Capítulo VI

Raul Kinson se dio cuenta de que ocho años habían dado la razón a Fedra. Uno no se olvida jamás de los primeros sueños, aquellos tres primeros sueños, uno para cada mundo señalado en el dial de la cabecera de la vitrina de los sueños.

Fedra había tenido su hijo durante el primer año de los sueños. A veces él miraba a los chiquillos mientras jugaban, tratando de adivinar cuál era el suyo. Miraba en vano tratando de descubrir algún signo de parecido. Se extrañaba de aquella curiosidad suya, que los demás no parecían compartir.

Sí, los primeros sueños no se olvidaban jamás. Aun después de transcurridos ocho años seguía recordando el segundo sueño.

En el segundo sueño había tenido una nueva seguridad de contacto, una nueva seguridad nacida de la práctica del primer sueño. Estaba ansioso por ver el segundo mundo. En su ansiedad inicial habíase aferrado a la primera mente que le había salido al paso, lanzándose con toda la fuerza de la suya.

Y se había encontrado en un cuerpo extraño que se retorcía bajo una luz caliente y brillante, los músculos y los sentidos del cuerpo cautivo sobre una superficie dura. No podía controlar los músculos ni los sentidos del cuerpo cautivo. La visión estaba fragmentada. Los espasmos musculares no podían ser controlados. Trató de retirar la presión. El cerebro que había tocado estaba hecho pedazos, era irracional, mandando mensajes espasmódicos a los músculos incontrolados. Al principio creyó haberse metido en una mente ya estropeada, y luego empezó a suponer que tal vez su acometida había sido la causa de la avería de aquella mente. Hizo todos los esfuerzos posibles para salir de ella, impulsándose hacia la mente más próxima.

Se deslizó con cierto resquemor en una nueva mente, esperando, observando y escuchando el lenguaje que llegaba hasta él con suficiente claridad, sin tomar un control absoluto de aquella mente hasta estar seguro de su equilibrio. Ésta pertenecía a un hombre que iba uniformado de azul. Estaba diciendo:

—¡Retrocedan! Despídele. Dale una oportunidad…

Un segundo hombre también uniformado se acercó:

—¿Qué ha pasado, Al?

—Un individuo cayó en un ataque o algo por el estilo. He mandado por una ambulancia. Oye, tengo entendido que tú eres doctor. Échale un vistazo, ¿quieres?

Un hombre vestido de gris se inclinó colocando un lápiz entre los dientes del hombre que se retorcía en el suelo. Miró a los policías.

—Epiléptico, creo. Será mejor que se lo lleven en una ambulancia.

—Gracias, Doc. Ya avisé.

Raul miró curiosamente a través de los ojos del hombre que parecía llamarse Al, que debía ser un policía, cuando por la calle llegó una máquina metálica con cuatro ruedas produciendo un ruido agudo. De ella salió un hombre vestido de blanco que se arrodilló al lado del hombre que estaba retorciéndose en el suelo.

Tan pronto se hubieron llevado al hombre, Al se llevó la muñeca a la boca. Habló a través de una pequeña pieza negra, pidiendo unos números, y luego añadió:

—No me siento bien. Una especie de dolor de cabeza. De acuerdo, si aumenta, volveré a llamarte. Sí.

Raul Kinson, mirando a través de los ojos del hombre, comprendió que aquello era una ciudad con mucha gente. Eran gente similar en forma y colorido a los que había visto en el primer mundo. Buscó en la mente de Al para saber las palabras y descubrió que aquello era la ciudad de Syracusa en un lugar llamado Nueva York. La calle se llamaba South Salina. Entre otras cosas supo que Al se sentía herido, que estaba sediento, que su esposa estaba de visita en algún otro lugar. Tuvo cierta dificultad en descifrar el significado de la palabra "esposa". Los pensamientos de Al eran elusivos. Al final Raul recibió la impresión de que se trataba de dos vidas compartidas, hombre y mujer, en una estructura específica de pequeño tamaño, llamada "hogar". Otra vez tuvo noción del dinero. La idea del dinero le había asombrado completamente cuando, en la ciudadela de Arrud, había visto colocar piezas de metal en la mano del vendedor de agua, habiendo sentido la satisfacción de aquél por la posesión de aquellos trozos de metal que a él le parecían totalmente carentes de valor.

