Capítulo IX

La doctora Sharan Inly estaba sentada en su despacho, con las manos cubriéndose los ojos. Deseaba con todo el corazón ser simplemente una mecanógrafa, un ama de casa o algo por el estilo.

Uno puede tratar con los humanos y sentirse interesado por ellos como humanos aun cuando haya casos parecidos en los libros de texto. Sin embargo, al tratarles, siempre queda un poquitín de reserva dentro de uno mismo. Una especie de autoprotección. Y entonces te encuentras ante un caso que te desgarra el corazón porque comprendes que te has interesado demasiado por alguien como persona, no como caso.

—Espero que me darás una explicación —dijo Bard Lane fríamente, al entrar en su despacho, cerrando la puerta con brusquedad.

—Siéntate, doctor Lane —dijo ella con sonrisa cansada.

Se sentó. Estaba enfadado.

—Maldita sea, Sharan, tengo el despacho lleno hasta los topes. Adamson necesita que le ayuden. El maldito comité, que quiere administrar el beso de la muerte a todo este proyecto, está esperando. Ya sé que puedes hacer venir a quien te parezca a tu despacho a cualquier hora, pero creo que primero debiste enterarte. Sólo pido un poco de consideración por el mucho trabajo que tengo y…

—¿Cómo dormiste la pasada noche?

Le miró fijamente, poniéndose en pie, determinado.

—Estupendamente, y también comí bien. Incluso di algún paseo. ¿Quieres que haga gimnasia para ti?

—Siéntese, doctor Lane —exclamó ella, bruscamente—. Estoy realizando mi trabajo. Le ruego que colabore.

Se sentó lentamente, con cierto temor pintado en sus ojos.

—¿Qué pasa, Sharan? Creo que dormí bien. Sin embargo esta mañana me siento fatigado.

—¿A qué hora te acostaste?

—Poco antes de medianoche. Me levanté a las siete.

—Thomas Bellinger, en el informe de guardia, indica que entraste en tu oficina a las dos y diez de esta madrugada.

Bard dio un respingo.

—¡Este hombre está loco! ¡No! Espera. Si alguien pusiera aquí un hombre que se pareciese a mí… ¿Has avisado a los guardias?

Ella movió lentamente la cabeza. Sus ojos estaban tristes.

—No, Bard. No serviría de nada. Acabas de pasar esta misma semana los tests completos, brillantemente. ¿Te has dado cuenta de que Bess Reilly no estaba en tu oficina esta mañana?

Arrugó la frente.

—Está enferma. Me ha telefoneado desde sus habitaciones.

—Ha telefoneado desde aquí, Bard. Yo se lo dije. Bess estaba un poco atrasada de trabajo. Esta mañana fue más temprano a la oficina y cogió el dictáfono de ayer para trabajar. Cuando empezó a escucharlo, pensó que tú estabas gastándole alguna broma. Escuchó un poco más y se asustó. Afortunadamente vino en seguida a verme. Yo lo he escuchado un par de veces. ¿Te importaría escucharlo tú?

Él suavemente respondió:

—Dictado… una extraña pesadilla que parece acudir de nuevo a mí, Sharan. Una cosa extraña, como la mayoría de esto. Como si tuviera algo que decir antes de que desapareciera de mi mente. Y soñé que…

—Pues debes haber andado dormido, Bard. Escúchate tú mismo.

Puso en marcha el magnetofón.

Era sin lugar a dudas la voz de Bard Lane.

"Doctor Lane. Tomo este método de comunicación con usted. No se alarme ni dude de mí. Estoy físicamente a unos cuatro años y medio de luz de usted en estos momentos. Pero he proyectado mis pensamientos en su mente y me he apoderado de su cuerpo para servirme de él en estos momentos. Mi nombre es Raul Kinson y he estado vigilando su proyecto durante algún tiempo. Estoy ansioso por que tenga éxito, ya que es la única esperanza de su mundo para poder librarse de todos aquellos de nosotros que sólo desean destruir. Yo quiero ayudarle a crear. Pero hay peligros de los cuales yo puedo avisarle, peligros que ustedes no entienden todavía. Tenga presente lo que sucedió a su técnico, Kornal, por mediación de los nuestros. Nosotros somos los supervivientes de su planeta madre. No deseo decirle demasiadas cosas en este momento. Esté seguro de que mis intenciones son amistosas. No se alarme. No caiga en el lógico error de suponer que todo esto es debido a un desequilibrio mental. Intentaré comunicar con usted de una forma algo más directa dentro de poco. Escúcheme cuando lo haga.

