10

Cuentan los romanceros historias de hombres ciegos que tuvieron visiones. Luces y sombras vedadas, sin embargo, a aquellos cuyos ojos distinguen a la perfección los contornos de la realidad. Cuentan también de otros que sintieron en carne propia el sufrimiento de quienes son sangre de su sangre, a pesar de que los separaban muchas leguas de distancia. Supersticiones, claman los escépticos. Trabajos del diablo, acusan aquellos que encuentran en la fe refugio para lo que carece de explicación.

Tuvo Muley Hacén un sueño días atrás en su cámara de la Alhambra. Un hombre joven corría por los pasillos de un magnífico palacio. El emir reconoció en él a su hijo Yusuf. Huía el joven de una sombra sin rostro que lo perseguía. Por más que aceleraba el paso, la sombra era más veloz que él. Soñó el emir que Yusuf lanzaba un grito desesperado cuando la sombra atrapó sus ropajes. Al contacto con el cuerpo del joven, la sombra se hizo hombre y de su mano brotó una daga. Aterrorizado, Yusuf se protegió el rostro con las manos y ni él ni Muley Hacén vieron las facciones del asesino que hundía la daga en el tórax de su víctima una y otra vez.

En ese instante despertó el emir, sudoroso y con la respiración alterada, en brazos de una inquieta Zoraida que hacía lo posible por calmarlo.

—¡Yusuf! ¡Yusuf!

La mirada vacía y angustiada del emir se volvió hacia ella y, palpando su cara con manos temblorosas, dijo:

—Mi hijo… ¡Algo le ha pasado!

Muley Hacén intentó levantarse y Zoraida tuvo que retenerlo:

—Señor… Tranquilizaos…

—¡Yusuf está en peligro!

Hoy, cuando el recuerdo del mal sueño aún no se ha diluido, Zoraida no encuentra las palabras adecuadas para dar al emir una noticia que a ella la ha hecho palidecer.

—Mi señor, hay algo que debéis saber… Han llegado tristes noticias de Almería.

El emir no necesita oír más. Yusuf se había hecho fuerte en la ciudad, tras abandonar la Alhambra con Aixa y Boabdil. Sabe el emir que El Zagal ha enviado a sus huestes contra la plaza. El resto lo ha visto en sueños.

Retiene un sollozo Muley Hacén y Zoraida lo enlaza, conmovida. Una inmensa tristeza empaña los ojos velados del emir.

El relato de lo sucedido en Almería se conoce en Córdoba de la propia voz de un consternado Boabdil. Comparece el joven ante los reyes en presencia también de Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva.

—Almería ha caído en manos de El Zagal. No ha dudado en asesinar a mi hermano Yusuf, su propia sangre. Tales son su crueldad y su ambición.

—Os acompañamos en vuestro dolor.

Boabdil acepta las condolencias de la reina.

—Hay que detenerlo o no podré cumplir nuestros acuerdos.

—El Zagal es vuestro enemigo y el nuestro. No os va a faltar nuestro socorro para conseguirlo.

—Vamos a tomar su posesión más preciada: Málaga —afirma Fernando—. El mayor puerto del reino… y su feudo.

La declaración del rey sorprende a todos, incluida Isabel.

—Sin duda, ese sería un golpe definitivo —balbucea un atónito Boabdil.

—Partid sin cuidado pues ya veis que vuestra causa es la nuestra.

Boabdil abandona el alcázar de Córdoba impactado por los planes de guerra del rey. Sin la presencia del joven emir, Isabel recuerda a Fernando sus propios consejos:

—Vos me dijisteis hace tiempo que la prudencia es Dios en las batallas.

Fernando asiente y sonríe, sin decir palabra. Gonzalo Fernández de Córdoba interviene:

—Alteza, Málaga es una ciudad bien preparada para su defensa.

—No hay otra mejor dispuesta —corrobora el rey—, es la llave del reino de Granada.

Beltrán de la Cueva, igualmente extrañado, pregunta:

—¿Y estamos en condiciones de hacernos con ella? Sin bloquear antes su puerto pueden recibir refuerzos de África en cualquier momento.

—Sobre todo si están prevenidos —apunta Gonzalo.

El militar dirige su mirada desconcertada hacia Isabel, que permanece impertérrita. Fernando zanja el debate:

—Confiad en mí. Id y preparad lo necesario.

Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva acatan la orden y dejan solos a los reyes. Inmediatamente, Isabel afirma:

—Tienen razón.

Fernando sonríe, cómplice.

—Claro que la tienen.

Isabel no termina de comprender a su esposo, quien se dispone a desvelar los detalles de su plan a su esposa.

En la residencia lisboeta de los reyes de Portugal, la silueta de un hombre erguido se recorta a contraluz contra un ventanal. Solo se escuchan los graznidos de las gaviotas. El caballero es un joven apuesto. Parece impaciente y decidido. Se gira al oír pasos que se acercan hasta él. La voz del mayordomo real llama su atención:

—¿Don Cristóbal Colón? El rey os recibirá enseguida.

Momentos después, tras ser conducido al salón del trono, Cristóbal Colón muestra a Juan de Portugal una pequeña esfera de madera. Ha grabado en ella el contorno de las tierras que imagina. Colón se explica aludiendo al dibujo:

—Si admitimos que la Tierra es redonda, como es natural no siendo unos necios, ¿qué nos impide llegar a las Indias por el oeste?

Juan de Portugal no parece estar para acertijos. Ello no afecta al ánimo de Colón:

—Las tres mil millas de océano que nos separan de ellas, según Toscanelli.

Juan de Portugal mueve su copa vacía. Un sirviente se acerca al rey y la llena.

—Ningún barco es capaz de recorrer esa distancia sin repostar agua y víveres —continúa el navegante—. Pero mis cálculos difieren de los suyos en seiscientas millas.

—Echaos al mar entonces —ironiza el rey.

A Colón le desagrada el comentario del monarca.

—Alteza, vuestro padre ya creía en este proyecto. Cruzó cartas con el sabio…

Juan de Portugal no le deja terminar la frase:

—Buenas razones tendría para no llevarlo a cabo.

—Quizá le faltaba el hombre apropiado. ¿Acaso no confiáis en mí?

—No soy hombre de mucha fe. Y mis barcos cada día están más cerca de encontrar la ruta por el este…

Colón, aunque contrariado por la noticia, se apresta a defender su proyecto:

—¡Calculad las ventajas económicas de un viaje diez veces más corto!

—Solo vos pensáis que es posible…

—Vos visteis la carta de navegación, la que me entregó el piloto que viajó más allá de las Azores. Recuerdo vuestro entusiasmo entonces…

Juan de Portugal apura la copa y desvía la mirada. De repente, Colón comprende las intenciones de su interlocutor:

—Pretendéis dejarme al margen…

Colón lamenta haberle dado tanta información en encuentros previos. Juan de Portugal sonríe como si el marino fuese un caso perdido. Temiendo que el rey luso le robe el proyecto, Cristóbal Colón protesta airadamente:

—¡Yo, solo yo puedo conseguirlo!

Juan de Portugal hace una seña a la guardia:

—Echad a este lunático de la corte.

La guardia real obedece al momento. Colón grita mientras es obligado a salir:

—¡Sin mí nunca llegaréis! ¡Iré a Castilla! ¡Financiarán el viaje y os arrepentiréis!

—Id, id pues sin tardanza —se mofa cínicamente Juan de Portugal—… Y dad recuerdos a sus altezas.

En uno de los cármenes de Aben Hud, este y Aixa han quedado perplejos al oír de boca de Boabdil que los reyes de Castilla y Aragón planean lanzarse sobre Málaga. El abencerraje advierte de la gravedad de la ofensiva:

—Señor, si los cristianos ponen un pie en Málaga, el otro lo pondrán en la Alhambra.

—Lo sé —musita amargamente Boabdil.

—Alá no nos lo perdonaría. Debemos plantarles cara, ¡todos unidos!

Evoca Aben Hud la oferta que Muley Hacén le hizo en la Alhambra. A pesar de haber abandonado Granada al conocerse la enfermedad del emir, el abencerraje cada vez es más partidario de que los musulmanes hagan frente común contra el infiel.

—¿Sugerís que pacte con mi padre? —inquiere Boabdil.

Aixa se revuelve:

—Pero ¿aún creéis que ese hombre ciego y enfermo gobierna Granada? Desengañaos. ¡El Zagal es el amo de la Alhambra! Y con él no puede haber entendimiento.

—Tanto él como vos debéis ver que es necesario —insiste Aben Hud.

—¡Es nuestro enemigo! ¿Quién mató a mi hijo Yusuf en Almería? ¿Quién mató a los vuestros? ¡No fueron los cristianos! ¿Cómo podéis pensar en pactar con él?

Boabdil anticipa la respuesta:

—Porque nuestro deber es salvar el reino.

—Granada solo se salvará si acabamos con El Zagal y os tiene a vos como emir —replica Aixa—. Y si para ello primero hemos de entendernos con los cristianos, lo haremos.

Aben Hud, implorante, mira a Boabdil. Este termina apartando la vista. Pero por grande que sea la oposición de Aixa, el abencerraje no va a renunciar a sus convicciones.

Largo viaje ha hecho de nuevo Pierres de Peralta hasta la corte de Isabel y Fernando en Córdoba. Un periplo que ha empezado en tierras catalanas, donde los remensas están ejecutando a buen número de soldados y señores, casi todos ellos pertenecientes a la baja nobleza. Así lo relata a Fernando a su llegada, en presencia de la reina:

—Las haciendas de los nobles catalanes están siendo saqueadas. Aquellos que se cruzan en el camino de los remensas son asesinados.

—¿Solicitan mi ayuda esos caballeros?

—Tal como habíais previsto —confirma Peralta sonriendo.

Isabel suspira, no sin desprecio.

—Ahora que está entre la espada y la pared, la nobleza catalana se acuerda de su rey.

—Mi señor, la revuelta remensa debe controlarse ahora que estamos a tiempo. Debéis regresar a Aragón. Y hay algo más: cada vez se producen más tumultos contra la implantación de la Inquisición…

—Pues castigad a quienes los provocan —exige Fernando—. No pienso volver sobre mis pasos. La Inquisición continuará su labor.

—Los conversos temen ser perseguidos. Y los nobles los apoyan por considerar que va contra los fueros.

—Naderías. Los apoyan porque son ricos y tienen negocios juntos.

—Cierto, pero los conversos más influyentes se han unido en torno a Santángel, vuestro escribano de ración.

—Pero ¿qué buscan?

—Garantías. Exigen que paralicéis la reforma hasta que haya un acuerdo.

Fernando, contrariado, mira a Isabel un instante. La reina se dirige a Peralta:

—Mi esposo, vuestro rey, parte hacia Málaga en pocas horas. Sabéis que la guerra santa no es deber que pueda dejar de cumplir.

—Pero no tardaré en volver —asegura Fernando—. Y os aseguro que en Aragón algunos lamentarán verme tan pronto de regreso. Vais a llevar dos mensajes, Peralta. Uno para Santángel y otro para Verntallat.

Mientras Muley Hacén permanece postrado en su lecho, Zoraida recita los versos que lee en un antiguo libro:

—«Mi corazón me abandona, ¿acaso volverá? Enfermo está, ¡tan fuerte es mi dolor por el amado! ¿Cuándo sanará?».

La entrada de El Zagal provoca que Zoraida calle. El emir se extraña por la interrupción:

—¿Por qué calláis? ¿Quién anda ahí?

—Soy yo, hermano.

Muley Hacén contrae el gesto. El Zagal avanza hacia la pareja.

—Alá en su misericordia me ha quitado la vista para no tener que ver al asesino de mi hijo.

—Yusuf era un traidor, como su hermano Boabdil. Pero yo no lo maté.

—No os creo. No creo una sola palabra de vos.

—Por desgracia habréis de creer las noticias que traigo, pues nuestras vidas dependen de ello.

El emir, alerta, busca con sus ojos ciegos la figura de El Zagal.

