Sharan Inly miró con desagrado la estrecha calle. El hombre de la agencia torció en la curva y se detuvo. Estaba anocheciendo y las luces empezaban a brillar.
El hombre de la agencia señaló el lugar llamado "Joe's Alibi".
—Estará ahí, señorita. ¿Quiere que vaya a sacarle de un tirón? No es un lugar para una muchacha, y él no se encontrará en forma para venir voluntariamente.
—Entraré —dijo ella.
—Será mejor que vaya con usted, pues. Necesitará ayuda con él.
—Si tiene la amabilidad —dijo ella.
El hombre de la agencia miró a los chiquillos andrajosos que correteaban por allí, cerrando cuidadosamente el coche antes de cruzar la calle con ella.
Oyeron la risa ruda al cruzar la calzada. La risa y los murmullos cesaron cuando Sharan empujó la puerta y entró en el local. Una vez dentro se giró hacia el hombre de la agencia.
—No está aquí —dijo con el corazón deprimido.
—Eche otra mirada, señorita —dijo.
Miró al hombre que estaba sentado tras una mesa, con la silla apoyada contra la pared. La barbilla hundida hasta el pecho. Dormía. Su delgado rostro quedaba semioculto tras la poblada barba y el cuello abierto de su camisa estaba muy sucio.
Sharan se acercó rápidamente a la mesa.
—¡Bard! —exclamó suavemente—. ¡Bard!
—¿Ése es su nombre? —dijo el mozo del bar—. Nosotros le llamamos profesor. Podría decirse que es como una especie de mascota. ¿Quiere que le despierte?
El corpulento mozo salió de detrás del mostrador, se acercó a la silla de Bard, le cogió por la parte delantera del traje, lo levantó sin esfuerzo alguno y le dio un bofetón con la mano abierta. Resonó como el disparo de una pistola.
—Tómelo con calma, amigo —dijo el hombre de la agencia.
Bard abrió trabajosamente los ojos.
—Ahora escúchenle actuar —dijo el mozo—. Profesor. ¿Puede oírme, profesor? Cuéntenos algo de los marcianos.
Con un tono ronco, profundo, Bard dijo:
—Vienen a nosotros desde un lejano planeta y se apoderan de nuestras almas. Llenan nuestras mentes con espíritus malignos y nos conducen a oscuros abismos. Nunca se sabe cuándo vienen. Nadie lo sabe. Debemos estar en guardia.
—¿Estupendo, eh? —dijo el mozo, sonriendo.
Sharan apretó los dedos, mientras daba un paso hacia el mozo.
—Apártese de él —murmuró.
—Claro, señora. No pretendo hacerle daño.
Bard la miró a los ojos. Arrugó la frente.
—¿Qué quieres?
—Ven conmigo, Bard.
—Me gusta estar aquí. Lo siento —murmuró.
El hombre de la agencia dio la vuelta por detrás de ella. Cogió a Bard por la cintura, levantándolo. Bard dio algunos tirones, pero el otro lo obligó a andar, tambaleándose, hacia la puerta. Sharan les seguía.
—Cuida del profesor, bombón —dijo uno de los clientes.
Sharan se ruborizó. La habitación volvía a estar llena de risas.
Abrió el coche y el hombre de la agencia colocó a Bard en el asiento. Tan pronto estuvo sentado, quedó dormido. Iba entre el hombre de la agencia y Sharan.
—Huele un poco fuerte, ¿eh? —dijo el hombre de la agencia.
Sharan no respondió. La pensión estaba en la siguiente manzana de casas. Era un edificio escabroso, lleno de conocimiento del diablo y del fantasma de las orgías.
—Segundo piso, al frente —dijo el hombre de la agencia.
Despertó a Bard. Parecía atontado. Ya no protestaba. Sharan les siguió, al dirigirse hacia el piso, mientras el hombre de la agencia subía las escaleras delante de ella sosteniendo a Bard con un brazo. La puerta estaba abierta. La habitación era pequeña, estaba sucia, y mal iluminada.
—¿Quiere que me quede para ayudarle, señora? —preguntó el hombre.