Sharan cerró el magnetofón.

—¿Comprendes? —dijo suavemente—. Lo mismo de antes. Sólo que algo más refinado. Me alegro y a la vez me disgusta que miss Reilly me lo haya traído. Pero ya lo has visto, Bard. ¿Te parece que tenía motivos para enviarte a buscar?

—Naturalmente —murmuró—. Naturalmente.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Sharan.

—Cumple con tu obligación —dijo, apretando los labios.

La voz de Sharan sonó desapasionada, pero su mano tembló cuando le tendió la nota que ya tenía preparada.

—Esto es para un período de observación. No veo la necesidad de hacer propaganda. Avisaré a Adamson para que actúe como jefe mientras tú no estés.

Cogió la nota que ella le tendía y salió de la oficina sin decir nada. Cerró la puerta tras de sí suavemente. Ella quedó sumida en mil extrañas preocupaciones.

Bard Lane se dirigió desde el pabellón del hospital hasta su habitación al extremo del pasillo. Se sentó al borde de la cama, tratando de leer una revista que había recogido. No parecía contener más que las tonterías habituales.

Se tendió en la cama. La revista resbaló hasta el suelo, con el ruido seco que hace el papel al caer. Locura en el mundo. Locura rondándole su mente como una gran campana sonando en una torre olvidada… Apretó las manos y cerró los ojos. Estaba sumiéndose en un mar de confusiones…

La cama se movió. Abrió los ojos. La pequeña enfermera rubia estaba sentada al borde de su cama. Sus grandes ojos violetas brillaban luminiscentes en su piel clara.

—¿Tan malo es esto, Bard Lane? —dijo ella.

Arrugó la frente. Las enfermeras no debían actuar de aquella manera, ni sentarse en las camas de los pacientes. Las enfermeras no hablaban de aquella forma. Era posible que algunas enfermeras tuvieran que hacerlo de acuerdo con unas instrucciones recibidas en según qué casos síquicos.

—Tal vez sea necesario que le baile encima de la cama para que se dé cuenta de lo alegre que estoy —dijo él.

—No me ha hablado de usted. He creído que podría echarle un vistazo mientras él anda buscándole por ahí fuera. Claro que él no lo aprobará.

—¿De quién habla, enfermera? ¿Y qué es lo que no le han dicho, sea quien sea?

—Enfermera es demasiado formal. Mi nombre es Leesa.

—Un nombre muy extraño. Y usted parece una muchacha extraña. No le entiendo demasiado bien, Leesa.

—No suponía que fuera capaz de hacerlo, Bard Lane. En realidad estoy hablándole de Raul, de mi hermano, si eso significa algo. De Raul Kinson.

Lane se sentó de un brinco en la cama, rojo de cólera.

—Enfermera, no estoy tan desquiciado como para quedar impávido ante esa clase de experimentos. Regrese junto a Sharan y dígale que esto no ha dado resultado. Sigo racional por ahora.

La enfermera ladeó su cabeza a un lado y sonrió.

—Me gustas cuando te enfadas, Bard Lane. ¡Tan fiero! De todas formas, Raul lamenta haberte metido en todo este lío por culpa de sus prisas en ponerse en comunicación contigo. Ahora está tratando de arreglar las cosas. ¡Pobre Raul! Cree que tú existes de verdad. Todos vosotros estáis tan obsesionados con la idea de vuestra propia realidad. Es fatigoso.

Bard la miraba con fijeza. Dijo lentamente:

—Enfermera, esto es tan sólo un consejo amistoso de un paciente. ¿Por qué no va a ver a la doctora Inly y le pide que le haga los tests normales? Ya sabe, cuando una persona trabaja mucho tiempo entre… desequilibrados mentales, a veces sucede que…

Su carcajada era la imagen viva de la salud y la cordura.

—¡Santo Dios! ¡Tan solemne y tan amable! Dentro de un minuto estará dándome cariñosos golpecitos en la espalda y un beso en la frente.

—Si se supone que este acercamiento suyo tiene que beneficiarla, enfermera yo…

Ella se puso seria.

