¿Es la hombría cualidad que mida el valor de un rey? ¿Es don que fije el recuerdo de un soberano? Evocan los cronistas la humanidad de Martín, la crueldad de Pedro, la sabiduría de Alfonso, pero aquellos que dejan testimonio escrito del presente no pierden ocasión de aludir a la controvertida impotencia del difunto Enrique. Al contrario, proclives a la glosa sesgada, los cronistas del momento suman a esta privación lacras bien reales: la fragilidad de su carácter o su pobre disposición para el mando, como si de lo uno se siguiera lo otro.
No, en este mes de diciembre de 1474, con antecedentes tan próximos, la hombría no es cualidad desdeñable para quien sabe que su esposa se ha proclamado reina en su ausencia. Para quien acaba de conocer en su lejano palacio aragonés que, no contenta con eso, la ahora soberana de Castilla se ha atribuido en público el derecho a impartir justicia. Y salvo la práctica guerrera, no hay derecho más masculino.
En efecto, la bien amada esposa de Fernando ha herido su orgullo. Anticipando la reacción del heredero aragonés ante la peculiar y apresurada proclamación de Isabel, algunos no han tardado en escribirle. El propio Gutierre de Cárdenas, que enarboló en Segovia la espada como símbolo de justicia, ha procurado apaciguar al consorte con su misiva. También Alfonso Carrillo de Acuña, arzobispo de Toledo, ha enviado una carta, la misma que ahora aferra la mano de Fernando mientras brama ante su atribulado padre:
—¡Voy a proclamarme rey de Castilla, lo quiera esa mujer mía o no!
Tiene motivos Fernando para estar irritado. El arzobispo Carrillo no ha sido parco al exponerlos, pues comparte con Isabel una memoria donde prima el recuerdo de afrentas pasadas. Y tampoco es Carrillo hombre que evite la pesca en río revuelto.
Sí, gracias a rumores, sospechas, misivas e intenciones varias, Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Gerona, hoy no sabe cuál será su papel en Castilla.
—¡No os dejaré marchar a Segovia sin escucharme!
La voz del rey Juan retumba en el salón del trono de Aragón y rechinan las mandíbulas de su hijo Fernando. No se distingue si amonesta el rey y aconseja el padre, o viceversa, pues no es solo la política lo que preocupa a Juan de Aragón.
—Lo que ha hecho Isabel es intolerable. Estoy de vuestra parte. Pero dominaos, la ira pierde a los hombres y vos tenéis más que perder que ningún otro.
El príncipe hace por calmarse. Su padre tiende la mano y reclama la carta del arzobispo. Fernando se la entrega y bufa como un animal embravecido, como si con ello quisiera subrayar los humillantes pormenores que el rey lee para sí. Finalmente, el anciano dobla el documento y suspira. No esperaba menos de Carrillo, a quien conoce bien.
—Cierto que en esta carta se dan muchos detalles…, y bañados en veneno. Pero el arzobispo parece haber olvidado lo esencial: que vuestra unión es una victoria para ambos reinos.
Ahora el rey de Aragón alecciona al joven y fogoso príncipe de Gerona.
—Nosotros necesitamos a Castilla para protegernos de Francia, y ella a nosotros para hacer frente a los partidarios de Juana.
—Si tanto me necesita —replica Fernando—, ¿por qué actúa como si se bastase sola para gobernar? ¡Ya lo habéis leído! En Castilla se me trata de «legítimo marido», no de rey. ¿Eso a qué me da derecho? ¡A entrar en su cama y poco más!
No se arredra el rey ante Fernando, mucho menos ante la inquina que se ha alojado en su pecho, nublándole el juicio.
—Os recuerdo que en Cervera, antes de casaros, accedisteis a que ella fuese soberana en su reino.
—¡Pero no a que me faltara al respeto ignorándome al subir al trono y usurpando mi condición!
Viendo el monarca que su mediación es inútil, cede la palabra al padre.
—Fernando, a vuestra esposa le sobra carácter y tendréis que luchar para defender lo vuestro. Pero es digna de vos y os ha dado una hija. No arriesguéis todo lo que habéis construido juntos. Estoy seguro de que sabrá transigir.
—No lo hará sin verme antes hincado ante ella, como si fuese su vasallo.
La rabia sorda de Fernando también es terca, como su esposa. El rey Juan coge al hijo por los hombros y hasta el más inepto leería en su mirada cuán sincera es su inquietud.
—¡Os prometo que reclamaremos lo que os corresponda! Una reparación, si así lo deseáis. Pero que lo haga un emisario y no vos. No podéis presentaros en la corte de ese ánimo.
—No, padre, eso es lo que quiere: evitar encararse conmigo. Pero va a tener que hacerlo. Y le diré bien alto que no habrá reina sin rey.
Siente el padre en sus avejentadas manos que su sermón se hace añicos contra el empecinamiento del vástago airado, tal es la rigidez del príncipe, que instantes después abandona la estancia. Partirá Fernando al alba, hacia una batalla en la que hasta el momento los gestos y las palabras laceran su entendimiento como una espada mal afilada. Y el rey Juan pactaría con el diablo antes que consentir un desastre, ¿o acaso no lo haría un buen padre?
Cielo raso y un sol espléndido que no alcanza a derretir la nieve en los campos de Castilla y León. Tal es el paisaje de estos reinos desasosegados, donde las promesas aguardan el amparo de una primavera incierta. Donde el eco aún esparce las palabras de Isabel como mies en tierra perpleja.
—Castellanos: sabed que vuestro rey y hermano mío, Enrique, murió en la ciudad de Madrid hace días, y que yo he sido jurada ya en Segovia como su heredera universal y legítima. Con la presente os ordeno: alzad pendones por mí, y reconocedme así como vuestra reina y señora natural. Regidores y señores, venid desde todos los rincones de mi reino a Segovia y juradme obediencia como vuestra única soberana.
Y allí donde los pendones obedientes ondean al viento se escucha un grito unánime:
—¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Por la muy alta y muy poderosa princesa reina y señora nuestra, señora la reina doña Isabel, y por el muy alto y muy poderoso príncipe, rey y señor nuestro, señor el rey don Fernando, como su legítimo marido!
Pero este aún se encuentra lejos para que el clamor llegue a sus oídos.
En el propio alcázar de Segovia, desde el trono y con la corona sobre su cabeza, Isabel preside solemne los actos de jura de obediencia. El conde de Treviño, el obispo de Segovia… Uno tras otro, los leales prestan juramento con la rodilla hincada en el suelo y una mano sobre la Biblia que sostiene el cardenal Mendoza.
Isabel asiente con la mirada fija en cada uno de los juramentados, satisfecha y agradecida, sin poder disimular del todo su emoción. Y los leales aprecian que quien ha decidido ejercer autoridad sobre ellos no carezca de corazón. Cumplido el trance, se hacen a un lado y desde allí siguen el transcurso de la ceremonia.
La paradoja habita en el alma del hombre y se acomoda en la del hipócrita. Por eso son los leales de nuevo cuño quienes menos reprimen el aspaviento cuando ven a Beltrán de la Cueva arrodillarse ante el cardenal. Beltrán de la Cueva, antiguo valido del rey Enrique, y, por consiguiente, adversario de Isabel. Peor aún: Beltrán de la Cueva, colaborador necesario en la procreación de Juana la bastarda, a quien presta sobrenombre merced al gracejo malintencionado del fallecido Juan Pacheco.
Compiten muchos leales de nuevo cuño en pregonar que la Beltraneja es bastarda y, por tanto, inexistentes sus derechos al trono, aunque la identidad del procreador sea motivo de desavenencia. Y más tras ver al principal sospechoso rodilla en tierra, ante su reina.
—Juro servir y seguir a nuestra señora doña Isabel como reina y señora natural de nuestros reinos y así guardar su servicio, personas y estado real y de igual a su legítimo marido don Fernando.
No revela Isabel la sorpresa que le causa ver a Beltrán de la Cueva a sus pies, pero la reina se permite cruzar una fugaz mirada de complicidad con Gonzalo Chacón. Toda la vida juntos, basta un destello de sus pupilas para que uno comprenda lo que sucede en la mente del otro. Por eso Chacón desvía pronto su mirada, para que Isabel no capte la preocupación que comparte con Gutierre de Cárdenas.
—La obediencia de Beltrán de la Cueva me sorprende menos que la ausencia de otros. ¿Dónde está Castilla?
Beltrán de la Cueva se une al grupo de juramentados, donde algunos se apartan no se sabe si para dejarle espacio o para mantener las distancias, como si la lealtad y la traición fueran en él igualmente ponzoñosas. Cárdenas corrobora el comentario de Chacón con gesto disimulado y apostilla en voz baja:
—Más que un desfile de personalidades, esto parece una reunión de viejos conocidos. Esperemos que vayan sumándose lealtades y al final solo falten los que ya sabemos.
Cárdenas y Chacón comparten fidelidad de primera hornada hacia Isabel y, por tanto, recelos ante un bando rival que intuyen bien nutrido. Mientras, frente al trono, continúa la procesión. Es el turno del conde-duque de Benavente, quien al término de su juramento ofrece, no sin solemnidad, un presente a la reina.
—Como titular del condado y del ducado de Benavente, os hago entrega, alteza, de un humilde presente como señal de obediencia. Tened, para vos…
A un gesto del conde-duque, un sirviente deposita a los pies de Isabel un cojín en el que descansa una hermosa joya. No falta en la estancia quien tase la obediencia del conde-duque en función del precio de la alhaja.
—Y este libro para vuestro esposo. Lamento no haber podido mostrarle mi respeto.
Otro sirviente deja un tratado de caza lujosamente encuadernado junto a la joya. Isabel, impertérrita, contempla los regalos y sonríe al noble desde el trono.
—En su nombre os agradezco vuestra generosidad y la lealtad que nos habéis jurado. A mi esposo le ocupan asuntos en tierras aragonesas, pero pronto me acompañará aquí, en Segovia.
Al instante se escuchan tímidos murmullos entre los presentes, murmullos que incomodan a Isabel aunque no pierda la sonrisa protocolaria. Pero Chacón y Cárdenas sí reaccionan. Y el primero sentencia:
—Lo que os decía, demasiados ausentes.
No ha pasado desapercibido para Isabel el semblante de sus consejeros al final de la ceremonia, y se lo hace saber mientras cena.
—Os he visto murmurar durante las juras. ¿Alguna preocupación que me estéis evitando?
Cárdenas y Chacón dudan antes de sincerarse con la reina, aun a sabiendas de que no pueden ocultar su desazón. Gonzalo Chacón toma la palabra.
—Solo comentábamos que hay nobles y regidores que están tardando en venir a mostrar su obediencia.
Cárdenas, siempre al corriente de lo que ocurre en el reino, se apresta a ofrecer más datos.
—Algunas ciudades han mandado emisarios y sabemos que os son leales. Pero de muchas ni siquiera conocemos la intención. Madrid no se ha pronunciado.
Isabel sonríe, sin perder el apetito, ya de por sí bastante frugal.
—Es tierra de Pacheco, ¿qué esperabais? Bastante que no le ha puesto a la pequeña Juana una corona de paja como hizo su padre con mi pobre hermano… Además, Castilla es un reino extenso. Y la muerte de Enrique nadie la esperaba.
Chacón hace ademán de compartir el argumento de la soberana, mientras cavila sobre la mejor manera de abordar lo que realmente le inquieta.
—Irán viniendo, como es su obligación. Su tardanza no me extraña.
—Quizá sean ellos los extrañados —apunta Cárdenas—, la proclamación no se hizo del modo habitual…
—¿Creéis que me precipité?
Isabel conoce bien a sus consejeros. Percibe en ambos una idea que no se atreven a exponer. Con un leve gesto, les conmina a desembarazarse del peso que les oprime. Chacón se ratifica.
—En su momento parecía la mejor opción.
—Y en todo caso, ya está hecho —añade Cárdenas—. Ahora toca despertar a los indecisos.
En eso los tres parecen estar de acuerdo; de los indecisos, que son numerosos, depende el futuro de Castilla tanto o más como de la suma de sus pocas pero férreas voluntades. Consciente como nadie de la fragilidad del poder de Isabel, Chacón considera que ha llegado el momento de plantear sus desvelos.
—Mi señora, convendría que Fernando llegase lo antes posible para que Castilla os viera respaldada por Aragón.
—Castilla y vuestros adversarios —completa Cárdenas el argumento de Chacón—. Todo apoyo es poco en estos días.
Isabel contempla a sus leales; ve a dos hombres seriamente preocupados por su reino, por ella… Y toma una decisión.
—Necesitamos a Carrillo.
No es la primera vez que Isabel deja asombrados a sus veteranos consejeros. Ellos reclaman la presencia del esposo y la reina quiere a Carrillo a su lado. Chacón se atreve a contradecirla.
—Mi señora, hablamos de apoyos, no de un sospechoso de traición.
—Con más soldados y fortuna que cualquier otro —recuerda la reina—. No lo quiero al servicio de mis enemigos.
Incluso en la oscuridad Isabel vería cuán lejos está de haber convencido a sus interlocutores. No faltan razones, tendrá que argumentar mejor su propuesta.