—Gracias. Ya me las arreglaré de ahora en adelante —dijo ella—. Y gracias otra vez.
—Tenga cuidado. Algunos se portan un poco desabridamente cuando se trata de despejarles.
Se había derrumbado en el estrecho lecho. Roncaba. Sharan cerró la puerta y cogió la llave, cuando salió. Al cabo de una hora estaba de regreso con una muda completa de ropa nueva que le iría bien. Encendió la luz y limpió un poco la habitación. El baño estaba al otro lado del salón. No había ducha. Sólo una bañera.
Los zapatos de Bard estaban rotos. No llevaba calcetines. Los tobillos estaban sucios. Sacó las cosas de afeitar y la ropa nueva en el cuarto de baño.
Entonces vino la pesadilla de despertarle, de verle abrir los ojos vagamente, en el rostro grisáceo. No parecía conocerla ya. Sostuvo más de la mitad de su peso al ayudarle a cruzar la habitación. No podía valerse por sí solo. Se sentó en el taburete con la espalda apoyada en la pared dejándose desnudar, como un chiquillo. Ponerle dentro de la bañera fue el mayor proyecto de ingeniería que pueda imaginarse, y entonces tuvo que esperar hasta que el agua fría le despabiló lo suficiente para estar segura de que no se ahogaría. Salió y regresó con un cuarto de litro de café caliente. Bard lo bebió y la miró con un poco más de comprensión.
—¡Bard! Escúchame. Aséate y vístete.
—Sí, sí —murmuró él.
De vez en cuando ella se acercaba de nuevo a la puerta del cuarto de baño y escuchaba. Le oía moverse por la habitación. Más tarde le oyó usar la maquinilla. Metió la ropa vieja en una bolsa de plástico de las que le habían dado con la ropa nueva.
Al fin él entró lentamente en la habitación. Se sentó con prisa, cubriéndose con manos temblorosas los ojos.
—¿Cómo te encuentras?
—Corrompido, Sharan.
—Tienes más café a tu lado. Será mejor que tomes un poco.
A pesar de sostener el recipiente con ambas manos vertió un poco de café caliente.
—No has encontrado una respuesta muy buena, ¿verdad? —dijo ella.
—¿Es que hay alguna?
—Abandonarse no es una buena solución.
—Por favor. Deja de darme la lata. Estaba descartado.
—Todos tenemos carne de mártir, Bard.
La miró fijamente. Sus ojos estaban hundidos, inanimados.
—Me dejaron bien. Me colgaron el cascabel a mí, nena. Ningún laboratorio del país quería saber nada conmigo. Ya lo sabes. Tenía algún dinero ahorrado. Tenía que demostrárselo a todos. Entrevisté a algunas víctimas de accidentes, las que sospeché que habían sufrido la intervención de alguien del grupo de Raul. Grababa sus palabras en una cinta magnetofónica. Ya sabes la expresión más corriente: "No sé lo que se ha apoderado de mí", decían. Traté de interesar a un periódico. Hablaron muy amablemente mientras enviaban a buscar a los loqueros.
—Ya me enteré de eso, Bard —dijo ella suavemente.
—Buen artículo, ¿eh? Alegre como un infierno.
—Hace un mes que no has salido en los periódicos. El público tiene mala memoria. Se han olvidado de ti.
—Es un consuelo.
—¿Te sientes mejor ya?
La miró fijamente.
—Doctora Inly, el paciente rehúsa todo tratamiento. ¿Por qué no emplear sus conocimientos en cualquier otro lado?
—No seas niño. Termina de beber el café. Vamos a que te corten el pelo y a comer… así, por este orden.
La sonrisa de Bard fue un poco agria.
—¿Y a santo de qué merezco yo tanta atención?
—Porque te necesitan. No te pongas a la defensiva, Bard. Limítate a hacer lo que te digo. Luego te explicaré.
Estaba oscureciendo. Se hallaban en un reservado de un tranquilo restaurante. Los ojos de Bard estaban algo más brillantes y sus manos no temblaban apenas. Dejó la taza de café a un lado, encendió un cigarrillo para Sharan y otro para él, y dijo:
—Vamos, ya es hora de que hablemos, Sharan.