—Escúcheme. Usted forma parte de un tonto sueño desagradable y más bien inútil por lo que a mí concierne. Raul parece divertirse bastante engañándose a sí mismo. Quería ver qué aspecto tenía usted. Él parece estar muy impresionado con usted. Pero yo no tengo que estarlo. Yo…

Una mujer corpulenta, uniformada de blanco apareció en la puerta. Exclamó:

—¡Anderson! ¿Qué significa todo esto? El número diecisiete está llamando desde hace diez minutos. Y yo he tenido mis trabajos para encontrarla. Sabe usted bien que tiene otras cosas que hacer mejor que estarse sentada en la cama de un paciente. Lamento que haya sucedido así, doctor Lane, pero…

La pequeña enfermera rubia lanzó a su jefe un solemne guiño. Se inclinó hacia la cabecera de la cama, pasó el brazo alrededor de la cabeza de Lane y le besó firme y cálidamente en los labios. La jefe dio un respingo.

La pequeña enfermera rubia se levantó. Lentamente una mirada de horror cubrió su rostro. Se puso de pie, apretándose con las manos el cuerpo, torciendo los dedos hasta hacerlos crujir.

—Exijo una explicación, Anderson —dijo la jefe, muy enfadada.

—Yo… yo… —dos lágrimas brotaron de sus ojos, deslizándose por sus mejillas. Se apartó de la cama.

—Me parece que Leesa está algo nerviosa —dijo Bard. Su voz era apaciguadora.

—Se llama Elionor —dijo bruscamente la jefe.

La enfermera dio la vuelta y se fue. La jefe suspiró.

—Más preocupaciones. Tengo poco servicio y ahora tendré que enviarla a que pase los tests.

Salió de la habitación.

Sharan Inly estaba mirando fijamente al mayor Tommy Leeber. Su voz era la misma de siempre, su rostro y sus ojos también. Pero las palabras hicieron que Sharan las oyera como un lejano trueno en sus oídos, como el débil letargo que se produce antes del desvanecimiento.

—Si se trata de alguna estúpida broma, mayor…

—Empezaré de nuevo por el principio, doctora Inly. He cometido una equivocación. Pero usted también. Mi nombre es Raul Kinson. De momento estoy usando el cuerpo de este hombre llamado Leeber. No sería difícil aceptarlo como premisa básica. Usé el cuerpo de Lane para enviarle un mensaje. Usted y Lane aparentemente han sacado la conclusión de que él está mentalmente desequilibrado.

—Creo que al general Sachson le gustaría deshacerse de Lane y de mí en este proyecto, mayor Leeber. No me importa que usted trate de eliminarme.

—Por favor, doctora Inly. Debe de haber alguna prueba que podamos realizar. Podría repetirle el mensaje que deje a Lane…

—Bess Railly pudo habérselo dicho.

—No sé quién es, pero por favor hágala venir y pregúntele.

Esperaron. Bess Reilly entró al cabo de unos minutos. Era una muchacha muy alta, angulosa, sin belleza, con excepción de sus ojos, de un verde intenso, expresivos.

—Bess, ¿ha hablado con alguien de la cinta del dictáfono del doctor Lane?

Bess alzó la barbilla.

—Doctora Inly, usted me dijo que no lo dijera a nadie. Y no lo hice. No soy de las que…

—¿Ha hablado hoy con el mayor Leeber?

—Le vi ayer por vez primera. No he hablado nunca con él.

Sharan dirigió una larga y penetrante mirada a la muchacha.

—Gracias, Bess. Puede irse.

La puerta se cerró tras ella. Sharan se volvió hacia el mayor Leeber.

—Dígame ahora lo que decía la cinta.

Leeber la repitió. En dos lugares hizo un pequeño cambio en la forma de la frase, pero el resto era completamente igual. Había una tranquilidad y una confianza en él que le preocupaba.

Dijo:

—Mayor, o Raul Kinson, o quienquiera que sea… Yo… esto es algo que no puede obligarme a creer. Esta idea de apoderarse de los demás. Esta idea de venir de cierto planeta extraño. Se han dado casos de personas que pueden repetir el contenido de sobres lacrados. Tendrá que hacerlo mejor.

—Bard Lane tiene que reintegrarse a su trabajo. Voy a tener que asustarla, doctora Inly. Pero eso será la mejor prueba que puedo darle. Sin intentar explicarle cómo, voy a desalojar este cerebro para entrar en el suyo. En el proceso, el mayor Leeber recuperará toda su lucidez. Pero no recordará gran cosa de lo que ha pasado. Emplearé su voz para deshacerme de él.

La sonrisa de Sharan parecía haber sido pintada bruscamente en su rostro.

—¡Oh, vamos!

