velo y calla. Isabel hace una seña a Beatriz, y esta se retira junto con las damas de compañía. La reina, comprensiva, se acerca a su hija.

—No podéis seguir viviendo vuestro enlace como una condena.

—¿Por qué, si lo es?

—Ese matrimonio es una garantía de paz y la paz conlleva prosperidad. Es beneficioso para Castilla.

—¿Y para mí? ¿Acaso no os importa mi felicidad?

Isabel acaricia su rostro.

—Yo también fui prometida sin conocer a mi futuro esposo. Sé perfectamente lo que sentís.

—¿Y si el príncipe no es de mi agrado? La última vez que lo vi era tan solo un niño. Y su padre, el rey, me inspira tanto temor…

—Nada debéis temer del rey Juan. Y en cuanto al príncipe…

Isabel calla un instante. Evoca momentos ya muy lejanos en el tiempo.

—Recuerdo haber pasado las noches en vela, rogando al Señor por que vuestro padre fuera un apuesto caballero.

La mención despierta el interés de la joven:

—Y cuando lo visteis por primera vez, ¿qué sentisteis?

—«Ese es», señaló Cárdenas de entre un grupo de nobles. Él se giró, me miró fijamente y llegó hasta mí para tomar mi mano y besarla…

Isabel calla, recreándose en la memoria.

—¿Y entonces? ¿Qué sucedió después? —pregunta la princesa, impaciente.

—Nunca antes lo había visto y sin embargo sentí que lo conocía desde siempre. ¿Por qué no habría de ocurriros lo mismo a vos?

La joven prometida se encoge de hombros, dubitativa. Madre e hija quedan en silencio. Al rememorar las horas de incertidumbres vividas, Isabel le ha contagiado una emoción que la infanta anhela hacer suya tanto como la teme.

Juan de Portugal y su hijo Alfonso regresan al palacio real de Sintra tras una bien aprovechada jornada de caza. Nada más entrar al salón, un sirviente pone a su disposición una jarra con dos copas. El propio rey escancia el vino y entrega una de las copas a su hijo.

—Poseéis una puntería endiablada —brama, orgulloso—. Habéis abatido tres veces más faisanes que vuestro padre.

—Mañana podréis tomaros la revancha.

Juan de Portugal ríe. Le divierte el ímpetu juvenil de su hijo, tan parecido a él en algunas cosas, tan diferente en otras.

—Guardemos alguno vivo para celebrar vuestras nupcias…

El gesto de Alfonso muda.

—Padre, esa boda me pesa. ¿No podríamos posponerla?

—Sois mayor de edad, habéis sido jurado como heredero de la Corona y la nobleza de Portugal ha dado su consentimiento. Ha llegado el momento de contraer matrimonio.

—No me veo casado con una mujer de la que no recuerdo ni el rostro.

—¿Y eso qué importa? —ironiza el rey.

—Todavía soy joven. Lo único que deseo es salir de caza, y no hablo solo de faisanes y venados…

Juan de Portugal amaga una carcajada.

—Sin duda corre por vuestras venas la sangre de vuestro padre…

El rey apura su copa y se sirve otra, sonriendo con picardía a su hijo.

—Esa boda es un asunto de Estado. Os aseguro que no habrá de ser impedimento para que sigáis disfrutando de vuestra ardorosa juventud.

A continuación, el rey levanta su copa:

—Brindo por vuestro feliz matrimonio… Y por las jornadas de caza que os restan por disfrutar…

Alfonso choca su copa con la del rey con mucho menos entusiasmo.

—¿Son estas las últimas disposiciones para la boda por poderes de la infanta?

Fray Hernando de Talavera toma uno tras otro los legajos que Isabel firma en su despacho, no sin antes echarles un vistazo.

—También es mi deseo que se celebren misas por ella y que todas las campanas repiquen en la hora convenida. Y ahora, si me permitís…

Se incorpora del asiento para salir del despacho.

—Señora, queda un asunto más…

—Vos diréis.

—La desaparición de un niño en La Guardia, una villa de Toledo, está provocando enfrentamientos entre cristianos y judíos.

Isabel escucha contrariada la noticia. Fray Hernando prosigue:

—La situación es delicada. Se acusa a los judíos del asesinato del niño para llevar a cabo ritos espantosos.

—Y las gentes han decidido tomarse la justicia por su mano, ¿me equivoco?

—Mi señora, siempre habéis dicho que en Castilla debe imperar la paz y el orden.

—Si tal aberración es cierta, que encuentren al culpable y le apliquen el castigo que merece cuanto antes. Solo así habrá paz. ¿La Santa Hermandad no es capaz de resolver el asunto?

—Mucho me temo que no, alteza.

—Haya o no herejes entre los sospechosos, encomendaré la tarea a la Santa Inquisición.

La decisión no agrada a fray Hernando:

—Sabéis que no comulgo con los métodos de fray Tomás de Torquemada.

—Reconoced que son eficaces.

Talavera calla. Isabel da por concluido el debate:

—Vos lo habéis dicho, en Castilla debe imperar la paz, y no habrá paz mientras haya quien se tome la justicia por su mano. Que se cumpla mi voluntad.

La búsqueda de datos que certifiquen la viabilidad de su viaje ha encaminado los pasos de Cristóbal Colón hacia Granada. Allí ha trabado relación con uno de los mejores cartógrafos del reino, el viejo Abdullah al-Walid. Colón ha disfrutado contemplando copias antiguas de los mapas de Al-Idrisi, quizá de una época muy cercana a su elaboración original, más de trescientos años atrás.

En esa estancia polvorienta y llena de libros y anaqueles atestados con pilas de legajos, el genovés muestra sus propias cartas de navegación al viejo cartógrafo. Colón toma una naranja de un cuenco de fruta. Sobre la pieza traza una línea con el dedo, circundándola.

—La Tierra es esférica como lo es esta fruta, nada impide que con mis naves alcance su otro confín, allende los mares.

Abdullah al-Walid contempla en silencio las cartas de navegación. Levanta la vista hacia el genovés y pregunta:

—Decidme, ¿a qué distancia esperáis encontraros con las Indias?

—Mis cálculos difieren de los de Toscanelli en unas seiscientas millas, por lo tanto…

—Por lo tanto, erráis —interrumpe el anciano, sonriente—. El mundo según vos y el florentino es demasiado pequeño.

—¿Qué queréis decir? Explicaos…

—Usáis la milla latina para realizar vuestras mediciones…

Colón asiente, no ve el inconveniente. El sabio Al-Walid completa su razonamiento:

—… cuando deberíais tomar la milla árabe como unidad de cálculo.

—Pero entonces… ¡La travesía será mucho más larga!

Las palabras del cartógrafo desconciertan a Colón. Pronto comprende su error:

—¡Cómo he podido ser tan necio! Eratóstenes, Alfagrano, ellos impusieron esas referencias para el cálculo de la medida de la circunferencia terrestre. ¡Estaba equivocado!

—Mejor equivocarse en tierra firme que en mitad del océano, ¿no creéis?

Los golpes en la puerta de la casa de Abdullah al-Walid interrumpen la conversación. Al momento se escuchan voces al otro lado:

—¡Abrid a la guardia del emir! ¡Sabemos de la presencia de un cristiano…!

Colón mira al cartógrafo con horror. Abdullah al-Walid abre y ambos son conducidos ante Boabdil, escoltados por los hombres armados. Nada más entrar en el salón del trono, Cristóbal Colón se arrodilla ante él, importante:

—Os lo juro por mi vida. No soy ningún espía. Soy un marino genovés. Un hombre de ciencia. Él puede confirmar mis palabras —asegura el navegante señalando al anciano cartógrafo.

—Tranquilizaos. —El emir sonríe—. Si fuerais un espía ya estaríais muerto.

A una seña de Boabdil un sirviente ofrece una bebida a Colón. Este se incorpora, reconfortado.

—Ha llegado a mis oídos que tenéis en mente hacer un viaje asombroso —explica Boabdil—. Habladme de vuestros planes.

Colón cruza una mirada con Abdullah al-Walid.

—Exponed a mi señor vuestras intenciones —le anima el anciano—. No temáis.

—Pretendo alcanzar las costas de Catay sin tener que rodear las costas africanas.

Boabdil se sorprende:

—En verdad es un proyecto de envergadura. ¿Y cómo pensáis afrontar tal hazaña?

—Atravesando el océano Atlántico. Completaré el viaje que hizo Marco Polo, pero por mar, rumbo siempre hacia el oeste.

Al-Walid corrobora las palabras de Colón:

—Os aseguro, señor, que el marino que tenéis frente a vos está capacitado para llevar a cabo la travesía.

—Os mentiría si os dijera que sois el primero en conocer mis intenciones —confiesa el genovés—. Los soberanos de Castilla y Portugal saben de mis planes.

—¿Y han desestimado la propuesta? —pregunta Boabdil, extrañado.

—Así es… Por falta de recursos económicos.

El emir suspira.

