11

Como cada mes de abril desde que se inició la guerra contra el infiel, la campaña de verano reemprende su curso. Desde que cayó Ronda en manos cristianas otras plazas se han rendido. Marbella lo hizo sin necesidad de combatir. Loja cayó en mayo de 1486, tras dos ataques previos fracasados, gracias a la artillería pesada del rey Fernando. Siguió la conquista de gran parte de la Vega de Granada: las fortalezas de Elvira, Salar, Íllora, Moclín —cuyo asedio duró tres días—, Montefrío, Colomera… Por fin, el avance de las mesnadas de Fernando ha alcanzado la costa. Allí, el 27 de abril de 1487, los cristianos se han hecho con Vélez-Málaga.

El alcaide Abul Kasim Benegas encabeza el grupo de cautivos capturados en la toma de la ciudad. Los musulmanes permanecen arrodillados ante Gonzalo Fernández de Córdoba y Gutierre de Cárdenas. Entre los derrotados y los vencedores reposa una parte del botín obtenido: arquetas con objetos de oro y plata, armas, joyas, cerámicas y telas suntuosas. Cárdenas comunica lo que Fernando ha dispuesto para ellos, haciendo solemne lectura del documento que sostiene en sus manos:

—«Es voluntad del rey expulsar de Vélez-Málaga a todos los que no crean en Jesucristo Nuestro Señor. Podrán llevarse no obstante sus muebles y enseres».

Por previsible que fuera, los cautivos encajan con pesar la decisión.

—«Igualmente, se consagrarán sin tardanza las mezquitas a la única fe verdadera».

—Sirva de castigo por vuestra resistencia —apunta Gonzalo—. Y dad gracias: mayor habría de ser por atentar contra la vida de nuestro rey, que por bien poco se libró de morir alanceado.

—«Nada se hará, sin embargo, contra los habitantes de las alquerías —continúa Cárdenas—. Ellos podrán conservar bienes y costumbres, siempre que no guarden armas y respeten las leyes de Castilla».

A Abul Kasim Benegas no le sorprende la excepción: las huestes cristianas y sus señores necesitan alimentarse. Gonzalo lo confirma a renglón seguido:

—Trabajad vuestros campos, como habéis hecho para los nazaríes, o pronto las fincas serán requisadas.

—«Por último, el rey nombra alcaide de Vélez a don Francisco Enríquez en sustitución del vencido Abul Kasim Benegas. A vos, Abul Kasim, el rey os encomienda una misión: id al encuentro de El Zagal. Relatadle lo ocurrido aquí, pues tal es el futuro que le aguarda».

Contiene su ira El Zagal al saber lo sucedido en Vélez de labios del que fuera su alcaide. Conocedor de su valerosa resistencia y de las penurias que esta le ha procurado, no se ensaña con el mensajero:

—Nada habéis de temer pues habéis defendido Vélez con honor del ataque de esos perros. Yo mismo fui incapaz de socorreros. Volved con los vuestros si así lo deseáis, o quedaos a nuestro lado. La guerra no ha terminado; en Málaga lo tendrán más difícil.

Abul Kasim Benegas se retira respetuosamente. Entonces El Zagal se muerde el puño, rabioso.

—¡Dejarse engañar por corderos! ¡Corderos con fuego en las astas!

Yahya Alnayar intenta justificar que los defensores de Vélez fueran embaucados por el pintoresco ardid ideado por Fernando y sus hombres. Tomaron los de Vélez las luces que descendían por la ladera norte por la arremetida de las mesnadas cristianas. Opusieron contra ellos al grueso de sus fuerzas. Entretanto, el flanco sur de la muralla quedaba desprotegido. Por allí entraron las huestes de Fernando, mientras un rebaño de corderos con antorchas prendidas en los cuernos avanzaba despavorido hacia los muros septentrionales de la plaza.

—Siendo de noche, pensaron que era la infantería que atacaba —se lamenta Alnayar.

—¡Pero no debían dejar la retaguardia a merced del enemigo!

El Zagal le da la espalda. Alnayar intenta tranquilizar al autoproclamado emir:

—Mi señor, os honra haber dispensado al alcaide. No mentís al decir que la plaza resistió con honor. Otros no lo han hecho.

—Y serán castigados por ello. —El Zagal se vuelve hacia él, rencoroso—. Si tenéis noticia del paradero de los alcaides de Benaquez, Casis, Lacus y Maro, hacédmelo saber. Responderán por su cobardía.

El Zagal sabe que la derrota en Vélez-Málaga ha sido decisiva para que caigan otras muchas poblaciones de mayor o menor tamaño. Castell de Ferro, Canillas de Albaida, Cómpeta, Almogía, Albayate, Iznate, Macharaviaya, Sinatan, Benamocarra, Cajiz, Salares, Corumbela, Rubite, Lagos, Algarrobo, Daimalos, El Borge, Borgaza, Benamargosa, Almáchar, Cútar, Torrox Alhauer, Torrox Alhandaque, Torrox Almedina… Una tras otra sucumben en los meses cálidos de 1487. Aunque quizá a menor ritmo de lo que los más impacientes desearían, la campaña de reconquista no se ha detenido.

Tras mucho insistir, los reyes han conseguido que Boabdil comparezca ante ellos en Córdoba. Desde que tuvieron noticia del pacto entre el hijo y el hermano de Muley Hacén para repartirse el reino de Granada, el enojo de Isabel y Fernando ha ido en aumento.

—Habéis faltado al juramento de lealtad y obediencia que nos hicisteis —advierte la reina—. Ningún trato que hagáis con El Zagal tiene validez.

Boabdil mantiene la calma. Sabe que está obligado a dar explicaciones por su proceder.

—No os he traicionado. He conseguido que me entregue la mitad del reino sin verter una gota de sangre. Ahora Granada vive en paz.

—Incauto —espeta Fernando—. Vuestra tregua solo le beneficia a él; mientras tanto, reagrupa a sus huestes a la espera de refuerzos.

—¿Creéis que las mías no necesitan un descanso? Necesito tiempo para recuperar Granada.

—Vos no decidís cuándo os toca descansar. Nuestros hombres os pusieron a las puertas de Granada con un fin: echar a El Zagal de la Alhambra y recuperar el trono para Castilla.

—Todo lo demás sobra —remata Isabel—. Entendedlo de una vez. Y no cometáis más errores, Boabdil. Mucho depende de vuestras decisiones.

Al joven emir le afecta la amenaza implícita en la advertencia de la reina. El destino de su hijo Ahmed está en juego. Algo que habrá de tener bien presente pues los castellanos parecen dispuestos a actuar contra su rehén si Boabdil los traiciona.

De vuelta a la corte nazarí, Aixa aguarda impaciente el resultado del encuentro de su hijo con Isabel y Fernando. Este sacude la cabeza, impotente.

—No permitirán el pacto con El Zagal. Teníais razón. O acabamos con él o habremos de enfrentarnos a los castellanos.

Aixa contempla al emir con un punto de condescendencia.

—A los cristianos les conviene que nos debilitemos luchando entre nosotros.

—Nos empujan a una guerra que solo terminará con la destrucción de nuestro reino.

—¡No os rindáis antes de hora! ¡Aún podéis salvar Granada! Obedeced al infiel, pero exigid que cumpla su parte: que nos abra paso hasta la Alhambra.

—Dudo que envíen más tropas. Hemos perdido su confianza.

—Haced que os tomen por su vasallo más leal. Les ofreceremos algo a cambio.

—¿El qué? Nada nos queda para negociar.

Boabdil no parece tan convencido, superado por los acontecimientos. Aixa responde, sonriendo con malicia:

—Podemos recuperar su confianza y a la vez asestar un golpe mortal a vuestro tío.

—¿Cómo?

—Abriéndoles las puertas de la ciudad más rica del reino.

Boabdil se tensa al comprender de qué se trata. Recuerda las palabras de Aben Hud: si cae Málaga, la siguiente será Granada. ¿Tan grande ha de ser el sacrificio? ¿Tan desesperados están? Pero quizá baste para ganar tiempo, como opina Aixa, mientras llegan refuerzos del otro lado del Estrecho y se unen bajo su mando. Permita Alá que en un futuro puedan recuperar tan estimable plaza.

No obstante, Boabdil se apresura a reemprender la ofensiva contra su tío con vistas a apaciguar las sospechas de los cristianos.

—Los hombres de Boabdil nos han atacado al rayar el alba —anuncia Yahya Alnayar en la Alhambra.

El Zagal escoge una pieza de fruta de una fuente mientras analiza la situación. La ruptura de la tregua no le sorprende.

—¿Habéis rechazado la incursión?

—Sí, mi señor. Ha sucedido como habíais previsto.

—Sería un necio si confiara en la palabra de mi sobrino.

El Zagal corta la fruta con su cuchillo.

—¿Había tropas cristianas entre sus hombres?

—Varias guarniciones de a pie.

El emir, pensativo, deja la pieza de fruta para otro momento.

—Es astuto el rey Fernando. Envía a Boabdil a hostigarnos mientras él prepara la verdadera ofensiva. Que nuestros oteadores estén más alerta que nunca. Pronto sabremos qué pretende en realidad.

Pero antes lo sabrán sus hombres. En Córdoba, el aragonés tiene un mapa del reino de Granada extendido sobre la mesa. Gutierre de Cárdenas, Gonzalo Fernández de Córdoba y Francisco Ramírez, el Artillero, están pendientes de sus palabras. Fernando mira a los suyos, con cierto brillo en los ojos.

—Tenemos a El Zagal muy ocupado defendiendo la Alhambra de los ataques de Boabdil. Es nuestra oportunidad. Ha llegado el momento de atacar su plaza más preciada: Málaga.

Gonzalo y Fernando intercambian una mirada de complicidad.

—La defenderá con uñas y dientes. Pero conquistar Málaga significa derrotar a El Zagal. Es ganar la guerra.

Los cuatro se miran, calibrando la sentencia del rey. Fernando se centra en el mapa.

—La campaña se basa en dos pilares: primero, asediaremos la ciudad.

Marca sobre el mapa los movimientos de las tropas que prevé.

—Ocuparemos la vega con nuestros ejércitos. Para ello hemos reunido doce mil caballeros y cincuenta mil peones. Debemos decidir la ruta: por Antequera o por Marbella.

—Desde Antequera tendríamos que cruzar las montañas —advierte Gonzalo.

Cárdenas prefiere la otra opción.

—En cambio desde Marbella el terreno es más accesible, iremos más deprisa.

—Avanzaremos hacia el sur por Antequera —decide el rey—. Yendo en línea recta hasta el mar partiremos el reino en dos.

—Entiendo —acata Cárdenas—. Málaga quedará aislada de Granada.

—Es vital impedir que reciba ayuda. La armada, al mando de Galcerán de Requesens, bloqueará la entrada por mar. Nuestras mesnadas se ocuparán de hacerlo en tierra.

Fernando se dirige a Francisco Ramírez:

—El segundo pilar de la campaña es la artillería. Ahí entráis vos. Hemos doblado el número de baterías… Ya es hora de hacerlas tronar contra las murallas de Málaga.

—Bendito el fruto de la bula de cruzada —apostilla Cárdenas, no sin sorna.

—El problema es llegar hasta allí —señala el Artillero—. Por lo que sé, los caminos son poco más que sendas. Imposible transportar las piezas por ellos.

—Solucionadlo. Si es menester, construid nuevos pasos para que los carros lleguen sin contratiempos. Aunque haya que retrasar el asedio. La conquista de Málaga depende de vos, Ramírez, tenedlo bien presente.