Las ventanas de las tiendas estaban llenas de extraños artículos cuya utilidad, a pesar de los muchos años que había estado aprendiendo cosas en las distintas habitaciones de los diferentes niveles, Raul no podía adivinar. Al, ejercitando su propia voluntad, se detuvo frente a una de las ventanas. Había largas barras delgadas de madera, con unos carretes brillantes fijos a aquéllas. En la mente de Al, Raul descubrió una imagen retinaria de un bote, una extensión de agua, un ser que se agitaba al extremo de un largo cordel atado a la delgada barra de madera. La palabra adecuada para designar a aquel ser era "lubina".

Este mundo, pues, era una sociedad considerablemente más mecanizada que la del primer mundo. Era, posiblemente, menos brutal, pero de mayor tensión nerviosa. Los hombres parecían devorados por máquinas en lugar de leones. La tiranía del "dinero" parecía tan cruel como la opresión de un hombre llamado Arrud, aunque más insustancial.

En su propio mundo los servicios esenciales eran todos realizados, o casi todos, con silenciosa devoción, automática, con la inmutable eficiencia que hacía creer a los Observadores que las cosas habían sido siempre de aquella manera, que no había arquitectos detrás de todo aquello.

Pasó diez horas en la ciudad. Fue en máquinas. Una vez, cuidando de dejar a la mente ocupada casi todo el control, condujo una en medio del abrumador tráfico. Ocupando otra mente entró en un pequeño lugar llamado "cine". Raul contempló la pantalla, siguiendo la historia infantil a través de la mente de su ocupado. Pensó que aquélla era una pobre manera de malgastar el tiempo, válida sólo porque le proporcionaba una mayor perspectiva de las motivaciones de aquella gente del segundo mundo, motivaciones nacidas del anhelo, del temor y de la inseguridad. Vio que aquéllos, en cierto modo, soñaban, y en los largos y dulces sueños el mundo era de la forma que ellos habrían deseado que fuera.

Durante aquellas diez horas perfeccionó, aún más, su capacidad para deslizarse en la mente de uno y extender cautos zarcillos de percepción en los centros sensoriales del cerebro.

Una vez se deslizó delicadamente en la mente de un chiquillo, moviéndose lentamente como si estuviera en una pequeña habitación llena de cosas frágiles. Allí encontró el mundo que los adultos perseguían. Un mundo imaginario, donde nada preocupaba ni nada asustaba. Un mundo de grandes batallas realizadas en un abrir y cerrar de ojos, con el valiente héroe vencedor, la doncella otorgándole el premio a su valor. Un mundo donde lo justo y lo honrado triunfaba, donde todos los crímenes eran castigados, donde el hogar era sagrado y el amor perduraba tanto como la propia vida. Las lágrimas eran todas de felicidad, y los días largos y brillantes.

El tiempo de soñar acabó y se encontró de nuevo en el mundo de las cosas conocidas. Al bajar del vigésimo piso vio a Leesa y comprendió que ella se dirigía hacia las habitaciones superiores para aprender. No podía hablarle donde alguien pudiera oírlos. Ella seguía siendo más alta que las demás, y continuaba madurando más rápidamente que las demás, a pesar de seguir yendo vestida, debido a sus catorce años, con las prendas metálicas propias de una chiquilla.

Comió con el feroz apetito que producían los sueños. Trató de hallar en su recuerdo huellas de las palabras que había aprendido, de las palabras que él mismo había pronunciado, pero no las recordaba.

Dejó la bandeja con los utensilios de su comida en la ranura correspondiente, para que fueran lavados para ser utilizados por otro que viniera después. Se le acercaron dos mujeres y un hombre, y éste le dijo:

—Ven y cuéntanos tu sueño, Raul.

Se sentó con ellos y se mostró algo tímido de sus nuevos conocimientos. Una de las mujeres lo comprendió así y explicó su sueño.