—Temo que en estos momentos yo tampoco puedo costear dicho viaje. Todo el dinero de mis arcas debe ser empleado en socorrer a mi pueblo. Sin embargo, yo también me considero un hombre de ciencia. Valoro el conocimiento y los saberes por encima de todo.

Abdullah al-Walid certifica las palabras de su soberano. Boabdil coloca su mano sobre el hombro de Colón y le dice:

—Sed paciente. Os invito a continuar preparando vuestro viaje junto a mis cartógrafos, hasta que vengan tiempos mejores.

—Os lo agradezco, señor.

—Granada volverá a florecer. Quizá no esté lejos el día en que os despida desde un puerto, deseándoos la mejor de las singladuras.

Los festejos por el matrimonio de la infanta Isabel han estado a la altura del hecho que se celebraba. Sin embargo, tramitada la boda por poderes, llega la hora de la despedida. La próxima princesa de Portugal ha de partir. Toda la familia vive con tristeza la separación.

—Os agradezco estos días que me habéis brindado —asegura la infanta, besando la mano de su madre.

—Que vuestra boda vaya a celebrarse en Évora no ha de ser impedimento para festejarlo juntos.

El príncipe Juan, que no ha querido perderse el momento, se aproxima a su hermana y se saca del cuello un colgante.

—Tened. Llevad esta higa de azabache con vos.

—Pero es vuestro talismán —replica Isabel, emocionada—. No puedo aceptarlo.

—Ahora es vuestro. Que os traiga suerte, hermana.

La joven besa a Juan en la frente y se cuelga del cuello la higa.

—Os prometo que no me lo quitaré nunca.

Un sirviente anuncia que los caballeros lusos están listos para emprender el viaje. Entonces Fernando se acerca a su hija.

—Contáis con nuestras bendiciones. Ahora partid sin demora. Os espera un largo trayecto.

Isabel se despide de su padre haciendo una reverencia. Inmediatamente se vuelve hacia su madre, con lágrimas en los ojos.

—Os voy a extrañar.

—No temáis nada, hija… Sé que vais a ser muy feliz.

Isabel abraza a su madre por última vez. Luego encamina sus pasos hacia la salida. Isabel, junto a Fernando, observa la marcha de su hija, sin poder evitar que una lágrima corra por su rostro. Isabel se fija en Juan. El niño tiene el ceño fruncido y mantiene la mirada clavada en la puerta por donde salió su hermana. La reina acaricia sus cabellos y le susurra al oído:

—Ser el heredero de Castilla y Aragón os evitará marchar. No así a vuestras hermanas. Tenedlo bien presente cuando discutáis con ellas.

Escoltado por guardias de la Inquisición, un hombre es conducido al despacho de Torquemada. El desdichado porta bien visible en su hombro la rodela bermeja que lo distingue como judío. Mientras escribe, fray Tomás lo interroga sin mirarlo:

—¿Sois el zapatero de Tembleque?

El judío asiente, temeroso.

—¿En qué puedo ayudaros?

—Yucef Franco, zapatero de Tembleque. ¿Sois vos?

—Sí, excelencia…

El tratamiento provoca que Torquemada mire por fin al arrestado.

—Habéis sido traído ante mí para comparecer ante el Tribunal de la Santa Inquisición.

Yucef se alarma:

—Pero yo… ¡Yo soy judío! ¡No converso! ¡¿De qué se me acusa?!

—Se os acusa de sacrilegio. Y de haber secuestrado y asesinado al niño Cristóbal, vecino de La Guardia, para vuestras prácticas heréticas.

Yucef Franco se debate ante el inquisidor, dándose cuenta de la magnitud de los cargos.

—Pero ¡eso no es verdad! ¡No es verdad!

—Ya lo veremos.

Torquemada esboza una seña hacia los guardias y estos al instante se llevan al reo del despacho. Yucef Franco se resiste. Grita, mientras es arrastrado al exterior:

—¡No he hecho nada. Lo juro…!

Torquemada, impasible, sigue trabajando en sus papeles.

Isabel tarda en dar crédito a las nuevas que llegan de Málaga. Por desgracia, son ciertas: Kemal Reis ha desembarcado en la ciudad que conquistaron las huestes cristianas a sangre y fuego. Y también a sangre y fuego el turco ha saqueado todo lo que ha encontrado, capturando a numerosos prisioneros, a los que ha esclavizado. Fernando se apoya en la mesa, igualmente contrariado, pero deseoso de devolver el golpe quintuplicado. Beltrán de la Cueva ofrece agua a Isabel, que aún no se ha recuperado del impacto de la noticia.

—Espero que al menos os habréis convencido de que Boabdil no piensa deponer las armas —masculla el rey—. ¡Habrá que combatir hasta el final!

—Os recuerdo que el plazo fijado para la entrega de la ciudad todavía no ha concluido —musita Isabel, superada por los acontecimientos—. ¿Cuándo tendremos paz?

—Los emperadores romanos solían decir que para obtener la paz hay que estar preparado para la guerra…

—Ya estamos en guerra. No renunciemos a la paz antes de hora.

La reina se recompone, y se dirige a Beltrán de la Cueva:

—Id a ver al emir, exigidle una explicación. Y dejadle claro que con Castilla no se juega.

En la Alhambra, Boabdil no está menos enojado que Fernando por el ataque de Kemal Reis contra Málaga. Así se lo hace saber a Mehmet Burak:

—¡Vuestro capitán ha desembarcado en Málaga! ¿Quién se lo ha ordenado? —El emir se desespera—. ¿Cómo ha podido actuar por su cuenta?

El turco soporta la reprimenda con auténtico estoicismo.

—Kemal Reis solo cumplía con su deber: defender Granada —apunta Aixa.

Boabdil niega, desesperado:

—¡No podía suceder en peor momento! Necesitamos ganar tiempo, ¡no provocar al enemigo antes de hora!

—Tranquilizaos; lo hecho, hecho está…

—Ahora más que nunca debemos obrar con astucia —zanja el emir—. No debemos dar otro paso en falso antes de que lleguen los refuerzos.

Boabdil hace un gesto rápido con la mano para dispensar al turco. Queda pensativo en compañía de Aixa, pergeñando el mejor modo de que las aguas ensangrentadas vuelvan a su cauce, a ser posible limpias y cristalinas.

Pocas jornadas después, Boabdil entrega un pequeño cofre a Beltrán de la Cueva, nada más llegar a la Alhambra. El enviado de Castilla lo abre; contiene una joya. Al momento lo cierra, indiferente.

—Ni cien rubíes como este conseguirían aplacar la ira de los reyes.

—Haced el favor de transmitir a vuestros señores mi más sentidas disculpas. Lamento lo sucedido, los hombres de Kemal Reis no respetaron la tregua, pero habéis de saber que obraron por su cuenta. Nada tiene que ver Granada en ello.

Beltrán de la Cueva se detiene y se vuelve contra Boabdil:

—Ya no hay tregua que valga. Vengo a daros un ultimátum: debéis entregar Granada. Sabed que mis señores están dispuestos a tomar la plaza por la fuerza. Si Granada ha de ser arrasada como Málaga, lo será. En vuestra mano está.

Boabdil se somete a las exigencias de los cristianos con toda la gallardía de la que es capaz:

—Comunicad a sus altezas que firmaremos las capitulaciones, como acordamos.

Al instante, Beltrán de la Cueva entrega un pliego a Boabdil.

—Estas son las condiciones de la rendición.

Boabdil suspira profundamente.

—Permitidnos al menos organizar una retirada honrosa.

—Firmad y se os concederá.

Beltrán de la Cueva hace una reverencia y se marcha. En su recorrido por los corredores de la Alhambra camino del exterior, Beltrán de la Cueva divisa al capitán Mehmet Burak junto a dos de sus hombres. El caballero castellano confirma sus sospechas: el emir está mucho más implicado en el ataque turco de lo que admite.

—Todo esto que veis es en vuestro honor.

Acompañada por su suegro, el rey Juan, la princesa Isabel hace su entrada en el salón del palacio real de San Francisco, en Évora. La nobleza y los burgueses más distinguidos del reino asisten a la recepción de bienvenida que la Corona ha preparado para la ocasión.

—Os lo agradezco, alteza. Me siento muy halagada.

Juan de Portugal cede el paso a la joven.

—Sin embargo, parecéis nerviosa.

—No todos los días conoce una al que habrá de ser su esposo.

Juan de Portugal sonríe. Da unas palmadas llamando la atención de los presentes, que callan y se vuelven hacia el rey. Isabel, ansiosa, escudriña con la mirada cada uno de los rostros de los invitados.

—Nobles, damas y caballeros del reino, ante vuestras mercedes se encuentra la futura reina de Portugal, doña Isabel de Aragón y Castilla.