—Hablaremos de una premisa equivocada, Bard. Nosotros supusimos que un invento hipnótico operaba desde el otro lado de este mundo destruyendo el Beatty One. Después de que aquéllos me dijeron delicadamente que podía largarme y que ya me avisarían si había alguna vacante, recibí… nuevas comunicaciones. Una vez desaparecido el Beatty One no parecía haber razón para ello. Me burlé de su fantasía de un mundo extraño. Me burlé de nuestro amigo Raul y de su hermana. Les costó mucho tiempo. Metí en ello a Lurdorff. Es demasiado egocéntrico para pensar siquiera en su propio desequilibrio. Y ahora él cree también. "Ellos" son lo que dicen ser.
La miró fijamente, sin expresión.
—Continúa.
—Todo lo que nos ha dicho parece ser cierto. Fue la muchacha la que destruyó la nave. Se apoderó del técnico del A-6 llamado Machielson. Le hizo golpear al guardia. Y lo demás sucedió aproximadamente como tú supusiste. Bard, ¿recuerdas la vez que te dije que desearía enamorarme de ti?
—Sí.
—Alguien que no fui yo lo hizo. La mujer del otro, digamos, mundo. Lo descubrió demasiado tarde. Ella creía que nosotros no éramos más que imágenes de sus sueños. Ahora ella, igual que Raul, está convencida de que somos una realidad. Los procesos lógicos de la mayoría de las mujeres son más bien extraños. Ella y su hermano han estado ayudándome a encontrarte. Les hablé de las agencias de investigación y de lo caras que eran. Al día siguiente un hombre me paraba en la calle entregándome todo el dinero que llevaba en la cartera, prosiguiendo en seguida su camino. Luego otro, y después otro. De esta manera ha solucionado Raul la cuestión monetaria. Y así te hemos encontrado.
Bard aguantó el cigarrillo en la mano. Rió suavemente.
—Una especie de negocio a gran escala, ¿eh? Raul identificó su planeta como cercano a Alfa de Centauro. Si me da una imagen de lo que es actualmente su mundo, mi enamorada tiene un cráneo mondo y reluciente y el cuerpo de una niña de doce años. Difícilmente puedo esperarla.
—No bromees, Bard —dijo ella acaloradamente—. Te necesitamos. Si hemos de mantener la promesa que hicimos en el Beatty One, debemos ayudarnos.
—Comprendo. Raul ha conseguido que un billón de personas nos entregue cada uno un dólar y luego podremos empezar a trabajar.
Ella se puso rápidamente en pie y apagó el cigarrillo, aplastándolo contra el cenicero.
—De acuerdo, Bard. Creía que querrías ayudar. Lo siento. Me he equivocado. Me alegro de haberte vuelto a ver. Buena suerte —dio la vuelta, dispuesta a irse.
—Vuelve aquí y siéntate, Sharan. Discúlpame.
Ella vaciló y volvió a sentarse.
—Pues escucha. De todos los hombres de este planeta, tú eres el que está más enterado de los problemas relativos a la actual utilización de las fórmulas del Beatty One. Algún hombre olvidado en el planeta de Raul perfeccionó esa fórmula hace unos trece mil años, antes de que se hiciera el Beatty One. Raul consiguió llegar hasta las naves de las que te hablé. La primera vez estuvo a punto de morir. Cuando ya hacía mucho rato que estaba afuera, Leesa salió tras él y consiguió hacerle regresar antes de que se muriera de frío. Ha estado en una de las naves una docena de veces. Cree que está todavía en buenas condiciones de funcionamiento. Ha activado algunas partes, el aprovisionamiento de aire, el calor interior. Pero por lo que a los controles se refiere, tú eres el único que puede ayudarle. Está desconcertado.
—¿Cómo puedo ayudarle?
—Hemos hablado de eso. Él puede servirse de tu mano para dibujar, de memoria, la posición exacta de cada tornillo y mando, junto con los símbolos que aparecen en ellos. Si el principio es el mismo, de lo cual está prácticamente seguro, tú podrás descubrir la mayoría de aplicaciones lógicas de cada control.