Estaba sentada con las palmas de las manos descansando en los brazos del sillón. La idea, a pesar de su absurdo, le producía una extraña sensación de vergüenza, como si la invasión extraña a su mente fuera una violación más básica que cualquier relación física. Su mente había sido un templo, un lugar de refugio, un lugar de secretos pensamientos, algunos de ellos muy escondidos a causa de cierto sentimiento de culpabilidad. Tener todos aquellos lugares secretos al descubierto sería como… andar desnuda por las calles de la ciudad.

Vio el asombro pintado en el rostro de Leeber, su mirada confusa vagando por toda la oficina, la forma en que se frotó el dorso de la mano por la boca. Y luego ya no tuvo más tiempo para vigilar a Leeber. Sintió la prueba de los zarcillos invisibles. Sintió su suavidad. Trató de resistirse. La memoria retrocedió a muchos años atrás. Un día lluvioso en una ciudad del norte. Ella había estado jugando en la calle con el chico de al lado. El agua de la nieve fundida corría por la pendiente. Habían construido presas de nieve para contenerla, pero no lo conseguían. Se deslizaba por los lados de las presas, o a través de ellas, avanzando siempre hacia adelante, sin que pudiera evitarse.

Ella retrocedió más y más buscando un último punto defensivo. Y súbitamente tuvo la sensación de su entero dominio dentro de su cerebro, ajustándose a los tipos nerviosos familiares.

Las palabras habían sido siempre planeadas con algunos segundos de antelación. Sus labios se abrían y el conocimiento del significado de sus palabras era simultáneo con el sonido de las palabras mismas.

—El sol es muy peligroso aquí, mayor. Tal vez le ha hecho coger algo de sueño. Beba mucha agua y tome tabletas de sal. Podrá encontrarlas en el dispensario. Permanezca apartado del sol y por la mañana se encontrará bien.

Leeber se puso en pie.

—Uh… gracias —dijo.

Al llegar a la puerta se detuvo, y se volvió para mirarla con expresión asombrada, sacudió la cabeza y salió.

El pensamiento llegó a ella. No estaba escrito dentro de su mente. Ni fue expresado en palabras, y sin embargo las palabras se unían al pensamiento.

—¿Comprende ahora? ¿Cree ahora? Relajaré los controles. Para comunicarse conmigo hable en voz alta.

—Me he vuelto loca.

—Eso es lo que los demás creen. No. No se ha vuelto loca, Sharan. Mire su mano.

Ella obedeció. Su mano cogió un lápiz. Se movió sin voluntad para escribir su propio nombre: "Sharan". Y entonces la habitación pareció oscurecerse, desvanecerse y ella no supo nada. Cuando la vista volvió vio que había escrito otra palabra debajo de su nombre. Por lo menos supuso que era una palabra.

—Sí, una palabra, Sharan. Tu nombre con mi propia escritura. He tenido que obligarte a retroceder mentalmente a un rincón a fin de poder hacerte escribir.

Había escrito con rasgos más resueltos que los suyos. Parecía un estilo arábigo escrito en forma cursiva.

—Loca, loca, loca —dijo ella en voz alta.

—No. No estás loca. ¡Cree! Espera, Sharan. Encontraré tus pensamientos y tus creencias. Allí aprenderé todo lo que he de saber sobre ti, Sharan.

—No —dijo ella.

Estaba sentada rígida, sintiendo como si pequeños peines se movieran suavemente por todas las partes de su mente. A ella acudieron recuerdos de días muy lejanos. La música en el funeral de su madre. Un pasaje de sus tesis doctoral. Los insistentes labios de un hombre. La canción que ella escribió una vez. Descontento, orgullo en su profesión. Minutos interminables…

—Ahora te conozco, Sharan. Te conozco bien. ¿Crees ahora?

—Loca.

Ya no sentía furia. Resignación. Desvanecimiento del sonido. Tenuemente… una canción apenas oída en el dulce sopor lejano del estío.

Estaba sola. Abrió un cajón y extrajo una de las hojas que dio a Bard Lane. Empezó a rellenarla. Nombre. Síntomas. Diagnóstico parcial. Prognosis.

Se abrió la puerta y Jerry Delane, el joven doctor del dispensario, entró. Ella arrugó la frente y preguntó:

—¿Es que se ha perdido la costumbre de llamar antes de entrar, doctor Delane?