El Artillero asume el reto. Fernando se despide de él:

—Haced pronto todos los preparativos necesarios. Debéis partir cuanto antes. Nos reuniremos frente a Málaga.

Beatriz de Bobadilla entra demudada en la alcoba real. Hace una reverencia precipitada ante Isabel, interrumpiendo sus quehaceres.

—Alteza. Una dama solicita veros…

A Isabel le extraña tanta urgencia. Beatriz se explica:

—Es doña Isabel de Solís.

La reina recuerda la desventura de la joven raptada. La recibirá de inmediato en privado. Isabel de Solís ha llegado a la corte acompañada por su hijo Nasr. Ambos visten ropas tan humildes como la actitud con la que se presenta quien fue cautiva de los musulmanes. Nada más verla, Isabel se disculpa ante ella con total sinceridad:

—Vuestro padre acudió a nosotros desesperado, en busca de auxilio. Ofrecimos un rescate al emir, mas de nada sirvió.

—Os lo agradezco igualmente, mi señora. Hicisteis cuanto estaba en vuestra mano.

—Desde entonces os tengo en mis oraciones.

A Isabel de Solís le emociona la preocupación de la reina:

—Recuerdo nuestro primer encuentro, vuestra generosidad. Por eso he osado presentarme ante vos y suplicar vuestra protección.

—Contad con ella, os doy mi palabra. Haré cuanto sea necesario para que olvidéis tanto sufrimiento.

El rostro de quien meses atrás yacía junto a su amado emir se ensombrece.

—Ojalá tal cosa fuera posible. Ha sido… el peor de los calvarios.

Isabel y Beatriz de Bobadilla, ignorando la vida de la Solís junto a Muley Hacén, la miran con conmiseración.

—He vivido aterrorizada, rodeada de infieles, sufriendo humillaciones sin cuento.

La voz de Isabel de Solís se quiebra:

—He llegado a pensar, Dios me perdone, en poner fin a mis días…

Beatriz se santigua.

—Solo el anhelo de regresar me mantenía con vida —continúa—. Y sin embargo, ahora… me da miedo.

Isabel toma su mano, tratando de reconfortarla.

—¿Teméis el reencuentro con los vuestros?

—Temo sobre todo a mi padre. ¿Y si no me acepta después de… de todo lo que he vivido? ¡No podré soportarlo!

La compasión dicta rápidamente las decisiones de la reina:

—Permitidme que le escriba. Apelaré a sus sentimientos de buen padre y mejor cristiano. Veréis cómo acude enseguida junto a vos. Beatriz, conseguid a nuestra invitada unas ropas más apropiadas.

—Otra vez debo agradeceros vuestra generosidad.

Entre muestras de gratitud, Isabel de Solís abandona la estancia junto a Beatriz de Bobadilla. Las damas recorren los pasillos del alcázar hasta llegar ante una puerta. Beatriz de Bobadilla la abre, cediéndole el paso. La Solís vacila antes de entrar:

—¿Os importaría llevarme primero junto a Nasr?

—No os inquietéis por él. Está correteando por el jardín con mis hijos y con los infantes.

Isabel de Solís asiente y entra. Justo en el momento en que cruzan el umbral, Aixa aparece por el otro extremo del corredor. Viene escoltada por la guardia y pasa de largo por delante de la entrada a la estancia. Las dos rivales no se han visto por muy poco.

Aixa ha venido a entrevistarse con el rey Fernando. La madre de Boabdil le expone el motivo de su visita, que nada tiene que ver con la presencia de Isabel de Solís en Córdoba:

—Mi hijo hace todo lo que puede, alteza, pero El Zagal se ha hecho fuerte en Granada. Necesitamos más hombres, artillería…

—¿Habéis venido a pedirme que tome la Alhambra por vos?

Aixa sostiene la mirada del rey con dignidad, aunque evita mostrarse desafiante.

—No menospreciéis nuestra valía. Por separado, ni vos ni mi hijo podréis acabar con El Zagal. Lo sabéis mejor que yo.

—Habréis de terminar la tarea por vuestra cuenta. No voy a enviar más huestes a Granada.

—Lo haréis… cuando hayáis tomado Málaga. ¿O no es ese vuestro próximo paso?

Fernando no acusa la alusión. Oculta una vez más sus verdaderos planes:

—Málaga será cristiana… como Granada lo será un día. Pero es una campaña muy costosa que hoy, por desgracia, no podemos afrontar.

—Muy costosa, sin duda. Nada os garantiza la victoria, pero es seguro que sufriréis graves pérdidas… A menos que alguien os abra sus puertas.

—¿Pensáis convencer a El Zagal para que nos la entregue?

—Podemos evitar una sangría —replica Aixa—. Con nuestra ayuda, la ciudad caerá intacta, conservando su prosperidad y su riqueza.

A los ojos de Fernando, Aixa parece muy confiada en lograrlo.

—Y suponiendo que fuerais capaces de hacer tal cosa, ¿cuál sería el motivo de tanta generosidad?

—La lealtad.

Fernando reprime una sonrisa.

—Hacia vos, pero también hacia los nuestros —añade la musulmana—. Tenemos partidarios en la ciudad.

—¿Y a qué esperan para proclamar emir a vuestro hijo?

—Son muchos los que padecen la tiranía de El Zagal pero no osan rebelarse por temor a perder la vida, bien lo sabéis.

—¿Y el miedo no les impedirá negociar la entrega de la ciudad? —inquiere Fernando, aparentemente escéptico.

—No, mientras El Zagal siga en la Alhambra, acosado por nuestras fuerzas… Si somos generosos nos abrirán las puertas.

A pesar de sus reservas, Fernando empieza a ver posibilidades reales en el plan de la nazarí.

—Ahora decidme, ¿qué queréis a cambio?

—Una vez esté Málaga en vuestras manos, pondréis al mando de Boabdil tropas suficientes para tomar la Alhambra.

—Algo más queréis…

—Cuando mi hijo sea emir, negociaremos de nuevo los términos de nuestros acuerdos.

—No es poco.

—Málaga bien lo vale.

Fernando la mira, cauto, sin dejar traslucir nada. Al momento, concluye:

—Abridnos sus puertas y entonces hablaremos.

Como inicio del citado plan, Boabdil convoca un encuentro con sus supuestos partidarios de Málaga. Ha conseguido reunir alrededor de una mesa a nobles musulmanes, judíos de buena posición de la aljama malagueña e incluso comerciantes cristianos, como el napolitano Domenico Coppola. Boabdil no se detiene en preámbulos:

—Castilla planea un ataque inminente sobre Málaga.

Sus interlocutores se agitan ante la noticia, no por barruntada menos temida.

—La ciudad será asediada. Vos y vuestras familias seréis víctimas de bombardeos, saqueos y enfermedades. Ser el feudo más valioso de El Zagal traerá la ruina a todos sus habitantes.

Boabdil observa el impacto de sus palabras en los rostros de los allí reunidos.

—Por fortuna, aún puede evitarse. Sois los hombres más ilustres de Málaga, los comerciantes más prósperos. A vos os corresponde decidir el futuro de vuestra ciudad, no a El Zagal.

Domenico Coppola interrumpe el discurso del emir:

—Al grano, ¿qué proponéis?

—Un pacto que garantizará la vida de vuestras familias. Y vuestras haciendas, y vuestros negocios…

—¿A cambio de que nos alcemos contra vuestro tío?

—Entregadnos la ciudad y el rey Fernando convertirá Málaga en un realengo, con los beneficios que conlleva. Se respetarán vuestras costumbres y también los preceptos del Islam.

La oferta parece calar en los presentes. Coppola, no obstante, parece escéptico.

—¿Qué ganáis vos?

—El apoyo de Castilla para librar a Granada de El Zagal.

—Así os lo habrá prometido el rey, sin duda… Mas cuando entre en Málaga olvidará sus promesas. Tomará cuanto le plazca y perseguirá a todos los que no sean cristianos.

Boabdil le deja hablar, algo desconcertado:

—¿Ponéis en duda su palabra?

—Debimos ser más cautos cuando la dio en Nápoles. Allí la comprometió ante el Papa: no habría represalias, los barones alzados contra el rey Ferrante podían estar tranquilos… Algo de verdad hubo: todos descansan en paz. Yo mismo tuve que huir con mi familia para salvar la vida.

Boabdil trata de no perder pie ante los congregados:

—¿Y la ponéis en manos de El Zagal? ¿Por qué?

—Nos ha ido bien con él… Es un gran estratega al mando de poderosas mesnadas. Y hasta ahora ha cumplido su palabra. Sus mejores hombres defienden la ciudad, no será fácil que caiga.

—Pensadlo mejor —insiste Boabdil mirándolos a todos—. Un buen acuerdo de paz puede ser tan provechoso como una victoria.

El emir apela a la complicidad del resto de los asistentes, que callan. Coppola se levanta, parece dispuesto a irse.

—Si todo lo que traéis es la palabra del rey Fernando, no contéis conmigo.

Para desesperación de Boabdil, el resto de los notables también abandonan la reunión. El emir regresa a su corte desesperado por el fracaso. Busca otro modo de ganar tiempo y, a la par, asegurarse el respaldo de Fernando. Ignora sin embargo que la noticia de su maniobra ya ha llegado a la Alhambra. Así se lo comunica El Zagal a Yahya Alnayar:

—Nadie suspira en Málaga sin que yo me entere… Boabdil intenta que los malagueños nos traicionen. Pretende que entreguen la ciudad.

—No se atreverán.

—De momento algunos se han reunido con él a mis espaldas. Si estalla una rebelión, será difícil defender la plaza.

—Con o sin ella, los infieles van a atacar, eso es seguro.

El Zagal corrobora el mal presagio.

—No podemos perder Málaga. Hemos de asegurar su defensa, concentrar el mayor número de tropas… Debería ir yo mismo, pero el reino se gobierna desde este palacio. No puedo permitir que caiga en manos de Boabdil.

Alnayar espera en silencio la decisión de El Zagal.

—Escribid a nuestros aliados en África —ordena por fin—. El caíd de los Gomeres prometió enviarnos tropas. Que lleguen a Málaga cuanto antes. Sus huestes se harán con el control de la ciudad.

Alnayar obedece. La mirada de El Zagal revela su deseo de venganza.

—Lo pagarán caro esos traidores.

Cuando Boabdil vuelve a comparecer ante Fernando, lo hace junto a tres caudillos nazaríes. Todos ejecutan una marcada reverencia hacia Fernando, a quien han entregado valiosos obsequios. Boabdil habla en nombre de sus acompañantes:

—Los caudillos de Comares, Nerja y Bentomiz os entregan sus plazas. Sus moradores ahora son vuestros vasallos. Tomad estos presentes como muestra de lealtad y sometimiento.

Desde el trono, Fernando niega con la cabeza hacia Gonzalo Fernández de Córdoba; no es lo que esperaba de Boabdil.

—Os prometemos que vuestras costumbres serán respetadas —declara el rey—. Tendréis justicia y paz al amparo de Castilla. Marchad con Dios. Vos no, Boabdil.

Cuando los nuevos vasallos nazaríes de Castilla se han retirado discretamente, Fernando interroga al emir:

—Esperábamos la rendición de Málaga, no la de unas villas. ¿Acaso vuestros partidarios os han dado la espalda?

—Lo lamento, alteza. Fui incapaz de ganarme sus voluntades.

—¿No confían en vos? El Zagal continúa en la Alhambra. Se suponía que, sin su presencia, los malagueños se avendrían a pactar.