—Carrillo no solo desea el poder. Lleva años suspirando por algo que ni Juana ni Pacheco van a propiciarle. Puedo convencerlo de que soy capaz de gobernar el reino tal y como él ha querido siempre.
—Hay otras opciones —aventura Cárdenas—. Tenemos a disposición el tesoro de Enrique. El dinero es infalible para alimentar lealtades.
Isabel tuerce el gesto. Ahora sí ha perdido el apetito.
—Me temo que de tesoro ya solo tiene el nombre. Enrique no era gobernante que mirase por el futuro. Cabrera asegura que solo dejó a quien viniera tras él una cantidad escasa de plata… Y un cuerno de unicornio.
Chacón y Cárdenas la miran sin saber cómo tomarse la revelación. Isabel suspira y aclara:
—Al parecer Enrique creía en sus propiedades mágicas. Pero, de tener alguna, no es la de multiplicar los caudales… —Y la reina se anticipa, con cierta sorna—: No, no lo he comprobado, no me ha parecido necesario.
Con o sin el respaldo del unicornio, Isabel tiene una sólida idea de lo que va a ser su reinado, aunque dé comienzo con tales penurias.
—Mi hermano Enrique se arruinó comprando voluntades y agradeciendo favores. Yo no pienso hacer lo mismo. A un rey se le debe servir por principio, no a cambio de unas monedas.
—El problema es que si todas las monedas las tienen los nobles y no el rey, es él quien acaba sirviéndoles. Como ha ocurrido en Castilla.
La rotundidad incuestionable de Chacón hace reflexionar a Isabel. Y sin embargo, sigue en sus trece:
—Escribiré a Carrillo sin demora. Intrigante o no, ama a Castilla por encima de todo.
—Pero, alteza —salta Cárdenas—, ¡os exigirá una disculpa!
—Se la daré. Si consigo aplacar su orgullo herido, volverá a mi lado. Por el bien de Castilla.
Mientras se dirigen a sus aposentos, sin la presencia de la soberana, los consejeros desvelan sus temores.
—¿Pensáis que la reina está en lo cierto sobre Carrillo?
La confianza en Isabel pesa más que las dudas en el ánimo de Chacón.
—Solo ella puede persuadir al arzobispo para que se una a los nuestros… Pero no sé si su amor a Castilla será mayor que el rencor por haberse visto excluido del cardenalato.
—Pronto lo sabremos. Por otra parte, quizá peque de suspicacia, pero temo que mientras nosotros buscamos soluciones, otros ya han encontrado las suyas.
—Toda mala fe que supongamos a nuestros rivales es poca. Algo deberíamos hacer para que no nos pillen desprevenidos.
Cárdenas decide ir en busca de los acontecimientos, en vez de esperar a ser arrollado por ellos.
—Viajaré para saber de sus avances. Sé a quiénes puedo hacer las preguntas; ojalá tengan las respuestas que precisamos.
—Cuidaos y volved pronto.
Cárdenas y Chacón se separan y esa noche la visión nítida de lo que se cierne sobre Castilla dificulta su sueño: el reinado de Isabel empieza en la ruina, falto de apoyos, con un bando poderoso que le disputará el trono mientras el triunfo sea posible, pendiente además de la benevolencia de un temible enemigo… Y con un rey-aliado ausente. ¿Tan convencida está la soberana de que tiene una misión divina? ¿O quizá posee la voluntad temeraria de los héroes de esas novelas que tanto le agradan?
Voluntad a la reina Isabel no le falta. Y bien gracias a la Providencia, o quizá a la Fortuna, hasta ahora ha podido imponerla. Isabel quiere a Carrillo a su lado, en la ignorancia de que el resentido arzobispo tiene sus propios planes y, de momento, parece fuera de su alcance.
Carrillo visita a Diego Pacheco en Madrid. Junto al reciente marqués de Villena saborea vino y rencores. Incluso algún asombro.
—Nunca pensé que echaría de menos a Enrique.
El joven Pacheco discrepa:
—Era un hombre lánguido, sin ambición y tan impotente en el trono como en el lecho.
—¡Pero al menos no era una niña capaz de todo por ceñirse la corona!
Es sabido que la condición de eclesiástico no impide al hombre caer en la tentación. En el caso de Carrillo, son varios los pecados capitales a los que demuestra tener querencia. La soberbia, entre ellos. La que germina en el maestro de cualidades irrefutables cuando el alumno aventajado deja de seguir sus pasos y toma un camino divergente. Soberbio y herido, Carrillo lleva tiempo regodeándose en la posibilidad de que un día pueda recriminar a Isabel cuán torpe ha sido privándose de sus consejos y apartándolo de su lado.
—Proclamarse por su cuenta… —Diego Pacheco, de reacciones más lentas, sigue enfangado en su desconcierto—. ¿Quién iba a pensar que Isabel actuaría con tal osadía? A mi propio padre, que en gloria esté, le habría sorprendido una treta así.
—Juan Pacheco desconfiaba hasta de su sombra, tuvisteis ocasión de aprenderlo de él.
—Como tantas cosas. —A Diego Pacheco le ha molestado la exactitud del comentario.
—Pero el valor no se enseña.
Como es legítimo, el joven marqués de Villena ha recibido títulos y propiedades a la muerte de Juan Pacheco, el hombre que tuvo a Castilla en sus manos. Sin embargo, a la sangre heredada parece ocurrirle lo que al vino de ciertas tabernas, que recibe la medida justa de agua para que aún pueda venderse como tal. Consciente de lo que fluye por sus venas tanto como de vivir aún en el recuerdo del padre, Diego Pacheco se irrita y se defiende a un tiempo.
—¿Qué pretendéis? Un solo hombre no puede levantar a Castilla contra su reina.
—Depende del hombre —replica implacable el arzobispo—. Vuestro padre ni siquiera habría dejado que Isabel se coronase. ¡Habría sentado a Juana en el trono encima del cadáver del rey, si hubiera hecho falta!
—¿Me acusáis de no haber proclamado a Juana?
—¡Os conmino a hacer algo para solucionarlo! Ya es tarde para lamentaciones. A cada hora que pasa, la corona se va ajustando más en la cabeza de Isabel.
No yerra el arzobispo y el marqués lo sabe. Diego Pacheco no es tan hábil, fiero y dañino como su padre, pero necio tampoco. Por eso Carrillo, menos necio si cabe, ha venido hasta el alcázar madrileño con intención de azuzar al poderoso mancebo contra Isabel.
—Tenéis suerte de que esté con vos, pero no pienso esperar eternamente a que toméis la iniciativa. Porque el lado de los perdedores nunca fue de mi agrado.
El joven, abrasado por la reprimenda, salta:
—Y vos, ¿qué habéis hecho por la causa?
Carrillo sonríe, celebra el momento de colocar una respuesta preparada.
—Yo… he escrito a Fernando de Aragón.
Y esa carta ha tenido respuesta más allá de lo esperado. A la reacción que ha provocado en Fernando se ha añadido que Juan de Aragón requiera la presencia urgente del arzobispo en la corte aragonesa. Complacido, Carrillo no ha demorado la partida y ya estrecha las manos de su viejo amigo.
—Alteza, imagino vuestra indignación contra Isabel.
—Cómo no indignarse —apunta el rey Juan— después de leer vuestro relato.
—Me limité a contar lo que Isabel hace a sus espaldas, para que su esposo actúe en consecuencia. —El arzobispo finge no entender el reproche y se resguarda en la humildad—. Si he causado dolor con mis palabras, lo lamento.
—¿Seguro? Porque a mis años uno sabe cuándo se escribe desde la preocupación y cuándo desde el rencor.
Las palabras del rey abren la puerta a un diálogo más sincero.
—No voy a negar que esperaba que mis aspiraciones a cardenal fueran mejor respaldadas por Isabel y Fernando. Como agradecimiento a mis años de entrega…
—Si seguís entregado a Castilla tendréis que elegir un bando, posicionaros.
—¿Qué tal lejos de todo y de todos?
El viejo rey aragonés ríe, incrédulo.
—Boberías. Vos no valéis para ermitaño. Vuestro lugar está en la corte.
El arzobispo de Toledo aprovecha para recordar su condición de víctima.
—En la de Isabel no creo, alteza.
—¿Y en la de Fernando? Porque va camino de no ser la misma.
Carrillo oculta con su sorpresa la expectación que le provoca el comentario.
—Mi hijo está viajando a Castilla con el enfado de un capitán y menos estrategia que un soldado raso. Se plantará ante Isabel fuera de sí y todo lo que tanto nos ha costado unir saltará en pedazos.
—¿Y pretendéis que evite eso yo solo?
—No os hagáis de menos. Sabéis que juntos Fernando y vos podréis meter en vereda a Isabel. —El rey Juan sonríe con cierta malicia—. Admitid que la idea os complace…
—Vuestro hijo no anda ligero de orgullo, ¿y si no se deja aconsejar?
Carrillo se guarece en la dificultad de la misión para disimular que la propuesta es seductora. El semblante del soberano de Aragón recupera su gravedad. Se sincera con el arzobispo como si le hiciera partícipe de una revelación.
—Fernando acaba de darse cuenta de que con Isabel está perdido. Necesita un guía, alguien con experiencia y astucia… Os necesita.
A Carrillo le encanta lo que oye, se ve de nuevo disfrutando los aromas del poder en primera fila. Y en la misma maniobra, poniendo a Isabel y Fernando donde corresponde. Reyes sí, pero gracias a él. Juan de Aragón sabe cómo ha calado su solicitud en el arzobispo. Aunque no lo demuestre, se regocija; acaba de dar el primer paso para evitar el desastre.
Pero no habría tal regocijo de conocer el monarca los movimientos de Carrillo en el bando rival; de estar al corriente de la petición que ha hecho al marqués de Villena para que se conjure contra Isabel y Fernando; de saber que quizá esté permitiendo que el arzobispo de Toledo decida si el entramado que levantaron permanece erguido o se desmorona.
Mientras Carrillo asimila satisfecho las palabras de Juan de Aragón, a Diego Pacheco las del arzobispo se le han indigestado. En su palacio madrileño, el marqués de Villena interrumpe el rezo de Juana de Avis y de su hija Juana, a quienes acoge desde la muerte de Enrique.
—No recéis más por el alma de Enrique. Hace días que estará disfrutando del cielo… o del infierno.
Juana, menos devota de lo que aparenta últimamente, abandona el reclinatorio y deja que su hija continúe con las plegarias.
—Yo no rezo por él, sino por nosotras —aclara Juana a su anfitrión—. Y culpo al Altísimo de habernos abandonado de este modo. Espero que vos nos seáis más leal que nuestro Señor.
—¿Acaso lo dudáis? Tanto deseo ver a vuestra hija en el trono que le he traído una ofrenda de reyes.
El joven marqués exhibe una bolsa aterciopelada que deposita en la mano de Juana de Avis. Esta la abre sobre su palma y extrae el anillo reluciente de Enrique. La que fuera su esposa lo reconoce de inmediato.
—¿Enrique no fue enterrado con él?
—Estoy seguro de que hubiera querido que lo llevase su heredera.
Sobresaltada por la voz de su madre, la pequeña Juana interrumpe el rezo, se santigua y acude obediente a la llamada. Diego Pacheco la saluda con un gesto solemne y respetuoso. La niña no puede evitar sonreír ante la actitud del apuesto marqués. Juana de Avis entrega el anillo a su hija, que lo mira encantada.
—¡Qué bonito! ¿Es el que llevaba mi padre?
—Ahora es vuestro, querida.
La jovencísima aspirante a reina se lo prueba con alegría. En el anular le viene muy grande y lo intenta en el resto de los dedos, pero no hay manera. Tanto ensayo fallido acaba con la escasa paciencia de la madre, quien le arrebata la joya.
—Yo lo guardaré. Os lo daré cuando echemos del trono a la usurpadora.
Juanita, la mal llamada Beltraneja, no se atreve a replicar.
—El marqués ha venido a prometeros que no habréis de esperar mucho para ceñiros la corona de Castilla —dice y, dirigiéndose al joven Diego con una mirada cargada de intención, añade—: Porque de vos esperamos algo más que anillos.
El señor de Villena acepta el reto.
—Descuidad, colmaré vuestras expectativas, por ambiciosas que sean.
—No presto oídos a promesas vanas. Si no vais a poneros al frente de esta empresa, decídmelo ahora y yo misma…
Diego Pacheco corta con un gesto seco el reproche de Juana.
—No será necesario. Sé a qué puertas debo llamar y, creedme, tras ellas hay mucho más poder que entre estas cuatro paredes.
La vida de Juana de Avis no ha discurrido por sendas allanadas de antemano para la comodidad de sus pasos. Ni siquiera cuando reinaba y dirigía los destinos de hombres poderosos y capaces —tanto o más que ella— entonces a su servicio. Para Juana, maestra en desconfianza e ilustre manipuladora, los votos del joven marqués de Villena suenan huecos como una enorme tinaja mal aprovechada. No, Juana no renunciará a posibilidad alguna para conseguir lo que reclama como justo y legítimo, el trono de Castilla para su hija.