—Nuestros espías han sabido que las huestes cristianas se preparan para tomar Málaga.

Sabiendo lo que Málaga representa para su hermano, el emir está tentado de negarle su auxilio. Pero lo cierto es que no está en condiciones de negar nada. Y el único que puede hacer frente al enemigo con posibilidades de éxito es El Zagal. Aunque haya asesinado a Yusuf con sus propias manos, pues tal es el rumor que coincide con su terrible sueño. Por ello, Muley Hacén cede ante lo inevitable:

—Debéis impedirlo. Solo vos podéis hacerlo.

—Ya he ordenado reforzar la defensa de la ciudad. La guarnición de Ronda ya está en camino. Yo me sumaré a ellos con mis mejores tropas.

—Si Málaga cae, el reino entero lo hará tras ella.

—Confiad en mí. Nada de eso pasará.

Muley Hacén, desolado, trata de conservar su dignidad. El Zagal se crece y se acerca a su hermano para decirle:

—Tenéis suerte de que alguien de vuestra sangre aún os sea leal. Pensad: así como os veis, qué sería de vos sin mí…

Hieren las palabras de El Zagal al emir. Su rostro refleja su impotencia y su rabia. Viéndolo padecer, Zoraida se interpone:

—¡Dejadlo! Salid ahora mismo. ¡Salid!

El Zagal la mira, altivo, y obedece. Zoraida abraza a su desvalido esposo.

Las huestes cristianas han abandonado su cuartel general con Fernando a la cabeza. En su campamento, Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva comunican al rey las inquietantes averiguaciones de los espías. Es evidente que el enemigo conoce sus planes, como bien le advirtieron en la corte.

—Los malagueños están haciendo acopio de provisiones —advierte Gonzalo—. Temo que el asedio se alargue.

—¿Se encamina hacia allí la guarnición de Ronda? —pregunta el rey.

Beltrán de la Cueva confirma la intuición de Fernando:

—Así es, señor. Soldados de todo el reino han acudido a defender Málaga… Parece inexpugnable.

Fernando mira a uno y a otro. Sonríe, muy tranquilo. Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva se miran entre sí sin comprender.

—Pues que sea Ronda nuestro objetivo, y no Málaga —afirma el rey.

A los dos nobles les sorprende el cambio de planes. Pero Fernando no tarda en aclarar el subterfugio:

—Boabdil teme que Málaga caiga en nuestras manos. Sabía que haría correr el rumor.

—¿Ese era vuestro plan? —pregunta Gonzalo—. ¿Incitar a El Zagal a concentrar sus fuerzas en la plaza?

Fernando sonríe, satisfecho.

—Málaga es demasiado importante para él… Y ha dejado Ronda a nuestra disposición.

Sin embargo, Gonzalo Fernández de Córdoba parece molesto:

—¿No confiabais en nosotros, alteza?

—Pondría mi vida en vuestras manos. Pero quizá no seáis tan buenos cómicos como soldados —ironiza el rey.

Fernando palmea el hombro de su fiel caballero, que continúa con el semblante serio. Entonces el rey le habla con franqueza:

—Solo la reina y yo estábamos al corriente. No os hemos engañado a vos, sino al enemigo.

Gonzalo Fernández de Córdoba acepta la palabra del rey, aunque no le haga gracia verse burlado. En cambio, Fernando ya solo piensa en la victoria:

—Cuando Ronda despierte, nuestras mesnadas habrán rodeado la ciudad. Dad las órdenes, partiremos en cuanto sea posible.

Convencido como está de la necesidad de unir sus fuerzas, Aben Hud ha decidido tomar la iniciativa y viajar hacia Granada con la intención de negociar un acuerdo entre Boabdil y su padre. Aun a costa de que el acuerdo arrincone definitivamente a Aixa, pues poco importa ya al abencerraje la suerte de la esposa despechada.

Galopa Aben Hud todo lo deprisa que puede sobre su montura. Al llegar a lo alto de una loma detiene la cabalgada. Ha divisado a lo lejos el avance del ejército cristiano. Aben Hud parece confuso. Observa a las tropas en la lejanía, luego queda unos instantes pensativo. Finalmente, espolea a su caballo y continúa su camino al galope.

Cuando por fin llega a la Alhambra, una escolta lo conduce ante El Zagal. Este mira fijamente al abencerraje, pero Aben Hud no se inmuta.

—Mi hermano os tendió la mano. Enfermó y le abandonasteis para correr de nuevo al lado de los traidores —recrimina amenazador El Zagal—. ¿En tan poco estimáis vuestra vida que os atrevéis a venir hasta mí?

—Mi señor… Si me arriesgo a sufrir vuestra cólera es porque el fin lo merece.

—¿Sí? Apresuraos, dadme ya una razón para que no os corte la cabeza.

—Os daré dos… La primera es que vuestro hermano está en lo cierto: si no luchamos unidos contra los cristianos, el reino se perderá.

—Espero que la segunda os sea de más ayuda.

—Los cristianos os han engañado. Os han hecho concentrar vuestras fuerzas en Málaga, pero se dirigen a Ronda.

El Zagal oculta su perplejidad.

—¿Cómo sé que no mentís?

—Lo he visto con mis propios ojos. Un ejército cuantioso llevando gran número de máquinas de asedio.

Aben Hud sostiene valeroso la mirada de El Zagal.

—Comprobadlo, cortadme antes la cabeza si es vuestro deseo, pero no hay tiempo que perder.

El Zagal cree al abencerraje. No obstante, por cautela, aún no lo evidencia.

—¿Lo sabe Boabdil? —pregunta.

—No. Se han burlado de él tanto como de vos. He venido a advertiros todo lo rápido que he podido.

El Zagal calla. Al poco, admite ante Aben Hud su desventaja por la gravedad de la amenaza:

—Ronda está desguarnecida. Yo solo no podré liberarla. Si unimos nuestras huestes, como vos decís, podemos evitar que caiga. ¿Estará dispuesto mi sobrino?

—Escribid a Boabdil, yo mismo llevaré vuestro mensaje. Y os juro que pondré todo mi empeño en que acepte.

—Enviaré emisarios a Málaga para que el grueso de nuestras fuerzas se dirija a Ronda. Partiré hoy con los hombres que nos quedan en Granada. El ardid del rey Fernando se va a volver contra él.

Luis de Santángel, escribano de ración del rey Fernando, avanza por los corredores del palacio real aragonés. Al llegar al salón del trono, encuentra a Pierres de Peralta departiendo con un fraile. Queda decepcionado, pues esperaba ver a Fernando. Peralta se percata de inmediato de su presencia y se vuelve cordial hacia él.

—¡Santángel! —exclama—. Os esperaba. Entrad.

El escribano saluda inclinando ligeramente la cabeza:

—Espero que vuestra visita al rey haya dado sus frutos, aunque temo que no haya vuelto con vos.

—Así es. Hablé a su alteza del temor de los conversos hacia la Inquisición, tal como vos deseabais.

—¿Cuándo regresa nuestro señor? ¿Nos recibirá?

—Lo hará, sin duda, en cuanto sea posible. Pero me ha ordenado que os anticipe su respuesta.

Santángel, más confiado, escucha con atención.

—Aquí la tenéis. —Peralta señala hacia el fraile—. Os presento a don Pedro de Arbués. El nuevo inquisidor de Aragón.

Luis de Santángel encaja con dignidad el revés. Peralta, sin perder la cordialidad, le pregunta:

—¿Queda claro que el rey no tiene intención de revocar la implantación del Santo Tribunal?

Como cada día en lo que va de semana, Cristóbal Colón espera en un corredor del alcázar de Segovia el momento de ser recibido por la reina de Castilla. Esperar es lo único que ha conseguido hasta ahora. Cada vez que una puerta se abre, él se incorpora expectante. Pero nunca se le concede audiencia. Así pasan las horas todos los días. Beatriz de Galindo y fray Hernando de Talavera se cruzan con él. No es la primera vez. El clérigo y el navegante intercambian un saludo cortés antes de perderse de vista. Horas después, el propio Talavera se sorprende de verlo ahí, perseverando. Al final de la jornada Colón se retira. Hasta el día siguiente.

En la alcoba de la reina, Catalina prepara el lecho de Isabel mientras ella termina sus oraciones. Al levantarse del reclinatorio la reina sufre un mareo.

—¡Alteza! —exclama Catalina al tiempo que acude a socorrerla—. ¿Os encontráis mal? Voy a buscar al físico.

Catalina se dirige hacia la puerta pero la voz de la reina la detiene:

—Dejad, Catalina, solo es un mareo. Es el cansancio…

Catalina se gira pensativa hacia ella y la pregunta:

—¿Habéis sangrado este mes?

—No. Pero no viene al caso. Desde que nació la infanta María no he sangrado con regularidad.

Pero Isabel titubea. La hipótesis del embarazo se abre paso en su mente. Catalina comprende su vacilación:

—Haceos a la idea y descansad, señora. Eso es lo que necesitáis.

La dama empieza a liberarla de sus pesadas ropas.

—Pronto vuestro esposo terminará con el infiel y podremos descansar todos…

Isabel se deja hacer, inquieta.

—El mensaje del rey no puede ser más claro. La Inquisición actuará en Aragón como en Castilla y nada le hará cambiar de opinión.

Luis de Santángel informa a un grupo de influyentes conversos zaragozanos sobre lo acontecido en palacio. Juan de Pedro Sánchez, Gaspar de Santa Cruz y Jaime de Montesa, entre ellos. Este último parece disconforme con el dictamen del escribano:

—Los nobles están con nosotros. Y la mayoría de las gentes, también.

—Los nobles nos darán la espalda en cuanto encuentren a otros con quienes hacer negocios —advierte Santángel—. Ya pasó en Sevilla.

—Entonces habrá que acabar con el tirano. Es de ley, Roma lo hizo con César…

La violenta propuesta escandaliza al escribano:

—¿Estáis loco? ¿Queréis que nos maten a todos?

Jaime de Montesa no se retracta. Sostiene la mirada de Santángel. Este se da cuenta de que la mayoría de los reunidos le observan. Es evidente que apoyan el recurso a la violencia. Santángel se levanta y exclama:

—¡Nada he oído! ¡Olvidad que he estado aquí! ¡Y quiera Dios que todo quede en palabras!

Dicho esto, Santángel sale apresuradamente. Solo dos de los conversos se suman a él y abandonan la reunión.

Aben Hud ha entregado la misiva que El Zagal ha dirigido a su sobrino Boabdil. Aguarda en silencio a que concluya su lectura:

—«Sensato sería dejar a un lado nuestra rivalidad, pues un poderoso enemigo nos acecha. Las huestes de los reyes cristianos a los que habéis jurado vasallaje se disponen a tomar Ronda. Os han burlado tanto a vos como a nuestro bando. No es tiempo de luchar entre nosotros, sino de hacer frente al enemigo infiel. Sumemos nuestras fuerzas en Ronda y sea esta la primera de nuestras victorias sobre el cristiano. Que su sangre sea derramada en el nombre de Alá».

Bien poco agrada a Boabdil que El Zagal sepa del engaño sufrido a manos de Fernando. Protesta enojado ante Aixa:

—¡Nos han burlado, madre! Los cristianos no se dirigen a Málaga. ¿Con tales aliados podré recuperar el trono?

—Nos vemos obligados a dormir con una serpiente o con un escorpión —lamenta Aixa—. ¿Qué picadura es menos venenosa?

El abencerraje responde por Boabdil:

—Somos musulmanes, señora.

Boabdil está de acuerdo:

—El infiel es nuestro enemigo. Incluso El Zagal desea que nos unamos a él para salvar Ronda.

—¿Y qué ocurrirá después? ¿Se retirarán vuestro padre y vuestro tío para que podáis gobernar, como es vuestro derecho?

Los pensamientos de Boabdil no habían llegado tan lejos como los de su madre. Al verlo indeciso, Aben Hud insiste:

—Señor, juntos podemos salvar el reino.

Aixa se acerca al abencerraje y le espeta:

—Volved con El Zagal, si tan convencido estáis, y llevaos a los vuestros. Pero no comprometáis a mi hijo. Que Alá os proteja.