Se sentó delante de ella, al otro lado de la mesa del despacho. Dijo:

—Ya te he dicho que dejaría la mente de Leeber para entrar en la tuya, y así lo he hecho. Naturalmente puedes llamarme fantasía que tu mente enferma ha inventado, por lo que voy a darte una prueba física —acercó el dictáfono hacia él, y lo puso en marcha—. Las fantasías no pueden grabar sus palabras, Sharan.

Para Sharan, todas las luces parecieron desvanecerse con excepción de la que rodeaba la boca sonriente de él. Ésta parecía hacerse cada vez mayor. Y entonces fue como si ella estuviera avanzando hacia la sonrisa…

Estaba tendida en el sofá y él arrodillado a su lado. Poniéndole compresas frías en el lado izquierdo de su cabeza. Sus ojos la miraban con tierna expresión.

—¿Qué…?

—Te has desmayado y caído. Chocaste con el borde del fichero.

Arrugó la frente.

—Yo… me parece que estoy enferma, Jerry. Tengo ideas extrañas… quimeras acerca de…

Él interrumpió sus palabras colocando el dedo índice contra los labios.

—Sharan, por favor. Quiero que me creas. Soy Raul Kinson. Debes creerme.

Ella le miró fijamente. Poco a poco apartó la mano de su frente. Se dirigió hacia la mesa, tambaleándose ligeramente. Puso en marcha el dictáfono, haciéndolo retroceder un poco y luego hacia adelante otra vez. La voz, fina y metálica, decía: "Las fantasías no pueden grabar sus palabras, Sharan".

Se volvió a mirarle cara a cara. Con voz muy tenue dijo:

—Ahora le creo. No tengo otro camino, ¿verdad? Ninguno en absoluto.

—No. Haga venir a Bard Lane aquí. Los tres hablaremos.

Estaban sentados y esperaban a Bard Lane. Raul la miraba fijamente. Le dijo con voz suave:

—Es extraño, curioso.

—¿Usted emplea esas palabras?

—Estaba pensando en tu mente, Sharan. He evitado las mentes femeninas. Todas tenían patrones variables, indeterminados, intuitivos. No como tu mente, Sharan. Cada faceta y cada fase me… ha parecido familiar. Como si te conociera de siempre. Como si cada respuesta emocional a cualquier situación tuviera que ser la paralela femenina de mi propia reacción.

Ella apartó los ojos de él.

—No me ha dejado ningún secreto, ¿eh?

—¿Era necesario? Yo sé de un mundo donde las palabras no se emplean. Donde un hombre y una mujer, unidos, pueden morar cada uno en la mente del otro a su voluntad. Tienen una verdadera reserva, Sharan. En tu mente he descubierto… otra razón para asegurar que este proyecto tenga éxito.

Ella se sintió furiosa consigo misma al sentir que el rubor cubría sus mejillas.

—Otro tanto a su favor —exclamó con tono agrio—. ¿Desea también mis huellas dactilares?

Bess Reilly entró. Cerró la puerta, bostezó, y se sentó encima de una de las puntas de la mesa. Le sonrió a Jerry y dijo cansadamente:

—El tiempo va pasando, Raul. Y no puedo decir que lo lamente. No tienes muchas diversiones en tus sueños, ¿eh? He tenido que cambiar cuarenta veces de mente para llegar a ti.

—Te he sentido cerca hace unos momentos —dijo Raul. Se volvió a Sharan—. Te presento a mi hermana, Leesa Kinson.

Sharan miró pálidamente al rostro familiar de Bess Reilly. Bess la miró fijamente.

—¿Te cree, Raul? —dijo ella.

—Sí.

—Eso me da una sensación curiosa al saber que hay uno de ellos que comprende cómo están con nosotros. Nunca lo había sentido antes. Una vez traté de hacer comprender a un hombre quién era yo cuando me apoderé del cuerpo de su esposa. Estuvo hora y media a punto de volverse loco. No había vuelto a intentarlo desde entonces. Es decir, hasta hoy. He entrado en la mente de una enfermerita rubia y he tratado de presentarme a tu amigo Bard Lane. Estaba un poco confundido. ¿Está temiendo volverse loca, muchacha?

—Sí —respondió Sharan—. Si eso continúa.

Bess se echó a reír.

—No se lo tome tan en serio.

Bard Lane entró lentamente y cerró la puerta tras él. Miró con curiosidad a Jerry Delane y Bess Reilly. Se dirigió a Sharan.

—Me has hecho venir.