Decide por ello redactar una misiva a quien tanto veló por la niña.
—«Con desesperación os escribo, señor, buscando luz en estos tiempos sombríos. Mi hija se ha visto desposeída de su derecho natural por una usurpadora que ahora reina y a la que, para dolor de mi corazón, habéis decidido servir».
Pues Juana recuerda que aunque hoy la familia Mendoza enarbole el pendón isabelino, otrora acogió, educó y defendió a la pequeña Juana, y sin su protección quién sabe si la niña hubiera recibido a Enrique a su llegada al paraíso.
—«Vos, que lealmente habíais guardado siempre a Juana, hasta el día de ayer…».
Diego Hurtado de Mendoza abandona la lectura de la misiva.
—A partir de ahí todo son reproches.
Su hermano, el cardenal Mendoza, cabecea, con cierta admiración.
—Reconoced a Juana la osadía de enviar a la corte una carta pidiéndoos que traicionéis a la reina.
—Lo que es osado es pedirme que la apoye por —lee— «fidelidad a Enrique». La que ella no le guardó en vida, querrá decir.
El cardenal amaga una carcajada ante la precisión maliciosa de Diego.
—¿Cuál va a ser vuestra respuesta?
Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado y marqués de Santillana, entre otros títulos de renombre, guarda silencio. Acto seguido, arroja al fuego de la chimenea la carta de la que fue su reina. Y viéndola arder, murmura en un suspiro:
—Pobre Juanita.
Penoso está siendo el periplo de la comitiva de Fernando hacia Segovia. A la incomodidad de las prisas se suma el frío de este mes inclemente. En cuanto Fernando tiene la certeza de pisar suelo castellano, en tierras sorianas, ordena que un pendón con el emblema de Castilla encabece la comitiva. Al cruzar villas y aldeas, el soldado que lo porta clama a viva voz:
—¡Castilla, recibe a tu rey! ¡Paso al rey de Castilla! ¡Viva el rey!
Y para regocijo de Fernando, las gentes, superada la sorpresa inicial, estallan en vítores y aclamaciones a su paso. ¿Quién dijo que Castilla negaba a su soberano? El joven rey saluda a su pueblo, orgulloso, ajeno en esos momentos a las bajas temperaturas y a las penalidades. Pierres de Peralta, el navarro fiel, lo resume bien con media sonrisa:
—Mi señor, qué buen bálsamo para vuestro enojo.
Pero Fernando no se detiene a disfrutar de la acogida que los castellanos le dispensan jornada tras jornada, en cada recodo habitado del camino. Le urge llegar a Segovia y espetar a Isabel la retahíla de reproches que ha ido ensayando. Le urge reconvenir a la reina para reencontrar a la esposa y zanjar la cuestión como tanto les complace. Porque el amor de Fernando hacia Isabel no se ha enfriado un ápice a pesar de la amargura, a pesar de la herida abierta en su orgullo. Le urge, pues, cruzar esa Castilla helada que hace tiritar al rey tanto como al último de los hombres de su séquito.
—Mi señor, Dios ha querido brindarnos un refugio en el momento de mayor rigor.
Tal es la exclamación de Peralta ante la visión del castillo de Turégano mientras el viento arrecia y se cuela por cada costura. Tiembla el pendón en las manos del soldado, pero no tiembla el ánimo del rey.
—Hay que llegar a Segovia. No veo más camino que el que tenemos por delante.
—Pues, si me lo permitís, quizá deberíais mirar atrás.
Así lo hace Fernando y ve el aspecto deplorable de sus soldados: pálidos al borde de la lividez, los labios morados, la mirada perdida…
—Algunos dicen no sentir sus manos —apunta Peralta—. Si seguimos, más de uno se quedará sin ellas.
A pesar de lo mucho que le urge avanzar, a Fernando le impacta el estado de la comitiva.
—Está bien. Dad la orden.
Peralta gira su caballo hacia la tropa y levanta el brazo.
—¡Deteneos! El rey ha tenido a bien que pidamos descanso en este lugar.
Las huestes aragonesas reciben con alivio la noticia. Fernando se dirige al tembloroso portador del pendón y ordena que se acerque a palacio a dar cuenta de su llegada. Así lo hace, plantando la enseña ante la entrada de palacio.
—¡Su alteza el rey de Castilla os llama a su presencia!
La guardia transmite la orden y del castillo no tardan en salir dos hombres, el conde de Treviño y el obispo de Segovia. A ambos les extraña ver la comitiva ante ellos. Fernando, sin desmontar, se dirige al conde:
—Espero que no haya inconveniente en que hagamos noche en vuestro palacio. Se nos antoja el paraíso en comparación con el campo abierto.
De inmediato, el conde toma la mano del rey para besarla. A continuación lo hace el obispo con toda humildad. Fernando se deja homenajear, satisfecho.
—Supongo que esto quiere decir que contamos con vuestra hospitalidad.
Horas después, Fernando y los oficiales de su comitiva cenan relajadamente en compañía de sus anfitriones. Con un buen fuego calentando la estancia, abundante comida y vino, todos olvidan los padecimientos del viaje.
—Este alto nos está devolviendo la vida —agradece Fernando.
—Nos honráis, alteza —replica el conde—, podremos presumir de haberos dado cobijo.
El soberano sonríe para sí. Una idea ha cruzado su mente.
—¿Queréis presumir de un privilegio mayor?
Fernando se levanta, atrayendo la atención de todos los presentes. El conde de Treviño y el obispo observan expectantes.
—Seréis los primeros en jurarme obediencia como rey de Castilla. La Historia os recordará por ello. Monseñor, traed una Biblia para la ceremonia.
Es patente la incomodidad que las palabras de Fernando han causado en el conde y el obispo. Se miran entre ellos, vacilantes. El obispo se aventura a intervenir:
—Me temo que no voy a poder complaceros…
—No seríais el primer religioso que pierde su Biblia. Con un misal bastará.
Peralta ríe la gracia de su señor. Pero ni el conde de Treviño ni el obispo secundan el buen humor del navarro. Por fin el conde se atreve a explicarse:
—Alteza, nada nos agradaría más que prestaros juramento… Pero ya lo hicimos hace días. Ante vuestra esposa, la reina Isabel.
A Fernando se le congela la sonrisa.
—Prometimos obediencia a la reina —matiza el obispo— y a vos, como su legítimo marido.
Se hace el silencio en la estancia. Solo se escucha el crepitar de los troncos ardiendo en la chimenea. Peralta se tensa, previendo la reacción de Fernando, que no tarda en llegar.
—Legítimo marido —masculla—, soy mucho más que el marido de la reina…
Y el aragonés, como Peralta temía, estalla por fin:
—¡Soy vuestro rey! ¡Juradme como tal!
Intimidado por la furia de Fernando, el conde balbucea una excusa:
—Nada más lejos de nuestra intención que ofenderos. Pero no podemos arriesgarnos a contravenir el juramento a la reina.
Fernando, consciente de que sus hombres lo han visto y oído todo, se siente humillado. No favorece la presencia de testigos que el rey temple el ánimo. Tercia el obispo de Segovia, en un intento de salvar la situación:
—Pedid cualquier otro deseo, alteza. Os complaceremos con gusto…
—Mis hombres y yo dispondremos de vuestra hacienda a voluntad —contesta agriamente el rey—, pues nos quedaremos en Turégano hasta que nos plazca.
Tras su réplica, Fernando se sienta y murmura a Peralta:
—Se acabaron las prisas por llegar a Segovia. Ya que la reina se ha hecho con tantas obediencias, que eche en falta la mía.
Peralta trata de aquietar la ira amarga del rey pero Fernando, cortante, ni siquiera le deja hablar.
—No ha requerido mi presencia, luego soy libre de hacerla esperar. Y nada podrá dolerle más, os lo aseguro.
Fernando vuelve a comer. Poco a poco todos los presentes retoman la cena, pero el ambiente en el castillo de Turégano ya se ha enrarecido por completo. Y así va a seguir.
No es Fernando el único que recorre apresurado los caminos en esas fechas. El propio Diego Pacheco, acuciado por el verbo hábil de Carrillo y el no menos certero de Juana de Avis, se ha presentado en la corte portuguesa con paso enérgico. Allí es recibido con grandes muestras de amabilidad por el rey Alfonso y el príncipe Juan.
—Cuánto lamento la muerte de vuestro padre, un gran hombre que vivirá en nuestro recuerdo —afirma el rey portugués con franqueza nada protocolaria—. Espero que Dios se lo llevara sin sufrimiento.
—Gracias, alteza. Precisamente por honrar su memoria vengo a rendiros visita.
—Decid, ¿qué puedo hacer?
—Invadir Castilla.
La respuesta del marqués de Villena pasma a los portugueses. Pacheco se explica sin tener en cuenta el estupor que ha hecho presa en sus interlocutores.
—Isabel se ha proclamado reina de Castilla. Ha usurpado el trono que corresponde a Juana, la hija legítima del rey Enrique y de vuestra hermana. Si no reaccionamos de inmediato, nunca podrá recuperarlo.
—Mi querido marqués, nadie más que yo desea que mi sobrina reine en Castilla, pero…
—Por no mencionar lo que le espera al resto de la Península ahora que Aragón y Castilla van a gobernar unidos: amenaza y sometimiento, alteza, ¡amenaza y sometimiento!
El príncipe Juan presta atención en silencio. No le sorprende que su padre, tan poco dado a la gesticulación, pida sosiego.
—No dramaticemos.
—No lo hago. Solo temo que la mujer que os humilló en su día rechazándoos como marido logre burlar de nuevo a vuestro linaje y se imponga.
Pacheco comprueba que su argumento ha dado en la diana, pues el rey Alfonso no oculta cuánto le mortifica el recuerdo. Insiste el marqués de Villena antes de que se desvanezca el efecto de su apostilla.
—Recordad que aquí, en Portugal, están los orígenes de mi familia. Quiero ver cómo este reino se engrandece. Y el beneficio que para vos tendría tomar Castilla sería incalculable.
Guarda silencio por fin el marqués y permite al rey meditar su réplica. Pero en la mirada del príncipe Juan ya puede verse que la propuesta del joven Pacheco lo ha seducido. El rey, por fin, toma la palabra.
—Venís solo. ¿Qué nobles os han dado su compromiso en esta causa? ¿Cuántos de los grandes de Castilla están con vos?
—Medio reino no ha jurado aún lealtad a la reina…
—Eso no significa que estén dispuestos a luchar por Juana. Quiero nombres.
La brusca respuesta del soberano portugués indispone a Pacheco.
—Por deferencia hacia vos no he comentado con nadie mi plan.
El rey Alfonso sonríe; ha descubierto el juego del marqués.
—O lo que es lo mismo: si Portugal no se sacrifica por la causa, ningún castellano lo hará…
Ávido de gloria y aventuras, como es de uso en esas edades, el príncipe Juan no puede dejar de intervenir ante la reticencia del rey.
—¡Pero, padre, no perdamos esta oportunidad! ¡Nos abren las puertas de Castilla desde dentro!
Basta una mirada feroz del rey Alfonso para silenciar la voz briosa de su hijo. A continuación, vuelve sus ojos graves hacia Diego Pacheco.
—Conseguid el compromiso de vuestros aliados y venid a verme de nuevo. Hablaremos entonces.
—¡Pero no es momento de esperar!
Alfonso despacha el asunto y al castellano con la misma rotundidad.
—Ha sido un placer recibiros.
Frustrado, Diego Pacheco se dispone a abandonar el salón del trono. No es el único decepcionado, pues el príncipe Juan ve partir al marqués llevándose la gloria que anhela con él. Apenas se han quedado a solas, la voz irritada del rey Alfonso saca al príncipe de sus cavilaciones.
—¿Cómo os habéis atrevido a llevarme la contraria delante de Pacheco?
—¡No entiendo qué fallas le veis a su plan!
—¡No entendéis porque no pensáis! ¿Qué hay de la avalancha de gastos, aprietos y muertes? ¡La sangría que sufriríamos para que esos castellanos arrogantes mantuvieran sus privilegios!
—¡Pero haríamos grande a Portugal! Todos los reinos de la Península crecen, ¡mientras nosotros estamos acorralados!
—Nuestro reino mira al océano.
La mueca que acompaña la réplica de Juan de Portugal trasluce su desdén.
—Decid más bien que lo contempla; hemos dejado de lado la exploración de los mares y nuestras conquistas africanas se han estancado.
—¿En tan poco valoráis los esfuerzos de nuestros navegantes?
—¡Vanos esfuerzos cuando lo natural es avanzar hacia Castilla!
Alfonso opta por añadir una pizca de sosiego a la conversación, en la ilusión de que el vástago levantisco lo imitará.
—Me alegra saber que al príncipe, mi hijo, le preocupan las fronteras del reino que heredará. Más que al marqués de Villena, que solo nos ve como un instrumento al servicio de sus propósitos.
—Hagamos entonces lo mismo: una vez esté Castilla en nuestras manos, Pacheco y los demás deberán someterse o…
El rey Alfonso corta su razonamiento en seco:
—Hacéis de menos a la nobleza castellana tanto como sobrestimáis nuestras fuerzas.