—Esta vez —dijo— deseaba belleza y deseaba dolor. Lo encontré en el primer mundo y estuve buscando la mitad del tiempo del sueño hasta que encontré lo que quería. Era una muchacha que estaba en una prisión de piedra y estaba delgada, aunque era muy hermosa. Pero en su mente había orgullo y pasión. No pude comprender exactamente lo que ella creía tan ciegamente. Los carceleros sabían que no le quedaban muchas horas y uno vigilaba mientras los demás abusaban de ella. Nada de lo que se le hiciera podía abatir su orgullo. Entonces, cuando temía que el sueño terminara, fue conducida a través de estrechos lugares de la ciudad y fue atada a un poste. Durante el sueño sabía las palabras, pero ahora no puedo acordarme de ellas. Una sustancia que estaba amontonada a su alrededor empezó a producir una rojez que llegaba hasta ella. Seguí con ella el tormento hasta que murió. Fue un dolor completo y delicioso. Pasé a la mente de uno de los vigilantes y observé aquella cosa negruzca que había sido belleza. El sueño terminó.

Raul miró a la mujer, miró la afilada punta rosada de su lengua cuando se humedecía los labios, miró sus brillantes ojos, y su reluciente cuero cabelludo.

Uno de los hombres se echó a reír.

—¿Qué estáis diciendo? El segundo mundo es el mejor lugar para mí. Sueño en este mundo y no me importa sentir las cosas de la forma que las criaturas de aquél lo hacen. Me apodero de sus mentes arrinconándolas a un lado. No quiero hablar con sus lenguas. En mi último sueño encontré el cuerpo de un joven fuerte. Estaba oscuro, con pequeñas lucecitas brillando arriba. Había gente. Yo estaba agazapado entre unos matorrales y cuando se acercaron dos muchachas maté con mis manos, rápidamente, a una de ellas y huí corriendo con la otra. Gritaba. Me gusta oírlas gritar. Las máquinas son inteligentes. Los gritos siempre me parecen reales. Corrían persiguiéndome y yo arrojé la muchacha a un lado y me escondí. Cuando, al fin, un hombre me encontró, le maté también. Entonces llegaron más y me ataron. Les hablé en nuestro lenguaje y me reí de ellos. Me pusieron en una especie de vestimenta blanca. Un hombre se acercó y me dio un puñetazo en la cara. Los otros le apartaron. Ah, fue un sueño bueno y excitante.

Todos miraban a Raul. Una mujer dijo:

—Los primeros sueños son a veces los mejores. ¿Qué soñaste tú?

Raul se puso de pie. Dijo:

—Soñé en el segundo mundo. Encontré gente que era buena. Quería ayudarle y no sabía cómo. En este momento, recordándoles, me parecen más admirables que… algunos de nosotros.

Las mujeres estallaron en una risa estridente:

—¡Oh, oh, oh! —exclamaron débilmente.

El hombre se había puesto de pie colocando su fría mano sobre los hombros desnudos de Raul. Le miraba con una sonrisa condescendiente.

—Olvidas que acabas de dejar de ser niño, Raul. Mientras sueñas los personajes parecen reales. Cuando despiertas sabes que sólo existen en tu mente soñadora. Cuando despiertas dejan de existir… así… —chasqueó los dedos—. Las máquinas los crean y, cuando te despiertas… ya no están…

Raul arrugó la frente.

—Pero ¿no puedes volver a soñar con el mismo lugar y con los mismos individuos otra vez?

—Naturalmente.

—Y cuando los encuentras, ¿no han vivido durante el tiempo que tú no has soñado con ellos?

—Ésta es la magia de las máquinas. Toman nuestros desordenados sueños y los clarifican en mundos fantásticos donde parecen ser una cadena de extraña lógica. Pero los fantásticos contornos de los sueños son una prueba suficiente para cualquier hombre inteligente que sabe se trata solamente de sueños.