La concurrencia prorrumpe en aplausos. Los invitados abren un pasillo para que el príncipe Alfonso se acerque a ella. La mirada de Isabel, por fin, coincide con la de su esposo. Ambos se contemplan unos instantes en los que no escuchan el estruendo de los aplausos que los envuelve, haciéndose el silencio dentro de sus cabezas. El príncipe entrega su copa de vino a uno de los invitados. Sin dejar de mirar a Isabel se aproxima hasta ella. Juan de Portugal da un paso al frente.

—Permitid que os presente a mi hijo el príncipe heredero, don Alfonso de Portugal y Viseu.

Alfonso no aparta su mirada de los ojos de Isabel mientras toma su mano.

—Encantado.

Alfonso besa la mano de Isabel. La fascinación es mutua.

A los recién casados el día de la boda se les hace muy largo. Por fin anochece. En la alcoba nupcial, el ayo asiste a Alfonso mientras se despoja de su ropa. Alfonso queda con el torso al descubierto. El ayo le hace entrega de una camisa que el príncipe arroja sobre la colcha.

—Podéis retiraros. Mi esposa no tardará en llegar.

El ayo obedece. Hace una reverencia y se dirige a la puerta en el momento en que la princesa entra en la alcoba. El ayo repite la reverencia delante de la joven y sale cerrando la puerta tras de sí. Isabel lanza una mirada fugaz al lecho y se detiene. Alfonso se recuesta en la cama.

—¿No vais a venir?

Isabel asiente, tímida. Se acerca despacio hasta el lugar que el príncipe le ha reservado en la cama.

—Por favor, volveos… Voy a desvestirme.

Alfonso obedece. Isabel tira de la colcha y se sorprende al encontrar una rosa bajo ella. La princesa la toma y la huele.

—Sois muy amable.

—Si lo preferís, dormiré postrado en el suelo, hasta que os encontréis cómoda para recibirme a vuestro lado.

Isabel sonríe. Se introduce bajo las sábanas en camisón.

—Ya podéis volveros.

Alfonso se gira hacia ella. Contempla a la princesa, y acaricia su rostro con delicadeza.

—Sin duda sois la flor más hermosa de todas.

Isabel se ruboriza. Alfonso sonríe.

—Os lo habrán dicho en muchas ocasiones…

—Nunca —niega tímidamente la joven.

—Cuesta creeros… Pero siendo una criatura tan dulce no mentiríais a vuestro esposo.

Alfonso se aproxima a los labios de Isabel. Ella cierra al momento los ojos a la espera de sentir el beso.

Entretanto, al otro lado de la puerta de la alcoba de los príncipes, Juan de Portugal pega la oreja al panel:

—Pero ¿a qué están esperando? —rezonga impaciente el rey—. Deberíamos habernos quedado dentro.

El ayo inclina la cabeza y el fraile que los acompaña parece ajeno a todo, sumido en sus oraciones.

—¿Acaso la princesa no será del agrado de mi hijo?

El rey vuelve a la escucha. De pronto todos comienzan a oír los gemidos de placer de la princesa. Juan de Portugal se separa de la puerta. Presta atención a los sonidos provenientes del interior. Parece satisfecho.

—Alabado sea el Señor. Estaba seguro de que mi hijo no habría de defraudarnos.

Un nuevo gemido de la princesa llega hasta sus oídos, esta vez más subido de tono. El fraile se persigna. Juan de Portugal busca la complicidad del ayo pero este, impertérrito, no alza la mirada del suelo. Ahora también se escuchan con claridad los gruñidos de placer del príncipe, que poco a poco se hacen estentóreos. El rey se incomoda:

—Está bien. No necesito más pruebas. Como rey de Portugal, doy por consumado el matrimonio entre mi hijo y la princesa Isabel.

Juan de Portugal se aleja por el pasillo, seguido por el ayo, mientras el fraile permanece junto a la puerta, rezando con evidente fervor.

Muy diferentes son los alaridos que se escuchan en cierto sótano de Segovia. Allí, un verdugo acciona el mecanismo del potro de tortura al que se encuentra atado Yucef de pies y manos. El dolor provoca los gritos del zapatero de Tembleque. Torquemada escucha el crujido de sus articulaciones, y hace una seña al verdugo para que afloje la tensión.

—El tormento al que estáis siendo sometido puede cesar de inmediato… O durar hasta que digáis la verdad.

Yucef, recobrando el aliento, niega con la cabeza. Torquemada suspira, aparentemente desolado:

—¿Por qué os obstináis en negar la monstruosidad que habéis cometido?

—No sé de qué me habláis —farfulla trabajosamente el reo.

—Os lo repetiré de nuevo. ¿Qué habéis hecho con el niño de La Guardia?

—Nada… ¡Nada!

Yucef se desespera. Torquemada coge un libro y se lo acerca a la cara.

—Jurad ante la Sagrada Biblia que sois inocente.

—¡Os lo juro!

—¡Juráis en vano! ¿Cómo os atrevéis?

—¡No he hecho nada! ¡Lo juro! ¡Lo juro mil veces!

El habla del dominico recupera la frialdad:

—Un buhonero os acusa del rapto y asesinato de esa criatura inocente. A vos y a vuestros cómplices. ¿Qué decís a eso?

—¡Hablad con el rabino Abraham Seneor! Él me conoce bien… ¡Él podrá dar cuenta de mi inocencia!

Torquemada cruza una mirada con el verdugo. Reflexiona por unos instantes y sale del calabozo.

—Boabdil asegura que nada tiene que ver con el ataque a Málaga, que rendirá Granada, pero lo cierto es que yo mismo he visto soldados turcos en la Alhambra…

Fernando escucha enojado el informe de Beltrán de la Cueva.

—¿Turcos? —espeta el rey.

Beltrán lo corrobora:

—Ya no hay duda, cuenta con el apoyo de otros reinos musulmanes.

El rey contiene a duras penas la rabia:

—Con sus aduladoras misivas y promesas de capitulación, lo único que pretendía era ganar tiempo para rearmarse.

Fernando golpea la mesa:

—¡Magancés! ¡Hideputa! Esto es lo que se recibe a cambio de la confianza de un infiel. ¡Traición!

—Pagará por ello. Bien lo sabe Dios.

—¡Debemos preparar a nuestras mesnadas para un ataque inminente! Que toquen a rebato en todas las plazas tomadas al moro.

De pronto, un emisario entra en el salón, y trae el rostro desencajado. Entrega un mensaje a Fernando, que lee con premura:

—«Tropas musulmanas asedian las plazas de Lanjarón y Salobreña».

La noticia es devastadora.

—Francisco Ramírez se encuentra al mando de Salobreña —recuerda Beltrán—. ¿Podrá resistir?

—No podemos perder a nuestro mejor artillero…

Fernando despliega un mapa del sur de la Península sobre la mesa. Beltrán de la Cueva lo examina con él.

—Aquí se encuentra Lanjarón y un poco más al sur, Salobreña. Si toman esas dos plazas…

—Habrán conseguido abrir un pasillo hasta el mar —completa el caballero—. Eso es lo que pretenden, abastecer Granada.

—Y lo que es peor: si logran establecer un puente entre África y Granada, cientos de musulmanes acudirán a defender la Alhambra en el nombre de Alá.

Dicho esto, Fernando pliega el mapa y ordena:

—Alertad a la armada. Debemos impedir el desembarco.

Totalmente al margen de la contienda, Colón trabaja junto al cartógrafo Al-Walid. Tienen ante sí unos bocetos que representan diferentes partes de embarcaciones. Con un compás señala en el dibujo una vela latina de una nave portuguesa.

—Las velas latinas solo sirven para bordear las costas. Los vientos alisios las harán jirones en cuanto nos adentremos en el océano.

—No podréis contar solo con los vientos. Enrique el Portugués, gran navegante, padeció su falta.

Abdullah al-Walid señala un punto en una carta de navegación, junto a las costas de las islas Canarias.

—Si queréis cruzar el océano debéis serviros también de las corrientes que parten desde estas islas.

Colón toma otra lámina que representa el casco de un barco.

—En ese caso, habremos de diseñar cascos diferentes para las naves. Nuevas proas que hiendan las olas. Quillas que permitan fondear en aguas de poco calado.

—En verdad todavía tenéis mucho trabajo por delante…

Colón asiente y sigue estudiando los documentos, sin perder un ápice de entusiasmo.

Isabel encuentra a Fernando estudiando un plano de la ciudad de Granada, rodeado por sus consejeros. El rey alza la vista del documento.

—Señora… Preparaos para escuchar de nuevo tambores de guerra.

Fernando vuelve a lo suyo, señala varios puntos de la muralla en el plano.

—Construiremos más y mejores torres de asalto, desde donde dispararemos nuestras lombardas. En pocos días nuestros ejércitos penetrarán en Granada como lo hicieron en Málaga.

Isabel interrumpe a su esposo:

—¿Pensáis reducir la ciudad a escombros? ¡Jamás!

—Si no recuerdo mal, sois vos quien desea acabar con esta guerra lo antes posible.