Aben Hud acata el consejo como una orden, resignado ante el poder que Aixa tiene sobre Boabdil. Entonces, sin darle tiempo a reaccionar, ella saca una daga de entre sus ropas y se la clava a Aben Hud en el corazón. Boabdil la mira atónito y aterrado mientras el abencerraje dobla las rodillas y muere. Aixa tira la daga ensangrentada antes de aleccionar a su hijo:

—Si acudís a Ronda, dad por muerto a vuestro hijo Ahmed. Y estad tan seguro de ello como de que El Zagal antes os matará que dejaros reinar en Granada. Así terminará vuestra alianza.

Aixa coge con sus manos la cara de Boabdil. Mancha sus mejillas con la sangre del abencerraje asesinado mientras le apremia:

—¿No veis la oportunidad que nos brinda Alá?

A Boabdil aún le dura el impacto de lo que acaba de contemplar. Ni siquiera adivina a qué se refiere su madre. Aixa no tarda en hacérselo saber:

—Enviad un destacamento a Ronda, pocos hombres y prescindibles… Y escribid a vuestro tío, que piense que vamos en su ayuda.

Boabdil sigue sin reaccionar. Aixa, ajena al estado de su hijo, continúa explicando su plan:

—Mientras, marchemos a Granada con el resto de los nuestros. Caeremos sobre la Alhambra cuando menos se lo esperen…

Lorenzo Badoz, muy serio y preocupado, confirma las sospechas de Isabel tras un breve reconocimiento:

—Así es, alteza. Estáis embarazada.

Los dos se miran en silencio unos segundos.

—El Altísimo es misericordioso —musita Isabel por fin.

—Os advertí que no podía volver a suceder.

—Y siendo mujer casada, ¿cómo evitarlo sin ofender a Dios?

—Ya os dije cómo. Tomad mis palabras en serio, señora. Vuestra vida peligra. Podéis morir en el parto.

Isabel asimila el dictamen del galeno en silencio, durante unos instantes.

—¿Nada se puede hacer?

Badoz suspira mientra niega con la cabeza.

—Ya es tarde para lamentaciones. Ningún cuidado os faltará, os lo aseguro.

—Entonces, con vuestra ayuda y la de Dios, saldremos adelante.

Lorenzo Badoz no está seguro de que Isabel sea consciente del enorme riesgo que corre. Ante la duda, se expresa con toda franqueza:

—Creedme, señora. Castilla puede perder a su reina. Obrad en consecuencia.

Isabel, más preocupada, acepta el consejo. Cavila unos segundos y al instante reacciona con autoridad:

—Badoz, de todo esto, ni una palabra al rey.

El físico, como no puede ser de otro modo, acata la orden de su señora.

—Las huestes de El Zagal vienen de camino, señor.

Ronda resiste el asedio de los cristianos. Fernando estudia la situación en su tienda con Gonzalo Fernández de Córdoba y Francisco Ramírez cuando escucha la noticia de labios de Beltrán de la Cueva.

—Han descubierto el engaño antes de lo previsto… —El rey se dirige entonces al Artillero—: ¿Cuánto aguantarán las defensas de la plaza?

—Es una fortaleza sólida, pero la artillería no da tregua. Las pellas ya han hecho arder la ciudad en varios puntos.

Fernando interroga a Gonzalo Fernández de Córdoba:

—¿Habéis dejado a Ronda sin suministro de agua?

—Así es, alteza. Tendrán que elegir entre beber o apagar los incendios con sus reservas… Pronto pedirán la rendición.

Aunque complacido, Fernando musita pensativo:

—Hemos de tomar la plaza antes de que llegue El Zagal.

—Nuestras posiciones son seguras —afirma el caballero cordobés—, podemos mantener el asedio y defendernos a la vez.

—Pero estaremos en desventaja. Que arrecie el bombardeo, no deis respiro al enemigo.

Mientras El Zagal marcha al frente de sus tropas en dirección a Ronda, un reducido grupo de jinetes alcanza al ejército nazarí. A lomos de un caballo exhausto, El Zagal reconoce a su consejero Yahya Alnayar. Importante ha de ser el mensaje, piensa el hermano del emir, pues lo trae en persona y ha estado a punto de reventar a su montura.

—¡Nos han traicionado, señor! —clama Alnayar—. ¡Boabdil y sus hombres se dirigen a Granada! ¡El Albaicín se ha sublevado y lo aclama como emir!

El Zagal trata de mantener su furia a raya. Está contrariado y pensativo. Viendo la maniobra de Boabdil duda de la sinceridad de las palabras de Aben Hud. ¿Será realmente Ronda el objetivo de los infieles? Toma rápidamente una decisión:

—Id y avisad a los hombres que vienen desde Málaga que se dirijan a Granada. ¡Hay que defender la Alhambra!

Con rabia, El Zagal mira hacia el horizonte al que encaminaba sus pasos.

—Que Alá nos perdone. Ronda será para los cristianos.

Así sucede. La toma de Ronda es un éxito para Fernando y sus tropas. En su camino de vuelta a la corte cordobesa, se organizan festejos y procesiones religiosas en cada ciudad que atraviesan. Todos son partícipes de la euforia por la victoria.

En Córdoba el recibimiento es solemne. Isabel espera de pie en el trono con la infanta Isabel y el príncipe Juan a su lado. Cerca de ellos, fray Hernando de Talavera. La corte al completo aguarda la llegada del rey. Por fin un grupo de soldados entra en el salón real del alcázar y, tras hacer la acostumbrada reverencia, van dejando las banderas y estandartes musulmanes a los pies de la reina. Fernando llega flanqueado por Gonzalo Fernández de Córdoba y Beltrán de la Cueva. Se dirige hacia su esposa:

—Mi señora, a vuestros pies ponemos la victoria que Dios nos ha concedido en Ronda.

Fernando toma su mano y ambos avanzan pisando las banderas. Se dan un protocolario beso.

—¡Castilla, Castilla! ¡Por Castilla y nuestros reyes Fernando e Isabel!

El griterío se interrumpe al entrar en el salón un grupo de cautivos cristianos famélicos y harapientos. Vienen a postrarse ante la reina en representación de los centenares que han sido liberados en Ronda. Su estado provoca el estremecimiento de todos los presentes.

—Más de mil cautivos tenían esclavizados los infieles —explica el rey a Isabel—. Ved vos misma en qué condiciones.

La reina, conmovida, avanza hacia los cautivos. Se van arrodillando ante Isabel según avanza entre ellos.

—Alzaos, vuestro martirio ha terminado. Mucho os debe Castilla y no vamos a abandonaros.

Los cautivos, agradecidos, besan el vestido de la reina, quien se vuelve hacia los presentes:

—Que todos sepan de la gloria de este día. Haced tañer las campanas, que su sonido llegue hasta el último rincón de Granada. ¡Dios nos llevará a la victoria!

Recién llegado del frente y con las ropas manchadas de sangre, El Zagal entra en la cámara del emir. Zoraida se yergue ante su cuñado, pero este la ignora. Le urge informar a Muley Hacén:

—Boabdil se ha hecho fuerte en el Albaicín y a duras penas hemos salvado la Alhambra. Por desgracia, Ronda ha caído en poder de los cristianos, los aliados de vuestro hijo —apostilla, despectivo.

Muley Hacén no disimula su amargura:

—Estoy rodeado de enemigos… Vivís más seguro vos en el campo de batalla que yo, siendo emir, en la corte. Qué bien tan despreciable ha de ser la sangre de los nazaríes, pues se vierte con tanta generosidad…

—¡Reaccionad! Debéis abdicar y dejarme ejercer la regencia como prometisteis. ¡Hacedlo antes de que sea demasiado tarde!

Muley Hacén dirige su mirada hueca hacia su hermano.

—Sé que el reino necesita un caudillo fuerte para salvarse… Pero ¿cómo dejar a mi hijo Nasr en manos de un asesino?

Aun ciego y enfermo, Muley Hacén planta cara a su hermano con gesto desafiante. El Zagal, ofendido, echa mano a la empuñadura de su arma. El emir no puede verlo, pero Zoraida sí, y reacciona:

—¡Señor! Mi esposo debe descansar.

La firmeza de Zoraida hace recapacitar a El Zagal. Finalmente sale de la estancia a grandes zancadas. Zoraida va tras él y le da alcance en el corredor.

—¿Qué pretendéis, señor? ¡Ya gobernáis en Granada! Dejadlo morir en paz.

—Si no abdica antes de morir, su sucesor legítimo será Boabdil. ¿Qué será de vuestro hijo entonces? ¿Creéis que Aixa será clemente?

La advertencia de su cuñado atemoriza a Zoraida más que el ímpetu del militar. El Zagal trata de persuadirla:

—Vuestra salvación y la mía están unidas a la suerte del reino. Y Granada solo tendrá una oportunidad si vuestro hijo Nasr es emir, y yo regente.

—Tenéis razón —acaba admitiendo Zoraida—. Solo vos podréis protegernos si Alá llama a mi esposo a su lado. Dejadme que yo le convenza… Y dadme vuestra palabra de que no intentaréis nada por vuestra cuenta.

El Zagal continúa con sus ojos fijos en los de ella. No se fía de su buena voluntad:

—¿Ahora confiáis en mí?

—Ambos tenemos un mismo interés: que Boabdil no entre en Granada y que el reino sobreviva a la muerte de mi esposo. ¿Tengo vuestra palabra?

El Zagal asiente, pero Zoraida no se conforma:

—Habréis de darme garantías.

—Cuando convenzáis al emir.

Zoraida no tiene más remedio que aceptar el trato:

—Ahora mi vida y la de mi hijo están en vuestras manos.

Zoraida vuelve hacia la cámara de Muley Hacén. Mientras se pierde en el corredor, El Zagal la contempla. Hay un punto de admiración en su semblante.

—Daba las gracias a Nuestro Señor por devolveros a mí sano y salvo.

Fernando ha interrumpido el rezo de Isabel. Si bien es cierto que la gratitud guiaba la oración de la reina, no era el único motivo de su plegaria. Teme tanto morir en el parto, si es la voluntad de Dios, como no ver más a su amado esposo.

—Apenas unas horas durará este reencuentro —lamenta Fernando—. Tengo que salir hacia Aragón lo antes posible.

Isabel lo abraza, apoyando la cabeza en su pecho.

—Lo sé. Y estos meses que estaréis lejos serán años para mí.

—El tiempo pasa rápido. Vos partís para Segovia. Cuando os queráis dar cuenta ya nos habremos reunido allí.

Se estremece Isabel al pensar que quizá no sea así. Pero ha decidido no entorpecer los asuntos de gobierno de su esposo y nada dirá sobre el riesgo que va a afrontar.

—No olvidéis lo mucho que os amo…

Isabel le besa con toda su ternura.

—Nunca, nunca lo olvidéis… Y cuando recordéis mis errores pensad que son fruto de la tiranía del amor que os tengo.

Fernando la mira extrañado y sonríe, pues en su ignorancia interpreta que Isabel teme por él:

—¿Qué ocurre? Vuelvo de la batalla sano y salvo, y así regresaré de Aragón…

Fernando la coge del mentón con cariño.

—No estéis triste. Es nuestro destino: separarnos para atender los asuntos de nuestros reinos… Y volver siempre después el uno a los brazos del otro. Siempre juntos.

Al oír estas palabras, a Isabel se le llenan los ojos de lágrimas:

—Cada segundo de cada hora del día, estaré pensando en vos.

Se abraza de nuevo a Fernando y oculta así su desasosiego.

Luis de Santángel es una de las primeras personas a las que convoca Fernando en audiencia al llegar a Zaragoza. Se dirige a él desde el trono, acentuando la formalidad del encuentro:

—Como sabéis, a pesar de la bula de cruzada, la contienda contra el infiel está siendo larga y costosa.

—Y no solo para Castilla —apunta Peralta—. Es deseo de los aragoneses, en tanto que buenos cristianos, librar a la Península de la presencia del Islam.