—No lo harán. Ya no. Mi tío ha pedido ayuda a los gomeres.

Gonzalo y Fernando se miran sabedores de que es una mala noticia. Boabdil prosigue:

—No hay soldados más fieros en África. Se espera su llegada inminente a la ciudad. Ya nadie osará desafiar a El Zagal.

Dicho esto, Fernando despide a Boabdil. Una vez a solas, el rey valora con Gonzalo la nueva situación:

—Los gomeres en Málaga…

—Eso no va a hacer más fácil su conquista…

—¿Qué sabemos de la armada?

—En unos días estará frente a la ciudad, dispuesta a bloquear el puerto.

—Hay que impedir que desembarquen los refuerzos. ¿Y Ramírez, el Artillero?

—Debería estar a pocas leguas de Málaga.

—Bien. Todo depende de que consiga tomar posiciones y plantar sus baterías ante la ciudad. Hemos de marchar lo antes posible.

Entretanto, desde el Albaicín, las mesnadas de Fernando y Boabdil han seguido hostigando con brío renovado a los partidarios de El Zagal. Tras una jornada de combates, el emir vuelve del frente agotado, con sus ropas manchadas de tierra y de sangre.

—Las huestes de Boabdil no dejan de aumentar… Organizad mejor la defensa. Que los hombres descansen por turnos.

Yahya Alnayar asiente. Trae una información esperanzadora:

—Mi señor, los gomeres han conseguido desembarcar en Málaga.

El Zagal acusa la noticia. Por fin una buena nueva en medio del recrudecimiento de la ofensiva enemiga. El emir cavila en silencio antes de preguntar:

—¿Cuánto podremos resistir en la Alhambra?

—Tenemos víveres, la posición es segura…

—Pero aquí estamos aislados…

Alnayar baja la cabeza. Admite que es así.

—En Granada jamás recibiremos la ayuda que necesitamos —advierte El Zagal—. En cambio, en Málaga… No deberíamos desaprovechar la llegada de los gomeres.

—¿Dejaréis caer la Alhambra?

—Ojalá pudiera conservar ambas plazas, pero temo que persiguiendo ese empeño perdamos las dos. Quizá replegándonos a Málaga sea posible reorganizar nuestras fuerzas.

Alnayar aguarda la difícil decisión del emir, que no tarda en llegar:

—Sea. Partamos enseguida.

El mismo día de la llegada de Isabel de Solís, un emisario real partió hacia los dominios de Sancho Jiménez de Solís para comunicarle que su hija se hallaba sana y salva bajo el amparo de la reina. Varias jornadas después, el anciano padre de Isabel de Solís ha llegado al alcázar, impaciente por reunirse con ella. La Zoraida musulmana viste ahora ropas distinguidas, propias de las damas castellanas de mayor rango, que la reina ha puesto a su disposición. Sancho Jiménez de Solís se queda mirando a su hija. La encuentra cambiada pero sigue siendo la misma que le arrebató el infiel. Los dos se funden en un emocionado abrazo.

—Creía que os había perdido para siempre —solloza el padre.

—Cuánto he soñado con este momento. ¡Por fin el Señor ha escuchado mis súplicas!

Sancho Jiménez de Solís besa a su hija en la frente, se enjuga una lágrima. Beatriz de Bobadilla entra en la sala, acompañada por Nasr. Anima al niño a acudir junto a su madre, que lo recibe con los brazos abiertos.

—Este es mi hijo, Nasr. Vuestro nieto.

Al ver el rostro del niño, Sancho Jiménez de Solís se tensa. No esperaba que su hija hubiera vuelto con tan sorprendente descendencia. Ni oculta su rechazo, ni reprime su ira:

—¡Habéis traído con vos la prueba de vuestra deshonra! ¿Cómo os atrevéis?

—Padre, os lo ruego, él no tiene la culpa.

—A vos os recibo con los brazos abiertos. Pero a él… Es un infiel. ¡Hijo del pecado! ¡Debería haberse quedado en Granada, con los de su ralea!

—¡Os lo suplico! —solloza la Solís—. Sois mi familia, padre. ¡Mi única familia! Vos mejor que nadie deberíais entenderlo. ¡No me pidáis que me separe de él!

—No os lo pido. ¡Os lo exijo!

Sancho Jiménez de Solís abandona airadamente la estancia. Ante la mirada compasiva de Beatriz de Bobadilla, Isabel de Solís abraza a su hijo. Trata de mantenerse serena mientras su padre se aleja, pero cuando relata a la reina lo sucedido parece inconsolable.

—Dad tiempo a vuestro padre —aconseja Isabel—. Las emociones son como el agua de lluvia, necesitan reposo.

—Pensaba que con vuestra petición bastaría —gime la desdichada—. Dios mío, ¿no terminará nunca este sufrimiento?

—Calmaos, cuando llegue el momento hablaré personalmente con don Sancho.

Isabel de Solís mira a la reina, esperanzada.

—Acompañadme a mi alcoba, guardo una lectura que os confortará… Os la mostraré.

Ambas mujeres salen al corredor. Apenas han dado unos pasos cuando ven a Aixa en el extremo opuesto del pasillo. La tensión en el rostro de la musulmana es patente. Va hacia ellas e Isabel de Solís queda paralizada.

—Permitid que me vaya —ruega a la reina.

—Permaneced a mi lado. No tenéis de qué esconderos.

Aixa solo se inclina ante la reina. Con Isabel de Solís es altiva y hostil.

—Confiaba en no volver a veros jamás.

—Esta dama está bajo mi protección —advierte Isabel—. Le debéis respeto.

—¿Habiéndome arrebatado a mi esposo?

—Vuestro esposo la raptó, la humilló, la esclavizó, la convirtió en su concubina contra su voluntad…

A Aixa se le escapa una sonrisa irónica.

—¿Eso os ha contado?

—Alteza, os lo ruego —tercia la Solís—. No la escuchéis.

—Llegó como esclava, cierto, y mi esposo la liberó —puntualiza Aixa—… Y libremente se convirtió en su esposa.

—¿Tenía otra opción? —pregunta cortante la reina.

—Muley Hacén jamás obligó a una mujer a estar con él. —Aixa se gira hacia la Solís—. Mi esposo fue vuestro cautivo, no al revés.

Isabel observa a las dos mujeres. Ha detectado que algo no encaja.

—¿Negáis que ha sido una víctima de vuestra barbarie?

—La víctima sois vos… de sus mentiras. Tomó el nombre de Zoraida, abrazó el Islam de buen grado y siguió al Muley en su retiro.

La reina Isabel acusa la revelación. Aixa aprovecha para seguir atacando a su rival:

—¿Os ha contado que murió en sus brazos? ¿Que nadie le lloró como ella?

—Alteza, nada de lo que dice…

Isabel hace callar a la impostora con un gesto seco. Es gélida la mirada que le dirige. Isabel de Solís baja la vista, sabiéndose derrotada. La reina invita a Aixa a seguirla hacia su despacho. Quiere conocer su versión a solas.

—Más tarde hablaré con vos —espeta a una lívida Solís al dejarla en el corredor.

Como es de suponer, en su relato Aixa no ahorra a Isabel un solo detalle de la relación entre Muley Hacén y la entonces llamada Zoraida. Tampoco de su creciente influencia en el reino nazarí:

—Mi esposo perdió la cabeza y ella sacó todo el provecho que pudo. No os dejéis engañar por su piel de cordero.

—No parece tan ambiciosa…

—Lo es. No cejó hasta que Muley Hacén designó a su hijo como sucesor… Y pactó con El Zagal que él ocuparía la regencia mientras fuera menor de edad.

Isabel mira con interés a Aixa.

—Entonces ¿Nasr podría disputar el trono a vuestro hijo?

Aixa, dolida, asiente. Se da cuenta de que ha despertado el interés de la reina.

—Por eso Granada está dividida en dos. Boabdil defiende sus derechos legítimos, mientras El Zagal pretende gobernar en nombre de ese niño.

—No estaba al corriente.

—El pequeño Nasr es una amenaza para mi hijo, pero también os perjudica a vos.

Isabel atiende, pensativa.

—Ese niño legitima a El Zagal, vuestro verdadero enemigo en Granada. Si cayera en sus manos…

—Tenéis razón, hay que poner remedio. Pero no veo cómo.

—Es preciso impedir que aspire al trono de Granada. Hay que dejar a El Zagal sin argumentos, que todos comprendan que es un usurpador.

Isabel se queda pensativa, intentando dar con una solución.

—Puede que haya una manera… ¿Aceptaría Granada ser gobernada por un emir cristiano?

Aixa intuye la idea de Isabel y sonríe, complacida.

—Jamás.

Más tarde, la reina convoca a Isabel de Solís. Esta vez lo hace a solas, sentada en su trono, mostrando ante la embaucadora toda su irritada autoridad.

—¿Por qué no dijisteis la verdad desde el principio? Nada malo os hubiera ocurrido.

Isabel de Solís permanece arrodillada ante el sitial. Imposible parecer más compungida.

—No sabéis cuánto me arrepiento.

—El arrepentimiento no basta. Habéis intentado burlarme.

—Perdonadme, os lo suplico.

—Os habéis aprovechado de mi confianza y de mi buena fe, no hay perdón que valga.

—¡Vos también sois madre! ¡Os juro que todo lo he hecho para proteger a mi hijo!

Isabel de Solís rompe a llorar. La reina no se conmueve lo más mínimo.

—Dejad de llorar, ya no sé cuándo son sinceras vuestras lágrimas y cuándo no.

Isabel de Solís se esfuerza por contener el llanto.

—Por Dios, alteza, tened misericordia… Sin vuestro amparo no tengo adónde ir.

Isabel calla un instante. Permite que la renegada sufra un poco más. Luego, con igual severidad, continúa:

—Os di mi palabra de que proveería por vos y voy a cumplirla.

Isabel de Solís vislumbra cierta esperanza.

—Mas a partir de ahora se acabaron los embustes. Os exijo obediencia y lealtad. A vos y a vuestro hijo.

—¿Mi hijo? ¿Cómo puede un niño demostraros su lealtad?

—Quiero asegurarme de que nunca reclamará sus derechos como heredero de Muley Hacén.

—Tenéis mi palabra de que así será.

—Como comprenderéis, vuestra palabra de poco vale. Que sea Dios Nuestro Señor quien garantice nuestro acuerdo.

Isabel de Solís acata la voluntad real sin terminar de entender qué pretende Isabel. No es otra cosa que bautizar al pequeño Nasr e impedir así su eventual acceso al trono nazarí.

En una solemne ceremonia oficiada por fray Hernando de Talavera, el sacerdote unge con agua bendita la frente de Nasr ben Alí:

Ego te baptizo in nomine patris et filii et spiritus sancti. Amen.

El niño toma el nombre de Juan de Granada. La reina ha aprovechado para hacer del bautizo un acto de propaganda y reivindicación frente al Islam desde la propia corte. Es ella la primera que besa la frente del niño. Acabada la ceremonia, la reina se dirige a los presentes:

—Congratulémonos de este día. Congratulémonos porque la fe verdadera triunfa en su cruzada contra el infiel.

Desde su posición preferente, Sancho Jiménez de Solís alza su rostro hacia la reina.

—Hoy Juan de Granada ha sido bautizado y esa ha sido una gran victoria. Nació bajo el yugo del Islam, y, gracias a Dios, se ha librado de sus garras. Ha abrazado nuestra fe y como nuestro hermano en Cristo lo acogemos con alborozo.

Todos los presentes prorrumpen en aclamaciones:

—¡Viva Castilla! ¡Castilla! ¡Abajo el infiel! ¡Viva la reina!