—Pero… mira, Sharan, la fatalidad de nuevo contra mí. Son tremendos. La más pequeña equivocación y les dejo perdidos en el espacio, o en llamas al despegar. O suponte que nos encuentra. Suponte que atraviesa nuestra atmósfera a diez mil millas por segundo y aterriza en Central Park o en el distrito Loop de Chicago.
—Está deseando correr ese riesgo.
Ella le dejó pensar sin interrumpirle. Él trazó varias líneas sobre el mantel con la uña pulgar.
—¿Qué se ganaría?
—¿Qué se habría ganado con el Beatty One? Y tú lees los periódicos, ¿verdad? Misteriosa explosión de una gasolinera. Padre que mata a su familia compuesta de seis personas. Un desfalcador del Banco arroja dos millones al fondo del lago Eire. Amiga de un novelista enterrada viva. Accidentes de automóvil en pleno mediodía en las calles atestadas de gente. Siempre hemos considerado estas cosas como algo inexplicable, Bard. Hemos hablado mucho acerca de conductas irracionales, desequilibrio temporal, de qué forma la mente humana pierde el equilibrio sin previo aviso. ¿No son cosas que valen la pena de ser estudiadas, aun cuando haya tan sólo una posibilidad contra un billón? Las religiones han nacido de las fantasías que los Observadores han inculcado en las mentes de los hombres. Las guerras han empezado para divertir a aquellos que se han imaginado que nosotros éramos simplemente imágenes que daban el aspecto de realidad a sus sueños, gracias a una extraña máquina.
De nuevo silencio. Sonrió.
—¿Cuándo empezamos?
—Hemos de trazar un sistema de tiempo coordinado. Sus "días" son más largos que los nuestros. Tendremos que ir a mi casa. Esperan que vaya contigo para poder ponerse en contacto. Esto será más rápido que tener que buscar cada vez. Tardaremos una hora en llegar allí.
Tenía una "suite" en un hotel. Dormitorio y salita de estar. Físicamente en la habitación había dos personas. Mentalmente eran cuatro. Bard estaba sentado en un cómodo sillón. Sharan estaba de pie junto a la ventana.
A través de los labios de Bard, Raul dijo:
—En esta discusión por partida cuádruple, tendremos que expresar todos los pensamientos en voz alta. ¿Cómo lo haremos para identificarnos?
Sharan dijo:
—Habla Leesa. Raul, cuando tú o yo hablemos levantaremos la mano derecha. Esto servirá.
Todos estuvieron de acuerdo. Bard sintió que su mano derecha se levantaba sin la intervención de su voluntad consciente.
—Sharan y Leesa, en la mente del doctor Lane encuentro todavía algunas dudas. Parece desear ir con nosotros, pero permanece aún un poco escéptico.
Dejó caer la mano.
Bard dijo:
—No puedo evitarlo. Y admito también cierta animosidad. Leesa, según tengo entendido, arruinó el "Proyecto Tempo".
Sharan levantó la mano derecha.
—Sólo debido a que por aquel entonces yo no comprendía aún. Créeme, Bard. Por favor. Tienes que creerme. Comprende, yo…
La mano derecha de Bard se levantó y Raul dijo:
—Leesa, no tenemos tiempo para esa clase de cosas. No me interrumpas. Quiero dibujar el tablero de instrumentos al doctor Lane.