—Raul —dijo una de las mujeres poniéndose en pie—, éste es el único mundo. Éste es el lugar donde todas las cosas están concebidas para nosotros. No permitas que las máquinas te engañen. Su magia es inteligente. Algunos de nosotros se han vuelto locos por creer que los sueños eran reales. Al final, cuando empiezan a creer que esto, el verdadero mundo, es un sueño, tienen que ser arrojados de él. Tengo muchas razones por las cuales no deseo que te suceda nada parecido. —Le tocó el brazo—. Ven conmigo a una de las pequeñas habitaciones y solos te enseñaré algunas cosas que aprendí en los sueños. Ven. Lo encontrarás interesante.

Se apartó bruscamente de ella. Tropezó con uno de los hombres y se alejó. Anduvo lentamente por el piso vigésimo entre las distintas hileras de vitrinas. Muchas de ellas estaban vacías. En algunas había soñadores. Vio a Jord Orland, con las manos cruzadas sobre el pecho. Algunos estaban boca abajo. Otros acurrucados. Una mujer soñaba con las rodillas dobladas hasta tocarle el pecho, rodeándolas con los brazos. Siguió andando hasta no ver más que vitrinas vacías, a cada lado del pasillo, placas de la boca que no eran usadas, cables enrollados esperando. El pasillo torcía agudamente y pudo observar otra perspectiva de las máquinas soñadoras. Siguió andando lentamente.

Una vitrina habitada le llamó poderosamente la atención. Y entonces comprendió que su ocupante hacía mucho tiempo que había muerto. Los labios seguían aprisionando en la boca la placa de metal. Uno que había muerto mientras soñaba, quedando olvidado entre las máquinas demasiado lejos de las que eran más visitadas para ser encontrado. Cuando al final alguien se diera cuenta de que aquella persona no estaba entre los demás, creería que habría sido arrojada por el tubo oval, de cabeza, hacia la oscuridad.

Raul permaneció un largo rato contemplándolo. Pensó en decírselo a Orlan, pero esto exigiría dar demasiadas explicaciones por sus paseos por aquellos lugares poco frecuentados. Posiblemente nunca le descubrirían. Nunca sería arrojado, de cabeza, por el tubo oval. Las mujeres eran arrojadas de pie. Era la ley.

Dio la vuelta y deshizo el camino subiendo en busca de Leesa.

La encontró en el piso superior observando la pantalla donde se desarrollaba una batalla. Los ruidos propios de la lucha resonaban a través de los altavoces. La llamó y ella cerró la máquina, corriendo rápidamente hacia él, con los ojos brillantes.

Se colgó de su brazo.

—¡Cuéntame! ¡Cuéntame algo de los sueños!

Raul se sentó frente a ella.

—En cierto modo, sé que todos están equivocados. Un día tú lo comprenderás también. Los sueños tienen más significado de lo que… ellos dicen.

—Eres absurdo, Raul. Son sólo sueños. Y nuestro derecho es soñar.

—Una chiquilla no debe hablar de esa manera a un mayor. Te digo que los sueños son realidad. Son tan reales como este suelo —dijo pisando con el pie desnudo el suelo.

Ella retrocedió un poco.

—No… no digas eso, Raul. No lo digas, ¡ni a mí siquiera! Podrían arrojarte de este mundo. A través de la puerta de la que me hablaste. Y esto significaría tener que quedarme sola aquí. No habría nadie tan fea como yo, con este cabello odioso y estos horribles brazos y piernas…

Le sonrió.

—No se lo diré a nadie más. Y tú gozarás de los sueños, Leesa. Las mujeres que tienen un aspecto como tú tendrás cuando seas mayor, están consideradas como hermosas.

Ella le miró fijamente.

—¿Hermosas? ¿Yo? Raul, yo soy tan horrible como las mujeres que he visto en todas esas imágenes.

—Ya lo verás. Te lo prometo.

Se sentó en cuclillas, a su lado. Le sonrió.

—Vamos, cuéntame. Prometiste hacerlo. Cuéntame los sueños.

—Con una condición.

—Siempre me pones condiciones —le dijo, haciendo pucheros.

—Debes prometerme que me ayudarás a investigar por todas las habitaciones de aquí arriba, entre todos esos miles y miles de bobinas. Esto nos llevará años, tal vez. No lo sé, pero en alguna parte, Leesa, encontraremos la respuesta a todo esto. Este lugar no creció. Fue construido. ¿Qué son los sueños? ¿Por qué nos llamamos a nosotros mismos Observadores? Tiene que haber un comienzo. Y en alguna parte, aquí, encontraremos la historia de la creación. ¿Quién hizo este mundo?

