Capítulo XVII

Por lo que Raul pudo apreciar habían transcurrido diez días antes de que el aparato de alarma les hubiera dejado en la inmovilidad, estaban comiendo en el momento que sonó.

Leesa, asustada, perdió su apoyo en la pared resbalando y flotando sin tener ocasión de volver a cogerse. Se movía en el aire sin cambiar apreciablemente de posición.

Consiguieron tras grandes esfuerzos colocarse nuevamente en posición conveniente. Raul se ajustó las correas, mirando de nuevo al tablero.

Pasaron cinco minutos antes de que se produjera cambio alguno.

Entonces ocurrió una sacudida indescriptible. Fue como si en un microsegundo, unas manos enormes le hubieran agarrado, haciéndole dar vueltas, soltándole de pronto. Apenas oyó el llanto de Leesa. Recobró en seguida la vista y vio que el valor del primer dial había vuelto a cero. Sonó una nota más suave, y adivinó que aquello significaba el fin del período de alarma. Ajustó la pantalla a los extraños diseños de estrellas.

Días después, cuando volvió a oírse el sonido de advertencia, se ataron bien en sus sitios. La segunda sacudida fue como la primera, aunque más fácil puesto que la esperaban.

A la tercera, al día siguiente, no se pusieron en posición, sino que esperaron en la barandilla, y cuando llegó la sacudida, Leesa clavó las uñas en el brazo de su hermano. Éste vio cómo iba desapareciendo el aspecto convulso del rostro de su hermana y ambos se sonrieron.

Una hora más tarde el sonido de alerta se hizo más agudo. De nuevo se colocaron en sus posiciones. Cuando tras la sacudida de rigor pudo volver a mirar los diales vio que todos ellos habían vuelto a la posición cero. Con mano débil ajustó la pantalla.

—¿Ya… ya está? —exclamó Leesa.

—Creo que sí.

—¿Qué ves? ¡Rápido!

—Espera. Debo girar la nave. Ahora veo un sol. De un blanco resplandeciente, Leesa.

—Su Sol.

—Yo he visto el Sol de la Tierra. Es amarillo, Leesa.

—Observa el planeta —exclamó.

Un planeta diminuto lejano era tenuemente reflejado por el sol.

—Veo un planeta —dijo él.

—Vayamos hacia allí, Raul. Rápidamente. Oh, muy rápidamente.

Con cuidado emitió el sonido que había de llevarles adelante.

Sintió el diestro movimiento del gran cilindro que igualaba en parte la fuerza de aceleración de sus cuerpos. Emitió otro sonido y el planeta empezó a aumentar de tamaño. Él lo veía crecer, y no le pareció poder respirar suficientemente tranquilo.

Y entonces lo comprendió. Estuvo largo rato sin decir nada. Cuando llamó a su hermana su voz era vieja.

Leesa preguntó:

—¿Qué pasa, Raul?

—El planeta tiene nueve lunas, Leesa. El de ellos sólo tiene una.

En medio del profundo silencio podía oír los sollozos de su hermana. El planeta seguía creciendo.

—Raul, ¿seguiremos dirigiéndonos hacia él?

—Sí.

—¿Recuerdas lo que me prometiste?

—Sí. Lo recuerdo.

—Cierra los ojos, Raul. No toques los controles. Será rápido, Raul.

Su voz tenía una tonalidad extraña, como si ya estuviera muerta.

Cerró los ojos. Resignación. Un final de esfuerzo y rebelión. Habría sido mejor aceptar, forzarse en creer en el cálido y lento mundo de los Observadores. Pensó en la Tierra. Posiblemente habría interpretado erróneamente lo que había leído en las hojas metálicas, seleccionando un índice equivocado. Entre tantos millones de números, era fácil que hubiera escogido precisamente uno que no correspondía.

Bard Lane y Sharan Inly no podrían convencer nunca a la Tierra de la existencia de los Observadores. Igual que él no había podido convencer a los Observadores de que la Tierra era otra realidad, tan cierta como la suya propia.

Abrió los ojos. El planeta estaba alarmantemente cerca. Bajaban en picado hacia él. Cerró los ojos.

Algún día quizás la Tierra construiría naves como ésta. Primero irían a otros planetas de su…

Al pensar en ello abrió bruscamente los ojos. Dio a la nave réplica un brutal giro y en el mismo instante emitió el sonido bucal. Mientras la aceleración le sumía en la inconsciencia tuvo la impresión de que la superficie del planeta se alejaba lentamente de la pantalla.

Bard Lane estaba soñando que se encontraba de nuevo en el "Tempo" observando al Beatty One que se alzaba en marco de destrucción. Pero esta vez el ímpetu de su marcha no era estable. Estallaba a trompicones haciendo levantar a la nave errante en su carrera suicida. El sueño se desvaneció y el ruido de las explosiones se convirtió en el ruido de alguien que llamaba con los nudillos en la puerta. Se frotó los soñolientos ojos, levantóse doloridamente por la posición en que había estado en la silla en que había caído dormido cuando Sharan se había ido a acostar.