—Poseemos recursos de sobra, estamos unidos, mientras que ellos…
—¡Basta ya! Como rey, el tema está zanjado. Y como padre, no quiero oíros más.
El príncipe acepta a regañadientes la reprimenda. Baja la testuz ante Alfonso.
—No es mi deseo faltar al respeto que os debo. Como padre y como rey. Es vuestra decisión y como tal la acataré. Soy joven, me ciegan la ambición y el afán de gloria.
El comprensivo soberano portugués acepta la disculpa.
—Tenéis un largo camino por recorrer…
—Cierto —concede, mirando retador a los ojos del padre—, y en el trayecto evitaré verme atrapado en el lodazal de vuestros titubeos.
No está Alfonso por la labor de continuar debatiendo con su heredero. Con nadie, en realidad.
—Haced como os plazca… Cuando llegue la hora. Mientras tanto, asumid vuestra condición.
Y el príncipe se crece ante el veterano monarca.
—Asumid vos que nadie recordará vuestro reinado.
Pasa por ley natural que los hijos se enfrenten a sus padres y aprovechen la menor brecha para demostrar que son más capaces, más fuertes y más ágiles que sus antecesores. Porque no hay peor zozobra que la del hijo que se avergüenza del padre. Lo sabe el rey de Portugal mejor que el propio príncipe. Y por ello Alfonso queda solo, dolido y agotado tras el reproche.
Competir en habilidad e inteligencia con quien ha sido nuestro mentor es banal. Mezquino incluso si el desdichado está en horas bajas. Sin duda impropio de quien desea hacer valer su autoridad al frente de un reino y perdurar en la memoria de sus gentes. De ser necesario, la pupila hará vivir al maestro la quimera de que aún lo es. Así lo procura Isabel en la carta que ha enviado a Carrillo a su palacio de Alcalá de Henares, mensaje que él lee nada más regresar de Aragón:
—«Vuestra presencia en Segovia es para mí más importante que ninguna otra, ya que ansío de vuestro sabio consejo y de vuestro respaldo. Si en algún momento he lastimado el alma de vuestra merced con actos vejatorios o palabras desconsideradas, ruego me disculpéis. Mas nunca he querido faltar a quien es por mí tan querido y sostén tan necesario».
Apagad las velas, dejad que el orgullo de Carrillo resplandezca en la alcoba mientras musita su respuesta:
—Perra.
Sin decir más, Carrillo ordena a sus sirvientes que hagan los preparativos: al alba partirán hacia Segovia.
—No vayan a pasar sin mí más tiempo del que puedan soportar.
Y tras un prolongado suspiro, la reina y el arzobispo se hallan de nuevo frente a frente.
—Mi señora… Es así como debo llamaros, supongo.
Sonríe Isabel al eclesiástico pues no está de ánimo para dejarse atrapar por una intención aviesa.
—¿Qué os ha impedido venir a verme antes?
Es fútil la pregunta de Isabel pues ambos lo saben. Pero no pierden la sonrisa.
—Imaginaba Segovia abarrotada de autoridades mostrándoos lealtad. Pensé que era mejor esperar a que estuviese… tan despejada como ahora.
—Entiendo —concede la reina, impertérrita.
—Pero también me han entretenido otros asuntos. Hube de acudir a la llamada del rey de Aragón, que pidió mi consejo…
—Sin querer resultar indiscreta, me gustaría saber qué preocupaciones asaltan al padre de mi esposo.
Al oír esto, la expresión de Carrillo se ensombrece como si toda la consternación del orbe descansara sobre sus hombros.
—Estaba demudado, casi enfermo de angustia. No sabe qué esperar de la cólera de Fernando…
—¿Cólera?
En la voz serena de Isabel nada deja entrever cuánto le inquieta la noticia.
—Os habéis proclamado reina en su ausencia. Un trago demasiado amargo para él. Se siente ignorado —subraya—, despreciado.
—¿Quién le relató lo ocurrido? Quizá le dieron a entender una mala intención que no tuve.
No, el arzobispo no es propenso a delatarse y elude la cuestión.
—Sea como fuere, la decepción se le hace insoportable. Parece que… lo suficiente para convertirse en un problema de Estado.
Aunque Isabel mantenga la compostura, Carrillo sabe que el desasosiego crece en el corazón de la reina. No va a soltar presa, aún no. Todo lo contrario.
—Si me permitís, ¿qué mal consejero os recomendó proclamaros de manera tan atropellada?
—Yo misma. Y volvería a hacerlo de encontrarme en igual circunstancia.
El arzobispo no esperaba esa respuesta. Y mucho menos su contundencia. De no ser por la confrontación de intereses, el maestro reverenciaría a la pupila.
—No fue capricho, ni deseo de gloria —aclara la reina—. Sencillamente, no era el momento de mostrarse indecisa. A vos no tengo que explicaros lo que me ha costado llegar hasta aquí.
—Ciertamente, ya que he sido yo quien lo ha hecho posible. Por eso, correr ahora tantos riesgos… Me resulta absurdo. Sabéis que necesitáis a Fernando para asentar vuestro reinado.
—Lo sé. Y aunque no me arrepiento, voy a hacer lo necesario para reparar el daño causado. Confío en tener vuestro apoyo para lograrlo, arzobispo.
—Lo tenéis —y Carrillo paladea su frase antes de despacharla mirando a los ojos de la reina—, pues sé que vos, con o sin corona, no pediríais mi ayuda si no lo vierais imprescindible.
Sin esperar a que Isabel dé por concluida la audiencia, Carrillo se inclina y se dispone a partir. La voz de Isabel detiene sus pasos.
—Aún no me habéis jurado obediencia.
Carrillo, con media sonrisa, se vuelve hacia la soberana.
—Señora, después de tantos años juntos, ¿es necesaria esa jura?
—Más que ninguna otra.
No pierde la sonrisa Isabel y Carrillo debe forzar la suya antes de partir. En los pasillos del alcázar, aún zaherido, el arzobispo advierte la presencia del cardenal Mendoza, su rival en la persecución del anhelado rango purpurado. No habiendo modo de evitar el inoportuno encuentro, ambos se miden con la mirada antes de cruzarse. Al llegar a la altura del arzobispo, el cardenal Mendoza se apresta a ofrecer a los labios de Carrillo el anillo cardenalicio que luce. El arzobispo ni siquiera hace ademán de besarlo.
—Hermoso anillo. Y el rojo escarlata os sienta estupendamente, ¿será que va a juego con los aduladores? Temo que a mí nunca me habría quedado tan bien.
—¿Tanto significa la apariencia para vos?
A Carrillo no le conmueve la ironía del cardenal.
—No, en verdad. Todos somos pecadores y llegamos a este mundo en cueros. Por cierto, he sabido del nuevo embarazo de vuestra señora Mencía. ¿Con este ya contaréis tres hijos?
—Dos, por ahora —precisa imperturbable Pedro Hurtado de Mendoza—, pero no serán las debilidades de este siervo de la Iglesia lo que os ha traído hasta aquí.
—Es un momento importante para Castilla. No podía perdérmelo.
—Espero entonces que estéis a la altura. Ahora más que nunca, Castilla nos mira. Y quiere ver unidad y lealtad alrededor de su reina. Si no damos ejemplo nosotros, ¿quién lo hará?
—Cierto, ejemplar ha sido el afecto de los Mendoza hacia Isabel. Ejemplar y vertiginoso.
No parece hacer mella en el cardenal la afilada dialéctica del arzobispo.
—¿Pensáis que deberíamos contribuir con nuestra tibieza a que Castilla se rompa en una guerra civil? No, nuestra familia no hará tal. Y menos por una cuestión de orgullo herido.
Sobre heridas en el orgullo, Carrillo podría escribir un voluminoso tratado. Ambos lo saben y así lo acusan.
—Yo no podría perdonármelo —sentencia el cardenal, y mientras el purpurado se pierde por los pasillos, Carrillo queda pensativo.
Esa noche, al arzobispo de Toledo le cuesta conciliar el sueño, enredado en sus cavilaciones. ¿Qué le conviene más? De momento, mejor pasar por leal no siéndolo que alimentar con su obstinación las fundadas sospechas que lo persiguen. Si un día la Beltraneja, pobrecita niña, llega a ocupar el trono, él recuperará poder e influencia, pues ¿quién, si no, va a regir los destinos del reino? ¿El mancebo de Juan Pacheco? ¿El aprensivo rey de Portugal? Qué disparate.
Pero a pesar de la fragilidad de su posición, lo cierto es que en estos momentos Isabel tiene más posibilidades de mantenerse al frente de Castilla. Y es evidente que en su día la aprendiz de reina tomó buena nota de sus lecciones: desconfía de él y por eso mismo lo prefiere junto a ella, donde pueda vigilar sus movimientos. Teme Isabel con razón que ponga sus huestes y dinero al servicio del bando contrario. Y siendo mujer inteligente no es de descartar que sea cierto que aún estima sus valiosos consejos.
Por otra parte, aún cabe cumplir la encomienda de Juan de Aragón y aliarse con Fernando en la deliciosa tarea de domeñar a su pupila. Habrá de emplear toda su pericia para ganarse al príncipe de Gerona, pues la recompensa es suculenta. Sí, por ahora conviene mostrarse amigo de todos y enemigo de nadie. Ya vendrá la hora de pedir cuentas por tanto agravio. Y esto siempre es más fácil desde la comodidad de las alturas. Tomada su decisión, al arzobispo le vence el sueño mientras repasa los bienes y prebendas de los que desposeerá a sus enemigos.
Al día siguiente, Carrillo hinca la rodilla en el áspero suelo del alcázar segoviano, posa su mano sobre la Biblia que sostiene el cardenal Mendoza y se humilla ante la reina mientras recita la fórmula:
—Juro servir y seguir a nuestra señora doña Isabel…
Grato es para la reina y sus fieles contemplar a su eminencia reverendísima con la cabeza gacha, por ser espectáculo poco frecuente. Calcula el cardenal Mendoza la bilis que está engullendo su enemigo, viéndose de rodillas ante él, y es tal el divertimento, que se le hace liviano el peso de las Escrituras.
Acabado el juramento, Carrillo se incorpora, intercambia una respetuosa sonrisa con la reina e inquiere:
—Y la obediencia ante mi rey, ¿para cuándo?
Abandona el arzobispo el salón del trono dejando atrás el semblante majestuoso de Isabel y su mohín de satisfacción intacto, pero convencido de que con su dardo el gozo de la reina ha mudado en tormento.
No se equivoca Carrillo. Al contrario, ha abonado el terreno sobre el que van a germinar más desventuras de la soberana, pues no tarda Chacón en abordar a la reina:
—Hemos recibido noticias de Fernando…
—¿Anunciando su llegada? —Cobran nueva vida las facciones de Isabel—. ¡Por fin! Hace días que dio aviso de que partía de Aragón. ¡Ya tendría que estar aquí!
—Al parecer ha hecho un alto en Turégano… Más bien se ha instalado en el palacio del conde.
El matiz de Chacón turba menos a Isabel que el tono consternado del mayordomo.
—¿Qué queréis decir?
—Que lleva allí varias jornadas.
Con su mejor voluntad, Gonzalo Chacón trata de paliar el disgusto que ha provocado.
—Quizá la nieve esté dificultando el viaje.
—O quizá mi esposo me esté haciendo pagar con su ausencia el haberme proclamado en solitario.
Chacón no se atreve a negarlo, pues sería menospreciar la agudeza de la reina. La ve partir en silencio, en busca de refugio para su pesadumbre.
Lo encontrará al atardecer, a los pies de una imagen de Cristo crucificado.
—Señor, impedid que Fernando vuelva ciego de orgullo. Haced que confíe en mí y sepa entender mis razones… Y conservad su amor hacia mí. O renovad el que sintió, que ahora quizá esté apagándose…
Se estremece la soberana de Castilla, desvalida e implorante ante el Cristo inerte.
—Haced que venga, Dios mío… Haced que venga.
Prácticamente en esa misma hora, Fernando deja a un lado el guiso de ave que le han servido en el castillo de Turégano, pues a juzgar por su expresión no lo disfruta tanto como el vino que bebe sin moderación alguna.
—¿Qué bazofia es esta? ¿Es que la cocinera ha perdido sus dones?
Pierres de Peralta está a su lado y algunos de los mejores hombres de su séquito cenan en una mesa contigua. El navarro habla al rey con cautela pues, como es sabido, empapar el mal humor en vino puede tornar al manso más cabal en criatura aborrecible.
—Mi señor, el conde de Treviño se está quedando sin reservas de vino y alimento. Quizá estemos abusando de su hospitalidad. Son ya días aquí.
—¡Y serán meses si así se me antoja!
Fernando bebe otro generoso trago de vino y se inclina hacia el navarro.
—Isabel ha jugado con quien no debía… Vos me conocéis, Peralta; a los diez años ya estaba guerreando en Gerona… ¡Nadie puede darme lecciones de hombría!
—Pocos desconocen vuestra fama, señor. Y no faltarían damas para atestiguarlo…
Enardecido por el vino, Fernando sonríe con picardía.