—No obstante —prosigue Fernando—, tampoco ignoráis, estoy seguro, que Aragón tiene sus propios problemas.

—No, mi señor… No lo ignoro. Al contrario —farfulla Santángel.

—Comprenderéis entonces que necesite a mis mesnadas bien abastecidas y preparadas.

Por un momento parece como si Santángel quisiese decir algo y no se atreviese. Peralta lo interroga:

—¿Tan extraño os parece que el rey os pida dinero?

Al tiempo, Fernando se dirige cordialmente al converso:

—No es la primera vez, Santángel, y temo que no será la última.

Por fin Santángel se atreve:

—Señor, no atendisteis nuestras súplicas contra la Inquisición, y sin embargo, ahora…

—Por Dios, ¿qué podéis temer vos?

El escribano replica con más aplomo:

—Ante la Inquisición, todos los conversos somos sospechosos.

Fernando sonríe con malicia.

—¿Acaso tenéis algo que ocultar al Santo Tribunal?

Desprevenido, Luis de Santángel da un respingo y niega con vehemencia.

—Entonces en nada os atañe —concluye el rey—. Es el fin de la herejía lo que pretendemos, ¿no estáis de acuerdo?

Al converso solo le queda asentir. Fernando sonríe, condescendiente.

—Santángel… Es tal mi confianza en vos que a cambio de ese préstamo os ofrezco protección real.

—Además de abonar los intereses, por supuesto —aclara Peralta.

Santángel, sorprendido, calcula el beneficio. En ese momento, un sirviente entra con un escrito en la mano, que entrega a Peralta.

—En lo que a vos toca, podréis olvidaros de la Inquisición —garantiza Fernando.

El interés del escribano por el trato es manifiesto. Peralta muestra el documento al rey.

—«Muerte a la tiranía». Otro libelo de los herejes.

Fernando enseña el documento a Santángel.

—¿Aún pensáis que no es necesaria la Inquisición? —pregunta.

Santángel palidece. Peralta, suspicaz, se da cuenta:

—¿Los habíais visto?

—Están por toda Zaragoza —se apresura a contestar el converso.

—Así es este reino. Gusta de amenazar a cara cubierta —lamenta Fernando—. Dadme pronto vuestra respuesta.

Una vez a solas con el rey, Peralta desconfía del escribano:

—Algo calla Santángel…

—Siempre nos ha servido fielmente, y antes que él ya lo hizo su padre.

—Acabemos con esto antes de que vaya a más.

—No. Dejemos que los conspiradores se descubran. Hoy tenemos a todos en contra. Ellos los pondrán de nuestro lado.

Siempre perseverante, Cristóbal Colón ha seguido a la corte hasta Segovia. Parece capaz de esperar hasta el final de sus días a que la reina le conceda audiencia. Mientras aguarda, reconoce a Beatriz de Galindo al fondo de un corredor. La joven deposita un grueso tomo en un banco y entra en un despacho. Con bastante desparpajo, Cristóbal Colón se acerca. Abre el libro y lo hojea. Así sorprende la Galindo al navegante cuando sale del despacho con otros libros menores en sus manos.

—Plutarco —dice Colón señalando el volumen abierto—. Él fue de los primeros que me hicieron pensar que la Tierra es redonda.

—Los antiguos aún nos muestran caminos que hoy desconocemos.

—Y gracias a ellos vivimos unos tiempos gloriosos que nos empujan hacia el futuro, ¿no es una paradoja maravillosa?

Beatriz de Galindo cierra el libro de Plutarco y se lo lleva.

—Lo es… Si me disculpáis.

—Esperad…

Colón la retiene con un gesto. Lo hace con decisión, pero sin faltarle al respeto.

—¿Vos también creéis que la Tierra es redonda?

—Ptolomeo me convenció hace tiempo —responde Beatriz.

—Veo que en Castilla la sabiduría no es patrimonio de los hombres. Tomad.

La joven mira con curiosidad la esfera de madera que Colón le muestra.

—¿Comparte la reina vuestra erudición?

—Y más versada está en otras artes a las que mi entendimiento no alcanza.

—¿La conocéis bien?

—La sirvo lo mejor que puedo.

—Otro tanto quisiera hacer yo. Llevo mucho esperando ser recibido…

—Debéis tener paciencia. Son muchas sus ocupaciones.

Beatriz de Galindo hace ademán de partir. Colón la sigue.

—¿He de persistir, entonces?

—«Quien tiene la voluntad tiene la fuerza» —cita la joven.

—¿Cicerón?

—Menandro de Atenas.

Colón se detiene y sonríe. Beatriz de Galindo continúa su camino, pero al poco se gira hacia él. Vuelve sobre sus pasos y le habla en un tono más confidencial:

—Deberíais estar hablando con fray Hernando de Talavera en vez de conmigo.

—Lo dudo. Hablar con vos ha sido lo mejor que me ha ocurrido en mucho tiempo.

Beatriz de Galindo acepta el halago sin alharacas y, mostrando la esfera que le ha dado el navegante, pregunta:

—¿Es mi señora la destinataria de esta esfera?

Descubierto, Colón no se ve capaz de negarlo. Se limita a sonreír. Galindo confirma su sospecha y decide ayudarle:

—Dejadme ver la mejor manera de que pueda recibir vuestro presente.

Es cierto que la reina está muy atareada. Cumple a rajatabla el consejo de Badoz —«obrad en consecuencia»— e intenta atar todos los cabos sueltos en previsión de que el infortunio se cebe con ella. Hoy le toca a Gonzalo Chacón repasar los asuntos pendientes con ella.

—Sin duda fray Diego de Deza será un buen tutor para el príncipe. Ya es suya la cátedra de Teología en Salamanca.

—Fray Hernando también lo aprueba —corrobora Isabel—. Sobre la Casa del Príncipe, es mi deseo que sus finanzas estén en vuestras manos.

—Así será entonces, no debéis preocuparos.

Con el mismo ímpetu, la reina pasa al siguiente tema:

—En cuanto a su matrimonio… ¿Deberíamos lograr una alianza con Francia? ¿O aislarla mediante el casamiento de nuestros hijos?

A Gonzalo Chacón le desconcierta la avalancha de decisiones que desea tomar la reina en tiempo tan limitado:

—Alteza… ¿A qué tanto apremio? Aún son muy niños.

—Vos me enseñasteis que hay prevenir para no tener que lamentar.

—Pero precipitarse puede ser igual de nocivo. Tenéis muchos años por delante.

—No me discutáis.

El tono seco de la réplica extraña a Chacón. Ella se arrepiente inmediatamente del exabrupto. De pronto el ímpetu de Isabel se torna tristeza.

—¿Qué está ocurriendo, mi señora?

Isabel aparta su mirada. Chacón insiste:

—Ayer me pedisteis revisar los acuerdos de Segovia para comprobar las disposiciones sobre la regencia, hoy esto… ¿Acaso teméis por la estancia del rey en Aragón?

Los ojos de Isabel se humedecen. No puede evitar que Gonzalo Chacón perciba que algo va mal, algo que ella guarda para sí.

—Alteza… Sabéis que sois como una hija para mí.

Isabel no puede ya controlar su emoción.

—No es el rey —solloza.

Chacón se alarma, sospechando que el asunto es grave.

—¿Qué os sucede? ¿Estáis enferma?

Isabel niega. Se lleva las manos al vientre mientras hace lo posible por reponerse.

—Estoy embarazada… Y ello supone un grave peligro. Badoz cree que podría morir en el parto.

Chacón la mira muy preocupado.

—¿Cómo ha podido irse el rey?

—Nada sabe. Y nada ha de saber, debéis prometérmelo. No debe preocuparse por… mis temores.

—Pero, alteza, si el peligro es tan grave como decís…

Isabel se seca los ojos, enérgica, y encara al noble con autoridad:

—¿Tengo vuestra palabra?

Chacón aguanta su mirada. Finalmente no le queda otra que ceder ante la reina de Castilla y asentir.

—¡¿Tenéis algo que ver con esto?! ¡Sabed que el rey está al tanto!

Santángel blande un ejemplar del libelo ante los conversos que conspiran contra la Inquisición. Jaime de Montesa contesta, displicente:

—¿Ahora venís pidiendo explicaciones?

—¡¿Qué os proponéis?!

—Tranquilizaos, nadie piensa atentar contra él.

Santángel escruta el rostro del conspirador. Parece sincero.

—Os aprecio, Montesa. Y entre los vuestros hay familiares míos. Pero si he de denunciaros al rey, lo haré.

—Descuidad, no será necesario… Quedaos y uníos a nosotros. ¿O nuestros temores ya no son los vuestros?

Santángel disimula su incomodidad. Se pregunta si sabrán de su trato con el rey. Deduce que no es posible, o de lo contrario probablemente ya no estaría vivo.

—Yo ya hice lo que debía, aunque de poco sirvió.

—Entonces, id con Dios.

Santángel lo entiende como una orden. Lo es, y sabe que le conviene obedecerla. Pero en cuanto llega a su casa se asegura el respaldo real. Así se lo comunica Peralta a Fernando:

—Santángel ha enviado un mensaje: contad con el préstamo que solicitasteis.

Fernando sonríe complacido. Con sus mesnadas bien pertrechadas gracias al dinero del converso, va a imponer la paz en Cataluña de una vez por todas.

—Fijad el encuentro con Verntallat sin demora —ordena el rey.

—¿Creéis que nobles y remensas pactarán?

—O lo hacen, o tendrán que enfrentarse conmigo.

En connivencia con Fernando, Verntallat ha traído a su lugarteniente Pere Joan Sala a la reunión propuesta por el rey. Lo ha hecho mediante una argucia pues tanto Fernando como él han pensado que no acudiría a la cita por propia voluntad. Verntallat confía en Pere Joan Sala, pero a medida que ha ido avanzando la contienda sus diferencias de criterio se han acentuado. Ojalá los argumentos del rey hagan que entre en razón.

Sin embargo, el comienzo no es prometedor. En cuanto aparecen Fernando y Peralta, Pere Joan Sala echa mano a su puñal. Verntallat ha de detener su mano con energía. Sala le reprocha la encerrona, despectivo:

—¿Cuánto os reporta la traición, Verntallat?

—Calmaos —interviene el rey—. Pedí a vuestro capitán que nada os dijera para que aceptarais venir. Y di mi palabra de que igual que vinisteis podríais iros.

Verntallat confirma sus palabras con un gesto. Fernando y Peralta toman asiento frente a ellos. El rey inicia su exposición:

—Vuestro coraje y la falta de apoyo de la Corona han puesto a los nobles contra la pared. Ya están donde vos y yo queríamos. Por tanto es hora de dejar la lucha y negociar.

Pere Joan Sala desconfía:

—¿Y renunciar a la victoria cuando está al alcance de la mano? ¿Por qué?

—Porque no puedo consentir que una revuelta triunfe en mi reino. Os ayudé con un fin. Si os avenís, os garantizo que aboliré los malos usos.

—No habrá piedad para quien pretenda seguir tratándoos como esclavos —apostilla Peralta.

Verntallat trata de convencer a su lugarteniente:

—Con la Corona de nuestro lado, podemos tener paz y ley, Pere Joan, ¡paz para los nuestros, por fin!

Sala niega, rotundo:

—Detenernos sería traicionar a quienes lo han dejado todo por la causa.

—¡Por ellos precisamente hay que parar! —insiste Verntallat—. ¡Merecen volver vivos a sus casas, orgullosos de lo conseguido!

Fernando y Peralta cruzan una mirada. Para ellos ya es evidente que Pere Joan Sala no cederá.

—Pensadlo —pide el rey—. Si no cejáis en vuestro propósito, habré de enviar a mis huestes contra esos en cuyo nombre habláis.

Pere Joan Sala sostiene la mirada de Fernando unos instantes. No ha habido amenaza en el tono del rey, pero sí firmeza en su advertencia. La decisión está en su mano y Pere Joan Sala, seguro de sí mismo, acepta el reto con una mueca despectiva:

—Sea. Con vuestro permiso…

Cuando Pere Joan Sala se levanta, Fernando lo coge por el brazo, con autoridad:

—¡Necio! No os forjéis un enemigo al que jamás venceréis, o podéis daros por muerto. Os doy mi palabra.