—Ha estado siempre aquí.

—¿Me ayudarás a buscar?

Ella afirmó con la cabeza.

Mientras ella le miraba fijamente, con los labios ligeramente entreabiertos, él fue relatándole sus sueños, correspondientes a los dos primeros mundos.

Al día siguiente le contó lo del tercer mundo, tan pronto como hubo acabado de soñarlo. La vio inmediatamente después de haber ido a informar a Jord Orlan, tal como estaba ordenado por la ley.

Ella se sentó frente a él, mirándole con atención.

—Este tercer mundo —dijo— es completamente diferente. El primero es todo sangre y crueldad. El segundo es un lugar de nervioso temor, mecanismos e intrincados modelos sociales basados en un extraño tipo de miedo. Este tercer mundo… voy a volver a él, muchas veces. Sus mentes están llenas de poder y astucia. Y sé que conocen nuestra existencia.

—Pero eso parece una insensatez, Raul. Es sólo un sueño. ¿Cómo es posible que las criaturas de un sueño sepan de sus soñadores? Los otros no lo saben.

—Con la primera mente que invadí fui demasiado cauto. Hubo un momento de resistencia, y luego nada. Entré confiadamente. Mientras estaba moviéndome todavía sutilmente, la mente me arrojó con tal fuerza que me vi obligado a abandonarla. Tardé un buen rato antes de encontrarla otra vez. Esta vez entré con más firmeza. La presión era enorme. Al fin, cuando tomé el control sensorial, vi que estaba sentado frente a una pequeña construcción. El panorama era agradable. Árboles, bosques, campos y flores. No había aridez en la construcción. Las paredes interiores, que pude ver, brillaban de la misma manera que brillan las paredes de estos pasillos. Las instalaciones de la casa parecían ser automáticas, como las de los pisos inferiores de aquí. Cuando traté de escudriñar en la mente cautiva, para averiguar qué clase de mundo debía ser, no hallé nada. Al principio pensé que la cosa podía carecer de cerebro, pero entonces recordé el asombroso poder de la mente. Yo tenía control completo sobre el cuerpo, pero la mente parecía ser capaz de alzar una barrera que protegía sus pensamientos. Miré en todas direcciones y vi hombres y mujeres, vestidos simplemente, permaneciendo de pie a una prudente distancia mirando hacia mí. Yo me puse en pie.

"Mi huésped dejó que uno de sus pensamientos se deslizara en mi mente. Me dijo que no intentara ninguna violencia o aquellos que estaban vigilándome me matarían inmediatamente. Los pensamientos que transmitía llegaban a mí lenta y claramente, y tuve la impresión de que aquel ser estaba hablando a otro ser inferior, simplificando sus pensamientos para que estuvieran al alcance de una mente menos aguda. Me dijo que lo mejor sería regresar al lugar de donde venía. Si yo intentaba pasar a otra mente, me hallaría inmediatamente en la misma posición que en aquellos instantes. Sin apenas darme cuenta, con los labios formulé la pregunta "¿por qué?". Me explicó que ellos tenían la facultad de leer los pensamientos entre ellos, por lo que les era extraordinariamente fácil detectar la presencia de un extraño. Los otros seguían vigilando y yo empecé a tener la impresión de que, de alguna extraña manera, él seguía estando en comunicación con todos a través de algún canal que yo no podía interceptar. Supe también que todos ellos sabían de los sueños y de los soñadores. Traté de poner bien en claro que yo sólo sentía una profunda curiosidad por su mundo, que no pretendía emplear violencia de ninguna clase. Me senté de nuevo y pregunté, otra vez, todo lo que deseaba saber.

—¡Parece imposible! —dijo Leesa.