—Mi fama es poca para lo que en realidad ha sido. ¿De Elvira habéis oído hablar?
Peralta niega, arrepentido ahora de haber dado pie a tales evocaciones. Tarde para lamentarse, quizá el recuerdo de otros lechos endulce la amargura de su señor por hallarse lejos del que le corresponde como rey… y legítimo marido.
—Era una cocinera de la corte de mi padre que presumía de virtuosa. Y resultó que era cierto, pues solo con mucha virtud se me retiene en el lecho durante tres días con sus noches.
Peralta fuerza la sonrisa y Fernando, lanzado, sigue dando buena cuenta del vino.
—Preguntad por mí en las mancebías catalanas. Allí me temen aún más que en los campos de batalla, porque cuesta agotarme lo que a un potro.
En la mesa contigua, los miembros del séquito murmuran entre sí, ajenos a la jactancia del príncipe aragonés.
—Aún tiene que nacer la mujer de la que yo no consiga lo que quiero.
En ese instante, uno de los hombres de la mesa contigua echa a reír a carcajadas. El rictus de Fernando se contrae, su mirada heladora se clava en él mientras pregunta a voces:
—¡Soldado! ¡Recordadme vuestro nombre!
—Guillén de Urrea, señor.
—¿Ponéis en duda lo que digo?
—No, mi señor.
El desdichado Guillén ni siquiera sabe a qué se refiere su rey, pero al instante percibe el peligro de haberse convertido en objeto de su ira. Fernando se levanta y va directo hasta él.
—Entonces ¿a qué esas risas? ¿Creéis que no sabré someter a mi esposa?
—¡Mi señor!
Nada más osa decir el de Urrea, por temor a empeorar la situación. El rey, fuera de sí, saca su daga y se la pone a Guillén en la garganta, amenazando con clavársela.
—¡Si dudáis de mi hombría, decídmelo a la cara! ¡Decídmelo!
Peralta, alarmado, ya ha llegado hasta Fernando y forcejea con él.
—¡¿Qué estáis haciendo, señor?!
—¡Protegiendo mi honor de las dudas de este bastardo!
—¡Mi señor, si no ha dicho nada!
Cuando la punta de la daga parece a punto de abrirse camino hacia el interior del cuello del aterrorizado Guillén, Fernando por fin se da cuenta de su error. Tras un momento de duda, el rey suelta a su víctima y de un empujón lo derriba. Mira a su alrededor y, viendo que sus hombres están pasmados ante su arrebato, abandona la estancia enfurecido, perdiéndose en el interior del palacio.
No es Fernando el único monarca que ha perdido el apetito esta noche y ahora medita rondado por sus fantasmas. En Portugal, el rey Alfonso también ha abandonado pronto la mesa. Carcomido aún por las palabras de su hijo Juan, repasa los cuadros que cuelgan de las paredes de palacio. Retratos de miembros ilustres de su familia en su mayoría: el rostro casi olvidado de su abuelo Juan; la estampa de su padre, Eduardo; la efigie de quien fuera su tío, Enrique el Navegante. Sin que Alfonso lo perciba, Fernando de Braganza y Castro, que será tercer duque de Braganza, observa unos instantes al rey desde la distancia. Finalmente se acerca al soberano.
—¿Me habéis hecho llamar, alteza?
Alfonso asiente, pero no desvía la mirada de las pinturas. Braganza se une a la contemplación de los cuadros y camina junto a él.
—Provengo de una familia llena de arrojo. Mi abuelo inició las conquistas en África. Mi tío Enrique condujo a Portugal a explorar los mares. Y yo…
—Vos habéis conquistado nuevas plazas en África.
—Nada que mi padre no hubiera hecho ya.
Braganza conoce la propuesta que ha anidado en la mente del rey, alterando sus humores.
—Hace falta valor para evitar las guerras, alteza… Y Castilla, aunque rota, es un enemigo temible.
Pero Alfonso no presta atención a sus argumentos.
—Francia nos ayudaría. Lleva años en disputas con Aragón. Lo último que le interesa es que su enemigo se haga fuerte uniéndose a Castilla.
—Nos apoyaría, sí. Pero solo con su bendición. El rey Luis no va a arriesgar una lanza por nosotros. Es un conspirador que nunca da más de lo que recibe.
—Exageráis. Seguro que podríamos llegar a un acuerdo. Es cuestión de conocer sus deseos.
—Lo llaman «La Araña», alteza. Porque se mueve con sigilo y antes de que uno se dé cuenta, lo ha perdido todo en beneficio suyo. No tiene escrúpulos. ¿Sabéis que desposó con una niña de ocho años para ampliar su poder?
Alfonso no reprime una mueca de disgusto al oír tal bellaquería. Calla y queda pensativo un instante.
—Quizá podamos prescindir de Francia. Si es cierto lo que dice el hijo de Pacheco, media Castilla está en contra de Isabel…
—Alteza, Diego Pacheco se guardó mucho de exponeros la principal debilidad de su plan, que Castilla no aceptará una reina impuesta por extraños, sea legítima o no.
Alfonso se detiene en seco, encarándose con su consejero.
—¡Detesto que arruinéis mis ilusiones! —Braganza teme haberse excedido pero, sin darle tiempo a disculparse, el rey añade—: Sobre todo cuando tenéis razón.
Braganza amaga un suspiro de alivio. Alfonso, de nuevo ensimismado, eleva la vista y su mirada se posa en un retrato de su padre desde donde parece juzgarlo con particular dureza. Y sin volverse hacia Braganza, concluye:
—No obstante, haced recuento de las tropas que necesitaríamos y de cuánto nos costaría la campaña. Solo para terminar de convencerme de que es una locura…
Contrariado por el encargo, Fernando de Braganza se dispone a cumplirlo, dejando al rey absorto con el cuadro.
Esta noche las cabezas coronadas parecen estar aquejadas de un mal que las hace vulnerables a la duda, la frustración y el desaliento. Isabel alberga motivos de sobra para no librarse de la plaga y recibe con gesto preocupado al cardenal Mendoza.
—Perdonad por haberos convocado a estas horas, don Pedro.
—Confortaré siempre a un alma necesitada de confesión, y más si es la vuestra.
Isabel toma asiento y el cardenal hace lo propio a su lado.
—El Señor esté en vuestro corazón y en vuestros labios para que confeséis todos vuestros pecados. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—Reverencia, siento que Dios me está abandonando.
—¿Y qué os ha llevado a pensar eso?
—Mi vida nunca ha sido fácil. Pero todas las penalidades sirvieron para señalar mi destino: el trono de Castilla. Mi hermano Alfonso murió de improviso y Enrique se ha ido de igual modo, allanándome un camino que parecía imposible.
—Por decisión divina. Trágica, pero divina —puntualiza el confesor—. Como bien decís, una señal de que Él quiere veros reinar.
—Eso pensaba… Pero ahora las trabas se han multiplicado. La nobleza no se decide a apoyarme, apenas disponemos de dinero y Fernando… De mi esposo solo sé que no hace por volver a mi lado.
Al mencionar a Fernando, Isabel parece a punto de llorar. El purpurado, cauto y respetuoso, interviene para darle tiempo a serenarse.
—Todos sufrimos momentos de angustia e incertidumbre. Lo que no quiere decir que…
—Don Pedro, necesito saber si soy yo la legítima heredera de la corona. —Isabel ha interrumpido al cardenal con una firmeza que no deja duda sobre la necesidad de una respuesta—. Si Juana es la heredera de Enrique, Dios bien puede estar castigándome por arrebatarle el trono.
Pero el cardenal calla, aturdido por el brusco requerimiento. Isabel no se amilana.
—Los Mendoza habéis cuidado siempre de esa niña. Vos tenéis que saber si es hija del rey o si es solo… una bastarda.
El cardenal Mendoza, fiero guerrero, hábil diplomático e implacable eclesiástico, junta las manos, cabizbajo, como encomendándose al Señor para que lo saque del apuro.
—¿Acaso dejó testamento escrito mi hermano, designándola reina de Castilla?
—Solo hay una respuesta y os ruego que no me obliguéis a repetirla.
Por fin el cardenal se muestra dispuesto a hablar y la reina aguarda expectante su dictamen.
—Isabel, vos sois la reina, y como tal habéis de actuar. Vuestra audacia ha desconcertado a todos, pero el valor que demostrasteis proclamándoos soberana tenéis que mantenerlo ahora. Por muchos enemigos que eso os procure. Por mucho… que irrite a vuestro marido.
Isabel asimila la sentencia con cierta emoción velada.
—Nunca os faltarán conflictos pues vuestro destino es mucho más intrincado que el de la mayoría de los hombres. Pero ya conocéis las consecuencias de un reinado marcado por la indecisión, como fue el de vuestro hermano.
—Eso es lo último que quiero para Castilla —asegura Isabel—, pero ¿y si mostrarme firme como reina pone en mi contra a Fernando?
—Si vuestro esposo es digno de su grandeza, admirará vuestra determinación. Olvidad vuestros dilemas y comportaos como la reina que sois. Solo así podréis alcanzar la mayor gloria para vuestro reino.
Agitada aún por las dudas, Isabel termina por asentir y agradece las palabras del cardenal. Deberá sobreponerse la reina de Castilla a todas las tribulaciones, incluso a aquellas que partan su corazón en dos, y así habrá de vivir hasta que Dios la libere de su misión y la llame a su lado.
No le conviene a Isabel titubear sobre su legitimidad, pues ya hay otros que la niegan y abogan por despojarla del trono. En su feudo, Diego Pacheco ha reunido esa noche a varios nobles y notables castellanos, algunos leales a su causa contra Isabel, otros todavía indecisos. El marqués de Villena ejerce de buen anfitrión y no falta una caterva de criados que agasajan con vino y viandas a los conspiradores en ciernes.
—Señores, sé que ninguno de los aquí presentes acepta con gusto el ascenso al trono de la usurpadora. El lamento es un desahogo que no conduce a nada. Ahora toca actuar. Yo he puesto mis fuerzas al servicio del rey de Portugal, para que respalde la confrontación, pero solo no podré convencerle.
Con un gesto, Diego Pacheco cede la palabra a don Álvaro de Zúñiga y Guzmán, conde de Plasencia y duque de Arévalo, que ya se distinguió al lado de Juan Pacheco en la contienda de la liga nobiliaria contra la monarquía castellana.
—Contad conmigo —afirma Zúñiga sin vacilación—. Isabel no es solo una reina ilegítima; es el principio del fin de nuestros privilegios. ¡Pretende reinar!
La ironía de Zúñiga es bien acogida por algunos de los intrigantes. Otros, los más, optan por escuchar los argumentos del de Villena sin la menor afectación.
—Todos sabemos que Juana no opondría resistencia a ser gobernada. A esa muchacha la política le interesa tanto como un dolor de muelas. Pero para poner la Corona a su servicio, habremos de pagar un precio.
—Si ese precio es la guerra, se pagará —reitera Zúñiga su disposición al combate—. Es un riesgo, pero aún lo es más para nuestros intereses dejar la corona en manos de quien la tiene ahora…
Desde el extremo opuesto de la mesa, Rodrigo Ponce de León y Núñez, marqués de Cádiz y conde de Arcos, pide la palabra.
—Disculpad, pero… habláis alegremente de sumar vuestras tropas a las de Portugal, de franquearle la entrada a Castilla… ¿Acaso esperáis que el rey Alfonso luche por nosotros para luego marcharse por donde vino?
Tras la observación del marqués hay un instante de silencio. A Diego Pacheco le ha contrariado el comentario, por acertado, y se apresura a rebatirlo.
—No es un rey ambicioso. Si no, poco me habría costado persuadirle.
—Que no sea ambicioso no quiere decir que sea estúpido. Ni él ni quienes le rodean. Una vez dentro de Castilla, será difícil pararles los pies.
Se extiende un murmullo entre los confabulados y al de Villena le inquieta el efecto del discurso de Ponce de León quien, viéndose respaldado, prosigue:
—Quizá si vos no fueseis medio portugués veríais que, al fin y al cabo, estáis proponiendo una invasión extranjera.
Diego Pacheco hace caso omiso a la alusión y contraataca.
—No suplicaré vuestro apoyo, querido marqués, pues un grande de Castilla ya me lo ha dado, don Alonso Carrillo. ¿También creéis que lo ha hecho por ser Acuña y, por tanto, «medio portugués»?
La noticia produce un vuelco en el ánimo de los reunidos, incluso en el marqués de Cádiz.
—Pensaba que no concebía Castilla sin Isabel en el trono.
—Su ruptura es un hecho, yo he sabido atraerlo a nuestro bando.
—Y con él vienen sus tropas —apunta Zúñiga.
El marqués de Cádiz aún mantiene sus reservas.
—¿Y quién nos asegura que el arzobispo no dirá hoy una cosa y mañana otra? Algunos pensamos que Carrillo es como vuestro padre, su único bando es el suyo.
Buena parte de los nobles avalan el razonamiento entre murmullos. El de Cádiz se crece.
—Lo siento, ilustrísima. Para que yo arriesgue mis recursos, exijo un plan más convincente.