Bard Lane sintió que la presión le forzaba la mano a coger el lápiz. Rápidamente, un dibujo de un extraño tablero de instrumentos empezaba a tomar forma. En la parte superior había lo que parecían ser diez diales cuadrados. Cada uno estaba calibrado verticalmente, con un cero en el medio, valores superiores arriba, y menores debajo del punto cero. El indicador estaba descansando en el punto cero. Debajo de cada dial había lo que parecían ser dos pulsadores, uno encima del otro. Raul murmuró:
—Ésta es la parte que no puedo comprender. He podido descifrar el resto de los controles. El más sencillo es el de la dirección. Una diminuta copia de la nave está montada en una barra en el extremo de una conexión vertical. La nave puede ser girada manualmente. De lo que he colegido en las instrucciones de los manuales, la réplica se coloca en la posición deseada y la nave por sí sola sigue tal indicación, y al hacerlo así, la réplica retrocede lentamente a su posición neutral. Sobre los diez diales hay una pantalla tridimensional. Una vez se acerca a un planeta, el planeta y la nave se ven aparecer en la pantalla. Cuando la nave se acerca más a la superficie, la escala se hace más pequeña para que aparezcan en la pantalla los detalles del suelo. El aterrizaje consiste en colocar la imagen de la nave suavemente contra la imagen de la superficie del planeta. Tal maniobra es aparentemente parecida a la del Beatty One. Pero no hay palanca de control para ello. Hay unos diafragmas que hay que colocar a cada lado de la laringe y la velocidad es controlada por medio de la intensidad con la que se pronuncia el sonido de una cierta vocal. He probado esta parte de la nave haciendo sonar la vocal tan suavemente como pude. La nave se estremeció. Creo que el propósito es permitir al piloto el control de la nave aun cuando la presión le prive de levantar siquiera un dedo. Me creo capaz de despegar con la nave y aterrizar de nuevo. Pero a menos que pueda comprender los diez diales puestos debajo de la pantalla tridimensional, es obvio que no puede emprenderse viaje alguno.
La presión se desvaneció. Bard dijo:
—¿Has tratado de descubrir los detalles de cables detrás de los diales?
—Sí. No puedo comprenderlo. Y es tan complicado que retener en la memoria una parte de los mismos y transmitírtelos a ti, nos llevaría por lo menos un año de los vuestros para poder completarlo, y aun entonces no podríamos estar seguros de la exactitud de mis datos.
—Números mayores y menores, ¿eh? ¿Cómo es vuestra equivalencia numérica? ¿Vuestras matemáticas son equivalentes a las nuestras?
—No. Vuestro intervalo es el diez. El nuestro es el nueve. La más sencilla comparación posible sería decir que vuestro valor de veinte es la segunda tecla de nuestra tercera serie.
—O sea, que los nueve valores superiores e inferiores a cero cubren una serie completa de series. Soy siempre prudente en juicios repentinos, pero estos diales me recuerdan, inequívocamente, la columna de respuesta de algún aparato computador. Con diez diales y sólo los valores superiores, podrías llegar a nuestro equivalente de un billón. Añadiendo los valores inferiores, puedes realizar una serie de valores verdaderamente tremenda. Los números aprovechables podrían ser computados como un billón multiplicado por novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve. La navegación emplea siempre coordenadas conocidas. Supón, por un momento, que la relación entre el futuro y pasado está expresada en más y menos. Supón aún más que eso, que utilizando los variables sistemas de referencia temporal, es necesario cruzar, como máximo, diez líneas de tiempo para llegar a la estrella más distante, la estrella que, desde vuestra posición, es equidistante, no importa en qué lugar inicies la salida. Ahora, para cualquier estrella próxima, habrá una ruta preferida. Será una dirección supuesta. Cruzarás los sistemas de referencia en un punto supuesto. Así, tus controles estarían colocados de forma que pudieras aprovecharlos, hasta la mínima fracción de un segundo, de tu más y menos, o con mayor probabilidad, de sus desvíos hacia el futuro o al pasado. Esto nos daría un número índice, empezando a partir de tu posición, para cada estrella, no un número índice fijo, sino un número que, ajustado a la fórmula, permita un movimiento orbital y un movimiento galáctico, que te dará la situación de los controles. Una de las incógnitas de la ecuación es el valor presente del tiempo en vuestro planeta. No, espera un minuto. Si yo diseñara los controles usaría la medición por radiación del tiempo para más seguridad, haciendo trabajar los controles con la fórmula de modo que pudiera usarse siempre el número referencia de la estrella patrón.
—Tendrá que ser así. Han pasado siglos desde que mantuvimos algún dato del tiempo transcurrido.