A continuación, la reina acepta las muestras de respeto de los invitados. Don Sancho besa su mano y se inclina en una reverencia. La reina parece satisfecha:

—Me place que hayáis acompañado a vuestro nieto en jornada tan señalada.

La cortesía del noble no oculta su incomodidad.

—No hago sino cumplir los deseos de vuestra alteza.

—Y yo lo sabré compensar —garantiza la reina, comprensiva.

Es el turno de Isabel de Solís, que se inclina ante ella.

—Mi señora, no sé cómo expresar mi gratitud… Siempre seré vuestra más leal servidora.

—Vuestra deuda conmigo queda saldada —afirma la reina educadamente—. Ahora, alejaos de la corte; no quiero volver a veros.

La reina se retira sin pestañear. No, no es Isabel mujer que olvide fácilmente las afrentas.

—Disculpad la urgencia de esta visita, pero he sabido que pronto regresaréis al sur.

El rabino Abraham Seneor se excusa de este modo al entrar en el palacio que Andrés Cabrera ha tomado como morada en Chinchón.

—Así es —confirma el converso—. El Zagal aún es un enemigo temible. Queda mucho por hacer.

Como siempre, el marqués de Moya recibe a su pariente con gestos de sincero afecto. Tras mostrarle las obras que está efectuando en el palacio, Cabrera invita al rabino a tomar asiento en la sala mejor acondicionada del edificio. La urgencia del viaje y la gravedad de la expresión del anciano no dejan lugar a dudas sobre la importancia del asunto que lo trae hasta allí.

—Estoy al tanto de las condiciones impuestas a los vencidos en Vélez-Málaga.

—¿Las juzgáis desmedidas?

—Bien cara han pagado su resistencia —suspira Seneor—. Pero no es a mí a quien corresponde juzgar tal cosa. Además, confío en la magnanimidad de los reyes…

—¿Entonces?

—Dudo que El Zagal acepte pacto alguno. No entregará Málaga por las buenas…

Cabrera sonríe, confiado.

—Se rendirá, sea ante Fernando o ante las «jimenas». ¿En qué os afecta todo esto?

—Temo que la conquista de Málaga se haga avasallando a inocentes.

—Bien se ve que no sois hombre de armas. No he conocido contienda en la que los inocentes se hayan visto libres de perjuicios…

El rostro del anciano se tensa.

—En la aljama viven varios centenares de judíos.

—¿Cautivos del moro?

—Cautivos del asedio sin ser enemigos de Castilla.

Cabrera comprende cuál es la preocupación del rabino.

—¿Tenéis parientes allí? ¿Han mostrado interés en huir de la ciudad?

—Mi querido Andrés, ¿acaso vos abandonaríais casa, negocios y enseres para que os señalaran como traidor?

—Lo más probable es que no llegara a cruzar vivo las puertas de la muralla —corrobora Cabrera—. Según vos, ¿qué puede hacerse por los judíos de Málaga?

—Por su presente, muy poco. Pero los reyes pueden garantizar su futuro. Es mi deseo solicitar que no sean perseguidos, ni considerados enemigos. Que tras la victoria se respeten sus bienes y sus costumbres.

—Pensáis que el moro va a resistir y no queréis que los judíos corran su misma suerte…

—Así es. Temo que el encarnizamiento de El Zagal agote la benevolencia de los soberanos. Acudo a vos para que respaldéis mi petición antes de que no haya vuelta atrás.

—Entiendo.

Cabrera calla, pensativo, antes de dar su respuesta. Finalmente se yergue frente al rabino, dando por terminada la reunión.

—Permitidme que haga una consulta antes de acudir a los reyes. Dejadlo en mis manos.

No se demora Cabrera en compartir la propuesta con Gonzalo Chacón y el cardenal Mendoza. Expone ante ellos cuáles son los desvelos de Abraham Seneor.

—Comprendo la inquietud del rabino. Y no le falta razón —afirma Chacón—. Yo también creo que tomar Málaga costará tiempo… Y las vidas de muchos.

—Sin embargo…

—Si estuviera en mi mano, no concedería el perdón a cientos de sitiados únicamente por no profesar las creencias del enemigo.

—Aunque estuvieran atrapados entre dos fuegos…

—¿Acaso Abraham Seneor puede asegurar que ninguno de sus judíos defiende la alcazaba junto a los sarracenos?

El cardenal Mendoza recalca las tesis de Chacón negando con la cabeza:

—Sería como dar la absolución antes de escuchar los pecados, sin conocer si hay arrepentimiento. Un regalo y un sacrilegio.

—¿Debo disuadirlo de acudir a los reyes con tal propuesta?

—No solo eso —indica Chacón—. Debéis hacerle comprender que Málaga no es una villa cualquiera. Que muchos combatirán hasta la extenuación para conquistarla.

El cardenal Mendoza remata con una advertencia:

—Y las cosas no podrán seguir igual después de la victoria.

Cabrera comprende el sentido de la frase.

—¿Se ha repartido ya el botín? ¿Antes de atravesar las murallas?

La ironía amarga del marqués de Moya no afecta a sus interlocutores.

—Sabéis como yo que la Corona no solo debe hacer frente a sus compromisos —recuerda Chacón—. Además ha de mostrarse generosa con sus huestes.

—¿También a costa de los judíos?

Ni Chacón ni Mendoza tienen respuesta para eso. Cabrera acepta la situación a regañadientes. Es evidente que solo la improbable rendición de Málaga puede cambiar el destino de los vencidos. Pero incluso en la menos violenta de las conquistas sus bienes han de darse ya por perdidos, sean musulmanes o israelitas sus propietarios.

De nuevo ante un impaciente Abraham Seneor, Andrés Cabrera se apoya en las informaciones llegadas del frente para abortar la iniciativa del rabino, que ya considera fracasada de antemano.

—Habéis de saber que los vecinos de Málaga han rechazado entregar la ciudad a nuestro señor Fernando. El asedio es inevitable.

—Urge entonces rogar de la misericordia de los reyes que…

—Teneos, por lo que más queráis —interrumpe el marqués de Moya—. Reflexionad. Ahora el rey considera que ha tendido la mano a los malagueños y ellos le han escupido.

Consciente de la importancia de la villa, el anciano no se arredra:

—Por ofendido que pueda sentirse, dudo que entre en sus planes arrasar a sangre y fuego una de las plazas más prósperas del reino de Granada.

—Cierto. Pero no verterá una lágrima por sus moradores si mueren de hambre y sed. Cristianos o infieles, ¿en verdad pensáis que será clemente con quienes así lo desafían?

Abraham Seneor acusa el duro comentario:

—¿Quiénes son? ¿Hay judíos entre esos vecinos?

—Lo desconozco. Vos… ¿no tenéis noticia de cuál sería la disposición de la aljama hacia nuestro bando?

—¿Queréis decir si aceptarían rendir la ciudad? No lo sé. Nada sé de lo que ocurre allí, pero temo adivinar lo que espera a sus pobladores.

Cabrera contempla al anciano. Le conmueve su afán por salvar a los suyos.

—¿Me permitís un consejo?

—¿Acaso puedo negaros algo? —replica Seneor, suspirando amargamente.

—Pensad en el futuro de los supervivientes. Pensad qué podéis hacer vos por ellos.

La solicitud llama la atención del rabino. Cabrera habla con franqueza:

—No esperéis nada de los reyes. Todo cuanto recibáis podréis considerarlo una gracia divina en recompensa por vuestros esfuerzos.

Abraham Seneor escruta a su pariente.

—¿Qué sabéis vos que no deseáis compartir conmigo?

—Nada sé, pero también temo adivinar lo que espera a los vuestros —parafrasea el marqués.

Cuando Fernando y sus hombres llegan por fin a una loma desde la que se divisan las murallas de Málaga, el rey se inquieta al no ver la artillería frente a ellas, lista para el castigo. Solo los peones mantienen el sitio de la ciudad.

—¿Dónde están los hombres de Ramírez?

—Aún no han llegado —afirma Cárdenas, perplejo—. Tendrían que estar aquí. Salieron de la corte mucho antes que nosotros.

—¡La artillería ya debería estar en posición! ¡Enviad un destacamento en su busca! ¡Que deshaga el camino hasta palacio, si es preciso! ¡Los quiero aquí cuanto antes!

Inesperadamente, desde el interior de las murallas de Málaga surge una andanada de pellas incendiarias, catapultadas hacia las líneas enemigas. Los peones corren a refugiarse. No tarda en producirse otra andanada. Tras ella, una primera salida de los sitiados: la carga de la caballería musulmana se estrella contra los sitiadores, causando numerosas bajas y graves destrozos en sus filas antes de regresar al otro lado de las murallas. Fernando, impotente y preocupado, comprende:

—Gomeres. El Zagal se nos ha adelantado.

Entretanto, en el alcázar malagueño, varios soldados gomeres de aspecto fiero flanquean a El Zagal. El emir tiene a sus pies a un grupo de notables de la ciudad. Entre ellos, algunos de los que se reunieron con Boabdil.

—Viendo que Málaga estaba en peligro me he apresurado a acudir en vuestra ayuda. He abandonado la Alhambra a su suerte para protegeros. Comprenderéis mi pesar al conocer que algunos habéis prestado oídos a mis enemigos.

El Zagal se detiene frente a uno de los musulmanes postrados ante él y le obliga a alzar la mirada.

—Cualquier intento de pactar con el infiel se considera alta traición —remata el emir—. Y se castiga con la muerte.

A un gesto de El Zagal, los soldados rodean al desdichado. Intenta resistirse a la detención pero es apresado sin contemplaciones.

—¿No tuvisteis ocasión de cerrar el trato? Yo os ayudaré. ¡Llevad al traidor a las catapultas! ¡Que sea lanzado al campamento enemigo!

Los gritos, súplicas y sollozos del acusado estremecen a los demás sospechosos. El Zagal no se inmuta mientras lo arrastran fuera de la sala. Continúa acechando el emir al resto de los asistentes. Se detiene frente a Domenico Coppola, que aguanta con entereza la mirada de El Zagal.

—¿Y vos? ¿También queréis entregar Málaga?

—Mi señor, haced conmigo lo que os convenga, pero no os he traicionado. Juro que estoy de vuestro lado.

—Pronto tendréis oportunidad de demostrar si lo que decís es cierto. Apresadlo —ordena el emir a sus soldados.

Coppola, conservando la dignidad, es conducido fuera de la sala bajo la mirada astuta de El Zagal.

Espada en mano, las mesnadas de Boabdil avanzan por los corredores de la Alhambra, aniquilando a la escasa guarnición que El Zagal ha dejado en palacio. Los leales se defienden con lanzas y escudos. Los de Boabdil atraviesan con sus espadas a sus enemigos y continúan su camino. El choque es breve y el sacrificio inútil. Una vez eliminados los defensores, Boabdil y Aixa aparecen escoltados por sus mejores hombres, tomando posesión del palacio. Acompañados por algunos nobles ocupan las estancias principales. Se quedan sin aliento, están totalmente vacías: El Zagal se ha llevado todos los enseres.

—Maldito hijo de perra —masculla Boabdil; a continuación, se vuelve hacia sus seguidores—: Sois testigos. El Zagal ha saqueado las riquezas de la Alhambra y ha huido, abandonándola a su suerte. ¿Qué importa al tirano, salvo su destino?

Los nobles parecen deseosos de dar un escarmiento al fugitivo. Boabdil prefiere apaciguar los ánimos. Tiene otras intenciones.