Sin aguardar respuesta, el marqués de Cádiz abandona la reunión y no pocos nobles lo imitan, para desesperación de Pacheco. Este no tarda en comunicar a Juana de Avis cuán infructuosas están siendo sus gestiones. La viuda de Enrique el Impotente se contiene ante el marqués pero, una vez a solas con su hija, deja aflorar su ira.
—¡Maldito inútil! Sabía que no sería capaz.
Juanita, que cose a su lado, se asusta de la reacción de su madre.
—¿Qué ocurre, madre?
—Ni vuestro tío Alfonso ni la nobleza castellana se decide a apoyarnos. Diego Pacheco es un aprendiz, nunca debí confiar en él. Y Mendoza ni siquiera se ha dignado a contestarnos… Nos están abandonando, hija mía.
Viendo a su madre a punto de romper a llorar de rabia, Juanita deja a un lado la costura y se abraza a ella.
—No sufráis, madre… Yo podré ser feliz sin reinar, si vos estáis conmigo.
Juana de Avis se deshace del abrazo y contempla el tierno rostro de su bien amada hija.
—Qué piel tan hermosa, como la mía a vuestra edad.
Acto seguido, Juana le propina una bofetada. Es tal el estupor de la pequeña que ni siquiera rompe a llorar.
—Tú eres la reina, mi amor. Lo quieras o no. Yo te devolveré el trono. Prepárate, partimos esta misma noche.
Y Juana abraza a su hija, cuya mirada perdida se llena por fin de lágrimas.
Al despuntar el día en el salón del palacio de Turégano aún siguen sobre las mesas las copas y jarras de la alborotada noche anterior. Cuando Peralta entra en la estancia, encuentra a Fernando meditabundo, contemplando el invernal paisaje castellano desde un ventanal.
—Os habéis levantado con el gallo, alteza.
—La vergüenza me ha quitado el sueño, tal como me porté anoche. Acabo de mandar a un soldado a Segovia para anunciar nuestra llegada.
A Peralta le sorprende la decisión, pero celebra que por fin el rey la haya tomado.
—Llevo días preocupado por mi honor, y caigo en lo mismo que le reprocho a Isabel: eludir mis obligaciones y esconderme. Hablaré con mi esposa y le demandaré el sitio que me corresponde en Castilla. Con suerte no tardaremos en encontrar remedio.
Fernando, poco acostumbrado a las confidencias con sus vasallos, reacciona y vuelve a encarnar al soberano resuelto que todos admiran.
—Solo una jornada nos separa del alcázar. Levantad a los hombres. Reanudaremos la marcha lo antes posible.
—Uno ya se ha despertado…
Fernando se gira y ve entrar en la sala a Guillén de Urrea, a quien amenazó la noche anterior. El rey se le acerca, con semblante grave, y echa mano a su daga, pero esta vez es para ofrecérsela.
—¿Valdría por un perdón?
Guillén de Urrea se atreve a negar, con humildad.
—No os debo perdón alguno, sois mi rey.
El rey insiste, y pone la daga en las manos de Guillén.
—Dad gracias a Peralta por detenerme —dice—, pues de lo contrario no habríais salido vivo —añade socarrón.
Pronto llega a la corte la noticia de que Fernando se dirige a Segovia, y todos son testigos de que la nueva devuelve la sonrisa a Isabel. En particular el arzobispo Carrillo, que desde que se ha instalado junto a la reina escruta e interpreta cada gesto suyo.
—Daré orden para que la ciudad lo reciba como nunca a otro hombre. Sé que no es momento de dispendios, pero hay gastos que rentan. El recibimiento será digno de un rey y Castilla podrá atestiguar la grandeza y la unión de sus gobernantes.
Andrés Cabrera, al tanto del estado de las arcas reales, se atreve a poner objeciones.
—Pero no hay nada previsto…
—Si mi esposo ha de esperar para ser recibido de acuerdo con su rango, esperará.
La decisión de la reina desconcierta a los suyos.
—¿En Navidad? —inquiere un sorprendido Chacón.
—Así fuera el día de su onomástica.
El arzobispo de Toledo, que no ha perdido detalle, consulta con indisimulada malicia:
—Mi señora, ¿no será que queréis hacer esperar a vuestro esposo, como él ha hecho con vos…?
—Desconozco el motivo de su prolongada estancia en Turégano —contesta Isabel no dándose por aludida—, pero sabed que mi única intención es honrarlo como merece.
Las palabras de la reina no convencen a Carrillo, que ya imagina la reacción de Fernando cuando, viendo a lo lejos la ciudad de Segovia en esa tarde fría y nevada, el mensajero enviado por Isabel les dé el alto y comunique sus órdenes al rey:
—¿Cómo que he de acampar a las puertas de Segovia?
—La ciudad se prepara para recibiros como merecéis, alteza.
Entre el asombro y la exasperación, Fernando replica:
—¿Y acaso ni yo ni mis hombres merecemos dormir bajo techo? ¡Nos quedaremos helados!
—Son órdenes de la reina, mi señor.
—¡Pues maldita sea!
Lejos de la corte, en el edificio principal de una finca discreta, tiene lugar una conversación que, de llegar a sus oídos, podría obligar a Fernando a recordar lo que le une a Isabel, y viceversa, en vez de insistir en lo que les separa. Bebe el marqués de Cádiz un sorbo de vino mientras relata a su interlocutor:
—Reivindicar a Juana como reina aún es solo un afán. Pero si es hijo de su padre, Pacheco buscará nuevos aliados hasta convertirlo en un hecho. Volverá a Portugal, pero no querrá hacerlo con las manos vacías…
Y su interlocutor, Gutierre de Cárdenas, apremia al marqués, ávido de información.
—¿Ya ha visitado al rey Alfonso? ¿Vio voluntad en él?
—Os confiaré todo lo que sé —asegura el marqués, tras un instante de reflexión—, pero solo si vos os comprometéis a procurarme el favor de Isabel de salir victoriosa en esta disputa.
—¿Reclamáis el perdón real cuando vos no sabéis aún en qué bando estaréis?
—No es alto el precio, dado que soy el único dispuesto a informaros.
Cárdenas valora su solicitud. Finalmente asiente y compromete su palabra.
—Pero no malgastéis mi promesa contándome banalidades.
—Al rey de Portugal le faltan ánimos aunque se antoja fácil de convencer. El que parece más decidido es el arzobispo Carrillo…
La certeza de que el arzobispo de Toledo acaudilla el bando juanista alarma a Cárdenas. Sigue sonsacando al marqués pero ya ha dado por bien empleado el viaje.
Recién llegada a Portugal, en sus primeras navidades en tierras extrañas, los ojos de la denostada Beltraneja descubren maravillados el palacio de Sintra, mientras la voluntad de su madre se estrella contra la indecisión del monarca.
—Ya le dije a Diego Pacheco lo que pienso de todo este asunto.
—Este «asunto» —subraya Juana de Avis a su hermano Alfonso— es el derecho de vuestra sobrina a reinar en Castilla. ¡Tenéis la obligación de defender vuestra sangre! ¡Haced algo por ella!
—¡Poco hicisteis vos por su derecho al trono cuando paristeis dos gemelos de vuestro amante! Si hasta entonces alguien tenía dudas de la paternidad de Enrique, aquello acabó de despejarlas.
—Para no atreveros con la batalla, sois certero haciendo daño.
A Juana de Avis le duelen las verdades, como a la mayoría de los mortales, por crueles y obsesivos que sean sus comportamientos. Tan evidente es su dolor que su hermano rectifica:
—Disculpad. Sois mi familia y no he de ser yo quien os recuerde lo que a buen seguro aún os aflige.
La pequeña Juana, ajena a la conversación, se entretiene fijándose en unas espadas que reposan en un mueble armero. La voz del príncipe Juan la sobresalta:
—La mayoría son mías.
Juana descubre a su espalda al joven príncipe, impecable y gallardo, y sonríe deslumbrada. Más aún cuando este le susurra:
—Estaría encantado de ponerlas a vuestro servicio, doña Juana.
Mientras tanto, al otro lado de la sala del trono, Juana y Alfonso continúan su discusión.
—Son los nobles castellanos los que os están abandonando, no yo —asegura el rey—. Desconfían de lo que pueda hacer un portugués en su territorio. Y sin su apoyo, cruzar la frontera con mis hombres sería un suicidio.
Ante esto Juana carece de argumentos. Alfonso, magnánimo y fraternal, toma su mano con cierta conmiseración.
—No os aflijáis. Mi casa es vuestra casa. Quedaos las dos cuanto gustéis.
Se desembaraza el rey Alfonso de las apelaciones de su hermana con una excusa y sale del salón del trono, no sin hacer antes una carantoña paternal a su sobrina Juanita. Y abandonando la recién creada intimidad entre él y Juanita, el príncipe Juan afirma con total rotundidad ante su tía:
—Si por mí fuera, ya estaríamos en Castilla, mi señora.
Pero Juana de Avis está demasiado hundida para tomar en consideración la belicosidad del joven.
Con las murallas de Segovia a tiro de piedra, la comitiva de Fernando lleva acampada varias jornadas a la espera de que la reina dé su visto bueno a la recepción que ha preparado para su esposo. Los ateridos soldados aragoneses se reúnen día y noche en torno al fuego y el aspecto de la tropa es lamentable.
—Ya venían helados del viaje —apunta Peralta—, aquí acampados no tardarán en sucumbir. Mirad.
El navarro muestra a su rey las manos llenas de sabañones de un soldado. Fernando reacciona iracundo.
—Dios bendito. ¿Cómo se le ocurre dejarnos a las puertas en estas condiciones?
El rey se despoja del manto que cubre sus hombros y se lo echa encima al soldado. Disgustado, se aleja hasta una zona desde donde se divisa el alcázar. El ambiente gélido no enfría su enojo, sino que lo acrecienta. Rumia su enfado Fernando cuando oye una voz conocida a su espalda.
—Alteza…
El rey se gira y se sorprende al ver al arzobispo de Toledo ante él.
Momentos después, al abrigo de la tienda del rey, Carrillo justifica su presencia en el improvisado campamento.
—No he pedido permiso a la reina para venir, pero no podía dejar de pensar en lo que vos y los vuestros estaríais padeciendo aquí acampados, en pleno diciembre… Así que me he permitido traeros abrigo y alimentos.
—Os lo agradezco. Habéis hecho bien en imaginaros lo peor.
A un gesto del arzobispo, el sirviente que lo acompaña llena una copa para Fernando.
—Vino aragonés. Me lo ofrendó vuestro padre hace poco, cuando me dio audiencia.
—No sabía de ese encuentro.
—El rey Juan está muy disgustado con vuestra situación —se explica Carrillo, atento a la cautela de Fernando—. Me rogó que me pusiera a vuestra disposición y que os sirviera de consejero personal en esta nueva etapa de vuestro matrimonio. Considera que mi experiencia y mis años en la corte os serán de ayuda…
—¿Acaso mi padre no me ve capaz de solucionar mis problemas?
Carrillo suspira, consternado.
—Alteza, vuestra esposa Isabel está ingobernable. Debéis saber que la preparación de vuestro recibimiento es solo una excusa para haceros esperar; quiere volver a dejar claro quién manda en Castilla… y quién no.
Como el sirviente del arzobispo pone un humeante guiso en la mesa, Fernando tiene ocasión de contenerse. Por mucho que el aragonés conozca la inagotable propensión a la intriga de Carrillo, la ponzoña de su argumento le envenena la sangre. Y el arzobispo, al tanto de su impacto, no deja hueco para el sosiego.
—Isabel presume de ser buena cristiana, pero debería recordar que una hembra ambiciosa deseó una manzana y trajo la desgracia al hombre. ¡Qué daños no traerá la que ambiciona un reino!
Fernando contempla el plato, desganado. Carrillo persevera.
—¡Por no hablar de robaros un derecho que por ley natural es solo de varones! ¿Cuál será la próxima humillación?
—No voy a tolerar otra —masculla por fin el rey.
—¿Y qué pensáis hacer? ¿Repudiarla?
A Fernando le conmociona la propuesta. Clava su mirada en el arzobispo. Este prosigue con toda naturalidad.
—Si así lo quisieseis, yo podría interceder ante Roma para anular el enlace. Y esto no implicaría de por sí que vos renunciaseis al trono de Castilla —matiza con intención su eminencia—. Podríais tener la corona… y olvidaros de la esposa.
—No volváis a plantear tal cosa.
A pesar de la respuesta tajante de Fernando, el arzobispo razona con el mismo desparpajo.
—¿Por qué? Ella os ama, por nada del mundo querría perderos. Debéis asustarla. Amenazar con romper vuestra unión.
—¿Pretendéis que negocie mis derechos a cambio de amor?
—Vos sabréis mejor que yo dónde acaba la reina y dónde empieza la mujer.
—En eso estáis en lo cierto.
—Si la dejáis sola, su reinado se tambaleará —apostilla raudo el arzobispo— y el bando de Juana ganará terreno hasta acorralarla. Vuestra esposa sabe que os necesita más de lo que vos la necesitáis a ella.
Fernando estudia con recelo al arzobispo.