Pere Joan Sala se suelta y marcha digno y orgulloso. Verntallat intercambia una mirada sombría con el rey antes de seguir sus pasos.

En Segovia, las infantas y el príncipe están enfrascados en sus lecturas. Beatriz de Galindo les ayuda a entender lo que van leyendo. Al entrar la reina todos se levantan y hacen una respetuosa reverencia. Isabel saluda con una leve inclinación de cabeza:

—Pensaba que las lecciones de la mañana habrían terminado.

—Y así debería ser, pero la primera lectura nos ha retrasado —responde la preceptora.

—Pues dejadlo y salid al jardín. La hora que pasáis al aire libre no es menos importante.

Según van saliendo sus hijos con Beatriz de Galindo, la reina besa su frente. Cuando llega el turno a la infanta Isabel, la reina la retiene:

—Quedaos vos conmigo.

Al quedar a solas, Isabel desvela el propósito de su visita:

—Hay algo que quiero daros.

Isabel se quita un anillo y se lo pone a su hija. La infanta lo recibe admirada:

—Madre, ¿estáis segura? Sé cuánto apreciáis este anillo…

—Por eso mismo os lo doy. Perteneció a mi abuela Catalina de Lancaster. Mi madre me lo dio cuando supo que debíamos separarnos.

La infanta malinterpreta la mención, pensando en su matrimonio. Despierta su suspicacia y empieza a sacarse la joya.

—Entonces aún no es hora de que lo lleve…

Isabel, maternal, coge las manos de su hija e impide que se lo quite.

—Cada vez que miro estos zafiros veo en ellos los ojos de mi madre.

La infanta calla y observa el rostro emocionado de la reina.

—Y cada vez que los mire yo os estaré viendo a vos —responde al fin, sonriendo con dulzura.

Isabel, claramente conmovida, abraza a su hija. La infanta ignora que su madre está anticipando su despedida.

—Sois la mayor bendición que me ha concedido Nuestro Señor —musita Isabel—. Seréis buena reina y esposa, igual que sois la mejor hija. Prometedme que seréis siempre ejemplo para vuestros hermanos menores.

—Aún serán muchos los años en que solo seguiremos vuestro ejemplo.

Isabel retiene sus emociones, tratando de no llorar ante la infanta.

—Salid también vos. Hay que aprovechar estos días de sol que nos da el Señor.

La infanta se despide con una reverencia y se dirige hacia la puerta. A su espalda escucha la voz de Isabel:

—Ninguna madre ha amado tanto a una hija. No lo olvidéis nunca.

La infanta sonríe y sale de la estancia. Isabel se queda sola, muy emocionada. También más serena. Acaba de dar otro paso imprescindible antes de enfrentarse a un destino incierto.

—¡No insistáis más! No nombraré regente a El Zagal.

Pese a su deterioro, en Muley Hacén hay destellos de su antigua majestad. Zoraida trata de convencerlo:

—Pero ¡es nuestra única posibilidad!

—¡No!

—¡Señor, no vais a estar siempre para protegernos!

Zoraida calla, avergonzada. Muley Hacén también. La alusión no le hace temer más el fin de sus días. El emir siente la muerte cada día más cerca y ya ha aceptado convivir con su aliento frío y pestilente. Más bien hiere su orgullo de gobernante y guerrero, por verse imposibilitado.

—Ahora siento el miedo que nunca antes conocí. Y no es a la muerte, sino a saber que voy a dejaros a vos y a nuestro hijo desamparados. ¿Quién detendrá a El Zagal, entonces? ¿Quién evitará que os mate?

Zoraida abraza a su esposo.

—Podría haberlo hecho hace tiempo y no ha sido así.

Muley Hacén acaricia sus cabellos. Zoraida insiste:

—Permitid que os ayude a defender a nuestro hijo.

Talavera, sentado a la mesa de su despacho, tiene en sus manos la esfera que Colón dio a Beatriz de Galindo. El navegante genovés se encuentra ante él.

—¿Por qué debería recibiros su alteza?

—Porque la ruta a las Indias por el oeste aportaría grandes riquezas a Castilla.

—Os puedo asegurar que no es el oro lo que empuja a la reina a acometer empresas o… correr aventuras.

—Fray Hernando, no es aventura lo que propongo. He viajado por el Mar Tenebroso durante años, conozco todas sus corrientes y vientos y cuento con las cartas de navegación que mi suegro Perestrello reunió en Portugal.

—Demostráis tener una gran fe en vuestro proyecto.

—No es fe, sino seguridad y certeza.

—Una seguridad cercana a la soberbia.

Colón inclina brevemente el mentón, como admitiendo su pecado.

—Llevo años entregado a este proyecto. Nadie sabe más que yo, nadie ha leído más… Ailly, Mandeville, Ptolomeo… Nadie ha oído ni visto lo que yo he…

Calla de repente. Talavera mira interesado al genovés.

—Decíais que habíais visto y oído…

Colón parece dudar antes de confiarle sus conocimientos.

—Permitidme que no diga todo lo que podría.

—¿Cómo voy a ayudaros entonces a que seáis recibido en audiencia real?

Colón suspira profundamente. Acepta compartir sus secretos de navegación con el fraile:

—Un piloto que se perdió en una tormenta viajó mucho más allá de las Azores. Dibujó una carta de navegación que está en mi poder.

—¿Acaso llegó a China?

Fray Hernando se muestra realmente interesado por su relato, pero Colón prefiere callar por cautela:

—No me pidáis que continúe hablando. Mucho he sufrido por haberlo hecho más de la cuenta.

Talavera se recuesta en su sillón. Mide a Colón con la mirada.

—Voy a procurar que la reina os reciba. Pero debéis tener paciencia. Y espero que no pongáis reparos en mostrar a su alteza ese documento maravilloso que poseéis.

Colón sonríe satisfecho. Antes de que salga, fray Hernando le da un último consejo:

—Sin embargo, os sugiero que a su alteza le habléis más de las almas que la fe podrá iluminar que del oro que encontraréis.

Colón asiente, agradecido, y abandona el despacho de Talavera.

La respuesta de Pere Joan Sala al requerimiento del rey no se ha hecho esperar. Peralta, cariacontecido, informa a Fernando de la renovada ofensiva campesina:

—Los remensas han tomado el castillo de Anglés. Granollers también es suya. Nada va a detenerlos hasta que los nobles les planten cara en Barcelona.

—¿Los nobles se han unido? —pregunta alarmado el rey.

—Y se han hecho fuertes. Están organizando un ejército en la ciudad.

Fernando da un puñetazo en la mesa y se levanta airado.

—¡Estaban arrinconados, suplicando mi ayuda, y ahora ya no me necesitan! ¡Todo por culpa del mentecato de Sala!

Peralta calla mientras Fernando reflexiona sobre la táctica que seguir. De pronto se gira hacia el navarro; parece haber tomado una decisión irrevocable:

—Peralta, esta guerra solo puede ganarla el rey. Y ya ha durado bastante.

Zoraida va en busca de El Zagal. Lleva un documento en sus manos. Cuando encuentra al general musulmán a su regreso del frente del Albaicín, le muestra el legajo y dice:

—Aquí tenéis, la abdicación del emir.

El Zagal sonríe y extiende la mano, pero Zoraida no le entrega el pergamino.

—¿Qué garantías me dais de que cuando muera mi esposo y nadie os pueda hacer sombra en Granada, no os desharéis de mí y de mi hijo?

—Solo una, pues ninguna más será necesaria.

Zoraida mira interrogante a su cuñado.

—Ese día… os haré mi esposa.

Ella calla, desconcertada. El Zagal se acerca a ella, sin dejar de mirarla fijamente.

—Educaré y amaré al hijo de mi hermano como si fuese mío.

Nunca antes había percibido Zoraida tanta sinceridad en la mirada de El Zagal.

—Gobernaré hasta que el heredero sea mayor de edad. En su nombre volveré a unir el reino, para entregárselo más próspero y poderoso que nunca. ¿Es suficiente garantía?

Zoraida baja la vista y asiente. El Zagal, sin apartar los ojos de ella, toma el escrito de abdicación que aún sujeta en sus manos.

Durante la noche, Cristóbal Colón da los últimos retoques a la carta de navegación que acaba de dibujar. Tras contemplarla un instante a la luz de las velas, en busca de algún posible error perceptible, la introduce en una tina que contiene un líquido translúcido, meloso y oscuro. La deja allí unos momentos. Luego cambia la carta a otra tina con un líquido diferente, más claro y tostado, como ciertos vinos dulces del Mediterráneo. Cuando finalmente extrae la carta, la cuelga en una cuerda para que escurra y seque. Observa el resultado del artificio y suspira:

—El tiempo puede pasar tan rápido…

No tarda mucho el genovés en colocar la carta de navegación convenientemente envejecida ante los ojos admirados de Isabel y Talavera. El fraile evoca el principal obstáculo del viaje:

—Navegar tanto tiempo sin tocar tierra es empresa nunca realizada…

—Pero posible si sabemos dónde está esa tierra que nos espera y conocemos vientos y corrientes.

Isabel interroga a Colón con vivo interés:

—¿Será cierto que al final de vuestra ruta se encuentra el Paraíso Terrenal?

—Veo que habéis leído a Mandeville.

—Con mucha atención. También habla del Gog y el Magog y del reino del Preste Juan…

—Y de las Doce Tribus Perdidas de Israel…

Isabel suspira, escéptica:

—Tanta maravilla parece más leyenda que realidad.

—Quizá, pero algo es seguro: esa ruta circunvalará el mundo y por ella se abrirá paso la Palabra de Dios…

Isabel y Talavera cruzan una mirada. Fray Hernando se acerca de nuevo a la carta de navegación y la observa con detenimiento. Colón continúa desgranando las virtudes de su proyecto para la propagación de la religión verdadera:

—Pensad que los infieles se verán rodeados por cristianos de este a oeste.

—Un gran beneficio para la fe, sin duda. ¿Será también provechoso para nuestras arcas?

Colón, algo desconcertado, busca el respaldo de Talavera. Pero el fraile sigue pendiente de la carta de navegación.

—Alteza, todo el comercio de oro, especias y azúcar pasará por Castilla —responde el genovés—. Vuestro reino crecerá en tierras y riquezas como jamás gobernante alguno soñó.

Isabel cavila un instante. De repente la sombra del peligro que aguarda cruza su pensamiento.

—Permita Dios que dejemos este legado a Castilla.

Colón la observa. La reina se da cuenta y arrincona su melancolía de inmediato.

—Mucho me ha complacido oíros. Pronto sabréis de nosotros, os lo aseguro. Podéis marchar.

El genovés hace una reverencia y se acerca a recoger su secreto más preciado.

—Si me permitís, he de llevarme este documento.

Talavera asiente ligeramente y Colón abandona la estancia. A Isabel le ha impresionado la seguridad del navegante:

—No hay duda de que cree firmemente en lo que dice.

Fray Hernando de Talavera carraspea, más serio que momentos atrás:

—Conocí a un monje que hacía facsímiles de libros antiguos que luego vendía. Envejecía el papel impregnándolo con ciertos líquidos…

Isabel atiende sin terminar de comprender a qué viene el relato. Talavera se lo explica:

—Tenían el mismo olor que la carta que nos ha mostrado este Colón.

La reina parece desconcertada por la revelación.

—Alteza, temo que es un farsante. Cultivado, quizá con experiencia como navegante… Pero farsante.

Sin embargo, el proyecto ha fascinado a ambos. La reina aún concede cierta credibilidad a la aventura. Ante la evidente decepción de Talavera, Isabel murmura, pensativa:

—¿Y si a pesar de todo tuviera razón?

—Nunca se habría hecho más por la cristiandad.