—Entre, entre —exclamó enojado. Se estiró y consultó el reloj. Eran las diez de la mañana.

Las ventanas mostraban un día gris, lluvioso, azotado por el viento. Por un momento no pudo recordar por qué se sentía tan deprimido. Y luego recordó la charla de Hallmaster la noche anterior.

Estaba de un humor de mil diablos cuando abrió bruscamente la puerta.

—¿Por qué no la echa abajo? —dijo.

Un hombre de fuerte mandíbula, mascando un grueso cigarro puro permanecía de pie en el umbral de la puerta, con dos policías uniformados detrás de él.

—Un minuto más y eso es precisamente lo que hubiera hecho, amigo —dijo el hombre.

Entró en la estancia obligando a Bard a hacerse a un lado. Los dos policías entraron también detrás del primero.

—Tal vez pudiera ayudarles si me dijeran lo que desean —dijo Bard.

El hombre de la mandíbula fuerte se echó el sombrero hacia atrás.

—Usted es Lane —fue más bien una aseveración que una pregunta.

—¡Hombre! Muy agradecido por haber tenido la gentileza de venir a decírmelo a primera hora del lunes —dijo Bard.

—Puede que empiece a aborrecerle, amigo —el hombre corpulento se giró e hizo un gesto con la cabeza a uno de los policías. El hombre uniformado empezó a andar casualmente por la habitación dándole un fuerte pisotón a Bard.

—Oh, perdone —dijo.

Se apartó, pero tropezó pesadamente con el otro pie de Bard pisándole también. El puño de Bard respondió automáticamente, con toda la fuerza acumulada por el dolor y desengaños sufridos últimamente.

El policía bloqueó parcialmente el golpe, pero el puñetazo dio en la mejilla produciendo un chasquido satisfactorio.

Ambos policías se movieron con rapidez y eficiencia, agarrando a Bard por ambos brazos. El hombre del cigarro puro le observó, haciendo rodar el cigarro entre sus dedos.

—Se me ha informado, por la dirección de este hotel, que usted, doctor Lane, ha estado comportándose de una forma extraña. Soy Hemstrait, oficial de Sanidad. He venido para investigar tal informe, y veo que es verdad. Usted ha atacado al patrullero Winn sin provocación.

—¿Qué es lo que quiere?

—No quiero nada. Voy a trasladarle a un hospital del Estado por un período de sesenta días durante los cuales será sometido a observación y tratamiento. Los tipos como usted no pueden andar sueltos.

—¿De quién está siguiendo órdenes, Hemstrait?

El hombre tuvo la gracia de sonrojarse.

—Vamos, Lane. Allí le tratarán bien. ¿Dónde está la Inly?

—No la necesita para nada.

—Los del hotel aseguran que también está loca. Tengo un trabajo que realizar. Tengo que investigar los informes.

En aquel momento Sharan, sonrosada por el sueño, con una bata blanca anudada a la cintura, abrió la puerta del dormitorio y salió.

—Bard, ¿qué…? —se detuvo y abrió los ojos al ver que Bard estaba cogido por dos hombres.

—¡Suéltenle! —exclamó.

—Señora, usted no es razonable —dijo Hemstrait.

—No digas ni hagas nada —avisó rápidamente Bard.

Hemstrait le dirigió una mirada furiosa. Se acercó a Sharan y le colocó su mofletuda mano en el hombro. Ella se movió, para soltarse. Él volvió a ponerla. Ella se apartó. La siguió, sonriendo. Ella le propinó un sonoro bofetón en la mejilla. Sonrió y la cogió de la muñeca.

—Señora, como oficial de Sanidad, voy a trasladarla al hospital del Estado, donde será sometida, durante sesenta días, a observación y tratamiento. Usted debe saber algo mejor que atacar al oficial de Sanidad.

—No sufras, Sharan —dijo Bard en tono débil—. Alguien le ha dado órdenes. Los mismos que se cuidaron de Path, seguramente, dándole aquel papel a Hallmaster para que lo leyera. Somos influencia nefasta.

—Cállate, amigo —dijo jovialmente Hemstrait—. Vamos, señora. Les tratarán bien allí. Hemos cogido a Lurdoff y Kornal esta mañana, en el vestíbulo. Kornal ha armado tanto jaleo que le hemos tenido que meter en una camisa de fuerza. Ustedes serán más juiciosos.

Por la mañana del miércoles siguiente, Sharan Inly, metida dentro de una de las batas grises del hospital, fue acompañada por una matrona hasta la oficina del joven siquiatra del centro. La matrona esperó de pie detrás de la silla de Sharan. El psiquiatra era un joven delgado con una mirada inteligente, delicada. Empezó diciendo:

—Doctora Inly, me alegro de verla. Había esperado que cuando nos encontráramos pudiera ser bajo unas… circunstancias más favorables. Recuerdo en particular algunos artículos suyos aparecidos en la Revista.

—Gracias.