—Así es, pero no a cualquier precio. La Alhambra debe permanecer en pie. Nuestras lombardas no quebrarán uno solo de sus ladrillos.

Fernando suspira, conteniéndose:

—Mi señora, el emir pretende que dividamos nuestras fuerzas entre las plazas costeras y Granada. Debemos tomar la ciudad para acudir al sur cuanto antes.

Consciente de la tensión entre los esposos, Beltrán de la Cueva interviene:

—Con todos mis respetos, señora. El rey tiene razón. Boabdil no solo desea abrir una vía hacia el mar, también confía en debilitarnos con esa estrategia.

—Entonces asediaremos Granada hasta que el emir no tenga nada que llevarse a la boca y se arrastre ante mí, suplicando clemencia —concluye Isabel.

Boabdil lee con preocupación la carta en la que la reina de Castilla le informa de las medidas que van a tomar contra su reino para forzar la rendición:

—«No dudaremos en sacrificar a todos vuestros animales y arrasar todas vuestras cosechas sin descanso, hasta conseguir que el hambre se adueñe de calles y estómagos. Talaremos las vides, envenenaremos los pozos y salaremos los campos, hasta que vuestras gargantas se sequen y no puedan emitir lamentos ni llantos…».

Pocos días después, la propia Isabel hace partícipes de sus planes a sus mesnadas en la arenga que les dirige a escasas leguas de Granada:

—Mientras nuestros enemigos agonizan, nosotros permaneceremos aquí. Firmes. Y para que así sea, erigiremos un nuevo campamento. Piedra sobre piedra, hasta levantar toda una ciudad. Una ciudad en la vega de Granada a la que llamaremos Santa Fe. Será recordada por los siglos como símbolo de nuestra determinación en la lucha contra los infieles.

Isabel hace una seña al cardenal Mendoza, quien bendice el terreno con su hisopo. Todos los presentes inclinan el mentón en señal de respeto.

—Dios todopoderoso y eterno, dígnate a enviar desde el cielo a tu Santo Ángel para que guarde y proteja a los moradores de esta nueva villa, Santa Fe. Amén.

El purpurado bendice a los reyes y a los presentes trazando el símbolo de la cruz en el aire, mientras todos aclaman orgullosos a sus soberanos:

—¡Dios bendiga Santa Fe! ¡Dios bendiga a los reyes! ¡Vivan los reyes de Castilla y Aragón!

Fray Tomás de Torquemada acompaña a un indignado Abraham Seneor por los pasillos del alcázar de Segovia.

—Os equivocáis —clama el rabino—. Conozco bien a Yucef Franco. Es un hombre ejemplar. De lo único que podéis acusarlo es de remendar zapatos sin descanso para sacar adelante a su familia.

—No es la Santa Inquisición quien lo acusa del crimen, son sus propios vecinos.

—Los mismos que han recibido préstamos de Yucef —bufa Seneor—. Por el amor de Dios, investigad las cuentas que tienen pendientes con el zapatero.

—Para investigar a todos los cristianos que han contraído deudas con judíos necesitaría una nueva vida.

Torquemada hace entrar al rabino en su despacho.

—Si no vais a hacer nada por el alma de Yucef, para qué me habéis hecho venir.

—Para evitar que el odio contra vuestros hermanos se propague —explica el inquisidor—. La reina ha ordenado encontrar al culpable y Yucef es sospechoso de serlo. Colaborad conmigo.

—¿Colaborar?

Torquemada asiente.

—Quiere hablar con vos. Haced pues que se sincere. No deseo atormentarlo más, vos podréis persuadirlo…

Torquemada ofrece un documento a Abraham Seneor.

—Conseguid que firme esta confesión.

El rabino toma el legajo, anonadado por la petición. Decide no obstante cumplir la voluntad de Yucef Franco e ir a verlo. Nada más entrar en el calabozo, el reo se postra ante los pies de Abraham Seneor. Este se horroriza al ver las muñecas y los tobillos descarnados, las extremidades que apenas pueden sostenerlo, el rostro magullado…

—Pero por el amor de Dios, qué os han hecho…

—¡Os juro que no he devorado el corazón de ningún niño cristiano!

Abraham Seneor niega, espantado:

—¿Qué hombre comete tales aberraciones? ¡Son acusaciones falsas!

Yucef Franco se conmueve al oír sus palabras:

—Alabado sea Yahvé, solo vos creéis en mi inocencia. ¡Sacadme de estas mazmorras, os lo suplico! No soportaré más tormento…

El prisionero solloza. Abraham acaricia su cabeza como lo haría un padre con su vástago más desvalido.

—Lo haré… Pero antes decidme, ¿conocéis al niño desaparecido?

—Es aguador. Todo el pueblo sabe de él. Alguna vez he remendado sus zapatos desgastados de andar por los caminos.

—Para ayudaros necesito algo más. Que sepáis, ¿algún vecino guardaba rencor al chico?

—No sé nada, os lo juro. Lo único que puedo deciros es que soy inocente.

Yucef se derrumba.

—Que tomen todo mi dinero —implora—. Que se queden con mis posesiones y mis animales, pero que me dejen volver con mi familia…

Yucef rompe a llorar. El rabino lo sostiene entre sus brazos. No tiene la menor duda acerca de la inocencia de Yucef.

—Haré todo lo que esté en mi mano.

En el campamento de Santa Fe, cuya construcción aún se halla en sus albores, el príncipe Juan practica esgrima golpeando con la espada un poste clavado en el suelo. El niño, agotado, apoya su arma. Fernando le ordena que continúe:

—Vamos, otra vez. En guardia.

El príncipe blande su espada y fija su mirada en el palo.

—¡Atacad!

Juan golpea ambos costados del poste con fuerza. Tras los impactos, suelta la espada con rabia. Se frota ambas muñecas.

—Me duelen las manos…

Fernando recoge el arma de su hijo.

—Más os dolerá perder una batalla.

Fernando devuelve el acero a Juan.

—Un rey ha de saber gobernar desde el trono y desde su montura. ¿Sabéis cómo me llaman mis hombres?

—El rey soldado.

—Si demostráis ser valeroso en el frente; si lucháis hombro con hombro junto a vuestros soldados; si vuestra sangre se derrama y se mezcla con la suya, os habréis ganado el favor de vuestros ejércitos. Ya nada podrá deteneros.

—Gracias, padre, por permitir que esté junto a vos.

Fernando sonríe, orgulloso.

—Es una ocasión que debéis aprovechar.

—¿Cómo?

—Fijaos en todo, escuchad las órdenes, familiarizaos con la guerra… Habéis de acostumbraros al olor de la muerte, a la sangre y a las heridas de los soldados…

El príncipe escucha en silencio. Una duda cruza su mente:

—¿Creéis que algún día podré ser como vos?

Fernando sonríe y acaricia el cabello de su hijo.

—Estoy convencido.

El rey deja a su hijo practicando y se reúne en la tienda real con Isabel. Francisco Ramírez, el Artillero, acaba de llegar al campamento. Los reyes ponen al alcaide de Salobreña al tanto de sus planes:

—Salobreña no ha de caer en manos del infiel —sentencia Fernando—. Pero no dividiré a mis mesnadas.

—Alteza, no resistiremos sin refuerzos…

Fernando niega:

—A vos os necesitamos aquí, en Santa Fe.

Ramírez parece contrariado:

—Mi señor, entended que, como alcaide de la ciudad, mi deber es asegurar la plaza.

—Necesitamos todas las manos posibles —apunta Isabel—, y sobre todo el ingenio de un hombre que lleve a término la obra.

—Me honráis con vuestra confianza, pero mi lugar se encuentra en Salobreña.

Fernando insiste, sin acritud:

—Es nuestra voluntad que os quedéis a nuestro lado, haceos a la idea. El nuevo alcaide defenderá la plaza por sus medios.

Al Artillero le asombra la resolución del soberano:

—Pero ¡lo condenáis a una derrota segura!

—No —señala Isabel—, pues su primera medida será ofrecer el privilegio de derecho de asilo.

—¿Sois conscientes de lo que supone?

La reina lee en voz alta el legajo que así lo acredita:

—«Todo hombre con cuentas pendientes con la justicia alcanzará el perdón de sus delitos si está dispuesto a vivir durante un año en la fortaleza, prestando sus servicios en su defensa».

—Ahí tenéis los refuerzos que solicitáis —remata el rey.

—Con el debido respeto, mi señor, Salobreña se llenará de malhechores y asesinos.

Fernando asiente:

—Antes preferimos ver la ciudad llena de asesinos que de infieles.

La vida de los príncipes de Portugal en estos tiempos asemeja una luna de miel que parece no tener fin. A cada momento y en cada recodo de palacio, Alfonso se lanza a besar a su mujer con pasión.

—Estaos quieto, por el amor de Dios —ruega Isabel—. Podrían vernos…

—Nada hay de malo en lo que hacemos.

Alfonso abraza y acaricia a Isabel hasta que ella logra separarse de él.