—Ni vos ni yo tenemos conocimientos para discernir si lo que propone puede hacerse realidad…

Isabel, decidida, dispone cómo solventar sus dudas:

—Cread una junta en la que personas más versadas estudien su proyecto. Elegid a los más convenientes, y enteraos de las gestiones que llevó a cabo en Portugal. Vos sabréis hacerlo con la discreción necesaria.

En las inmediaciones de Llerona, el campo de batalla donde se libra el último episodio de la guerra remensa, un maltrecho Pere Joan Sala es conducido a empujones ante Fernando por la guardia real. El lugarteniente de Verntallat cae a los pies del rey, sucio y ensangrentado.

—Os lo advertí: podríais haber evitado la derrota —le recuerda Fernando—. Siento veros en este trance.

El irreductible Pere Joan Sala no se inmuta. A Fernando tanta obstinación le irrita:

—Rendiréis cuentas a Dios por la sangre de los vuestros. Pero antes responderéis ante mí.

El rey se vuelve hacia Peralta y le hace una seña. Peralta lee un documento en voz alta:

—«En nombre del rey, se os declara culpable de un delito de traición».

Fernando observa a Pere Joan, que escucha imperturbable la sentencia. El navarro continúa la lectura:

—«Moriréis en el cadalso, seréis descuartizado y vuestra cabeza se mostrará en una pica para que sirva de escarmiento».

Al catalán su cruel destino parece no impresionarlo en lo más mínimo. Viéndolo tan orgulloso, Fernando se acerca a él:

—Cuando estéis frente al verdugo, pensad en lo que vale la palabra de un rey.

A un gesto de Fernando, la guardia real se lleva al remensa a empujones. Peralta se aproxima al soberano, que da la espalda a la escena que acontece.

—He evitado la ruina de nobles cuyas cabezas vería con gusto en una pica, mucho más que la de ese tozudo —lamenta Fernando con amargura.

—La guerra ha terminado, señor. Eso es lo importante.

—Ha terminado. Pero la victoria aún no ha sido mía.

Gonzalo Chacón alcanza a Talavera en un corredor del alcázar de Segovia. Llega hasta el clérigo con semblante preocupado.

—Fray Hernando, tengo una duda que vos podréis resolver…

El fraile no se detiene. Continúa caminando hacia su despacho mientras conversa con el noble.

—Decid.

—¿Es posible confesar un pecado que uno no ha cometido, pero sabe que lo hará?

—Si existe arrepentimiento y propósito de enmienda… Pero entonces ¿por qué obrar mal?

—Porque, aun no queriendo, es necesario.

—Nunca es necesario ir contra los mandamientos, siempre hay otros caminos. Incluso en política.

Fray Hernando llega hasta su despacho y entra. Gonzalo Chacón sigue sus pasos.

—No os hablo de política —explica con una sonrisa amarga—, sino de un dilema moral.

Chacón cierra la puerta a su espalda. Talavera observa extrañado al consejero de la reina y le pregunta:

—¿Pensáis pecar deliberadamente? Eso solo agrandará vuestra falta. Y no veo arrepentimiento en ello, luego no esperéis el perdón…

Gonzalo Chacón asiente, resignado.

—Ya que el remordimiento va a acompañarme, esperaba aligerar mi conciencia antes de partir.

El fraile no aguanta más misterios.

—Pero ¿qué os proponéis?

Chacón suspira profundamente antes de confesar su falta:

—Di mi palabra a la reina… Y no la voy a cumplir.

Por orden del rey, las campanas de todas las iglesias de Zaragoza han empezado a repicar a la misma hora. Del exterior llega a palacio su sonido mientras el rey viste sus mejores galas con la ayuda de unos sirvientes. La ciudad entera se prepara para festejar la victoria sobre los rebeldes. Los actos comenzarán con una misa solemne a la que el rey asistirá. De pronto, Peralta irrumpe en la cámara con un escrito en su mano. Por el gesto preocupado que trae, Fernando ordena salir a los sirvientes. A solas, el navarro entrega el escrito a su soberano.

—Otro libelo, mi señor: «Mañana seremos libres».

Fernando despliega el documento y lee:

—«Ha llegado el tiempo de la verdad, en vano la tiranía quiere acallar su clamor. Aragoneses, abrid los ojos y aprended a aborrecer a los infames impostores que os persiguen para esclavizaros. El solo nombre de la Inquisición me hace erizar los cabellos. ¿No es ya tiempo de que Aragón se sacuda el yugo de la opresión del pensamiento? Sabed, ominoso Fernando, que tan solo horas quedan para destruir vuestra tiranía religiosa».

Al término de la lectura, Fernando arruga el libelo y lo tira.

—Por fin los herejes se han decidido a acabar con «el tirano».

—No debéis ir a la misa por la victoria en Cataluña.

—El rey de Aragón no puede esconderse.

—Alteza, hemos encontrado armas ocultas en la Seo. No sabemos qué tienen planeado.

El apremio de Peralta obliga a Fernando a reflexionar. Pero está decidido: los conspiradores no conseguirán que renuncie a asistir a la misa. Es más, sacará partido de la amenaza.

—Protegedme —ordena el rey—, pero hacedlo con discreción. Debemos estar en guardia y encomendarnos a Dios.

—Señor, no podéis exponeros…

—¡Al contrario! Que vengan por mí… Que se muestren y todos vean quiénes son los enemigos de Aragón.

Peralta sostiene la mirada del rey y acata el mandato. El valeroso Fernando se pone la corona y sale hacia la catedral seguido de Peralta.

Boabdil lee el mensaje que ha recibido de El Zagal en su cuartel general del Albaicín:

—«Debéis saber, respetado sobrino mío, que vuestro padre ha abdicado en vuestro hermanastro Nasr ben Alí, y que igualmente ha decidido que yo gobierne Granada hasta que el joven Nasr alcance la mayoría de edad.

»Como regente de Granada y como tío vuestro, os tiendo una vez más la mano en petición de paz y colaboración. No haya más sangre derramada entre hermanos de fe. La supervivencia del reino depende de nuestro entendimiento. Queden atrás afrentas y rencores y defendamos juntos contra el infiel la herencia de nuestros antepasados para mayor gloria de Alá.

»Yo, El Zagal, regente de Granada».

Boabdil muestra el legajo a su madre. Aixa sonríe al leerlo, satisfecha.

—Tiemblan en la Alhambra por vernos fuertes y asentados en el Albaicín. Saben que ha llegado nuestra hora.

Pero Boabdil se planta ante Aixa:

—Quiero escuchar la propuesta de El Zagal.

Ella mira atónita a su hijo.

—¿Ahora que tenéis el trono al alcance de la mano?

—Voy a ir, madre.

Aixa hace como que no le oye. El desplante desespera a Boabdil:

—¡Mi tío tiene razón! ¡Solo juntos podremos detener a los cristianos!

Aixa estalla:

—¿Es que no veis que es una treta? ¡No saldréis de allí con vida!

Aunque calla, Boabdil reconoce para sí cuán probable es que su madre esté en lo cierto. Aixa insiste, más suave y persuasiva:

—¿Cómo he de decíroslo? La Alhambra caerá… y vos seréis el emir.

—¿Emir de un reino condenado a desaparecer? ¿Tal es mi destino? ¿Ser quien entregue Granada al infiel?

Boabdil supera sus miedos. Habla con una entereza que hace callar a Aixa:

—No, madre, pactaré con el diablo si es preciso… Iré y hablaré con El Zagal.

Tras la conversación con Gonzalo Chacón, fray Hernando de Talavera va en busca de Lorenzo Badoz. Al verlo al fondo del corredor, el fraile apura el paso.

—Necesito hablar con vos.

Badoz asiente con una leve inclinación de cabeza. Los dos hombres se encierran en una estancia. Allí, Lorenzo Badoz confirma lo que Chacón ha contado a fray Hernando. La vida de la reina correrá peligro cuando dé a luz. Nada más terminar la entrevista con el físico, el confesor de Isabel acude a la cámara de la reina.

En su alcoba, Isabel acaricia su vientre, pensativa. Toma un rosario y se dirige hacia su reclinatorio para arrodillarse y rezar. Pero antes llaman a la puerta. Es Talavera.

—¿Os disponíais a rezar? Permitid que os acompañe.

—Como deseéis —acepta Isabel, algo extrañada—. Aunque vos sabéis que, por acompañados que estemos cuando rezamos, siempre estamos solos ante Dios.

—Enfrentaros sola a los problemas parece ser parte de vuestra naturaleza. Sola ante Dios y ante los hombres.

Por el tono que emplea, Isabel intuye que fray Hernando conoce su secreto. El clérigo se da cuenta:

—Perdonad mi atrevimiento, pero soy vuestro confesor; el cuidado de vuestra alma me compete.

—Mi alma no está en peligro, fray Hernando.

—Pero debe fortalecerse ante el difícil trance que os espera.

Isabel ya no tiene dudas, el fraile sabe a lo que se enfrenta. Talavera la tranquiliza:

—Me tenéis por discreto, no preguntéis cómo lo he sabido…

—Pensaba que callando mis temores podría dominarlos… He pecado de soberbia, fray Hernando, que Dios me perdone.

—Ya os impondré una penitencia, pero permitidme desde ahora compartir vuestra carga.

Isabel consiente, emocionada.

—Juntos conseguiremos que afrontéis en paz y en gracia de Dios la hora difícil que se avecina. No estaréis sola, alteza. Ni vos, ni vuestra alma.

Isabel no es capaz de articular palabra. Lágrimas de emoción y gratitud brotan de los ojos de la reina. Juntos se arrodillan y comienzan a rezar con fervor.

Para alivio de Pierres de Peralta, no se ha atentado contra la vida del rey en la Seo zaragozana, ni durante el resto de los festejos de la jornada. Sin embargo, al alba del día siguiente, el navarro irrumpe en la alcoba de Fernando; como el rey predijo, los conspiradores han salido a la luz.

—Mi señor, despertad, os lo ruego…

Al ver el rostro de Peralta, Fernando intuye la gravedad del asunto. Acompañado por su consejero, el rey baja al patio de palacio. Allí la guardia real custodia un cadáver que reposa sobre unas parihuelas. Permanece cubierto por un lienzo. Fernando se acerca y descubre el cadáver; es Pedro de Arbués, el inquisidor de Aragón. El cuerpo está ensangrentado, con múltiples golpes y heridas. Es patente que los asesinos se han cebado con él.

—Así que este era el tirano —suspira Fernando.

—Ha sido en la Seo, de madrugada, mientras rezaba maitines.

—Doblemente cobardes son sus asesinos, pues hicieron con el servidor lo que no se atrevieron a hacer con su rey.

En ese momento Luis de Santángel aparece en el patio.

—¡Alteza!

De inmediato la guardia impide el paso al converso. A Santángel le impresiona ver el cadáver del inquisidor. A una seña de Fernando la guardia real le franquea el paso. Santángel se postra ante el rey.

—Mi señor… Toda la ciudad es un tumulto. Acusan a los conversos de haber asesinado al inquisidor. A todos sin distinción…

Fernando encara al escribano. Le indica con gesto que se incorpore y acto seguido se lo lleva del brazo junto al cadáver de Arbués.

—Juradme que no estabais al corriente.

Santángel soporta mal la visión del asesinado.

—Os lo juro. Fui emisario de los descontentos, pero nunca pensé que algo así…

El escribano no puede seguir, abrumado tanto por el cadáver como por el semblante del rey. Fernando suelta su brazo. Peralta interviene:

—Señor, hemos de actuar si queremos evitar un baño de sangre.

—Por supuesto. Que la justicia se encargue de los asesinos cuanto antes.

Santángel no puede evitar estremecerse. Fernando se gira hacia él y le dice:

—Por lo que he sabido, entre ellos hay un familiar vuestro. ¿Acaso no es eso lo que os ha hecho venir tan presto?

Santángel titubea antes de reconocerlo:

—Os ruego, alteza, que tengáis compasión…

—A vos os prometí protección. Pero todos los que hayan tenido que ver con esto serán condenados.

