Capítulo XII

Durante un incontable número de días, Raul Kinson permaneció sentado en una de las habitaciones de enseñanza, solo, muchos pisos por encima de los demás observadores. Con poca frecuencia, bajando a buscar algo de comida en una de las bandejas. Una vez encontró a Leesa. No la miró ni oyó lo que decía. Se daba cuenta vagamente de su presencia y sentía un tenue alivio cuando la veía alejarse.

Una vez y otra, y otra, había visto a través de los ojos de Bard Lane la horrible ruina del Beatty One, la ruina de sus esperanzas, la clara huella de la traición. Deseaba tener la garganta de Leesa entre sus dedos, aunque sabía que no podría matarla.

No soñaba. No deseaba proyectarse él mismo hacia la Tierra. Antes se había sentido avergonzado de los Observadores. Esta nueva vergüenza era más intensa aún que la anterior. Y poco a poco fue retornando a la vida. Hora a hora. En la tierra había habido una nave. Allí tenían seis. ¿Moriría un hombre si salía del edificio? ¿Si podía vivir, encontraría el camino en una de aquellas seis naves…?

Sabía dónde estaba la puerta. Si una vez fuera del edificio moría, no importaría a nadie.

Bajó a los pisos inferiores, mirando con frecuencia hacia atrás, para asegurarse de que nadie le seguía. Las habitaciones que se alineaban a lo largo del pasillo que conducían a la puerta contenían una serie de cosas extrañas que los demás no sabían para qué servían. Extraños vestidos. Herramientas que no habían sido tocadas durante siglos…

Al fin llegó hasta la puerta. La parte superior estaba al nivel de sus ojos. Dos ruedas aparecían en la misma puerta. Tocó una de ellas. Se movió fácilmente. La giró con fuerza. Se movía sin hacer ruido, deteniéndose con un suave "click". Hizo lo mismo con la otra rueda. Miró hacia el corredor, y entonces cogió las dos ruedas. Respiraba entrecortadamente a causa de la excitación. Apretó suavemente. La puerta se abrió. Sabía lo que era el viento y el frío, pero siempre lo había sentido a través de un cuerpo extraño y ahora lo supo en su propia carne, al entrar el viento por la puerta abierta hacia el corredor. Supo que no podría resistir aquel frío. La arena le privaba de cerrar. El viento era como un cuchillo rasgando su carne, y la arena que iba amontonándose en la puerta entraba hacia el pasillo. Se arrodilló y sacó la arena con las manos. Al fin pudo cerrar la puerta. Al apoyarse contra la puerta cerrada empezó a dejar de temblar a medida que el calor entraba de nuevo en su cuerpo. Le parecía increíble que detrás de aquella puerta no hubiera otro pasillo, igualmente cálido.

Encontró los vestidos en la tercera habitación. Eran metálicos, de un verde oscuro. La parte interior era suave. Encontró uno grande, y se lo puso torpemente. Se sentía extraño. El cierre era difícil hasta que descubrió que se cerraba al juntar uno y otro lado, con un suave movimiento.

Protegido así contra el frío, fue sólo cuando volvió por segunda vez a la puerta que pensó en el peligro más evidente. Cuando cerrara la puerta permanecería cerrado hasta que la empujara de nuevo desde fuera. Pero si Jord Orlan o cualquier otro de los ancianos le siguiera, podía acercarse a la puerta y hacer girar las ruedas…

—¡Raul! —dijo una voz femenina a sus espaldas.

Se detuvo bruscamente. Se giró y vio a Leesa.

—Raul, debes escucharme. ¡Debes escucharme!

—No hay nada que tengas que decirme.

—Ya sé lo que piensas de mí. Te traicioné, Raul. Te di mi palabra y te traicioné. Tú sabes que fui yo quien destrocé la nave —se echó a reír de una forma extraña—; pero ya ves, no me di cuenta de que me traicionaba también a mí misma.

No se volvió. Seguía de pie, erguido, mirando fijamente el metal pulido de la puerta.

—He soñado muchas veces, Raul, tratando de encontrarle. He encontrado a Sharan Inly. Le dije lo que había hecho. Ella me odia, Raul. Pero después de mucho tiempo le he hecho comprender. Es… muy amable, Raul. Pero ella no puede encontrarle. Nadie sabe dónde se ha ido. Y yo debo encontrarle y decirle… por qué hice aquello.

Tras él oyó un extraño sonido. Un sonido tenue. Se giró. Ella había caído de rodillas y estaba llorando, cubriéndose el rostro con las manos.

—No te había visto llorar nunca, Leesa.

—Ayúdame a encontrarlo, Raul. Te lo pido por favor.

—Quiero que seas tú quien lo encuentres, Leesa. Quiero que tú veas, por ti misma, lo que le hiciste.

—Ya sé lo que le hice. Estuve en su mente una vez, Raul, después de haber sucedido —dijo ella, levantando la cara—. Fue… horrible.

—¿Cómo es posible, Leesa? ¿Recuerdas? Son sólo criaturas del sueño. No existen. Las máquinas son inteligentes. Las máquinas del sueño fabrican a Bard Lane para tu diversión especial.

—No sigas, por favor.

—No me digas, hermana, que has llegado a creer en la existencia de esas criaturas —dijo burlonamente—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?

Sus ojos estaban fijos en los de él. Había cierta dignidad en su persona.

—No puedo pensar como tú. Estuve en su mente. Supe sus pensamientos, sus recuerdos y sus sueños. Le conozco mejor que a mí misma. Pero es que resulta que no puedo seguir viviendo en un universo en el cual no está él. Y si él existe, los demás también. Tú tenías razón. Todos los demás están equivocados, tan equivocados como yo.