—¿Acaso no podéis aguardar a la noche?

—No. Os necesito junto a mí ahora.

Alfonso toma de la mano a su esposa y tira de ella. La pareja se pierde por los corredores sin percatarse de que el rey Juan, una vez más, los ha estado observando.

Los príncipes recorren los pasillos. Alfonso se frena delante de la puerta de una alcoba y tira de Isabel, entrando en la cámara. Cierra la puerta y la atranca. Ella, con la respiración entrecortada, mira a su esposo divertida. Alfonso hace señas para que calle, a la vez que le tapa la boca.

—Me ha parecido que venía el ayo…

En ese momento el ayo pasa por el pasillo con el mismo aire severo que el príncipe ha conocido desde niño. Dentro de la alcoba, la pareja ríe sin hacer el menor ruido.

—Jamás imaginé que podría ser tan dichosa.

Alfonso se dispone a besarla, pero Isabel lo frena:

—Juradme que solo tendréis ojos para vuestra princesa.

—Lo juro.

—Y que siempre permaneceréis a mi lado.

—Os lo juro. Nada salvo la muerte conseguirá separarnos… Incluso muertos, nuestro amor seguirá perpetuándose por los siglos.

La princesa se estremece.

—No habléis de ese modo. Me asustáis.

Alfonso la estrecha entre sus brazos.

—No temáis. Ahora estáis junto a mí. El cielo puede esperar.

La pareja se besa apasionadamente, dejándose caer sobre el lecho.

En Segovia, Abraham Seneor golpea furioso la mesa de fray Tomás de Torquemada.

—¿Qué es preciso para que os convenzáis? ¡Yucef es inocente!

Al dominico la furia del anciano no le impresiona.

—Admitirá su culpa, solo es cuestión de tiempo.

—Me obligáis a acudir a la mismísima reina. Su alteza sabrá del crimen que se está cometiendo en su nombre.

—Que sepa también que la aljama de Sepúlveda ha sido asaltada.

—¿Cómo decís?

—Familias enteras de judíos han sido apaleadas hasta la muerte. El pueblo clama justicia y no cesará hasta obtenerla.

Abraham se desespera:

—¿Justicia? ¡Claman venganza por un crimen fundado en bulos! ¿O acaso ha visto alguien el cadáver del niño? ¡La reina no puede tolerar que se desate el odio contra los míos!

—Tenéis razón. Su alteza desea acabar de una vez por todas con este asunto y vos podéis colaborar para conseguirlo.

—¿Cómo?

—Convenced a Yucef para que confiese.

Definitivamente, la táctica del inquisidor para resolver el caso asombra al rabino.

—¿Pretendéis que condene a un inocente a sabiendas de que lo es… Y de que va a morir en la hoguera?

—Si ese hombre es inocente, Dios no permitirá su ejecución.

Abraham Seneor contempla a Torquemada escandalizado. No sabe si fray Tomás se esfuerza por persuadirlo, o si sencillamente le está imponiendo una misión. El inquisidor suspira.

—Un cristiano sabe que el sacrificio de un hombre puede salvar las almas de muchos otros.

El rabino niega.

—Prefiero seguir pensando como judío. «Quien salva una vida, salva al mundo entero…».

Abraham Seneor abandona el despacho conmocionado.

—Oráis en vano. Alá hace tiempo que dejó de escuchar vuestras plegarias.

Moraima interrumpe el rezo de Boabdil. El emir se incorpora y le da la espalda. Moraima insiste:

—En la vega, los cristianos están terminando de levantar toda una ciudad en piedra, ¿cuándo vais a entender que no se irán jamás?

—¡Callad!

—Apenas queda grano en los silos y el hambre se extiende entre vuestros súbditos. Vuestros ejércitos no unirán Granada con el mar, las naves turcas han sido rechazadas…

Boabdil se desespera, y Moraima abraza a su esposo.

—Mi señor, debéis aceptarlo, estamos solos…

—Según vos, incluso Alá nos ha abandonado…

—Pensad en nuestras gentes —ruega su esposa—. En nuestro hijo Ahmed. Entregad la ciudad a los cristianos o moriremos todos.

Moraima obliga al emir a que la mire y espeta:

—Puede que Alá nos haya abandonado; no abandonéis vos a vuestro pueblo.

Por toda reacción, para desesperación de su esposa, Boabdil calla.

El Artillero muestra al rey y al príncipe Juan el plano de la iglesia que están a punto de terminar de construir en Santa Fe. Señala el dibujo de un campanario. Apenas ochenta días habrán bastado cuando la obra llegue a su fin.

—Mañana, con ayuda de las mulas, emplazaremos las campanas de la iglesia.

—Bravo. Habéis sido capaz de erigir una ciudad entera en tan pocos días…

El príncipe Juan interrumpe al rey con su tos. Fernando se fija en él.

—¿Vuestra tos no va a cesar nunca?

El príncipe se encoge de hombros. Fernando continúa dando órdenes:

—Esas campanas, quiero oírlas repicar sin descanso. Que el moro escuche el tañer de la victoria.

Fernando, satisfecho por los progresos conseguidos, coge por el hombro a Juan y lo atrae contra sí, en un gesto de viril camaradería. Al instante le palpa la frente.

—Estáis ardiendo. ¿Os encontráis enfermo?

El niño va a contestar en el momento en que le sobreviene un fuerte ataque de tos que le impide respirar. El príncipe se lleva las manos al pecho.

—¡Juan! ¿Qué tenéis, hijo?

Fernando zarandea al pequeño hasta que recobra el aliento, aunque todavía respira con dificultad. El dolor en el pecho le obliga a encogerse.

—Rápido, acudid en busca del físico.

Una vez ha examinado el galeno al niño, Fernando habla con él en un aparte. Juan continúa tosiendo violentamente, postrado en un catre. La reina está junto a él. Entre ella y Catalina le aplican paños húmedos sobre la frente.

—Preparad una cataplasma de mostaza —ordena Isabel a la dama.

Catalina asiente y sale de la alcoba. Fernando regresa junto a su esposa tras hablar con el físico.

—Juan padece un enfriamiento severo. Sus pulmones se han resentido.

—Quiero que lo vea Badoz —musita la reina.

—Señora, debéis sopesar los inconvenientes del traslado… Podría perjudicar la salud del príncipe.

Isabel, muy preocupada, se gira hacia Fernando y exclama:

—¡Vuestro hijo no sanará en este lugar!

El tono tajante de su esposa no invita a contradecirla. Fernando asiente:

—Dispondré todo lo necesario para su traslado. Partiremos de inmediato.

Con gran dolor de corazón, Abraham Seneor ha comunicado a Yucef Franco la propuesta que le ha hecho el inquisidor de Castilla y Aragón. Tras mucho deliberar, el rabino ha comprendido que Yucef, por inocente que sea, está condenado. Las agresiones contra los moradores de las aljamas no han hecho sino incrementarse. Muchos, tan inocentes o más que Yucef Franco, están siendo víctimas de las represalias. Abraham Seneor se debate entre la certeza de colaborar con una injusticia y la posibilidad de que la confesión del principal sospechoso calme los ánimos. Como era de esperar, la postura del rabino horroriza al reo:

—¡Prometisteis que me ayudaríais!

—No puedo hacer nada por vos. Y no podéis imaginar el dolor que me causa pediros que os sacrifiquéis por nuestro pueblo…

Yucef cierra los ojos. El rabino continúa, perturbado:

—Vos sabéis que cada cierto tiempo se desata la ira de los gentiles contra nosotros. Con la desaparición de ese niño, su sed de violencia ha encontrado la excusa que necesitaba.

—¿Me tomáis por el chivo expiatorio de los judíos de Castilla?

—No. Pero quienes tienen vuestra vida en sus manos así lo han dictaminado.

—¡Soy inocente y moriré abrasado!

—Confesad, convertíos a la fe católica y os darán una muerte rápida, es lo único que puedo prometeros.

Abraham Seneor entrega a Yucef el documento con su confesión previamente redactada. El preso comienza a leerlo hasta que se desespera y rompe a llorar.

—Nada de esto es cierto, ¡nada!

—Lo sé. Lo único cierto es que vuestra ejecución está decidida. Aceptad vuestro destino con valentía… Pensad que no será en vano. Muchos otros se salvarán gracias a…

—¡Yo no quiero morir! —interrumpe Yucef entre sollozos—. ¡No merezco morir!

—Yahvé recompensará vuestro sacrificio.

Yucef lanza el legajo a la cara del rabino.

—¡Yahvé me ha abandonado y vos me habéis traicionado! ¡Jamás asumiré un crimen que no he cometido!

Abraham intenta poner su mano sobre el hombro de Yucef, pero este se revuelve.

—¡Fuera…! ¡Marchaos de aquí!

El rabino asiente y se dirige hacia la puerta del calabozo; de pronto, se vuelve a mirar a Yucef por última vez. El preso se hace un ovillo en el suelo, sin cesar de llorar.