—Os conozco. Aunque sea por recomendación de mi padre, vos no estaríais aquí sin un motivo. ¿Qué pretendéis con todo esto? ¿Vengaros de Isabel?
—No. Solo que mi rey gobierne Castilla… y a su esposa.
—Escuchadme con atención —advierte Fernando—, reinaré en Castilla como un día reinaré en Aragón. Sin cortapisas, sin quedar por debajo de mi esposa la reina… y mucho menos por debajo de vos. ¿Estáis conmigo?
—Como vuestro más fiel consejero.
El arzobispo ni siquiera pestañea cuando Peralta irrumpe en la tienda, tal es la gravedad aparente de su compromiso. La expresión alegre del navarro anticipa que trae buenas noticias.
—Alteza, mensaje de la reina. Segovia nos abre por fin sus puertas.
En efecto, Isabel ha decidido que el pulso con su esposo ya ha ido suficientemente lejos. Esa misma noche del 2 de enero de 1475 se produce la entrada triunfal de Fernando y su comitiva en Segovia. Viene el rey vestido con sus mejores galas sobre un caballo ricamente enjaezado, y la ciudad no se queda atrás pues fachadas y balcones han sido engalanados con telas y tapices.
Nada más entrar, un impresionante palio bordado en rojo y oro sujeto por varios hombres da cobijo al soberano. Decenas de soldados portan antorchas encendidas en su honor, señalando el recorrido. Al paso de la comitiva real, los segovianos se inclinan en silencio ante Fernando, que sigue su camino bajo palio hasta donde aguardan las autoridades de la ciudad con Gonzalo Chacón a la cabeza. El solemne gesto de respeto con el que reciben a Fernando no altera sin embargo la seriedad de su rostro, pues el rey esperaba ser recibido por la reina.
—¿Dónde está? ¿No se digna a salir del alcázar?
—Vais a recibir la obediencia de toda Segovia, alteza —responde Chacón con cara de circunstancias.
Fernando no queda conforme pero calla mientras Chacón despliega un documento al que da lectura con voz imponente.
—Por la virtud que me ha sido otorgada, alteza don Fernando, me expreso en nombre de la ciudad de Segovia y por ella, aquí presente, os prometo fidelidad y obediencia… como legítimo marido de nuestra señora la reina doña Isabel.
Fernando recibe las palabras «legítimo marido» como si de una bofetada se tratara. Ajenos a sus quebraderos de cabeza, los vecinos de Segovia prorrumpen en aclamaciones.
—¡Viva el rey de Castilla! ¡Viva el rey! ¡Viva!
Se aplaca la ira del aragonés momentáneamente y los vítores parecen llevar a Fernando en volandas hasta el alcázar. Cuando por fin llega al salón del trono, Fernando descubre a su esposa al fondo, de pie, esperándolo junto a un numeroso grupo de nobles y personalidades que de inmediato abren un pasillo entre su soberano y su reina. Pero Fernando se detiene, desafiante, e Isabel no hace por acercársele, inmóvil y erguida delante del sitial. Se miden los esposos durante unos segundos interminables. Gonzalo Chacón, que ha entrado junto a Fernando, le indica en voz baja:
—Habéis de acercaros vos, alteza. Es el protocolo.
Y el rey, fastidiado, tarda unos instantes más en reanudar el paso. Por fin recorre parsimonioso los pocos metros que lo separan de su esposa, haciendo sufrir a Isabel, quien sin embargo disimula el mal trago ante la corte. Al llegar hasta ella, la reina desciende del estrado, se arrima a su esposo y, para sorpresa de Fernando y de toda la concurrencia, lo besa en los labios. Un beso que, aunque casto, es más largo de lo que cabría esperar en una ceremonia de tal solemnidad.
—Bienvenido.
Isabel y Fernando se miran a los ojos y por un momento se diría que no hay malestar alguno entre ellos, que cualquier agravio ha quedado borrado y olvidado, tal es la ternura y la sensualidad que comunican sus miradas. Pero como si volviese en sí, Fernando recupera su frialdad y musita prácticamente al oído de su esposa:
—Ha sido un buen beso. Pero una gota de agua no apaga un fuego.
Durante el festejo que la corte brinda a Fernando, Isabel disimula su congoja. Verlo apartado, siempre rodeado de los suyos y, lo que es más preocupante, con el arzobispo Carrillo a su vera… Inquietante, sí, como un mal presagio en vísperas de un largo periplo nocturno.
—Me ha evitado todo el día, con la excusa de descansar de su viaje —se sincera Isabel con Chacón.
—¿Cómo va a tener ojos para vos, si lo acapara nuestro querido arzobispo…? ¿Y esta renovada amistad?
Llegado el momento de la cena, Fernando y Carrillo departen juntos de camino a la mesa, en la que se sientan codo con codo. Haciendo de tripas corazón, Isabel acude a sentarse junto a su esposo, de quien no obtiene más que una mirada de reojo y apenas dos palabras de cortesía mientras dura el banquete. Y una vez terminada la recepción, la pareja se encuentra por fin en la alcoba real. Momento tan temido como anhelado por ambos, pues los espinosos asuntos pendientes empañan el deseo de verse a solas después de tanto tiempo alejados. La reina decide tomar la iniciativa y abraza a su esposo por la espalda.
—Hermoso traje. Habéis deslumbrado a toda Segovia. ¿Os ha parecido adecuado el recibimiento?
—Mucho. No así el haber dormido al raso por capricho de mi esposa.
—No podía dejaros entrar en la ciudad como a un cualquiera. Sois el rey.
Fernando se zafa del abrazo de Isabel y la tregua no declarada se hace trizas.
—¡Vuestro «legítimo esposo»! ¡Rey consorte, nada más! ¿Por qué no sois de las que se conforman con lucir la corona y dejar el mando al varón?
—En Castilla la reina tiene derecho a gobernar —señala Isabel, inmutable—. Agradeced que así sea porque aún no hemos engendrado varón, sino hija. Y de no tener ella ese derecho, cualquier extranjero con el que casara la dejaría sin corona y sin reino.
Aunque ambos saben que Fernando comparte el argumento, la indignación le puede.
—¡Me faltasteis al respeto no esperándome para proclamaros!
—Mi respeto por vos es y será el mayor, pero de no haberlo hecho a estas horas seríamos vasallos de una niña.
—¡¿Qué demonios hago yo en Castilla?!
—¡Nunca os engañé, os dije que el gobierno sería mío! ¡En Cervera aceptasteis vuestra posición!
Fernando, hastiado, le da la espalda, pero Isabel no cede. Se acerca a él, aún se siente capaz de romper el muro que se alza entre ellos y nada desea más que lograrlo.
—Fernando, siempre he anhelado poder decidir por mí misma. De niña fui apartada de la corte, y luego obligada a separarme de mi madre. Parecía condenada a casar con alguien a quien no quisiera. Siempre viviendo al dictado de otros, recordadlo. Sin mi afán por decidir libremente, nuestro enlace nunca habría tenido lugar.
—Tal vez hubiese sido mejor para ambos.
El comentario de Fernando duele, quema y lacera a su joven esposa. Isabel busca desde lo más profundo de su amor una explicación.
—Fernando… ¿Quién os está poniendo en mi contra?
Pero el esposo calla y se dispone a marchar. No se rinde Isabel y le coge la mano.
—Esta noche dormiré en otra alcoba —espeta Fernando, soltándose de ella—. Mañana quiero despachar con vos. Será mejor que durmáis bien y que os levantéis con ganas de ceder. Porque, si no…, todo habrá terminado.
Y el legítimo marido de la reina de Castilla abandona la alcoba, dejando a Isabel sola, hundida y con un insoportable deseo de llorar. Mientras, Fernando enfila los helados pasillos del alcázar con el ánimo revuelto. La discusión con su esposa también ha sido devastadora para él pero solo ahora, sin que Isabel pueda percibirlo, lo deja entrever.
Así es como al día siguiente Gonzalo Chacón, el cardenal Mendoza e Isabel se hallan reunidos en torno a una mesa con Pierres de Peralta, el arzobispo Carrillo y Fernando. Los reyes, desde sus posiciones enfrentadas, permiten que sus consejeros y representantes discutan mientras se observan con una severidad nada habitual.
—Dados los últimos acontecimientos —comienza el cardenal con voz neutra— y con el fin de demostrar buena voluntad y respeto máximo para con su esposo, su alteza la reina Isabel ha tenido a bien concederle ciertos beneficios…
—¿«Concederle ciertos beneficios»? ¡Limosnas! No, no es eso lo que reclamamos.
Suspira profundamente el cardenal Mendoza ante la interrupción de Carrillo, extenuado nada más iniciarse la negociación por la impertinencia de su contrincante.
—¿Y qué es tal? —inquiere Chacón.
—Para empezar, ¡denunciamos lo pactado en Cervera! Y a partir de ahí…
—Si fuese posible, me gustaría que escuchaseis mis ofrecimientos antes de rechazarlos —reprende Isabel a Carrillo y ataja la discusión—. Proseguid, reverencia.
Molesto por la actitud del arzobispo, el cardenal Mendoza retoma el discurso.
—A saber. Que su esposo tendrá autoridad para impartir justicia en tierra de Castilla.
—Solo si la reina no estuviese conforme con su sentencia, podría corregirla —puntualiza Chacón.
—¡Por todos los santos! ¡El rey debe tener potestad para juzgar sin la tutela de nadie!
Isabel hace oídos sordos a la protesta del arzobispo de Toledo y ordena al cardenal que continúe.
—Que el trato recibido por ambos sea de rey y de reina respectivamente, si bien la propiedad del reino, como se acordó en Cervera, corresponda a Isabel…
Pero Carrillo vuelve a interrumpir enérgicamente al purpurado:
—¡No, no y no! ¡Deberíais ser mucho más generosa, alteza, sabiendo lo que os jugáis! Habéis de compensar las ofensas padecidas por vuestro esposo.
—Las ofensas no han sido tales —aclara Isabel—, aunque vos estéis empeñado en que así parezcan.
—¿Queréis pruebas de hasta qué punto ha calado la humillación en Fernando?
Carrillo extrae un documento de entre sus legajos. Aunque tanto Fernando como Peralta se sorprenden, es evidente para todos que lo traía preparado.
—Esto es una coplilla que se canta estos días en Castilla —explica el arzobispo esgrimiendo el documento—. La escucharon mis hombres en una taberna y así la recogieron.
Y ante el asombro de los reunidos, Carrillo empieza a leer:
—«Isabel y Fernando / reinan al revés / pues gobierna la dama / no el aragonés».
Al hilo de la lectura, en el rostro de Fernando la vergüenza da paso a la indignación. Isabel, al tanto de cada uno de sus gestos, sufre por él. Pero Carrillo continúa recitando, imparable:
—«Como Enrique el rey muerto / ahora Fernando / cuando está ante una hembra / se va achicando».
—¡Suficiente!
Carrillo, satisfecho, acata la orden de la reina con un deje irónico en su sonrisa.
—¿Veis hasta qué punto la imagen del rey se ha visto dañada por vuestras audacias? ¡Y con la del rey, la de vuestro reinado, que gracias a vos lleva camino de ser efímero!
Isabel se dispone a replicar cuando Gutierre de Cárdenas irrumpe en el despacho, aún vestido con ropas de viaje.
—Ruego me disculpéis. —Cárdenas se dirige presuroso hacia la reina—. Alteza, ¿podríais concederme un momento a solas?
—Si el asunto es de importancia para el reino —reclama Fernando—, bien podemos oírlo los aquí presentes.
Chacón percibe la mirada de desconfianza que Cárdenas lanza hacia Carrillo mientras insiste ante su reina:
—No os entretendré.
Isabel acepta el requerimiento, dispuesta a atender al recién llegado. Fernando no puede reprimir el reproche:
—¿Ahora la reina le guarda secretos de Estado al rey?
Pero Isabel no replica. Sale con Cárdenas del despacho, mientras Chacón pide sosiego a Fernando con un respetuoso gesto. Justo lo contrario de lo que pretende Carrillo.
—Es indignante. Aún quedaba sitio para más desplantes.
—¿Y vos a cuento de qué leéis esa burla sin avisarme? —amonesta el rey al arzobispo—. ¡Me habéis dejado en ridículo!
—Ha servido para que se hagan cargo de vuestra situación. ¿Acaso no lo veis?
—Poco ayuda que mi consejero me abochorne en público. ¡No volváis a tomar una decisión por mí!
Esta vez el arzobispo, aunque molesto, prefiere ser prudente y envainársela. Chacón, que no le ha quitado la vista de encima desde la irrupción de Cárdenas, se levanta y abandona también el despacho sin que ninguno de los convocados repare en su partida.
Mientras tanto, Isabel pide explicaciones a Cárdenas en una estancia próxima.
—Espero que sea importante. Castilla se está jugando su futuro en esa reunión.
—De ahí la urgencia, alteza —justifica Cárdenas—, pues en ese despacho acogéis a un traidor. Se está gestando una insurrección contra vos… Y Diego Pacheco presume de tener a Carrillo en su bando.
Isabel asimila la noticia.
—Quizá sea un embuste de Pacheco para ganarse aliados.