—Aquí está su vieja amiga Leesa —dijo Bess—. ¿Qué ha hecho la enfermerita rubia cuando me marché de ella?

Sharan vio que Bard palidecía. Habló apresuradamente.

—Bard, estábamos equivocados. Créeme, por favor. Me lo han probado. Es imposible, ya lo sé. Pero es cierto. Una especie de hipnosis a larga distancia, creo. Pero aquí está Raul Kinson. Él… está empleando el cuerpo de Jerry Delane. Quiere hablar con nosotros. Y su hermana, Leesa, es… Bess es Leesa. Jerry y Bess no recordarán lo que está sucediendo. Aquella grabación que hiciste… Todo es verdad, Bard. Por un momento creí que me había vuelto loca y al momento siguiente supe que era la verdad.

Bard Lane se dejó caer pesadamente en una silla, pasándose la mano por los ojos. Nadie habló. Cuando al fin levantó los ojos, su expresión era fría. Miró a Jerry.

—¿Qué tiene usted que decirme?

Hablando lentamente, haciendo pausas en alguna cuestión, Raul Kinson le habló de los Observadores, de los Dirigentes, de las Emigraciones, de las Máquinas de los Sueños, y de la perversión, durante cincuenta siglos, de lo que había sido una vez un "Plan lógico". Le habló de la Ley que gobernaba a todos aquellos hombres.

Bess, sentada al borde de la mesa, tenía un aspecto fastidiado en el rostro.

Bard miró los nudillos de su apretado puño.

—De modo —dijo suavemente— que si damos crédito a sus palabras, usted acaba de darnos la respuesta al por qué, con la mayoría de técnicas bajo control, cada intento de conquistar el espacio ha sido un miserable fracaso.

No obtuvo respuesta. Levantó los ojos. Jerry Delane estaba de pie con una extraña impresión pintada en su rostro.

—¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cómo he venido hasta aquí?

Bess saltó rápidamente de la mesa.

—¿Me ha llamado usted, doctora Inly? —preguntó con voz agitada.

Sharan mostró una sonrisa forzada.

—La conferencia ha terminado, muchachos. Pueden irse. ¿Te quedas Bard?

Jerry y Bess salieron de la oficina.

—¿Es que nos hemos vuelto locos? —preguntó Bard.

—No existe eso de quimeras compartidas, fantasías mutuas, Bard —dijo Sharan con voz fatigada—. Y, o bien tú estás todavía en la sala y todo esto está teniendo lugar en tu mente, o bien yo me he vuelto loca por completo y estoy imaginando que tú estás aquí. Oh, lo que parece más difícil de todo, que es verdad —se puso en pie—. ¡Condenación, Bard! Si cierro mi mente a esa cosa, ello significa que mi mente es demasiado pequeña y demasiado insignificante para circundarla. Pero trata, inténtalo sólo, de digerir este cuento de los mundos extraños, Dirigente, Emigraciones. No, no se purifica. Tengo una idea mejor.

—Vaya, me alegraré de oírla.

—Sabotaje. Una variedad nueva y muy inteligente. Algunos amigos nuestros del otro lado de este mundo han conseguido desarrollar la técnica hipnótica hasta un nuevo grado de eficiencia. Tal vez usen alguna forma nueva de amplificación mecánica. Están tratando de desacreditarnos si no consiguen hacernos volver locos. Eso tiene que ser.

Lane arrugó la frente.

—Si su técnica es tan buena, ¿por qué emplearla de la forma más difícil? ¿Por qué no se apoderan de Adamson o de Bill Kornal o de unos cuantos hombres claves para hacerles pasar algunas horas destruyendo lo que es el Beatty One?

—Has olvidado algo. Ellos se apoderaron ya de Kornal. Esto les dio unos meses de gracia. Ahora están experimentando. Tal vez traten de convencernos para que salgamos de aquí y vayamos a cualquier otro sitio. No puedes decir lo que están pensando. Bard, el que dice llamarse Raul Kinson me avisó de que iba a entrar en mi mente. Y luego lo hizo. Fue… degradante y horrible. Hemos hecho cosas asombrosas con la hipnosis. Control de hemorragias. Cosas así. ¿Por qué me miras de esta manera?

—Estoy tratando de imaginar cómo expones el problema sin acabar en el extremo receptor con alguna fantasía de shock terapéutico, Sharan.

Ella se sentó lentamente.

—Tienes razón —dijo—. No tenemos forma de avisarles. Ningún medio.