—Atended antes mi ofrecimiento, os lo suplico: moderad vuestro castigo y solventemos así la deuda que nos une…

Fernando replica al converso con altivez:

—¿Pretendéis que olvide este crimen por un puñado de monedas?

—No, mi señor, no es tal mi propuesta…

—Flaco favor os han hecho los herejes, pues han mostrado a quienes no me creían cuán necesaria era la Inquisición.

Peralta respalda al soberano:

—Ahora todo el reino sabe de qué calaña son quienes diciéndose cristianos no son sino criminales.

Santángel, cauto, calla y agacha la cerviz.

—Vuestro familiar morirá —zanja el rey—. Y ese dinero del que habláis se empleará en la guerra de Granada. Sirva para lavar vuestra parte de culpa.

Horas después, Fernando mira desde la ventana del salón real. Amortiguados, llegan las voces y vítores de los zaragozanos congregados para respaldar la justicia real:

—¡Viva el rey! ¡Viva la Santa Inquisición! ¡Muerte a los herejes!

Fernando sonríe, satisfecho.

—Hace apenas unos días clamaban contra la Inquisición, ahora la vitorean.

—Ha ocurrido tal como vos queríais —señala Peralta—. Ya nadie piensa que se trata de un capricho vuestro.

—Ni de una imposición de Castilla. Bien poco se acuerdan ahora de los fueros…

—Alteza…

Fernando y Peralta se giran al escuchar la voz de Gonzalo Chacón. El noble está en el umbral.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunta Fernando, alarmado—. ¿Ha ocurrido algo?

Afligido, Gonzalo Chacón entra e hinca la rodilla en el suelo ante el monarca.

—Perdonadme, señor, porque por vez primera voy a ser desleal a mi señora.

Fernando gesticula, incrédulo:

—¿Vos? Pero ¿qué decís? Levantaos…

Chacón no levanta la rodilla del suelo y prosigue:

—Ningún hombre ha de vivir lo que yo pasé cuando murió mi esposa. Y menos que nadie, mi rey.

Gonzalo Chacón pone a Fernando al corriente del arriesgado embarazo de Isabel. No lo duda ni un instante. Partirá hacia Alcalá de Henares con él, pues allí se ha trasladado la corte. Pero antes debe resolver definitivamente un asunto pendiente.

El Zagal recibe solemnemente a Boabdil en la Alhambra. Junto al regente están Zoraida y su hijo mayor, el futuro emir Nasr. Es deseo de El Zagal enfatizar así la imagen de unidad y legitimidad que desean mostrar a su rival. Boabdil saluda a su tío mirándole a los ojos, sin el menor servilismo. Este se acerca y lo abraza.

—Me alegra ver que estaba en un error. Pensé que vuestra madre os convencería de que este encuentro era una trampa para acabar con vos y no vendríais.

—Así me lo advirtió. ¿Os extraña?

El Zagal acoge la franqueza desafiante de Boabdil con serenidad.

—Yo no maté a vuestro hermano.

—No sé si debo creeros. Pero estoy seguro de que no me mataríais a mí cuando todo el reino tiene los ojos puestos en este encuentro.

—¿Estamos de acuerdo en que el bien de Granada está por encima de nuestras diferencias?

—Hablad claro, decid cuál es vuestra propuesta. Pero ante todo sabed que jamás renunciaré a ser emir.

—¿No puede tener Granada dos emires?

Boabdil mira sorprendido a su tío. También Zoraida, que asiste en silencio al encuentro.

—Ni vos ni yo cederemos sin antes aniquilar al otro —asegura El Zagal—. Dividamos el reino pues, y mantengámoslo fuerte y fiel al Islam.

—Explicaos.

El Zagal conduce a su sobrino ante una mesa. Sobre ella extiende un mapa del reino de Granada.

—Vos reinaréis en la vasta frontera con Castilla. Pactad con los cristianos, si os place. Nosotros gobernaremos en Granada y en la costa.

En ese momento un sirviente entra y se dirige raudo a Zoraida. Le dice algo al oído.

—Fieles a nuestra independencia —continúa El Zagal—. El tiempo nos dirá qué política es más conveniente.

Zoraida se incorpora, conmovida, y exclama:

—¡Mi esposo se muere!

Sale precipitadamente de la sala. Boabdil hace ademán de ir tras ella pero El Zagal lo retiene con un gesto seco.

—No. Vos no.

—¡Es mi padre! —protesta Boabdil, pero la mirada de El Zagal no admite réplica.

En la alcoba del emir, Zoraida se sienta en el lecho junto a Muley Hacén. El sosiego con el que el moribundo dicta sus últimas disposiciones contrasta con la congoja de su esposa.

—Enterradme en el lugar más cercano al cielo y más alejado de los hombres que podáis.

—Señor, no habléis de eso…

—He luchado contra la muerte por no abandonaros a vos y a mi hijo en estos días inciertos… Pero ha llegado la hora. Y muero con esa pena.

—Nada temáis, pues nada nos ha de pasar.

Ha ocultado Zoraida a Muley Hacén que pronto se convertirá en la esposa de su hermano. Quien fuera su esclava un día ha considerado con buen juicio que debía evitarle el mal trago. Pero ahora se suma en su corazón una sensación de culpabilidad al dolor de verlo morir. Ajeno a todo ello, el emir solo piensa en el bienestar de Zoraida:

—¿Cómo he podido ser tan cruel con vos? Os aparté de vuestro mundo y ahora os abandono…

—Sin vos jamás hubiese conocido el amor verdadero. Os debo mi felicidad.

Muley Hacén, emocionado, levanta lentamente su mano hacia ella. Zoraida la coge y la besa, bañándola en lágrimas.

—Mi Zoraida… Nunca pensé que pudiera amar así. Si hubiésemos vivido en otros tiempos…

—No podría haber sido más feliz.

Suspira el emir y niega levemente, antes de musitar:

—Que Alá me perdone, mil reinos entregaría por una sola hora más con vos.

La cabeza de Muley Hacén se desploma sin vida. Zoraida se abraza a él, arrasada por el llanto. Desde el umbral, El Zagal ha sido testigo de los últimos instantes. Desconcertado ante el gran amor que los ha unido, aparta la vista y sale.

El entierro de Muley Hacén se realiza según sus deseos, junto a la montaña más alta de Granada y en la intimidad. Apenas una pequeña escolta para acompañar a Zoraida y a su hijo Nasr. Ante el cadáver cubierto del emir fallecido, el imán reza en voz alta, con el rostro girado hacia la derecha:

Assalamu alaikum wa rahmatullahi wa barakatuh.

Cuando la breve ceremonia concluye, Zoraida se da cuenta de la presencia de Aixa, alejada y majestuosa. Ambas lamentan la pérdida del esposo. Zoraida sabe cuánto amaba ella al emir, pues no pudo soportar verse desplazada. Se acerca a Aixa con intención de reconfortarla, a pesar de todo lo ocurrido entre ambas. Ve que Aixa tiene los ojos acuosos. Al sentirse observada, esta no puede evitar mentir:

—No toméis por tristeza lo que solo es alegría. Por fin os veo separados.

Zoraida comprende el artificio, pero no tiene ánimo para enfrentamientos y responde:

—Abandono Granada. Ni vos ni Boabdil volveréis a sentiros amenazados por mí.

Aixa apenas puede disimular su sorpresa:

—¿Y vuestro hijo? ¿No abdicó el Muley en él?

—Mi esposo era mi mundo. Nada me retiene en estas tierras. Regreso a Castilla con mi familia.

Aixa, tras asimilar la noticia, se crece. Encara a Zoraida con una sonrisa cruel.

—¿Recordáis a la esclava que os atendió cuando llegasteis a la Alhambra?

Zoraida evoca la amargura del momento.

—Su triste destino será ahora el vuestro —vaticina Aixa—. Nunca os verán como la que fuisteis… Ahora sois extranjera en todas partes.

Aixa se dispone a marchar, pero antes contempla el túmulo de Muley Hacén, y sentencia:

—Si me hubiese amado la mitad que a vos, la historia de Granada hubiera sido otra.

En la Alhambra, El Zagal no tarda en saber que Zoraida y su hijo no regresarán. No puede ser regente de un emir desaparecido. De lo contrario, él mismo habrá de proclamarse emir y quizá deba escarmentar a quienes duden de su legitimidad, justo cuando más apoyos necesita. Más problemas para un reino asediado por un enemigo poderoso. El Zagal no se conforma. Iracundo, ordena que persigan a los huidos:

—¡Buscadlos! ¡No paréis hasta que ella y su hijo estén de vuelta en la Alhambra!

Aunque los remensas han sido derrotados, Fernando sabe que no habrá paz mientras no se cierren las heridas abiertas entre nobles y campesinos. No solo eso; antes de partir, es su deseo demostrar que en ese conflicto solo la Corona se ha alzado victoriosa. Para ello ha reunido a una nutrida representación de la nobleza del reino, aunque los comparecientes ignoran lo que les aguarda.

Fernando entra en el salón real y va directo al trono, flanqueado por Peralta, haciendo caso omiso de las reverencias de los presentes.

—Nobles de Aragón. Me disteis la espalda en Tarazona. Pese a todo, acudí en vuestro socorro.

Algunos nobles agachan la cerviz, humillados, pensando quizá qué hubiera sido de ellos de no haber intervenido el rey contra los remensas. Otros sin embargo aún se muestran orgullosos. Fernando continúa su discurso:

—Pensabais también que me equivocaba implantando la Inquisición y os he demostrado que no era así. Hoy es mi voluntad resolver el conflicto con los remensas por la autoridad que Dios me ha dado, con o sin vuestro beneplácito.

Los nobles catalanes presentes murmuran entre sí, expectantes. Entonces la guardia real trae a Verntallat fuertemente custodiado. Los nobles lo reciben a gritos, satisfechos al tomarlo por arrestado:

—¡Colgad al traidor! ¡Muerte al remensa!

—¡Callad! —ordena el rey—. ¡Este hombre está bajo mi protección!

De inmediato se hace un silencio denso. Fernando mira al veterano militar.

—Francesc de Verntallat, sois libre.

Algunos nobles amagan una protesta, desconcertados. Solo con la autoridad de su mirada, Fernando impone silencio. A continuación prosigue en dirección a Verntallat:

—No pesa sobre vos acusación alguna. Conservaréis vuestra dignidad por tanto, pues solo por honor habéis caído en desgracia.

Verntallat encaja grave el dictamen del soberano, sin mostrar agradecimiento ni desdén.

—Mi madre os nombró capitán real y yo os despojé de vuestros cargos. Os devuelvo aquello que os arrebaté.

Por fin Verntallat inclina leve y respetuosamente la cabeza. Los nobles catalanes rabian en silencio. Ahora Fernando se dirige a todos los presentes:

—Os he reunido para que unos y otros conozcáis la sentencia que pondrá fin a vuestra disputa.

El rey hace una seña a Peralta y este empieza a leer un documento:

—«Yo, Fernando, rey de…».

—Al asunto.

—«… arbitramos y declaramos que los dichos malos usos no sean ni se observen ni hayan lugar, ni se puedan demandar ni exigir de los dichos payeses ni de sus descendientes, ni de los bienes de ellos. Por la presente sentencia abolimos, extinguimos y aniquilamos aquellos malos usos, y declaramos a los dichos payeses y sus descendientes perpetuamente libres de ellos».

La confusión hace presa en los nobles. Fernando apremia al navarro:

—El compromiso, Peralta…

—«… Habiendo los campesinos de pagar sesenta sueldos por más como precio de redención, bien de una vez o en fracciones anuales…».

A continuación, Fernando toma la palabra, abreviando el contenido de la sentencia:

—A cambio de esa suma, los remensas podrán romper las ataduras con vuestras tierras. Y nada podréis hacer contra ellos que no se atenga a derecho.

Fernando coge la pluma y firma el documento.

—Esta es mi sentencia. Ay de aquel que se rebele contra ella, noble o remensa, porque se habrá rebelado contra la Corona.