—Nada será igual a partir de hoy, creedme. Soy el legítimo emir de Granada y conmigo traigo un nuevo modo de gobernar. Mi camino es la justicia; mi fin, la paz. Mi reino, mi razón de ser.

Aixa escucha a su hijo con atención. Consciente del impacto de sus palabras, Boabdil proclama:

—No cejaré hasta conseguir que Granada sea libre. Libre del tirano… ¡Y libre del infiel! Tenéis mi palabra.

La arenga envalentona a los cortesanos tanto como a Boabdil. Aixa refrenda orgullosa la voluntad de su vástago:

—Hijo mío, sois la cabeza de Granada, la antorcha que nos ilumina en estos tiempos oscuros. ¡Larga vida al emir!

—¡Larga vida! ¡Alá es grande!

Boabdil, solemne, hace un leve gesto de aceptación.

—Que Alá nos proteja y nos guíe…

En el campamento alzado frente a los muros de Málaga, Francisco Ramírez está recostado en un catre de campaña. El Artillero lleva un rudimentario vendaje en una pierna y otro en el torso. Gonzalo Fernández de Córdoba le ayuda a beber de un vaso. Cuando el rey hace su aparición en la tienda, Gonzalo se incorpora para informar:

—Mis hombres lo han encontrado a pocas leguas de aquí. Está malherido.

Fernando se acerca. El Artillero también trata de incorporarse, pero el dolor se lo impide.

—No os mováis o se os abrirá la herida.

—Perdonadme, alteza, os he fallado —farfulla Ramírez—. Hemos perdido gran parte de las piezas…

—Lo importante es que habéis salvado la vida.

—Nos acecharon en una vaguada. Mis hombres lucharon con fiereza, pero…

El Artillero hace un gesto de dolor, no puede continuar. Fernando lo ayuda a tumbarse de nuevo.

—Descansad y recuperaos. Y olvidaos de lo demás, ya no se puede hacer nada.

Fernando posa su mano en el hombro de su fiel capitán, en un gesto de ánimo, disimulando su contrariedad. Sale claramente preocupado de la tienda junto a Gonzalo.

—¿Cómo vamos a sitiar Málaga sin artillería y con el campamento al alcance de sus ataques?

—Tenemos demasiados heridos. Lo primero es recomponer nuestras mesnadas.

—Que se caven zanjas alrededor de las tiendas —ordena el rey—. Y doblad las guardias. No quiero más sorpresas.

Lo primero que ha hecho Boabdil al reconquistar la Alhambra es redactar una serie de misivas para recabar el apoyo de sus posibles aliados entre los reinos musulmanes más poderosos. El emir se las ofrece a Aixa de una en una:

—Para el sultán de Egipto, para el de Tremecén, para el sultán de Turquía. Confiemos en que nos escuchen y envíen refuerzos con urgencia.

—Lo harán, Granada es un bastión clave para el Islam —asegura su madre—. Si cae, ellos también perderán influencia en el Mediterráneo.

—También he enviado mensajes a algunos caudillos leales a mi tío. Puede que ahora se unan a nosotros.

—No os hagáis ilusiones. El Zagal controla con mano de hierro a los suyos. Mientras conserve su poder, nada osarán contra él.

Aixa se dirige hacia la ventana.

—Los refuerzos llegarán. Cuanto más resista El Zagal en Málaga, más débiles serán nuestros enemigos… Y mayor nuestra fortaleza.

Aixa mira hacia el exterior y musita:

—No cesa de llegar gente buscando refugio.

Boabdil se acerca a su madre.

—Huyen de la guerra con los castellanos.

—Dadles cobijo y alimento. Debéis protegerlos, como haría un buen padre.

Boabdil comprende la intención de su madre:

—Disponedlo todo para que así se haga.

Aixa toma a Boabdil del brazo.

—Hijo mío, rezad para que se alargue el asedio de Málaga. Que El Zagal y los infieles sufran el desgaste de la guerra mientras aunamos voluntades.

Boabdil asiente, convencido:

—Cuando los reyes de Castilla exijan la entrega de Granada, tendré junto a mí a todo el Islam, presto para defender nuestro reino.

Aixa acaricia maternalmente el rostro del joven emir:

—Pase lo que pase en Málaga, de momento el único beneficiado sois vos.

La mirada de Boabdil se ilumina. Hondo han calado las palabras de su madre.

—Son como ratas. Corriendo de un lado a otro, tapando brechas…

Tras una de las numerosas tormentas que vienen asolando la zona, El Zagal observa las penalidades que sufren los sitiadores desde la alcazaba. Yahya Alnayar aguarda a su lado. El campamento cristiano se ha inundado. El Zagal se gira satisfecho hacia su hombre de confianza.

—Recemos para que sople viento de poniente, barrerá a los barcos que han apostado frente al puerto.

—¿Creéis que abandonarán el asedio?

—Si el acceso por mar queda libre, ellos estarán mucho peor que nosotros. De momento, ordenad que se intensifiquen los ataques contra sus líneas. Hay que seguir rompiendo el cerco una y otra vez. Que se vayan convenciendo de que su ofensiva solo puede fracasar.

Durante las últimas jornadas, las lluvias y el barro resultante han agravado la situación en el campamento cristiano. Fernando, Gonzalo y Gutierre de Cárdenas estudian un mapa del terreno sobre una mesa. El rey murmura:

—¿Cuándo van a dejar de burlar el asedio los hombres de El Zagal?

Gonzalo asiente, disgustado.

—Entre la tropa no se habla de otra cosa.

—Debemos atajar sus incursiones antes de que cunda el desánimo entre los nuestros.

—¿Cómo? Ellos conocen mejor el terreno —recuerda Cárdenas.

Fernando tose. Está pálido y un sudor frío empapa su frente.

—Hay que reforzar las líneas. O evitamos que el enemigo las cruce a su antojo o el asedio agotará nuestras fuerzas.

Fernando vuelve a toser. Cárdenas coge una manta y se la pone sobre los hombros.

—Abrigaos, señor, estáis tiritando.

El rey hace un rápido gesto de agradecimiento y prosigue:

—No hay espacio para tantos soldados, ni comida. Hay barro y suciedad por todas partes. Si no ponemos remedio, las enfermedades no tardarán en aparecer.

—Parte de nuestras mesnadas deberían replegarse, sería más fácil organizarnos —sugiere Gonzalo.

—Antes hemos de evitar que el infiel atraviese nuestras filas.

Tose Fernando de nuevo y se cubre mejor con la manta. En ese momento, Francisco Ramírez entra en la tienda del rey. Un soldado le ayuda a caminar, está todavía convaleciente de sus heridas. Al instante el rey le invita a tomar asiento. El Artillero reprime una mueca de dolor al hacerlo. Fernando se sienta frente a él.

—Hubiera preferido esperar a que estuvieseis totalmente restablecido, pero no hay tiempo.

Ramírez acata la decisión. Solo espera órdenes.

—Somos nosotros los asediados —prosigue el rey—, y la situación empeora día a día.

Fernando tiene otro acceso de tos. El Artillero cruza una mirada breve con Gonzalo. Este corrobora las palabras de su señor con un gesto. El rey recupera el aliento:

—Es preciso que la artillería castigue al enemigo sin descanso. Solo vos podéis conseguirlo.

—No tenemos buen ángulo de tiro. Si nos acercamos más, nos convertiremos en un blanco fácil para quienes defienden las murallas.

—Logradlo, Ramírez, o tendremos que renunciar al asedio y regresar humillados a Castilla —apremia Fernando—. Estamos en vuestras manos.

Domenico Coppola no está seguro del número de días que han transcurrido desde que lo encerraron en el calabozo de la alcazaba malagueña. A nadie ha visto desde entonces salvo al carcelero. Hoy recibe una visita más ilustre, pues El Zagal ha hecho su aparición protegido por su escolta.

—¿Estáis a gusto en vuestra nueva morada, napolitano?

Coppola calla y desvía la mirada. Encadenado y con visibles síntomas de fatiga, intenta no perder la compostura. El Zagal sonríe, irónico.

—Mejor estáis aquí que al otro lado de la muralla, os lo aseguro…

A una seña de El Zagal los guardias los dejan solos. El emir se acerca al reo.

—Decidme… Entre los que acudisteis a la reunión con Boabdil, ¿acaso se encontraba Alí Dordux?

—No, mi señor…

—¿Estáis seguro? ¿Y el alcaide Comissa?

—Mi señor, no estaban. Y aunque estuvieran no os lo diría, pues aunque no hubo pacto alguno con Boabdil, su mera presencia los convertiría en traidores a vuestros ojos.

—Tenéis valor, Coppola —le confiesa El Zagal, sonriente—. En vuestras circunstancias y no siendo guerrero…

—Soy hombre de honor y leal a vos —interrumpe el napolitano—, os lo juro.

El Zagal le da la espalda, mirando hacia la única entrada de luz del calabozo, apenas una rendija en lo alto del muro.

—Hoy hemos descubierto los túneles que los cristianos estaban cavando bajo la muralla. Allí mismo han encontrado la muerte. Como ratas. —Dicho esto, El Zagal se vuelve de nuevo hacia el preso—: Málaga no caerá, napolitano.

Acto seguido, El Zagal se agacha al lado de su prisionero y habla con él en tono confidencial:

—Si es necesario salir a luchar a descubierto, mataré antes a todos los viejos, mujeres y niños de la ciudad. Así nada tendrán que perder mis hombres cuando los envíe contra el infiel.

Coppola se estremece ante táctica tan cruel.

—Mi señor… No lo hagáis. Quizá consigáis detener así a los castellanos, pero habréis perdido para siempre el favor de los vuestros.

—Quizá. Pero pensad, napolitano… Si estoy dispuesto a tanto con los míos, ¿a qué no estaré dispuesto con los infieles?

La salud del rey Fernando se ha deteriorado, como si fuera el reflejo de la cada vez más precaria situación de sus mesnadas. Su tos es más frecuente y más violenta. La calentura ha hecho su aparición. Cárdenas y todos los hombres de su círculo más cercano asisten con preocupación a sus episodios febriles.

—Permitidme que llame de nuevo al físico —propone Cárdenas—. Algún remedio os dará.

—El físico tiene muchos heridos que atender, no vamos a molestarlo por esto.

Fernando tose y se esfuerza por disimular el dolor del pecho. Ante él se presenta Francisco Ramírez, casi recuperado de su cojera. El Artillero trae algo envuelto en una tela.

—He dado con la solución.

Ramírez deshace el envoltorio: es una maqueta de una torre de asalto, reforzada con escudos metálicos y con aberturas para sacar por ellas las bocas de las piezas de artillería.

—¿Torres de asalto?

—Parecido —confirma el capitán—. Las utilizaremos para situar las lombardas aquí, en la parte más alta de la torre. Así conseguiremos el ángulo de tiro adecuado para dar en el blanco.

Fernando asiente. Tras afrontar otro acceso de tos, por fin consigue dar su aprobación:

—Podría funcionar.

—Construirlas es lo difícil. Necesitamos madera, poleas, sogas… En el campamento no hay. Todo lo perdimos en la emboscada.

Sin pérdida de tiempo, el rey se vuelve hacia Cárdenas:

—Partid hacia Córdoba enseguida, mi esposa os proveerá de todo lo que os pida el Artillero. Es vital que construyamos esas torres cuanto antes.

Muchos son los musulmanes que buscan refugio en Granada. Vienen de todas partes y se agolpan a las puertas de la ciudad, suplicando el amparo del emir. Pero son tantos que Boabdil no puede garantizar su sustento. Las reservas de grano se agotan y apenas quedan alimentos.