Pero en su fuero interno Isabel ha de admitir que la revelación para nada la sorprende. En ese momento, Gonzalo Chacón entra y se incorpora a la conversación.
—Alteza, Carrillo y él se vieron en Madrid para sumar fuerzas a favor de Juana —desgrana Cárdenas—. El marqués de Villena ha viajado a Portugal en busca de apoyo.
La inquietud ensombrece los rostros de Chacón y la reina. El mayordomo de Isabel interroga a Cárdenas:
—¿Lo ha conseguido?
—Por ahora el rey Alfonso no se decide y me consta que los nobles recelan del portugués.
—La capacidad del arzobispo para conspirar no conoce límite —suspira Chacón.
—Y ahora he de verlo sentado junto a mi esposo…
A la desolación de Isabel, Chacón opone ímpetu y vehemencia:
—Alteza, pocos adversarios son más peligrosos que Carrillo. Si Fernando cae en sus manos, vuestro reino puede derrumbarse sin necesidad de un ataque externo.
—Era mi obligación intentar tenerlo de nuestro lado, confío en que no me juzguéis por ello —se disculpa la reina.
—Nadie en vuestra situación se mantendría en el trono sin saber perdonar. Sin embargo, tratándose del arzobispo…
Isabel mira un instante a Chacón y otorga. Al momento Cárdenas se pone a disposición de la soberana.
—Haré llamar a Carrillo. No le tiemble el pulso, alteza.
—No, a quien quiero ver es a mi esposo. Decidle que deseo reunirme con él en privado.
Así lo hacen los consejeros y breves momentos después el rey y la reina vuelven a encontrarse a solas, cara a cara. La acritud de Fernando no ha disminuido un ápice, al contrario.
—¿Ahora sí soy digno de ser informado?
—¿Vos sabéis de los movimientos de vuestro nuevo consejero?
—¿De qué habláis?
Isabel se explica grave y pausadamente, sin temblor alguno en la voz.
—Carrillo ha ofrecido su apoyo a la causa de Pacheco. ¿Lo ignorabais?
A Fernando le sorprende la confidencia. A continuación, entendiendo la sospecha de Isabel, replica ofendido:
—¿Acaso dudáis de mi lealtad? ¿Cómo iba a aceptar su consejo de haberlo sabido?
Ni siquiera debe negar Isabel el amago de sospecha. Ante el enemigo común, la sensatez parece haber devuelto la franqueza a sus miradas. Viéndose tan groseramente manipulado, Fernando rabia por dentro.
—Ahora sé por qué me brinda su «ayuda»: Carrillo ha encontrado una grieta para debilitarnos y esa grieta es nuestro enojo.
—Ved cómo se ha comportado en la negociación. Cuando habla por vos, os hace mal gobernante y peor hombre de lo que sois. No seamos como Enrique. No nos pongamos en manos de quienes buscan su interés a costa del rey.
—No tenéis que convencerme de eso. Y sin duda prescindiré de los servicios del traidor, pero no creáis por ello que dejaré de reclamar mis derechos.
—Que os concederé hasta donde considere justo. Aunque sea yo quien reine en Castilla, tendréis derechos reales, ¡podréis impartir justicia! Cosa que yo nunca podré hacer en Aragón, no lo olvidéis.
Fernando sabe que Isabel está en lo cierto, y asiente, más proclive al acuerdo.
—Escuchad mis propuestas y sumad las vuestras —insiste Isabel—. No podemos permitirnos entrar en luchas personales. Ahora menos que nunca. A nuestros enemigos les costará mucho más destruirnos si estamos unidos. Si somos uno.
—Isabel, ¿esto va a ser nuestro matrimonio? ¿Siempre una lucha?
—No. Aprenderemos a convivir con la grandeza del otro. Porque nos necesitamos. Porque nos amamos.
Mientras tanto, en el despacho real, el arzobispo de Toledo tamborilea con sus dedos en la mesa, inquieto e impaciente.
—¿Qué diantres estarán haciendo?
Chacón continúa pendiente del sospechoso de traición. Ahora sabe a qué se debe su indisimulado nerviosismo.
—Parecéis ansioso por quebrar lo que tanto os costó unir…
Peralta hace un gesto de advertencia hacia Chacón, pero es desautorizado por el arzobispo. No quiere más gresca. Sin embargo, el cardenal Mendoza persiste:
—Yo agradezco este rato sin aguantar vuestro veneno. ¡Gran idea leer esa coplilla miserable! Habéis avergonzado al rey.
—Porque es orgulloso. Pero de sobra sabe que la culpa de esa seguidilla la tiene la reina, no yo.
Se abren las puertas del despacho real e Isabel y Fernando entran en la estancia majestuosos, cogidos de la mano.
—La reunión ha terminado —zanja Isabel—. Fernando y yo acabamos de decidir cómo vamos a gobernar nuestros reinos.
Carrillo escucha la declaración con gesto demudado, que contrasta con el evidente alivio de Chacón.
—El acuerdo es sensato —añade Fernando— y, en todo caso, coherente con aquello a lo que accedí en Cervera en su día.
Carrillo, como todos esperaban, estalla:
—Alteza, ¡eso es una locura! ¡Os vais a ver sometido para los restos!
—Seré soberana en mi reino como él lo será en el suyo —afirma Isabel—, pero Fernando será más que un mero consorte en Castilla.
Ignora Carrillo a la reina e, inflamado, reclama la atención de Fernando:
—¡No la escuchéis, alteza! ¿No veis que os ha sorbido el seso?
—Teneos, arzobispo…
Desoye también Carrillo el aviso de Chacón y sigue despotricando contra Isabel.
—¡Os está expulsando del paraíso, porque pretende quedárselo para sí!
—Ya que mentáis lo divino —interviene Fernando—, reverencia, ¿tenéis ahí vuestra Biblia?
El cardenal Mendoza, sin anticipar las intenciones del rey, así lo confirma, mostrándola.
—Siempre me acompaña.
El rey se planta ante Carrillo.
—Poned vuestra mano sobre ella y jurad que no habéis ofrecido apoyo a los enemigos de mi esposa.
Palidece el arzobispo. Fernando transforma la petición en exigencia.
—¡Jurad que no habéis conspirado contra Isabel!
El silencio envuelve a los presentes, mientras la Biblia aguarda sobre la mesa. El arzobispo Carrillo la contempla con el rostro desencajado. Finalmente, recula ante Fernando y masculla:
—Veo que ya no me necesitáis, alteza.
Amagando una reverencia, el arzobispo de Toledo sale apresuradamente del despacho real, vencido pero no derrotado, como todos los presentes saben.
No cesarán las negociaciones entre Isabel y Fernando en esos primeros días de 1475, hasta que el 15 de enero firmen el Acuerdo para la Gobernación del Reino, conocido como Concordia de Segovia.
—Yo, Isabel, seré reina soberana y propietaria de Castilla. Fernando, mi legítimo marido, recibirá el tratamiento de rey. Las monedas y los sellos lucirán los nombres y los escudos de ambos dos. El nombre mío siendo el primero, las armas de la reina quedando delante. Tendré potestad en Castilla para elegir a mi voluntad los gobernadores y los cargos que gestionen mi reino, y para recabar los impuestos, que yo sola administraré, como los de Aragón administrará Fernando. En nuestros reinos, impartiremos justicia como iguales si estando juntos, o por libre cada uno si separados. Todo acto de poder será en nombre de ambos, y el sello que lo rubrique será uno solo.
Estas y otras disposiciones son las que Isabel, Fernando y sus testigos rubrican ese día en un acto solemne, ante la corte, para que quede constancia pública. Hecho esto, Isabel lleva al cardenal Mendoza a un aparte con intención de agradecerle su mediación.
—Aprecio vuestra labor para que todo haya acabado felizmente, reverencia. Sobre todo si os comparo con quienes velaban más por sus intereses que por los de Castilla.
—Mi señora, me limito a cumplir lo que en su día juré: ser leal a vos.
—Aunque no esperéis compensación, permitidme que os elija para acompañar a los restos de mi hermano Enrique a su morada eterna, en el monasterio de Guadalupe.
—Me honráis, alteza. Será todo un privilegio.
—Velaréis el descanso de mi hermano como velasteis mi inquietud cuando todo parecía desmoronarse.
El cardenal Mendoza acepta emocionado el encargo, henchido de orgullo.
—Habéis visto que Dios ha estado de vuestro lado una vez más.
—Nunca volveré a ponerlo en duda.
Tras largas jornadas de tensión, la férrea voluntad de la reina permite por fin que se relajen sus delicadas facciones y sonríe, dichosa. En ese momento se da cuenta de que los ojos alegres de Fernando la observan y se sonroja como la primera vez que cruzaron sus miradas.
Esa noche, en la alcoba real, son los amantes los que se reencuentran, no los soberanos de dos poderosos reinos cristianos.
—No podéis imaginar lo feliz que soy por que nuestra disputa haya acabado…
Fernando interrumpe a su esposa con un beso apasionado.
—Yo también os he echado mucho de menos.
El contacto con sus labios estremece a la reina. Fernando vuelve a besarla, estrechando aún más su abrazo. Isabel, aunque encendida, se separa con un mohín divertido.
—¡Mis doncellas aún no me han desvestido!
—No me vais a hacer esperar a las puertas otra vez.
Entre besos y caricias, Fernando la conduce al lecho y allí se dejan llevar por la plenitud del deseo y la felicidad que comparten.
La noche es larga y prolija en arrullos. Al despuntar el alba la pareja yace exhausta, muy abrazada, y al placer le sucede la ternura y esta incita a la confidencia.
—¿Sabéis que Carrillo sugirió que os repudiara?
Aunque inesperado, no extraña a Isabel el malintencionado consejo del arzobispo.
—Pero incluso en mis momentos de mayor enfado, nunca me imaginé sin vos —aclara Fernando.
—Lo celebro —replica Isabel con media sonrisa—. Porque os habría costado la vida abandonarme.
Fernando besa su frente. Al hacerlo advierte una sombra de preocupación en el rostro de su amada.
—¿Creéis que alguien tan ambicioso como Carrillo claudicará sin buscar venganza?
—Lo que haga o deje de hacer me importa bien poco —asegura el rey.
—Porque olvidáis su poder, que ahora pondrá al servicio de los otros; dadlo por seguro.
—No temáis. Recordad lo que me dijisteis. No seremos títeres al servicio de otros. Somos nosotros los reyes, Isabel. Y seremos los primeros en ejercer como tales.
—Siempre juntos, Fernando.
—Siempre.
No anda descaminada Isabel en sus temores pues horas más tarde, en la corte portuguesa, un desasosegado Fernando de Braganza anuncia a su rey una visita inesperada.
—Siento interrumpir, mi señor, pero acaba de llegar a palacio don Diego Pacheco. Y viene acompañado.
Tanto Alfonso como su hermana Juana de Avis sucumben a la expectación que provoca el anuncio y pronto ven entrar al marqués de Villena… seguido de don Alfonso Carrillo. Ante la sorpresa de sus anfitriones, Carrillo hace una sentida y respetuosa reverencia.
—Sentimos no haberos avisado de nuestra llegada —se disculpa Pacheco—. Pero el arzobispo trae noticias que no pueden esperar.
Sin demora, Carrillo se explica:
—Isabel y Fernando han firmado un acuerdo en Segovia. Su unión ahora es firme y están decididos a gobernar sin titubeos. Malas noticias para todos, me temo.
—¿Queréis decir que debemos perder toda esperanza?
El sabor amargo de la decepción impregna la pregunta de Juana.
—Quiero decir precisamente lo contrario. Creo que es el momento de atacar.
Sin que Juana termine de comprender su razonamiento, el arzobispo se dirige al rey:
—He reflexionado y he visto con toda claridad que solo podremos hacerlo con vuestra ayuda.
—¿Cuántas veces tengo que decíroslo? ¡Castilla nunca dejará que un extranjero corone a su reina!
Carrillo trae lista la respuesta a la sempiterna objeción del monarca:
—Lo hará si desposáis a vuestra sobrina. Vuestra incursión no será entonces la de un extranjero, sino la de un rey que reclama el trono para su esposa, la legítima heredera.
No es difícil imaginar el impacto de la idea en los cortesanos portugueses. En la mente de Juana de Avis pugna de inmediato la oportunidad que se abre para su hija con el desabrido trance que habrá de vivir si el plan del arzobispo llega a término. Quien más entusiasmo demuestra es el príncipe Juan.
—¡Es una solución magnífica, eminencia!
Anticipándose a las dudas del rey, Pacheco sostiene la propuesta desde su terreno.
—Los grandes de Castilla no tardarán en tomar partido cuando se anuncie el matrimonio. No tendrán excusas para no apoyar la invasión.
Todos en el salón del trono portugués miran al rey Alfonso a la espera de una decisión. Por fin el monarca asiente, solemne.
—Sea.
—En tal caso, sin tardanza, mi señor —apunta Juana.
Concede el monarca portugués y Carrillo se permite rubricar su entendimiento con una amplia sonrisa de satisfacción.
—Que Isabel y Fernando aún estén celebrando su acuerdo cuando se oigan trompetas de guerra.