Atónitos, los nobles miran al rey. Este, sin pestañear, sostiene las miradas de todos y cada uno de ellos. Nadie osa hablar. Después abandona el trono, avanzando con rapidez entre los reunidos. Sale y va al encuentro de Gonzalo Chacón. Desea llegar a Alcalá cuanto antes.

—¿Cómo va a ser redonda la Tierra? Es tan plana como que dos y dos son cuatro.

Mientras cepilla los cabellos de Isabel, Catalina toma como extravagancia cercana a la herejía la hipótesis de Cristóbal Colón. La reina contempla la esfera de madera que le regaló el navegante.

—Dice el genovés que en el mar las naves desaparecen poco a poco por el horizonte… Eso prueba que es redonda, según él.

—¡Qué ocurrencias!

La dama señala con el borde del cepillo un punto en el hemisferio sur.

—¿Y los que están aquí? ¿Os ha explicado ese señor por qué no se caen? ¿O es que viven pegados al suelo y cabeza abajo?

Isabel sonríe.

—Se lo preguntaré algún día…

La puerta de la alcoba se abre y, para sorpresa de ambas, Fernando entra, recién llegado de su viaje. Catalina, discreta, sale haciendo una breve reverencia al rey. Isabel va hacia él, aún aturdida por la inesperada aparición de su esposo en Alcalá de Henares.

—Venís sin anunciar vuestro regreso, ¿no deberíais estar en Aragón?

Fernando la besa ardientemente. Luego toma el rostro de su amada en sus manos.

—Más que nunca solo puedo estar a vuestro lado. ¿Por qué no me dijisteis nada?

Isabel se conmueve al saber que Fernando está al corriente de su embarazo.

—Porque os amo —confiesa—. Es mi única disculpa. Solo quería evitaros mi angustia.

—No volváis a hacerlo. Vivo por vos. Amaros y protegeros es mi deber más sagrado. Juntos y con la ayuda de Dios, saldremos con bien de este trance.

En una estancia contigua aguarda Gonzalo Chacón. La certeza de haber hecho lo correcto no resta pesar por haber vulnerado la voluntad de la reina, su señora, a quien tanta lealtad ha demostrado desde bien niña. Cuando Isabel entra en la cámara, el noble se dispone a arrodillarse ante ella. Isabel lo detiene:

—Soy yo quien debería arrodillarme y pediros perdón.

Chacón inclina el mentón en señal de sumisión y respeto.

—Obedecí a mi conciencia, pero eso no me exime de haber traicionado vuestra confianza.

—Siempre habéis sabido ver más lejos que yo. Aún debo aprender mucho de vos. Sin el rey aquí, no sé cómo hubiese podido enfrentarme a todo esto.

—Sois mi reina, pero a veces me es difícil anteponer el deber al sentimiento que os profeso.

Isabel se acerca y le da un beso en la mejilla.

—Que siempre sea así. Tengo muchos vasallos, pero solo uno que es como un padre para mí.

Chacón recibe emocionado las palabras de la reina. Reza para sí, rogando a Dios para que ninguno de los malos presagios que acechan el embarazo de Isabel se vean cumplidos.

—Os he llamado para comunicaros el dictamen de la Junta.

Mientras dialoga con Cristóbal Colón, a quien ha convocado en la corte, Talavera busca un volumen manuscrito en un estante, junto a su mesa. El genovés aguarda sentado al otro lado, expectante pero, como siempre, confiado en sus posibilidades. Talavera toma asiento, con el volumen en la mano. Lo abre y comenta:

—Vuestros cálculos son equivocados: el diámetro de la Tierra es superior a lo que vos estimáis…

La rectificación irrita al experimentado navegante:

—¡Desafío a los miembros de esa Junta a que me lo demuestren!

—No insistáis. Ninguna nave podría hacer la travesía hasta Cipango sin repostar. Hoy por hoy es imposible.

—¡Vos mismo visteis la carta de navegación de…!

Fray Hernando de Talavera, harto, cierra el libro con un golpe seco.

—¿De verdad pensasteis que podríais engañarnos? ¿Por qué siendo vuestra intuición certera os servís de documentos falsos?

Colón se ve descubierto. Intuye que en las preguntas de Talavera, más que reproche, hay incomprensión. Atribulado, decide explicar sus motivos:

—En mi afán por conseguir respaldo para mi empresa pensaba que quizá mostrando un reclamo…

—Absteneos, genovés, o con tales argucias pasaréis por farsante.

Colón asimila el varapalo. Pero algo le preocupa. Algo que teme como la peor amenaza para sus propuestas:

—Decidme, ¿la reina… está al corriente?

Talavera asiente. Para Colón es una noticia desoladora. No sabe cómo paliar el desastre:

—Fray Hernando, mi proyecto se basa en conocimientos sólidos…

—Lo sabemos —asegura Talavera—. Por eso os pedimos que no empleéis trucos de buhonero.

—Y sin embargo…

El clérigo completa la frase:

—Con nuestras naves el viaje no es posible.

Colón asimila el veredicto. Con una humildad inusual en él, casi tímidamente, se atreve a preguntar:

—Entonces… ¿cuento con el apoyo de la Corona?

—Preguntádselo vos mismo a su alteza.

Al genovés le sorprende que la reina acepte recibirlo después de haber descubierto su treta. Pero no va a dejar pasar la ocasión de intentar, una vez más, persuadirla. El fraile la acompaña a su presencia. Nada más verla, hinca una rodilla en tierra.

—¿Venís a disculparos?

—Me avergüenza la ingenuidad de mi engaño, pero para disculparme debería estar arrepentido.

A Isabel y Talavera les asombra el contraste entre la actitud sumisa del navegante y la insólita altivez de sus palabras.

—¿No lo estáis?

—Mil veces dibujaría lo que muchos necesitan ver si con ello pudiese emprender mi viaje.

—Eso no habla en vuestro favor.

—Hablará el resultado —replica Colón, con el convencimiento de siempre—. Tengo razón, alteza, y saberlo es lo único que me impide caer en el desánimo.

Isabel mira asombrada al genovés quien, a una seña suya, se incorpora. Hay cierto tono de advertencia en el modo en que se dirige a la reina:

—No ha sido en Portugal, y Portugal hará lo posible para que no sea en Castilla.

Isabel acusa el comentario. No le agrada esa posibilidad.

—Algún día un rey confiará en mí y llevaré su reino a la gloria. No lo dudéis. Igual que el sabio dijo que el movimiento se demuestra andando, yo demostraré mi proyecto llevándolo a cabo.

Hace una sentida reverencia y se dirige hacia la salida dejando a Isabel y Talavera desconcertados.

La preocupación por Isabel ha conducido a Fernando ante Lorenzo Badoz. El galeno judío ha expuesto sin ambages el riesgo al que se enfrenta la reina. A Fernando le cuesta admitir el diagnóstico:

—Sois físico, quizá el mejor que yo haya conocido, ¿nada puede hacerse?

Badoz esboza una leve negativa.

—Está en manos de Dios. Aunque este parto saliese bien, otro podría ser fatal.

Fernando piensa un instante antes de plantear una cuestión que le inquieta:

—Si toda vuestra ciencia no sirve, ¿qué haríais si se tratase de vuestra esposa?

—Si fuese mi esposa, rezaría. Y si Dios no la llamara a su lado, me aseguraría de que no volviera a quedar preñada.

La recomendación de Lorenzo Badoz es clara. Pero lo que urge es hacer lo imposible por proteger las vidas de la madre y del hijo que viene. Días después, cuando la reina empieza a sufrir las primeras contracciones, Catalina y la comadrona la ayudan a postrarse en la cama.

En la misma alcoba, Badoz repasa su instrumental, extendido sobre una mesa. Todo está en orden. Entonces extrae de entre sus ropas el cordel de cuero con las monedas de plata ensartadas. Con evidente gesto de preocupación, sostiene el cordel en su mano, concentrado, acariciándolo como un amuleto.

Llega el momento del parto. Mientras toda la corte pide a Dios por la reina, Fernando ha preferido estar al lado de su esposa, sosteniendo su mano. La mirada angustiada de Isabel se fija en la no menos asustada de Fernando. El rey, esforzándose por no sucumbir a sus temores, sonríe y aprieta la mano de Isabel con fuerza.

—No me moveré de vuestro lado.

Horas después, emocionado y orgulloso, Fernando muestra la recién nacida a su esposa. Sea por la ciencia de Badoz, por la pericia de la comadrona, por los rezos de todos o por la poderosa naturaleza de Isabel, lo cierto es que el parto ha sido mucho más sosegado de lo previsto.

La reina, feliz, mira a Fernando con la pequeña en brazos. El rey la deposita junto a ella:

—Catalina… En honor de vuestra bisabuela Lancaster. La última hija que tendremos. No volveremos a poner vuestra vida en peligro.

—Pero todo ha ido bien —protesta la reina, exhausta—. Mejor que nunca…

—No tendremos más hijos, Isabel.

La reina mira perpleja a su esposo. El rey toma sus manos.

—Ni el reino, ni nuestros hijos ni yo podemos arriesgarnos a perderos.

—Pero nos amamos…

—¿Y no es esto la mayor prueba de ello?

Isabel comprende cuán conmovido se halla Fernando. Acaricia su rostro y calla. El rey besa su mano.

—Sin vos, nada tendría sentido. Os amo… tanto…

Fernando la abraza. Los ojos de ambos se llenan de lágrimas. Por respeto, Badoz y Catalina abandonan la estancia, cerrando pudorosamente la puerta tras ellos.

La reina se ha restablecido del parto incluso antes de lo previsto. Todavía convaleciente, como es propio de ella, ya atendía los asuntos de gobierno. Isabel sigue de cerca la evolución de la contienda con Granada, con o sin Fernando, pues nada hay más importante para ella en estos días. Sin embargo, fray Hernando de Talavera trae una noticia urgente que interesará a la soberana. Avanza por el pasillo a buen paso y apenas aminora la marcha al cruzarse con Beatriz de Galindo.

—¿Está la reina en su despacho?

—Allí acabo de dejarla.

Talavera sigue su camino. De pronto duda y pregunta:

—¿Sola?

—Sí, así es… ¿Ocurre algo?

—Venid conmigo.

Beatriz de Galindo sigue al fraile y ambos irrumpen en el despacho real. Talavera cierra la puerta nada más entrar.

—¿Qué sucede, fray Hernando?

—Mi señora, disculpad mi atrevimiento. Habéis de saber que Castilla está a punto de perder una gran oportunidad.

—Explicaos.

—El genovés prepara su partida… Temo que se dirija a una corte extranjera.

Tanto la reina como Beatriz de Galindo comprenden la urgencia del fraile. La reina se levanta decidida.

—Acompañadme —ordena a la joven.

Es cierto que Cristóbal Colón se dispone a partir. Está terminando de empaquetar sus cosas. Viaja ligero de equipaje, pero no puede prescindir de sus libros y sus mapas. Estos lo acompañan allá donde va en un periplo que a veces se le hace interminable. Cuando el último volumen está convenientemente guardado, un sirviente avisa de la llegada de dos damas. Colón va al encuentro de la visita. Una es Beatriz de Galindo; la otra, Isabel de Castilla, ataviada como cualquier burguesa para pasar desapercibida. El genovés, sorprendido, se apresta a hacer una reverencia.

—He sabido que os disponíais a partir —informa la reina.

—Debo hacerlo. No tengo intención de rendirme.

—Lo sé. Como sé que los hombres como vos acaban cumpliendo sus sueños.

Al navegante le sorprende tanto la visita de la reina como la confianza que demuestra tener en él.

—¿Creéis en mí?

—Creo en vos y en vuestro proyecto. De mí también dudaron y tampoco me doblegaron.

—¿Entonces…?

—He de vencer en la guerra contra Granada —declara Isabel con voz firme y serena—. Pero si vos confiáis en mí como yo lo hago en vos, juntos haremos que vuestro sueño, un día, se haga realidad.

De inmediato, Colón hinca agradecido la rodilla en tierra y besa su mano. Nada está aún perdido para él. Ni para Castilla.