—Cuantos más partidarios tengamos, mejor será para nuestra causa —afirma ufano el emir—. Ordenaré que se compre más grano.

—¿Con qué dinero? —replica Aixa—. Los impuestos que recaudamos son para pagar los tributos a Castilla.

A Boabdil le enoja la cruda realidad de su vasallaje:

—¡No permitiré que mi pueblo pase hambre mientras las arcas de Castilla rebosan a nuestra costa!

—¿Vais a negaros a pagar? No deberíamos provocar al infiel… Aún no —sugiere Aixa.

—¡Son doce mil doblas de oro!

Sin embargo, a la madre del emir se le ocurre un modo de eludir el pago. Con ese objetivo viaja hasta Córdoba para pedir audiencia a la reina. Aixa muestra un profundo respeto cuando Isabel la recibe en el salón del trono.

—Por fin habéis recuperado el gobierno de Granada. Os felicito.

—Es una victoria amarga…

—Amarga y efímera —subraya la reina—. Lo entiendo, pues no ha de ser agradable saberos en la obligación de entregar la plaza tras haber porfiado tanto por ella…

—No es solo eso lo que nos preocupa. La guerra ha arrasado las cosechas. Una marea de refugiados acude a Granada buscando cobijo y alimento. Necesitamos vuestra ayuda.

La reina vislumbra el motivo de la visita de Aixa, pero se desvincula de sus problemas:

—Aún no soy soberana en Granada, debéis solucionar vuestras cuitas como yo lo hago en Castilla.

—Cierto, corresponde a Boabdil alimentar a sus súbditos. Y ofrecerles consuelo y esperanza. Pero os interesa que lo consiga… porque de su fracaso se beneficiaría El Zagal.

—Dudo que esté en condiciones de recibir beneficio alguno…

—Si mi pueblo pierde la fe en Boabdil, no lo dudéis, se echará en brazos del traidor.

—Está acorralado. A nadie puede proteger.

Isabel no parece tener demasiado en cuenta el razonamiento de Aixa. Esta, sin embargo, no ceja en su empeño de convencerla:

—La desesperación es mala consejera, señora. Y hay quien prefiere una muerte heroica a sufrir miseria.

A Isabel le cuesta mantener su aparente displicencia. Sabe que los temores de Aixa no son entelequias.

—Solo os pedimos una demora en el pago de los tributos —insiste la madre del emir—. Con ese dinero podríamos alimentar a los nuestros y pasar el invierno.

—Castilla también necesita esos fondos. Tenemos una guerra por ganar, todos los recursos son pocos.

—No voy a arrastrarme ante vos —advierte Aixa con firmeza—. Solo deseo que no tengáis nunca que arrepentiros de haberme negado vuestra ayuda.

A Isabel le sorprende el cambio de tono. No es de su agrado tanta arrogancia, ni tampoco que el enemigo le diga lo que ha de hacer. Pero lo cierto es que por ahora cuantos más musulmanes estén del lado de Boabdil, menos lo estarán del lado de El Zagal, un caudillo más temible que el dueño actual de la Alhambra. Quizá la merma en los ingresos de la Corona sea provechosa a la postre.

—De acuerdo. Os concedo seis meses de demora.

Más viva es la reacción de Isabel cuando Cárdenas regresa a Córdoba desde el frente. La urgencia de su viaje resulta tan inquietante para la reina como la carta manuscrita de Fernando que trae consigo.

—¿Qué le sucede a mi esposo? Le noto la letra diferente, temblorosa.

—Nada, no le sucede nada —miente el noble.

—He sabido de un brote de cólera en el campamento, ¿acaso ha enfermado? ¡Decidme la verdad!

Cárdenas se ve forzado a sincerarse:

—Sufre un enfriamiento. Tiene calentura…

Isabel dobla la carta, nerviosa.

—Avisad a Badoz, que se prepare para viajar. Disponemos de muy poco tiempo. Partiremos hacia Málaga mañana al amanecer. Mi esposo me necesita.

—Alteza, disculpad mi osadía, pero vos no podéis venir. El campamento no es lugar para una reina.

—Os recuerdo que no es la primera vez que asisto a un asedio.

Cárdenas niega con la cabeza, contrariado por la testarudez de la reina.

—El rey no lo va a aprobar.

—No perdamos más tiempo —zanja Isabel—. Quedan todavía muchas tareas por hacer. Debéis organizar vuestros suministros y yo he de preparar mi viaje.

Y como ha ordenado la reina, pronto queda todo dispuesto para partir. La comitiva hace el trayecto entre Córdoba y la periferia de Málaga a la mayor velocidad posible. Una mañana, cuando Fernando abre los ojos, Isabel está junto a él.

—¿Qué hacéis aquí?

El rey hace ademán de levantarse, pero apenas tiene fuerzas. Su esposa lo ha encontrado débil y muy desmejorado. Le ofrece una tisana.

—Tomaos esto, Badoz dice que os ayudará a bajar la fiebre.

—Este sitio es peligroso.

—Estáis enfermo. No podía quedarme en la corte.

—Es una imprudencia. No es seguro permanecer los dos en el mismo lugar…

Fernando sufre un acceso de tos. Isabel le pone la mano en la frente, preocupada por la fiebre. Lorenzo Badoz, que aguardaba unos pasos por detrás de la reina, se acerca al enfermo. Isabel le cede el sitio.

—Alteza, ¿permitís que os examine?

Fernando asiente, sin dejar de reiterar su petición:

—Regresad a palacio, por el amor de Dios…

—No. Pienso quedarme junto a vos hasta que estéis restablecido.

Febril, el rey termina por aceptar. Mientras Badoz examina a Fernando, Isabel recorre el campamento junto a Beatriz de Bobadilla. Conoce el efecto que tiene su presencia en la moral de sus huestes. Esos hombres, acostumbrados a soportar mil peligros y penalidades, adoran a su reina como los niños de corta edad a sus madres. Isabel y la Bobadilla visitan también la tienda en la que se ha instalado a los heridos. Está abarrotada. Hay catres por todas partes. Los quejidos son incesantes:

—¡Agua! ¡Ayuda! ¡Agua!

Las damas, muy impresionadas por el número y el estado de los confinados, no pueden evitar protegerse del mal olor tapándose la nariz con la mano envuelta en un lienzo. Los heridos, al reconocer a la reina, corren la voz y empiezan a aclamarla como antes han hecho los combatientes:

—¡La reina! ¡Alteza! ¡Bendición! ¡Rezad por nos!

Uno de ellos coge a la reina por la ropa, en un gesto desesperado.

—El físico cuidará de vos —le reconforta Isabel inclinándose hacia él—. Os pondréis bien. Confiad en la Providencia.

La voz de la soberana parece consolar al desdichado. Isabel continúa su inspección, afectada por lo que ve.

—Esto es peor de lo que imaginaba —confiesa a Beatriz en voz baja—. Necesitamos más ropa de abrigo, paños, alimentos…

—Hay muchos heridos y pocas manos.

Isabel mira compasiva a su alrededor. No lo piensa dos veces e inmediatamente convoca a galenos y capitanes. Dispone el levantamiento de varias tiendas de gran tamaño. Hará venir a físicos, cirujanos y asistentes desde diferentes puntos del reino. Ordena que traigan consigo ropa de cama y medicinas para socorrer a los heridos y a los enfermos. Todos se referirán a esas tiendas como «el hospital de la reina».

Desde las almenas de la alcazaba de Málaga, El Zagal, con semblante preocupado, observa el campamento cristiano. Ve cómo avanza la construcción de las torres de asedio. Unas están a medio hacer pero otras ya están terminadas. En lo alto de estas últimas se pueden ver las lombardas instaladas, dispuestas a disparar contra la ciudad. El Zagal aparta la vista, contrariado.

—Ayer la reina de los infieles se presentó por sorpresa en el campamento —informa Yahya Alnayar al emir.

—Maldita ramera.

—Muchos malagueños subieron a las murallas con afán de verla… Corre el rumor de que su aparición siempre precede a la victoria de los suyos.

—Repetidlo y os arrancaré la lengua con mis propias manos.

El consejero guarda silencio y mira al suelo, procurando no enfadar aún más a su señor. El Zagal cavila, tenso, y decide cambiar de táctica.

—Traed al napolitano —ordena el emir.

Poco después, Domenico Coppola, sucio y maniatado, se encuentra de rodillas ante El Zagal en el salón principal de la alcazaba. Alnayar le corta las ataduras con ayuda de una daga. A una seña del lugarteniente, Coppola se incorpora, frotándose las muñecas doloridas.

—Dadle de beber —solicita El Zagal.

Alnayar le ofrece una copa. Coppola, desconfiado, da un solo sorbo de cortesía a pesar de su sed. El Zagal se da cuenta, pero evita hacer alusión alguna. Ha liberado al napolitano con un fin concreto y urgente:

—Voy a brindaros la oportunidad de demostrarme vuestra lealtad.

—Ya os lo dije, no soy ningún traidor.

—Iréis al campamento cristiano en mi nombre y entregaréis un mensaje a los reyes.

A Coppola le sorprende el encargo:

—¿Pensáis que el rey Fernando recibirá con agrado a un súbdito de Nápoles enviado por su enemigo?

—¿Os negáis?

—No, mi señor, os serviré de buen grado. Solo que tal vez podáis escoger a otro más adecuado para tan delicada tarea.

—Sois cristiano, seréis recibido con menos recelos que cualquiera de mis hombres. Y estoy seguro de que cumpliréis con vuestro cometido…

El Zagal da dos palmadas. Al momento una escolta de gomeres entra en la sala empujando a dos mujeres; son la esposa y la hija de Coppola.

—¡Giulietta! ¡Rosa!

Las dos mujeres traen las manos atadas. Una mordaza ahoga sus súplicas, pero nada evita que el llanto empañe sus ojos. Coppola se postra de nuevo a los pies de El Zagal.

—¡No les hagáis daño, a ellas no! Haré lo que sea por vos, os lo suplico…

El Zagal interrumpe los ruegos del napolitano con un gesto seco y le ordena:

—Cumplid vuestra misión y no tendréis nada que temer. Mas si fracasáis, vuestra esposa y vuestra hija pagarán las consecuencias.

—Altezas, las torres están casi a punto. La artillería estará dispuesta antes de lo previsto.

Fernando e Isabel acogen la noticia que trae Francisco Ramírez con satisfacción. El rey, repuesto de sus fiebres, ya tiene mejor aspecto.

—¿Cuándo podréis disparar? —pregunta Fernando.

—En una jornada a más tardar. Bastará ajustar el tiro.

—Que sea cuanto antes.

Cuando el Artillero se retira, Fernando coge a Isabel por los hombros, con ternura.

—He recobrado la salud. Voy a dirigir la ofensiva, como es de ley. Prometedme que cuando empiece os iréis. No voy a arriesgarme a que sufráis daño alguno.

Isabel sabe que su esposo tiene razón.

—Está bien, cuando comience la ofensiva.

En Granada, Boabdil, flanqueado por Aixa, ha convocado a su corte en el patio más emblemático de la Alhambra, junto a la fuente que sostienen los leones. En un lugar destacado hay un gran bulto cubierto por un lienzo a cuyos extremos se sitúan dos sirvientes. Los notables de Granada aguardan el discurso del emir. Boabdil lo inicia con voz enérgica, mirando a los ojos de sus partidarios:

—¡Sé que algunos dudabais de mí! ¡De mi buen tino como gobernante! ¡Pensabais que vendería nuestro reino por un puñado de monedas!