—¿Debo confiar ahora en ti?

—¿Hay alguna razón, ahora, para que no lo hagas?

La cogió de las manos y la hizo poner en pie, sondándole.

—Confiaré de nuevo en ti. Si me ayudas, tal vez podamos encontrarle de nuevo. Sé lo que sientes, Leesa, porque no puedo dejar de pensar o de recordar. Ella era…

—¿Sharan Inly?

Se apartó de ella.

—Sí, una cruel trampa para nosotros dos, Leesa.

—¿Cómo puedo ayudarte?

—Voy a salir hasta las naves. Voy a intentar subir a una de ellas. He aprendido algunas de las instrucciones de funcionamiento. Nuestras vidas estarán prácticamente agotadas antes de que la Tierra construya otra nave como la que tú destruiste. Estas naves de ahí tienen los mismos principios de aquélla. Subiré a bordo de una de ellas y trataré de ir a la Tierra.

Ella abrió mucho los ojos, asombrada.

—Pero…

—Ahí afuera puede hacer demasiado frío. Puedo morir. Puede que no quede en este planeta suficiente oxígeno. Si fracaso, entrarás en el segundo piso. Seleccionarás una herramienta que corta cables. La llevarás a la sala de las vitrinas para soñar. Empieza con las vitrinas que no se emplean. Ve cortando los cables uno por uno. ¿Comprendido?

—Entonces no le encontraré nunca.

—Será una buena cosa. Yo no deseo volver a Sharan dentro de un cuerpo extraño. Quiero ir y tocarla con mis propias manos, mirarla con mis propios ojos. Nada puede ser mejor.

—Una de esas naves… después de tantos años… es increíble, Raul.

—He abierto la puerta. Creo que podré vivir ahí fuera. Ayúdame. Espérame aquí. Tengo que poder regresar. Si viniera alguien, debes evitar a toda costa que toquen estas ruedas de la puerta.

—¿Comprendes?

—Sí.

Salió por la puerta y la dejó abierta. La vio estremecerse al recibir el impacto del viento. Bajó la cabeza y empezó a andar. Ella cerró la puerta. Él tenía que respirar de prisa y profundamente. El frío atravesaba hasta los huesos y la arena le escocía en los dorsos desnudos de las manos y en las mejillas. Andando determinado hacia las naves, escondiendo una mano debajo del brazo mientras con la otra se protegía los ojos. Cuando la mano que le servía de visera empezó a helársele, cambió de mano. Volvió a mirar hacia las naves y vio que se había desviado un poco hacia la izquierda. Corrigió su dirección y prosiguió el camino. Cien pasos más. Las naves parecían estar a la misma distancia. La próxima vez que miró estaban ya más cercanas. Y entonces, jadeante, vio nuevos detalles de su construcción. Se giró de espaldas al viento y contempló su mundo tan lejano. Más alto que las naves, se alzaba aquel edificio. Paredes lisas, pálidas, alcanzando una altura vertiginosa.

Luchó contra el deseo de regresar. Prosiguió el camino. Tras él, el viento barría sus huellas. Las naves eran cada vez mayores. Una de ellas estaba ligeramente ladeada. Nunca se había dado cuenta de su verdadera dimensión, ni de la distancia que las separaba una de la otra. Los últimos cien pies fueron más fáciles porque la nave más próxima le protegía de la fuerza del viento. La superficie de metal era completamente lisa. No había forma de entrar en la nave. En absoluto. Dio la vuelta sollozando de frustración. Metal liso. Dio dos vueltas completas a la nave, observando atentamente. Tenía los dedos de las manos tan helados que no sentía siquiera el contacto del metal. A través de la llanura, el alto mundo blanco parecía observarle en medio de un silencioso regocijo.

Tropezó y cayó pesadamente, quedando casi aturdido por el golpe dado contra un lado de la nave. En el suelo, trató de recobrar la energía necesaria para ponerse nuevamente en pie. La nave estaba a pocas pulgadas de él. Quedó tenso. En el metal distinguía una hendidura angular, demasiado bien hecha para ser accidental. Se sentó con las piernas abiertas, como los niños sobre un montón de arena, y ahondó con manos que parecían garrotes. La grieta crecía, girando en ángulo recto en lo que podía ser una puerta cuadrada. Empezó a reír mientras profundizaba, enérgicamente, con fuerza, por encima del aullido del viento.

Dejó de ahondar y acarició dulcemente la nave, dedicándole palabras cariñosas. Y ahora se sentía mucho mejor. Muchísimo mejor.

Se puso de pie con la dignidad de un borracho. Hermosa nave. Le llevaría a la Tierra. Para ver a Sharan.

Raul se giró. No necesitaba ir a la Tierra a fin de cuentas. Allí estaba Sharan, de pie, sonriéndole. No le importaba el viento. Ella era muy agradable también. Avanzó hacia la mujer, que retrocedía molestamente. Sus pies no dejaban huellas en la arena.

—¡Sharan! —exclamó él roncamente, perdiéndose su voz en el aire—. ¡Sharan!

Levantó sus insensibles piernas intentando correr torpemente. Ella seguía escapándose, retrocediendo hacia el blanco mundo cálido que él había abandonado. Esperaba que Leesa estuviera vigilando. Así también podría ver a Sharan. Ahora Sharan se había ido. No podía encontrarla. Corrió y tropezó, cayendo cuan largo era. No estaba en condiciones de poder ponerse nuevamente en pie. Se encontraba demasiado bien. Tan calentito. La arena se amontonaba a su lado izquierdo, y al fin iba salpicándole la parte posterior de su cuello con un toque suave que parecía una caricia.