—Los pulsadores de debajo de los diales serían el medio de fijar la situación. El pulsador superior, cada vez que lo impulsaras, alzaría tu indicador una ranura más. El pulsador inferior haría caer, uno cada vez, los valores inferiores. El número final, colocado en los diales, te llevaría a través del espacio hacia la estrella escogida. Sería el tipo de control más sencillo que podría haber sido usado en las fórmulas del Beatty, mucho más simple que la que nosotros hubiéramos empleado. Mas, para usarlo, debes encontrar en alguna parte, probablemente en la nave, un manual que te dará una lista de los valores de las estrellas.
Bard Lane pudo sentir la excitación en los pensamientos de Raul Kinson.
—Hace mucho tiempo, tal vez tres años vuestros. Posiblemente más. Encontré unos libros impresos en finas placas metálicas. No tenían ningún significado para mí. Grandes números bicolores. Era difícil leerlos comparado con los microlibros. Recuerdo el dibujo de la cubierta: un diseño estilizado de una estrella y un sistema planetario.
—Esto será lo que necesitas, pero déjame aclarar una cosa. Si yo me equivoco en lo de los controles, y si tú emplearas una situación errónea, probablemente no podrías nunca más ser capaz de encontrar ni la Tierra ni tu planeta otra vez. Puedes pasar cuarenta vidas buscando, con las mismas posibilidades de encontrarlo que encontrar dos motas de polvo determinadas en la atmósfera de este planeta. Asegúrate de que deseas de verdad correr ese riesgo.
Leesa dijo suavemente:
—Estamos completamente seguros de desearlo, Bard.
—Pues encontrad esos libros. Estudia sus números. Fíjate si corresponden a los diales. Mira si puedes determinar nuestro número índice de dudas. Y luego ponte de nuevo en contacto conmigo.
La presión en su mente se desvaneció rápidamente. Antes de que desapareciera por completo, Bard pudo captar un pensamiento muy débil:
"El sueño está terminándose."
Estaban los dos solos en la habitación. Sharan dijo suavemente:
—¿Puede hacerlo? ¿Puede venir aquí?
Bard se puso en pie y se dirigió hacia la ventana. Al otro lado de la calle una pareja andaba bajo la luz cogidos de la mano.
—¿Cuál es el parecido de ella? ¿Cómo son sus pensamientos?
—Como los de una mujer.
—¿Cuándo volverán?
—Mañana a medianoche.
—Estaré aquí.
Diez de los hombres más adultos estaban reunidos en las habitaciones de Jord Orlan. Estaban sentados muy tiesos y sus ojos brillaban. Le había costado mucho tiempo a Jord Orlan transportarles al punto deseado.
—Nuestro mundo es bueno —cantaba él.
—Nuestro mundo es bueno —respondieron todos al unísono, los instintos semiolvidados renaciendo otra vez.
—Los sueños son buenos.
—Los sueños son buenos.
—Y nosotros somos los Observadores y sabemos la Ley.
—Sí, sabemos la Ley.
Orlan, con los brazos extendidos y los puños apretados, añadió:
—Y ellos pondrían fin a los sueños.
—… fin a los sueños.
Las palabras tenían un sonido triste.
—Pero ellos serán detenidos. Los dos. Los de los cabellos negros que son unos extraños entre nosotros.
—Serán detenidos.
—He tratado, hermanos míos, de mostrarles el error de sus caminos. He intentado enseñarles los caminos de la Verdad. Pero ellos proclaman que los tres mundos son realidad.
—Orlan lo ha intentado.
—Yo no soy un hombre vindicativo. Soy tan sólo un hombre justo. Conozco la Ley y la Verdad. Ellos han salido a la nada, al vacío que nos rodea, para contemplar los mundos en que soñamos. La muerte será una caridad.
—Una caridad.
—Arrojémoslos, hermanos míos. Ponedlos en el tubo de la muerte. Dejemos que se deslicen hacia la oscuridad y caigan por siempre a través de la oscuridad. Yo lo he intentado todo y he fracasado. No podemos hacer nada más.
—Nada más.