—Sé que debe estar interesada en su propio caso. Una quimera desusadamente persistente y, lo que es más asombroso, una quimera compartida. Y, como debe haberse usted dado cuenta, una prognosis desfavorable —se agitó incómodo en su sillón. Su sonrisa se desvanecía—. Por lo general he de explicar a los pacientes las implicaciones del shock profundo. Naturalmente, usted trabajó con Belter cuando él estaba perfeccionando la técnica…

Se interrumpió.

Sharan luchó por apartar de sí el temor. Trató de hablar con voz tranquila.

—¿No es ese tratamiento un poco extremado en este caso, doctor? Los modelos de memoria no vuelven nunca. Ello significa una completa reeducación desde la nada mental, y un daño como ése en la Escala Belter significa que la inteligencia no vuelve a pasar jamás del nivel inferior.

—Francamente —dijo—, me hace sentirme incómodo prescribirlo en el caso de esta quimera compartida entre cuatro. El doctor Lurdorff se puso muy violento. Será tratado esta tarde. Una vergüenza, en realidad. Una mente tan brillante… pero mal dirigida, claro. Todos ustedes pueden convertirse nuevamente en miembros productivos de la sociedad. Usted será capaz de llevar una vida satisfactoria, haciendo un trabajo rutinario. Y ya sabe usted cómo hemos avanzado en el camino reeducativo. La palabra se consigue en un plazo de un mes.

—¿Puedo saber si puede pedirse la consulta de un siquiatra, doctor?

—Oh, este tratamiento es el resultado de una consulta, doctora Inly. Hombres muy capaces. Ahora, aparte del ciclo quimérico, usted puede tomar decisiones. Con los casos no violentos permitimos que puedan escribir cartas, hacer testamentos, disponer de sus cosas, etc. Nosotros le proporcionaremos unos falsos recuerdos de una vida diferente; un nuevo nombre, un rostro ligeramente alterado. Usted será enviada, por supuesto, a una de las zonas de trabajo, donde una persona competente le entrenará en su tarea.

—En realidad, es como la muerte, ¿no?

—Vamos, no hay que tomárselo así, doctora Inly. Había supuesto que una siquiatra y neurocirujana como usted lo habría…

Sharan forzó una sonrisa.

—Creo que ha llegado la hora de hacer una confesión, doctor. Se nos ocurrió la idea de los Observadores como cosa publicitaria. Necesitábamos dinero.

Él movió tristemente la cabeza.

—Seguramente sabe lo que dice. Sin embargo, doctora Inly, sometidos a hipnosis, todos han demostrado esa quimera compartida.

—Pues una pregunta, en tal caso. Si una quimera puede ser compartida, posiblemente no se trate de una quimera.

Se echó a reír, libremente ya.

—¡Vaya! ¿No comprende que básicamente es un deseo de evasión? El mundo que ustedes conocen se les ha hecho insoportable para los cuatro. Desgraciadamente no han entrado en estado catatónico. Esto habría podido ser tratado. En cambio se les ocurre inventar una raza quimérica de un planeta lejano, en el cual pueden ustedes acusar sus propias imperfecciones. Doctora Inly, nosotros somos la única raza en el universo. Todo lo demás es sueño. La única realidad está aquí. Y debemos acostumbrarnos a vivir aquí, por desagradable que pueda ser, o bien ser tratados por alguien que pueda hacer el mundo más soportable para ustedes, mediante algunos procedimientos artificiales.

—Y usted, doctor, es un estúpido ciego, obtuso y egocéntrico.

El hombre se ruborizó.

—Siento demasiada simpatía hacia usted, doctora, para ofenderme por sus palabras. Hagamos un repaso. Usted es una mujer joven y sana. El doctor Lane es un hombre fuerte. Su valor a partir de ahora será en unidades de trabajo para la sociedad y en la gestación de niños. Estoy preparado para reeducarles a ustedes dos para formar una unidad familiar. Sería interesante comprobar qué grado de devoción podría inducirse. Esto, claro está, son ustedes dos quienes han de decidirlo. Cuando acabe esta entrevista con usted atenderé al doctor Lane.

—No importa —dijo Sharan con voz vacía—. Para mí. Estaré muerta. Usted olvida, doctor, que yo he trabajado con esas técnicas de shock profundo. He visto esa… nada mental.

—Pues le diré al doctor Lane que usted está conforme. Estaremos preparados para ustedes dos mañana por la mañana. El ayudante le facilitará el material de escritorio que pueda usted necesitar, así como las indicaciones que precise.

Sharan al llegar a la puerta se giró hacia él tratando de hablarle de nuevo. El joven doctor estaba haciendo anotaciones en su ficha. No levantó la cabeza. La matrona con suave presión, la hizo salir al vestíbulo.

Bard Lane estaba en el vestíbulo con dos guardias, esperando. Tenía el rostro gris. La miró y pareció no reconocerla. Sharan no le habló. Sharan Inly ya nunca más volvería a hablar a Bard Lane. Se hablarían dos extraños, y esto ya no tenía importancia.