La situación en Granada empeora día a día debido a las medidas tomadas por los cristianos para forzar la rendición de Boabdil. La comida escasea y la desesperación aumenta en la misma proporción. Se han producido motines y las algaradas son constantes. Cristóbal Colón decide abandonar el reino nazarí. Así se lo comunica en una carta a su hermano Bartolomé antes de emprender viaje:

—«Hermano mío, sin reparo he de confesaros que gracias a la luz de la Alhambra he corregido el rumbo de mis conocimientos. Ahora debo partir, pero marcho con la certeza de que cuanto más me alejo de una Granada que agoniza bajo el yugo de Castilla, las costas de las Indias se me antojan más próximas…».

Menor es la esperanza de quienes comparecen en ese instante ante Aixa en un patio de la Alhambra, un par de ladrones a los que retiene la guardia personal del emir. A un gesto de Aixa, uno de los guardias obliga a uno de los hombres a extender su brazo. Otro desenvaina su alfanje, dispuesto a amputarle la extremidad. Boabdil interrumpe la ejecución de la pena en el último momento:

—¡Quietos! ¡Deteneos!

El guardia baja el arma inmediatamente.

—Fueron sorprendidos robando grano —explica Aixa—. Merecen ser castigados.

El emir fulmina a su madre con la mirada. Acto seguido, ordena a la guardia:

—Lleváoslos de aquí y azotadlos.

Seguidamente, Boabdil se dirige a los ladrones, que se han postrado a sus pies gimiendo y dando ostentosas muestras de gratitud:

—La próxima vez tened por seguro que no seré tan benevolente.

La guardia se lleva a los malhechores. Aixa recrimina a su hijo:

—¿Así es como pretendéis hacer frente a los motines? ¡Enteraos, el pueblo teme más el castigo que el hambre!

—Vos habéis atestado esta ciudad de hambrientos y desesperados, ¿qué pretendéis que hagan? ¿Dejarse morir?

Aixa sonríe a su hijo.

—¿Y a qué esperáis para arrojar su hambre y su desesperación contra los cristianos?

Boabdil da la espalda a su madre. Ya no quiere escuchar sus delirios. Pero Aixa le obliga a girarse hacia ella:

—Sois su emir, aún os veneran. ¡Aprovechaos! ¡Formad un ejército con todos ellos y acabad con el sitio!

—¿Sin armas? ¿Sin preparación? ¿Me pedís que envíe a la turba a una muerte segura?

—Mejor morir luchando que de hambre. Dejad que al menos se ganen el paraíso…

—¡No! ¡Hubo un tiempo para las armas! Ahora es momento para las palabras.

Aixa comprende lo que hay tras la respuesta de Boabdil, y le repugna.

—Tenía razón vuestro padre. No merecéis el trono.

Tras un penoso viaje hasta Córdoba, el príncipe Juan recibe por fin los cuidados de Lorenzo Badoz. La fiebre no ha hecho más que aumentar. El niño delira, entre escalofríos y sudores. Cuando el galeno presiona su torso, Juan se retuerce de dolor.

—Tiene inflamada la pleura.

—Por el amor de Dios, hablad en cristiano —exige la reina.

—Señora, temo que el viaje no haya hecho sino empeorar su estado…

—¿Su vida corre peligro?

Badoz asiente. Isabel ahoga un sollozo.

—Habré de realizar varias sangrías para evitar que los humores nocivos lleguen a los pulmones…

La reina, desolada, se esfuerza por mantenerse serena.

—Haced lo que consideréis preciso, pero recordad que en vuestras manos se halla la vida del heredero.

Badoz se pone de inmediato a la tarea. Hace una seña a Catalina, que se acerca hasta el físico con una pequeña bandeja. Contiene un afilado estilete, envuelto en un paño de lino. Badoz toma el estilete y se prepara para hacer una incisión en el pie del príncipe.

—La sangría ha de practicarse en el lugar más alejado del foco de la enfermedad…

El físico toma el pie del príncipe y consulta a la reina con la mirada antes de practicar el corte. Isabel asiente, cerrando los ojos y volviéndose para no ver correr la sangre de su hijo. Justo entonces, Fernando entra en la alcoba. Por unos instantes observa trabajar a Badoz, luego se dirige a la reina para entregarle una carta.

—Es de nuestra hija, la princesa Isabel.

La reina se recompone. Se retira del lado de su hijo y comienza a leer la misiva mientras Badoz aplica el tratamiento:

—«Amada madre, nada me complace más que haceros saber cuán dichosa y feliz me siento. Vos sabéis que acudí a mi casamiento con el corazón atenazado por las dudas y los miedos. Pues bien, sabed que a día de hoy volvería a casar con el príncipe Alfonso una y cien veces. A vos debo daros las gracias por ello y pido disculpas a Dios Nuestro Señor por haberme anticipado a vivir en el paraíso antes de que Él me juzgue merecedora».

Isabel, con la carta de su hija en las manos, contempla los padecimientos del príncipe. Vuelve a su lado, donde pasará la noche rezando para sí, con un rosario en las manos.

—Señor Todopoderoso, te ruego no permitas la muerte del príncipe. Toma mi vida si eso te complace. Llévate el alma de cualquier otro de mi familia, antes que la del sucesor de las Coronas de Castilla y Aragón, reinos que sabes a tu servicio…

No solo Isabel permanece en vela. Fernando medita en su despacho, preocupado por la salud del príncipe. Pero no solo eso enturbia sus pensamientos. Gonzalo Chacón entra en la estancia.

—Todo sigue igual. El físico no se separa de su vera.

—Gracias.

—Si se os ofrece algo más…

Fernando, pensativo, no responde. Chacón se dispone a salir cuando las palabras de Fernando lo retienen:

—Si os dijera que un buen fin podría justificar medios perversos para lograrlo, ¿estaríais de acuerdo conmigo?

—Supongo que depende de la bondad del fin…

—Y de la perversidad de los medios.

Fernando suspira, grave:

—Me enfrento a un dilema que me aboca a tomar una decisión terrible y necesito consultarlo con alguien.

—Intuyo que no ha de ser vuestra esposa…

—La reina jamás habrá de saber nada de lo que os diga.

—Estoy a vuestro entero servicio —afirma el noble, rotundo.

Fernando se aproxima a Chacón, y bajando la voz, dice:

—Si la enfermedad se llevara la vida del príncipe, ¿habéis reparado en las consecuencias para la Corona?

—Señor, vuestra preocupación es muy comprensible, pero…

—Llevo varios días sin conciliar el sueño… Nos enfrentamos a un grave problema de Estado.

—El príncipe sanará, ya lo veréis.

—¿Y si no lo hace? Juan es nuestro heredero. Vos sabéis igual que yo quién habrá de ser la siguiente en la línea de sucesión.

—Vuestra hija, la princesa Isabel.

—Casada felizmente con Alfonso de Portugal.

Fernando expresa por fin el pensamiento que lo mantiene en vilo:

—Después de tanto esfuerzo y sacrificio, de tanta sangre derramada, un rey portugués terminaría reinando en Castilla y Aragón…

—Ruego a Dios que no permita tal cosa.

Fernando, severo, se vuelve hacia Chacón:

—No ha de permitirlo Dios, pero tampoco han de hacerlo los hombres…

La noticia sobre la enfermedad del príncipe Juan de Aragón y Castilla llega por fin a Portugal, a través de una misiva que tiene como destinataria a la princesa Isabel. No obstante, es el rey de Portugal quien la tiene en sus manos. Su hijo Alfonso se la arrebata.

—¿Qué hacéis con esa carta en vuestro poder? Va dirigida a mi esposa.

—Os adelanto que contiene malas noticias para ella. Al parecer su hermano, el príncipe Juan, se encuentra muy enfermo. No saben si sobrevivirá.

Alfonso lo lamenta por su amada.

—Esto arruinará su felicidad.

—Obrad con astucia pues y no se lo digáis.

—¿Me pedís que mienta a mi mujer?

—Solamente le ocultaréis la verdad.

—¿Y si su hermano muere?

—Rezad para que así suceda.

El príncipe no da crédito a lo que oye de labios del rey. Juan de Portugal se explica:

—Isabel y vos sucederíais a sus padres. Seríais los reyes más poderosos de la Península. Hijo, debéis aprender a mirar hacia el futuro…

A Alfonso le inquieta el escenario que describe su padre. Más aún el cinismo que desprende:

—Razón de más para no ocultar la verdad a Isabel. Me niego a mezclar la política con el amor que siento por ella.

—Ahora es cuando más deberíais amarla.

—Os lo ruego, no os burléis. En cuanto la princesa lo sepa, deseará reunirse con su familia. Querrá estar al lado de su hermano. Partiremos de inmediato.

Juan sujeta con fuerza el brazo de su hijo, impidiéndole abandonar la estancia. El rey le habla con severidad:

—Por vuestra seguridad, no os lo voy a permitir.

—¿Qué insinuáis?

—No me fío de los castellanos.