Se movieron lentamente hacia la puerta, apresurando luego el paso. Más de prisa. Jord Orlan quedó quieto y oía el ruido de sus pasos y el rumor de sus voces. Se habían ido. Se sentó pesadamente. Se sentía muy fatigado. Y no sabía si había hecho lo más prudente. Era demasiado tarde para tener dudas. Y sin embargo… Arrugó la frente. Había un defecto básico en todo el proceso mental. Si afuera era la nada, ¿cómo habían podido salir y regresar? El haber podido hacerlo así significaba que la nada era "algo". Y si esto era cierto, las fantásticas creencias de Raul Kinson merecían cierto crédito.
Pero si Raul Kinson era creído, toda la estructura de sus propias creencias se desvanecía, oscurecía. Era una tristeza tener que vivir tanto tiempo en medio de tanto confort con los pensamientos de uno, y luego tener esa diminuta flecha amarga de la duda ahondando tu alma. Trató de librarse de ella. Posiblemente el espía se había equivocado.
Se encontró bajando a los pisos inferiores, con gran apresuramiento. Encontró la puerta. No le costó mucho encontrar el secreto de los resortes de las ruedas de la puerta. Dejó la puerta abierta. El viento azotó sus mejillas. Miró al exterior. Las seis naves se levantaban erguidas hacia el enorme sol rojo. La arena se amontonaba a sus pies. Cogió un puñado. Cerró la puerta contra el viento y apoyó la frente contra el metal. Estuvo un rato sin moverse. Se giró y deshizo el camino que había hecho.
Seis hombres tenían cogido a Raul. El rostro de Raul mostraba la furia que sentía, y por encima de los rumores de los captores, Jord Orlan podía oír el crujir de los músculos de Raul al intentar librarse de los que le apresaban. Cuatro de ellos estaban luchando también para contener a la muchacha. La tenían sujeta horizontalmente, dos a los pies y dos a la cabeza. Su túnica había caído a un lado. Cuando Jord Orlan se les acercó, aquéllos se iban con ella hacia el tubo, hacia la negra boca oval, tropezaron y cayeron con ella.
—¡Deteneos! —exclamó Orlan.
—¡No! —gritaron los captores.
—¿Queréis que su muerte sea demasiado fácil? El tubo es la muerte fácil. Su pecado es enorme. Deben ser arrojados al vacío, al exterior y morir allí.
Vio la duda pintada en sus rostros.
—¡Es una orden! —dijo con firmeza.
Y con Orlan a la cabeza, se dirigieron hacia los pisos inferiores, hacia la puerta. Los cautivos no se movían ya.
Orlan detuvo a los captores en un ángulo del pasillo.
—Dejadles ir hacia la puerta solos. Yo iré con ellos. Si vosotros miráis a la nada vuestros ojos y vuestra mente quedarían destrozados. Me reuniré con vosotros cuando les haya dejado.
Aquéllos sentían odio y cólera, pero el miedo era más fuerte. Esperaron sin poder ver nada. Jord Orlan anduvo con Raul y Leesa.
En voz baja les dijo:
—He visto los extraños vestidos. Los necesitaréis para aventuraros a salir.
—¿Qué está tratando de decirnos? —preguntó Raul.
—Que… que hay cosas en nuestro mundo que no comprendo. Y antes de morir deseo comprenderlas… comprenderlo todo. No creía que las naves estuvieran ahí hasta que las vi con mis propios ojos. Ahora yo comparto vuestro pecado. Mis creencias han ido debilitándose. Si podéis alcanzar otro mundo, entonces… —Se giró—. Daos prisa.
—Venga con nosotros —dijo Leesa.
—No. Aquí me necesitan. Si vuestras herejías resultan ser ciertas, mi pueblo necesitará alguien que se lo explique. Mi sitio está aquí.
Salieron y Orlan cerró la puerta cuando ellos estuvieron ya al otro lado de la puerta, reteniendo por un minuto la imagen de las dos figuras avanzando contra la furia del viento, con las seis naves al fondo. Regresó junto a aquellos que le estaban esperando y les dijo tranquilamente que ya estaba todo hecho.