Los asistentes escuchan en silencio. Algunos de ellos se sienten aludidos. Boabdil conoce bien la volubilidad de sus cortesanos. En las circunstancias que atraviesa el reino no espera de ellos ni rechazo, ni entusiasmo. Mirando a los más escépticos, sonríe retador:

—Ved aquí una muestra de cuán equivocados estabais.

A una señal de Boabdil los sirvientes descubren el bulto: es un gran arcón. Al abrirlo, todos pueden ver que está repleto de monedas.

—¡Escuchadme bien! ¡El oro de Granada ya no enriquece a los cristianos! ¡No pagaremos más tributos a Castilla!

Los cortesanos acogen la noticia entre murmullos de sorpresa. Boabdil glosa su triunfo frente a los infieles, eludiendo mencionar que la negociación ha estado a cargo de Aixa:

—Parecíamos destinados a morir de hambre y con este dinero colmaremos nuestros silos. ¡Habrá provisiones para todos y grano para la siembra! ¡Nadie pasará hambre en Granada por culpa del infiel! ¡Mil veces me enfrentaré a Castilla para salvar a uno solo de los nuestros!

Algunos de los presentes sacan sus dagas, belicosos y entusiastas, apuntando al cielo con ellas mientras braman:

—¡Boabdil! ¡Boabdil! ¡Alá es grande!

Aixa disfruta con la reacción de la corte nazarí. Boabdil se crece, lleno de orgullo:

—Con la ayuda de Alá, ¡Granada recuperará su esplendor! ¡Os doy mi palabra!

La guardia del campamento cristiano ha interceptado a Domenico Coppola en sus proximidades. Al descubrir el motivo de su presencia, una escolta ha conducido al enviado de El Zagal ante los reyes. Coppola, aseado y ricamente vestido, como corresponde a un embajador, comparece ante Isabel y Fernando convenientemente custodiado por la guardia real.

—¿Cristiano y servís al infiel?

En la pregunta de Isabel hay un deje de desconfianza. Quizá también de desprecio.

—Mi nombre es Domenico Coppola —se presenta el napolitano—. Soy comerciante en Málaga. El Zagal me ha ordenado que traiga esto para vos.

Gonzalo Fernández de Córdoba toma el documento de manos de Coppola y lo entrega a la reina, quien rompe el lacre y lee el mensaje mientras Fernando interroga al emisario:

—¿Coppola? ¿De dónde sois?

—Nápoles, mi señor —contesta impasible.

Isabel tiende el documento a su esposo.

—El Zagal propone iniciar negociaciones, quiere entregar la plaza.

Fernando no puede evitar cruzar una mirada de satisfacción contenida con su esposa.

—¿Cuáles son las condiciones?

—Que la administración siga en manos musulmanas. Que se imparta justicia según sus leyes. Libertad de culto, respeto al poder de los imanes…

—No es poca cosa —murmura el rey—. Tampoco esperaba menos. Podremos negociar.

Isabel se dirige al napolitano:

—Comunicad a El Zagal que mañana mismo empezaremos a parlamentar.

—Pero habrá de venir él en persona —puntualiza Fernando—, yo respondo con mi honor por su seguridad.

—Así ha de ser —corrobora Isabel—. Sabed que es nuestro deseo salvaguardar el comercio y la riqueza de Málaga. Os ofreceremos un trato justo.

Coppola hace una reverencia.

—Os lo agradezco en nombre de todos.

Los reyes dan por concluida la audiencia. Coppola da media vuelta y se dirige hacia la salida para regresar presto a Málaga, pero antes de abandonar la tienda real se detiene. Parece inquieto, como si algo lo retuviera. Por fin, se gira hacia Isabel y Fernando y les dice:

—Altezas, sabed que asistí a la reunión de los notables de Málaga con Boabdil.

Los reyes le prestan atención.

—Me equivoqué —confiesa el napolitano—. Nunca me arrepentiré bastante por haberle negado mi apoyo. Permitid que enmiende mi error… No confiéis en El Zagal.

—¿Cómo decís?

—Ese perro infiel no alberga intención alguna de entregaros Málaga. La negociación solo es una treta para ganar tiempo. Creedme: pronto llegarán tropas en su auxilio desde Guadix. Pretenden atacaros desde la retaguardia.

El rey desciende del trono y camina lentamente hacia el emisario.

—Habéis venido en su nombre con intención de burlarnos. ¿Ahora hemos de creeros?

Coppola se humilla ante el rey, hincando su rodilla en tierra.

—Mi esposa y mi hija están en su poder. Me vi obligado a participar en esta farsa.

—¿En tan poca estima las tenéis? —inquiere la reina—. Siendo desleal ponéis en peligro sus vidas.

La amargura tiñe la respuesta del napolitano:

—Mi señora, dudo que El Zagal respete nuestro compromiso, pues su crueldad es infinita. Y yo puedo ayudaros a acabar con él sin necesidad de un baño de sangre.

Fernando observa a Coppola, interesado. Luego mira a Isabel, que asiente; escucharán la propuesta del atribulado comerciante.

Sobre el rudimentario plano de Málaga que ha dibujado, Coppola expone su plan para vencer a El Zagal. Los reyes, Gonzalo Fernández de Córdoba y Francisco Ramírez escuchan sus explicaciones.

—Conozco bien la ciudad. Aquí está el puerto, y el polvorín aquí, a la derecha de la alcazaba.

Gonzalo corrobora la información:

—Entre el muro y la fortaleza…

—Si atacáis el polvorín con la artillería, provocaréis un gran incendio. Muchos acudirán a los depósitos de agua, que están aquí.

Coppola señala un lugar opuesto de la muralla.

—Mientras sofocan el fuego, esta será la puerta más desprotegida de la ciudad. Por ella avanzaréis directos hasta palacio. En menos de una hora Málaga será vuestra.

Fernando pide la opinión del Artillero:

—¿Qué decís vos?

—Concentrar la artillería llevará tiempo. Pero si acertamos con el polvorín, Málaga es nuestra.

Fernando asiente, decidido:

—Atacaremos al amanecer. Dad las órdenes a vuestros capitanes.

Isabel tranquiliza a Coppola:

—Llegaremos a tiempo de liberar a vuestra familia. Tened fe.

—Ofreced a nuestro amigo algo de comer y un buen vino —ordena el rey a Gonzalo—. Lo tiene merecido.

El comerciante agradece el detalle, no obstante, lo rechaza:

—Si no os importa, prefiero un buen lecho.

Antes de que se retire, el rey retiene a Coppola.

—Napolitano… ¿Es familiar vuestro el conde de Sarno?

Fernando se refiere a Francisco Coppola, que dos años atrás fue protagonista destacado en la llamada «Conjura de los barones» contra el rey de Nápoles. Domenico Coppola responde, imperturbable:

—No, mi señor. Que no os engañe mi apellido, carezco de sangre noble…

Fernando sonríe, le cree. Hace un gesto a Gonzalo y este sale con Ramírez y su nuevo colaborador. Una vez a solas, la reina se acerca a su esposo.

—¿Dudáis de él?

—No cabe duda de su inquina hacia El Zagal… No, no creo que nos mienta.

Fernando acaricia el rostro de su esposa, cariñoso.

—Ha sido un día muy largo. Os noto fatigada.

—Mucho más que fatigada…

—Id a descansar.

—Aún hay asuntos pendientes. ¿Qué haremos una vez tomada la ciudad?

—Ya lo decidiremos. Acostaos de una vez.

A la hora en que culpas, anhelos y recuerdos agitan los sueños de los durmientes, una sombra se mueve con sigilo en el campamento. Amparada en la oscuridad de una noche sin luna, la sombra se dirige hacia la mayor de las tiendas. Sortea la vigilancia de los guardias reales que la custodian. Salvo la de uno, que ha de sucumbir entre sus manos para dejarle el paso franco.

Con el mismo estilete con el que ha degollado al servidor del rey, la sombra rasga la tela de la tienda. Tan fina y afilada es la hoja que la rasgadura parece susurrar algo al ceder. El anuncio de un crimen espantoso.

En el interior de la tienda, la sombra distingue a la mujer que duerme en el lecho, de espaldas al intruso. Descansa plácidamente. La jornada ha sido larga para ella. También para la sombra. Desde Málaga ha venido. Se ha ganado la confianza de los reyes y ahora, por fin, va a dar cumplimiento a su verdadera misión: dar muerte a la reina. El acto que paradójicamente salvará la vida de Giulietta y de Rosa.

Impulsada por el recuerdo de sus amadas, la sombra de Domenico Coppola se abalanza contra la durmiente. La acuchilla repetidas veces a través de las sábanas. La mujer despierta, se defiende, intenta protegerse de los tajos con sus manos, con sus brazos.

—¡Socorro! ¡A mí! ¡Socorro!

Cuanto mayor es la resistencia de la víctima, mayor es el furor de las cuchilladas que propina el atacante. Mayor es también su imprecisión. Huele a sangre caliente. La ropa de cama se tiñe del líquido oscuro entre gritos y forcejeos. Ni Coppola ni su víctima escuchan el estruendo que producen los objetos que derriban durante su lucha. Para los dos la pugna se alarga durante horas, pero apenas dura unos instantes. Los necesarios para que los soldados del rey irrumpan en la tienda y se enfrenten al agresor. Entonces, solo entonces, Domenico Coppola se da cuenta de que la mujer ensangrentada que boquea desesperada e intenta buscar un refugio inexistente no es la reina Isabel, sino Beatriz de Bobadilla. Una desconocida a sus ojos. Vana ha sido pues la traición. Vana es también la resistencia que opone a la guardia por puro instinto, casi de forma involuntaria. Tan absurda es como su error. La visión de Giulietta y Rosa ajusticiadas es lo último que cruza la mente de Domenico Coppola antes de morir ensartado. Queda el napolitano a los pies del lecho, donde los perros velan el sueño de los amos.

—Iba a por mí… Nos ha confundido.

Isabel, conmocionada por lo sucedido, se lava las manos con el agua de una jofaina. La sangre de Beatriz de Bobadilla mancha sus ropas. La reina ha acudido junto a ella nada más enterarse de la agresión. Isabel no puede contenerse más y empieza a llorar en los brazos de su esposo.

—Calmaos, Badoz cuida de ella… Todo ha sido una trampa de El Zagal —asegura Fernando—. Desde el principio estas eran sus verdaderas intenciones.

—Y ahora Beatriz está al borde de la muerte. ¡Dios mío!

Fernando la abraza con fuerza.

—Os juro que pagarán con sangre esta afrenta. Cuando atrape a El Zagal deseará no haber nacido.

Fernando se separa de la reina y la mira a los ojos.

—Debéis volver a palacio de inmediato.

Isabel se recompone. La reina de Castilla niega con vehemencia:

—Puede que me haya equivocado viniendo hasta aquí, pero ahora no puedo irme.

—¿Y si os hubieran herido? No estoy dispuesto a ceder. Necesito saberos a salvo antes de acabar con ellos.

—Si me voy, nuestros enemigos creerán que han conseguido su propósito, que nos han asustado y que damos un paso atrás.

Lorenzo Badoz acude entonces a informar a los reyes sobre el estado de la Bobadilla:

—Por fortuna la daga no ha alcanzado ningún órgano vital.

Isabel se santigua.

—Gracias a Dios. ¿Se curará?