—No lo creas. Pasamos por lo menos diez horas discutiendo. Ellos llaman al tercer mundo Ormazd. Por lo visto es llamado así por cierto principio de divinidad. Todos viven sencillamente, y a unas distancias considerables unos de otros. Toman gran cuidado en la enseñanza de los jóvenes. Todo el tiempo me dieron la impresión de que estuvieran hablando con un chiquillo. Viven en pleno desarrollo del pensamiento. Hace miles de años su sociedad empezó a desarrollarse en las bases para reforzar la inteligencia humana y la fuerza de la independencia del pensamiento, por complicadas secreciones de las glándulas. Ahora todos ellos están inmunizados contra el odio, la furia y el miedo. Me era difícil seguirle. La comunicación telepática se había puesto a la orden del día, con intenso desarrollo. Y con la comunicación telepática, dijo que habían eliminado la última parte de la enseñanza, los distintos y complicados significados de las palabras. Comunicarse por pensamiento es siempre un medio seguro, dijo. Su mundo no tiene crímenes, ni violencia, ni guerras.

—Sigue pareciendo imposible —dijo Leesa, desafiante.

—Ahora viene la parte que más me confundió. Saben de nosotros. Sé que es así. Traté de preguntárselo y no obtuve más que una muda carcajada. Me dijo que soñara en otros mundos. Aunque no fue precisamente la palabra soñar la que empleó. Más bien, examinar, vigilar u observar. Me hizo saber que habíamos interferido mucho en el pasado y que habíamos obstruido mucho el progreso hasta que al final habían podido establecer las normas para competir con nosotros. Me dijo que ahora no tenemos poder para estorbar en su mundo. Le dije que sólo quería saber. Me contestó que era demasiado tarde para nosotros, y que permaneciera apartado de su mundo… que, dentro de mil años, ya no habría necesidad de tener que avisarnos, ya que por aquel entonces nosotros no podríamos ya introducirnos en sus mentes. Hubo un momento de melancolía cuando pareció estar pensando que el Plan había fallado. Sentí su piedad. Me alegré de despertar.

—Prefiero los otros dos sueños —dijo Leesa—. El primero es mejor, creo.

—Ahora soy libre de soñar en el mundo que desee —dijo—. He ido a ver a Jord Orlan. Me ha explicado la Ley.

—¿Qué es eso?

—Las criaturas de los mundos de los sueños deben ser siempre advertidas de construir cualquier clase de invento que pueda capacitarles para dejar sus mundos, para surcar los cielos alejándose de sus mundos. Si esto sucediera, ya no habría más sueños. Cada soñador, cada vez que encuentre una criatura que estaba haciendo una cosas de ésas, debe destruir el trabajo del progreso. Le pregunté por qué. Dijo que era la Ley, y que la Ley era tan vieja como nuestro propio mundo. La Ley ha existido siempre. Dijo que en el primer mundo no había peligro en realidad de que construyeran un invento de esa clase. Y pareció lamentar no poder hacerlo comprender así a todos los soñadores. Demasiados rehusaban soñar sólo en el primer mundo. Y aquellos que prefieren el segundo, dice Orlan que sólo buscan diversión más que obediencia de la Ley. Teme que ese segundo mundo triunfe, lo cual significaría el fin de los sueños. En cada sueño del segundo mundo se va en busca de un invento que destruir. Dice que ha destruido tres naves poderosas en su vida.

—Si eso es la Ley, debe ser cumplida —dijo Leesa.

Raul apretó las manos.

—Los Observadores no pueden leer ni escribir. Sólo tú y yo, entre todos ellos, podemos leer esos viejos informes, Leesa. Jord Orlan es firme y amable, pero es también ciego. Cuando era joven, también preguntaba como yo. Pero ahora ha dejado de hacer preguntas. Yo nunca dejaré de preguntar. Debo saber por qué.

Aquellos primeros sueños no se olvidarían, ni siquiera después de haber transcurrido ocho años de sueños sobrepuestos a aquellos tres primeros, antes de que conociera la Ley.

Ocho meses de apoderarse de mentes de los que se sentaban en las bibliotecas del segundo mundo y de leer, a través de sus mentes, los textos de astronomía, de física. Ocho años de investigación entre las olvidadas bobinas y discos de los Observadores.

Y al final la respuesta, cegadora como un destello de luz. Sencilla como una ecuación. Indiscutible como la muerte misma.