—¡Mi esposa es castellana!

—No seáis necio: no podéis arriesgaros a caer en sus manos cuando vuestro futuro se halla pendiente de la muerte de un niño. Habréis de resignaros a permanecer en la corte. Por encima de vuestros sentimientos se halla la Corona de Portugal.

Alfonso reta con la mirada a su padre. Luego se marcha airado, llevándose la carta consigo. No está dispuesto a ocultar su existencia a su esposa, como le ha sugerido el rey. Evidentemente, la lectura de las noticias sobre la enfermedad del príncipe heredero inquietan a Isabel, quien no lo piensa un instante:

—Debemos marchar cuanto antes.

—No servirá de nada viajar hasta allí.

—Servirá para estar junto a mi hermano. No os entiendo.

Alfonso se revuelve, incómodo. Por fin confiesa:

—El rey ha prohibido que abandonemos la corte por cuestiones de seguridad.

—¿Cómo decís?

—Mi padre sabe que si vuestro hermano fallece, vos os convertiríais en la sucesora… Y yo con vos.

Una mezcla de enojo y decepción invade el ánimo de la princesa:

—Veo que pronto he dejado de ser lo más importante de vuestra vida. Antes que yo, se encuentra vuestra ambición.

Isabel arroja la carta a Alfonso y abandona la alcoba. El príncipe queda dolido por su torpeza.

Sin confesión no hay condena posible. Y a la Inquisición le urge designar a un culpable del crimen de La Guardia. La negativa de Yucef Franco a firmar su confesión conlleva, por tanto, que continúe el tormento. Su inocencia quedará demostrada si el reo aguanta con vida sesión tras sesión sin confesar. Pero ¿a cuántos ha concedido el Señor la capacidad de soportar tanto dolor?

—¡Parad, parad, por misericordia! ¡Fui yo! ¡Yo lo hice!

Torquemada hace una seña al verdugo.

—Deteneos, el condenado quiere confesar…

El verdugo obedece.

—¿Reconocéis vuestra culpa? ¿Firmaréis una confesión?

Yucef Franco asiente, al borde del delirio:

—Yo asesiné a ese niño. Yo abrí su pecho para extraer y devorar su inocente corazón. ¡Robé hostias consagradas y las empapé en su sangre, lo reconozco! Pero que cese el tormento…

El escribano del Santo Oficio toma nota. Torquemada se acerca al rostro de Yucef.

—No sois del todo sincero conmigo. Lo crucificasteis el Viernes Santo. Cuesta trabajo creer que tamaña aberración la perpetrarais vos solo.

Torquemada indica al verdugo que prosiga con el tormento, y este presto dispone a girar la rueda. Yucef mira con horror a sus captores.

—Tenéis razón, no estaba solo —clama raudo el judío—. Había más conmigo… Entre todos lo crucificamos en unos palos cruzados.

Torquemada parece satisfecho y detiene la acción del verdugo.

—Dadme sus nombres y os prometo que vuestro tormento habrá terminado.

Yucef Franco asiente, con lágrimas en los ojos. El escribano apunta los nombres de los supuestos cómplices que el reo va pronunciando trabajosamente, entre sollozos:

—Alonso Franco… Lope Franco… García Franco… Juan Franco… Juan de Ocaña… Benito García… Todos ellos conversos, vecinos de La Guardia… Y Mosé Abenamías, judío de Zamora…

En Évora, Alfonso de Portugal entra en la alcoba donde se encuentra Isabel acostada. El plato con su comida está intacto. El príncipe, preocupado, se acerca a ella.

—No habéis probado bocado.

Isabel se da la vuelta en la cama, mostrándole la espalda.

—¿No pensáis salir de la cama nunca más?

—Vos me tenéis prisionera.

—Eso no es cierto. Sois lo que más amo en el mundo.

—Si de verdad me amarais, haríais lo que fuera por procurar mi felicidad.

—Entonces vais a ver cuán equivocada estáis: os llevaré junto a vuestro hermano. Escaparemos juntos.

Isabel queda atónita:

—¿Desobedeceréis a vuestro padre… por mí?

—Partiremos al alba. Pero lo haremos por separado. Yo abriré el camino hasta encontrarnos en unas cuadras, extramuros de Sintra.

Isabel abraza enamorada a su esposo. Alfonso la besa.

—Preparaos para el viaje. Del resto se ocupará mi ayo.

Los detalles de la confesión de Yucef Franco han llegado a oídos del rabino Abraham Seneor. Este se presenta inmediatamente en el despacho del inquisidor Torquemada. Llega hecho una furia:

—¡Me habéis burlado!

Fray Tomás abandona sus escritos, y se limita a observar al rabino.

—¡Ya teníais a vuestro culpable judío! ¿A qué viene que ahora sean más los condenados? La reina sabrá de vuestros infames enredos, ¡os lo juro!

Torquemada se limita a extender unos documentos al rabino.

—Ahí tenéis la confesión de vuestro zapatero y las de los otros siete condenados. Llevadle copia a la reina, si se os antoja.

Abraham Seneor agita los legajos ante el rostro impasible del inquisidor.

—¡Sabéis que esto es fruto del tormento!

—Se ha hecho justicia. No habrá más represalias contra los vuestros.

El rabino le da la espalda y se marcha. Pero antes de salir, se gira desafiante hacia el inquisidor y exclama:

—Asesináis en nombre de Dios. Esa es vuestra justicia.

Abraham Seneor abandona el despacho muy irritado. Fray Tomás de Torquemada ni siquiera pestañea.

Cuando la princesa Isabel despierta se percata de que Alfonso no se encuentra a su lado. Descubre que en su lugar hay una flor como la que dejó la primera noche que pasaron juntos. También una nota:

—«Haría cualquier cosa por vos. Alfonso».

Isabel, emocionada, estrecha la nota contra su pecho. Luego, antes de llamar a sus damas para que la ayuden a vestirse, toma el amuleto que le entregó su hermano y lo besa.

—Sed fuerte, resistid, hermano mío…

Poco después, la princesa Isabel, envuelta en una capa, camina apresurada por los corredores de palacio. Al doblar un recodo aparece frente a ella la figura del rey Juan, escoltado por su guardia. La princesa intenta dar media vuelta pero es demasiado tarde.

—¡Deteneos…!

A espaldas de Isabel, dos guardias le cortan el paso.

—¡Soy la princesa! No podéis retenerme.

El rey llega hasta ella y le pregunta:

—Mi hijo. ¿Dónde está?

—No lo sé.

—¡Responded! ¿Dónde está mi hijo?

—¡No lo sé! ¡Preguntad al ayo!

—Nadie ha visto a ese hombre desde esta mañana —masculla el rey—. ¿Acaso no debíais reuniros con él?

La princesa Isabel calla. Juan de Portugal se contiene.

—Encontrad al príncipe, no puede haberse alejado mucho —ordena por fin el rey al capitán de su guardia.

El ánimo de Isabel encontraría reposo de saber que su hermano, el príncipe Juan, parece haber empezado a recuperarse de su enfermedad. Aunque muy débil y desmejorado, tiene los ojos abiertos y ha esbozado una sonrisa al ver a su madre. La reina Isabel no se ha separado de su lado, siempre con la mano de su hijo entre las suyas. Lorenzo Badoz palpa la frente del heredero.

—Las calenturas han remitido —anuncia—. Las sangrías y los baños fríos han surtido efecto. Os digo que vivirá.

Isabel, emocionada, contempla a su hijo con devoción.

—Doy gracias a Dios por haber atendido mis plegarias.

El rey Juan de Portugal espera noticias de su hijo, sentado en su trono. Está preocupado. Más que eso, le ronda un mal presagio.

—La vida de mi hermano corre peligro —insiste la princesa—. No podéis impedir que acuda junto a él.

El soberano portugués no presta atención a las palabras de su nuera. Ni siquiera parece oírlas.

—Sabed que cuando regrese Alfonso, partiremos juntos hacia Castilla, ¡y no podréis impedirlo!

Entonces el capitán de la guardia real entra en el salón. Juan, al verlo, se incorpora del trono y, apartando a Isabel, camina hacia él.

—Y mi hijo, ¿habéis encontrado al príncipe?

El capitán baja la vista.

—Lo lamento, mi señor…

—¿Qué habéis de lamentar?

El capitán, contrito, franquea el paso a sus hombres. Estos entran en la sala, portando el cuerpo sin vida de Alfonso en una parihuela improvisada con lanzas y escudos.

—Al parecer cayó del caballo…

Juan de Portugal contempla horrorizado el cuerpo inerte de su hijo. Al ver así a su marido, la princesa palidece, anonadada, como al borde del desmayo. Pero súbitamente se lanza a abrazar el cadáver de Alfonso, ahogando un grito que estremece a todos los presentes.