—He hecho todo lo que está en mis manos. Esperemos que pase la noche sin que aparezca calentura…

El físico se retira, despidiéndose de los reyes con una reverencia. Isabel se dirige a la tienda donde descansa Beatriz. Se arrodilla junto a su amiga y reza, con gran devoción:

Pater noster, qui es in caelis… Señor, os lo ruego, salvadla. Su vida está en vuestras manos. Sois misericordioso y justo. Oíd mis plegarias, Beatriz no puede morir.

Isabel, contrita, contempla a su amiga. Coge su mano y se la besa. Pasará la noche entera a su lado.

A la mañana siguiente, tras examinar a la herida, Badoz confirma el pronóstico ante la reina: Beatriz de Bobadilla saldrá adelante, con la ayuda de Dios. Isabel acude al encuentro de su esposo, con quien comparte la buena nueva. Acto seguido, la reina ordena a Gutierre de Cárdenas que preparen una montura para ella.

—Y que enjaecen el caballo con los mejores aperos. Voy a cabalgar frente a las murallas de Málaga.

Cárdenas y Fernando cruzan una mirada, desconcertados.

—Por Dios, Isabel. ¿Qué pretendéis? No podéis salir del campamento.

—Quiero que esos infieles vean que su ruindad es baldía, que estoy sana y salva. Quiero que tiemblen al saber que no podrán conmigo.

Fernando suspira, resignado a aceptar la determinación de su esposa:

—Que ensillen también mi caballo. Iremos juntos.

Esa misma mañana, a lomos de sendos caballos lujosamente enjaezados, Isabel y Fernando avanzan sin prisas, con dignidad y altivez, frente a las murallas de Málaga. Tras ellos va su séquito y un nutrido grupo de soldados de la guardia real bien pertrechados. Al llegar al punto más próximo a la ciudad, todavía fuera del alcance de los arqueros musulmanes, la comitiva se detiene y Fernando e Isabel dirigen sus miradas hacia las almenas. Como si supieran que El Zagal los observa. Desafiándolo con su presencia.

Y allí está el emir. Rabia al ver a la reina indemne:

—¡Está viva! El napolitano ha fracasado…

Yahya Alnayar asume el fracaso del complot como una derrota. Como si del crimen dependiera la última oportunidad de salvar Málaga. Ruega el consejero por poner fin al asedio cuanto antes:

—Mi señor, la ciudad entera espera vuestra decisión.

Es grande la amargura de El Zagal, pero calla y no deja entrever sus emociones. Finalmente se decide:

—Solo queda resistir. Nos aguarda el martirio.

—Todavía es posible entregar la ciudad. Negociar para salvar a los vuestros no es deshonra alguna.

El Zagal entiende la propuesta como una traición:

—¿Cómo osáis decirme lo que debo hacer?

—¡Pensad en vuestros súbditos, os han servido con lealtad, no merecen morir!

—Que se preparen a morir por Alá. Él sabrá compensar nuestro sacrificio. Gozaremos juntos en la otra vida. Yo no soy Boabdil. Jamás seré un trofeo en manos de los reyes de Castilla. ¡Dejadme solo!

Alnayar comprende desolado que es inútil suplicar más. Hace una reverencia y se retira. El Zagal, sin embargo, se acerca a uno de los guardias que están apostados en la puerta.

—Preparad mi mejor caballo, disponedlo para un largo viaje. Daos prisa.

Se quita una sortija del dedo y se la pone en la mano. El guardia coge la joya y sale. El Zagal se dirige al otro guardia que custodia la entrada:

—Vos no os separéis de mí. Obedeced y seréis recompensado.

Al caer la tarde, Fernando reúne a sus capitanes y consejeros en su tienda. Sobre el mapa de Málaga, el rey da las últimas instrucciones al Artillero:

—Bombardead aquí, aquí y aquí. No os pido precisión, solo que las pellas superen las murallas. Que caiga una lluvia de fuego sobre la ciudad.

Gonzalo Fernández de Córdoba da un paso al frente.

—Alteza, si concentramos el ataque en un punto, pronto abriremos una brecha y las tropas podrán entrar fácilmente.

—Entrar ya no es nuestro primer objetivo. Nuestros hombres esperarán hasta que todo esté decidido.

Cárdenas parece contrariado:

—¿Deseáis destruir Málaga?

—Ofrecimos el mejor de los pactos y nos han respondido con la peor de las traiciones. Que asuman las consecuencias.

Gonzalo acusa la dureza de la condena:

—Morirán muchos inocentes.

—Inocentes que prefirieron ser leales a El Zagal. Si no queda piedra sobre piedra, me trae sin cuidado. Han intentado matar a la reina. Que no esperen clemencia.

Todos los presentes acatan las crueles órdenes del rey. Desde antes del amanecer, la artillería abre fuego contra la ciudad. Pronto las llamas devoran la ciudad amurallada de Málaga, donde se suceden las explosiones.

Tras varias horas de castigo, cuando el ruido de los disparos aún es ensordecedor, Yahya Alnayar se arrodilla ante Fernando e Isabel:

—La ciudad es vuestra. Tomadla, sin condiciones.

—Un poco tarde.

—Altezas, os lo ruego, en nombre de los habitantes de Málaga, tened piedad de nosotros.

Isabel interviene:

—¿No habláis en nombre de El Zagal?

—Ha huido —responde Alnayar—. Nadie sabe hacia dónde.

Fernando le mira con desprecio.

—Os ha abandonado.

—Altezas, os lo suplico, apresad a los guerreros si es vuestro deseo, pero tras esos muros la mayoría son comerciantes, mujeres, niños… Inocentes.

—Los malagueños han decidido su propia suerte —sentencia el rey—. Que la afronten con entereza.

—Tanta crueldad no es digna de los reyes de Castilla.

A Isabel las palabras del musulmán le han molestado. Fernando se percata.

—Tenéis razón —admite el rey—. La crueldad es más propia de infieles. Os voy a permitir volver con los vuestros.

Un atisbo de esperanza cruza el ánimo de Alnayar.

—Anunciadles que viviréis el resto de vuestros días como esclavos —remata Fernando—. Pero quien desee comprar su libertad podrá hacerlo. Deberá pagar treinta doblas de oro… Y bautizarse como cristiano.

La decisión del rey frustra las breves expectativas de Alnayar:

—Nadie en Málaga tiene tanto dinero.

—No cederé ni un maravedí.

El lugarteniente de El Zagal baja la cerviz, apesadumbrado. A una orden de Fernando la guardia real saca de la tienda al vencido. Los reyes confían en que la toma de Málaga, como suponían, decida la contienda.

—Hemos pagado cara esta victoria —suspira Fernando—, pero a partir de ahora ya no habrá más guerra.

—Solo falta negociar con Boabdil los términos de la rendición.

—Seamos generosos. Granada es nuestra. Por fin.

Isabel y Fernando se funden en un emocionado abrazo. Están a un paso del final de la reconquista. Y ellos serán los artífices de un ideal largamente anhelado por los reyes cristianos de la Península.

Abraham Seneor se ha trasladado a Málaga con la intención de proteger a los judíos de la ciudad. Andrés Cabrera recibe al rabino con una serie de legajos sobre su mesa de trabajo. Nada más ver al anciano, el marqués de Moya espeta, sin levantar la vista de sus papeles:

—Cuatrocientos cincuenta.

Abraham Seneor asimila la cifra. Cabrera se explica, mientras le señala un asiento frente al suyo:

—Cuatrocientos cincuenta judíos de Málaga, ahora esclavos. La mayoría mujeres. Hablan en lengua arábiga y visten a la morisca.

—¿Renegadas?

Andrés Cabrera niega, vehemente:

—Los convertidos al Islam no figuran en las listas de esclavos. Están a disposición de la Inquisición, a la espera de un auto de fe.

Abraham Seneor se atreve a preguntar, secamente:

—¿Es cierto que han asaeteado a dos niños?

—Se dicen muchas cosas sobre lo ocurrido en Málaga —suspira Cabrera—. No todas son ciertas.

El marqués habla con el rabino sin apartar la mirada de los documentos que maneja. Abraham Seneor deduce que la realidad a la que se enfrenta lo avergüenza.

—¿Qué va a ser de los esclavos?

—Los que no han podido pagar su rescate con la venta de sus bienes han embarcado en dos galeras de la armada.

—¿Adónde los conducen?

—Los desembarcarán en… —Cabrera consulta un legajo—. Aquí está, el Bodegón del Rubio. De allí los llevarán al alcázar de Carmona.

—¿A los calabozos?

—No. Los propios reyes han dispuesto que se construyan unos colgadizos cubiertos de teja para alojarlos.

Abraham Seneor suspira:

—Entiendo…

—Creedme, no es lo peor que podría ocurrirles. Se les permitirá seguir con sus actividades, siempre acompañados por continos de la Casa Real.

Andrés Cabrera, ahora sí, levanta la vista de los documentos.

—¿Hicisteis caso a mi consejo?

—En lo que pude.

—Eso facilitará las cosas: veinte de los cautivos viajarán a las aljamas de Castilla para recaudar el rescate. Necesitamos vuestra colaboración.

—Contad con mi fortuna y con la de los míos —asegura Seneor.

—No. Me refiero a que habrán de acompañarlos judíos castellanos. Los de Málaga solo hablan hebreo y árabe.

—¿A cuánto asciende el rescate?

—Calculad veinte mil doblas de oro.

La cifra sorprende a Abraham Seneor, es una fuerte suma.

—Tardaremos años en reunir esa cantidad.

—No contéis con lo que haya en la aljama de Málaga. Las casas ya tienen dueño. Incluso la sinagoga…

Cabrera tiende un legajo hacia el rabino.

—Mirad: para Fernán Beltrán, junto con otras casas. ¿Sabéis que es converso?

Hay ironía y amargura en la pregunta de Cabrera. Los dos hombres se contemplan en silencio. Cabrera suspira y, muy apesadumbrado, abandona el tono de probo funcionario de la Corona:

—La aljama de Málaga ya no existe como tal. Apresuraos en reunir el rescate. Sé que se han reservado algunos solares para permitir en el futuro el regreso de algunos.

—¿Cuántos?

—No más de cincuenta. Habrán de empezar de la nada.

Abraham Seneor se hace cargo de la situación. Cabrera baja la vista y le apremia en un murmullo:

—Partid. Partid cuanto antes.

En la Alhambra Aixa y Boabdil lamentan de un modo particular la pérdida de Málaga. El emir, decaído, pliega un documento que acaba de leer. Es el relato de lo sucedido en la que fue la más floreciente ciudad del reino de Granada.

—Cientos de muertos… Y los supervivientes convertidos en esclavos. Todos, hasta los niños. Es un día de duelo para el Islam.

—Y un mal presagio —apunta Aixa—. Sin El Zagal, vendrán a por nosotros. Alá nos proteja.

—No tardarán en pedir que entreguemos Granada.

Aixa pone unas cartas en manos de su hijo.

—Esta es nuestra única esperanza —dice.

Boabdil lee con avidez. Es la respuesta a la petición de ayuda que lanzaron a los principales caudillos musulmanes del Mediterráneo.

—El sultán de Egipto promete apoyarnos. Exigirá a Castilla que respete las fronteras.

—Y el Gran Turco nos envía su flota, al mando de Kemal Reis, su mejor capitán.

Hay un brillo de esperanza en la mirada de Boabdil.

—Cuando se sepa, los demás no tardarán en sumarse.

—Vos haréis posible que el Islam se una por una misma causa: la defensa de nuestro reino.

Respaldado por los suyos, el discurso de Boabdil recupera la firmeza:

—No traicionaré a nuestro pueblo. Lo prometo. Jamás entregaré Granada.

Aixa contempla orgullosa a su hijo; sin duda, su mejor obra.