Al anochecer, el cuerpo de Alfonso reposa sobre su cama, ataviado con ropas de gala. Isabel llora desconsolada, abrazada al cadáver. Nobles, frailes y plañideras rodean el tálamo. El rey Juan, con lágrimas en los ojos, también vela a su hijo. El capitán de la guardia se acerca hasta el soberano. Este, sin apartar la mirada del lecho, pregunta:

—¿Se sabe algo del ayo del príncipe?

El capitán niega. Juan endurece el gesto.

—Encontradlo. Lo quiero vivo.

Cristóbal Colón ha esperado varias jornadas en la corte hasta ser recibido en audiencia por los reyes. La preocupación por la enfermedad del príncipe ha mantenido a Isabel al margen de otros asuntos. Por fin el navegante tiene ocasión de mostrar a los soberanos una reproducción en madera del casco de una de sus carabelas. Isabel y Fernando, desde sus respectivos tronos, contemplan el objeto con atención.

—La nueva forma del casco ayudará a aprovechar la fuerza de las corrientes marítimas —explica entusiasmado el genovés.

La reina solicita más aclaraciones:

—Si como decís, con la ayuda de nuevas velas y aparejos, vuestras naves son más rápidas y eficientes, ¿por qué la duración del viaje es ahora mayor?

—Porque había errado en mis cálculos. Ahora sé con certeza que mi travesía habrá de durar treinta días más de lo previsto.

—Por tanto, vuestra expedición es más onerosa —apunta el rey.

—Con todo, mi ruta todavía sigue siendo más corta que la travesía portuguesa.

—Lo siento —suspira Isabel—, no financiaremos ningún viaje hasta haber concluido la guerra en Granada.

—Señora, el viaje ha de realizarse sin demora…

Isabel interrumpe el ruego del navegante:

—El dinero de nuestras arcas está comprometido con una causa divina: la expulsión de los musulmanes.

—Extender la fe católica por tierras ignotas, ¿acaso no es también una causa divina?

—Lo es, sin duda.

—¿Y dejaréis entonces que sean los portugueses quienes emprendan tan magna tarea?

Fernando, molesto, se levanta del trono.

—¿Es acaso una amenaza? —espeta.

Colón sostiene la mirada del rey. Isabel, temiendo el enfrentamiento, interviene:

—Os conozco y sé que sois un hombre orgulloso. En Portugal ya se burlaron de vos una vez. No les daréis el gusto de hacerlo de nuevo.

—Alteza, en vuestras manos está…

—Ejercitaos en la paciencia, genovés —recomienda la reina—. Sin duda la vais a necesitar para un viaje tan largo.

Colón hace una reverencia a los reyes y abandona el salón, cruzándose con Gonzalo Chacón. El noble viene con aire claramente preocupado.

—Señora, siento informaros de que ha ocurrido una desgracia en la corte de Portugal. El príncipe Alfonso ha fallecido tras caer de su montura.

Isabel, impresionada, se cubre el rostro con las manos. De inmediato ha pensado en su pobre hija. Siente como propio su sufrimiento. Fernando, sin embargo, acoge la noticia mirando impertérrito a Gonzalo Chacón. Tan inexpresivo es su semblante que al noble se le hace insoportable y aparta la mirada.

Yucef Franco y el resto de los condenados por el crimen del niño de La Guardia comparecen ante el tribunal de la Inquisición. Todos presentan signos de la violencia padecida. Fray Tomás de Torquemada lee los cargos en un pliego:

—«Se os acusa del horrendo asesinato de un inocente para la práctica de vuestros ritos heréticos. Asimismo, se os acusa de apostasía, así como de cometer crímenes contra la fe católica». ¿Os arrepentís y abjuráis de vuestros actos?

—Esa es la mayor de las falsedades del mundo —farfulla Yucef Franco.

—Vuestra actitud os convierte en impenitentes no relapsos, por lo que se os condena a ser relajados al brazo secular, para morir en la hoguera. La sentencia se ejecutará en El Brasero de la Dehesa, en Ávila, y los bienes confiscados a los condenados se emplearán en las obras del monasterio de Santo Tomás.

Yucef, clavando la mirada sobre el inquisidor, escupe con desprecio.

Juan de Portugal, de luto y afectado, contempla la noche a través de la ventana. Como cada día al final de la jornada, el capitán de la guardia se acerca hasta él para informarle de sus progresos. El rey se anticipa:

—No habéis encontrado al ayo.

—No, mi señor. Nadie sabe de él.

—Yo sí —masculla el soberano, con amargura—. Yo sé bien dónde se esconde… Retiraos.

El capitán deja solo al rey. Juan de Portugal consigue contener a duras penas su ira y su dolor. Convoca a un escribano y le dicta una carta.

Cuando Isabel y Fernando reciben a la princesa Isabel a su regreso de Portugal quedan impresionados. Poco tiempo ha transcurrido desde su partida y sin embargo su hija parece otra mujer. La princesa Isabel camina lentamente, ataviada con una saya de sarga en señal de luto. Cubre su rostro con un espeso velo. Isabel se acerca a su hija. Levanta el velo y observa que la princesa, demacrada, tiene los ojos enrojecidos.

—Hija mía —suspira conmovida la reina—, pobre hija mía…

—Madre, sin Alfonso no deseo seguir viviendo.

La princesa rompe a llorar desconsoladamente y se abraza a su madre. Desde su posición, Fernando contempla la escena con gesto grave.

La princesa ha traído consigo una carta de Juan de Portugal dirigida a la reina de Castilla. Isabel, con la tristeza de su hija impregnada en su ánimo, lee a la luz de las velas la misiva:

—«Se ha ensañado el infortunio con nuestros reinos con desigual mesura, pues he sabido que gracias a Dios el príncipe Juan se recobra de su mal. Ha permitido el Señor que la muerte se lleve a mi hijo conservando vos al vuestro. Tal ha sido su voluntad y ante ella debemos resignarnos. Pero no ha de tornarse el dolor en rebelión contra sus designios, pues nada nos devolverá a nuestro Alfonso».

A Isabel le afectan sinceramente las palabras del rey portugués.

—«Sabed que he decidido que la princesa Isabel conserve sus títulos y privilegios en Portugal. Quiera Dios que encontremos el modo de enmendar este revés atroz y siga reinando la paz entre nuestros reinos».

Esa noche la reina Isabel no ha sido capaz de conciliar el sueño. La pena por la desolación que se ha apoderado de su hija se ha sumado a un turbio sentimiento de culpa cuya causa teme identificar. Al alba fray Hernando de Talavera viene al encuentro de la reina.

—Señora, sé que estos son momentos terribles para vos, pero hay algo que deseo comentaros.

Isabel se rehace y asiente, autorizando al fraile a exponer sus cuitas.

—He sabido que las villas castellanas vuelven a estar en paz… Finalmente, ¿cuántos fueron?

—Ocho —responde el jerónimo—. Dos judíos y seis conversos.

—Al menos ha cesado la venganza…

Fray Hernando parece avergonzado:

—Cierto mi señora… Pero temo que se haya cometido un gran desatino en vuestro nombre.

Isabel mira al fraile, extrañada. Talavera se explica:

—No ha aparecido el cadáver del niño donde se dice que fue martirizado… Ni rastro de las prácticas por las que se ha condenado a esos hombres.

—¿Insinuáis que Dios ha permitido la ejecución de ocho inocentes?

—No me atrevo a tanto, alteza.

A Isabel le cuesta imaginar que algo así sea posible:

—Decidme, si fuera tal, ¿acaso no tendría sus razones?

Talavera intenta argumentar sus dudas sin acusar a nadie:

—Es cierto que unos mueren para que otros vivan. Así lo dispuso Nuestro Señor, que se sacrificó en la cruz por todos nosotros.

—¿No obstante…?

La pregunta de la reina queda en el aire. Ante el silencio vacilante de Talavera, Isabel rompe a llorar para sorpresa del fraile.

—Señora…

—Fray Hernando, yo misma rogué a Dios para que salvara la vida del príncipe a cambio de otra —confiesa Isabel con un nudo en la garganta—. Y el Señor escuchó mis ruegos…

—Vivíais momentos de desesperación.

—¡Nada hay más doloroso para una madre que la muerte de sus hijos! Bien lo sé. Y sin embargo…

Isabel intenta recomponerse. Hay una idea que la angustia:

—Fray Hernando… Si Boabdil no entrega Granada en la hora convenida… Ahmed, que solo es un niño inocente, habrá de pagar por la traición de su padre.

—Roguemos al Señor para que el infiel ceda a tiempo.

—No hago otra cosa, os lo aseguro —confiesa la reina entre sollozos—. Pero me atormenta saber que, llegado ese día…, sería capaz de ordenar su muerte. Por Castilla. Por la vida de los míos.

Talavera contempla atónito a Isabel.

—¡Solo es un niño, fray Hernando! ¿En qué me he convertido?

El llanto amargo de Isabel se desboca. Saltándose cualquier protocolo, la reina se refugia en el pecho del fraile en busca de consuelo. Talavera la abraza, impresionado por la confesión de la reina.